Arkadi y Boris Strugatsky. Picnic extraterrestre
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TŒtulo original: Piknik na obochone
Traducci‘n: Edith Zilli
© 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
© 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
ISBN 145026-78
Edici‘n electr‘nica de Sadrac Julio de 2000
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Es preciso sacar bueno de lo malo,
Pues es todo cuanto se puede hacer.
Robert Penn Warren
De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio N‘bel de fŒsica 19..
- Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
- No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue
importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue
del todo mŒo.
- Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un
concepto corriente hasta para los escolares.
- Eso no me sorprende. Seg‡n algunas fuentes, el Foco Irradiador de
Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo c‘mo se
llamaba. B‡squelo en la Historia de la Visitaci‘n, de Stetson; allŒ est€
descrito con lujo de detalles. ¨l sostiene que el foco irradiador fue
descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien
public‘ las coordenadas, pero que por alguna raz‘n desconocida, se le dio mi
nombre.
- SŒ, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le
molestarŒa explicar a nuestros oyentes de quˆ se trata, doctor?
- El Foco Irradiador de Pilman es la cosa m€s simple del mundo.
Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra ˆl.
Los agujeros de esas balas quedar€n marcados en la superficie en una suave
curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de
importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de Visitaci‘n
est€n dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en alg‡n punto
de la lŒnea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelaci‘n de
Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por asŒ decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
- Gracias, doctor ³CompaŸeros harmonitas!
clara explicaci‘n de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A prop‘sito:
anteayer se cumplieron treinta aŸos de la Visitaci‘n. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
- ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
- Por eso mismo ser€ a‡n m€s interesante saber quˆ sinti‘ usted al
enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasi‘n de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
- Para serle sincero, al principio pensˆ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asŒ en nuestra pequeŸa Harmont. HabrŒa sido m€s
plausible en Gobi o en Terranova.
- Pero al fin tuvo que creerlo.
- Ah sŒ, al fin...
- ¿Y entonces?
- De repente se me ocurri‘ que Harmont y las otras cinco zonas de
Visitaci‘n... Perd‘n, me equivoco: por entonces habŒa s‘lo otras cuatro
zonas conocidas. Se me ocurri‘ que todas entraban en una leve curva. Calculˆ
las coordenadas y las enviˆ a Naturaleza.
- ¿Y no se preocup‘ en ning‡n momento por la suerte de su ciudad natal?
- La verdad es que no. Vea, aunque yo habŒa llegado a creer en la
Visitaci‘n, no podŒa convencerme de que habŒa algo de cierto en esos
informes histˆricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban
selectivamente s‘lo a los viejos y a los niŸos, batallas sangrientas entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
- TenŒa raz‘n. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaci‘n. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del
Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el ‡ltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la Visitaci‘n.
- El primero y el ‡ltimo.
- Pero sin duda usted se mantendr€ muy al tanto de la investigaci‘n
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitaci‘n.
- SŒ. De vez en cuando leo los Informes.
- ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas
Extraterrestres?
- SŒ.
- En su opini‘n, ¿cu€l ha sido el descubrimiento m€s importante en
estos ‡ltimos treinta aŸos?
- La Visitaci‘n en sŒ.
- Perd‘n, no comprendo.
- La Visitaci‘n, en sŒ, es el descubrimiento m€s importante, no s‘lo de
los ‡ltimos treinta aŸos, sino de toda la historia de la Humanidad. No
importa tanto saber quiˆnes fueron esos visitantes. No importa saber de
d‘nde venŒan, por quˆ vinieron, por quˆ se quedaron tan poco tiempo ni d‘nde
est€n desde que se fueron de aquŒ; lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jam€s tendr€ la buena suerte de hacer
un descubrimiento m€s fundamental que ˆse.
- Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me referŒa a descubrimientos y progresos de Œndole tˆcnica. A
descubrimientos y progresos que nuestros cientŒficos y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. Despuˆs de todo, muchos cientŒficos famosos
han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de Visitaci‘n
podrŒan cambiar todo el curso de nuestra historia.
- Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opini‘n. En cuanto a
descubrimientos, especŒficamente hablando, no caen dentro de mi
especialidad.
- Sin embargo usted, desde hace dos aŸos, es asesor por el Canad€ de la
comisi‘n de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitaci‘n.
- SŒ, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas
extraterrestres. En la Comisi‘n, mis colegas y yo representamos a la
comunidad cientŒfica internacional cuando surgen dilemas al poner en
pr€ctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la
internacionalizaci‘n de las Zonas. Dicho en otros tˆrminos: nuestra funci‘n
es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
- ¿Hay alguien m€s que se interese por esos tesoros?
- SŒ.
-
- No sˆ quˆ es eso.
- AsŒ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesi‘n.
- Comprendo. Pero no, eso no est€ dentro de nuestra jurisdicci‘n.
- Por supuesto, es cosa de la policŒa. Pero me gustarŒa saber quˆ es lo
que cae dentro de su jurisdicci‘n, doctor Pilman.
- Hay una constante pˆrdida de materiales provenientes de las Zonas de
Visitaci‘n que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pˆrdidas.
- ¿PodrŒa explicarse mejor, doctor?
- ¿Por quˆ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les
interesarŒa conocer mi opini‘n sobre el incomparable Godi Mller?
-
cientŒfica. Como cientŒfico, ¿no le gustarŒa tener un contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
- ¿C‘mo le dirˆ? Supongo que sŒ.
- En ese caso, ¿podemos esperar que un buen dŒa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
- Puede ser.
1. Redrick Schuhart, veintitrˆs aŸos, soltero, ayudante de laboratorio
en la divisi‘n Harmont del instituto internacional de culturas
extraterrestres.
La noche anterior, ˆl y yo estuvimos en el dep‘sito. Ya estaba
anocheciendo; yo podŒa tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguŒa allŒ, sosteniendo la
pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me morŒa de
ganas de fumar; hacŒa dos horas que no echaba una pitada. Y ˆl no dejaba de
dar vueltas con todo aquello. Ya habŒa llenado, cerrado y sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacŒos del transportador,
los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los
malditos; como siete kilos cada uno) y despuˆs volvŒa a ponerlos
cuidadosamente en el estante.
Se habŒa pasado la vida peleando con esos vacŒos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sŒ. En su lugar yo habrŒa
mandado todo al diablo desde hacŒa rato para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacŒo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrŒa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son s‘lo dos
discos de cobre, del tamaŸo de un platito y de medio centŒmetro de grosor,
m€s o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centŒmetros.
Nada m€s. Nada, absolutamente, s‘lo espacio vacŒo. Uno puede pasar la mano
por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate;
no hay m€s que vacŒo y vacŒo; aire puro. Claro, tiene que haber alguna
fuerza entre los dos, seg‡n creo, porque no se los puede juntar ni
separarlos m€s de lo que est€n.
La verdad, compaŸeros, es difŒcil describŒrselos a alguien que no los
haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno termina retorciˆndose los dedos y diciendo malas palabras por la
frustraci‘n. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier n‡mero hay un artŒculo
sobre los vacŒos, con fotos y todo.
Kirill llevaba casi un aŸo rompiˆndose los sesos con los vacŒos, yo
habŒa trabajado con ˆl desde el principio, pero todavŒa no estaba muy seguro
de lo que querŒa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por
descubrirlo. Que primero lo descubriera ˆl solo; despuˆs, a lo mejor, yo
harŒa la prueba. Por el momento s‘lo entendŒa una cosa: Kirill querŒa
averiguar, a toda costa, c‘mo funcionaban esos vacŒos; los perforaba con
€cidos, los estrujaba en la prensa, los ponŒa a fundir en el horno. AsŒ
comprenderŒa todo y lo llenarŒan de vŒtores y de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerŒa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavŒa no habŒa llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y
callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de otro, yo lo habrŒa emborrachado de lo lindo y lo habrŒa puesto en manos
de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la maŸana lo habrŒa
vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana,
nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servŒan. Ni siquiera valŒa la pena sugerirlo: no era de esos.
AsŒ que est€bamos en el dep‘sito. Yo lo observaba, viendo quˆ mal
andaba, c‘mo se le habŒan hundido los ojos, y sentŒ m€s l€stima por ˆl de la
que habŒa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidŒ... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
- Oye - dije -, Kirill...
AllŒ estaba, con el ‡ltimo vacŒo en la balanza, como si estuviera
dispuesto a trepar sobre ˆl.
- Esc‡chame - dije -.
eh?
- ¿Un vacŒo lleno? - replic‘, con cara de no entender.
- SŒ, Tu trampa hidromagnˆtica, c‘mo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
Vi que empezaba a entender. Me mir‘, parpade‘, y un destello de raz‘n,
como a ˆl le gustaba decir, surgi‘ tras las l€grimas de perro.
- Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como ˆste, pero lleno?
- SŒ, eso es lo que digo.
- ¿D‘nde?
Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
- Vamos a fumar un cigarrillo.
Meti‘ el vacŒo en la caja fuerte, golpe‘ la puerta con fuerza y la
cerr‘ con tres vueltas y media de llave; despuˆs volvimos al laboratorio.
Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacŒo vacŒo; podrŒa haberle
sacado hasta la ‡ltima gota de jugo por uno lleno, grandŒsimo hijo de puta;
pero crˆase o no, ni siquiera me pas‘ por la cabeza, porque Kirill volvŒa a
la vida ante mis ojos. Baj‘ los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme
siquiera terminar el cigarrillo. Le contˆ todo: c‘mo era, d‘nde estaba y
cu€l era la mejor manera de llegar hasta allŒ. ¨l sac‘ un mapa, busc‘ la
ubicaci‘n del garaje y me lo indic‘ con el dedo, Inmediatamente se imagin‘
que era yo, por supuesto; ¿c‘mo no iba a entender?
- Quˆ perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo
primero que haremos a la maŸana. Pedirˆ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
- De acuerdo - dije -. ¿Quiˆn ser€ el tercero?
- ¿Para quˆ queremos un tercero?
- Oh, no - exclamˆ -. ¨ste no es un picnic con seŸoritas. ¿Y si te pasa
algo? Est€ en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
¨l solt‘ una risa breve y se encogi‘ de hombros.
- Como quieras. Sabes m€s que yo de esto.
³SŒ, seguro! Claro que s‘lo estaba tratando de seguirme la corriente.
Por lo que a ˆl concernŒa, el tercero no harŒa m€s que estorbar. Si Œbamos
los dos solos todo saldrŒa bien. nadie sospecharŒa nada sobre mŒ. Pero habŒa
un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las
reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda
hablar cuando le pregunten, m€s tarde.
- Por mi parte llevarŒa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
- No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra
vez, ¿eh?
Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardŒa, pero
creo que est€ condenado. Era algo que no podŒa explicar a Kirill, pero lo
sentŒa. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo,
gracias.
- Bueno, est€ bien. ¿Quˆ te parece Tender?
Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se
meten con nadie.
- Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
- Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
- Bueno. Llevemos a Tender.
Mientras ˆl se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenŒa la garganta seca.
A la maŸana lleguˆ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y mostrˆ el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le
rompŒ el alma el aŸo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
-
Lo parˆ en seco, muy cortˆsmente.
- ¿Quˆ es eso de "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbˆcil.
-
Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantˆ por la correa del pecho y le dije claramente quˆ
opinaba de ˆl y de quiˆn descendŒa por la rama materna. Escupi‘ en el suelo,
me devolvi‘ el pase y dijo, sin m€s amabilidades:
- Redrick Schuhart, tiene ‘rdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capit€n Herzog.
- AsŒ me gusta m€s - dije -. Por ahŒ andamos. Siga es forz€ndose,
sargento; a‡n puede llegar a teniente.
Pero mientras tanto pensaba quˆ novedad era aquˆlla. ¿Para quˆ me
querrŒa el capit€n Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me
presentˆ.
Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las ventanas, justo como una comisarŒa. Willy estaba sentado a su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a m€quina no sˆ quˆ jerigonza. Un
sargentito revolvŒa el interior del archivo met€lico, en el rinc‘n; era
nuevo; yo no lo conocŒa. En el Instituto hay m€s sargentos que en el cuartel
de policŒa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
- Hola - dije -. ¿Me llamaba?
Willy me mir‘ sin verme, se apart‘ de la m€quina de escribir, dej‘ un
pesado archivo sobre el escritorio y empez‘ a revisar el contenido.
- ¿Redrick Schuhart?
- El mismo - respondŒ.
Por dentro me subŒa una risa nerviosa todo era muy extraŸo. No podŒa
evitarlo:
- ¿Cu€nto hace que est€ en el Instituto?
- Dos aŸos y pico.
- ¿Tiene familia?
- Soy solo - respondŒ -. Huˆrfano.
En seguida se volvi‘ hacia el sargento y orden‘, en tono severo:
- Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta n‡mero
ciento cincuenta.
El sargento hizo la venia y desapareci‘. Mientras tanto Willy cerr‘ el
archivo con un golpe y pregunt‘, ceŸudo:
- ¿Ha vuelto a las andadas?
- ¿Quˆ andadas?
- Ya sabe a quˆ andadas me refiero. AquŒ hay informaci‘n nueva sobre
usted.
"Aj€", pensˆ.
- ¿De d‘nde?
¨l frunci‘ el ceŸo y golpe‘ la pipa contra el cenicero, irritado.
- Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo
amigo: deje eso, dˆjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsar€n del Instituto definitivamente,
entiˆndalo.
- Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quiˆn fue
el malnacido que pas‘ el dato.
Pero ya habŒa dejado de mirarme; seguŒa chupando la pipa vacŒa y
hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento
Lummer habŒa vuelto trayendo la carpeta n‡mero ciento cincuenta.
- Gracias Schuhart - dijo el capit€n Willy Herzog, tambiˆn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querŒa aclarar. Puede irse.
VolvŒ al vestuario, me puse el guardapolvo y me animˆ. No podŒa dejar
de pensar en quiˆn habrŒa pasado los rumores. Si provenŒan del mismo
instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allŒ nadie sabŒa nada de
mŒ ni habŒa forma de que lo supieran. Si era un informe de la policŒa,
tambiˆn: ¿quˆ podŒan saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habŒan
atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habrŒa vendido hasta la madre por
salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabŒa nada de mŒ. Pensˆ y pensˆ,
sin llegar a nada grato. Al final entrado por ‡ltima vez en la Zona, de
noche; ya me habŒa decidido a mandar todo al diablo. HacŒa ya tres meses que
habŒa desprendido de casi todo el botŒn y el dinero se me estaba acabando.
Si no me habŒan pescado con la mercaderŒa en las manos, menos lo harŒan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
Pero en ese momento, justo cuando me dirigŒa hacia las escaleras, se me
ilumin‘ repentinamente la cabeza, y tan claramente que volvŒ al vestuario,
me sentˆ y encendŒ otro cigarrillo. Eso significaba que no podŒa ir a la
Zona ese dŒa. Ni al siguiente, ni dos dŒas despuˆs. Significaba que esos
escuerzos me tenŒan otra vez entre ojos, que no me habŒan olvidado; o, si me
habŒan olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ning‡n
merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimarŒa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un rev‘lver a la espalda. Lo que me
hubiera convenido en ese momento habrŒa sido esconderme en el rinc‘n m€s
oscuro. ¿Zona? ¿Quˆ Zona?
quˆ tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de
laboratorio?
Lo pensˆ bien y decidŒ, casi con alivio, que ese dŒa no irŒa a la Zona.
Pero ¿cu€l era la mejor manera de decŒrselo a Kirill?
Se lo dije directamente.
- No voy a la Zona. ¿Quˆ instrucciones tienes para darme?
Al principio me mir‘ con ojos de huevo duro, por supuesto. Despuˆs
pareci‘ entender. Me agarr‘ por el codo para llevarme a su pequeŸa oficina,
me hizo sentar ante el escritorio y ˆl se instal‘ en el antepecho de la
ventana, frente a mŒ. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me
pregunt‘, como con cautela:
- ¿Pas‘ algo, Red?
¿Quˆ iba a decirle?
- No. No pas‘ nada. Ayer perdŒ veinte al p‘ker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
- Un momento - interrumpi‘ -. ¿Has cambiado de idea?
La tensi‘n me hizo soltar un ruido ahogado.
- No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
Se qued‘ tieso. Puso otra vez aquella cara patˆtica, con ojos de
caniche enfermo, Se estremeci‘, encendi‘ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
- Puedes confiar en mŒ, Red. No le dije una palabra a nadie.
- Por supuesto, nadie habla de ti.
- Ni siquiera hablˆ todavŒa con Tender. Hice extender un pase a nombre
de ˆl, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
No dije nada y seguŒ fumando. Era extraŸo y triste. Ese hombre no
entendŒa nada.
- ¿Quˆ te dijo Herzog?
- Nada en especial. Alguien pas‘ el dato, eso es todo.
¨l me ech‘ una mirada extraŸa, se baj‘ del antepecho y empez‘ a
pasearse, mientras yo hacŒa anillos de humo en silencio. Lo sentŒa por ˆl,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la que habŒa encontrado para la melancolŒa de Kirill! ¿Y de quiˆn era la
culpa? MŒa; habŒa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto ˆl dej‘ de
pasearse y se acerc‘ a mŒ. Mir‘ de soslayo hacia cualquier parte y murmur‘:
- Escucha, Red, ¿cu€nto costar€ un vacŒo lleno?
Al principio no entendŒ; pensˆ que tenŒa esperanzas de comprar alguno.
¿D‘nde lo iba a conseguir? Tal vez ˆse fuera el ‡nico del mundo; adem€s ˆl
no debŒa tener tanta plata como para comprarlo. ¿De d‘nde pensaba sacarla?
Era un cientŒfico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendŒ. ¿AsŒ
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
"GrandŒsimo tal por cual", pensˆ, "¿por quˆ me tomas?" AbrŒ la boca
para decŒrselo, pero la volvŒ a cerrar. Porque en realidad, ¿por quˆ iba a
tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta m€s plata, mejor. Se juega
la vida por plata. TenŒa derecho a pensar que el dŒa anterior yo habŒa
tirado la lŒnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
La idea me dejaba mudo. Y ˆl seguŒa mir€ndome intensamente, sin
parpadear. No habŒa disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensi‘n,
me parece. Al fin se lo expliquˆ, con calma.
- De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavŒa.
No hay caminos. T‡ lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querŒamos y volvimos en seguida. Como si fuˆramos al dep‘sito. Entonces todo
el mundo se dar€ cuenta de que sabŒamos de antemano lo que busc€bamos y
d‘nde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiˆn puede haber estado allŒ? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
Terminˆ mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir
nada. De pronto ˆl junt‘ las manos, con ruido se las frot‘ y anunci‘
cordialmente:
- Bueno, t‡ no podr€s ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Irˆ solo.
Tal vez me vaya bien. No ser€ la primera vez.
Tendi‘ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoy‘ en las manos
para inclinarse sobre ˆl. Toda su cordialidad pareci‘ evaporarse ante mis
ojos. Le oŒ musitar:
- Cuarenta metros, cuarenta y uno, podrŒa ser, y tres hasta llegar al
garaje. No, no llevarˆ a Tender. ¿Quˆ te parece, Red? ¿Dejo a Tender?
Despuˆs de todo tiene dos hijos.
- No te dejar€n ir solo.
- Me dejar€n - murmur‘ -. Conozco a todos los sargentos y a los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allŒ hay un envase de gasolina
y est€ completamente herrumbrado, pero los camiones parecen reciˆn salidos
de la f€brica.
Apart‘ la vista del mapa y mir‘ por la ventana. Yo tambiˆn lo hice. Los
vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y m€s all€... la
Zona. AllŒ est€, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
A simple vista parece una extensi‘n de tierra como cualquier otra. El
sol brilla sobre ella como en cualquier rinc‘n del planeta. DarŒa la
impresi‘n de que nada ha cambiado mucho en ella; todo est€ como hace treinta
aŸos. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quˆ no habŒa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabŒa una huelga o algo asŒ? El metal amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; habŒa
rieles, rieles y m€s rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta. AllŒ estaba tambiˆn el garaje: un largo intestino gris con las
puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un
sitio pavimentado, junto a ˆl.
Kirill tenŒa raz‘n con respecto a aquellos vehŒculos: la cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las
zarzas no la han cubierto a‡n.
Cuarenta metros. ¿Desde d‘nde contaba? Oh, probablemente desde el
‡ltimo poste. TenŒa raz‘n, la distancia no era mayor; esos cientŒficos
tragalibros iban progresando. HabŒan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllŒ estaba la fosa donde habŒa caŒdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos habŒa avisado a Zalamero: "Mantente tan
lejos de las fosas como puedas, o no quedar€ de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirˆ en el agua no habŒa nada. AsŒ son las cosas
de la Zona: si uno vuelve con botŒn, es un milagro; si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ning‡n disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo dem€s, es el destino.
Al mirar a Kirill notˆ que me observaba secretamente. Fue la expresi‘n
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensˆ; "al
fin y al cabo, ¿quˆ me pueden hacer estos esfuerzos?" No hacŒa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
- Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo
repito: oficiales) me han inducido a creer que convendrŒa realizar una
inspecci‘n del garaje, que podrŒa ser de gran valor cientŒfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaci‘n.
Y sonri‘, luminoso como el sol del verano.
- ¿Quˆ fuentes oficiales? - preguntˆ, sonriendo a mi vez como un tonto.
- Son confidenciales, pero a ti puedo revel€rtelas - dijo, frunciendo
el ceŸo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
- Oh, el doctor Douglas. ¿Quˆ doctor Douglas?
- Sam Douglas - respondi‘ ˆl, secamente -. Muri‘ el aŸo pasado.
Se me eriz‘ la piel. ¿Quiˆn se atreve a hablar de esas cosas antes de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. Aplastˆ la colilla en el cenicero y dije:
- Est€ bien. ¿D‘nde est€ ese Tender? ¿Hasta cu€ndo tenemos que
esperarlo?
En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefone‘ a
Transportes y pidi‘ una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogr€fico, una vista aˆrea muy
ampliada. Se veŒan hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa asŒ...
Pero no servirŒa de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
En ese momento entr‘ Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenŒa la hija
enferma y habŒa ido a buscar un mˆdico. Se disculp‘ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Œbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dej‘ de jadear y de bufar, de puro miedo.
- ¿C‘mo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quˆ yo?
Sin embargo recuper‘ la respiraci‘n en cuanto le dijimos que habŒa
doble bonificaci‘n y que Red Schuhart irŒa tambiˆn.
Al fin bajamos al "boudoir" y Kirill fue a buscar los pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entreg‘ trajes especiales. En realidad
son cosas muy pr€cticas; si uno los tiŸera de cualquier color, menos el rojo
que tienen, cualquier merodeador pagarŒa gustosamente unos quinientos por
uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo jurˆ hace tiempo que un dŒa
cualquiera encontrarŒa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asŒ como un traje de buceo con un casco en forma
de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de
buceo; m€s bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, c‘modo, sin ninguna costura, y no hacŒa sudar. Con
un trajecito como ˆse uno podŒa caminar entre el fuego y el gas, Dicen que
ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas
mostaza son todas cosas humanas y terr€queas; en la zona no hay nada de eso.
Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con
traje o sin ˆl. Eso sŒ, tal vez sin trajes morirŒan muchos m€s. Esos equipos
ofrecen un cien por ciento de protecci‘n contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
Nos pusimos los trajes especiales. Yo volquˆ en el bolsillo de la
cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos
cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. AsŒ lo
establecŒa la rutina, para que todos vieran a los hˆroes de la ciencia que
depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspŒritu Santo, amˆn. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la
planta baja habŒa caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba m€s
que un agitar de paŸuelos y una orquesta.
- ³Arriba! - dije a Tender -. ³Saca pecho, gordinfl‘n!
estar€ eternamente agradecida!
Cuando se dio vuelta a mirarme comprendŒ que no estaba de humor para
bromas. Y tenŒa raz‘n, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca llorˆ, ni siquiera
de niŸo. Mirˆ a Kirill; ˆl soportaba bien la tensi‘n, pero movŒa los labios
corno si estuviera rezando.
- ¿Rezas? - preguntˆ -. Reza, reza. Cuanto m€s se entra en la Zona m€s
cerca se est€ del ParaŒso.
- ¿Quˆ?
-
el ParaŒso.
Con una s‡bita sonrisa, me palme‘ la espalda como diciendo: "No tengas
miedo, nada pasar€ mientras estˆs conmigo, y si pasa... Bueno, s‘lo se muere
una vez", Quˆ tipo simp€tico es, de veras.
Mostramos nuestros pases al ‡ltimo de los sargentos, s‘lo que en esa
oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende
losetas para tumbas en Rex‘polis, allŒ nos esperaba la cabina voladora; los
muchachos de Transporte la habŒan dejado en el pasillo. Tambiˆn esperaban
allŒ todos los dem€s: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puŸado de
tontos sobrealimentados dentro de un helic‘ptero.
visto nunca!
En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos,
diciendo:
- Okey, Red, t‡ guŒas.
Bajˆ tranquilamente la cremallera del pecho y saquˆ una petaca; tomˆ un
trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban,
esperando.
- Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos y no sˆ quˆ efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo
diga, ustedes lo har€n inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar vueltas o a hacer preguntas le tirarˆ con lo primero que encuentre a
mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: seŸor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantar€s inmediatamente ese culo gordo y
har€s lo que te digo. Y si no lo haces, quiˆn sabe si volver€s a ver a tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarˆ de que vuelvas a verla.
- No te olvides de darme las ‘rdenes - buf‘ Tender, enrojecido,
sudoroso, mordisque€ndose los labios -. Caminarˆ de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
- En lo que a mŒ respecta los dos son novatos - dije -. Y no me
olvidarˆ de dar las ‘rdenes, no se preocupen. A prop‘sito, ¿sabe manejar
cabinas?
- Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
- Bueno, de acuerdo. AquŒ vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca
velocidad, en lŒnea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
Kirill elev‘ la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me
volvŒ sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habŒa trepado al helic‘ptero; los bomberos
estaban en posici‘n de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta
nos hacŒa la venia, el imbˆcil; sobre todo aquello flameaba el enorme y
desteŸido estandarte: "Bienvenidos, Visitantes" Tender parecŒa a punto de
responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que
inmediatamente descart‘ cualquier ceremonia.
³Ya te tocar€ decir adi‘s!
Y partimos.
El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a
nuestra izquierda. Avanz€bamos de poste en poste bien por el medio de la
calle. HabŒan pasado siglos desde la ‡ltima vez que alguien caminara o
manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y habŒa pastos
en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera izquierda crecŒan zarzas negras; los lŒmites de la Zona eran bien
visibles: los pastos negros terminaban en el cord‘n como si los hubiesen
podado. SŒ, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un mont‘n de
cosas, pero al menos se marcaron lŒmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera
dirŒa que con un viento fuerte podŒa llegar.
Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sŒ tan sucias que no se
veŒa nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahŒ, se veŒa un
resplandor allŒ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de brujas que se filtra por los s‘tanos. Si uno mira al descuido se
lleva la impresi‘n de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten alg‡n arreglo, pero eso no es nada extraŸo.
Lo ‡nico extraŸo es que no hay gente por allŒ.
En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivŒa nuestro
profesor de matem€ticas; le llam€bamos La Coma. Era aburrido, un fracasado;
la segunda esposa lo abandon‘ justo antes de la Visitaci‘n; la hija tenŒa
cataratas en un ojo y nosotros nos burl€bamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando comenz‘ el p€nico, ˆl y los otros vecinos corrieron al
puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pas‘ mucho tiempo
enfermo con la peste; perdi‘ toda la piel y las uŸas. Se enfermaron casi
todos los que vivŒan en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la
Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayorŒa, y no fueron muchos. Por
mi parte, creo que no los mat‘ la peste, sino el miedo. Era terrorŒfico.
Todos los que vivŒan allŒ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios qued‘
ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcˆtera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sŒ
con una especie de ceguera nocturna. A prop‘sito, dicen que eso no fue
consecuencia de ninguna explosi‘n, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mˆdicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar,
pero ellos insistŒan en que fue un trueno lo que los ceg‘. Lo raro es que
nadie m€s oy‘ ese trueno.
SŒ, era como si allŒ no hubiera pasado nada. HabŒa un kiosco de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebˆ en la entrada de una casa; hasta las
s€banas parecŒan limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas
estaban cubiertas por una cosa peluda que parecŒa algod‘n. HacŒa rato que
los tragalibros venŒan rompiˆndose los sesos con ese asunto del algod‘n.
QuerŒan examinarlo, ¿entienden? No habŒa nada parecido en otros lugares,
s‘lo en el Cuartel de la Peste y s‘lo en las antenas. M€s a‡n: lo tenŒan
precisamente allŒ, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa:
desde un helic‘ptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y
engancharon un trozo de algod‘n. En cuanto el helic‘ptero tir‘, se oy‘ un
"psst", y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoŸosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno, el piloto no era ning‡n tonto (por algo habŒa llegado a
teniente); en seguida se imagin‘ lo que pasaba, solt‘ el cable y sali‘ a
toda velocidad. AllŒ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algod‘n.
AsŒ llegamos al final de la calle, donde debŒamos girar, f€cilmente y
sin problema. Kirill me mir‘: ¿doblaba? Le indiquˆ por seŸas que lo hiciera
bien despacio. Nuestra cabina dobl‘, avanzando lentamente por sobre los
‡ltimos centŒmetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la
sombra de la cabina caŒa sobre las zarzas. Listo.
SentŒ un escalofrŒo. Siempre siento el mismo escalofrŒo. Y nunca sˆ si es la
Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en
funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntarˆ a los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
Bueno, asŒ que Œbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos
jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a ˆl
nada lo preocupaba, nada podŒa hacerle mal allŒ. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
TodavŒa no habŒamos llegado al primer poste cuando comenz‘ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaŸeteaban los dientes, le palpitaba el coraz‘n, le fallaba la
memoria; se sentŒa avergonzado, pero de cualquier modo no podŒa dominarse.
Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin poder parar. Cu€nto le habŒa costado, quˆ buena era la tela, y los
botones nuevos que le habŒa puesto el sastre...
- C€llate.
Me mir‘ patˆticamente, hizo un puchero y sigui‘: cu€nta seda habŒa
hecho falta para el forro.
Los jardines ya habŒan terminado; por debajo de nosotros estaba el
baldŒo que antes se usaba como basurero municipal. SentŒ una ligera brisa.
Pero no habŒa viento, nada de viento. De pronto sentŒ un soplo fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareci‘ oŒr algo.
-
No, no podŒa callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba m€s
remedio.
-
¨l fren‘ inmediatamente. Buenos reflejos; me sentŒ orgulloso de ˆl.
Tomˆ a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mŒ y le lancˆ una trompada
hacia el visor. Se le estrell‘ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrˆ
los ojos y qued‘ mudo.
En cuanto call‘ volvŒ a oŒrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mir‘ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seŸa para que se estuviera
quieto. Dios, por favor, quˆdate quieto, no muevas un m‡sculo. Pero ˆl
tambiˆn oŒa el ruido y, como todos los novatos, sentŒa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
- ¿Retrocedo? - susurr‘.
SacudŒ desesperadamente la cabeza y agitˆ el puŸo bajo su visera:
³silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para d‘nde mirar: si al
terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidˆ de todo. Sobre la montaŸa
de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodŒa. Cruz‘ por sobre el montŒculo y avanz‘, m€s y m€s, hacia
nosotros, justo al lado del poste; qued‘ suspendido por un momento sobre la
ruta (¿o era s‘lo imaginaci‘n mŒa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los
autom‘viles,
³Malditos tragalibros! ¿A quiˆn se le ocurre trazar la ruta sobre el
vaciadero de basuras? Y yo tambiˆn,
pensando cuando me entusiasmˆ con ese mapa est‡pido?
- Despacio, adelante - indiquˆ a Kirill.
- ¿Quˆ era eso?
- Sabr€ el diablo. Era algo y ya no est€. Gracias a Dios. Y ahora
c€llate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una m€quina,
mi volante, nada m€s.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
- Suficiente. Ni una palabra m€s.
Necesitaba otro trago. Dˆjenme que les diga algo: esos trajes de buceo
eran una tonterŒa. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y
sobrevivirˆ a muchas m€s, pero sin un buen trago en el momento justo...
³Bueno, ya basta!
La brisa parecŒa haberse calmado. No oŒa nada amenazador. El ‡nico
ruido era el ronroneo tranquilo y soŸoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacŒa mucho calor. Sobre el garaje pendŒa una neblina. Todo parecŒa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaŸeros, en la
Zona se puede respirar tambiˆn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenŒa un cŒrculo rojo con el n‡mero 27 dentro. Kirill
me mir‘, yo asentŒ y nuestra cabina se detuvo.
Ya habŒan caŒdo los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma absoluta. No habŒa apuro. El viento habŒa
cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en
donde Zalamero habŒa estirado la pata; dentro habŒa algo de color, tal vez
sus ropas. Era una porquerŒa, que en paz descanse: avaricioso, est‡pido y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no
pregunta quiˆn es bueno y quiˆn es malo. AsŒ que gracias, Zalamero; eres un
idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste
para que los vivos supieran por d‘nde no tenŒan que pasar.
Claro, nuestra mejor salida consistŒa en llegar, al asfalto. El asfalto
es liso y se puede ver todo lo que hay en ˆl; adem€s esa grieta la conozco
bien.
corrŒa una lŒnea recta hacia el asfalto. AllŒ estaban, muy pagados de sŒ,
esperando. No, por allŒ no pasarŒamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda. PasarŒamos por sobre el montŒculo izquierdo. Claro que yo
no sabŒa lo que habŒa del otro lado. Seg‡n el mapa, nada, pero ¿quiˆn confŒa
en los mapas?
- Escucha, Red - susurr‘ Kirill -, ¿Por quˆ no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuˆs bajamos, y estaremos junto al garaje,
¿eh?
- C€llate, abriboca - dije -, no me molestes.
QuerŒa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarŒan
siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y no dejarŒa ni un pedacito h‡medo de nosotros. Ya estaba
hasta la coronilla de los arriesgados. ¨l no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabŒa ya perfectamente c‘mo llegar hasta el montŒculo. Despuˆs nos
detendrŒamos allŒ por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tomˆ un
puŸado de las tuercas y tornillos que tenŒa en el bolsillo y se los mostrˆ a
Kirill sobre la palma.
- ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseŸaban en la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revˆs.
Arrojˆ la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo
querŒa. Lleg‘ sin problemas.
- ¿Viste eso?
- ¿Y quˆ? - pregunt‘ ˆl.
- Nada de "y quˆ". Te preguntˆ si lo viste.
- Lo vi.
- Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde est€ la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
- Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
- Busco lo que debo buscar. Espera, arrojarˆ otra. Mira bien d‘nde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
La segunda tuerca tambiˆn cay‘ sin inconvenientes junto a la primera.
- Vamos.
Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada.
ComprendŒa bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para
ellos lo m€s importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no
encontr‘ el nombre tenŒa un aspecto lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenŒa una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendŒa todo y
la vida era unas pascuas.
Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba
de puros nervios; se sentŒa encerrado, pobre tipo. Pero le harŒa bien.
BajarŒa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojˆ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gust‘ del todo. No habrŒa podido explicar
quˆ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujetˆ a Kirill
por la mano.
- Quieto - dije -. No te muevas ni un centŒmetro.
Tomˆ otra y la lancˆ m€s alto y m€s lejos.
mosquitos! La tuerca vol‘ normalmente; parecŒa caer sin problemas, pero a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterriz‘ qued‘ hundida en la arcilla.
- ¿Viste eso? - susurrˆ.
- S‘lo en las pelŒculas - observ‘, estir€ndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
Era triste y divertido. ³Una!
Arrojˆ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para ser sincero habrŒa alcanzado con siete, pero lancˆ uno m€s,
bien hacia el medio, para que ˆl pudiera disfrutar con su concentrado. Se
estrell‘ en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruŸ‘ de gusto.
- Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asŒ que no lo pierdas de vista.
AsŒ dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montŒculo.
Era tan pequeŸo que parecŒa un sorete de gato. Hasta entonces yo no habŒa
reparado en ˆl. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montŒculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veŒa
cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instant€nea. Bueno, con
arrojar una tuerca podrŒamos seguir.
No pude arrojar esa tuerca.
No entendŒa lo que me pasaba, pero no podŒa decidirme a arrojarla.
- ¿Quˆ pasa? - pregunt‘ Kirill -. ¿Por quˆ no seguimos?
- Espera - dije -. C€llate.
HabŒa pensado arrojar la tuerca para que avanz€ramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En
treinta segundos podŒamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podŒa arrojar la tuerca hacia
allŒ. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era m€s larga y
habŒa un mont‘n de guijarros poco simp€tico. Hacia allŒ sŒ, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
Arrojˆ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la cabina y avanz‘ hacia ella. Despuˆs me mir‘. Debo haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apart‘ la vista.
- Est€ bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
Y lancˆ la ‡ltima tuerca hacia el asfalto.
A partir de ese momento fue mucho m€s f€cil. Encontrˆ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limitˆ a observarla, con
silencioso regocijo. Nos lev‘ hasta las puertas del garaje mejor que
cualquier poste, cualquier seŸal.
Ordenˆ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echˆ de panza
al suelo y mirˆ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol no me dej‘ ver nada. S‘lo negrura. Despuˆs mis ojos se fueron
acostumbrando. Vi entonces que nada habŒa cambiado en el garaje desde la
‡ltima vez. El cami‘n de la basura seguŒa a‡n estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso de cemento, tal vez porque en la fosa no habŒa demasiada jalea de
brujas y no habŒa salpicado hacia afuera desde la ‡ltima vez.
S‘lo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de
las latas, se veŒa algo plateado. Eso no estaba allŒ antes. Bueno, habŒa
algo plateado, y quˆ.
brillo especial; relucŒa un poquito, suave, tranquilamente. Me levantˆ, me
cepillˆ la ropa y echˆ una mirada a mi alrededor. AllŒ estaban los camiones,
en el baldŒo, siempre como nuevos. Hasta parecŒan m€s nuevos que la ‡ltima
vez, Y el cami‘n de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse a pedazos. AllŒ estaba tambiˆn la cubierta, como ellos lo
tenŒan indicado en el mapa.
No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien;
tenŒamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venŒa hacia
nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecŒa bien;
podŒamos empezar el trabajo.
Pero esa cosa plateada que brillaba all€ atr€s, ¿quˆ era? ¿Imaginaci‘n
mŒa, no m€s? SerŒa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quˆ ese resplandor por sobre las latas, por quˆ no estaba entre ellas, por
quˆ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habŒa dicho algo sobre las
sombras: que eran extraŸas, pero no peligrosas; algo pasa aquŒ con las
sombras.
Pero ¿quˆ era ese brillo plateado? ParecŒa una telaraŸa de las que
suele haber en los €rboles de los bosques. ¿Quˆ clase de araŸa podrŒa haber
tejido su tela allŒ? Nunca habŒa visto bichos en la Zona.
Lo peor era que mi vacŒo estaba precisamente allŒ, a dos pasos de las
latas. TendrŒa que haberlo robado la ‡ltima vez, y entonces ahora no estarŒa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Despuˆs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantˆ sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca
anduvieron con un vacŒo a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez
litros de agua sin balde.
Ya era hora de ponerse en marcha. TenŒa ganas de un trago. Me volvŒ
hacia Tender.
- Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Quˆdate aquŒ y no toques los
mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquŒ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
Asinti‘ seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". TenŒa la
nariz como una ciruela; mi trompada habŒa sido fuerte de veras. Bajˆ
cuidadosamente las sogas de emergencia, observˆ una vez m€s aquel resplandor
plateado, hice seŸas a Kirill y comencˆ a bajar. Una vez en el asfalto
esperˆ a que ˆl descendiera por la otra soga.
- No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las
cuerdas culebre€ndonos bajo los pies. Tender asom‘ la cabeza por encima del
riel y nos mir‘ con ojos llenos de desesperaci‘n. Era hora de ponerse en
marcha.
- SŒgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
Avancˆ. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor.
³Es muchŒsimo m€s f€cil trabajar a la luz del dŒa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo
parecŒa m€s oscuro, malditas sean.
Ya habŒa acostumbrado los ojos a aquella luz l‘brega y podŒa ver hasta
el polvo en los rincones m€s oscuros. En verdad habŒa algo plateado por
allŒ; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. SŒ,
parecŒan una tela de araŸa; tal vez no fueran m€s que eso, pero era mejor no
acercarse.
Fue entonces cuando cometŒ mi error. TendrŒa que haberme detenido, con
Kirill bien al lado, esperar a que ˆl tambiˆn acostumbrara los ojos a la
penumbra y entonces seŸalarle la telaraŸa. SeŸal€rsela. Pero estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debŒa ver y me olvidˆ de Kirill.
Di un paso hacia el interior y me dirigŒ en lŒnea recta hacia las
latas. Me inclinˆ sobre el vacŒo. En ˆl parecŒa no haber ninguna telaraŸa.
Levantˆ un extremo y dije a Kirill:
- Agarra de ahŒ y no lo dejes caer; es pesado.
Levantˆ la vista y sentŒ que algo me apretaba la garganta. No pude
abrir la boca. QuerŒa gritar: "³Quieto!
vez de cualquier modo no habrŒa tenido tiempo, pues todo ocurri‘ demasiado
r€pido. Kirill se acerc‘ al vacŒo, de espaldas a las latas, y apoy‘ toda la
espalda en la telaraŸa plateada. Cerrˆ los ojos; quedˆ aturdido; no oŒ m€s
que el ruido de la telaraŸa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y
dˆbil.
AsŒ estaba todavŒa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill habl‘:
- Bueno, ¿lo llevamos?
- Vamos.
Levantamos el vacŒo y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de
costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba
difŒcil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estir‘ para tomarlo.
- Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
- No - interrumpŒ -. Esperemos un segundo. Primero dˆjalo en el suelo.
Lo dejamos.
- Date vuelta. Quiero verte la espalda.
Se volvi‘ sin decir palabra. Mirˆ; no tenŒa nada allŒ. Lo hice girar
para aquŒ y para all€, pero no tenŒa nada. VolvŒ los ojos hacia las latas;
allŒ tampoco habŒa nada.
- Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraŸa?
- ¿Quˆ telaraŸa? ¿D‘nde?
- Bueno, tuvimos suerte.
Sin embargo pensaba: "En realidad todavŒa no se puede saber".
- De acuerdo. Levantemos esto.
Metimos el vacŒo en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se
moviera. AllŒ estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a
la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes
entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacŒo, sino algo asŒ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato m€s antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin
m€s vueltas.
³Quˆ f€cil era todo para los cientŒficos! Para empezar trabajaban a la
luz del dŒa. Adem€s, lo ‡nico bravo era entrar a la Zona, porque para
regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un curs‘grafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por
donde vino.
Mientras flot€bamos en el aire, en el trayecto de regreso, repiti‘
todas las maniobras, deteniˆndose por un momento para proseguir en cada
cambio de direcci‘n. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas;
podrŒa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
Mis novatos estaban euf‘ricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
pr€cticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta
el garaje. Kirill me tirone‘ de la manga y comenz‘ a explicarme el fen‘meno
de la graviconcentraci‘n, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lŒnea, pero no a la fuerza. Les contˆ, tranquilamente, de todos los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
- Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron quˆ habla pasado con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo s‘lo pensaba en una cosa: c‘mo iba
a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraŸa me seguŒa brillando ante los ojos.
Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los
cientŒficos lo llaman hangar mˆdico) junto con la cabina. Nos baŸaron en
tres tinas diferentes donde hervŒan tres soluciones alcalinas; nos
embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sˆ quˆ polvo y nos
volvieron a lavar. Despuˆs nos secaron y dijeron:
-
Tender y Kirill llevaban el vacŒo. Eran tantos los que habŒan venido a
mirar que no se podŒa caminar.
frases de bienvenida, pero ninguno tenŒa el valor de tender una mano a los
cansados hˆroes. Bueno, eso no era cosa mŒa. Ahora ya nada era de mi
incumbencia.
Me quitˆ el traje especial y lo tirˆ al suelo (que los malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrˆ en uno de los
cubŒculos, busquˆ mi petaca, desenrosquˆ la tapa y me prendŒ a ella como una
lamprea.
Despuˆs me sentˆ en el banco, con las rodillas vacŒas, la cabeza vacŒa,
el alma vacŒa. Tragaba ese lŒquido fuerte como si fuera agua. VivŒa. La Zona
me habŒa dejado salir. Me habŒa dejado salir, la puta. Esa maldita y
traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabŒan apreciarlo, s‘lo un
merodeador sabŒa lo que era eso. Las l€grimas me corrŒan por las mejillas,
no sˆ si por los tragos o por quˆ. Mamˆ de la petaca hasta dejarla seca. Yo
estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanz‘ para ese ‡ltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso se podŒa arreglar. Todo se podŒa arreglar
ahora. Vivo.
EncendŒ un cigarrillo, y mientras fumaba, allŒ sentado, sentŒ que todo
andaba bien. Entonces me acordˆ de la bonificaci‘n. ¨sa era una de las
grandes ventajas que tenŒamos en el Instituto; podŒa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allŒ, a las duchas.
Empecˆ a desvestirme lentamente. Me quitˆ el reloj y comprobˆ que
habŒamos pasado cinco horas en la Zona.
estremecŒ. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo.
Pero pens€ndolo bien, ¿quˆ son cinco horas para un merodeador? Un abrir y
cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos dŒas? Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dŒa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nom€s, delirando; no sabe si est€ muerto o vivo. Al
llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la
patrulla con el botŒn. AllŒ est€n los guardias, con las ametralladoras. Y
esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero
arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la idea de que uno estˆ contaminado. Lo ‡nico que quieren es liquidarlo,
directamente, y para eso llevan todas las de ganar:
probar que lo mataron ilegalmente! AsŒ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allŒ est€ el botŒn, al lado, y no sabemos si est€ allŒ, nom€s, o si nos est€
matando lentamente. Tambiˆn se puede terminar como Nudillos Itzak, que se
empantan‘ al alba entre dos fosas. No podŒa avanzar ni hacia la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra ˆl durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas ˆl se fingi‘ muerto. Gracias a Dios, al fin le
creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despuˆs de eso; ni siquiera lo
reconocŒ. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguŒa siendo humano.
Me sequˆ las l€grimas y abrŒ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con agua caliente, despuˆs con frŒa, despuˆs otra vez con caliente.
Usˆ una barra entera de jab‘n. Al final me aburrŒ y cerrˆ la ducha. Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
- ³Eh, merodeador! ³Sal de una vez!
Plata. Eso nunca viene mal. AbrŒ la puerta. AllŒ estaba ˆl, medio
desnudo, en calzoncillos. ParecŒa en ˆxtasis; toda su melancolŒa habŒa
desaparecido.
- Toma - dijo, entreg€ndome el sobre -. De parte de la humanidad
agradecida.
- Me cago en tu humanidad. ¿Cu€nto hay?
- Teniendo en cuenta tu coraje m€s all€ del deber y como excepci‘n,
³dos meses de sueldo!
- SŒ, ganando dinero asŒ yo podŒa vivir tranquilamente. Si pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada vacŒo habrŒa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
- Bueno, ¿est€s contento? - pregunt‘ Kirill. Por su parte, estaba
radiante, feliz; sonreŒa de oreja a oreja.
- No est€ mal. ¿Y t‡?
¨l no respondi‘. Se prendi‘ a mi cuello, me apret‘ contra su pecho
sudoroso y en seguida me apart‘ de un empuj‘n. Desapareci‘ en la ducha de al
lado.
-
calzoncillos, supongo.
- Nada de eso. Tender est€ rodeado de periodistas. TendrŒas que verlo.
Se ha convertido en un personaje importantŒsimo. Est€ explic€ndoles
autenticadamente...
- ¿C‘mo es que les est€ explicando?
- Autenticadamente.
- Est€ bien, seŸor. La pr‘xima vez vendrˆ con el diccionario, seŸor.
Y en ese momento sentŒ como un shock elˆctrico.
- Espera, Kirill. Ven aquŒ.
- Estoy desnudo.
- Vamos, ven. No soy una damisela.
Sali‘. Lo tomˆ por los hombros y lo puse de espaldas a mŒ. Nada. Ya
podŒa haberlo imaginado. TenŒa la espalda limpia; las gotitas de sudor se
estaban secando.
- ¿Quˆ tienes con mi espalda?
Le di una patada en el traste desnudo, volvŒ a mi cubŒculo y cerrˆ la
puerta.
ahora las veŒa aquŒ.
que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la
mesa.
- Kirill - gritˆ -, ¿ir€s al Borscht esta noche?
- No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cu€ntas veces tengo que
repetŒrtelo.
- Quˆ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarŒa ganarle a Richard.
- Oh, no sˆ, Red. T‡, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos
traŒdo.
- Y t‡ sŒ, supongo.
- Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez,
sabemos para quˆ sirven los vacŒos; si mi brillante idea funciona, voy a
escribir una monografŒa y te la dedicarˆ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
- SŒ, y me mandar€n a la sombra por dos aŸos.
- Pero quedar€s en los anales de la ciencia. Le llamar€n "la jarra de
Schuhart". ¿Quˆ te parece c‘mo suena?
Mientras brome€bamos me vestŒ y puse la petaca vacŒa en el bolsillo;
despuˆs contˆ mi dinero y me retirˆ.
- Buena suerte, alma complicada.
No respondi‘. El agua hacŒa muchŒsimo ruido.
En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un
pavo, rodeado de compaŸeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos,
que reciˆn acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin
parar.
- La tecnologŒa de que gozamos - decŒa el muy charlat€n - permite
contar con una garantŒa casi absoluta de seguridad y de ˆxito.
En ese momento, al verme, se sofren‘ un poquito. Sonri‘ y me salud‘ con
pequeŸas sacudidas de mano. "Bueno, ser€ mejor que desaparezcamos", pensˆ.
SeguŒ en lŒnea recta hacia la puerta, pero ya me habŒan pescado. En seguida
oŒ pasos tras de mŒ.
- ³SeŸor Schuhart, seŸor Schuhart!
- No habr€ declaraciones.
Echˆ a correr, pero no habŒa forma de escaparse. TenŒa un tipo con un
micr‘fono a la derecha y otro con una c€mara a la izquierda.
- ¿HabŒa algo extraŸo en el garaje?
- No habr€ declaraciones - repetŒ, tratando de poner la nuca hacia la
c€mara -. Es un garaje, nada m€s.
- Gracias. ¿Quˆ le parecen las turboplataformas?
- Maravillosas.
Empecˆ a correrme hacia el baŸo de caballeros.
- ¿Quˆ Piensa de la Visitaci‘n?
- Pregunte a los cientŒficos - respondŒ, desliz€ndome tras la puerta
del baŸo.
OŒ que rascaban la puerta y gritˆ:
- Les recomiendo efusivamente que pregunten al seŸor Tender por quˆ
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura m€s interesante.
Salieron a la disparada por el corredor, m€s veloces que caballos de
carrera. Aguardˆ un minuto. Silencio, Saquˆ la cabeza. Nadie. Entonces
proseguŒ tranquilamente mi camino, silbando una melodŒa. Bajˆ el vestŒbulo,
mostrˆ el pase al sargento polaco y vi que me hacŒa la venia. Al parecer, yo
era el hˆroe de la jornada.
- Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
Exhibi‘ tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los
elogios.
- Bueno, Red, usted es un hˆroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
- AsŒ que ahora tendr€ algo que contar a las chicas cuando vuelva a
Suecia.
- ³Quˆ le parece!
Supongo que tiene raz‘n, A decir verdad no me gustan los tipos altos y
de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por
quˆ. La estatura no es lo m€s importante.
Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no
habŒa nadie por ahŒ. De pronto sentŒ ganas de encontrarme con Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsŒ nom€s, mirarla y tenerla de la mano
por un rato. Despuˆs de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa:
tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se
comenta sobre c‘mo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quiˆn le hacŒa
falta estar con Guta?
una botella de algo fuerte!
Pasˆ junto a la playa de estacionamiento. AllŒ habŒa un puesto de
control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados
de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de
policŒas con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no habŒa forma de
pasar. SeguŒ caminando con los ojos bajos, porque no me convenŒa verlos en
ese momento, a la luz del dŒa. Entre ellos habŒa dos o tres personajes que
tenŒa miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrŒa descubierto a esas vŒboras para
liquidarlas definitivamente.
Me abrŒ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando
oŒ que alguien gritaba:
-
Bueno, eso no tenŒa nada que ver conmigo, asŒ que no me detuve; seguŒ
caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me
alcanz‘ y me tom‘ por la manga. Me sacudŒ aquella mano; volviˆndome a medias
hacia el hombre, dije cortˆsmente:
- ¿Quˆ diablos est€ haciendo, seŸor?
- Un momento, merodeador - dijo ˆl -. Dos preguntas, no m€s.
Lo mirˆ fijamente. Era el capit€n Quarterblad, un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
-
- No trates de zafarte charlando, merodeador - replic‘, enojado, sin
quitarme los ojos de encima -. Ser€ mejor que me digas por quˆ no te
detuviste en seguida cuando te llamˆ.
Detr€s de ˆl habŒa dos cascos azules con las manos en las pistoleras.
No se les veŒan los ojos; s‘lo las mandŒbulas moviˆndose bajo los cascos.
¿De quˆ parte del Canad€ traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar all€? Por
lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del dŒa, pero aquellos
escuerzos podŒan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
- ¿Me llamaba a mŒ, capit€n? - exclamˆ -. Me pareci‘ que llamaba a
alg‡n merodeador.
- ¿Y vas a decirme que t‡ no lo eres?
- Cuando terminˆ el tiempo que me dieron gracias a usted, capit€n, me
enderecˆ. Abandonˆ el merodeo. Gracias a usted abrŒ los ojos, si no hubiera
sido por usted...
- ¿Quˆ estabas haciendo en el €rea de Prezona?
- ¿C‘mo quˆ estaba haciendo? Trabajo allŒ. Desde hace dos aŸos.
Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaci‘n mostrˆ
mis papeles al capit€n Quarterblad. Tom‘ mi libreta y la revis‘ p€gina por
p€gina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvi‘ lo hizo con
gran placer. TenŒa color en las mejillas y brillo en los ojos.
- Perd‘name, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste en saco roto mis consejos.
si me creer€s, pero hasta en aquel momento yo sabŒa que terminarŒas
enderez€ndote. No podŒa creer que un tipo como t‡...
Sigui‘ y sigui‘, como si fuera un disco. Al parecer me habŒa echado
encima otro melanc‘lico curado. Lo escuchˆ, por supuesto, con los ojos bajos
en seŸal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo tambiˆn restreguˆ tŒmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capit€n escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y buscaron un lugar m€s interesante. Mientras tanto,
el capit€n seguŒa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaci‘n era
luz; la ignorancia, oscuridad; el SeŸor ama y aprecia a los trabajadores
honestos, etcˆtera, etcˆtera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisi‘n, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podŒa
esperar.
"Bueno, me dije, tendr€s que pasar tambiˆn por esto. No hay m€s
remedio, asŒ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya est€ perdiendo el aliento. Quˆ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empez‘ a hacer seŸales. El capit€n mir‘ hacia all€ con un suspiro de
fastidio y me tendi‘ la mano.
- Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seŸor Schuhart. Me
habrŒa gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibi‘ el mˆdico, pero me habrŒa gustado tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
Dios no lo permita. Pero le estrechˆ la mano, me ruboricˆ y volvŒ a
restregar el pie, todo como ˆl querŒa. Al fin me dej‘ ir. SalŒ como bala
hacia el Borscht.
A esa hora del dŒa el Borscht est€ siempre vacŒo. Detr€s del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mir€ndolos a trasluz. A prop‘sito, es extraŸo
que cuando uno entra los barman estˆn siempre secando vasos como si de ello
dependiera su salvaci‘n. ¨l se pasa el dŒa asŒ: levantar un vaso, mirarlo de
reojo, sostenerlo a la luz, empaŸarlo con el aliento y frotar. Frota y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
-
Me mir‘ a travˆs del vidrio, murmur‘ algo incomprensible y sin decir
una palabra me sirvi‘ cuatro dedos de vodka. Yo trepˆ a un taburete, tomˆ un
trago, hice una mueca, sacudŒ la cabeza y tomˆ otro trago. La heladera
ronroneaba, la vitrola autom€tica tocaba algo suave y lento y Ernest
trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Terminˆ mi copa y la dejˆ sobre el
mostrador. Ernest me sirvi‘ en seguida otros cuatro dedos.
- ¿Mejor? - murmur‘ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
- Sigue frotando, ¿quieres? Sabr€s que un tipo frot‘ hasta que apareci‘
un genio. Termin‘ forrado en plata.
- ¿Quiˆn era? - Pregunt‘ Ernest, suspicaz.
- Otro barman de aquŒ. Antes de que vinieras.
- ¿Y quˆ pas‘?
- Nada. Por quˆ crees que ocurri‘ esto de la Visitaci‘n, fue de tanto
que frot‘. ¿Quiˆnes crees que eran los visitantes?
- Eres un vago - replic‘ Ernie, aprobando.
Fue a la cocina y volvi‘ con un plato de salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrim‘ el ketchup y volvi‘ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botŒn; sabe tambiˆn quˆ es lo que un merodeador necesita despuˆs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
Terminˆ las salchichas, encendŒ un cigarrillo y empecˆ a calcular
cu€nto podŒa sacar Ernie con nosotros. No sˆ muy bien a cu€nto se vender€ el
botŒn en Europa, pero dicen que un vacŒo puede llegar casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da m€s que cuatrocientos. Las pilas, all€, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquŒ y otra
por all€... y el jefe de estaci‘n tambiˆn debe estar en la lista de pagos.
Pens€ndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
m€s. Y si lo pescan son diez aŸos de trabajos forzados.
En este punto un tipo muy cortˆs interrumpi‘ mis honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habŒa visto entrar. Se anunci‘ bien al lado
mŒo, pidiendo permiso para sentarse.
- Por favor, no tiene por quˆ.
Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moŸo. Su cara me
parecŒa conocida, pero no podŒa ubicarlo. Subi‘ al lado y dijo a Ernest:
-
En seguida se volvi‘ hacia mŒ.
- Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
- SŒ. ¿Y usted?
Sac‘ r€pidamente su tarjeta de presentaci‘n y me la puso enfrente:
"Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de
Emigraci‘n" Claro que lo conocŒa. Es de los que joden a la gente para que
salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaci‘n inicial de Harmont, quˆ pretender€ este tipo, limpiar la ciudad
por completo. Apartˆ la tarjeta con la uŸa.
- No, gracias. No tengo interˆs. Mi sueŸo es morir en mi ciudad natal.
- Pero ¿por quˆ? - Grit‘ ˆl en seguida -. Perdone mi indiscreci‘n, pero
¿quˆ lo retiene aquŒ?
- ¿C‘mo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza
municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La
comisarŒa, tan querida para mŒ.
Saquˆ un paŸuelo muy usado y me sequˆ los ojos.
-
¨l se ech‘ a reŒr, tom‘ un sorbito del whisky canadiense y respondi‘
pensativo.
- No entiendo c‘mo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la
vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona est€ a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre un volc€n. PodrŒa estallar una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quˆ edad tiene usted? ¿Veintid‘s, veintitrˆs? ¿No se
da cuenta de que la Oficina es una organizaci‘n de caridad? No ganamos nada
con esto. Lo ‡nico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero
infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantŒa
para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
- ¿Es decir que nadie quiere irse?
- No tanto como nadie. Algunos se est€n yendo, sobre todo los que
tienen familia. Pero los j‘venes y los ancianos... ¿Quˆ buscan aquŒ? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
Entonces le contestˆ como merecŒa.
-
Nuestra pequeŸa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando
obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las
estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que
tenemos aquŒ.
Me interrumpŒ en ese punto porque vi que Ernest me miraba at‘nito. Me
sentŒ inc‘modo; por lo com‡n no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera
cuando estoy de acuerdo con ellas. Adem€s todo eso me salŒa medio raro.
Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por
m€s que yo dijera lo mismo no me salŒa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
Ernie reaccion‘ velozmente y se apresur‘ a servirme seis dedos de
combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seŸor
Maenaught volvi‘ a sorber su whisky.
- Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero
seŸor, ¿de veras cree que todo ser€ como usted dice?
- Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mŒ: ¿quˆ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sˆ bien. Se rompen el lomo todo el dŒa y miran televisi‘n toda la noche.
- No es obligatorio que vaya a Europa.
- Todo es igual, salvo que en la Ant€rtida hace frŒo.
Lo m€s asombroso es que yo creŒa hasta con la panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces m€s
querida que todas las Europas y las fricas. Y todavŒa no estaba borracho.
Por un instante habŒa imaginado c‘mo tendrŒa que volver a casa,
arrastr€ndome, con una manga de cretinos como yo; c‘mo me empujarŒan y me
estrujarŒan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
- ¿Y usted? - pregunt‘ el hombre a Ernest.
- Yo tengo mi negocio - respondi‘ ˆste, d€ndose importancia -. No soy
ning‡n pobret‘n. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el
comandante de la base viene aquŒ de vez en cuando; un general, ¿quˆ le
parece? ¿C‘mo me voy a ir?
El seŸor Aloysius Maenaught trat‘ de ganar algunos puntos citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomˆ un buen trago, bien largo saquˆ un
mont‘n de cambio del bolsillo, me bajˆ del taburete y carguˆ la vitrola
autom€tica. Hay una canci‘n allŒ que se llama "No vuelvas si no est€s
seguro". Me causa un buen efecto despuˆs de haber estado en la Zona.
La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevˆ el vaso a un rinc‘n, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo
pas‘ volando, como un p€jaro. Cuando echaba el ‡ltimo centavo en el
artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos
hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta
para todos lados y buscaba d‘nde poner el puŸo. Richard Noonan lo tenŒa
tiernamente por el codo y lo distraŒa con chistes.
un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
- ³Eh! - grit‘ Dick -. ³All€ est€ Red! ³Ven con nosotros!
rugi‘ Gutalin -. En esta ciudad hay s‘lo dos hombres de verdad:
Los dem€s son todos cerdos o hijos de Satan€s. T‡ tambiˆn sirves al demonio,
Red, pero todavŒa eres humano.
Me acerquˆ con mi copa. Gutalin me quit‘ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
-
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
- Lloremos - dije -. Bebamos las l€grimas del pecado.
- Porque el dŒa est€ cerca - anunci‘ Gutalin -. Porque el corcel blanco
est€ ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de los que se hayan vendido a Satan€s ser€n en vano. S‘lo los que han
resistido a ˆl se salvar€n. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de Satan€s, a ustedes les digo: ³Est€n ciegos!
despierten antes de que sea demasiado tarde!
diablo!
Se interrumpi‘ como si hubiera olvidado lo que seguŒa. De pronto
pregunt‘, en tono distinto.
- ¿Puedo tomar un trago aquŒ? Sabes, Red, me emborrachˆ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, est€n cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiˆn". Pero ellos se rŒen, nada m€s. Por eso le
aplastˆ la nariz al dueŸo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quˆ?
Dick se acerc‘ y puso la botella sobre la mesa.
- Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
Dick me ech‘ una mirada de soslayo.
- Est€ dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaci‘n.
- ¿Fuiste a la Zona? - pregunt‘ Dick -. ¿Trajiste algo?
- Un vacŒo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
- ³Un vacŒo! - repiti‘ Gutalin, lleno de pena -.
por vaya a saber quˆ vacŒo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿C‘mo sabes, Red, cu€nto de pena y de pecado...?
- Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya
vuelto con vida. Por el ˆxito, amigos mŒos.
Dio buen resultado aquel brindis por el ˆxito. Gutalin se vino abajo
por completo. Sollozaba, las l€grimas le brotaban como agua de una canilla.
Lo conozco bien; es nada m€s que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una tentaci‘n del diablo. Que no deberŒamos sacar nada de allŒ y que
deberŒamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botŒn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando,
pero pronto pararŒa.
- ¿Quˆ es un vacŒo lleno? - pregunt‘ Dick -. Sˆ quˆ son los vacŒos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
Se lo expliquˆ. ¨l asinti‘ y se lami‘ los labios.
- SŒ, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quiˆn fuiste, con el
ruso?
- SŒ, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de
laboratorio.
- Te habr€n vuelto loco.
- Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un
merodeador nato. Necesita un poco m€s de experiencia que le lime el apuro.
Con ˆl irŒa a la Zona todos los dŒas.
- ¿Y todas las noches? - pregunt‘, con una mueca de borracho.
- TermŒnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
- Un chiste es un chiste, ya lo sˆ, pero me puede meter en un mont‘n de
problemas. Te debo uno.
- ¿Quiˆn tiene uno? - pregunt‘ Gutalin, excitado -. ¿Cu€l es?
Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendi‘. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando m€s y m€s gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se habŒan ocupado. Ernest llam‘ a las muchachas, que empezaron a servir
bebidas a los clientes: cerveza, c‘cteles, vodka. Notˆ que habŒa muchas
caras nuevas en la ciudad, ‡ltimamente; en su mayorŒa, j‘venes novatos con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionˆ
a Dick y ˆl asinti‘.
- ¿Quˆ quieres?
- Est€n empezando un mont‘n de construcciones. El Instituto va a
levantar tres edificios nuevos. Adem€s piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
- ¿Cu€ndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observˆ
yo.
Y pensˆ: "Caramba, ¿quˆ novedades son ˆstas? Parece que ya no voy a
poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor.
Menos tentaciones. Irˆ a la Zona de dŒa, como un ciudadano decente. No se
gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho m€s seguro. La cabina, el traje
especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentŒ
verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo
comprar, esto no. TendrŒa que ahorrar para comprar a Guta los trapos m€s
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dŒas eran grises, y tambiˆn las tardes, y tambiˆn las
noches.
Y mientras yo pensaba asŒ Dick me chillaba en la oreja:
- Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabŒa unos tipos nuevos. No me gust‘ nada el aspecto que tenŒan. Uno se
acerc‘ a mŒ e inici‘ una conversaci‘n con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocŒa, que sabe lo que hago, d‘nde trabajo, e insinuando que ˆl me pagarŒa
muy bien por varios servicios.
- Un pasador de datos - dije.
Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de
charlas sobre trabajitos.
- No, compaŸero, no era eso. Escucha. Le seguŒ la corriente por un
rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interˆs en ciertos objetos que
hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas
negras y esas tonterŒas no le atraen en absoluto. Se limit‘ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
- ¿Quˆ es?
- Jalea de brujas, por lo que entendŒ - respondi‘ Dick, mir€ndome con
expresi‘n extraŸa.
- Oh, asŒ que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le
gustarŒan algunas l€mparas de la muerte?
- Eso mismo le preguntˆ yo.
- ¿Y?
- ¿Me creer€s si te digo que tambiˆn quiere?
- ¿Ah, sŒ? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los
s‘tanos est€n llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
Dick no respondi‘; me mir‘ sin sonreŒr siquiera. ¿Quˆ diablos estaba
pensando? ¿No tendrŒa intenciones de contratarme a mŒ? Y en ese momento se
me ocurri‘.
- Un momento - dije -. ¿Quiˆn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
- Est€ bien - replic‘ Dick, hablando con lentitud y sin dejar de
observarme -. Es en la investigaci‘n donde est€ el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiˆn era ˆse?
No, no entendŒa nada.
- ¿Te refieres a los Visitantes?
¨l ri‘, me palme‘ la mano y dijo:
- ¿Por quˆ no tomas un trago?
- Por mi parte, de acuerdo.
Pero me sentŒa enojado. AsŒ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
- Eh, Gutalin - dije -. ³Gutalin! ³Despierta!
Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacŒa sobre la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaŸŒa.
- Ahora bien - exclamˆ despuˆs -. No sˆ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero te dirˆ lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes c‘mo
quiero a la policŒa, pero lo denunciarŒa.
- Seguro. Y entonces la policŒa te preguntarŒa por quˆ ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
- No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. T‡, pedazo de idiota
gordinfl‘n, hace s‘lo tres aŸos que est€s en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas m€s que en el cine. TendrŒas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de agallas, que no piden m€s que plata y m€s plata, pero ni siquiera el
finado Zalamero se habrŒa metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge
tampoco aceptarŒa. No quiero ni pensar quˆ clase de tipo puede querer esa
jalea de brujas y para quˆ.
- Bueno, tienes raz‘n - dijo Dick -. Pero te dirˆ: no me gustarŒa que
cualquier dŒa me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona pr€ctica, y me gusta vivir. Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrˆ.
- ³SeŸor Noonan! - grit‘ Ernest desde el mostrador -.
-
de EnvŒos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
Se levant‘ para atender el telˆfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataquˆ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es f€cil hablar
de la paz eterna y de la armonŒa que vendr€ de la Zona. Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe
un bledo de la vida. Ni siquiera imagina quˆ clase de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea de brujas. Gutalin ser€ un borrachŒn y un chiflado por la religi‘n,
pero a lo mejor no est€ tan desacertado. Tal vez deberŒamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocup‘ la silla de Dick.
- ¿El seŸor Schuhart?
- SŒ. ¿Quˆ hay?
- Me llamo Creonte. Soy de Malta.
- ¿C‘mo andan las cosas por Malta?
- Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que querŒa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
"Aj€", pensˆ. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en ˆl. AquŒ est€ este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavŒa no sabe lo
que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo
‡nico que quiere es mandar m€s gente a la Zona. S‘lo uno de cada tres sale
con botŒn, pero eso para ˆl es dinero."
- ¿C‘mo anda el viejo Ernest? - preguntˆ. ¨l mir‘ hacia el mostrador.
- Tiene buen aspecto. Me gustarŒa estar en lugar de ˆl.
- A mŒ no. ¿Quiere una copa?
- Gracias, no bebo.
- ¿Un cigarrillo?
- Perdone, pero tampoco fumo.
- Maldito seas. ¿Para quˆ diablos quieres la plata, entonces? ¨l se
ruboriz‘ y dej‘ de sonreŒr.
- Tal vez eso sea cosa mŒa solamente - dijo en voz baja -. ¿No le
parece, seŸor Schuhart?
- Tienes toda la raz‘n del mundo.
Me servŒ otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentŒa
una agradable pesadez en los miembros. La Zona me habŒa liberado por
completo.
- En este momento estoy completamente borracho - aclarˆ -. Estoy
celebrando, como puedes ver. Entrˆ en la Zona, salŒ vivo y adem€s con
dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavŒa. AsŒ que preferirŒa dejar cualquier asunto serio para m€s
tarde.
¨l se levant‘ de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick
habŒa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traŒa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
- A que tus tanques pierden otra vez el vacŒo.
- SŒ - dijo -. Otra vez.
Se sent‘, se sirvi‘ un trago y volvi‘ a llenar mi vaso. ComprendŒ que
el problema no tenla ninguna relaci‘n con mercaderŒas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envŒos:
- Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme baj‘ su vaso de un trago y se
sirvi‘ otro -. ¿Sabes que muri‘ Kirill Panov?
Estaba tan aturdido que no entendŒ bien. Alguien habŒa muerto, y quˆ.
- Bueno, bebamos por el difunto.
Me mir‘ abriendo mucho los ojos. S‘lo entonces sentŒ como si se me
hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levantˆ y me
apoyˆ contra la mesa para mirarlo.
- ¿Kirill?
TenŒa la telaraŸa ante los ojos, la oŒa crujir al romperse. Y a travˆs
del misterioso ruido de ese crujir oŒ la voz de Dick, como si viniera de
otra habitaci‘n.
- Ataque al coraz‘n. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie
entiende quˆ le pas‘. Preguntaron por ti. Les dije que estabas
perfectamente.
- ¿Quˆ quieren entender? Es la Zona.
- Siˆntate. Siˆntate y toma algo.
- La Zona - repetŒ, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La
Zona, la Zona...
No veŒa nada a mi alrededor, salvo la telaraŸa. Todo el bar estaba
preso en la telaraŸa, y cuando la gente se movŒa la telaraŸa crujŒa
suavemente. El muchacho maltˆs estaba de pie en el medio, con cara de
sorprendido. No comprendŒa una palabra.
- Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cu€nto necesitas? ¿Te
alcanzarŒa con mil? Toma, aquŒ tienes.
Le arrojˆ el dinero a puŸados y empecˆ a gritar:
- ³Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquerŒa!
tengas miedo, dŒselo! Porque adem€s es cobarde. DŒselo, y despuˆs te vas
directamente a la estaci‘n y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sˆ que otra cosa gritˆ. Pero sŒ recuerdo que terminˆ
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
- Parece que hoy tienes dinero - dijo.
- SŒ, tengo un poco.
- ¿Por quˆ no me haces un prˆstamo? MaŸana tengo que pagar los
impuestos.
En ese momento me di cuenta de que tenŒa un manojo de billetes en la
mano.
- AsŒ que no acepto - dije, mirando el mont‘n -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso.
Todo est€ en manos del destino.
- ¿Quˆ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
- No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
Listo para las duchas.
- ¿Por quˆ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
- Muri‘ Kirill - le dije.
- ¿Quˆ Kirill? ¿El manco?
M€s manco ser€s t‡, hijo de puta. Ni con mil como t‡ se podrŒa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te
gustarŒa que te hiciera pedazos el local?
Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me
sujet‘ y me llev‘ a otro lado. Yo no entendŒa nada ni querŒa entender.
Gritˆ, luchˆ, lancˆ puntapiˆs. Cuando recobrˆ el sentido estaba en el baŸo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocŒ al mirarme en
el espejo. Se me contraŒa la mejilla, cosa que nunca me habŒa pasado. Desde
fuera me lleg‘ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, m€s potentes que los de un oso pardo:
-
simientes del diablo?
Y el ulular de las sirenas de policŒa.
En cuanto las oŒ, mi cerebro se aclar‘ como un cristal. Recordˆ todo,
supe todo, comprendŒ todo. En el alma no me quedaba m€s que un odio helado.
"³Muy bien!, pensˆ,
merodeador, grandŒsimo chupasangre!".
Saquˆ un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretˆ
un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrŒ la puerta que daba al
bar y lo dejˆ caer silenciosamente en la escupidera. Despuˆs abrŒ la ventana
y salŒ a la calle. Me habrŒa gustado quedarme por allŒ para ver quˆ pasaba,
pero tenŒa que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias
nasales.
Mientras corrŒa por el patio trasero oŒ que mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida
alguno de los que estaban en el bar chill‘ con tantas ganas que se me
taparon los oŒdos, aun a esa distancia. No me cost‘ imaginar a esa multitud
que se enloquecŒa allŒ dentro: algunos caerŒan en una profunda depresi‘n,
otras saldrŒan volando y algunos se dejarŒan ganar por el p€nico. El
picapica es algo terrible. Pasar€ mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a
llenar el local. No le costar€ mucho adivinar que fue obra mŒa, por
supuesto, pero me importa un r€bano. Se acab‘. Red, el merodeador, ya no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseŸar a otros tontos a
arriesgar la de ellos. Kirill, compaŸero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene raz‘n. ¨se no es
sitio para seres humanos. La Zona est€ maldita.
Saltˆ por el cerco y tomˆ rumbo a casa. Me mordŒa los labios; tenŒa
ganas de llorar, pero no podŒa. No veŒa m€s que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaŸerito, mi ‡nico amigo, ¿c‘mo pudo ocurrir esto? ¿C‘mo me las arreglarˆ
sin ti? T‡ me pintabas im€genes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorar€ por ti, pero yo no puedo. Y
todo fue culpa mŒa. MŒa, mŒa solamente, porque soy un in‡til. ¿C‘mo se me
ocurri‘ meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la
oscuridad?
HabŒa vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme m€s que
por mŒ mismo. Y de pronto habŒa decidido convertirme en un benefactor,
hacerle un pequeŸo regalo. ¿Para quˆ demonios le mencionˆ ese vacŒo? Cada
vez que lo pensaba sentŒa un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez
lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas
mejoraron: Guta venŒa hacia mŒ. VenŒa hacia mŒ, mŒ preciosa, mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balance€ndose sobre las
rodillas. En cada puerta habŒa un par de ojos que la seguŒan, pero ella
caminaba en lŒnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me
estaba buscando.
- Hola - dije -. Guta, ¿ad‘nde vas?
Apreci‘ con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
- Hola, Red. Iba a verte.
- Ya lo sˆ. Vamos a mi casa.
Se volvi‘ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
- No sˆ, Red. Tal vez no quieras verme m€s.
Se me estruj‘ el coraz‘n. ¿Y eso? Pero hablˆ tranquilamente:
- No entiendo ad‘nde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quˆ crees que no voy a querer verte m€s?
La tomˆ de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habŒan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en
esa calle desde que nacŒ y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me
conoce no tardar€ en hacerlo; es algo que se siente.
- Mam€ quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no
quiero.
Di varios pasos m€s antes de comprender lo que estaba diciendo.
- No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que
quieras, irte al ‡ltimo rinc‘n del mundo. No te voy a retener.
La escuchˆ, vi que se iba alterando m€s y m€s, mientras yo me sentŒa
cada vez m€s aturdido. Eso no tenŒa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre m€s.
- Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador ser€ un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy
est€s libre y maŸana en la c€rcel. Pero todo eso no me importa, estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea
hombre: sola. Lo tendrˆ sola, lo criarˆ sola y lo educarˆ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiˆn, pero no vuelvas a buscarme. No te dejarˆ pasar de
la puerta.
- Guta, querida mŒa - dije -, espera un minuto...
No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecŒa dentro,
surgŒa ya.
- Pichoncita mŒa, entonces ¿para quˆ me buscas?
Estaba riendo como un campesino est‡pido mientras ella lloraba contra
mi pecho,
- ¿Quˆ ser€ de nosotros, Red? - pregunt‘ entre sus l€grimas -. ¿Quˆ
ser€ de nosotros?
2. Redrick Schuhart, veintiocho aŸos, casado, sin ocupaci‘n permanente.
Redrick Schuhart, echado tras una l€pida, observaba al patrullero por
entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el
cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciˆndole parpadear y
contener el aliento.
HabŒan pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero
seguŒa estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y
herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allŒ, a la izquierda.
La patrulla de la costa tenŒa miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del
coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevŒan a
disparar. Redrick los oŒa hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta,
resbalando, esparciendo dˆbiles chispas rojas. Todo estaba muy h‡medo; habŒa
llovido poco antes, y aquel frŒo malsano se le filtraba por el mameluco
impermeable.
Redrick solt‘ la rama con cuidado, volvi‘ la cabeza y prest‘ atenci‘n.
Hacia la izquierda (en alg‡n sitio no demasiado alejado, pero tampoco
demasiado cerca) habŒa otra persona. Oy‘ crujir las hojas una vez m€s, y la
tierra que cedŒa; al fin se oy‘ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empez‘ a arrastrarse hacia atr€s, con mucha prudencia y sin volver
la cabeza, aferrado al pasto h‡medo. El rayo luminoso le pas‘ por sobre la
cabeza. ¨l permaneci‘ un instante quieto como una estatua, siguiˆndolo en su
silencioso paseo. Entre las cruces le pareci‘ ver a un hombre de negro,
sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular
contra un obelisco de m€rmol y volvŒa hacia Redrick la cara blanca, las
cuencas negras y hundidas. No lo habŒa visto con claridad, pues apenas fue
un segundo, pero tenŒa todos los detalles archivados en la imaginaci‘n.
Se arrastr‘ unos pasos m€s y busc‘ la petaca que tenŒa en la chaqueta.
La sac‘; apoy‘ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Despuˆs,
a‡n aferrado a la petaca, sigui‘ reptando. Dej‘ de escuchar y mir‘ a su
alrededor.
En la pared habŒa una abertura. AllŒ estaba Burbridge, con un agujero
de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. TodavŒa seguŒa de
espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo
de dolor. Redrick se sent‘ junto a ˆl y desenrosc‘ la tapa de la petaca.
Levant‘ con cuidado la cabeza a su compaŸero, sintiendo en la palma la calva
caliente, sudorosa, pegajosa, y le llev‘ el pico a los labios. Estaba
oscuro, pero los dˆbiles rayos de los reflectores le permitieron ver los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos dŒas que
le cubrŒa las mejillas. Burbridge bebi‘ €vidamente varios tragos; en seguida
tendi‘ una mano nerviosa para palpar el saco donde tenŒa el botŒn.
- Volviste... Red... Buen compaŸero. No eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
Redrick ech‘ la cabeza atr€s y tom‘ un trago largo.
- TodavŒa est€ allŒ, como si estuviera clavado a la ruta.
- No es casualidad. Alguien pas‘ el dato. Nos estaba esperando.
Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
- Puede ser - respondi‘ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
- No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morirˆ.
No tendr€s que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonar€s, Red?
Redrick no respondi‘. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los
destellos de luz. Desde allŒ veŒa el obelisco de m€rmol, pero no si ˆl
estaba sentado allŒ o no.
- Oye, Red, no estoy diciendo tonterŒas. No te arrepentir€s. ¿Sabes por
quˆ vive todavŒa el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila revent‘.
Fara‘n el Banquero estir‘ la pata, y quˆ merodeador era, pero muri‘.
Zalamero tambiˆn. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el RoŸa.
Todos. Soy el ‡nico que sigue vivo. ¿Y por quˆ? ¿Lo sabes?
- Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la
carretera -. Un hijo de puta.
- Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. Fara‘n, Zalamero... Sin embargo soy el ‡nico que queda. ¿Sabes por
quˆ?
- SŒ, lo sˆ - dijo Red, para acabar con la charla.
- Mientes. No lo sabes. ¿Has oŒdo hablar de la Bola Dorada?
- SŒ.
- ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
- Ser€ mejor que calles. Ahorra fuerzas.
- Estoy bien. T‡ me sacar€s de aquŒ. Hemos ido a la Zona tantas
veces... ¿SerŒas capaz de abandonarme? Te conocŒ cuando... Eras tan
chiquito... Tu padre...
Redrick no respondi‘. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un
cigarrillo. Sac‘ uno, rompi‘ el tabaco entre las manos y lo olfate‘. No
sirvi‘ de nada.
- Tienes que sacarme de aquŒ. Me quemˆ por causa tuya. Fuiste t‡ el que
no quiso traer al maltˆs.
El maltˆs ardŒa por ir con ellos. Los habŒa tentado toda la tarde,
ofreciˆndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirŒa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado junto a ˆl, seguŒa guiŸando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "Llevˆmoslo, no nos ir€ mal". Tal vez fue por eso que Red
se neg‘.
- Te pas‘ eso por ambicioso - dijo frŒamente Red -, Yo no tengo nada
que ver. Ser€ mejor que te quedes quieto.
Por un rato Burbridge se limit‘ a gemir. Volvi‘ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atr€s.
- Puedes quedarte con todo el botŒn - jade‘ -. Pero no me abandones.
Redrick mir‘ su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero
no se iba. Los reflectores seguŒan buscando entre los arbustos, y ellos
habŒan dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarŒan en cualquier momento.
- La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallˆ. Se contaban tantas
leyendas sobre ella. Yo mismo inventˆ unas cuantas. Que te concedŒa
cualquier deseo...
aquŒ. EstarŒa d€ndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
Redrick baj‘ la vista hacia ˆl. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecŒa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
- Juventud eterna, quˆ diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos,
quˆ diablos. Pero conseguŒ salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quˆ lugares he estado, pero todavŒa estoy vivo.
Se lami‘ los labios y prosigui‘:
- S‘lo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
- ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si
puedo te sacarˆ de aquŒ. Lo siento por tu Dina. Tendr€ que hacer la calle.
- Dina - susurr‘ €speramente el viejo -. Mi pequeŸa. Mi preciosa. Est€n
malcriados, Red. Nunca les neguˆ nada. Se ver€n perdidos. Arthur, mi Artie.
T‡ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como ˆl?
- Ya te lo dije: si puedo te salvarˆ.
- No - replic‘ Burbridge, tercamente -. Me sacar€s de aquŒ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga d‘nde est€?
- Dale.
Burbridge gimi‘ y movi‘ el cuerpo.
- Mis piernas... FŒjate c‘mo est€n.
Redrick alarg‘ una mano y la desliz‘ por la pierna, por debajo de la
rodilla.
- Los huesos... - gimi‘ el herido -. ¿TodavŒa hay huesos allŒ?
- Hay huesos. Deja de meter bulla.
- Est€s mintiendo. ¿Para quˆ mentir? ¿Crees que no lo sˆ, que nunca he
visto nada de esto?
En realidad no tocaba m€s que la r‘tula. Por debajo, hasta el tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podŒan haber hecho nudos con ella.
- Las rodillas est€n enteras - dijo Red.
- Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
- Bueno, est€ bien. T‡ s€came de aquŒ, nada m€s. Te darˆ todo. La Bola
Dorada. Te dibujarˆ un mapa. Con todas las trampas. Te contarˆ todo.
Prometi‘ muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenci‘n.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habŒan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergŒan sobre aquel obelisco. En la
neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre las cruces; parecŒa moverse a ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar
la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareci‘ como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuˆs reapareci‘ hacia la derecha, algo m€s lejos; caminaba con
una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran
dado cuerda.
De pronto las luces se apagaron. Chirri‘ la transmisi‘n, rugi‘ el
motor; entre las matas aparecieron las luces de seŸales, azules y rojas. El
patrullero sali‘ disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y
desapareci‘ tras el muro.
Redrick trag‘ saliva y baj‘ la cremallera de su mameluco.
- Se han ido - murmur‘ Burbridge, febril -. Red, v€monos, pronto.
Gir‘ sobre sŒ, buscando a tientas su bolsa, y trat‘ de levantarse.
- Vamos, ¿quˆ esperas?
Redrick seguŒa mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veŒa
nada, pero ˆl merodeaba todavŒa por ahŒ, seguramente, como un aut‘mata,
tropezando, cayendo, golpe€ndose contra las cruces o enred€ndose en los
matorrales.
- Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
Levant‘ a Burbridge, que se le colg‘ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastr‘ en cuatro patas, llev€ndolo
sobre la espalda; asŒ pas‘ por la grieta de la pared, agarr€ndose del pasto
mojado.
- Vamos, vamos - susurr‘ €speramente Burbridge -. No te preocupes: yo
tengo el botŒn y no lo soltarˆ.
El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacŒa resbaloso y
las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era
insoportablemente pesado, como un cad€ver; la bolsa del botŒn hacŒa ruido y
se enganchaba en todas partes; adem€s Red tenŒa miedo de encontrarse con ˆl,
que podŒa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
Cuando salieron a la carretera todavŒa estaba oscuro, pero ya se
presentŒa el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los
p€jaros comenzaban a piar, inseguros y soŸolientos, la penumbra nocturna
estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios
distantes. Desde allŒ venŒa una brisa h‡meda y frŒa. Redrick dej‘ a
Burbridge en el recodo de la ruta y cruz‘ el pavimento como una gran araŸa
negra. No tard‘ en hallar el jeep; apart‘ las ramas que cubrŒan los
paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllŒ estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, toc€ndose las piernas con
la otra.
- ³Ap‡rate! Ap‡rate, las rodillas, todavŒa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
Redrick lo levant‘ y lo arroj‘ por sobre su costado, hacia el asiento
trasero. Burbridge aterriz‘ allŒ con un gruŸido, pero sin soltar la bolsa.
Redrick recogi‘ el impermeable de rayas grises y lo cubri‘ con ˆl. Burbridge
logr‘ incluso quitarse el saco.
Red sac‘ una linterna y revis‘ el recodo en busca de huellas. No habŒa
muchas. El jeep habŒa aplastado algunos pastos altos al salir a la
carretera, pero la hierba se volverŒa a erguir en un par de horas. HabŒa una
enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick record‘ que tenŒa ganas de fumar. Encendi‘ un
cigarrillo, aunque m€s aun deseaba salir de allŒ lo antes posible. Pero
todavŒa no podrŒa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
- ¿Quˆ pasa? - gimi‘ Burbridge desde el auto -. TodavŒa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca est€n secos. ¿Quˆ espera?
botŒn!
- ³C€llate!
- ¿Quˆ suburbios? ¿Est€s loco?
puta!
Redrick dio una ‡ltima chupada y guard‘ la colilla en la caja de
f‘sforos.
- No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendr€n por lo menos una vez.
- ¿Y quˆ?
- En cuanto te vean los pies se acab‘ la juerga.
- ¿Quˆ hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimˆ las piernas,
eso es todo.
- ¿Y si te las palpan?
- Que las palpen. Gritarˆ tanto que no volver€n a palpar, una pierna en
su vida.
Pero Redrick ya estaba decidido. Levant‘ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abri‘ un compartimiento secreto y dijo:
- A ver, dame eso.
El tanque de nafta que tenŒan bajo el asiento era falso. Redrick tom‘
la bolsa y la puso dentro, prestando atenci‘n a los tintineos que se oŒan en
ella.
- No quiero correr ning‡n riesgo - murmur‘ -. No tengo derecho.
Volvi‘ a poner la tapa, la cubri‘ con basuras y trapos y coloc‘
nuevamente el asiento. Burbridge gemŒa, gruŸŒa, le suplicaba que se apurara
y le prometŒa la Bola Dorada. Agit€ndose en el asiento, miraba ansiosamente
los rayos de luz, cada vez m€s intensos. Redrick no le prest‘ atenci‘n;
abri‘ la bolsa pl€stica llena de agua, que contenŒa un pez, y volc‘ el agua
sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo ech‘ en el
canasto. Despuˆs dobl‘ la bolsa de pl€stico y se la guard‘ en el bolsillo.
Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvŒan de una salida no muy
provechosa. Se instal‘ al volante y puso el motor en marcha.
No encendi‘ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendŒa aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la
derecha, de vez en cuando, alguna cabaŸa abandonada, con las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veŒa bien en la oscuridad; adem€s,
de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte ˆl sabŒa que
vendrŒa. AsŒ que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rŒtmico, ni siquiera aminor‘ la marcha. Se encorv‘ sobre el
volante. ¨l caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigŒa hacia la ciudad. Redrick lo dej‘ a la izquierda y aceler‘.
-
¿viste eso?
- SŒ.
- ³Dios!
Y de pronto Burbridge empez‘ a rezar en voz alta.
-
La curva tenŒa que estar allŒ, muy cerca. Redrick aminor‘ la marcha,
buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la
derecha. La vieja cabaŸa del transformador, la pˆrtiga con los soportes, el
puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El
coche vir‘ con una sacudida.
- ¿Ad‘nde vas? - gimi‘ Burbridge -.
hijo de puta!
Redrick se volvi‘ por un segundo y le asest‘ una bofetada en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, opt‘ por guardar silencio. El coche se
sacudŒa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
Redrick encendi‘ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbŒa. Ya no prometŒa nada m€s.
Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no
comprendŒa m€s que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin call‘.
La aldea se extendŒa a lo largo del borde occidental de la ciudad. En
otros tiempos habŒa allŒ casas de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeŸos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y
la contaminaci‘n de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado. S‘lo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veŒa una luz amarilla a travˆs de las cortinas corridas, en
la soga habŒa ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipit‘
furiosamente contra el vehŒculo, para perseguirlo a travˆs del barro que
lanzaban las ruedas.
Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apag‘
el motor. Despuˆs se baj‘ para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con las manos metidas en los bolsillos h‡medos del mameluco. Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguŒa h‡medo, silencioso y soŸoliento. Observ‘
la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veŒa
claramente el puesto de policŒa: una pequeŸa casa rodante con tres ventanas
iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacŒo. Redrick
sigui‘ observando por un rato. No se veŒa actividad en el puesto de policŒa;
los vigilantes quiz€s habŒan sentido frŒo y cansancio durante la noche y se
estaban calentando en la casa rodante, soŸando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "Quˆ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. Busc‘
la manopla de bronce que tenŒa en el bolsillo y desliz‘ los dedos en los
anillos, apretando el metal frŒo en el puŸo; acurrucado a‡n para protegerse
del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocedi‘. El jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habŒa quedado entre los arbustos; era un
sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie habŒa estado por allŒ en los
‡ltimos diez aŸos.
Cuando Redrick lleg‘ hasta el vehŒculo, Burbridge se incorpor‘ para
mirarlo, boquiabierto. ParecŒa m€s viejo. a‡n, arrugado, calvo, sin afeitar
y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
- El mapa... todas las trampas, todas... La hallar€s: no tendr€s por
quˆ arrepentirte.
Redrick lo escuch‘ sin moverse. Al fin afloj‘ los dedos y dej‘ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
- Bueno. Te limitar€s a quedarte allŒ acostado, como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
Se instal‘ tras el volante y puso el jeep en marcha.
Todo sali‘ bien. Nadie sali‘ de la casa rodante para detenerlos;
pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tr€nsito y
haciendo las seŸales debidas. Despuˆs Redrick aceler‘ y puso rumbo al centro
por la parte sur. Eran las seis de la maŸana. Las calles estaban vacŒas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los sem€foros parpadeaban solitarios e
in‡tiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panaderŒa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sinti‘ envuelto en una ola de olor a pan
reciˆn horneado, c€lido, increŒblemente delicioso.
- Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los m‡sculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
- ¿Quˆ? - pregunt‘ Burbridge, asustado.
- Dije que estoy muerto de hambre. ¿Ad‘nde vamos? ¿A casa o
directamente al Matasanos?
- Al Matasanos, y pronto - vocifer‘ Burbridge, inclin€ndose hacia
adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de ˆl.
m€s r€pido o no? Pareces una tortuga.
Impotente, enojado, se lanz‘ en una serie de insultos, jadeos y
protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contest‘; no tenŒa
tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad.
QuerŒa terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de
acudir a la cita en el Metropole. Vir‘ en la calle 17, sigui‘ dos cuadras y
estacion‘ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
Fue el mismo Matasanos quien abri‘ la puerta. Acababa de levantarse e
iba camino al baŸo, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenŒa el pelo despeinado y grandes cŒrculos
oscuros bajo los ojos.
-
- Ponte los dientes y vamos.
- Aj€.
Le seŸal‘ la sala de espera con un gesto de la cabeza y sali‘ corriendo
hacia el baŸo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allŒ pregunt‘:
- ¿Quiˆn fue?
- Burbridge.
- ¿Quˆ tiene?
- Las... piernas.
Redrick oy‘ correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cay‘ y
rod‘ por el piso de mosaicos del baŸo. Se dej‘ caer en un sill‘n, exhausto,
y encendi‘ un cigarrillo. La sala de espera parecŒa muy agradable. El
Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y
promocionado, con mucha influencia en los cŒrculos mˆdicos, tanto de la
ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados
en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. ObtenŒa nuevos
conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. Adem€s ganaba gloria y fama como ‡nico mˆdico del planeta
especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacŒa asco al
dinero, y en grandes cantidades menos todavŒa.
- ¿Quˆ es lo que le pasa en las piernas, especŒficamente? - pregunt‘,
saliendo del bajo con un toall‘n al cuello, con una esquina del cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
- Cay‘ en la jalea.
El Matasanos solt‘ un silbido.
- Bueno, se acab‘ Burbridge. Quˆ pena; era un merodeador famoso.
- No importa - observ‘ Redrick, recost€ndose en el sill‘n -, le har€s
piernas artificiales y con ellas podr€ volver a la Zona.
- De acuerdo.
El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agreg‘:
- Un momento, voy a vestirme.
Mientras se vestŒa hizo un llamado, probablemente a su clŒnica para que
prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguŒa inm‘vil en la
silla, fumando. S‘lo se movi‘ una vez, para sacar su petaca. Bebi‘ pequeŸos
sorbos, porque s‘lo quedaba un poquito en el fondo. Trat‘ de no pensar en
nada, de esperar, simplemente.
Despuˆs fueron hasta el coche; Redrick ocup‘ el asiento del conductor y
el Matasanos se sent‘ junto a ˆl. Inmediatamente se inclin‘ hacia el asiento
trasero para palpar las piernas de Burbridge. ¨ste, sumiso e intimidado,
murmur‘ patˆticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus hijos, rog€ndole que le salvara por lo menos
las rodillas.
Cuando llegaron a la clŒnica el Matasanos estall‘ en maldiciones al ver
que no habŒa enfermeros esper€ndolos a la entrada; salt‘ del coche antes de
que ˆste se detuviera y corri‘ hacia el interior. Redrick encendi‘ otro
cigarrillo. Burbridge habl‘ s‡bitamente, con claridad y calma, en completa
calma, al fin, seg‡n parecŒa:
- Quisiste matarme. No lo olvidarˆ.
- Pero no te matˆ - replic‘ Redrick.
- No, no me mataste.
Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agreg‘:
- Eso tambiˆn lo recordarˆ.
- Aj€. Claro, t‡ no habrŒas tratado de matarme - observ‘ Red,
volviˆndose para mirarlo -. Me habrŒas abandonado allŒ, sin m€s. Me habrŒas
dejado en la Zona. Me habrŒas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
El viejo movŒa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrŒo:
- Cuatro-Ojos se mat‘ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
- Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, d€ndole la espalda -.
GrandŒsimo hijo de puta.
Los enfermeros, soŸolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada,
desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperez‘ y bostez‘,
mientras ellos extraŒan trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo
tendŒan en la camilla.
El viejo se mantuvo inm‘vil, con las manos unidas sobre el pecho,
mirando al cielo con resignaci‘n. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraŸo. Era el ‡ltimo
de los viejos merodeadores que habŒan comenzado a buscar tesoros
inmediatamente despuˆs de la Visitaci‘n, cuando la Zona no se llamaba
todavŒa Zona, cuando no habŒa institutos, ni muros, ni fuerzas de las
Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los peri‘dicos.
En aquella ˆpoca Redrick tenŒa s‘lo diez aŸos; Burbridge era a‡n fuerte y
€gil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
sigui‘ peg€ndole hasta que ella muri‘.
Redrick dio la vuelta con el coche y vol‘ hacia su casa, sin prestar
atenci‘n a los sem€foros, virando en las esquinas en €ngulos cerrados y
alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. Estacion‘
frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a ˆl desde el
parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiˆrcol lŒquido.
- Buenos dŒas - dijo cortˆsmente Redrick.
El encargado se detuvo a medio metro de ˆl, apuntando el pulgar hacia
atr€s por sobre el hombro.
- ¿Eso es obra suya? - Pregunt‘.
Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dŒa.
- ¿De quˆ me habla?
- De las hamacas. ¿Fue usted el que las colg‘?
- SŒ.
- ¿Para quˆ?
Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo sigui‘.
- Le preguntˆ por quˆ colg‘ esas hamacas. ¿Quiˆn se lo pidi‘?
- Mi hija - respondi‘ ˆl, tranquilamente, mientras hacia correr la
puerta hacia atr€s.
- No le estoy preguntando por su hija - exclam‘ el otro, alzando la voz
-. ¨sa es otra cuesti‘n. Le pregunto quiˆn le dio permiso. Quiˆn le dej‘
adueŸarse del parque.
Redrick se volvi‘ hacia ˆl y le mir‘ fijamente el puente de la nariz,
p€lido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atr€s y
dijo, m€s aplacado:
- Adem€s no ha pintado la terraza, Cu€ntas veces tengo que decirle
que...
- No me moleste. No pienso mudarme.
Volvi‘ a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante
vio que tenŒa los nudillos muy blancos. Entonces se asom‘ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
- Pero si me obligan a mudarme ser€ mejor que rece, miserable.
Meti‘ el coche en el garaje, encendi‘ la luz y cerr‘ la puerta. Despuˆs
sac‘ el botŒn del tanque falso, acomod‘ el vehŒculo, puso la bolsa en un
viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavŒa
h‡medo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agreg‘ el pescado que
Burbridge habŒa comprado por la noche en un negocio de los suburbios.
Finalmente volvi‘ a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla
aplastada se habŒa pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick
la quit‘; era de cigarrillos suecos. Despuˆs de pensarlo un momento la
guard‘ en la caja de f‘sforos. Ya tenŒa tres colillas allŒ.
No encontr‘ a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero ˆsta se abri‘ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. Entr‘
de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergi‘ en la
calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le ech‘ los brazos al
cuello y se qued‘ inm‘vil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick
sinti‘ que el coraz‘n de su mujer palpitaba locamente, aun a travˆs del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresur‘; esper‘, pacientemente, a que
ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que
estaba.
- Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
Lo solt‘ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
- En un minuto te prepararˆ el cafˆ - dijo desde adentro.
- Traje un poco de pescado - replic‘ ˆl, fingiendo un tono liviano y
alegre -. ¿Por quˆ no lo frŒes? Estoy muerto de hambre.
Ella volvi‘, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dej‘ el
canasto en el suelo, la ayud‘ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
- Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estar€
listo.
- ¿C‘mo est€ Monita? - pregunta ˆl, quit€ndose las botas.
- Se pas‘ la tarde parloteando. Apenas conseguŒ acostarla. No deja de
preguntar d‘nde est€ pap€, d‘nde est€ pap€. No puede vivir sin su pap€.
Se movŒa con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervŒa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafˆ reciˆn preparado.
Redrick camin‘ descalzo hasta el vestŒbulo y recogi‘ el canasto para
llevarlo a la despensa. Despuˆs mir‘ hacia el dormitorio. Monita dormŒa
pacŒficamente, con la s€bana arrugada colgando hasta el suelo y el camis‘n
enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo resistir la tentaci‘n de acariciarle la espalda cubierta de
c€lido pelaje dorado; por milˆsima vez se maravill‘ ante el espesor y la
suavidad de aquella piel. HabrŒa querido levantarla, pero tenŒa miedo de
despertarla; adem€s estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de
Zona. Volvi‘ a la cocina y se sent‘ a la mesa.
- SŒrveme una taza de cafˆ. Me lavarˆ despuˆs.
Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habŒa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas Extraterrestres", n‡mero 56. Redrick tom‘ la jarrita de cafˆ
humeante que le tendŒa Guta y tom‘ los Informes. Marcas y sŒmbolos, una
especie de cianotipos y fotografŒas de objetos conocidos, tomadas desde
€ngulos raros. Otro artŒculo p‘stumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa Magnˆtica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en letras muy pequeŸas, decŒa: Doctor Kirill A. Panov, URSS,
tr€gicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick
arroj‘ el diario a un lado, sorbi‘ un poco de cafˆ, quem€ndose la boca, y
pregunt‘:
- ¿Vino alguien?
Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
- Estuvo Gutalin - respondi‘ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertˆ un poco.
- ¿Y Monita?
- No querŒa dejarlo ir, por supuesto. Empez‘ a gritar. Pero le dije que
el tŒo Gutalin no se sentŒa muy bien, entonces me dijo: "Gutalin est€ otra
vez todo roto".
Redrick se ech‘ a reŒr y tom‘ otro sorbo. Despuˆs pregunt‘ otra cosa.
- ¿Y los vecinos?
Guta volvi‘ a vacilar antes de responder.
- Como siempre - dijo.
- Bueno, no me cuentes.
-
mujer de abajo me golpe‘ la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quˆ por que serruchamos en el baŸo en medio de la
noche.
- Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serŒa mejor que nos mud€ramos? ¿Que compr€ramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaŸa vieja, abandonada?
- ¿Y Monita?
- Dios mŒo, ¿no crees que nosotros dos nos bastarŒamos para hacerla
feliz?
Guta mene‘ la cabeza.
- A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
- No, no es culpa de ellos.
- No vale la pena hablar de eso. Alguien te llam‘. No dej‘ mensaje. Le
dije que habŒas salido a pescar. - Redrick dej‘ la jarrita y se levant‘.
- Okey. Me voy a baŸar. Tengo un mont‘n de cosas que hacer.
Se encerr‘ en el baŸo, arroj‘ las ropas al balde y coloc‘ en el estante
las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los
cigarrillos. Pas‘ largo rato girando bajo el agua hirviente, frot€ndose el
cuerpo con una esponja €spera hasta que le qued‘ rojo brillante. Despuˆs
cerr‘ la ducha y se sent‘ en el borde de la baŸera, fumando. Las caŸerŒas
borboteaban; Guta hacŒa ruido de platos en la cocina. En seguida se sinti‘
olor a pescado frito. Guta llam‘ a la puerta; le traŒa ropa interior limpia.
- Ap‡rate - indic‘ -. El pescado se est€ enfriando.
Ya habŒa vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios.
Redrick ri‘ entre dientes mientras se vestŒa, es decir, mientras se ponŒa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
- Ahora puedo comer - dijo, sent€ndose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
- Aj€ - respondi‘ ˆl, con la boca llena -. Quˆ pescado rico.
- ¿Le pusiste agua?
- Nooo, lo siento, seŸor; no lo harˆ m€s, seŸor. ¿Quieres sentarte y
quedarte quieta?
La tom‘ por la mano y trat‘ de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apart‘ y tom‘ asiento frente a ˆl.
- Est€s descuidando a tu marido - observ‘ ˆl, otra vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
- Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacŒa, no un
marido. Primero hay que llenarte.
- ¿Y si pudiera? - pregunt‘ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
- Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
Redrick, indeciso, juguete‘ con el tenedor.
- No, gracias.
En seguida mir‘ el reloj y se levant‘.
- Me voy. Prep€rame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
Fue a la despensa, disfrutando la sensaci‘n del piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerr‘ la puerta; en seguida empez‘ a poner sobre
la mesa el botŒn que habŒa traŒdo. Dos vacŒos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes,
pero m€s liviana y dos centŒmetros m€s ancha, de metal blanco. Diecisˆis
gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas
conservadas, del tamaŸo de un puŸo. Tres picapicas. Una jarra de arcilla
carbonatada. TodavŒa quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo toc‘. Sigui‘
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
Despuˆs abri‘ un caj‘n y sac‘ una hoja de papel, un cabo de l€piz y una
calculadora. Corri‘ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribi‘
n‡mero tras n‡mero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
Sum‘ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dej‘ la colilla en un
cenicero y abri‘ cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la
hoja de papel. ¨stos, bajo la luz elˆctrica, eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. Tom‘ uno y lo
apret‘ cuidadosamente entre el pulgar y el Œndice, con prudencia, para no
pincharse. Apag‘ la luz y aguard‘ un momento, mientras se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneci‘ en silencio. Lo dej‘ y tom‘ otro, para
apretarlo tambiˆn. Nada. Apret‘. un poco m€s, arriesg€ndose al pinchazo, y
el alfiler habl‘: dˆbiles relampagueos rojos corrieron por ˆl; s‡bitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes m€s lentas. Redrick disfrut‘ por
un rato de ese extraŸo juego de luces. Los Informes decŒan que tal vez esas
luces significaran algo, quiz€ muy importante. Lo dej‘ aparte y tom‘ otro.
AsŒ prob‘ setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El
resto guardaba silencio. En realidad tambiˆn ˆsos podŒan hablar, pero hacia
falta una m€quina especial, del tamaŸo de una mesa; con los dedos no
bastaba. Redrick encendi‘ la luz y agreg‘ dos n‡meros m€s a su lista. Y s‘lo
entonces decidi‘ hacerlo.
Meti‘ las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sac‘ un
paquete suave que dej‘ sobre la mesa. Lo contempl‘ largo rato, frot€ndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogi‘ el l€piz,
juguete‘ con ˆl entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volvi‘ a
dejarlos. Tom‘ otro cigarrillo y lo fum‘ hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
-
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya est€. Basta.
Junt‘ r€pidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y
volvi‘ a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueŸo tal vez se
le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar
all€ temprano y ver c‘mo estaba la situaci‘n. Se quit‘ los guantes, colg‘ el
delantal y sali‘ de la despensa sin apagar la luz.
Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se visti‘.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo cruji‘ tras ˆl; oy‘
una respiraci‘n pesada e hizo un gesto para no echarse a reŒr.
-
Algo le agarr‘ la pierna.
-
Monita, riendo y chillando, trep‘ inmediatamente sobre ˆl. Lo pisote‘, le
tir‘ del pelo y lo aneg‘ con un interminable chorro de noticias. Willy, el
hijo del vecino, le habŒa arrancado una pierna a su muŸequita. HabŒa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no
habŒa hecho caso a la mam€ y se habŒa metido en la Zona. HabŒa cenado gachas
de avena y jalea. TŒo Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quˆ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quˆ no
habŒa dormido mam€ en toda la noche? ¿Por quˆ tenemos cinco dedos y s‘lo dos
manos y nada m€s que una nariz? Redrick abraz‘ cautelosamente a aquella
criatura c€lida que trepaba por ˆl; mir‘ aquellos ojos enormes y oscuros,
sin parte blanca, y frot‘ la mejilla contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
- Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeŸa Monita, t‡.
El telˆfono son‘ junto a su oŒdo. Levant‘ el tubo.
- Escucho.
Silencio.
- ³Hola!
No hubo respuesta. Se oy‘ un chasquido y despuˆs tonos cortos y
repetidos. Redrick se levant‘, dej‘ a Monita en el suelo y se puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle m€s atenci‘n. Monita charlaba sin
cesar, pero ˆl se limit‘ a sonreŒr mec€nicamente, con gesto distraŒdo. Al
fin ella anunci‘ que pap€ se habŒa tragado la lengua y lo dej‘ en paz.
Redrick volvi‘ a la despensa, puso en un portafolios todo lo que habŒa
sobre la mesa y fue al baŸo a buscar sus manoplas de bronce; volvi‘ a la
despensa, tom‘ el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la
otra; sali‘, cerr‘ con llave y llam‘ a Guta.
- Me voy.
- ¿Cu€ndo vuelves? - pregunt‘ Guta, saliendo de la cocina.
Se habŒa arreglado el pelo y estaba maquillada. Tambiˆn habŒa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
- Te llamarˆ - respondi‘ ˆl, observ€ndola.
Se le acerc‘ y la bes‘ en el escote.
- Ser€ mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
- ¿Y yo? ¿Un beso? - gimi‘ Monita, metiˆndose entre los dos.
¨l tuvo que inclinarse m€s a‡n. Guta lo miraba fijamente.
- TonterŒas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarˆ.
En el rellano, un piso m€s abajo, vio que un gordo en pijama a rayas
luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su
departamento llegaba un olor c€lido y agrio. Redrick se detuvo.
- Buen dŒa.
El gordo lo mir‘ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
- Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No sˆ quˆ dijo de que
serruch€bamos. Debe haber un malentendido.
- ¿Y a mŒ quˆ? - dijo el del pijama.
- Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosigui‘ Red -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
- Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
- Bueno, me alegro.
Redrick sali‘, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rinc‘n
y lo cubri‘ con un asiento viejo. Despuˆs observ‘ su obra y sali‘ a la
calle.
No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar despuˆs
el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al
Metropole, como de costumbre, habŒa una brillante hilera de coches con
brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban
maletas al hotel; habŒa tambiˆn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de m€rmol. Redrick
decidi‘ no entrar todavŒa. Se puso c‘modo bajo el toldo del pequeŸo bar de
enfrente; pidi‘ cafˆ y encendi‘ un cigarrillo. A medio metro de su mesa
habŒa dos agentes secretos de la fuerza de policŒa internacional; comŒan a
toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebŒan cerveza en grandes
vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrŒo
devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puŸo; habŒa dejado el
casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el
respaldo del asiento. No habŒa m€s clientes que ˆsos. La camarera, una mujer
de cierta edad a quien Redrick no conocŒa, bostezaba tras el mostrador,
cubriˆndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
Redrick vio que Richard Noonan salŒa del hotel masticando algo y
acomod€ndose el sombrero suave. Bajaba enˆrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciˆn baŸado y seguro
de que el dŒa no le acarrearŒa disgustos. Se despidi‘ de alguien con un
adem€n, se ech‘ el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanz‘ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiˆn era regordete, bajito, reciˆn lavado y
seguro, al parecer, de que el dŒa no le acarrearŒa disgustos.
Redrick se cubri‘ a cara con la mano para observar a Noonan, que subi‘
apresuradamente, se acomod‘ en el asiento delantero y pasˆ algo al de atr€s;
en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo
retrovisor. El Peugeot expeli‘ una nube de humo azul, toc‘ la bocina para
alertar a un africano que vestŒa su traje tŒpico y baj‘ garbosamente hacia
la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrŒa que virar
alrededor de la fuente y pasar por el cafˆ. Ya era demasiado tarde para
marcharse, de modo que Redrick se cubri‘ completamente la cara y se inclin‘
sobre la taza. No sirvi‘ de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su
mismo oŒdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llam‘:
- ³Eh, Schuhart!
Redrick lanz‘ un juramento en voz baja y levant‘ los ojos. Noonan venŒa
hacia ˆl con la mano extendida, sonriente.
- ¿Quˆ est€s haciendo aquŒ a estas horas de la madrugada? - le dijo al
acercarse.
Y agreg‘, volviˆndose a la camarera:
- Gracias, seŸora, no voy a pedir nada. Hace mil aŸos que no te veo,
hombre. ¿D‘nde estabas? ¿En quˆ andas?
- En nada especial - respondi‘ Redrick, a desgano -. Cosas sin
importancia.
Noonan se instal‘ en la silla opuesta, apart‘ hacia un lado el vaso con
las servilletas y hacia otro el plato de s€ndwiches, y se lanz‘ en su
ch€chara.
- Te veo un poco p€lido. ¿No duermes bien? Te dirˆ que ‡ltimamente
estoy muy ocupado con estos nuevos equipos autom€ticos, pero no dejo de
dormir lo necesario, eso sŒ que no. Los autom€ticos se pueden ir al cuerno.
De pronto ech‘ una mirada a su alrededor y agreg‘:
- Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
- No, no - dijo mansamente Redrick -. TenŒa un poco de tiempo libre y
se me ocurri‘ tomar un cafˆ, eso es todo.
- Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red, ¿por quˆ no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto?
Sabes que te aceptarŒan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso?
Hay uno nuevo.
Red mene‘ la cabeza.
- No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Adem€s no tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es todo autom€tico; tienen robots que van a la
Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzarŒa ni
para cigarrillos.
- Todo eso se puede arreglar.
- No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asŒ.
- Te has vuelto muy orgulloso - observ‘ Noonan, con tono de acusaci‘n.
- No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
- Creo que tienes raz‘n - dijo el otro distraŒdo. Mir‘ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frot‘ la plaquita de plata
con letras cirŒlicas impresas.
- Tienes raz‘n - reconoci‘ -, hace faltar tener plata para no estar
preocup€ndose siempre por ella. ¿¨ste es regalo de Kirill?
- Lo recibŒ en herencia. ¿C‘mo es que ya no te veo por el Borscht?
- Eres t‡ el que no va - contraatac‘ Noonan -. Yo almuerzo allŒ casi
todos los dŒas. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
De pronto agreg‘:
- Oye, ¿c‘mo andas de dinero?
- ¿Quieres un prˆstamo?
- No, precisamente lo contrario.
- ¿Quieres prestarme dinero?
- Tengo trabajo.
- ³Oh, Dios! - exclam‘ Redrick -.
- ¿Quiˆn m€s? - pregunt‘ Noonan.
- Hay montones de... contratistas.
Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se ech‘ a reŒr.
- No, no se trata de tu especialidad.
- ¿De quˆ, entonces?
Noonan volvi‘ a mirar el reloj.
- Hagamos una cosa - dijo, levant€ndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
- Tal vez no haya terminado a esa hora.
- Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
- Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
Eran las nueve menos cinco. Noonan lo salud‘ con la mano y volvi‘ a su
Peugeot. Redrick lo sigui‘ con la vista, llam‘ a la camarera, pag‘ la cuenta
y compr‘ un atado de Lucky Strike; despuˆs se dirigi‘ lentamente hacia el
hotel, con su portafolios.
El sol ya quemaba; la calle se habŒa puesto r€pidamente sofocante.
Sinti‘ una sensaci‘n de quemadura bajo los p€rpados. Parpade‘ con fuerza;
era una l€stima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
Y en ese momento ocurri‘.
Nunca habŒa experimentado algo asŒ fuera de la Zona. Y en la Zona
misma, s‘lo dos o tres veces. TenŒa la impresi‘n de estar en un mundo
distinto. Un mill‘n de olores se precipit‘ bruscamente sobre ˆl: €speros,
dulces, met€licos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y
complejos como mecanismos de relojerŒa, enormes como casas y diminutos como
partŒculas de polvo. El aire se torn‘ duro, ech‘ filos, esquinas y
superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rŒgidos,
pir€mides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y ˆl tenla que
avanzar a travˆs de todo aquello, abriˆndose camino en sueŸos, como por un
negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. Dur‘ s‘lo un
instante.
Abri‘ los ojos y todo habŒa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era
revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
Se oy‘ un bocinazo colˆrico; Redrick camin‘ m€s y m€s r€pido, hasta
echar a correr en direcci‘n al muro del Metropole. El coraz‘n le palpitaba
enloquecido. Dej‘ el portafolios en la acera y abri‘, impaciente, el atado
de cigarrillos. Encendi‘ uno, aspir‘ profundamente y descans‘, como si
acabara de librar una pelea. Un policŒa se detuvo junto a ˆl, preguntando:
- ¿Necesita ayuda, don?
- N... no - logr‘ pronunciar Redrick, y tosi‘ -. Es que hace un calor
sofocante.
- ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
Redrick recogi‘ el portafolios.
- Todo est€ bien, muy bien, amigo. Gracias.
Se dirigi‘ r€pidamente hacia la entrada, subi‘ los peldaŸos y entr‘ al
vestŒbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habrŒa gustado sentarse un
rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se permiti‘ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud con los ojos entornados. AhŒ estaba Huesos, hojeando irritado las
revistas del puesto. Redrick arroj‘ la colilla al cenicero y se acerc‘ al
ascensor.
No logr‘ cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amonton€ndose en el
interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asm€tico; una seŸora
muy perfumada con un muchachito gruŸ‘n que comŒa chocolate; una anciana
corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick qued‘ apretado en un rinc‘n.
Cerr‘ los ojos, tratando de olvidar al niŸo, su cara era fresca y limpia,
sin un solo vello. Y trat‘ tambiˆn de olvidar a la madre, que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido
por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el
abultado, escler‘tica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables
verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo trat‘ de encender un
cigarrillo, pero la vieja inici‘ un ataque contra ˆl que sigui‘ hasta el
piso quinto, donde se baj‘. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo
encendi‘ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
ech‘ a toser y a sacudiese en cuanto aspir‘ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
¨ste se baj‘ en el octavo y recorri‘ el pasillo, de gruesa alfombra,
coquetamente iluminado por l€mparas ocultas. OlŒa a tabaco caro, perfume
francˆs, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y
cigarreras de oro macizo. HedŒa a todo eso, al hongo asqueroso que crecŒa en
la Zona, bebŒa en la Zona, comŒa, explotaba y engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarŒa despuˆs, cuando
estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abri‘ la puerta del 874 sin
llamar.
Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito con un cigarro. A‡n seguŒa en pijama; el pelo ralo, todavŒa
h‡medo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
- Aj€ - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesŒa de
los reyes.
Termin‘ de despuntar el cigarro, lo tom‘ con ambas manos y se lo pas‘
por debajo de la nariz.
- ¿D‘nde est€ el bueno de Burbridge? - pregunt‘, levantando al fin la
vista.
TenŒa ojos claros, azules, angelicales.
Redrick dej‘ el portafolios sobre el sof€, se sent‘ y sac‘ sus
cigarrillos.
- Burbridge no vendr€.
- El bueno de Burbridge - repiti‘ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para llev€rselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le est€n
jugando feo.
SeguŒa mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abri‘ ligeramente y entr‘ Huesos.
- ¿Con quiˆn hablabas? - pregunt‘ desde el vano.
- Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el
suelo.
Huesos hundi‘ las manos en los bolsillos y se aproxim‘ un poco m€s,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de p€jaro.
- Te lo hemos dicho cien veces - reproch‘ a Redrick, deteniˆndose ante
ˆl -: nada de contactos antes de una reuni‘n. ¿Y quˆ haces?
- Digo hola. ¿Y t‡?
Ronco ri‘. Huesos estaba irritable.
- Hola, hola, hola.
Apart‘ la mirada incriminatoria de Redrick y se dej‘ caer en el sof€, a
su lado.
- No puedes comportarte asŒ - prosigui‘ -. ¿Me entiendes?
- En ese caso encontrˆmonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
- El muchacho tiene raz‘n - intervino Ronco -. El error es nuestro.
¿Quiˆn era ese hombre?
- Richard Noonan. Representa a algunas compaŸŒas proveedoras del
Instituto. Vive aquŒ, en el hotel.
- Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
Tom‘ un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad,
lo mir‘ dubitativamente y volvi‘ a ponerlo en la mesa.
- ¿D‘nde est€ Burbridge? - pregunt‘ Ronco en tono amistoso.
- Burbridge son‘.
Los dos hombres intercambiaron una r€pida mirada.
- Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
Redrick no respondi‘ de inmediato; primero aspir‘ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuˆs arroj‘ la colilla al suelo.
- No se preocupen, no hay peligro. Est€ en el hospital.
-
Se levant‘ de un salto y fue hacia la ventana.
- ¿En quˆ hospital? - pregunt‘.
- No te preocupes, todo est€ en orden. Vamos al grano.
Tengo sueŸo.
- ¿En quˆ hospital, concretamente? - volvi‘ a preguntar Huesos,
irritado.
- Ya te lo he dicho - replic‘ Redrick, levantando su portafolios -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
- Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
Baj‘ de un brinco, sorprendentemente €gil, barri‘ todas las revistas y
los peri‘dicos que habla en la mesa ratona y se sent‘ frente a ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
- Muestra lo que traes.
Redrick abri‘ el portafolios, sac‘ la lista de precios y la puso sobre
la mesa, ante Ronco. ¨ste le ech‘ una mirada y la apart‘ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras ˆl, empez‘ a leerla por sobre su hombro.
- ¨sa es la cuenta - explic‘ Redrick.
- Ya veo. Quiero ver la mercaderŒa - dijo Ronco.
- La plata.
- ¿Quˆ es esto de argolla? - pregunt‘ Huesos, suspicaz, seŸalando un
artŒculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
Redrick no respondi‘. SostenŒa el portafolios abierto sobre las
rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin
Ronco ri‘ entre dientes.
- Por quˆ ser€ que te quiero tanto, hijo mŒo - murmur‘ -. Despuˆs dicen
que el amor a primera vista no existe.
Suspir‘ dram€ticamente y agreg‘:
- Phil, compaŸero, ¿c‘mo dicen los de aquŒ? Saca el rollo y p€sale unos
cuantos billetes... Y dame un f‘sforo. Ya ves.
Y agit‘ el cigarro ante ˆl.
Phil, el Huesos, murmur‘ algo en voz baja, le arroj‘ una cajetilla de
f‘sforos y pas‘ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oy‘
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decŒa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguŒa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en los labios delgados y p€lidos. El merodeador, con
la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardŒan los p€rpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos
volvi‘ con tres fajos; los arroj‘ sobrˆ la mesa y se sent‘, ofendido.
Redrick alarg‘ perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indic‘,
con un gesto, que esperara; arranc‘ las fajas de los billetes y las guard‘
en el bolsillo del pijama.
- Veamos ahora. Redrick tom‘ el dinero y se lo meti‘ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida present‘ su mercaderŒa.
Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botŒn y
verificaran cada artŒculo con la lista. La habitaci‘n estaba silenciosa no
se oŒa m€s que la pesada respiraci‘n de Ronco y un repiqueteo proveniente
del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un
vaso.
Cuando Redrick cerr‘ el portafolios, haciendo chasquear el cierre,
Ronco levant‘ los ojos.
- ¿Y lo m€s importante?
- No es posible.
Medit‘ un instante y agreg‘:
- Por ahora.
- Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿Quˆ dices t‡,
Phil?
- Nos est€s echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quˆ tanto misterio, es lo que quiero saber.
- Eso es inevitable: negocios secretos - respondi‘ Redrick -. La
nuestra es una profesi‘n arriesgada.
- Bueno, bueno - exclam‘ Ronco -. ¿D‘nde est€ la c€mara?
-
le subŒa el color a la cara -. Lo siento, la olvidˆ.
- ¿All€? - pregunt‘ Ronco, haciendo un vago adem€n con el cigarro.
- No recuerdo. Probablemente all€.
Redrick cerr‘ los ojos y se recost‘ en el sof€. En seguida agreg‘:
- No. La olvidˆ por completo,
- Quˆ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
- No, ni siquiera - respondi‘ Redrick, tristemente -. ¨se es el asunto.
No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cay‘ en la jalea y tuve que
volver atr€s en seguida. Puedes estar seguro de que me habrŒa acordado si la
hubiera visto.
-
Extendi‘ el Œndice derecho. La argolla de metal blanco giraba
velozmente en torno a ˆl. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
-
clavarla en Ronco.
- ¿C‘mo que no para? - pregunt‘ ˆste cautelosamente, apart€ndose.
- Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nom€s, y lleva un
minuto girando sin parar.
Huesos se levant‘ de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y
se precipit‘ detr€s de la cortina. La argolla plateada giraba f€cilmente
frente a ˆl, como un trompo.
- ¿Quˆ diablos has traŒdo? - pregunt‘ Ronco.
-
Ronco lo mir‘ fijamente. Despuˆs se levant‘ y pas‘ tambiˆn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oy‘ un parloteo. Redrick tom‘ una de
las revistas caŒdas y la hoje‘. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. Recorri‘ la habitaci‘n con la mirada, buscando
algo para beber. Despuˆs sac‘ el fajo del bolsillo interior y cont‘ los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido cont‘ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvi‘ Ronco.
- Tienes suerte, hijo - anunci‘, sent€ndose una vez m€s frente a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
- No, nunca estudiˆ eso.
- Ni falta te hace - replic‘ Ronco, mientras sacaba otro fajo -. AhŒ
tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darˆ dos fajos como ˆse. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una
condici‘n: que nadie sepa de esto, salvo t‡ y yo. ¿De acuerdo?
Redrick se guard‘ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
- Me voy - dijo, levant€ndose - ¿Cu€ndo y d‘nde la pr‘xima vez?
Ronco tambiˆn se levant‘.
- Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las
nueve y las nueve y media de la maŸana. Te dar€n saludos de Phil y de Hugh y
concertar€n una cita contigo.
Redrick asinti‘ y se encamin‘ hacia la puerta. Ronco lo sigui‘ y le
puso una mano en el hombro.
- Quiero que me entiendas - agreg‘ -. Todo esto est€ muy lindo,
encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. Devuˆlvenos la c€mara,
pero con la pelŒcula expuesta, y el envase, pero no vacŒo: lleno. Y no
necesitar€s volver a la Zona nunca m€s.
Redrick se sac‘ del hombro aquella mano, abri‘ la puerta y sali‘.
Camin‘ sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella
mirada angelical seguŒa fija en su nuca. Ni siquiera esper‘ el ascensor:
baj‘ por la escalera desde el octavo piso.
Al salir del Metropole llam‘ un taxi y fue hasta la otra punta de la
ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocŒa; era un fulano de
nariz ganchuda, lleno de granos,
Uno de los cientos que afluŒan a Harmont en los ‡ltimos aŸos, buscando
aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna
religi‘n especial. VenŒan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcci‘n o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos
deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaŸados una
vez m€s. La mitad de ellos, despuˆs de un mes o dos, volvŒan a su patria,
maldiciendo, para extender la desilusi‘n a todos los paŒses del mundo. Unos
pocos, muy pocos, se convertŒan en merodeadores y perecŒan r€pidamente,
antes de aprender las triquiŸuelas del oficio. Algunos conseguŒan trabajo en
el Instituto, pero s‘lo los m€s instruidos e inteligentes, que al menos
podŒan trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto,
malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeŸas
diferencias de opini‘n, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policŒa del municipio, al ejˆrcito y a los guardianes.
El conductor granujiento apestaba a alcohol a m€s de un kil‘metro y
tenŒa los ojos m€s colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. Cont‘
a Redrick que esa maŸana, en su cuadra, habŒa aparecido un fiambre reciˆn
llegado del cementerio.
- Volvi‘ a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aŸos y
todos se habŒan mudado: la viuda, que ya es una seŸora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo habŒa muerto hace
como treinta aŸos, es decir, antes de la Visitaci‘n. Y allŒ est€. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sent‘ en el cerco a
esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero
tenŒan miedo de acercarse, claro. Al final no sˆ quiˆn tuvo una gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y quˆ cree
que hizo? Se levant‘, entr‘ y cerr‘ la puerta. A mi se me hacŒa tarde para
el trabajo, asŒ que no sˆ c‘mo terminaron las cosas, pero cuando me fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llev€rselo.
- Pare - dijo Redrick -. Es aquŒ mismo.
Hurg‘ en los bolsillos, pero no tenŒa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. Despuˆs se detuvo ante la puerta y esper‘ a que
el taxi se alejara.
La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galerŒa de
vidrios con una mesa de billar, un jardŒn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde p€lido. Redrick apret‘ varias veces el timbre; el
port‘n se abri‘ de par en par con un crujido. Avanz‘ lentamente por el
sendero sombreado, a cuya vera crecŒan rosales. Cobayo apareci‘ en el
porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser
‡til. Se volvi‘, impaciente; baj‘ una pierna insegura en busca de
equilibrio, recuper‘ la estabilidad y arrastr‘ el otro pie en busca del
compaŸero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcci‘n a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
-
Redrick volvi‘ la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja,
brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un adem€n con la cabeza y abandon‘ el sendero;
pas‘ por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el
cˆsped verde y suave. HabŒa una gran estera roja extendida sobre el prado;
allŒ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un
min‡sculo traje de baŸo en el cuerpo. Sobre la estera habŒa tambiˆn un libro
de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
-
vaso -. ¿D‘nde est€ el viejo?
Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI,
Cuervo habŒa logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo,
all€ en la Zona. ¨sta era toda seda y satˆn, de firmes curvas, impecable,
sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y h‡meda, dientes blancos,
parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol,
descuidadamente caŒdo sobre un hombro. El sol, acarici€ndola, se volcaba
sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mir‘ abiertamente. Ella lo mir‘ a su vez y ri‘, comprendiendo; despuˆs se
llev‘ el vaso a los labios y tom‘ varios sorbos.
- ¿Quieres? - pregunt‘, pas€ndose la lengua por los labios.
Esper‘ el tiempo justo para que ˆl captara la doble intenci‘n y le
tendi‘ el vaso. ¨l busc‘ a su alrededor hasta encontrar una reposera a la
sombra; allŒ se sent‘ y tendi‘ las piernas.
- Burbridge est€ en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
Ella lo mir‘ con un solo ojo, sin dejar de sonreŒr. El otro qued‘
cubierto por la espesa cabellera que le caŒa sobre el hombro. Pero su
sonrisa se habŒa petrificado; era una mueca de az‡car sobre la cara tostada.
Despuˆs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
- ¿Las dos?
- Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
Ella dej‘ el vaso y se apart‘ el pelo hacia atr€s. Ya no sonreŒa.
- Quˆ pena - dijo -. Y eso significa que t‡...
S‘lo a Dina Burbridge habrŒa podido contarle en detalle c‘mo habŒa
pasado todo. Hasta habrŒa podido contarle que se habŒa acercado a ˆl con las
manoplas listas y que Burbridge le habŒa rogado, no por ˆl, sino por sus
hijos, por ella y por Artie, prometiˆndole la Bola Dorada. Pero no se lo
cont‘.
Sac‘ un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arroj‘ sobre la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogi‘ algunos,
distraŒdamente, y los examin‘ como si no los conociera; sin embargo no tenŒa
mucho interˆs.
- ¨stas son las ‡ltimas ganancias, entonces - dijo.
Redrick se estir‘ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y mir‘ la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que
apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero en un momento como ˆse podŒa hacer el sacrificio de tomar un
trago.
Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpi‘ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllŒ estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de lŒquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las ‘rbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendi‘ el vaso en un gesto
desesperado, mugi‘ y aull‘, abriendo in‡tilmente la boca desdentada.
- Espero, espero - dijo Redrick, y volvi‘ a dejar la botella en el
balde.
Cobayo lleg‘ al fin, entreg‘ el vaso a Redrick y le palme‘ tŒmidamente
el hombro con una mano artrŒtica.
- Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre est€s en todo.
Y mientras Cobayo sacudŒa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, ˆl levant‘ el vaso, lo salud‘ con un gesto de la
cabeza y trag‘ la mitad de una sola vez. En seguida se volvi‘ a Dina.
- ¿Quieres? - pregunt‘, refiriˆndose al vaso.
Ella no respondi‘, Estaba doblando un billete por la mitad; lo dobl‘
otra vez, y otra m€s.
- TermŒnala - dijo ˆl -. No quedar€s en la calle. Tu viejo...
Ella lo interrumpi‘:
- AsŒ que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a
ese hijo de puta llev€ndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como ˆsa.
¨l la mir‘, olvidado del vaso. Dina se levant‘ para acercarse a ˆl,
pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante ˆl con los puŸos clavados en la
suave curva de las caderas, ocult€ndole todo el mundo con ese cuerpo
maravilloso, que olŒa a perfume y a sudor dulce.
- El viejo tiene en el puŸo a todos los idiotas como t‡. Te va a pisar
los huesos. Ya ver€s, caminar€ sobre tu cr€neo con sus muletas.
enseŸar€ quˆ es el amor fraternal y la piedad!
A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
- Te prometi‘ la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es cierto? ³Idiota!
mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este
pelirrojo est‡pido.
Redrick se levant‘ sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerr‘
el pico, se dej‘ caer en el pasto y hundi‘ la cara entre las manos.
- Quˆ tonto... Red - murmur‘ -. Dejar pasar una oportunidad como ˆsa.
Redrick la mir‘ sin hablar mientras terminaba el vodka. Arroj‘ el vaso
a Cobayo sin mirarlo siquiera. No habŒa nada que decir. Quˆ lindos hijos
habŒa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
Sali‘ a la calle y llam‘ un taxi. Indic‘ al conductor que lo llevara al
Borscht. TenŒa que terminar con sus asuntos, aunque se morŒa de sueŸo. Todo
le daba vueltas; al final se qued‘ dormido en el taxi, con todo el cuerpo
doblado sobre el portafolios; despert‘ s‘lo cuando el conductor,
sacudiˆndolo, le dijo:
- Ya llegamos, seŸor.
- ¿Ad‘nde llegamos? - pregunt‘, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
- Nada de eso, compaŸero. Al Borscht, me dijo. ¨ste es el Borscht.
- Okey - gruŸ‘ Redrick -. Debo haber soŸado.
Pag‘ y descendi‘ del coche; apenas podŒa mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en el sol; hacia muchŒsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que estaba empapado, que tenŒa mal gusto en la boca y que le lloraban los
ojos. Mir‘ a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como
era habitual a esa hora del dŒa. Los negocios no habŒan abierto a‡n y el
Borscht debŒa estar cerrado tambiˆn, pero Ernest ya estaba en su puesto,
secando vasos y echando miradas sucias al trŒo que chupaba cerveza en la
mesa del rinc‘n. TodavŒa no habŒan retirado las sillas de las otras mesas.
Un pe‘n desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro
luchaba detr€s de Ernest con un caj‘n de cerveza. Redrick se acerc‘ al
mostrador, dej‘ allŒ su portafolios y dijo hola. Ernest murmur‘ algo que no
era exactamente una bienvenida.
- Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
Ernest plant‘ una jarrita vacŒa en el mostrador, sac‘ una botella de la
heladera, la abri‘ y la suspendi‘ sobre la jarra. Redrick, cubriˆndose la
boca, mir‘ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpe‘ varias
veces al borde de la jarrita. Redrick le mir‘ entonces la cara. TenŒa bajos
los p€rpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caŒdas. El
pe‘n pas‘ el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rinc‘n
discutŒan en voz alta sobre las carreras; el otro pe‘n retrocedi‘ con los
cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que ˆste se tambale‘. El
hombre murmur‘ una disculpa.
- ¿Lo trajiste? - pregunt‘ Ernest, con voz ahogada.
- ¿Que si traje quˆ?
Redrick mir‘ por sobre el hombro. Uno de los tipos se levant‘
perezosamente y fue hasta la puerta. AllŒ se detuvo para encender un
cigarrillo.
- Ven, hablemos - dijo Ernest.
El pe‘n que pasaba el trapo tambiˆn estaba en ese momento entre Redrick
y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente
corpulento.
- Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
Ya no tenla sueŸo, ni en un ojo ni en el otro. Pas‘ por detr€s del
mostrador, esquivando al pe‘n que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habŒa pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pas‘ a la trastienda y Redrick fue tras ˆl, porque los tres fulanos del
rinc‘n ya estaban bloqueando la puerta y el pe‘n de limpieza se habŒa
detenido junto a las cortinas que daban al dep‘sito.
Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sent‘ en una
silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capit€n Quarterblad
amarillento y furioso. A la izquierda, quiˆn sabe de d‘nde apareci‘ un
enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo
cache‘ r€pidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sac‘ las manoplas de bronce. En seguida empuj‘ a Redrick en direcci‘n al
capit€n. El pelirrojo se acerc‘ a la mesa y puso el portafolios frente al
capit€n Quarterblad.
- Chupasangre - dijo a Ernest.
¨ste levant‘ las cejas y encogi‘ un solo hombro. Todo estaba a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreŒan muy satisfechos. No habŒa
otra salida y la ventana tenŒa barrotes por fuera.
El capit€n Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvŒa
el portafolios con las dos manos, sacando el botŒn para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeŸos vacŒos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaŸos,
diecisˆis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
- ¿Tienes algo en los bolsillos? - pregunt‘ el capit€n, suavemente -.
VacŒalos.
- VŒboras - murmur‘ Redrick -, canallas.
Sac‘ un fajo dˆ billetes y lo arroj‘ sobre la mesa; allŒ quedaron,
esparcidos.
-
-
fajo -. AhŒ tienen. Ojal€ se les atraganto.
- Muy interesante - dijo el capit€n, con calma -. Ahora rec‘gelo.
-
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mŒ puede recogerlo usted mismo.
- Recoge ese dinero, merodeador - repiti‘ el capit€n Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puŸo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador,
murmurando maldiciones, se agach‘ para recoger desganadamente los billetes.
Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas
resopl‘ con alegrŒa.
-
Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los
billetes uno por uno, se iba acercando m€s y m€s al anillo de oscuro bronce
que descansaba pacŒficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volvi‘
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabŒa y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando lleg‘ el momento
adecuado cerr‘ el pico, tens‘; agarr‘ el anillo y tir‘ de ˆl con todas sus
fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se habŒa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisi‘n frŒa y gris de la bodega.
Cay‘ sobre las manos, dio un salto mortal y se levant‘ de un salto.
Ech‘ a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su
suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas,
volte€ndolos a su paso; los oy‘ caer y estrellarse tras ˆl. Resbal‘. Subi‘ a
la carrera algunos escalones invisibles y lanz‘ todo el peso de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsŒ sali‘ al garaje de Ernest.
Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de
sangre y el coraz‘n le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. Corri‘ hasta el rinc‘n
m€s alejado y allŒ, despellej€ndose las manos, revolvi‘ en la montaŸa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se desliz‘ de
panza por ese agujero. Se le desgarr‘ la chaqueta, pero pronto estuvo en el
angosto patio. AllŒ se agach‘ entre las latas de basura, se quit‘ la
chaqueta y la corbata, se revis‘ apresuradamente, se cepill‘ los pantalones
y, finalmente, se irgui‘ y corri‘ hacia el patio.
Se zambull‘ en un t‡nel bajo y maloliente que llevaba al fondo
siguiente. AllŒ prest‘ atenci‘n, esperando oŒr las sirenas de la policŒa,
pero no fue asŒ; corri‘ a mayor velocidad, asustando a los chicos que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastr€ndose por los agujeros
de los cercos podridos. TenŒa que salir de ese vecindario de inmediato,
antes de que el capit€n Quarterblad lo hiciera rodear. ConocŒa bien la zona,
pues habŒa jugado en todos aquellos patios y s‘tanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenŒa allŒ muchos conocidos y hasta algunos
amigos; en otras circunstancias no le habrŒa costado ocultarse en ese
barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que habŒa escapado tan
audazmente, bajo las mismas narices del capit€n Quarterblad, aŸadiendo
f€cilmente doce meses a su sentencia.
Tuvo mucha suerte. En la calle Siete alg‡n tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente por la calzada, en manifestaci‘n; eran unos doscientos, tan
desarrapados y mugrientos como ˆl. Algunos tenŒan peor aspecto, como si
hubieran pasado toda la tarde arrastr€ndose por los agujeros de los cercos y
ech€ndose latas de basura encima; tal vez habŒan pasado la noche alborotando
en alguna carbonera. Redrick sali‘ de un portal, agachado, para mezclarse
entre la multitud; la atraves‘ a fuerza de empujones y tirones; pisote‘ pies
ajenos, recibi‘ alg‡n puŸetazo ocasional y lo devolvi‘, y finalmente sali‘
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
Fue precisamente entonces cuando se oy‘ el gemido familiar y
desagradable de los coches patrulleros; la manifestaci‘n se detuvo,
ruidosamente, pleg€ndose como un acorde‘n. Pero Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capit€n Quarterblad no tenŒa modo de saber en cu€l.
Se acerc‘ a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y
electr‘nica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un cami‘n con
televisores. Se puso c‘modo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas, donde no habŒa ventanas, para recobrar el aliento y fumar un
cigarrillo. Fum‘ €vidamente, agachado contra la €spera pared a prueba de
incendios, toc€ndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic
nervioso. Pens‘, pens‘, pens‘. Cuando el cami‘n y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se ech‘ a reŒr, diciendo suavemente:
- Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
Entonces empez‘ a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
Entr‘ al garaje por el pasillo oculto; levant‘ silenciosamente el viejo
asiento, sac‘ el rollo de papel que habŒa en la bolsa guardada dentro del
canasto, con mucho cuidado, y se lo desliz‘ dentro de la camisa. Despuˆs
torn‘ de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontr‘ en el
rinc‘n una gorra grasienta y se la encasquet‘ hasta los ojos. Las hendijas
de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo
danzarŒn del sombrŒo garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al
marcharse oy‘ la voz de su hija; acerc‘ un ojo a la m€s ancha de las ranuras
y contempl‘ a Monita, que corrŒa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la
observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarŒan intercambiando
sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si
fuera una m€s. ValŒa la pena el soborno empleado: les habŒa hecho un
tobog€n, una casa de muŸecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas. "Bueno", se dijo. Se apart‘ de la grieta, volvi‘ a inspeccionar el
garaje y entr‘ arrastr€ndose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta
abandonado al final de la calle Miner, habŒa una cabina telef‘nica. S‘lo
Dios sabe quiˆn la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor
estaban cerradas con tablas; m€s all€ se veŒa tan s‘lo aquel baldŒo
interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sent‘ a la
sombra de aquella cabina y meti‘ la mano en una hendija que habŒa allŒ
debajo. Palp‘ un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en ˆl; tambiˆn estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quit‘ la chaqueta y la gorra; palp‘ dentro de su camisa. AllŒ
permaneci‘ por un minuto, o m€s, sopesando en la mano el envase de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenŒa. Y el tic nervioso
recomenz‘.
- Schuhart - murmur‘, sin oŒr su propia voz -, ¿quˆ est€s haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvi‘ para calmarla.
- Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los
aparatos de televisi‘n -. Se me pusieron en el camino. Yo habrŒa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
Mir‘ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrŒamente;
por el baldŒo rodaban briznas secas. Estaba solo.
- Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; s‘lo Dios cuida
de todos. A mŒ me ha llegado el turno.
R€pidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y
envolvi‘ la gorra en la chaqueta de cuero. Despuˆs se arrodill‘,
recost€ndose contra la cabina, que se movi‘. Aquel paquete voluminoso
entraba bien en el fondo del pozo que habŒa debajo y a‡n quedaba lugar.
Volvi‘ a poner la cabina en su sitio, la sacudi‘ para ver si estaba firme y
finalmente se levant‘, limpi€ndose las manos.
- Listo. Todo arreglado.
Entr‘ a la cabina caldeada, deposit‘ una moneda y marc‘ un numero.
- Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
Oy‘ el suspiro estremecido y se apresur‘ a agregar:
- Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltar€ dinero. Ellos te enviar€n.
Guta seguŒa en silencio.
- MaŸana por la maŸana te llamar€n al puesto de comando. AllŒ nos
veremos. Trae a Monita.
- ¿Habr€ alguna inspecci‘n? - pregunt‘ ella.
- Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantˆn el
€nimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste
con un merodeador, asŒ que no te quejes. MaŸana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
Colg‘ abruptamente y permaneci‘ algunos segundos con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que le tintinearon los oŒdos. Despuˆs deposit‘
otra moneda y volvi‘ a marcar un n‡mero.
- Escucho - dijo Ronco.
- Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
- ¿Schuhart? ¿Quˆ Schuhart? - pregunt‘ Ronco, con naturalidad.
- Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapˆ, pero voy a
entregarme. Me dar€n entre dos y medio y tres aŸos. Mi esposa queda sin un
centavo. T‡ te encargar€s de ella. Que no le falta nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
- Sigue - dijo Ronco.
- Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina
telef‘nica. Es la ‡nica, no hay forma de confundirse. La porcelana est€
debajo de ella. Si la quieres, t‘mala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi esposa. TodavŒa nos quedan muchos aŸos de jugar juntos. Si al volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
- ComprendŒ todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despuˆs de una pausa
agreg‘: - ¿Quieres un abogado?
- No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el ‡ltimo centavo.
Saludos.
Colg‘ y mir‘ a su alrededor. Despuˆs, con las manos hundidas en los
bolsillos del pantal‘n, subi‘ lentamente por la calle Miner entre las casas
vacŒas y claveteadas.
3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aŸos, supervisor de compras de
equipos electr‘nicos en la divisi‘n Harmont del instituto internacional de
culturas extraterrestres.
Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaŸo legal. SonreŒa tambiˆn, simp€ticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacŒa m€s
que aguardar una llamada telef‘nica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O
trataba de convencerse a sŒ mismo de que lo estaba sermoneando.
- Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraŸo.
La esbelta mano de Valentine sacudi‘ limpiamente las cenizas de su
cigarrillo en el cenicero.
- ¿Y quˆ es, exactamente, lo que tendr€n en cuenta? - pregunt‘ con
mucha cortesŒa.
- Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondi‘ alegremente
Noonan, recost€ndose en su sill‘n -. Hasta la ‡ltima palabra.
- ¿Y quˆ es lo que dije?
- Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio N‘bel)
estaba sentado frente a ˆl, en un mullido sill‘n. Era menudo, delicado y
limpio. No tenŒa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y p€lidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
- En mi opini‘n, a usted se le paga un sueldo fant€stico para nada -
dijo -. Y adem€s, tambiˆn en mi opini‘n, usted es un saboteador, Dick.
-
- En realidad - agreg‘ Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
-
es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo
pedido de repuestos?
- No sˆ - respondi‘ Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con m€s frecuencia,
pero no sˆ quˆ tiene usted que ver con eso.
- Bueno, si no fuera por mŒ, los materiales buenos serŒan mucho m€s
escasos. Adem€s, ustedes los cientŒficos se la pasan rompiendo buenos
equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quiˆn les cubre las espaldas? Por
ejemplo...
En ese momento son‘ el telˆfono. Noonan se interrumpi‘ para tomar el
receptor.
- ¿SeŸor Noonan? - pregunt‘ la secretaria -. Otra vez el seŸor Lemchen.
- ComunŒqueme.
Valentine se levant‘, se llev‘ dos dedos a la frente en seŸal de
despedida y sali‘ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
- ¿SeŸor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
- SŒ, escucho.
- No es f€cil comunicarse con usted en el trabajo, seŸor Noonan.
- Acaba de llegar un nuevo embarque.
- SŒ, ya lo sˆ, seŸor Noonan. Estoy aquŒ por poco tiempo. Quisiera que
discutiˆramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los ‡ltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
- A sus ‘rdenes.
- En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por quˆ no pasa por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
- Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colg‘ y se levant‘ frot€ndose las manos regordetas. Se
pase‘ por la oficina y hasta empez‘ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpi‘ en una nota especialmente agria, riˆndose jovialmente de sŒ
mismo. Tom‘ su sombrero, se ech‘ el impermeable al hombro y sali‘ a la zona
de recepci‘n.
- Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Quˆdate
aquŒ y c‡breme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerˆ un regalo.
Ella pareci‘ transformarse. Noonan le arroj‘ un beso y sali‘ a los
corredores del instituto. AquŒ y all€ tuvo que enfrentarse con algunos
intentos de detenerlo, pero logr‘ zafarse de todas las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que
tuvieran paciencia. y finalmente emergi‘, ileso y sin compromisos, para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pendŒan nubes bajas y pesadas. El dŒa era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como
pequeŸas estrellas negras. Noonan se ech‘ el saco sobre la cabeza y los
hombros y corri‘ junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se meti‘
de cabeza y arroj‘ la chaqueta al asiento trasero. Sac‘ del bolsillo el palo
negro y redondo del asŒ-asŒ, lo puso en la instalaci‘n del tablero y empuj‘
con el pulgar para meterlo hasta la empuŸadura. Se mene‘ un poco para
acomodarse mejor tras el volante y pis‘ el acelerador. El Peugeot sali‘
silenciosamente al medio de la calle; un segundo despuˆs corrŒa hacia la
salida de la Pre-Zona.
La lluvia se precipit‘ de repente, como si alguien hubiera volcado un
balde en el cielo. La ruta se torn‘ resbaladiza; el coche derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminor‘ la marcha.
"AsŒ que recibieron el informe", pens‘. Ahora estar€n elogi€ndome. Bueno, me
lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seŸor Lemehen en
persona. A pesar de si mismo. ExtraŸo, ¿verdad? ¿Por quˆ nos gusta que nos
elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿Quˆ clase de gloria tenemos? "Es
famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan est‡pido...
¿C‘mo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese
gordo bueno de Richard H. Noonan, a prop‘sito, ¿quˆ querŒa decir esa H.?
³Quˆ sˆ yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al
seŸor Lemehen. ³Ah, ya recuerdo!
est€ diluviando.
Vir‘ hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que
habŒa crecido la ciudad en los ‡ltimos aŸos. Enormes rascacielos. All€ est€n
construyendo otro. ¿Quˆ ser€? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz
internacional, un espect€culo de variedades y varias cosas m€s. Todo para
nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los
m€s ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
est€n vaciando.
SŒ, me gustarŒa saber d‘nde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez
aŸos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de
seguridad de treinta kil‘metros, cientŒficos y soldados, y nada m€s. Una
horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el ‡nico que pensaba asŒ.
ahora uno ni siquiera se acuerda c‘mo fue que la fˆrrea resoluci‘n universal
se fundi‘ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo
empez‘ cuando los merodeadores trajeron los asŒ-asŒ de la Zona. PequeŸas
pilas. SŒ, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubri‘ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareci‘ tal; antes bien, una caja de
tesoros, la tentaci‘n del demonio, la caja de Pandora o el diablo.
Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aŸos bufando y
rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada
uno tenŒa su negocito, mientras los cientŒficos arrugaban significativa y
portentosamente el ceŸo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto,
fotografiado con rayos X en un €ngulo de 18 grados, emite electrones
cuasitermales en un €ngulo de 22 grados...
cualquier modo morirˆ sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenŒa en el
centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso,
que correspondŒan a la hermosa Dina. O bien habŒan comenzado muy temprano o
todavŒa la seguŒan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad: dar fiestas que duraban varios dŒas. Sin duda estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la b‡squeda de sus
deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel
decŒa: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". Sac‘ el asŒ-asŒ y se lo
guard‘ en el bolsillo; volvi‘ a ponerse el impermeable, tom‘ el sombrero y
corri‘ hacia la entrada. Pas‘ corriendo junto al portero, que estaba
sepultado en un peri‘dico, y subi‘ las escaleras cubiertas por una alfombra
gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes. Finalmente abri‘ la ‡ltima puerta del pasillo y entr‘. Ante el
escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy
bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de alg‡n artefacto
electr‘nico instalado sobre el escritorio, en vez de la m€quina de escribir.
Richard Noonan colg‘ su sombrero y su chaqueta, alis‘ con ambas manos
el poco pelo que le restaba y mir‘ interrogativamente al joven. ¨ste
asinti‘. Noonan abri‘ entonces la puerta de la oficina. El seŸor Lemehen se
levant‘ pesadamente del gran sill‘n de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya
fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quiz€s fuera tambiˆn un estornudo contenido.
- Ah, ya lleg‘, pase, p‘ngase c‘modo.
Noonan busc‘ alg‡n lugar para ponerse c‘modo, pero s‘lo encontr‘ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada detr€s del escritorio. Prefiri‘
sentarse en el borde del escritorio. Su €nimo jovial se estaba evaporando
por alg‡n motivo, aunque ˆl mismo no sabŒa cu€l. De pronto se dio cuenta de
que ese dŒa no habrŒa elogios. Todo lo contrario. "El dŒa de la ira", pens‘
filos‘ficamente, endureciˆndose para enfrentar lo peor.
- Fume si quiere - dijo el seŸor Lemchen, volviendo a descender hasta
su sill‘n.
- No, gracias, no fumo.
El seŸor Lemehen asinti‘, como si aquello confirmara sus peores
sospechas; junt‘ las puntas de los dedos formando una torre y las contempl‘
por un rato. Al fin dijo:
- Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi
Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonri‘ de inmediato.
-
Estaba endemoniadamente inc‘modo allŒ sentado; adem€s los pies no le
llegaban al suelo.
- Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresi‘n muy
favorable all€ arriba.
- Hum - murmur‘ Noonan, mientras pensaba: "AquŒ viene"
- Estaban por recomendarlo para una condecoraci‘n - prosigui‘ el seŸor
Lemehen -. Sin embargo los convencŒ de que esperaran un poco. Y yo tenŒa
raz‘n.
Abandon‘ con esfuerzo la contemplaci‘n de sus diez dedos y levant‘ los
ojos hacia Noonan.
- Usted se preguntar€ por quˆ me comportˆ con tanta cautela.
- Probablemente tenŒa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
- En efecto. ¿Cu€les son los resultados de su informe, Richard? La
banda del Metropole est€ liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiˆn
suyo, Quasimodo, los M‡sicos Vagabundos y todas las otras bandas, no
recuerdo c‘mo se llaman, se desmembraron porque sabŒan que el baile se habŒa
terminado y que cualquier dŒa los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo
hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla est€ despejado. La
victoria es suya, Richard. El enemigo se retir‘ en desbandada, sufriendo
grandes pˆrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
- En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los ‡ltimos tres meses ha
cesado la pˆrdida de materiales de la Zona a travˆs de Harmont. Al menos,
seg‡n las informaciones que tengo.
- El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
- Bueno, si prefiere esa met€fora, sŒ.
-
dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerŒ que esperaran antes de darle una
recompensa.
"Vete al diablo, t‡ y tus recompensas", pens‘ Noonan, balanceando el
pie y observando ceŸudo el zapato brillante, "
telaraŸas del desv€n! No me falta m€s que escuchar tus conferencias. Sˆ
perfectamente con quiˆn trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del enemigo. Dime, simplemente cu€ndo, d‘nde y c‘mo me equivoquˆ,
quˆ han robado esos hijos de puta, d‘nde y c‘mo fallaron la forma de pasar.
Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo m€s de medio siglo encima
y no estoy aquŒ sentado para oŒrte hablar de ‘rdenes y decoraciones
est‡pidas."
- ¿Quˆ sabe usted de la Bola Dorada? - pregunt‘ s‡bitamente el seŸor
Lemehen.
"Dios, quˆ tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pens‘ Noonan,
irritado. "Por quˆ no te ir€s al diablo con tus enfoques indirectos."
- La Bola Dorada es una leyenda - inform‘, en tono aburrido -. Un
artefacto mŒtico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
- ¿Cualquier deseo?
- Seg‡n la versi‘n can‘nica de la leyenda, cualquier deseo. Sin
embargo, hay versiones distintas.
- De acuerdo. ¿Quˆ sabe de las l€mparas de la muerte?
- Hace ocho aŸos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias
Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar,
era alg‡n tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrŒcolas.
Este Cuatro-ojos ofreci‘ el aparato al Instituto, pero no se pusieron de
acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volvi‘ a entrar a la Zona y jam€s
regres‘. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto
sigue tir€ndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por ˆl cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
- ¿Es todo? - pregunt‘ el seŸor Lemehen.
- Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaci‘n. Era aburrida;
no habŒa nada para mirar.
- Muy bien. ¿Y quˆ sabe de los ojos de la langosta?
- ¿Quˆ clase de ojos?
- Ojos de langosta. Langp€tas, ¿entiende? ¨sas que tienen pinzas -
explic‘ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
- Nunca los oŒ nombrar - respondi‘ Noonan, frunciendo el ceŸo.
- ¿Y de las servilletas castaŸeteantes?
Noonan se baj‘ del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
- No sˆ nada de ellas. ¿Y usted?
- Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaŸeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
- ¿En mi Zona?
- Siˆntese, siˆntese - indic‘ el seŸor Lemehen, agitando la mano -,
Reciˆn empezamos la charla. Siˆntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sent‘ en la silla dura de
respaldo recto.
"¿Ad‘nde quiere ir a parar?", pens‘, febrilmente. "¿Quˆ es todo ese
material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
- Prosigamos con nuestro pequeŸo examen - anunci‘ Lemchen, mientras
apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana -. Est€
diluviando. Me gusta.
Solt‘ la cortina, volvi‘ a sentarse en el sill‘n y pregunt‘, mirando
hacia el cielo raso:
- ¿C‘mo anda el viejo Burbridge?
- ¿Burbridge? Cuervo Burbridge est€ bajo vigilancia. Est€ inv€lido y en
muy buena posici‘n. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueŸo de cuatro
bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El seŸor Lemehen asinti‘, satisfecho.
- ¿Y quˆ hace Creonte, el maltˆs?
- Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la
banda de Quasimodo; ahora vende su botŒn al Instituto utiliz€ndome como
intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo har€
desaparecer. §ltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
- ¿Contactos con Burbridge?
- Anda detr€s de Dina. Sin resultados.
- Muy bien - dijo el seŸor Lemehen -. ¿Quˆ sabe de Red Schuhart?
- Sali‘ de la c€rcel el mes pasado. No tiene dificultades econ‘micas.
Trat‘ de emigrar, pero tiene...
Noonan hizo una pausa. Al fin complet‘:
- Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
- ¿Eso es todo?
- Es todo.
- No parece mucho. ¿Quˆ pasa con Suertudo Carter?
- Hace muchos aŸos que dej‘ el merodeo. Vende coches usados y tiene un
taller para adaptar autom‘viles al asŒ-asŒ. Cuatro hijos; la mujer muri‘ el
aŸo pasado. Tiene suegra.
Lemehen asinti‘.
- Bueno, ¿a quiˆn he olvidado de los viejos? - pregunt‘ amablemente.
- A Jonathan Miles, m€s conocido como Cacto. Est€ en el hospital; va a
morir de c€ncer. Y olvid‘ a Gutalin.
- Ah, sŒ, sŒ, ¿quˆ se sabe de Gutalin?
- Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y
pasan allŒ varios dŒas en cada oportunidad, destrozando todo lo que
encuentran. Su antigua organizaci‘n, los ngeles Luchadores, se disolvi‘.
- ¿Por quˆ?
- Bueno, usted recordar€ que solŒan comprar botŒn; Gutalin lo llevaba
nuevamente a la Zona: las cosas del demonio debŒan estar con el demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; adem€s el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policŒa.
- Comprendo - dijo el seŸor Lemehen -. ¿Y quˆ hay de los j‘venes?
- Bueno, los j‘venes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de
experiencia, pero ‡ltimamente no tienen quiˆn reduzca el botŒn, de modo que
est€n perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos est€n retirados, los
j‘venes no saben quˆ hacer y el prestigio de la profesi‘n se va perdiendo.
La tecnologŒa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores rob‘ticos.
- SŒ, si, eso he oŒdo decir. Pero las m€quinas necesitan mucha energŒa.
¿O me equivoco?
- Es cuesti‘n de tiempo, no mas. Pronto valdr€ la pena.
- ¿Cu€ndo?
- En cinco o seis aŸos.
El seŸor Lemehen volvi‘ a asentir.
- A prop‘sito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a
emplear los merodeadores autom€ticos.
- ¿En mi Zona? - pregunt‘ Noonan, poniˆndose en guardia.
- Tambiˆn en la suya. Tienen la base en Rex‘polis; desde allŒ trasladan
el equipo en helic‘ptero, por sobre las montaŸas, hasta el CaŸ‘n Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
- Pero ese es el perŒmetro de la Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
€rea est€ vacŒa. ¿Quˆ pueden encontrar allŒ?
- Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una
informaci‘n, nada m€s; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no
quedan ya, pr€cticamente, merodeadores profesionales. Los que a‡n siguen
aquŒ ya no tienen relaci‘n con la Zona. Los j‘venes est€n perdidos y
cercados.
- El enemigo est€ diseminado y se ha retirado a alg‡n rinc‘n a lamerse
las heridas. No hay botŒn, y cuando lo hay no se encuentra a quiˆn
vendˆrselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
Noonan guard‘ silencio. "Ahora, pens‘. Ahora me la va a dar. Pero
¿d‘nde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande.
habla, viejo del diablo!
- No he oŒdo su respuesta - observ‘ Lemehen, poniendo la mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
- Bueno, jefe - dijo Noonan, sombrŒo -. Basta ya. Me tiene frito y
hervido, ahora p‘ngame en el plato.
El seŸor Lemehen carraspeo vagamente.
- No tiene nada que decir en su defensa - coment‘, con inesperada
amargura -. Se queda ahŒ, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿C‘mo le
parece que me sentŒa anteayer?
Se interrumpi‘ para levantarse y se acerc‘ a la caja fuerte.
- Para abreviar: en los dos ‡ltimos meses, seg‡n nuestra informaci‘n,
el enemigo ha recibido m€s de seis mil artŒculos provenientes de las
diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palme‘ su flanco pintado y se volvi‘
€speramente hacia Noonan.
- ³No se consuele con ilusiones! - grit‘ -.
Burbridge! ³Las del Maltˆs!
siquiera se dign‘ mencionar!
entrena usted a sus j‘venes?
encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
Volvi‘ a interrumpirse, se instal‘ nuevamente en el sill‘n, form‘ otra
torre con los dedos y pregunt‘ cortˆsmente:
- ¿Quˆ piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se sec‘ la frente con el paŸuelo.
- No sˆ nada de todo esto - respondi‘ sinceramente -. perdone, jefe,
estoy un poco... Dˆjeme recobrar el aliento,
ya no tiene nada que ver con la Zona.
picnics y c‘cteles a la orilla de los lagos y gana muchŒsimo con eso.
necesita m€s dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonterŒas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que sali‘ del hospital.
- Bueno, no quiero demorarlo m€s - dijo el seŸor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me trae alguna idea sobre c‘mo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. Adi‘s.
Noonan se levant‘, salud‘ al perfil de Lemehen y sali‘ a la recepci‘n,
a‡n enjug€ndose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y
contemplaba pensativamente las entraŸas del mutilado aparato electr‘nico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareci‘ tan vacŒa como si estuviera
mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquet‘ el sombrero, agarr‘ su impermeable y
sali‘. Nunca le habŒa pasado algo asŒ. Sus pensamientos, confusos, parecŒan
enmaraŸarse. Debo... ³Ben J. Halevy el Narig‘n!
Es s‘lo un pequeŸo novato, un mocoso. No, aquŒ pasa algo raro. Ese rengo de
porquerŒa, Cuervo, esta vez me agarr‘. Me pesc‘ en pelotas. ¿C‘mo pudo
ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de
golpe aplastado contra la pared...
Subi‘ al auto. Por un momento busc‘ en el tablero la llave de contacto,
olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los
pantalones. Se lo quit‘ y lo arroj‘ al asiento posterior sin mirar. El agua
corrŒa a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresi‘n de que
eso le impedŒa comprender cu€l era el pr‘ximo paso a dar. Se dio unos
coscorrones y se sinti‘ mejor. Inmediatamente record‘ que no habŒa llave ni
podŒa haberla, porque ˆl tenŒa el asŒ-asŒ en el bolsillo. La pila eterna;
habŒa que sacarla del bolsillo, maldici‘n, y meterla en la instalaci‘n. AsŒ
podrŒa a menos conducir el coche hasta alguna parte... alguna parte, lejos
de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando
desde una ventana.
En el momento en que tendŒa la mano hacia el asŒ-asŒ qued‘ inm‘vil por
un instante. Ya sˆ por quiˆn empezar. Empezarˆ con ˆl.
empezar con ˆl! Nadie habr€ empezado nunca con nadie como yo con ˆl. Y ser€
un placer.
Encendi‘ los limpiaparabrisas y baj‘ por la avenida, sin ver casi nada
frente a ˆl, pero calm€ndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
Despuˆs de todo all€ las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista.
¿D‘nde est€ mi pequeŸo negocio? No veo un pito. Ah, allŒ est€.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiˆndose como un perro
que saliera del agua, entr‘ a aquella clara habitaci‘n, que olŒa a tabaco,
perfume y champaŸa rancio. El viejo Benny, a‡n sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puŸo. Madame lo miraba
comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos
vacŒos. A‡n no habŒan limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando
Noonan entr‘, Madame volvi‘ hacia ˆl su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresi‘n de enojo se disolvi‘ en una sonrisa profesional.
- ³Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraŸaba a las chicas?
Benny sigui‘ comiendo; era m€s sordo que una tapia.
-
a mŒ a una mujer de veras?
Benny, finalmente, not‘ su presencia y contorsion‘ en una sonrisa de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purp‡reas.
-
Noonan sonri‘ como respuesta y agit‘ la mano. No le gustaba hablar con
Benny; habŒa que gritar constantemente.
- ¿D‘nde est€ mi gerente, compaŸeros? - pregunt‘.
- En su cuarto - respondi‘ Madame -. Tiene que pagar maŸana los
impuestos.
-
En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sintˆtica, cruz‘ el
sal‘n y las puertas encortinadas de los cubŒculos; junto a cada una habŒa
una flor pintada en la pared. Entr‘ en el silencioso pasillo sin salida y
abri‘ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenŒa en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los impuestos al dŒa siguiente. En el escritorio, completamente
despejado, no habŒa m€s que una jarra con ungento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro. Mosul Kitty alz‘ hacia Noonan los ojos irritados y se
levant‘ de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se
sent‘ en el sill‘n, frente a ˆl, y lo observ‘ en silencio, oyˆndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Despuˆs dijo:
- Por quˆ no cierras la puerta, amigo.
Mosul corri‘ hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos;
hizo girar la llave y volvi‘ al escritorio. Inclin‘ sobre Noonan la cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguŒa mir€ndolo con los ojos
medio cerrados; record‘ entonces, por alguna raz‘n, que el verdadero nombre
de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes puŸos
huesudos, purp‡reos y desnudos entre el grueso vello que le cubrŒa los
brazos como una manga. Se habla puesto el apodo de Kitty porque estaba
convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
- ¿C‘mo andan las cosas? - pregunt‘ gentilmente.
- Todo en orden, jefe - replic‘ velozmente Rafael Mosul.
- ¿Arreglaste el problema con la comisarŒa?
- Cost‘ ciento cincuenta. Todo el mundo est€ contento.
- Saldr€ de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. TenŒas que encargarte
de eso.
Mosul puso cara patˆtica y extendi‘ las manos en seŸal de sumisi‘n.
- Hay que cambiar el parquet del sal‘n - dijo Noonan.
- Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
- ¿BotŒn? - pregunt‘, bajando la voz.
- Hay un poco - respondi‘ Mosul, tambiˆn en voz baja.
- Veamos.
Mosul corri‘ a la caja fuerte, sac‘ un paquete y lo abri‘ sobre el
escritorio, frente a Noonan. ¨ste revolvi‘ con un dedo el mont‘n de gotitas
negras; recogi‘ un brazalete y lo examin‘ por todos lados a antes de volver
a ponerlo allŒ.
- ¿Nada m€s?
- No traen - explic‘ Mosul, culpable.
- AsŒ que no traen - repiti‘ Noonan.
Apunt‘ con cuidado y clav‘ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla de Mosul. Este, gruŸendo, se agach‘ para agarrarse el lugar
dolorido, pero inmediatamente volvi‘ a erguirse, en posici‘n de firme.
Noonan salt‘, aferr‘ a Mosul por el cuello y se acerc‘ soltando patadas,
haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gemŒa y gruŸŒa,
echando la cabeza hacia atr€s como un caballo asustado; retrocedi‘ de ese
modo hasta caer en el sof€.
- AsŒ que trabajas para los dos bandos, ¿eh? GrandŒsimo hijo de puta -
sise‘ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo Burbridge est€
nadando en bot‘n y t‡ me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la
magulladura de la nariz.
- Te harˆ meter en la c€rcel. Tendr€s que dormir sobre estiˆrcol y
comer pan duro.
Otro golpe a la nariz lastimada.
- ¿De d‘nde saca Burbridge el botŒn? ¿Por quˆ se lo llevan a ˆl y no a
ti? ¿Quiˆn lo trae? ¿C‘mo es posible que yo no sepa nada? ¿Para quiˆn
trabajas, cerdo asqueroso?
Mosul abri‘ y cerr‘ la boca, mudo. Noonan lo dej‘ ir, volvi‘ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
- ¿Y? - pregunt‘.
Mosul sorbi‘ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
- De veras, patr‘n, ¿quˆ pasa? ¿Quˆ botŒn puede tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
-
los pies.
- No, no, patr‘n, de veras - fue la apresurada respuesta -. ¿Yo,
discutir con usted?
- Voy a deshacerme de ti - amenaz‘ Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quˆ diablos te quiero, grandŒsimo tal por cual? Tipos como t‡ hay por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
- Espere, patr‘n - replic‘ Mosul razonablemente, unt€ndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quˆ me ataca asŒ, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se toc‘ la nariz cautelosamente y agreg‘:
- Usted dice que Burbridge tiene botŒn a montones. No sˆ, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dŒas nadie tiene botŒn. Despuˆs de todo,
ahora s‘lo los novatos entran a la Zona y son los ‡nicos que salen. No,
patr‘n, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada
sabŒa. De cualquier modo no le habrŒa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
- Esos picnics, ¿dejan ganancias?
- ¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no
queda nada que dˆ ganancias en esta ciudad.
- ¿D‘nde se hacen esos picnics?
- ¿D‘nde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la MontaŸa Blanca, en
las Fuentes Termalc€, en el lago Arcoiris...
- ¿Quiˆnes son los clientes?
- ¿Los clientes? - Mosul olfate‘, parpade‘ y habl‘ en tono confidencial
-. Si piensa dedicarse usted tambiˆn a ese negocio, patr‘n, no se lo
aconsejo. No podr€ competir mucho contra Cuervo.
- ¿Por quˆ?
- Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar -
respondi‘ el grandote, contando los argumentos con los dedos -. Despuˆs,
oficiales del puesto de comando. Despuˆs, los turistas del Metropole, el
Lirio Blanco y el Plaza. Adem€s hace mucha propaganda. Hasta los de aquŒ van
con ˆl. De veras, patr‘n, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
- ¿AsŒ que los de aquŒ tambiˆn van con ˆl?
- La gente joven, en su mayorŒa.
- Bueno, ¿quˆ pasa en esos picnics?
- ¿Quˆ pasa? Vamos en ‘mnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo est€
listo: mesas, carpas, m‡sica... Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen
ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes
Termales la Zona est€ a un tiro de piedra, del otro lado del CaŸ‘n
Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ahŒ y
se los muestra con binoculares.
- ¿Y los de aquŒ?
- ¿Los de aquŒ? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
- ¿Y Burbridge?
- ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
- ¿Y t‡?
- ¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, m€s o menos.
- ¿Y cu€nto dura todo eso?
- Depende. A veces tres dŒas, a veces una semana entera.
- ¿Y cu€nto cuesta ese viaje de placer? - pregunt‘ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
Mosul respondi‘, pero ˆl no le prest‘ atenci‘n. AhŒ est€ la cosa,
pensaba; varios dŒas, varias noches; en esas condiciones es simplemente
imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero seguŒa sin
entender. Burbridge no tenŒa piernas, y allŒ estaba el barranco. No, habŒa
algo m€s.
- Entre los de aquŒ, ¿quiˆnes son los clientes habituales?
- ¿Entre los de aquŒ? Ya se lo dije, los j‘venes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg... El Maltˆs
tambiˆn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical.
¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las seŸoras grandes y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
- La escuela dominical... - repiti‘ Noonan.
Se le habŒa ocurrido un pensamiento extraŸo. Escuela. Se levant‘.
- Muy bien - dijo -. Al diablo con los picnics. Eso no es para
nosotros. Pero entiˆndeme bien: Cuervo tiene botŒn y ese negocio es nuestro,
amigo. Busca, Mosul, busca o te echarˆ a los perros. D‘nde lo consigue,
quiˆn se lo da. Desc‡brelo y daremos un veinte por ciento m€s. ¿Entiendes?
- Entiendo, patr‘n.
Mosul tambiˆn estaba de pie, en posici‘n de firme, con la lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
- ³Muˆvete!
Ya en el bar tom‘ r€pidamente su aperitivo, charl‘ un rato con Madame
sobre la decadencia moral, sugiri‘ que planeaba agrandar el negocio y,
bajando la voz para lograr m€s ˆnfasis, le pidi‘ consejo sobre lo que podŒa
hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no
se movŒa como antes.
Ya eran las seis y tenŒa hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habŒan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mŒtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. S‘lo quedaba en ˆl la desilusi‘n
de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo m€s importante era eso
que seguŒa flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidi‘ de Madame, estrech‘ la mano a Benny y fue directamente al
Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de c‘mo se van los aŸos, pens‘.
Al diablo con los aŸos; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que
todo cambia, nos enseŸan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las
cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no est€. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernˆtica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrŒo, que se arrastraba centŒmetro
a centŒmetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botŒn.
El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se
sienta a dos kil‘metros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy l‘gico. Tan l‘gico que a nadie se le ocurren las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgi‘ una oleada de desesperaci‘n que lo
trag‘ por completo. Todo era in‡til, sin sentido. Dios mŒo, pens‘,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean m€s inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asŒ est€ el hombre en el mundo. Si nunca hubiˆramos tenido una
Visitaci‘n habrŒa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de ˆl brotaba un olor delicioso. Tambiˆn
el Borscht habŒa cambiado; ya no habŒa baile ni diversiones; Gutalin no iba
m€s, lo habŒan hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrŒa marchado haciendo una mueca. Ernest seguŒa en
la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente habŒa vuelto a poner en
marcha el local, con una clientela s‘lida y estable. Todo el personal del
instituto almorzaba allŒ, incluyendo a los funcionarios m€s importantes. Los
reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubri‘ a Valentine Pilman en uno de los reservados. El
laureado cientŒfico tomaba cafˆ y leŒa una revista doblada en dos. Noonan se
acerc‘, preguntando:
- ¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volvi‘ hacia ˆl sus anteojos oscuros.
- Ah, sŒ, por favor.
- Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. AllŒ lo conocŒan bien.
Cuando volvi‘ al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frŒa ni caliente, como a ˆl le gustaba.
Valentine dej‘ la revista y tom‘ un sorbo de cafˆ.
- Esc‡cheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿C‘mo piensa
que terminar€ todo esto?
- ¿Quˆ cosa?
- La Visitaci‘n. Las Zonas, los merodeadores, los complejos
militar-industriales... todo. ¿C‘mo puede terminar?
Valentine lo mir‘ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
- ¿Para quiˆn? Especifique.
- Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
- Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro
sector del planeta la Visitaci‘n no dej‘ efectos posteriores, en su mayor
parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas
esas castaŸas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no s‘lo la
nuestra sino la de todo el planeta. Eso serŒa mala suerte. Pero admitir€
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
Ri‘ entre dientes y prosigui‘:
- Le dirˆ: hace tiempo he perdido el h€bito de hablar sobre la
humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
- ¿Le parece? Puede ser, quiˆn sabe.
- Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente entretenido -. ¿En
quˆ ha cambiado su vida con la Visitaci‘n? Usted es un hombre de negocios.
Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, adem€s
del hombre.
- ¿Quˆ puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaci‘n;
no habŒa nada de quˆ hablar.
- ¿Quˆ ha cambiado para mŒ? - prosigui‘ -. Bueno, desde hace varios
aŸos me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en
seguida. ¿Quˆ pasarŒa si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de
negocios debo tomar esta cuesti‘n en serio: quiˆnes son, c‘mo vinieron y quˆ
necesitan. En el nivel m€s b€sico, tengo que pensar en c‘mo cambiar mi
producci‘n. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
- ¿Y si todos somos superfluos? - continu‘ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Quiˆnes son,
quˆ quieren, y si regresar€n?
- Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
- Y usted, ¿quˆ piensa?
- A decir verdad nunca me permitŒ el lujo de pensar seriamente en eso.
Para mŒ la Visitaci‘n es, fundamentalmente, un acontecimiento ‡nico que nos
permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un
viaje al futuro de la tecnologŒa. Como si un generador cu€ntico fuera a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
- Newton no habrŒa entendido nada.
- Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
- ¿De veras? Bueno, de cualquier modo, quiˆn habla de Newton. ¿Quˆ
piensa de la Visitaci‘n? Puede contestar en broma.
- De acuerdo, le dirˆ. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard,
cae bajo el r‘tulo de la xenologŒa. XenologŒa: mezcla artificial de ciencia
ficci‘n y l‘gica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicologŒa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
- ¿Falsa por quˆ? - pregunt‘ Noonan.
- Porque los bi‘logos ya se han roto el seso tratando de aplicar la
psicologŒa humana a los animales. Y eran animales terr€queos.
- Perd‘neme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la
psicologŒa de seres racionales.
- Si, y todo estarŒa muy bien si supiˆramos al menos quˆ es la raz‘n.
- ¿No lo sabemos? - pregunt‘ Noonan, sorprendido.
- Crˆase o no, no lo sabemos. Por lo com‡n se emplea una definici‘n
trivial: la raz‘n es la parte de la actividad humana que diferencia al
hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro,
que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definici‘n
trivial da origen a otra m€s ingeniosa, basada en la amarga observaci‘n de
las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la raz‘n es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
- Si, eso se refiere a nosotros, a mŒ y a los que son como yo -
concord‘ Noonan, amargamente.
- Por desgracia. O quˆ le parece esta definici‘n hipotˆtica: la raz‘n
es una especie de instinto complejo que a‡n no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de un mill‘n de aŸos nuestro instinto habr€ madurado y dejaremos de
cometer los errores que probablemente debemos a la raz‘n. Y entonces, si
algo cambiara en el universo, todo -; nos extinguirŒamos..., precisamente
porque habrŒamos olvidado c‘mo cometer errores, es decir, c‘mo intentar
varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de
alternativas permitidas
- Usted se las arregla para que suene despectivo.
- De acuerdo, probemos con otra definici‘n, una muy noble y sublime. La
raz‘n es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese
medio.
Noonan hizo una mueca y sacudi‘ la cabeza.
- No, eso no se refiere a nosotros. ¿Quˆ. le parece ˆsta? El hombre, a
diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad
de conocimiento. Lo leŒ en alguna parte.
- Yo tambiˆn. Pero el problema consiste en que el hombre com‡n (ese en
que usted piensa al hablar de "nosotros" y "los otros") supera con mucha
facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal
necesidad. La hay, sŒ, pero de comprender, y para eso no hace falta el
conocimiento. La hip‘tesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una
oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fen‘menos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento de ninguna especie. S‘lo unas pocas f‘rmulas aprendidas de
memoria, m€s lo que la gente llama intuici‘n y lo que llama sentido com‡n.
- Un momento - dijo Noonan.
Termin‘ su cerveza y deposit‘ ruidosamente la jarra sobre la mesa.
Despuˆs contest‘:
- No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversaci‘n. El
hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿C‘mo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
- No tengo la menor idea - dijo Valentine, con gran placer -. Todo lo
que he leŒdo sobre ese tema cae en un cŒrculo vicioso. Si son capaces de
establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologŒa humana, es racional. Una cosa asŒ.
- ¿Ah, sŒ?
cosa en su casillero!
- Los monos tambiˆn pueden poner cosas en casilleros - replic‘
Valentine.
- No, espere - exclam‘ Noonan, sintiˆndose defraudado por alg‡n motivo
-. Si no saben cosas tan simples como ˆsa... Bueno, al diablo con la raz‘n.
Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿quˆ pasa con la
Visitaci‘n? ¿Quˆ piensa usted de la Visitaci‘n?
- Ser€ un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeci‘.
- ¿Quˆ dijo?
- Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se de ˆl baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida,
radios a transistores y m€quinas fotogr€ficas. Encienden fuego, arman
carpas, ponen m‡sica. Por la maŸana se marchan. Los animales, los p€jaros y
los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quˆ se encuentran? Nafta y
aceite derramados en el pasto. V€lvulas y filtros usados, estropajos,
bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvid‘. Manchas de
aceite en el estanque. Y tambiˆn, por supuesto, las basuras de costumbre:
corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la
hoguera, latas, botellas, un paŸuelo, una navaja, peri‘dicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
- Ya entiendo; un picnic junto al camino.
- Precisamente. Un picnic junto a alg‡n camino del cosmos. Y usted
pregunta si van a volver.
- Dˆjeme fumar un cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
- Est€ en su derecho.
- Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
- ¿Por quˆ?
- Bueno al menos que no nos prestaron atenci‘n.
- En su lugar, yo no me preocuparŒa por eso, ¿sabe?
Noonan aspir‘ el humo, tosi‘ y arroj‘ el cigarrillo.
- No me preocupo - dijo, terco -. No puede ser asŒ.
todos ustedes, los cientŒficos! ¿De d‘nde sacan tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quˆ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
- Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y cit‘:
- "¿Me Pregunta usted en quˆ consiste la grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas c‘smicas? ¿En que conquist‘
el planeta en poco tiempo y abri‘ una ventana al universo?
pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir
sobreviviendo en el futuro".
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
- No se deprima - le dijo Valentine, con amabilidad -, Eso del picnic
es una teorŒa mŒa, nada m€s. Ni siquiera una teorŒa: imaginaci‘n,
simplemente. Los xen‘logos serios est€n trabajando en versiones mucho m€s
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todavŒa
no se produjo la Visitaci‘n, sino que est€ por venir. Una cultura altamente
racional arroj‘ envases con artefactos de su civilizaci‘n hacia la Tierra.
Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto
tecnol‘gico y que enviemos una seŸal de respuesta, indicando que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta ˆsa?
- Es mucho mejor. Veo que, despuˆs de todo, entre los cientŒficos hay
gente decente.
- AquŒ tiene otra. La Visitaci‘n ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan
cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del
futuro.
-
hay en las ruinas de la f€brica. A prop‘sito, su picnic no explica eso.
- ¿C‘mo que no? Alguna de las niŸas pudo olvidar su osito a cuerda en
la pradera.
- ³Vamos! ³Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ³Rosalie!
Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa en el cr€neo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quˆ, y lo que pasa, y c‘mo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tom‘ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. ¨ste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
- ¿No le gusta?
- Generalmente no bebo - respondi‘ Valentine, no muy seguro.
- ¿En serio?
-
cerveza -. Ya que estamos, pŒdame un coŸac.
-
Lleg‘ el coŸac.
- Pero, en verdad, ustedes no deberŒan seguir asŒ - dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versi‘n de
que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de
los brazaletes y los vacŒos, pero ¿quˆ sentido tienen la jalea de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
- Perd‘n - dijo Valentine, tomando una rodaja de lim‘n -. No comprendo
esa terminologŒa. ¿Quˆ roncha?
Noonan se ech‘ a reŒr.
- Son tˆrminos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitaci‘n
acentuada.
- Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que
me gustarŒa hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
- ¿Por quˆ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
- Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
- Exactamente. ¿Oy‘ hablar de esa cat€strofe en los laboratorios
Currigan?
- Algo me dijeron.
- Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea
atraves‘ el metal y el pl€stico y pas‘ afuera, como agua por un colador.
Todo lo que toc‘ se convirti‘ tambiˆn en jalea. Murieron treinta y cinco
personas, hubo m€s de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio
qued‘ destruido. ¿ConocŒa las instalaciones?
ha filtrado hasta el s‘tano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un
contacto.
Valentine hizo una mueca.
- SI, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podŒan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
- Debieron saberlo - insisti‘ Noonan,
- Tal vez ellos responderŒan que esos complejos hace tiempo debieron
haber desaparecido.
- Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
- ¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
-
Dejˆmoslo asŒ. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusi‘n.
¿C‘mo terminar€ todo esto? Usted, por ejemplo; es cientŒfico. ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologŒa, nuestro modo de vida?
Valentine se encogi‘ de hombros.
- Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque sŒ.
Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente
escepticismo. Bas€ndonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
- Muy bien, probemos otro enfoque. Seg‡n su opini‘n: ¿quˆ hemos
recibido hasta ahora?
- Le parecer€ divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos
milagros; en unos pocos casos descubrimos c‘mo emplear esos pocos milagros
en provecho propio. Un mono oprime un bot‘n rojo y obtiene una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe c‘mo obtener bananas y
naranjas sin los botones. Tampoco entiende quˆ relaci‘n tienen los botones
con la fruta. FŒjese en los asŒ-asŒ, por ejemplo. Descubrimos el modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a la divisi‘n celular. Pero todavŒa no
hemos podido hacer un solo asŒ-asŒ. Ni siquiera sabemos c‘mo funcionan, y a
juzgar por las evidencias actuales pasar€ mucho tiempo antes de que lo
sepamos,
"Lo dirˆ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayorŒa de los casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas
cosas: los asŒ-asŒ y los brazaletes, con los que estimularnos los procesos
vitales. Y varios tipos de masas cuasi biol‘gicas, que han provocado una
revoluci‘n en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes nuevos
tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura.
Pero para quˆ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benˆfico. Se puede decir que
han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
- ¿Aplicaciones indeseables?
- Exactamente. Por ejemplo, el uso de los asŒ-asŒ en la industria
bˆlica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y
explicado, m€s o menos, el efecto de los objetos benˆficos. Nuestra
tecnologŒa avanza. Dentro de cincuenta aŸos, o m€s, sabremos c‘mo
fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos las cosas son m€s complicadas, porque no les hemos
hallado aplicaci‘n; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magnˆticas,
por ejemplo. Sabemos que son trampas magnˆticas; Panov lo prob‘ con mucha
inteligencia, Pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magnˆtico,
ni quˆ causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no
entendemos nada. S‘lo podemos tejer fant€sticas teorŒas acerca de
propiedades del espacio que hasta ahora no hablamos sospechado. O el K-23.
¿C‘mo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerŒa.
- Gotitas negras.
- Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas
cuentas, la transmisi‘n de la luz se demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta y de varios par€metros m€s. Y la unidad de luz que sale es
siempre menor que la entrada. ¿Quˆ es esto? ¿Por quˆ se produce? Hay una
descabellada teorŒa, seg‡n la cual las gotitas negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspir‘ profundamente y concluy‘:
- En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen
aplicaci‘n alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientŒfico son de una importancia fundamental. Son respuestas que
nos han caŒdo del cielo antes de que pudiˆramos plantearnos las preguntas.
Tal vez Sir Isaac no habrŒa podido desentraŸar los L€ser, pero al menos
habrŒa comprendido que son posibles y eso habrŒa tenido una gran influencia
en su criterio cientŒfico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnˆticas, el K-23 y el anillo blanco ha
invalidado muchas de nuestras teorŒas recientes, para aportar ideas
completamente nuevas. Y todavŒa hay un tercer grupo.
- SŒ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderŒas.
- No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categorŒa.
Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos s‘lo conocimientos de
oŒdas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiˆn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La M€quina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
-
menos lo imagino, pero...
Valentine se ech‘ a reŒr.
- Ya ve que tambiˆn nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotˆtico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
- Primera vez que los oigo nombrar.
- ¿Comprende, Richard? Hace veinte aŸos que escarbamos en la Zona, pero
todavŒa no sabemos ni la milˆsima parte de lo que contiene. Y si vamos a
hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A prop‘sito, al parecer
vamos a tener que agregar otra categorŒa, un cuarto grupo. No de objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que a mŒ ataŸe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
- Los zombies - propuso Noonan.
- ¿Quˆ? Oh, no, eso es meramente enigm€tico. C‘mo le dirˆ... Es algo
que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar
s‡bitamente, sin motivos; fen‘menos ni fŒsicos ni biol‘gicos.
- Ah, se refiere a los emigrantes.
- Exactamente. La estadŒstica es una ciencia muy precisa, como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Adem€s es una ciencia elocuente
y bella.
Valentine parecŒa estar achispado. Hablaba m€s alto, se le subido el
color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos
ahumados, convirtiˆndole la frente en una tabla de lavar.
- Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
-
decirle? Es muy extraŸo.
Alz‘ la copa, bebi‘ la mitad de un solo trago y prosigui‘.
- No sabemos quˆ pas‘ con los pobres Harmonitas en el momento de la
Visitaci‘n, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el m€s tŒpico de los
hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a
Detroit, digamos. Abre una peluquerŒa. Y entonces empieza el baile. El
noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un aŸo: en
accidentes de tr€nsito, cayˆndose por cualquier ventana, vŒctimas de mafioso
o asaltantes, ahog€ndose en aguas playas, etcˆtera, etcˆtera. En Detroit y
sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto
aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de
las Zonas. El n‡mero de cat€strofes es directamente proporcional al n‡mero
de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. Adem€s hay que hacer
notar que esa reacci‘n se produce s‘lo ante la presencia de emigrantes que
vivŒan aquŒ en el momento de la Visitaci‘n. Quienes nacieron despuˆs de ella
no influyen sobre las estadŒsticas de accidentes y desastres. Usted lleva
diez aŸos viviendo aquŒ, pero se mud‘ despuˆs de la Visitaci‘n; no habrŒa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿C‘mo se explica esto?
¿Quˆ debemos descartar, las estadŒsticas o el sentido com‡n?
Valentine tom‘ su vaso y termin‘ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rasc‘ la cabeza.
- Humm, sŒ. Ya habŒa oŒdo hablar de eso, claro, pero... este... pensˆ
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
- O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le
interrumpi‘ Valentine.
Se quit‘ los anteojos y mir‘ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
- Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotŒpicos y genotŒpicos. Ya sabe usted quˆ clase de hijos
pueden tener los merodeadores, y sabe tambiˆn quˆ les pasa a ellos mismos.
¿Por quˆ? ¿D‘nde est€ el factor de mutaci‘n? En la Zona no hay radiaci‘n.
Aunque el aire y el suelo tienen allŒ una estructura quŒmica particular, no
presentan ning‡n peligro de mutaci‘n. ¿Quˆ debo hacer en esas
circunstancias? ¿Creer en brujerŒas, en el mal de ojo?
- Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho m€s los
cad€veres revividos que sus estadŒsticas. Especialmente porque nunca he
visto las estadŒsticas, pero a los zombies sŒ... y los he olido.
Valentine descart‘ aquella afirmaci‘n con un gesto de la mano.
- Zombies, bah. TendrŒa que darle vergenza, Richard. Despuˆs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cad€veres. Son moldeados,
reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquŒes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son m€s
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asŒ-asŒ violan
la primera ley de la termodin€mica y los moldeados violan la segunda. Todos
somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada m€s Espantoso que un fantasma. Pero la violaci‘n a la ley de casualidad
es mucho m€s espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
- Frankenstein.
- Ah, sŒ, Frankenstein. La seŸora Shalley. La esposa del poeta. O la
hija,
De pronto se ech‘ a reŒr, y agreg‘:
- Nuestros moldeados poseen una extraŸa propiedad: posibilidad de vida
aut‘noma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte
sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones
fisiol‘gicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo cont‘ un
ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine solt‘ una estruendoso carcajada.
- ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - pregunt‘ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
- Vamos.
Valentine intent‘ meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponˆrselos sobre la cara.
- ¿Tiene coche? - pregunt‘.
- SI; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba
de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad a aquel fŒsico de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
- MaŸana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe,
murmur‘ Valentine mientras subŒa al autom‘vil.
Pas‘ a describir el experimento. Noonan lo llev‘ hacia el complejo de
ciencias.
Ellos tambiˆn tienen miedo, pensaba al volver al coche. Tambiˆn los
tragalibros est€n asustados, Y asŒ debe ser. Ellos tendrŒan que estar m€s
asustados que todos nosotros untos, la gente com‡n. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a ˆl. Se les
estruja el coraz‘n, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podr€n
volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la
vista, por decirlo asŒ. Bueno, tal vez asŒ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro. ¨l tenŒa raz‘n: el acto m€s heroico de
la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asŒ
ˆl mandarŒa a los visitantes al demonio, si pudiera. Por quˆ no hicieron el
picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. In‡tiles sin coraz‘n, como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsŒ que hicieron
un picnic. Un picnic.
¿Cu€l es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?,
pens‘, mientras conducŒa lentamente por las calles mojadas y llenas de luz.
¿Cu€l es el modo m€s inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en
mec€nica. ¿Para quˆ diablos sirve ese est‡pido diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
Estacion‘ el coche frente a la casa donde vivŒa Redrick Schuhart y se
qued‘ sentado, planeando el modo de abrir la conversaci‘n. Despuˆs retir‘ el
asŒ-asŒ y baj‘ del auto. Reciˆn entonces not‘ que la casa parecŒa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habŒa nadie en el
parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le record‘ lo que
estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pens‘ en la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con ˆl en el coche o en alg‡n
bar tranquilo, pero rechaz‘ la idea por muchos motivos. Adem€s, se dijo, no
es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas
del barco que se hunde.
Entr‘ por la puerta principal y subi‘ lentamente las escaleras
polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos
olŒan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alis‘ el
pelo, aspir‘ profundamente y toc‘ el timbre. Por un rato no hubo ruido
alguno del otro lado; al cabo cruji‘ el piso, gir‘ la cerradura y la puerta
se abri‘ silenciosamente. Noonan no habŒa oŒdo los pasos.
En el vano apareci‘ Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante
emergŒa del vestŒbulo, y al principio Noonan s‘lo pudo ver la silueta oscura
de la niŸa. Not‘ lo mucho que habŒa crecido en los ‡ltimos meses, pero en
seguida ella dio un paso atr€s, hacia el vestŒbulo, con lo cual la cara le
qued‘ a la vista. Noonan sinti‘ la garganta seca por un segundo.
- Hola, MarŒa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿C‘mo est€s, Monita?
Ella no respondi‘. Retrocedi‘ silenciosamente hacia el living,
mir€ndolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco ˆl podŒa reconocerla. Es la Zona, pens‘. Maldici‘n.
- ¿Quiˆn es? - pregunt‘ Guta, asom€ndose desde la cocina -.
es Dick! ¿D‘nde te habŒas metido? ¿Sabes?
Corri‘ hacia ˆl sec€ndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro. TodavŒa era hermosa, enˆrgica, fuerte, pero se la notaba fatigada;
la cara le habŒa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? ¨l le
dio un beso en la mejilla y le entreg‘ el sombrero y el impermeable.
- Disculpa, disculpa, pero no tenŒa tiempo para venir. ¿Est€ aquŒ?
- Est€ - replic‘ Guta -. Est€ con alguien, pero supongo que se ir€
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
¨l dio varios pasos por el vestŒbulo y se detuvo en la puerta del
living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. Inm‘vil,
ligeramente inclinado. La luz rosada de la l€mpara le caŒa sobre la cara
ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin brillo. Noonan percibi‘ inmediatamente el olor. SabŒa que era s‘lo
imaginaci‘n, que el olor duraba s‘lo unos pocos dŒas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibi‘ con la memoria: el olor fˆtido
y denso de la tierra removida.
- Podemos ir a la cocina - se apresur‘ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsŒ podremos charlar.
-
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abri‘ la heladera mientras Noonan se sentaba
a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en las hornallas habŒa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautom€tica; eso querŒa decir que en la casa habŒa dinero.
- Bueno, dime c‘mo est€ - pregunt‘.
- Igual. Perdi‘ peso en la c€rcel, pero ya lo estoy engordando.
- ¿Sigue pelirrojo?
-
- ¿Y de pocas pulgas?
-
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecŒa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
- No, est€ justo.
Noonan baj‘ el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que
tomaba en todo el dŒa.
- Ahora me siento mejor - dijo.
- Y t‡, ¿andas bien? - pregunt‘ Guta -. ¿Por quˆ pasaste tanto tiempo
sin venir?
- Esos malditos negocios. Todas las semanas querŒa llegarme hasta aquŒ
o por lo menos llamar por telˆfono, pero primero tuve que ir a Rex‘polis;
despuˆs hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick habŒa
vuelto; pensˆ que serŒa mejor dejarlos solos por unos dŒas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me pregunto para quˆ diablos corro tanto. Para
hacer dinero, pero para quˆ quiero dinero si no hago m€s que correr
haciˆndolo.
Guta tap‘ las ollas con gran estruendo, sac‘ un atado de cigarrillos
del estante y se sent‘ a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan busc‘ su encendedor y le dio fuego. Y una vez m€s, por segunda vez en
su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando
acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle alg‡n dinero. Ella
tuvo muchos problemas al principio; no disponŒa de un centavo, ni tenŒa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empez‘ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenŒa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero sigui‘ visit€ndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando cafˆ con Guta, planeando
una vida nueva y feliz para Redrick. Despuˆs de haberla escuchado iba a la
casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en raz‘n; explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpŒa en amenazas: "Saben que Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servŒa de nada.
- ¿C‘mo est€ tu novia? - pregunt‘ Guta.
- ¿Quˆ novia?
- La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
-
- TendrŒas que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna
muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca m€s.
- Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protest‘ -.
¿Por quˆ no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavŒa se acuerda de ti.
- No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
- ³No me digas! - exclam‘ Noonan, fingiendo sorpresa -.
-
enterara.
Monita entr‘ silenciosamente y se demor‘ junto a la puerta. Mir‘ las
cacerolas, mir‘ a Richard y finalmente se arrim‘ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
- ¿Quˆ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
Sac‘ del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en pl€stico
y la tendi‘ a la niŸa. Ella no se movi‘. Guta tom‘ la barra y la dej‘ sobre
la mesa. TenŒa los labios p€lidos.
- Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? Prosigui‘ ˆl, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
- Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
¨l se interrumpi‘, levant‘ el vaso con ambas manos y lo hizo girar
distraŒdamente.
- No has preguntado c‘mo nos va - continu‘ ella -. Y tienes raz‘n. Pero
eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
- ¿La han llevado a un mˆdico? - pregunt‘ ˆl, sin levantar la vista.
- SŒ. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
Guta se interrumpi‘. Tambiˆn ˆl guard‘ silencio. No habŒa nada que
decir y tampoco querŒa pensar en eso. De pronto se le ocurri‘ una idea
horrible: era una invasi‘n. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un preludio al Contacto, sino de una invasi‘n. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pens‘, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. Sinti‘ un escalofrŒo, pero entonces record‘ que habŒa
leŒdo algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se
sinti‘ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
- Uno de ellos dijo que ya no es humana.
- TonterŒas - replic‘ Noonan con voz hueca -. TendrŒan que ver a un
buen especialista. ¿Por quˆ no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
- ¿Te refieres al Matasanos? - Pregunt‘ ella, riendo nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. ¨l fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atrevi‘ a levantar la vista, Monita se habŒa ido y
Guta permanecŒa inm‘vil, con la boca entreabierta y los ojos vacŒos; en la
punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. ¨l empuj‘ el vaso
hacia ella.
- Prep€rame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
Cay‘ la ceniza. Guta busc‘ el cenicero para dejar la colilla; acab‘ por
arrojarla en el tacho de la basura.
- Por quˆ, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha
gente m€s mala que nosotros.
Noonan crey‘ que estaba por llorar, pero no fue asŒ. Ella abri‘ la
heladera, sac‘ el vodka y el jugo y tom‘ otro vaso del armario.
- No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crˆeme. Harˆ todo lo que pueda.
Lo decŒa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que tenŒa en diversas ciudades; le parecŒa haber oŒdo hablar
de casos similares que habŒan terminado bien. S‘lo hacŒa falta recordar
d‘nde era y de quˆ mˆdico se trataba. Pero entonces record‘ al seŸor
Lemehen, y record‘ tambiˆn por quˆ se habŒa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar m€s en todo eso. Borr‘ todos sus pensamientos sobre conexiones, se
acomodˆ en la silla y se relaj‘ para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el
vestŒbulo. Despuˆs, la voz m€s que repulsiva de Cuervo Burbridge.
-
Yo que t‡ no los dejarŒa solos.
Y la voz de Red:
- Ten cuidado con tu pierna ortopˆdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllŒ
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
-
- Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
Chasque‘ la cerradura y las voces se oyeron m€s apagadas. Al parecer
habŒan salido al vestŒbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick
replic‘:
-
M€s gruŸidos de Burbridge y la €spera respuesta de Red:
-
Un portazo y pasos en el vestŒbulo, r€pidos y firmes. Redrick Schuhart
apareci‘ en la puerta de la cocina. Noonan se levant‘ para saludarlo con un
c€lido apret‘n de manos.
- Estaba seguro de que eras t‡ - dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mŒ tambiˆn. Tengo que alcanzarlos.
- TodavŒa no hemos comenzado. ¿Quiˆn se te puede adelantar?
Redrick ri‘ €speramente y palme‘ a su amigo en el hombro.
-
haciendo aquŒ, en la cocina? Guta, trae la cena.
Abri‘ la heladera y volvi‘ con una botella de etiqueta brillante.
-
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compaŸeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca sirvi‘ de nada. Es una l€stima que Gutalin no
estˆ aquŒ.
- ¿Por quˆ no lo llamas? - sugiri‘ Noonan.
Redrick mene‘ la roja cabeza.
- Las lŒneas de telˆfono todavŒa no llegan adonde ˆl est€ esta noche.
Vamos.
Fue al living y plant‘ la botella sobre la mesa.
- ³Vamos a celebrar, pap€! - dijo al anciano inm‘vil -.
Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi pap€, Schuhart
padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonri‘
de oreja a oreja, agit‘ la mano y dijo, mirando al moldeado:
- Encantado de conocerlo, seŸor Schuhart. ¿C‘mo le va?
En seguida se dirigi‘ a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar,
diciendo:
- Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy
brevemente, claro.
- Siˆntate - le dijo Redrick, seŸalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
Sac‘ vasos, abri‘ r€pidamente la botella y se volvi‘ hacia Noonan.
- Sirve t‡. Para pap€ un poquito apenas; c‡brele el fondo. Noonan se
tom‘ su tiempo para servir. El viejo seguŒa en la misma posici‘n, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccion‘ cuando Noonan le arrim‘ el vaso. ¨ste
ya se habla adaptado a la nueva situaci‘n. Era como un juego, terrible y
patˆtico. Red era quien lo jugaba y ˆl lo sigui‘, como habŒa seguido el
juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patˆticos,
vergonzosos y en algunos casos, mucho m€s peligrosos que aquˆl. Redrick
levant‘ el vaso y dijo:
- Bueno, ¿empezamos?
Noonan asinti‘ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los ojos brillantes, sigui‘ hablando en aquel tono excitado y ligeramente
artificioso.
- ³AsŒ es, hermano! La c€rcel puede olvidarse de mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeŸo chalet
para mŒ, nuevo, con jardŒn... Tan lindo como el de Cuervo. Sabr€s que querŒa
emigrar; lo habŒa decidido cuando estaba en la c€rcel. Quˆ estaba haciendo
en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mŒ. Pero
cuando volvŒ me esperaba una sorpresa:
que en los ‡ltimos dos aŸos nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbŒa su whisky e
intercalaba alguna exclamaci‘n de simpatŒa o cualquier pregunta ret‘rica.
Despuˆs empez‘ a preguntarle sobre su chalet: de quˆ clase era, d‘nde
estaba, cu€nto costaba. Y discutieron. Noonan insistŒa en que era caro y en
que no estaba bien ubicado. Sac‘ la libreta de direcciones, la hoje‘ y le
dio direcciones de chalets abandonados que se vendŒan por chauchas y
palitos. Y las reparaciones le saldrŒan casi gratuitas, pues podŒa solicitar
el permiso de emigraci‘n para que se lo negaran y le dieran la
indemnizaci‘n. Con eso pagarŒa los arreglos.
- Veo que t‡ tambiˆn est€s en el asunto de la no emigraci‘n.
- Estoy un poco en todo - replic‘ Noonan, guiŸado el ojo.
- Lo sˆ, lo sˆ, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilat‘ los ojos en adem€n de sorpresa y se llev‘ un dedo a los
labios, seŸalando hacia la cocina con la cabeza.
- No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso ya lo aprendŒ. ³Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterˆ! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se qued‘ callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruz‘ la
cara. Noonan not‘, sorprendido, la expresi‘n de ternura, de autˆntico y
sincero amor en aquella m€scara encallecida. Mientras lo observaba record‘
lo que habŒa pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la
casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos
j‘venes, atlˆticos y todo, y un mˆdico del hospital municipal con dos
enfermeros forzudos y corpulentos, de ˆsos a quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y dominar a los pacientes histˆricos. Uno de los ayudantes
dijo m€s tarde que "ese pelirrojo", al principio, parecŒa no comprender de
quˆ se trataba, ya que los dej‘ entrar al departamento para revisar al
padre. Tal vez habrŒa permitido que se lo llevaran, porque al parecer
Redrick creŒa que lo iban a hospitalizar en observaci‘n. Pero esos idiotas
de los enfermeros (que hasta entonces no habŒan hecho sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueci‘. Entonces el bobo del
mˆdico tuvo la mala idea de explicar de quˆ se trataba. Redrick lo escuch‘
por uno o dos minutos; s‡bitamente explot‘ sin previo aviso, corno una bomba
de hidr‘geno. El ayudante que cont‘ el caso no recordaba c‘mo fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los baj‘ a los cinco por la escalera, sin que
ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestŒbulo como balas de
caŸ‘n. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguŒa a
los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. Despuˆs, al volver, rompi‘
todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor habŒa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
- AprendŒ a preparar un c‘ctel nuevo - decŒa Redrick, mientras servŒa
m€s whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Despuˆs de comer te prepararˆ uno.
No es algo que se pueda tomar con el est‘mago vacŒo, hermano; es peligroso
para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavŒa est€ a
la sombra, ¿sabŒas?
Bebi‘, se enjug‘ la boca con el dorso de la mano y pregunt‘ en tono
indiferente:
- ¿Quˆ hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavŒa no han dominado la jalea
de brujas? Me he quedado un poco atr€s con la ciencia.
Noonan comprendi‘ por quˆ sacaba el tema y alz‘ las manos con
desesperaci‘n.
- ¿Est€s bromeando? ¿Sabes lo que pas‘ con esa jalea? ¿No has oŒdo
hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeŸo proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
Le habl‘ de la cat€strofe. Le cont‘ el misterioso hecho de que jam€s
hubieran podido atar cabos; no se sabŒa de d‘nde la habŒa conseguido el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraŒdo, haciendo chasquear la
lengua y meneando la cabeza. Despuˆs sacudi‘ decididamente la botella sobre
los vasos.
- Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojal€ se les atraganto.
Bebieron. Redrick contempl‘ a su padre y la cara volvi‘ a
estremecˆrsele.
-
a Noonan: - Se est€ rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu
ensalada favorita, con langosta. HabŒa comprado un poco por las dudas
vinieras.
- Bueno. C‘mo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedic‘ al tema del Instituto; mientras hablaba apareci‘
Monita silenciosamente y se instal‘ ante la mesa, junto al anciano. AllŒ se
qued‘, con las zarpas peludas sobre la mesa. Despuˆs, como cualquier
criatura, se recost‘ contra el moldeado y apoy‘ la cabeza sobre su hombro.
Noonan sigui‘ charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de
aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mŒo, ¿quˆ m€s? ¿Quˆ m€s
tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabŒa
que no bastaba. SabŒa que millones y millones de personas no sabŒan nada ni
querŒan saberlo, y aunque lo descubrieran no harŒan m€s que decir "
"
Decidi‘ bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
- ¿Por quˆ los miras tanto? - pregunt‘ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, ˆl no le har€ daŸo. Dicen incluso que generan buena salud.
- SŒ, lo sˆ - dijo Noonan.
Y vaci‘ su copa. En ese momento entr‘ Guta, orden‘ a Redrick que
pusiera la mesa y dej‘ sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
- Bueno, amigos - anunci‘ Redrick -, ahora nos daremos un festŒn.
4. Redrick Schuhart, treinta y un aŸos.
El valle se habŒa refrescado durante la noche; al amanecer hacŒa frŒo.
Caminaban a lo largo del terraplˆn, pisando los durmientes podridos entre
las vŒas herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al
condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El
muchacho caminaba €gilmente, con alegrŒa, como si nada supiera de la noche
agotadora, de la tensi‘n nerviosa que todavŒa le hacŒa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles que habŒan pasado en la cima de la
colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
La niebla se espesaba a ambos lados del terraplˆn. De vez en cuando
trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares habŒa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olŒa
a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplˆn, a putrefacci‘n y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabŒa que estaban en una planicie
ondulada, con c‡mulos de desperdicios, y que habŒa montaŸas ocultas en la
penumbra, m€s all€. Tambiˆn sabŒa que al salir el sol, cuando la niebla se
asentara en rocŒo, verŒa hacia la izquierda el helic‘ptero caŒdo y hacia
adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto.
Entonces comenzarŒa el verdadero trabajo.
Redrick desliz‘ una mano bajo la mochila y la levant‘ un poco, para que
el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada,
pens‘; ¿c‘mo voy a arrastrarme con ella? Un kil‘metro y medio en cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quˆ protestar ahora. Ya sabŒas en quˆ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un
esfuerzo. Quinientos mil, no est€ nada mal. Que me maten si la doy por
menos. O si le doy a Cuervo m€s de treinta. ¿Y el novato? El novato no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
Volvi‘ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y
cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba
rŒtmicamente. "¨l se lo busc‘", pens‘ Redrick, ceŸudo. ¨l mismo. ¿Por quˆ
insisti‘ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaci‘n? Temblaba, tenŒa los ojos
llenos de l€grimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se oblig‘ a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empez‘ a pensar en la hermana de Arthur. ParecŒa increŒble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura pl€stica, un maniquŒ. Era como los botones
que tenŒa su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos,
semitransparentes y dorados; le daban ganas de metˆrselos en la boca para
chuparlos, y en cada oportunidad sufrŒa una terrible desilusi‘n, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decŒa.
Volviendo a Arthur, pens‘: Tal vez fue el padre el que me lo envi‘;
mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona.
No, todo esto es una estupidez. ¨ste no es el primero que me suplica lleno
de l€grimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese
artefacto, todos traen rev‘lveres la primera vez que entran a la Zona. La
primera y la ‡ltima. ¿Ser€ realmente la ‡ltima? Para ti, muchachito, lo es.
AsŒ son las cosas, Cuervo: la ‡ltima para ˆl. SŒ, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purˆ con las muletas.
De pronto sinti‘ que habŒa algo hacia adelante; no muy lejos, a unos
treinta o cuarenta metros.
- Alto - dijo a Arthur.
El muchacho, obediente, qued‘ hecho una estatua. TenŒa buenos reflejos;
se habŒa detenido con un pie en el aire, y lo baj‘ lenta, cuidadosamente.
Redrick se detuvo junto a ˆl. AllŒ la huella descendŒa visiblemente y
desaparecŒa por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo
grande e inm‘vil. Inocuo. Redrick olfate‘ el aire con cautela. SŒ, inocuo.
- Adelante - dijo en voz baja.
Aguard‘ a que Arthur diera el primer paso y lo sigui‘. Por el rabillo
del ojo podŒa observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la
mejilla y la lŒnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
La niebla los cubrŒa hasta la cintura. Un momento despuˆs les lleg‘ al
cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones
erguidos hacia adelante.
- AllŒ est€n - dijo Redrick, quit€ndose la mochila -. Siˆntate allŒ,
donde est€s. Pausa para un cigarrillo.
Arthur le ayud‘ a bajar la mochila y se sent‘ junto a ˆl, en los rieles
herrumbrados. Redrick desaboton‘ uno de los bolsillos y sac‘ un paquete de
sandwiches y un termo con cafˆ. Mientras el muchacho acomodaba los
sandwiches sobre la mochila, ˆl sac‘ su petaca, la abri‘ y tom‘ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
- ¿Quieres? - ofreci‘, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte
coraje.
Arthur, herido, sacudi‘ la cabeza.
- Para darme coraje no necesito eso, seŸor Schuhart. PreferirŒa cafˆ,
sŒ puedo. AquŒ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
- Hay humedad.
Apart‘ la petaca y escogi‘ un sandwich.
- Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - ver€s que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
Cerr‘ el pico y se sirvi‘ un poco de cafˆ. Estaba caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenŒa olor a hogar. A Guta. Y no solamente
a Guta, sino a Guta en salto de cama, reciˆn levantada, con las arrugas de
la almohada todavŒa marcadas en la mejilla.
¿Por quˆ me meto en estas cosas?, pensˆ. Quinientos mil. ¿Para quˆ los
necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata
para no pensar en la plata, ˆsa es la verdad. Dick tenŒa raz‘n. Tengo casa,
tengo terreno, en Harmont no me faltarŒa trabajo. Cuervo me atrap‘, me
sedujo como a un inocente.
- SeŸor Schuhart - dijo s‡bitamente Arthur, apartando la vista -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
-
con la taza cerca de la boca -. ¿C‘mo sabes quˆ es lo que vamos a buscar?
Arthur sonri‘, azorado; antes de responder se pein‘ con los dedos,
tir€ndose del pelo.
-
sobre la pista. Para empezar, pap€ se la pasaba hablando de la Bola Dorada,
pero ‡ltimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y
conozco muy bien a pap€ como para creer que ustedes son amigos. Adem€s, en
los ‡ltimos tiempos ha estado muy extraŸo.
Arthur ech‘ a reŒr y sacudi‘ la cabeza, como si recordara algo.
- Y en tercer lugar - agreg‘ -, lo adivinˆ cuando prob‘ con usted aquel
pequeŸo dirigible, en el baldŒo.
Dio una palmada sobre la mochila que contenŒa el globo, bien enrollado,
y prosigui‘:
- Los seguŒ. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la
conducŒan por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sˆ, la Bola
dorada es el ‡nico objeto pesado que queda en la Zona.
Mordi‘ el sandwich y concluy‘ soŸador, con la boca llena:
- Lo que no entiendo es c‘mo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
Redrick lo observ‘ por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco
que se parecŒan padre e hijo. No tenŒan nada, absolutamente nada en com‡n;
ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era €spera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacŒa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
- Red - le habŒa dicho entonces, inclin€ndose sobre la mesa -, s‘lo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quiˆn
otro puede ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrˆ, ³yo! ¿Cu€ntos de los nuestros cayeron all€?
encontrˆ! QuerŒa guardarla para mŒ; no se la darŒa a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie m€s que t‡. Llevˆ a montones de muchachitos
all€, toda una escuela. Eso es lo que abrŒ: una escuela para enseŸarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sˆ si les faltan agallas o quˆ. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendr€s. Me dar€s lo que te
parezca; sˆ que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quit‘; quiz€ me las devuelva.
- ¿Quˆ? - pregunt‘ Redrick, saliendo de su ensueŸo.
- Le preguntaba si le molesta que fume, seŸor Schuhart.
- No, por supuesto. Fuma. Yo tambiˆn voy a fumar uno.
Trag‘ de golpe el resto del cafˆ y sac‘ un cigarrillo. Mientras lo
encendŒa contempl‘ la niebla, que se iba levantando. Est€ chiflado, pens‘.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
Pero toda aquella charla habŒa dejado un residuo, aunque no estaba
seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendŒa de quˆ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era
fuerza. ¿Quˆ, entonces? Bueno, se dijo, mirˆmoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquŒ. Estaba listo para Irme,
hasta habŒa empacado, pero pas‘ algo; digamos que me arrestaron, ¿SerŒa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quˆ? ¿Por la pˆrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caerŒa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allŒ estamos m€s cerca. Eso me dolerŒa. Pero quˆ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
-
los huesos. SeŸor Schuhart, ¿me darŒa un trago ahora?
Redrick le alcanz‘ la petaca en silencio, mientras pensaba: No aceptˆ
en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptˆ. No podŒa resistir m€s. Nuestra ‡ltima conversaci‘n result‘
breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrŒas echarle un
vistazo, a pesar de todo?". Y lo mirˆ a los ojos, que eran como
lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "Dˆjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentŒa realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿Quˆ importa? Fui. Por eso
estoy ac€. ¿Para quˆ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
Se estremeci‘. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levant‘ de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente
silencioso; el ‡nico ruido era el de la grava que caŒa por la pendiente,
bajo los pies.
- Ha de ser el metal que se est€ asentando - murmur‘ Arthur, vacilante,
como si apenas pudiera pronunciar las palabras -. Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que est€n aquŒ.
Redrick mir‘ hacia adelante sin ver nada. Entonces record‘. HabŒa sido
por la noche; lo despert‘ el mismo ruido, largo y triste, deteniˆndole el
coraz‘n como en un sueŸo. Pero no habŒa sido un sueŸo. Era Monita que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. Tambiˆn Guta despert‘ y se aferr‘
a la mano de Redrick. El sinti‘ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inm‘viles, escuchando; cuando Monita dej‘ de llorar y volvi‘ a dormirse ˆl
aguard‘ todavŒa un rato. Despuˆs se levant‘ y fue a la cocina, para bajar
€vidamente media botella de coŸac. Fue aquella noche cuando empez‘ a beber.
- Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosi‘n, todo eso.
Redrick observ‘ su cara p€lida y volvi‘ a sentarse. El cigarrillo se le
habŒa evaporado entre los dedos; encendi‘ otro. Arthur se demor‘ un poco
m€s, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sent‘ tambiˆn.
- Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al
parecer la Visitaci‘n los atrap‘ aquŒ y mutaron..., se aclimataron a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seŸor Schuhart?
- SŒ. Pero no es aquŒ. En las montaŸas del noroeste. Algunos pastores.
Eso es lo que me contagi‘, pens‘ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
Lo invadi‘ un sentimiento extraŸo, completamente nuevo. SabŒa que en
realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sŒ desde hacŒa mucho
tiempo, pero s‘lo ahora cobraba conciencia de ˆl; todo se ubicaba en su
sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tonterŒa, delirantes
divagaciones de un viejo loco, se convertŒa en su ‡nica esperanza, en el
‡nico significado de su vida. Porque al fin comprendŒa; s‘lo eso le quedaba
en el mundo, s‘lo para eso vivŒa desde hacŒa meses: por la esperanza de un
milagro. Por tonto que fuera seguŒa haciendo a un lado la esperanza,
pisote€ndola, burl€ndose de ella, tratando de eliminarla, porque asŒ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habŒa confiado sino en sŒ mismo.
Y desde la infancia, la seguridad en sŒ mismo se medŒa por la cantidad
de dinero que podŒa arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habŒa sido asŒ, y asŒ habrŒa continuado,
si no hubiera caŒdo al pozo del que ninguna suma de dinero podŒa sacarlo, y
en el cual resultaba completamente in‡til confiar en sŒ. Y ahora esa
esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendi‘ de haber podido vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. Ri‘ y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
- Bueno, merodeador, parece que saldremos de ˆsta, ¿eh?
Arthur lo mir‘ sorprendido y sonri‘, vacilante. Redrick arrug‘ el papel
encerado de los sandwiches, lo arroj‘ bajo el vag‘n de metal y se recost‘,
apoyando el codo en la mochila.
- Bueno - dijo -. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿Quˆ
pedirŒas?
- ¿Entonces usted lo cree? - se apresur‘ a preguntar el muchacho.
- No importa lo que yo crea o no. Contˆstame.
Le interesaba sinceramente lo que podrŒa pedir un muchacho tan joven,
apenas salido de la escuela. Se divirti‘ viˆndolo arrugar el ceŸo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
- Bueno, las piernas de pap€, por supuesto. Y que todo anduviera bien
en casa.
- Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatŒa -. No te olvides de esto,
hermanito: la Bola Dorada s‘lo puede concederte los deseos m€s Œntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
Arthur Burbridge se ruboriz‘, mirˆ a Redrick una vez m€s y enrojeci‘
m€s todavŒa. Los ojos se le llenaron de l€grimas. Redrick sonri‘.
- Comprendo - dijo, casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mŒo.
Gu€rdate los secretos.
De pronto se acord‘ del rev‘lver y se dijo que habŒa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenci‘n.
- ¿Quˆ es eso que llevas en el bolsillo trasero? - pregunt‘,
indiferente.
- Un rev‘lver.
- ¿Para quˆ lo quieres?
-
- Nada de eso - respondi‘ Redrick con firmeza, incorpor€ndose. D€melo.
AquŒ en la Zona no hay nadie a quien matar. D€melo.
Arthur quiso decir algo, pero guard‘ silencio; tom‘ el Colt del
ejˆrcito y se lo tendi‘ a Redrick teniˆndolo por el caŸo. Redrick recibi‘ el
rev‘lver, tom€ndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volvi‘ a atraparlo.
- ¿Tienes un paŸuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
Tom‘ el paŸuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olŒa a colonia,
envolvi‘ con ˆl la pistola y la dej‘ sobre el durmiente.
- Por ahora la dejaremos aquŒ. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con
ellos...
Arthur mene‘ decididamente la cabeza.
- No era para eso que la querŒa - dijo, con tristeza -. Hay s‘lo una
bala. Era por si tenŒa alg‡n accidente como el de pap€.
- ¿Ah, si? - Redrick lo mir‘ fijamente -. Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asŒ yo te sacarˆ a la rastra. Te lo prometo.
est€ aclarando!
La neblina desaparece ante ellos. El terraplˆn estaba ya completamente
despejado, y a la distancia los vapores se esparcŒan, descubriendo al
abrirse los picos redondeados y €speros de las colinas. AquŒ y all€, entre
las ondulaciones, se veŒa la superficie manchada de los pantanos, cubiertos
por la espesura de los sauces dispersos; m€s all€ de las colinas, el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mir‘ hacia atr€s
solt‘ una exclamaci‘n de asombro.
Redrick tambiˆn volvi‘ la cabeza. Hacia el Este, las montaŸas parecŒan
negras; sobre ellas refulgŒa iridiscente, el habitual borr‘n de color, la
aurora verde de la Zona.
Redrick se levant‘ y se sent‘ en el terraplˆn, tras el vag‘n de metal,
para contemplar aquel manch‘n verde que se convertŒa r€pidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol asom‘ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purp‡reas. Todo adquiri‘ un claro y agudo relieve, permitiˆndole ver
cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helic‘ptero. Al
parecer habŒa caŒdo en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba
convertido en un panqueque met€lico. La cola permanecŒa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalŒa en el claro como un gancho negro. Tambiˆn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de
la brisa. La roncha debi‘ ser muy poderosa, pues ni siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aˆrea a‡n era bien visible
en el metal abollado. Redrick hacŒa aŸos que no veŒa ninguna; habŒa llegado
a olvidarlas.
Volvi‘ hasta el sitio donde habŒa dejado su mochila en busca del mapa y
lo extendi‘ en el montŒculo de metal caliente que contenŒa el vag‘n. Desde
allŒ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenŒa un
€rbol quemado en la ladera. TenŒa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresi‘n que se abrŒa entre ella y la colina siguiente, que
tambiˆn estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por
rocas pardas.
Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sinti‘ la
menor satisfacci‘n. Su instinto, desarrollado en muchos aŸos de merodeos,
rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos
elevaciones pr‘ximas.
"Bueno", pens‘, "ya veremos cuando lleguemos allŒ". Para llegar hasta
aquella depresi‘n debŒan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allŒ parecŒa poco peligrosa. Pero al mirar desde m€s cerca Redrick
repar‘ en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La
busc‘ en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decŒa, en letras
torpes: L€tigo. La lŒnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quiˆn era
L€tigo, c‘mo era ni quˆ hacia. Por alguna raz‘n lo asociaba con el sal‘n del
Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los
vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes
amarillentos: una fant€stica horda de titanes y gigantes reunidos junto al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos m€s vivos
de su infancia. ¿Quˆ habla llevado yo aquella vez? Un vacŒo, creo. Fui
directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrˆ al bar pisando fuerte y plantˆ la bolsa sobre el mostrador;
echˆ una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacŒan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa ˆpoca
no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una
damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. Esperˆ, guardˆ el
dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomˆ un
pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellˆ contra la cara
riente del que estaba m€s cerca. Tal vez ˆse era L€tigo, se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
- ¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, seŸor Schuhart? -
pregunt‘ Arthur en voz baja, junto a su oŒdo, mientras miraba tambiˆn el
mapa.
- Ya veremos cuando lleguemos allŒ.
Redrick sigui‘ estudiando el diagrama. HabŒa otras dos X, una en cuesta
de la colina del €rbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levant‘ la vista hacia Arthur.
- Ya veremos - repiti‘, doblando el mapa para guard€rselo en el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
Se inclin‘ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo m€s c‘modo.
- Ve delante - indic‘ -, asŒ podrˆ tenerte a la vista en todo momento.
No mires hacia atr€s y estate atento. Mis ‘rdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos un buen trecho.
tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin
decir ni m‡. Abot‘nate la chaqueta. ¿Est€s listo?
- Listo.
Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
- Primero iremos por aquŒ - dijo Redrick, seŸalando enˆrgicamente hacia
la colina m€s cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
Arthur dej‘ escapar un suspiro, subi‘ a los rieles y comenz‘ a bajar el
terraplˆn. El pedregullo caŒa silenciosamente a su paso.
- Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
Ech‘ a andar tras ˆl, sin prisa, ajustando autom€ticamente los m‡sculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. Est€ asustado, pens‘. Tal vez lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asŒ ha de ser. Si supieras c‘mo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguŒ tu consejo. "A
ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendr€s que
llevar a alguien. Puedo darte alguno de los mŒos, alguno que no me sea
imprescindible." T‡ me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto
algo asŒ. Bueno, tal vez salga bien, despuˆs de todo; tal vez funcione, de
alg‡n modo. Despuˆs de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me
ocurra alguna idea.
-
El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa.
Cuando Redrick lleg‘ hasta allŒ el pantano lo habŒa tragado hasta las
rodillas.
- ¿Ves esa roca? - pregunt‘ Redrick -. AllŒ, bajo la colina. Ve hacia
all€.
Arthur reanud‘ la marcha. Redrick lo dej‘ adelantarse diez pasos antes
de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick mir‘
a su alrededor, pero por el momento todo parecŒa en orden. La colina se
acercaba lentamente, cubriendo el sol, que a‡n estaba bajo en el cielo; al
fin acab‘ por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el
pelirrojo volvi‘ a mirar hacia el terraplˆn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre ˆl habŒa un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones
hablan descarrilado, cayendo de costado; el terraplˆn, por sobre ellos,
estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. M€s
all€, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba
sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecŒan de
inmediato. Redrick observ‘ aquella reverberaci‘n, escupi‘ en el suelo y se
volvi‘.
- Vamos - dijo, y Arthur volvi‘ hacia ˆl la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, all€?
- SŒ - dijo Arthur.
- Bueno, era un tipo que se llamaba L€tigo. Hace mucho tiempo. No
escuch‘ a los mayores; allŒ qued‘, para indicar el camino a los m€s vivos.
Ahora mira hacia la derecha de L€tigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? All€, donde los
sauces son m€s espesos. ¨sa es la direcci‘n que tomaremos.
Avanzaron en direcci‘n paralela al terraplˆn. Cada paso los metŒa en
aguas m€s playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. Seg‡n el mapa a‡n
estaban en pantanos s‘lidos. El mapa es viejo, pens‘ Redrick; hace mucho
tiempo que Burbridge no viene por aquŒ y el mapa ha envejecido. Eso no me
gusta. Claro que es m€s f€cil caminar sobre tierra seca, pero yo habrŒa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira c‘mo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
Arthur parecŒa haber recuperado el €nimo y andaba a toda velocidad, con
una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick
revolvi‘ en su bolsillo y sac‘ un tornillo que pesarŒa unos treinta gramos.
Apunt‘ y tir‘.
El tornillo golpe‘ a Arthur en la nuca; ˆste solt‘ un grito ahogado, se
tom‘ la cabeza, se dobl‘ en dos y cay‘ sobre el pasto seco. Redrick se
acerc‘ a ˆl.
- AsŒ suceden aquŒ las cosas, Artie - pontific‘ -. Esto no es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
Arthur se levant‘ lentamente; estaba muy p€lido.
- ¿Todo bien? - Pregunt‘ Redrick.
El muchacho trag‘ saliva y asinti‘.
- Me alegro. La pr‘xima vez te la darˆ en la trompa. Si es que te
encuentro vivo.
El muchacho habrŒa sido buen merodeador, despuˆs de todo. Tal vez le
habrŒan llamado Artie "el Lindo". En otros tiempos tenŒamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el ‡nico ser humano que cay‘ en la pica
carne y sali‘ vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo
sac‘.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asŒ, tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habŒan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decŒan
Triunfador.
En ese momento Redrick sinti‘ una corriente de aire apenas perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, grit‘:
-
Tendi‘ la mano hacia la izquierda. La corriente era m€s fuerte. En
alg‡n punto, entre ellos y el terraplˆn, habŒa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendŒa a lo largo del mismo terraplˆn; por alguna raz‘n se habŒan
tumbado los vagones. Arthur habŒa quedado inm‘vil, como plantado en el
suelo; ni siquiera habŒa vuelto la cabeza.
- A la derecha. Vamos.
SŒ, hubiera podido ser un buen merodeador. Quˆ diablos, ¿ahora le voy a
tener l€stima?
sinti‘ l€stima por mŒ? Creo que sŒ; Kirill me tenŒa l€stima. Dick Noonan
tambiˆn me la tiene. Claro que quiz€ lo que siente es interˆs por Guta y no
l€stima por mŒ, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir l€stima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
Acababa de comprender, finalmente, cu€l era su alternativa al presente:
o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existŒa, eso
estaba claro. Una voz interior le decŒa: "
posibles!". La acall‘, espantado.
Pasaron cerca del mont‘n de harapos grises. Nada quedaba de L€tigo. A
cierta distancia, sobre el pasto seco, habŒa una vara larga, completamente
herrumbrada: un dragaminas. En aquellos dŒas muchos merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependŒan
de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de
pocos dŒas, a consecuencia de explosiones subterr€neas. Y eso acab‘ con el
asunto. ¿Quiˆn habrŒa sido ese L€tigo? ¿HabrŒa venido con Cuervo o por su
propia cuenta? ¿Por quˆ iban todos a esa cantera? ¿Por quˆ no sabŒa ˆl nada
sobre ese lugar? Maldici‘n, pens‘; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser m€s tarde.
Arthur, que iba cinco pasos m€s adelante, se sec‘ el sudor de la
frente. Redrick entrecerr‘ los ojos para mirar el sol; estaba a‡n bajo. Y de
pronto not‘ que el pasto seco no crujŒa bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho quemado; adem€s ya no era rŒgido y fr€gil, sino tierno y
grumoso; caŒa bajo las suelas como hojuelas de hollŒn. Vio tambiˆn las
claras huellas de Arthur y se arroj‘ al suelo, gritando:
-
Cay‘ de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. AllŒ permaneci‘, tratando
de no moverse, todavŒa con la esperanza de que pasara por encima, aunque
sabŒa bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplast‘, le
envolvi‘ el cuerpo como si fuera una s€bana empapada en agua hirviendo. Con
el sudor chorre€ndole hasta los ojos, record‘ tardŒamente advertir a Arthur:
- ³No te muevas!
Y se dedic‘ a aguantar tambiˆn,
Pudo haberŒo soportado; todo habrŒa pasado tranquilamente, sin
problemas, sin m€s que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien
no oy‘ el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez
sus quemaduras eran m€s intensas que las de Redrick. El caso es que perdi‘
el dominio de sŒ y ech‘ a correr, con un grito salvaje, hacia donde su
instinto le indicaba: hacia atr€s. Precisamente donde no debŒa. Redrick
logr‘ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cay‘ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; solt‘ un chillido extraŸo,
pate‘ a Redrick en la cara con el otro pie y se debati‘ corno enloquecido.
Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastr‘ hasta
aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de
cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba
desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del
muchacho. OŒa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
€speros "
caŒan toneladas enteras de carb‘n encendido; tenŒa las ropas en llamas, el
cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujŒa. La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el
suelo, el cr€neo de aquel maldito muchacho. No podŒa soportarlo m€s. Grit‘
con toda la fuerza de sus pulmones.
No supo cu€ndo termin‘ todo. S‘lo supo que podŒa respirar otra vez, que
el aire habŒa vuelto a ser aire y no vapor ardiente. Comprendi‘ que era
necesario apresurarse a salir de allŒ, de aquel calor demonŒaco, antes de
que se estrellara nuevamente contra ellos. Dej‘ a Arthur, que se habŒa
quedado perfectamente inm‘vil. Lo tom‘ de las piernas con un brazo y us‘ el
otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la lŒnea donde el
pasto volvŒa a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era autˆntico y
daba la impresi‘n de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
Las cenizas le crujŒan entre los dientes, el rostro quemado despedŒa
calor y el sudor le caŒa directamente en los ojos, tal vez porque ya no
tenŒa cejas ni pestaŸas. Arthur, estirado hacia atr€s, parecŒa engancharse
la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardŒan las manos
chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no
llegarŒa. El temor le oblig‘ a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay
que llegar, un poquito m€s; vamos, Red, vamos, puedes. AsŒ, un poquito
m€s...
AllŒ se qued‘ por largo rato, con las manos y la cara en el agua frŒa y
herrumbrosa, regode€ndose con la frescura maloliente y podrida. HabrŒa
podido quedarse toda la vida, pero se oblig‘ a levantarse sobre las rodillas
para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecŒa inm‘vil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
Bueno, habŒa sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una
m€scara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick
contempl‘ con cansado interˆs los surcos y los senderos abiertos en la
m€scara por piedras y palos. En seguida se levant‘, tom‘ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastr‘ hasta el agua.
Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo
arroj‘ de cara en el charco m€s profundo y se dej‘ caer junto a ˆl,
reviviendo el placer de aquella caricia gˆlida y mojada. El muchacho
gorgote‘, se apoy‘ sobre las manos y alz‘ la cabeza. TenŒa los ojos
desorbitados y no entendŒa nada, pero aspiraba €vidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobr‘ el sentido y busc‘ a Redrick con la vista.
-
sucia -. ¿Quˆ era eso, seŸor Schuhart?
- Era la muerte - murmur‘ Redrick.
Tosi‘. Se palp‘ el rostro. Le dolŒa. TenŒa la nariz hinchada, pero las
pestaŸas y las cejas (cosa extraŸa) estaban en su lugar. Tambiˆn seguŒa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
Arthur tambiˆn estaba toc€ndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible m€scara, y tambiˆn contra lo que cabŒa esperar, result‘ estar
perfectamente. TenŒa unos cuantos araŸazos y un chich‘n en la frente, adem€s
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
- Nunca oŒ hablar de nada parecido - observ‘ Arthur, mirando hacia
atr€s.
Redrick hizo lo mismo. Habla muchas huellas sobre el pasto gris y
ceniciento; le sorprendi‘ notar lo corto que habla sido aquel trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su
compaŸero, de la fatalidad. HabŒa s‘lo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero ˆl, cegado por el miedo, habŒa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo habŒa hecho en la
direcci‘n correcta. De lo contrario habrŒa llegado a la roncha de mosquito
de la izquierda; tambiˆn pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; ˆl no
era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habrŒa pasado; cuanto m€s
tendrŒa unas cuantas ampollas en los pies.
Arthur se estaba lavando y gemŒa al tocarse los puntos doloridos.
Redrick se levant‘ tambiˆn; con una mueca de dolor, sinti‘ el roce de las
ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para
examinar la mochila. La pobre las habŒa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las ampollas del botiquŒn de primeros auxilios habŒan
estallado y habŒa una mancha h‡meda que olŒa a antisˆptico. Redrick abri‘ la
bolsa y empez‘ a recoger astillas de vidrio y pl€stico. En ese momento oy‘
la voz de Arthur.
- ³Gracias, seŸor Schuhart!
Redrick no respondi‘.
- Fue culpa mŒa. OŒ que me ordenaba quedarme allŒ, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor se volvi‘ tan fuerte... perdŒ la cabeza. Tengo
mucho miedo al dolor, seŸor Schuhart.
- ¿Por quˆ no te levantas? - dijo Redrick sin volverse -. Eso fue s‘lo
una muestra.
Volvi‘ a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le
hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenŒa
miedo al dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no se habŒan apartado del camino. Ahora, hacia las
colinas, donde estaban los cad€veres. Esas malditas colinas, allŒ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresi‘n en medio. Olfate‘ el aire. La maldita depresi‘n, ˆsa es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
- ¿Ves esa depresi‘n entre las colinas? - pregunt‘.
- La veo.
- Derecho hacia all€.
Arthur se sec‘ la cara con el dorso de la mano y ech‘ a andar,
chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecŒa tan erguido y
bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno
m€s que he sacado, pens‘ Redrick; ¿y cu€ntos van? ¿Cinco, seis? Lo que me
pregunto ahora es por quˆ. No es pariente mŒo. No soy responsable de lo que
le pase. A ver, Red, ¿por quˆ lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza m€s despejada sˆ por quˆ. Hice bien en
salvarlo; no puedo arregl€rmelas sin ˆl: es mŒ rehˆn por Monita. No salvˆ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
All€, en el calor, no lo pensˆ dos veces: lo saquˆ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se me ocurri‘ abandonarlo allŒ, a pesar de que
me habŒa olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿Quˆ significa
eso? Significa que en el fondo, despuˆs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta sostiene, lo que Kirill solŒa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y despuˆs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El seŸor Buen
Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pens‘ frŒa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
-
Ante ellos estaba la depresi‘n; Arthur, parado, esperaba ‘rdenes con la
vista clavada en Redrick. El suelo estaba allŒ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De ˆl se desprendŒa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros m€s all€ no se veŒa
nada. Y el hedor era terrible.
- Esto apesta, pero no te acobardes.
Arthur hizo un ruido gutural y retrocedi‘, mientras Redrick entraba
decididamente en acci‘n; sac‘ del bolsillo un copo de algod‘n empapado en
desodorante, se rellen‘ con ˆl las losas nasales y ofreci‘ un poco a Arthur.
- Gracias, seŸor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - pregunt‘
el, muchacho con voz dˆbil, Redrick lo tom‘ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar la cabeza en direcci‘n al mont‘n de harapos que se veŒa sobre la
rocosa ladera de la montaŸa.
- ¨se era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de la izquierda, aunque
desde aquŒ no se ve, est€ Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes?
Adelante.
El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos,
hundiˆndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante
parejo. Sin embargo Redrick no tard‘ en percibir un conocido tronar hacia
ambos lados. En la colina izquierda no habŒa nada, salvo la intensa luz
solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color
p‡rpura claro.
- ³Ag€chate! - susurr‘, dando el ejemplo. -
Arthur se agach‘, asustado; un batir de truenos quebr‘ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sent‘, hundiˆndose hasta los
hombros en el limo. Redrick, con los oŒdos taponados por el estruendo, se
volvi‘: una mancha de color rojo brillante se fundŒa r€pidamente en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
- ³Adelante!
Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan s‘lo la cabeza. Con
cada trueno Redrick veŒa ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y
sentŒa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
- ³Adelante! - seguŒa repitiendo -.
Ya no oŒa nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y not‘ que
tenŒa los ojos desorbitados por el terror, la boca p€lida y fuerte, la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los rel€mpagos empezaron a
estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El
limo verde les llen‘ la boca, dificult€ndoles la respiraci‘n. Redrick,
tratando de tomar aire, se arranc‘ el algod‘n de la nariz y descubri‘ que el
hedor habŒa desaparecido; s‘lo se percibŒa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor estaba espes€ndose. O quiz€s era ˆl, que se desvanece, pues
ya no podŒa ver ninguna de las dos colinas; s‘lo vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
Pasarˆ, pasarˆ, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asŒ: estoy varado en la mugre, con rel€mpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro modo. ¿De d‘nde sale toda esta basura?
lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: ˆl
pas‘ por aquŒ y sigui‘ andando; Cuatro-ojos qued‘ a la derecha y Caniche a
la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerŒa detr€s. Y te lo mereces; quien camine detr€s de Cuervo se
hundir€ hasta el cuello en la porquerŒa. ¿No lo sabŒas, acaso? Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rinc‘n
limpio.
Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como t‡
no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra". ¿Quˆ sabes t‡,
gordo? ¿D‘nde has visto un sistema bueno? ¿Cu€ndo me viste a mŒ en un
sistema bueno?
En ese momento resbal‘ en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cay‘ en el limo, Al resurgir vio ante ˆl la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorri‘ un escalofrŒo: crey‘ que habŒa perdido el rumbo. Pero
no era asŒ: de inmediato comprendi‘ que debŒan ir hacia all€, hacia donde la
cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendi‘ a pesar de que no
habŒa otra cosa visible en la niebla amarilla.
- ³Alto! - grit‘ - ³A la derecha!
Ni siquiera podŒa oŒr su propia voz. Alcanz‘ a Arthur, lo aferr‘ por el
hombro y le seŸal‘: mantente a la derecha de la roca y no levantes la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagar€s por esto. Arthur hundi‘ la cabeza
precisamente en el momento en que un rayo reducŒa la roca a astillas. Ya
pagar€s por esto, repiti‘ Redrick, mientras volvŒa a sumergirse y agitaba
furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno.
por todo esto! Por un momento pens‘: ¿a quiˆn me refiero? No lo sˆ, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagar€. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarˆ lo que quiera.
Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo
caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes;
caminaban apoy€ndose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada,
hundida hasta el eje, y record‘ que podŒan descansar a la sombra del
vehŒculo. Se arrastraron hasta allŒ. Arthur se tendi‘ de espaldas y empez‘ a
desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoy‘ la mochila
contra el costado del cami‘n, se limpi‘ las manos contra los guijarros y
hurg‘ dentro de su chaqueta.
- Yo tambiˆn - dijo Arthur -. Yo tambiˆn.
Redrick se sorprendi‘ al oŒrlo hablar con voz tan potente. Tom‘ un
sorbo, cerr‘ los ojos y entreg‘ la petaca a Arthur. Listo, pens‘ dˆbilmente.
Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidˆ? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? V€yanse al diablo. Se
acab‘, ¿entienden? Se acab‘ todo esto. Desde ahora en adelante serˆ yo quien
tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesi‘n de mis
facultades fŒsicas y mentales, tomarˆ las decisiones para todo el mundo. Y
en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seŸores Huesos,
seŸores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores
eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo
bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida
llevado de las narices, y siempre pensˆ que ˆsa era la vida que yo querŒa, y
me llenaba la boca diciˆndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me
alentaban y se guiŸaban el ojo, arrastr€ndome, metiˆndome entre c€rceles y
rejas.
Solt‘ las hebillas de la mochila y quit‘ a Arthur la petaca.
- Nunca pensˆ... - decŒa en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo hubiera imaginado. SabŒa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asŒ... ¿C‘mo vamos a volver?
Redrick no lo escuchaba. Lo que ˆl dijera ya no tenŒa significado.
Tampoco antes lo tenŒa, pero antes ese muchacho era al menos una persona.
Ahora era una clave parlante, una llave que le abrirŒa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nom€s.
- Si tuviˆramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
Redrick lo mir‘, contempl‘ aquel pelo despeinado y sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo la costra de barro lŒquido. No sentŒa l€stima, ni irritaci‘n, ni
nada. Una clave parlante. Se volvi‘. Ante ˆl bostezaba una temible
extensi‘n, como una construcci‘n abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador,
insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allŒ se veŒa
tambiˆn el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante;
desde esa distancia parecŒa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
m€s cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba hasta el fondo, donde se erguŒa la cabina del excavador, como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el ‡nico punto de referencia. TenŒan
que dirigirse hacia allŒ, gui€ndose s‘lo por la suerte.
Arthur se levant‘ con trabajo, meti‘ el brazo bajo el cami‘n y sac‘ una
lata oxidada.
- Mire, seŸor Schuhart - dijo, anim€ndose -. Esto lo debe haber dejado
pap€. AquŒ abajo hay m€s.
Redrick no respondi‘. Eso es un error, pens‘ frŒamente; es mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
Por el contrario, no importa.
Se levant‘ con una mueca: las ropas se le habŒan pegado al cuerpo, a la
piel ardida; sinti‘ un tir‘n, como si le arrancaran el vendaje seco de una
herida. Arthur tambiˆn gruŸ‘ al levantarse y dirigi‘ a Redrick una mirada de
m€rtir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atrevi‘. Se
limit‘ a decir, con voz ahogada:
- ¿Me har€ mal tomar otro trago, seŸor Schuhart?
Redrick sac‘ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
- ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
- SŒ - respondi‘ Arthur, estremeciˆndose.
- Derecho hacia all€. Vamos.
El muchacho estir‘ los brazos, enderez‘ los hombros con un gesto de
dolor y mir‘ en su torno.
- Ojal€ pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
Redrick aguard‘ en silencio. Arthur lo mir‘ desoladamente y asinti‘.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo s‡bitamente.
- La mochila. Se olvida la mochila, seŸor Schuhart.
-
No querŒa explicar nada, no querŒa mentir. Tampoco hacŒa falta. IrŒa,
de cualquier modo. No tenŒa ad‘nde ir, si no. IrŒa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la
cara; parecŒa menudo, escu€lido y desamparado, como un gatito mojado y
perdido. Redrick lo sigui‘. En cuanto sali‘ de la sombra el sol cay‘ sobre
ˆl, ceg€ndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lament€ndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedŒa; resultaba imposible caminar tras ˆl; Redrick demor‘ un rato en
comprender que ˆl mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero
familiar, en cierto modo: el mismo que invadŒa la ciudad cuando el viento
norte traŒa el humo de la planta. Tambiˆn su padre olŒa asŒ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrŒo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick corrŒa a esconderse en alg‡n rinc‘n apartado y lo observaba,
asustado, mientras ˆl se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para
arroj€rselas a la madre; despuˆs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. All€ se quedaba, bajo la ducha, gruŸendo y palme€ndose el cuerpo
durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: "
Redrick tenŒa que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado
ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de
ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con
habichuelas, reciˆn entonces podŒa dejarse ver, trepar a sus rodillas y
preguntarle a cu€ntos ingenieros y a cu€ntos sindicalistas habŒa ahogado en
vitriolo durante la jornada.
Todo, a su alrededor, parecŒa estar al rojo blanco: se sentŒa mareado
de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las
articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a travˆs de la
niebla caliente que le envolvŒa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de
resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado,
golpe€ndose entre sŒ, mezclados, tropezando, confundiˆndose con aquel mundo
al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran
amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. Trat‘ de combatir el
caos, de convocar alg‡n espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura o de alegrŒa. Se exprimi‘ la memoria hasta sacar de ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era a‡n una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareci‘, qued‘ inmediatamente velado por la herrumbre;
despuˆs se deform‘, se retorci‘ hasta convertirse en la cara sombrŒa de
Monita, cubierta de piel castaŸa, €spera. Se esforz‘ por recordar a Kirill,
aquel hombre santo: sus movimientos r€pidos y seguros, su risa, su voz, que
prometŒa tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareci‘; pero en seguida
explot‘ contra el sol una telaraŸa plateada y Kirill desapareci‘. En cambio
aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su
subconsciente quebraron la barrera que ˆl intentaba crear a fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenŒa entre los recuerdos, como
si nunca hubiese visto m€s que caras feas y crueles.
Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse
cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogŒa la informaci‘n
esencial: a la izquierda, a bastante distancia habŒa un fantasma alegre
sobre un mont‘n de planchas; estaba quieto, agotado, asŒ que al diablo con
ˆl; hacia la derecha habŒa una ligera brisa, y pocos pasos m€s adelante vio
una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. ParecŒa una
estrella de mar (estaba lejos, no habŒa peligro); bien en el centro, un
p€jaro aplastado; cosa extraŸa, puesto que los p€jaros no solŒan sobrevolar
la Zona. AllŒ, junto al sendero, habŒa dos vacŒos abandonados; tal vez
Cuervo los habŒa dejado al volver; el temor es m€s fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tom‘ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apart‘ veinte
centŒmetros del camino, Redrick abri‘ la boca y lanz‘ una €spera
advertencia, autom€ticamente. Una m€quina, pens‘. Me han convertido en una
m€quina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
Quˆ tonto fuiste, Cuervo, quˆ tonto, pens‘ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿C‘mo se te ocurri‘ confiar en mŒ? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberŒas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que
te est€s poniendo viejo. M€s torpe. Pero quˆ digo, si me he pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imagin‘ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur, su dulce Artie, sir ‡nico hijo var‘n, su orgullo y su alegrŒa,
habŒa ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de
alg‡n novato prescindible. Imagin‘ aquella cara y se ech‘ a reŒr. Cuando
Arthur volvi‘ el rostro asustado para mirarlo, sigui‘ riendo y le indic‘ por
seŸas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la
conciencia otra vez, como im€genes en una pantalla. HabŒa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: habŒa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendŒa a la cantera
y se qued‘ inm‘vil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos,
estirando el largo cuello. Redrick se reuni‘ con ˆl. Pero no miraba en la
misma direcci‘n que Arthur.
Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aŸos antes por las ruedas de los vehŒculos pesados. Hacia la derecha
habŒa una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta
siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro habŒa una
aplanadora; la pala caŒda golpeaba impotente contra el costado de la ruta.
Era de esperar: no habŒa nada m€s sobre la ruta, con excepci‘n de las
estalactitas negras y retorcidas, que parecŒan velas gruesas colgadas de los
bordes dentados de la cuesta, y un mont‘n de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar
cu€ntos hablan sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los deseos de Cuervo. Aquˆl de all€ era Cuervo, volviendo sano y salvo del
s‘tano del Complejo Nº 7. Aquˆlla, la m€s grande, era Cuervo sacando de la
Zona el im€n contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel car€mbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, tambiˆn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrŒa.
-
Schuhart, despuˆs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
Solt‘ una carcajada de felicidad, se agach‘ y golpe‘ la tierra con los
puŸos, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudi‘ ridŒculamente,
arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y s‘lo entonces mir‘
Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube en donde habŒa logrado refugiarse, abandon€ndolo
nuevamente en la mugre.
No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, c‘modamente instalada entre los montones de rocas.
Aun desde allŒ se veŒa lo voluminosa y pesada que era, lo s‘lidamente
plantada que estaba en su lugar.
Nada en ella podŒa llevar a la desilusi‘n o a las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas. Por alg‡n motivo, el primer pensamiento de
Redrick fue que quiz€s fuera hueca y que debŒa estar caliente por su
situaci‘n, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podŒa
elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas.
PermanecŒa en el mismo sitio donde habŒa caŒdo. Tal vez habŒa rodado desde
alg‡n bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se habŒa perdido durante
alg‡n juego entre titanes. El caso es que no parecŒa cuidadosamente
instalada allŒ, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona:
los vacŒos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la
Visitaci‘n.
Pero al mismo tiempo tenŒa algo especial. Cuanto m€s la miraba m€s
claramente comprendŒa que era agradable de mirar, que le gustarŒa acercarse
a ella, palparla... Y s‡bitamente se le ocurri‘ que serŒa lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor a‡n, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar, recordar, tal vez perderse en ensoŸaciones, amodorr€ndose,
descansando...
Arthur se levant‘ de un salto, abri‘ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quit‘ y la arroj‘ a los pies, levantando una nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacŒa gestos y agitaba los brazos. Al fin puso
las manos detr€s de la espalda y se lanz‘ cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habŒa olvidado de ˆl, se habŒa olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus sueŸos en realidad, los pequeŸos deseos secretos
de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veŒa un centavo fuera
de su asignaci‘n; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le
sorprendŒan un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un
muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de
gabinete y, en un futuro m€s distante, presidente de la naci‘n. Redrick,
entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observ‘ en
silencio. Permaneci‘ calmo y frŒo. SabŒa lo que iba a ocurrir y sabŒa que no
serŒa capaz de mirar, pero que tenŒa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiˆndole la aguda cabeza en el vientre.
Y el muchacho seguŒa caminando hacia abajo, bailando una jiga,
arrastrando los pies seg‡n su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco,
bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas,
con alegrŒa, festivamente, algo que podŒa ser una canci‘n o una f‘rmula
m€gica. Y Redrick pens‘ que, quiz€ por primera vez en la historia de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
Al principio no escuch‘ lo que chillaba su clave parlante; al cabo
alguna pieza, en su interior, ech‘ a andar. Entonces oy‘:
- ³Felicidad para todos! ³Gratuita! ³Toda la que uno quiera!
vengan todos! ³Hay para todos! ³Nadie quedar€ Insatisfecho!
gratuita!
Y de pronto qued‘ en silencio, como si un enorme puŸo le hubiera pegado
en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires y lenta, muy lentamente, lo retorcŒa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caŒa de su
espasm‘dica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
Entonces le volvi‘ la espalda y se sent‘. Su cabeza estaba vacŒa de
todo pensamiento; de alg‡n modo habŒa dejado de tener sensaciones. El
silencio se espesaba en el aire, especialmente detr€s de ˆl, all€, en la
ruta. Se acord‘ de su petaca, sin mayor alegrŒa; era tan s‘lo una medicina y
habŒa llegado la hora de tomarla. Desenrosc‘ la tapa y bebi‘ a tragos muy
medidos. Por primera vez habrŒa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
Pas‘ el tiempo. Empez‘ a tener pensamientos m€s o menos coherentes.
Bueno, ya est€, pens‘, sin querer. La ruta est€ abierta.
Ahora podŒa bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un
poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenŒa
algunas cosas en quˆ pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a hacerlo. ¿Y quˆ era "pensar", despuˆs de todo? Pensar querŒa decir
encontrar una salida, aclarar un engaŸo, quitar la venda de los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asŒ... Quiero decir, si, lo es, pero ¿quˆ significa eso? ¿Quˆ
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
Un presentimiento terrible lo dej‘ helado. Salte‘ apresuradamente los
muchos argumentos que a‡n tenŒa por delante y se dijo, enojado: AsŒ son las
cosas, Red, no podr€s salir de aquŒ mientras no lo hayas comprendido; caer€s
muerto aquŒ, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldr€s
de aquŒ.
Dios, ¿d‘nde est€n las palabras, d‘nde est€n mis pensamientos? (Se dio
una palmada en la cabeza)
momento, Kirill solŒa decir algo asŒ.
³Kirill! Escarb‘ febrilmente entre sus recuerdos y las palabras
subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada
servŒa porque Kirill no habŒa dejado palabras tras de sŒ. HabŒa dejado
im€genes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
Perversidad y traici‘n. Tambiˆn esta vez me abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creŒa antes y tampoco lo creo ahora. Y no sˆ para quˆ
nace el hombre. Yo nacŒ. Por eso estoy aquŒ. La gente come lo que puede. Que
todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo.
¿Quiˆnes somos nosotros y quiˆnes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy
feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a ˆl le van mal las cosas es
el ‡nico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglar€.
todo es una larga pelea! Me pasˆ la vida peleando con el capit€n
Quarterblad, y ˆl se pasa la vida peleando con Ronco, y lo ‡nico que quiere
de mi es que deje de merodear. Pero ¿c‘mo voy a dejar de merodear si tengo
que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mŒ las cosas son m€s
o menos asŒ: cuando un hombre trabaja con ustedes est€ siempre trabajando
para uno de ustedes y no es m€s que un esclavo. Y yo siempre quise depender
de mŒ mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reŒrme de su
aburrimiento y de su desesperaci‘n.
Acab‘ hasta las heces del coŸac y arroj‘ la petaca vacŒa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebot‘, centelleando bajo el sol, y
sali‘ rodando. En seguida se olvid‘ de ella. Se qued‘ allŒ sentado,
cubriˆndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no
comprender, ver al menos siquiera en parte c‘mo deberŒan ser las cosas. Pero
no veŒa m€s que las caras; caras, caras y m€s caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de
cifras. SabŒa que era necesario destruir todo eso, y querŒa destruirlo, pero
adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedarŒa sino la tierra
desnuda y seca. En su frustraci‘n, en su desesperanza, sinti‘ deseos de
recostarse contra la bola.
Se levant‘, se sacudi‘ autom€ticamente los pantalones e inici‘ el
descenso hacia el fondo de la cantera.
El sol ardŒa. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire
temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberaci‘n, la bola
parecŒa danzar en su sitio, como una boya entre las olas. Pas‘ junto a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no
pisar las manchas. Y en seguida, hundiˆndose entre el pedregullo, se
arrastr‘ a travˆs de la cantera hacia la bola danzarina, guiŸadora.
Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrŒo
le recorrŒa el cuerpo. Temblaba como si reciˆn saliera de una fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirri€ndole entre los dientes. HabŒa
abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su
letanŒa:
Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las
enseŸaron. No sˆ c‘mo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me
enseŸaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos...
omnisapientes... ³bueno, adivŒnenlo!
allŒ encontrar€n cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! Averigen ustedes quˆ es lo que deseo...
malo! Maldici‘n, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que ˆl
dijo...
Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT