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     TŒtulo original: Piknik na obochone
     Traducci‘n: Edith Zilli
     © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
     © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
     Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
     ISBN 145026-78
     Edici‘n electr‘nica de Sadrac Julio de 2000
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     Es preciso sacar bueno de lo malo,
     Pues es todo cuanto se puede hacer.
     Robert Penn Warren


     De la entrevista realizada por el  enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio N‘bel de fŒsica 19..

     -  Tengo  entendido,  doctor  Pilman, que su  primer descubrimiento  de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
     -  No lo creo.  El Foco Irradiador de Pilman no fue el  primero, ni fue
importante; ni  siquiera fue un descubrimiento.  Por otra parte tampoco  fue
del todo mŒo.
     -  Debe estar  bromeando,  doctor. El Foco  Irradiador de Pilman es  un
concepto corriente hasta para los escolares.
     - Eso no me sorprende. Seg‡n  algunas fuentes, el  Foco  Irradiador  de
Pilman fue  descubierto por  un escolar.  Por  desgracia no recuerdo c‘mo se
llamaba.  B‡squelo en la  Historia de la Visitaci‘n, de  Stetson; allŒ  est€
descrito  con lujo  de  detalles.  ¨l sostiene  que el foco  irradiador  fue
descubierto  por  un  escolar, que  fue un  estudiante  universitario  quien
public‘ las coordenadas, pero que por alguna raz‘n desconocida, se le dio mi
nombre.
     -  SŒ,  con cualquier  descubrimiento pasan  cosas  sorprendentes.  ¿Le
molestarŒa explicar a nuestros oyentes de quˆ se trata, doctor?
     - El  Foco  Irradiador  de Pilman es  la  cosa  m€s simple  del  mundo.
Supongamos  que hacemos girar un  globo enorme y disparamos balas contra ˆl.
Los agujeros de esas balas quedar€n marcados en  la  superficie en una suave
curva.  La  base  de  lo  que  para  usted  es mi primer  descubrimiento  de
importancia consiste en el simple hecho de que  las seis Zonas de Visitaci‘n
est€n  dispuestas sobre  la  superficie  del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada  en alg‡n punto
de la lŒnea Tierra-Deneb.  Deneb es la estrella Alfa en  la  constelaci‘n de
Cygnus. El  punto espacial del que provienen los disparos, por asŒ  decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
     -  Gracias,  doctor ³CompaŸeros harmonitas!
clara explicaci‘n de  lo que es el Foco Irradiador de  Pilman!  A prop‘sito:
anteayer se cumplieron treinta aŸos de la Visitaci‘n. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
     - ¿Hay algo que le  interese en especial?  Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
     - Por  eso  mismo ser€ a‡n m€s  interesante  saber  quˆ sinti‘ usted al
enterarse de  que  su  ciudad  natal  era el centro de una invasi‘n de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
     - Para serle sincero,  al principio pensˆ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asŒ en nuestra pequeŸa Harmont. HabrŒa sido m€s
plausible en Gobi o en Terranova.
     - Pero al fin tuvo que creerlo.
     - Ah sŒ, al fin...
     - ¿Y entonces?
     -  De  repente  se me ocurri‘  que Harmont y las otras  cinco  zonas de
Visitaci‘n... Perd‘n, me  equivoco: por entonces  habŒa  s‘lo  otras  cuatro
zonas conocidas. Se me ocurri‘ que todas entraban en una leve curva. Calculˆ
las coordenadas y las enviˆ a Naturaleza.
     - ¿Y no se preocup‘ en ning‡n momento por la suerte de su ciudad natal?
     - La verdad  es  que  no. Vea, aunque yo habŒa  llegado a  creer en  la
Visitaci‘n, no  podŒa  convencerme  de  que habŒa  algo  de cierto  en  esos
informes  histˆricos  sobre  barrios incendiados,  monstruos  que  devoraban
selectivamente s‘lo a los viejos y a los  niŸos, batallas sangrientas  entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
     -  TenŒa raz‘n.  Si  mal  no  recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaci‘n. Pero volvamos a la  ciencia. El  descubrimiento del
Foco  Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el ‡ltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la Visitaci‘n.
     - El primero y el ‡ltimo.
     - Pero  sin duda  usted se mantendr€  muy al tanto de  la investigaci‘n
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitaci‘n.
     - SŒ. De vez en cuando leo los Informes.
     - ¿Se refiere  a los Informes  del Instituto Internacional  de Culturas
Extraterrestres?
     - SŒ.
     -  En su opini‘n, ¿cu€l  ha  sido el  descubrimiento m€s importante  en
estos ‡ltimos treinta aŸos?
     - La Visitaci‘n en sŒ.
     - Perd‘n, no comprendo.
     - La Visitaci‘n, en sŒ, es el descubrimiento m€s importante, no s‘lo de
los  ‡ltimos treinta aŸos, sino de  toda  la  historia  de la Humanidad.  No
importa tanto saber  quiˆnes fueron esos  visitantes. No  importa  saber  de
d‘nde venŒan, por quˆ vinieron, por quˆ se quedaron tan poco tiempo ni d‘nde
est€n desde que se fueron de aquŒ;  lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo:  no  estamos solos en  el  universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jam€s tendr€ la buena suerte de  hacer
un descubrimiento m€s fundamental que ˆse.
     - Lo  que usted dice es  fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me  referŒa   a  descubrimientos   y   progresos   de   Œndole  tˆcnica.   A
descubrimientos y progresos que nuestros  cientŒficos  y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. Despuˆs de todo, muchos  cientŒficos famosos
han  sugerido  que los descubrimientos  hechos  en  las  Zonas de Visitaci‘n
podrŒan cambiar todo el curso de nuestra historia.
     -  Bueno,  yo  no  estoy  de  acuerdo con  esa  opini‘n.  En  cuanto  a
descubrimientos,   especŒficamente   hablando,   no   caen  dentro   de   mi
especialidad.
     - Sin embargo usted, desde hace dos aŸos, es asesor por el Canad€ de la
comisi‘n de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitaci‘n.
     -  SŒ,  pero no tengo nada  que ver  con  el  estudio de  las  culturas
extraterrestres.  En  la  Comisi‘n,  mis  colegas y  yo  representamos a  la
comunidad  cientŒfica  internacional  cuando  surgen  dilemas  al  poner  en
pr€ctica  las  decisiones  de  las  Naciones  Unidas  con  respecto   a   la
internacionalizaci‘n de las  Zonas. Dicho en otros tˆrminos: nuestra funci‘n
es ver  que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
     - ¿Hay alguien m€s que se interese por esos tesoros?
     - SŒ.
     -
     - No sˆ quˆ es eso.
     - AsŒ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al  alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesi‘n.
     - Comprendo. Pero no, eso no est€ dentro de nuestra jurisdicci‘n.
     - Por supuesto, es cosa de la policŒa. Pero me gustarŒa saber quˆ es lo
que cae dentro de su jurisdicci‘n, doctor Pilman.
     - Hay una constante  pˆrdida de materiales provenientes de las Zonas de
Visitaci‘n que  caen  en  manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pˆrdidas.
     - ¿PodrŒa explicarse mejor, doctor?
     - ¿Por quˆ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a  los oyentes  les
interesarŒa conocer mi opini‘n sobre el incomparable Godi Mller?
     -
cientŒfica. Como cientŒfico,  ¿no le gustarŒa tener un  contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
     - ¿C‘mo le dirˆ? Supongo que sŒ.
     - En ese caso, ¿podemos esperar  que un buen dŒa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
     - Puede ser.

     1. Redrick Schuhart,  veintitrˆs aŸos, soltero, ayudante de laboratorio
en   la   divisi‘n   Harmont   del  instituto  internacional   de   culturas
extraterrestres.

     La noche  anterior,  ˆl  y  yo  estuvimos  en  el  dep‘sito. Ya  estaba
anocheciendo; yo  podŒa tirar el guardapolvo e ir a  Borscht, a echar  una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguŒa  allŒ, sosteniendo  la
pared, con el  trabajo  terminado y un  cigarrillo en la  mano.  Me morŒa de
ganas  de fumar; hacŒa dos horas que no echaba una pitada. Y ˆl no dejaba de
dar  vueltas con todo aquello. Ya habŒa llenado, cerrado y  sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la  otra; sacaba los vacŒos del transportador,
los  examinaba uno  por uno  desde  todos  lados (y  eran bien pesados,  los
malditos;  como  siete  kilos  cada  uno)   y  despuˆs   volvŒa  a  ponerlos
cuidadosamente en el estante.
     Se habŒa pasado la vida peleando con esos vacŒos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni  para  sŒ.  En su lugar  yo habrŒa
mandado todo  al diablo desde hacŒa  rato  para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo  mismo. Claro que  si uno  lo piensa  bien, un vacŒo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrŒa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme  cada vez que veo uno.  Son s‘lo dos
discos de cobre, del tamaŸo  de un platito  y de medio centŒmetro de grosor,
m€s o  menos, separados por  una distancia de  cuarenta y cinco centŒmetros.
Nada  m€s.  Nada, absolutamente, s‘lo espacio vacŒo. Uno puede pasar la mano
por  el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo  deja tan fuera de combate;
no hay m€s  que vacŒo  y vacŒo; aire  puro.  Claro,  tiene que  haber alguna
fuerza  entre los  dos,  seg‡n  creo,  porque  no  se  los  puede  juntar ni
separarlos m€s de lo que est€n.
     La verdad, compaŸeros, es difŒcil describŒrselos  a  alguien que no los
haya visto.  Son  demasiado  simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno  termina retorciˆndose  los  dedos  y diciendo  malas  palabras  por  la
frustraci‘n.  Okey, supongamos que lo han entendido; para  los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier n‡mero hay un artŒculo
sobre los vacŒos, con fotos y todo.
     Kirill llevaba casi un  aŸo rompiˆndose los  sesos con  los vacŒos,  yo
habŒa trabajado con ˆl desde el principio, pero todavŒa no estaba muy seguro
de  lo que querŒa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba  mucho por
descubrirlo. Que primero  lo descubriera  ˆl solo;  despuˆs,  a lo mejor, yo
harŒa  la  prueba.  Por  el  momento  s‘lo entendŒa una cosa:  Kirill querŒa
averiguar, a  toda  costa, c‘mo funcionaban esos  vacŒos;  los perforaba con
€cidos, los estrujaba  en  la prensa, los  ponŒa a  fundir en el  horno. AsŒ
comprenderŒa todo y  lo  llenarŒan de  vŒtores y  de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerŒa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavŒa no habŒa  llegado a  nada y ya  estaba  agotado. Andaba  como gris y
callado, con ojos de perro enfermo,  hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de  otro, yo lo habrŒa emborrachado de lo  lindo y lo habrŒa puesto en manos
de  alguna chica experta para  que lo desenredara.  Y a la maŸana  lo habrŒa
vuelto a  emborrachar y a  mandarlo  con  otra fulana.  En  un semana,
nuevo!: los  ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servŒan. Ni siquiera valŒa la pena sugerirlo: no era de esos.
     AsŒ  que est€bamos en el dep‘sito.  Yo  lo  observaba,  viendo  quˆ mal
andaba, c‘mo se le habŒan hundido los ojos, y sentŒ m€s l€stima por ˆl de la
que habŒa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidŒ... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
     - Oye - dije -, Kirill...
     AllŒ  estaba,  con  el ‡ltimo  vacŒo en la balanza,  como  si estuviera
dispuesto a trepar sobre ˆl.
     - Esc‡chame - dije -.
eh?
     - ¿Un vacŒo lleno? - replic‘, con cara de no entender.
     - SŒ, Tu trampa hidromagnˆtica, c‘mo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
     Vi que empezaba a entender. Me  mir‘, parpade‘, y un destello de raz‘n,
como a ˆl le gustaba decir, surgi‘ tras las l€grimas de perro.
     - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como ˆste, pero lleno?
     - SŒ, eso es lo que digo.
     - ¿D‘nde?
     Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
     - Vamos a fumar un cigarrillo.
     Meti‘ el vacŒo en la  caja  fuerte,  golpe‘  la puerta con fuerza y  la
cerr‘ con  tres vueltas  y media de llave; despuˆs volvimos al  laboratorio.
Ernest paga  cuatrocientos  al  contado por  un vacŒo vacŒo;  podrŒa haberle
sacado hasta la ‡ltima gota de jugo por uno lleno, grandŒsimo hijo  de puta;
pero crˆase o no, ni siquiera me pas‘ por la cabeza, porque Kirill volvŒa  a
la vida ante mis ojos. Baj‘ los  escalones de a cuatro  por vez, sin dejarme
siquiera terminar  el  cigarrillo. Le contˆ todo: c‘mo era,  d‘nde  estaba y
cu€l era la mejor  manera de llegar  hasta allŒ.  ¨l sac‘ un  mapa, busc‘ la
ubicaci‘n del  garaje y me lo  indic‘ con el dedo, Inmediatamente se imagin‘
que era yo, por supuesto; ¿c‘mo no iba a entender?
     - Quˆ perro eres - dijo,  sonriendo  -.  Bueno,  vamos  a  buscarlo. Lo
primero que haremos a la maŸana. Pedirˆ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
     - De acuerdo - dije -. ¿Quiˆn ser€ el tercero?
     - ¿Para quˆ queremos un tercero?
     - Oh, no - exclamˆ -. ¨ste no es un picnic con seŸoritas. ¿Y si te pasa
algo? Est€ en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
     ¨l solt‘ una risa breve y se encogi‘ de hombros.
     - Como quieras. Sabes m€s que yo de esto.
     ³SŒ, seguro! Claro  que s‘lo estaba tratando de seguirme la  corriente.
Por lo que a ˆl  concernŒa, el  tercero no harŒa m€s que estorbar. Si Œbamos
los dos solos todo saldrŒa bien. nadie sospecharŒa nada sobre mŒ. Pero habŒa
un inconveniente: los  del Instituto no entraban  de a dos en la  Zona.  Las
reglas indican que dos  trabajen mientras un  tercero  mira, para que  pueda
hablar cuando le pregunten, m€s tarde.
     - Por mi parte llevarŒa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo  mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
     - No -  dije -. Cualquiera  menos Austin. Puedes  llevar a  Austin otra
vez, ¿eh?
     Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardŒa, pero
creo que est€ condenado. Era algo que no podŒa explicar a  Kirill,  pero  lo
sentŒa. El  hombre  cree que conoce  y  entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que  pronto  va a  estirar la  pata.  Que  vaya,  pero no conmigo,
gracias.
     - Bueno, est€ bien. ¿Quˆ te parece Tender?
     Tender era su segundo ayudante. Uno  de esos tipos callados. que no  se
meten con nadie.
     - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
     - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
     - Bueno. Llevemos a Tender.
     Mientras ˆl  se abocaba  al estudio del  mapa, yo  fui  directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenŒa la garganta seca.
     A la maŸana lleguˆ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y  mostrˆ el pase. El guardia de  turno era ese polaco larguirucho al que le
rompŒ el alma el aŸo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
     -
     Lo parˆ en seco, muy cortˆsmente.
     -  ¿Quˆ  es eso de  "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbˆcil.
     -
     Yo estaba muy nervioso  por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantˆ por la correa del pecho y le dije claramente quˆ
opinaba de ˆl y de quiˆn descendŒa por la rama materna. Escupi‘ en el suelo,
me devolvi‘ el pase y dijo, sin m€s amabilidades:
     - Redrick Schuhart, tiene ‘rdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capit€n Herzog.
     - AsŒ  me gusta  m€s  - dije -.  Por  ahŒ andamos. Siga  es forz€ndose,
sargento; a‡n puede llegar a teniente.
     Pero  mientras  tanto  pensaba quˆ novedad era aquˆlla.  ¿Para  quˆ  me
querrŒa el  capit€n Herzog  durante el  horario de trabajo?  Bueno, fui y me
presentˆ.
     Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las  ventanas,  justo  como  una  comisarŒa.  Willy   estaba  sentado  a  su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a  m€quina no sˆ quˆ jerigonza. Un
sargentito revolvŒa el  interior  del archivo met€lico,  en  el rinc‘n;  era
nuevo; yo no lo conocŒa. En el Instituto hay m€s sargentos que en el cuartel
de policŒa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
     - Hola - dije -. ¿Me llamaba?
     Willy me mir‘ sin verme, se apart‘ de la  m€quina de escribir,  dej‘ un
pesado archivo sobre el escritorio y empez‘ a revisar el contenido.
     - ¿Redrick Schuhart?
     - El mismo - respondŒ.
     Por dentro me subŒa una risa nerviosa  todo era muy  extraŸo. No  podŒa
evitarlo:
     - ¿Cu€nto hace que est€ en el Instituto?
     - Dos aŸos y pico.
     - ¿Tiene familia?
     - Soy solo - respondŒ -. Huˆrfano.
     En seguida se volvi‘ hacia el sargento y orden‘, en tono severo:
     -  Sargento Lummer,  vaya a  los archivos  y  traiga la carpeta  n‡mero
ciento cincuenta.
     El sargento hizo la venia y desapareci‘. Mientras tanto  Willy cerr‘ el
archivo con un golpe y pregunt‘, ceŸudo:
     - ¿Ha vuelto a las andadas?
     - ¿Quˆ andadas?
     - Ya sabe a quˆ andadas  me  refiero. AquŒ  hay informaci‘n nueva sobre
usted.
     "Aj€", pensˆ.
     - ¿De d‘nde?
     ¨l frunci‘ el ceŸo y golpe‘ la pipa contra el cenicero, irritado.
     - Eso no le importa - dijo -. Se  lo  advierto  como si fuera un  viejo
amigo: deje eso, dˆjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsar€n del  Instituto definitivamente,
entiˆndalo.
     - Entiendo - dije -. Eso  lo entiendo. Lo que no entiendo  es quiˆn fue
el malnacido que pas‘ el dato.
     Pero  ya  habŒa  dejado de mirarme;  seguŒa chupando  la pipa  vacŒa  y
hojeando  las fichas del  archivo.  Con  eso estoy diciendo  que el sargento
Lummer habŒa vuelto trayendo la carpeta n‡mero ciento cincuenta.
     -  Gracias Schuhart  - dijo  el capit€n  Willy Herzog, tambiˆn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querŒa aclarar. Puede irse.
     VolvŒ al vestuario, me puse el  guardapolvo  y me animˆ. No podŒa dejar
de  pensar  en  quiˆn  habrŒa  pasado  los rumores. Si provenŒan  del  mismo
instituto eran todas mentiras,  por fuerza, porque allŒ nadie  sabŒa nada de
mŒ ni habŒa  forma de que  lo  supieran.  Si era  un informe  de la policŒa,
tambiˆn: ¿quˆ  podŒan  saber,  salvo  mis  viejos pecados?  Tal  vez  habŒan
atrapado  a  Cuervo.  Ese  hijo  de perra  habrŒa vendido hasta la madre por
salvar  el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabŒa nada de mŒ. Pensˆ y pensˆ,
sin llegar  a nada grato. Al  final  entrado por ‡ltima vez  en  la Zona, de
noche; ya me habŒa decidido a mandar todo al diablo. HacŒa ya tres meses que
habŒa desprendido de casi todo el botŒn y el  dinero se me estaba  acabando.
Si no me habŒan pescado con  la  mercaderŒa  en las manos,  menos lo  harŒan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
     Pero en ese momento, justo cuando me dirigŒa hacia las escaleras, se me
ilumin‘ repentinamente la cabeza,  y tan claramente que volvŒ al  vestuario,
me sentˆ y encendŒ  otro cigarrillo. Eso significaba que  no podŒa ir  a  la
Zona  ese dŒa. Ni  al siguiente, ni dos  dŒas despuˆs. Significaba  que esos
escuerzos me tenŒan otra vez entre ojos, que no me habŒan olvidado; o, si me
habŒan  olvidado,  alguien   se   encargaba  de   hacerles  acordar.  Ning‡n
merodeador, a menos  que estuviera completamente chiflado, se arrimarŒa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un rev‘lver a la espalda.  Lo que me
hubiera  convenido en ese momento  habrŒa  sido esconderme en el  rinc‘n m€s
oscuro.  ¿Zona? ¿Quˆ  Zona?
quˆ  tienen  que  ninguna  Zona,  ni  molestar  a  un  honrado  ayudante  de
laboratorio?
     Lo pensˆ bien y decidŒ, casi con alivio, que ese dŒa no irŒa a la Zona.
Pero ¿cu€l era la mejor manera de decŒrselo a Kirill?
     Se lo dije directamente.
     - No voy a la Zona. ¿Quˆ instrucciones tienes para darme?
     Al principio  me  mir‘ con ojos  de huevo  duro, por  supuesto. Despuˆs
pareci‘ entender. Me agarr‘ por el codo  para llevarme a su pequeŸa oficina,
me hizo  sentar  ante el  escritorio y ˆl  se instal‘  en el antepecho de la
ventana,  frente a  mŒ. Encendimos  los  cigarrillos.  Silencio.  Al fin  me
pregunt‘, como con cautela:
     - ¿Pas‘ algo, Red?
     ¿Quˆ iba a decirle?
     -  No. No pas‘ nada. Ayer perdŒ veinte al p‘ker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
     - Un momento - interrumpi‘ -. ¿Has cambiado de idea?
     La tensi‘n me hizo soltar un ruido ahogado.
     - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
     Se qued‘  tieso.  Puso  otra vez  aquella  cara patˆtica, con  ojos  de
caniche enfermo, Se  estremeci‘, encendi‘ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
     - Puedes confiar en mŒ, Red. No le dije una palabra a nadie.
     - Por supuesto, nadie habla de ti.
     - Ni siquiera hablˆ todavŒa con Tender. Hice  extender un pase a nombre
de ˆl, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
     No  dije  nada  y seguŒ  fumando. Era extraŸo y triste.  Ese  hombre no
entendŒa nada.
     - ¿Quˆ te dijo Herzog?
     - Nada en especial. Alguien pas‘ el dato, eso es todo.
     ¨l  me  ech‘ una mirada  extraŸa, se  baj‘  del antepecho  y  empez‘  a
pasearse,  mientras yo hacŒa anillos de humo  en silencio. Lo sentŒa por ˆl,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la  que habŒa  encontrado  para  la melancolŒa de Kirill! ¿Y de quiˆn era la
culpa? MŒa; habŒa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De  pronto ˆl  dej‘ de
pasearse y se acerc‘ a mŒ. Mir‘ de soslayo hacia cualquier parte y murmur‘:
     - Escucha, Red, ¿cu€nto costar€ un vacŒo lleno?
     Al principio  no entendŒ; pensˆ que tenŒa esperanzas de comprar alguno.
¿D‘nde lo iba  a conseguir? Tal vez ˆse fuera el ‡nico del  mundo; adem€s ˆl
no debŒa tener tanta  plata como para comprarlo.  ¿De d‘nde pensaba sacarla?
Era un cientŒfico extranjero, ruso,  para colmo. De pronto  comprendŒ.  ¿AsŒ
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
     "GrandŒsimo  tal por cual",  pensˆ, "¿por quˆ me tomas?"  AbrŒ la  boca
para decŒrselo, pero  la volvŒ a cerrar. Porque en  realidad, ¿por quˆ iba a
tomarme? Un merodeador es un  merodeador. Cuanta m€s plata,  mejor. Se juega
la  vida  por  plata.  TenŒa  derecho a pensar que  el dŒa anterior yo habŒa
tirado la lŒnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
     La idea  me  dejaba  mudo.  Y  ˆl  seguŒa  mir€ndome  intensamente, sin
parpadear. No habŒa disgusto en sus  ojos, sino una especie de  comprensi‘n,
me parece. Al fin se lo expliquˆ, con calma.
     - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavŒa.
No hay caminos. T‡  lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querŒamos y volvimos en seguida. Como si fuˆramos al dep‘sito. Entonces todo
el mundo  se dar€ cuenta  de  que sabŒamos de antemano lo  que busc€bamos  y
d‘nde estaba. Eso quiere  decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiˆn puede haber estado allŒ? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
     Terminˆ mi  discursito.  Nos miramos  fijamente  a los ojos,  sin decir
nada. De  pronto ˆl junt‘  las manos,  con  ruido  se  las  frot‘ y  anunci‘
cordialmente:
     - Bueno, t‡  no podr€s ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Irˆ solo.
Tal vez me vaya bien. No ser€ la primera vez.
     Tendi‘ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoy‘ en las manos
para inclinarse  sobre ˆl. Toda su cordialidad  pareci‘ evaporarse ante  mis
ojos. Le oŒ musitar:
     - Cuarenta metros, cuarenta y uno,  podrŒa ser, y tres hasta llegar  al
garaje.  No,  no  llevarˆ  a Tender. ¿Quˆ te parece,  Red?  ¿Dejo  a Tender?
Despuˆs de todo tiene dos hijos.
     - No te dejar€n ir solo.
     -  Me  dejar€n  -  murmur‘  -. Conozco a todos  los sargentos  y a  los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allŒ hay un envase de gasolina
y est€ completamente herrumbrado, pero  los camiones parecen reciˆn  salidos
de la f€brica.
     Apart‘ la vista del mapa y mir‘ por la ventana. Yo tambiˆn lo hice. Los
vidrios de  nuestras ventanas son gruesos  y  emplomados. Y  m€s all€...  la
Zona. AllŒ est€, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
     A  simple vista parece una extensi‘n de tierra como  cualquier otra. El
sol  brilla  sobre  ella  como en  cualquier rinc‘n  del  planeta. DarŒa  la
impresi‘n de que nada ha cambiado mucho en ella; todo est€ como hace treinta
aŸos.  Mi padre, que en  paz  descanse, no encontraba nada  fuera  de  lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quˆ no habŒa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabŒa una huelga  o algo asŒ? El  metal  amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos  hornos brillaban bajo el sol; habŒa
rieles,  rieles  y  m€s  rieles, y una locomotora  con  vagonetas  sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta.  AllŒ  estaba tambiˆn el  garaje:  un largo  intestino gris  con las
puertas  abiertas de par  en par. Los camiones estaban  estacionados  en  un
sitio pavimentado, junto a ˆl.
     Kirill tenŒa  raz‘n con  respecto a  aquellos vehŒculos:  la  cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una  grieta en  el  asfalto, si es  que las
zarzas no la han cubierto a‡n.
     Cuarenta  metros. ¿Desde  d‘nde contaba?  Oh,  probablemente  desde  el
‡ltimo  poste.  TenŒa raz‘n, la  distancia  no era  mayor; esos  cientŒficos
tragalibros iban progresando. HabŒan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllŒ estaba la fosa donde  habŒa caŒdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos  habŒa avisado a  Zalamero: "Mantente tan
lejos de  las fosas como puedas, o no quedar€ de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirˆ en el  agua no habŒa nada. AsŒ  son las cosas
de la  Zona: si uno vuelve con botŒn,  es un milagro;  si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ning‡n disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo dem€s, es el destino.
     Al mirar  a Kirill notˆ que me observaba secretamente. Fue la expresi‘n
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensˆ; "al
fin y al cabo, ¿quˆ me pueden hacer estos esfuerzos?"  No hacŒa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
     -  Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -.  Fuentes  oficiales (y lo
repito:  oficiales)  me han inducido  a  creer  que convendrŒa  realizar una
inspecci‘n del garaje, que podrŒa  ser de gran valor cientŒfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaci‘n.
     Y sonri‘, luminoso como el sol del verano.
     - ¿Quˆ fuentes oficiales? - preguntˆ, sonriendo a mi vez como un tonto.
     - Son  confidenciales, pero a  ti puedo revel€rtelas - dijo, frunciendo
el ceŸo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
     - Oh, el doctor Douglas. ¿Quˆ doctor Douglas?
     - Sam Douglas - respondi‘ ˆl, secamente -. Muri‘ el aŸo pasado.
     Se me eriz‘ la  piel. ¿Quiˆn se atreve a hablar de esas cosas antes  de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. Aplastˆ la colilla en el cenicero y dije:
     -  Est€  bien.  ¿D‘nde est€  ese  Tender?  ¿Hasta  cu€ndo  tenemos  que
esperarlo?
     En otras palabras, no  volvimos  a  tocar el  tema. Kirill  telefone‘ a
Transportes  y pidi‘ una cabina  voladora. Mientras  tanto  yo  estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogr€fico, una vista aˆrea muy
ampliada.  Se veŒan hasta los picos  de la  cubierta que estaba junto a  los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa  asŒ...
Pero  no  servirŒa de mucho por la noche,  cuando  ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
     En ese momento entr‘ Tender. Estaba rojo  y sin aliento;  tenŒa la hija
enferma y habŒa ido a buscar un mˆdico. Se disculp‘ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Œbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dej‘ de jadear y de bufar, de puro miedo.
     - ¿C‘mo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quˆ yo?
     Sin embargo recuper‘  la respiraci‘n en  cuanto  le  dijimos que  habŒa
doble bonificaci‘n y que Red Schuhart irŒa tambiˆn.
     Al fin bajamos al "boudoir"  y Kirill fue  a  buscar los  pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entreg‘  trajes  especiales. En  realidad
son cosas muy pr€cticas; si uno los tiŸera de cualquier color, menos el rojo
que  tienen, cualquier  merodeador pagarŒa gustosamente unos  quinientos por
uno  de ellos,  sin  parpadear siquiera.  Yo  jurˆ  hace tiempo  que  un dŒa
cualquiera encontrarŒa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asŒ como un  traje de buceo con un casco en  forma
de burbuja,  provisto de visor. En realidad no es  exactamente  un traje  de
buceo; m€s bien se parece al  de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, c‘modo, sin ninguna costura, y no hacŒa sudar. Con
un trajecito como ˆse uno podŒa caminar  entre el fuego y  el gas, Dicen que
ni siquiera las balas  lo perforan. Claro que el fuego,  las armas y el  gas
mostaza son todas cosas humanas y terr€queas; en la zona no hay nada de eso.
Y  de cualquier modo,  para decir  la verdad, la gente cae  como  moscas con
traje o sin ˆl. Eso sŒ, tal vez sin trajes morirŒan muchos m€s. Esos equipos
ofrecen un  cien  por  ciento  de  protecci‘n contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
     Nos  pusimos  los  trajes especiales. Yo volquˆ en  el bolsillo  de  la
cadera las tuercas  y  los tornillos  que  llevaba en  una  bolsa,  y  todos
cruzamos  el  patio  del  Instituto hacia  la entrada de  la  Zona.  AsŒ  lo
establecŒa la rutina, para  que todos vieran a los hˆroes  de la ciencia que
depositaban  la  vida  en  el  altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspŒritu Santo, amˆn. Y  sin  duda  alguna,  desde  el piso quince  hasta la
planta baja habŒa  caras solidarias  que nos  observaban. No nos faltaba m€s
que un agitar de paŸuelos y una orquesta.
     - ³Arriba! - dije a Tender -. ³Saca pecho, gordinfl‘n!
estar€ eternamente agradecida!
     Cuando  se dio vuelta a mirarme  comprendŒ  que no estaba de humor para
bromas. Y tenŒa raz‘n, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar  o bromear... y yo nunca llorˆ, ni siquiera
de niŸo. Mirˆ a Kirill;  ˆl soportaba bien la tensi‘n, pero movŒa los labios
corno si estuviera rezando.
     -  ¿Rezas? - preguntˆ -. Reza, reza. Cuanto m€s se entra en la Zona m€s
cerca se est€ del ParaŒso.
     - ¿Quˆ?
     -
el ParaŒso.
     Con una s‡bita sonrisa, me palme‘ la espalda como  diciendo: "No tengas
miedo, nada pasar€ mientras estˆs conmigo, y si pasa... Bueno, s‘lo se muere
una vez", Quˆ tipo simp€tico es, de veras.
     Mostramos nuestros pases al ‡ltimo  de los  sargentos, s‘lo  que en esa
oportunidad, para cambiar,  era  un  teniente. Lo  conozco;  el  padre vende
losetas para tumbas en Rex‘polis, allŒ nos esperaba la cabina  voladora; los
muchachos de Transporte  la habŒan dejado en  el  pasillo. Tambiˆn esperaban
allŒ  todos  los  dem€s: el equipo  de  primeros  auxilios, los  bomberos  y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un  puŸado de
tontos  sobrealimentados dentro de  un helic‘ptero.
visto nunca!
     En cuanto  subimos  a la cabina, Kirill  se  hizo cargo de los  mandos,
diciendo:
     - Okey, Red, t‡ guŒas.
     Bajˆ tranquilamente la cremallera del pecho y saquˆ una petaca; tomˆ un
trago largo antes de volver a  guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en  la  Zona,  pero  sin eso...  no,  no puedo. Los  dos  me  miraban,
esperando.
     - Bueno  - dije -,  no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos  y no sˆ quˆ  efecto les causa. Trabajaremos de  este modo: lo que yo
diga, ustedes lo har€n inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar  vueltas  o a hacer  preguntas le tirarˆ con lo primero que encuentre  a
mano. Quiero pedirles  disculpas desde ahora. Por  ejemplo: seŸor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantar€s inmediatamente ese culo gordo y
har€s lo que te digo. Y  si no lo haces, quiˆn sabe si volver€s a  ver a  tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarˆ de que vuelvas a verla.
     -  No  te olvides  de  darme  las  ‘rdenes -  buf‘  Tender, enrojecido,
sudoroso,  mordisque€ndose  los  labios  -. Caminarˆ  de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
     - En  lo  que  a mŒ  respecta los  dos  son novatos  - dije -. Y no  me
olvidarˆ de  dar las ‘rdenes, no se  preocupen. A prop‘sito,  ¿sabe  manejar
cabinas?
     - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
     -  Bueno, de acuerdo. AquŒ  vamos. Buen viaje. Bajen  las viseras. Poca
velocidad, en lŒnea recta a  lo largo de los  postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
     Kirill elev‘ la cabina  a  tres metros y  avanzamos  a marcha lenta. Me
volvŒ sin que nadie se  diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habŒa trepado  al  helic‘ptero;  los  bomberos
estaban en posici‘n  de firme, por puro  respeto y el teniente de la  puerta
nos hacŒa  la venia,  el imbˆcil; sobre  todo aquello  flameaba el enorme  y
desteŸido  estandarte:  "Bienvenidos, Visitantes"  Tender parecŒa a punto de
responder a  los  saludos, pero  le  di  tal codazo  en  las  costillas  que
inmediatamente descart‘ cualquier ceremonia.
³Ya te tocar€ decir adi‘s!
     Y partimos.
     El  Instituto  estaba  a  nuestra derecha; el  Cuartel  de la Peste,  a
nuestra izquierda. Avanz€bamos de poste  en poste bien  por  el medio  de la
calle. HabŒan  pasado  siglos desde  la ‡ltima vez  que  alguien  caminara o
manejara por esa calle.  El asfalto estaba todo resquebrajado y habŒa pastos
en  las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera  izquierda crecŒan zarzas  negras; los  lŒmites de la  Zona eran  bien
visibles: los  pastos  negros terminaban en el cord‘n  como  si los hubiesen
podado.  SŒ,  aquellos visitantes  eran educados; revolvieron  un  mont‘n de
cosas, pero  al  menos se marcaron lŒmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa  incendiada llegaba a  nuestro sector  de la  Zona, aunque cualquiera
dirŒa que con un viento fuerte podŒa llegar.
     Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las  ventanas, sin embargo, no estaban  rotas, pero sŒ tan  sucias que no se
veŒa nada. A la noche,  cuando uno  pasaba furtivamente por  ahŒ, se veŒa un
resplandor allŒ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de  brujas que se filtra por  los s‘tanos. Si uno mira  al descuido se
lleva la impresi‘n de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten alg‡n arreglo, pero eso no es nada extraŸo.
Lo ‡nico extraŸo es que no hay gente por allŒ.
     En aquella  casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivŒa nuestro
profesor de matem€ticas; le llam€bamos La Coma.  Era aburrido, un fracasado;
la  segunda esposa  lo  abandon‘ justo antes de la Visitaci‘n; la hija tenŒa
cataratas en un ojo  y nosotros nos burl€bamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando  comenz‘ el p€nico, ˆl  y los otros vecinos corrieron  al
puente  en  ropa  interior, tres  millas,  sin parar. El pas‘  mucho  tiempo
enfermo con  la peste; perdi‘ toda la piel y las uŸas.  Se  enfermaron  casi
todos los que vivŒan en  ese barrio; por  eso lo  llamamos el  Cuartel de la
Peste. Algunos  murieron; los viejos, en su mayorŒa, y no fueron muchos. Por
mi parte,  creo que no los  mat‘ la  peste, sino  el miedo. Era terrorŒfico.
Todos los que vivŒan allŒ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios qued‘
ciega. Ahora esas  Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcˆtera.  No es  que hayan quedado  ciegos por completo, pero sŒ
con una  especie de  ceguera  nocturna. A  prop‘sito, dicen  que  eso no fue
consecuencia de ninguna explosi‘n, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un  ruido fuerte.  Dicen  que de  tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mˆdicos les dijeron que era imposible, que  trataran de recordar,
pero  ellos insistŒan en que  fue un trueno lo que los  ceg‘. Lo raro es que
nadie m€s oy‘ ese trueno.
     SŒ,  era como si allŒ  no  hubiera  pasado  nada.  HabŒa un  kiosco  de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebˆ en  la entrada de una casa; hasta las
s€banas parecŒan  limpias. Pero las antenas  estropeaban  el  efecto:  todas
estaban cubiertas por una cosa  peluda que parecŒa  algod‘n. HacŒa rato  que
los tragalibros venŒan  rompiˆndose los sesos con ese  asunto  del  algod‘n.
QuerŒan  examinarlo,  ¿entienden?  No habŒa nada  parecido en otros lugares,
s‘lo en  el  Cuartel de la Peste y s‘lo en las  antenas.  M€s a‡n: lo tenŒan
precisamente allŒ, bajo  las ventanas.  Al  fin tuvieron  una idea luminosa:
desde  un  helic‘ptero  bajaron un  ancla sujeta  por  un  cable de  acero y
engancharon un trozo de algod‘n.  En cuanto  el helic‘ptero  tir‘, se oy‘ un
"psst", y vimos  salir humo de  la antena, del ancla  y del  cable.  Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoŸosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno,  el piloto no  era ning‡n tonto (por algo  habŒa  llegado a
teniente);  en  seguida se  imagin‘ lo que pasaba,  solt‘ el cable y sali‘ a
toda velocidad. AllŒ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algod‘n.
     AsŒ llegamos al final de la calle,  donde debŒamos girar,  f€cilmente y
sin problema. Kirill me mir‘: ¿doblaba?  Le indiquˆ por seŸas que lo hiciera
bien  despacio. Nuestra  cabina  dobl‘,  avanzando lentamente  por sobre los
‡ltimos centŒmetros de tierra humana. La acera  se  estaba aproximando  y la
sombra de la  cabina  caŒa  sobre  las zarzas. Listo.
SentŒ un escalofrŒo. Siempre siento el mismo escalofrŒo. Y nunca sˆ si es la
Zona  que  me   saluda  a  mis  nervios  de  merodeador  que  se   ponen  en
funcionamiento.  Siempre  digo que cuando vuelva  preguntarˆ a  los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
     Bueno,  asŒ  que  Œbamos avanzando  silenciosamente sobre  los antiguos
jardines. El  motor canturreaba parejo bajo  nuestros pies,  tranquilo; a ˆl
nada lo preocupaba,  nada podŒa hacerle mal allŒ. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
     TodavŒa no habŒamos llegado al primer poste cuando comenz‘ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaŸeteaban los dientes, le palpitaba  el  coraz‘n, le fallaba la
memoria; se sentŒa avergonzado,  pero de  cualquier modo no podŒa dominarse.
Creo  que es  como  cuando nos  chorrea la  nariz:  no depende de  nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre  los Visitantes  o  hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin  poder  parar.  Cu€nto le habŒa costado, quˆ  buena  era la tela, y  los
botones nuevos que le habŒa puesto el sastre...
     - C€llate.
     Me  mir‘ patˆticamente, hizo un  puchero  y sigui‘: cu€nta  seda  habŒa
hecho falta para el forro.
     Los  jardines  ya  habŒan terminado;  por debajo  de nosotros estaba el
baldŒo que antes  se usaba como basurero municipal. SentŒ una  ligera brisa.
Pero no habŒa viento, nada de viento. De pronto sentŒ  un soplo  fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareci‘ oŒr algo.
     -
     No, no podŒa callarse. Ya andaba por  los bolsillos. No  me quedaba m€s
remedio.
     -
     ¨l  fren‘ inmediatamente. Buenos reflejos;  me  sentŒ  orgulloso de ˆl.
Tomˆ a Tender por el hombro, lo hice  girar hacia mŒ y le lancˆ una trompada
hacia el visor. Se  le estrell‘ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrˆ
los ojos y qued‘ mudo.
     En cuanto  call‘ volvŒ a oŒrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mir‘ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seŸa para que se estuviera
quieto. Dios,  por  favor, quˆdate  quieto, no  muevas  un m‡sculo.  Pero ˆl
tambiˆn oŒa el ruido y, como todos los novatos, sentŒa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
     - ¿Retrocedo? - susurr‘.
     SacudŒ  desesperadamente  la  cabeza y agitˆ  el  puŸo  bajo su visera:
³silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para  d‘nde mirar:  si al
terreno o a ellos.  Pero en ese momento  me olvidˆ de todo. Sobre la montaŸa
de  viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como  si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodŒa.  Cruz‘  por  sobre el  montŒculo  y  avanz‘,  m€s  y  m€s, hacia
nosotros, justo al lado del poste; qued‘  suspendido por un momento sobre la
ruta  (¿o  era s‘lo  imaginaci‘n  mŒa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo,  entre  matas  y  cercas   podridas,   hacia  el  cementerio  de  los
autom‘viles,
     ³Malditos  tragalibros! ¿A quiˆn se le ocurre trazar  la  ruta sobre el
vaciadero  de basuras?  Y  yo  tambiˆn,
pensando cuando me entusiasmˆ con ese mapa est‡pido?
     - Despacio, adelante - indiquˆ a Kirill.
     - ¿Quˆ era eso?
     -  Sabr€  el diablo.  Era algo y  ya no  est€. Gracias a  Dios. Y ahora
c€llate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes?  Eres una m€quina,
mi volante, nada m€s.
     De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
     - Suficiente. Ni una palabra m€s.
     Necesitaba otro trago. Dˆjenme que les diga algo: esos trajes  de buceo
eran una tonterŒa. He sobrevivido a muchas cosas  sin ese  maldito equipo  y
sobrevivirˆ a  muchas m€s, pero sin  un buen trago  en el  momento  justo...
³Bueno, ya basta!
     La brisa parecŒa  haberse calmado.  No  oŒa  nada  amenazador. El ‡nico
ruido era el ronroneo tranquilo y soŸoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacŒa  mucho calor. Sobre el garaje pendŒa una neblina. Todo parecŒa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado.  Los novatos se iban  puliendo. No  se preocupen, compaŸeros, en la
Zona  se puede  respirar tambiˆn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenŒa un cŒrculo rojo con el n‡mero 27 dentro. Kirill
me mir‘, yo asentŒ y nuestra cabina se detuvo.
     Ya habŒan caŒdo  los capullos y era el tiempo  de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma  absoluta. No habŒa apuro. El viento habŒa
cesado y la visibilidad era  buena.  Todo iba como la  seda. Vi  la  fosa en
donde Zalamero habŒa estirado la pata;  dentro habŒa  algo de color, tal vez
sus ropas.  Era una porquerŒa, que en  paz descanse: avaricioso, est‡pido  y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general,  la Zona no
pregunta quiˆn es bueno y quiˆn  es malo. AsŒ que gracias, Zalamero; eres un
idiota  y  nadie  se acuerda de tu verdadero nombre, pero al  menos serviste
para que los vivos supieran por d‘nde no tenŒan que pasar.
     Claro, nuestra mejor salida consistŒa en llegar, al asfalto. El asfalto
es  liso y se puede ver todo lo que hay en ˆl; adem€s esa grieta  la conozco
bien.
corrŒa una  lŒnea recta hacia  el  asfalto. AllŒ estaban, muy pagados de sŒ,
esperando. No, por allŒ  no pasarŒamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja  mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda.  PasarŒamos por sobre el montŒculo izquierdo. Claro que yo
no sabŒa lo que habŒa del otro lado. Seg‡n el mapa, nada, pero ¿quiˆn confŒa
en los mapas?
     - Escucha, Red  - susurr‘  Kirill -,  ¿Por quˆ  no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuˆs  bajamos,  y estaremos junto al  garaje,
¿eh?
     - C€llate, abriboca - dije -, no me molestes.
     QuerŒa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarŒan
siquiera  nuestros  huesos. O tal  vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y  no dejarŒa ni un pedacito  h‡medo de  nosotros. Ya estaba
hasta  la coronilla de los arriesgados. ¨l no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabŒa  ya  perfectamente c‘mo llegar hasta el montŒculo. Despuˆs nos
detendrŒamos  allŒ por un ratito a pensar el movimiento  siguiente.  Tomˆ un
puŸado de las tuercas y tornillos que tenŒa en el bolsillo y se los mostrˆ a
Kirill sobre la palma.
     -  ¿Recuerdas el cuento  de  Hansel  y Gretel que  te enseŸaban  en  la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revˆs.
     Arrojˆ la  primera tuerca; no  muy lejos,  a unos diez  metros, como yo
querŒa. Lleg‘ sin problemas.
     - ¿Viste eso?
     - ¿Y quˆ? - pregunt‘ ˆl.
     - Nada de "y quˆ". Te preguntˆ si lo viste.
     - Lo vi.
     -  Ahora lleva la  cabina,  bien despacio, hasta donde est€  la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
     - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
     - Busco lo que  debo buscar. Espera, arrojarˆ otra. Mira bien d‘nde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
     La segunda tuerca tambiˆn cay‘ sin inconvenientes junto a la primera.
     - Vamos.
     Hizo  arrancar  la  cabina.  Su  cara  estaba  tranquila  y  despejada.
ComprendŒa bien, por lo visto.  Todos son  iguales, estos  tragalibros; para
ellos lo  m€s importante es encontrar un nombre  para cada cosa. Mientras no
encontr‘  el nombre  tenŒa un  aspecto  lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenŒa una  etiqueta, graviconcentrados;  entonces entendŒa todo y
la vida era unas pascuas.
     Pasamos sobre la primera tuerca, sobre  la segunda, sobre una  tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el  peso del cuerpo de uno  a otro pie, bostezaba
de  puros  nervios; se sentŒa  encerrado, pobre tipo.  Pero  le  harŒa bien.
BajarŒa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojˆ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gust‘ del todo. No habrŒa podido explicar
quˆ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y  sujetˆ a  Kirill
por la mano.
     - Quieto - dije -. No te muevas ni un centŒmetro.
     Tomˆ  otra y la lancˆ m€s alto y m€s lejos.
mosquitos! La  tuerca vol‘ normalmente; parecŒa  caer sin problemas, pero  a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterriz‘ qued‘ hundida en la arcilla.
     - ¿Viste eso? - susurrˆ.
     - S‘lo en las pelŒculas - observ‘,  estir€ndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
     Era triste y divertido. ³Una!
Arrojˆ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para  ser sincero habrŒa  alcanzado con siete, pero lancˆ uno m€s,
bien  hacia el medio, para que  ˆl pudiera disfrutar con su concentrado.  Se
estrell‘  en la  arcilla  como  si fuera  una  pesa de cinco  kilos y  no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruŸ‘ de gusto.
     - Okey - dije -, ya  nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asŒ que no lo pierdas de vista.
     AsŒ  dejamos a un  lado la roncha de mosquitos y llegamos al montŒculo.
Era tan pequeŸo  que  parecŒa un sorete  de gato. Hasta entonces yo no habŒa
reparado en ˆl. Quedamos suspendidos  en el  aire por sobre el montŒculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veŒa
cada  brizna  de pasto,  cada grieta, como en  una  instant€nea. Bueno,  con
arrojar una tuerca podrŒamos seguir.
     No pude arrojar esa tuerca.
     No entendŒa lo que me pasaba, pero no podŒa decidirme a arrojarla.
     - ¿Quˆ pasa? - pregunt‘ Kirill -. ¿Por quˆ no seguimos?
     - Espera - dije -. C€llate.
     HabŒa pensado arrojar  la tuerca  para  que avanz€ramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida,  sin mover  siquiera las briznas de  pasto. En
treinta segundos podŒamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podŒa arrojar la tuerca hacia
allŒ. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era m€s larga y
habŒa un  mont‘n de guijarros poco simp€tico.  Hacia  allŒ sŒ, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
     Arrojˆ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la  cabina y avanz‘ hacia ella. Despuˆs me mir‘. Debo  haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apart‘ la vista.
     - Est€ bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
     Y lancˆ la ‡ltima tuerca hacia el asfalto.
     A partir de ese momento fue mucho m€s f€cil. Encontrˆ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me  limitˆ a observarla, con
silencioso regocijo.  Nos  lev‘  hasta  las  puertas  del  garaje mejor  que
cualquier poste, cualquier seŸal.
     Ordenˆ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echˆ de panza
al suelo y mirˆ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol  no  me  dej‘  ver nada.  S‘lo  negrura.  Despuˆs  mis  ojos  se  fueron
acostumbrando.  Vi entonces que nada habŒa cambiado en  el  garaje  desde la
‡ltima vez. El cami‘n  de la basura seguŒa a‡n estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin  agujeros  ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso  de cemento, tal vez  porque  en  la fosa  no habŒa  demasiada jalea de
brujas y no habŒa salpicado hacia afuera desde la ‡ltima vez.
     S‘lo  una cosa no me gustaba. En la parte trasera  del garaje, cerca de
las  latas,  se veŒa  algo plateado. Eso no estaba allŒ  antes. Bueno, habŒa
algo  plateado, y quˆ.
brillo especial; relucŒa un poquito, suave,  tranquilamente. Me  levantˆ, me
cepillˆ la ropa y echˆ una mirada a mi alrededor. AllŒ estaban los camiones,
en  el baldŒo, siempre como nuevos. Hasta parecŒan m€s nuevos  que la ‡ltima
vez, Y el cami‘n de  gasolina, pobrecito,  estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse  a pedazos. AllŒ estaba tambiˆn la cubierta, como ellos lo
tenŒan indicado en el mapa.
     No me  gustaba el aspecto de esa cubierta.  La sombra  no estaba  bien;
tenŒamos  el sol  a  la espalda,  pero la sombra  de la cubierta venŒa hacia
nosotros. Bueno,  no importaba,  estaba bastante  lejos.  Todo parecŒa bien;
podŒamos empezar el trabajo.
     Pero  esa cosa plateada que brillaba all€ atr€s, ¿quˆ era? ¿Imaginaci‘n
mŒa, no m€s? SerŒa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quˆ ese resplandor por sobre las  latas,  por quˆ no estaba entre ellas, por
quˆ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habŒa dicho algo sobre las
sombras: que eran  extraŸas, pero no  peligrosas;  algo  pasa aquŒ  con  las
sombras.
     Pero  ¿quˆ era  ese brillo  plateado? ParecŒa una telaraŸa de  las  que
suele haber en los €rboles de los bosques. ¿Quˆ clase de araŸa podrŒa  haber
tejido su tela allŒ? Nunca habŒa visto bichos en la Zona.
     Lo peor era que mi  vacŒo estaba precisamente allŒ, a dos  pasos de las
latas. TendrŒa que haberlo robado la ‡ltima vez, y entonces ahora no estarŒa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Despuˆs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantˆ  sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre  la  espalda, en  cuatro patas, en  la  oscuridad... Si ustedes  nunca
anduvieron con un  vacŒo  a  cuestas,  hagan la prueba: es como llevar  diez
litros de agua sin balde.
     Ya era hora de  ponerse en  marcha. TenŒa  ganas de  un trago. Me volvŒ
hacia Tender.
     - Kirill y yo  vamos a entrar al garaje. Quˆdate aquŒ y  no toques  los
mandos si yo  no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquŒ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
     Asinti‘ seriamente, como quien  dice: "No me voy a acobardar". TenŒa la
nariz  como  una ciruela;  mi trompada  habŒa sido  fuerte  de  veras.  Bajˆ
cuidadosamente las sogas de emergencia, observˆ una vez m€s aquel resplandor
plateado, hice seŸas  a  Kirill y comencˆ  a  bajar. Una  vez en el  asfalto
esperˆ a que ˆl descendiera por la otra soga.
     - No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
     Nos  detuvimos sobre  el asfalto, con la cabina flotando al  lado y las
cuerdas culebre€ndonos bajo los pies. Tender  asom‘ la cabeza por encima del
riel  y nos mir‘ con  ojos llenos de desesperaci‘n.  Era hora  de ponerse en
marcha.
     - SŒgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
     Avancˆ. Me detuve en  el vano de la puerta para mirar  a mi  alrededor.
³Es muchŒsimo m€s f€cil trabajar a la luz del dŒa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano.  Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como  el  alcohol encendido.  Pero no  iluminaban nada.  Al  contrario, todo
parecŒa m€s oscuro, malditas sean.
     Ya habŒa acostumbrado  los ojos a aquella luz l‘brega y podŒa ver hasta
el polvo  en los rincones m€s  oscuros. En  verdad habŒa  algo plateado  por
allŒ; eran hilos  plateados que iban  desde las  latas hasta  el  techo. SŒ,
parecŒan una tela de araŸa; tal vez no fueran m€s que eso, pero era mejor no
acercarse.
     Fue entonces cuando cometŒ  mi error. TendrŒa que haberme detenido, con
Kirill bien  al  lado, esperar a que ˆl tambiˆn  acostumbrara los ojos a  la
penumbra  y  entonces  seŸalarle   la  telaraŸa.  SeŸal€rsela.  Pero  estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debŒa ver y me olvidˆ de Kirill.
     Di un paso hacia  el interior y  me  dirigŒ en  lŒnea  recta hacia  las
latas. Me inclinˆ sobre el vacŒo. En ˆl parecŒa no haber  ninguna  telaraŸa.
Levantˆ un extremo y dije a Kirill:
     - Agarra de ahŒ y no lo dejes caer; es pesado.
     Levantˆ  la vista  y sentŒ  que algo me apretaba la garganta.  No  pude
abrir la boca.  QuerŒa  gritar: "³Quieto!
vez de cualquier modo no habrŒa  tenido tiempo,  pues todo ocurri‘ demasiado
r€pido. Kirill se acerc‘ al vacŒo, de  espaldas a las latas, y apoy‘ toda la
espalda en la telaraŸa plateada. Cerrˆ los ojos;  quedˆ aturdido; no  oŒ m€s
que el  ruido  de  la  telaraŸa  al desgarrarse. Era un sonido coruscante  y
dˆbil.
     AsŒ estaba todavŒa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill habl‘:
     - Bueno, ¿lo llevamos?
     - Vamos.
     Levantamos  el  vacŒo  y  nos dirigimos  hacia  la puerta, caminando de
costado.  Era  terriblemente  pesado,  el  maldito; aun  entre dos resultaba
difŒcil llevarlo. Salimos  al sol  y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estir‘ para tomarlo.
     - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
     - No - interrumpŒ -. Esperemos un segundo. Primero dˆjalo en el suelo.
     Lo dejamos.
     - Date vuelta. Quiero verte la espalda.
     Se volvi‘  sin decir palabra.  Mirˆ;  no tenŒa nada allŒ. Lo hice girar
para aquŒ  y para all€,  pero no tenŒa nada. VolvŒ los ojos hacia las latas;
allŒ tampoco habŒa nada.
     - Oye - dije a Kirill, sin sacar  los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraŸa?
     - ¿Quˆ telaraŸa? ¿D‘nde?
     - Bueno, tuvimos suerte.
     Sin embargo pensaba: "En realidad todavŒa no se puede saber".
     - De acuerdo. Levantemos esto.
     Metimos el vacŒo en  la cabina  y  lo  ubicamos de modo tal  que no  se
moviera. AllŒ estaba, el minino, brillante y  limpito; el cobre relumbraba a
la luz  del sol.  Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes  de nubes
entre  los dos discos. Comprendimos que no era un vacŒo, sino  algo asŒ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato m€s antes de trepar a la cabina e iniciar  el  viaje de regreso  sin
m€s vueltas.
     ³Quˆ f€cil era todo para los cientŒficos! Para empezar trabajaban  a la
luz del  dŒa.  Adem€s,  lo ‡nico  bravo era entrar a  la Zona,  porque  para
regresar,  la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un curs‘grafo, creo que  se llama,  que  lleva  a la cabina  exactamente por
donde vino.
     Mientras flot€bamos  en el aire,  en  el  trayecto de  regreso, repiti‘
todas  las  maniobras, deteniˆndose  por un momento para proseguir  en  cada
cambio de direcci‘n. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y  las tuercas;
podrŒa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
     Mis novatos estaban euf‘ricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
pr€cticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar  la ruta  hasta
el garaje. Kirill me tirone‘ de la manga  y comenz‘ a explicarme el fen‘meno
de la  graviconcentraci‘n, es  decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lŒnea,  pero no  a  la fuerza.  Les contˆ,  tranquilamente, de todos  los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
     -  Cierren el  pico - les dije -  y mantengan los ojos  abiertos  si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
     Eso dio  resultado. Ni  siquiera preguntaron  quˆ  habla pasado  con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo s‘lo pensaba  en una cosa: c‘mo iba
a  sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraŸa me seguŒa brillando ante los ojos.
     Al  fin  salimos  de  la  Zona  y  nos  enviaron  al  despiojador  (los
cientŒficos lo llaman  hangar mˆdico) junto  con  la  cabina. Nos baŸaron en
tres   tinas  diferentes  donde  hervŒan  tres  soluciones   alcalinas;  nos
embadurnaron  con  cierta pasta, nos  rociaron  con  no sˆ quˆ  polvo y  nos
volvieron a lavar. Despuˆs nos secaron y dijeron:
     -
     Tender y Kirill llevaban el vacŒo. Eran  tantos los que habŒan venido a
mirar que no se podŒa caminar.
frases de  bienvenida, pero ninguno tenŒa el valor  de tender una mano a los
cansados hˆroes. Bueno,  eso  no  era  cosa  mŒa. Ahora  ya nada era  de  mi
incumbencia.
     Me  quitˆ  el  traje especial  y  lo tirˆ al  suelo (que  los  malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado  en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrˆ  en uno de los
cubŒculos, busquˆ mi petaca, desenrosquˆ la tapa y me prendŒ a ella como una
lamprea.
     Despuˆs me sentˆ en el banco, con las rodillas vacŒas, la cabeza vacŒa,
el alma vacŒa. Tragaba ese lŒquido fuerte como si fuera agua. VivŒa. La Zona
me  habŒa  dejado  salir. Me habŒa dejado  salir,  la  puta. Esa  maldita  y
traicionera puta. Estaba vivo. Los  novatos nunca sabŒan apreciarlo, s‘lo un
merodeador sabŒa lo que era eso. Las  l€grimas me corrŒan  por las mejillas,
no sˆ si por los tragos o por quˆ. Mamˆ de la petaca hasta dejarla seca.  Yo
estaba mojado;  la petaca, seca. Por  supuesto, no alcanz‘  para ese  ‡ltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso  se  podŒa arreglar. Todo  se podŒa  arreglar
ahora. Vivo.
     EncendŒ un  cigarrillo, y mientras fumaba, allŒ sentado, sentŒ que todo
andaba bien.  Entonces  me  acordˆ de  la  bonificaci‘n. ¨sa  era una de las
grandes ventajas que  tenŒamos en  el Instituto; podŒa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allŒ, a las duchas.
     Empecˆ  a desvestirme  lentamente. Me  quitˆ  el reloj  y  comprobˆ que
habŒamos  pasado  cinco horas  en  la  Zona.
estremecŒ. Cinco horas,  Dios... Realmente, en la  Zona no  pasa el  tiempo.
Pero pens€ndolo bien, ¿quˆ son cinco horas  para un  merodeador? Un  abrir y
cerrar de  ojos. ¿Y si hablamos de  doce,  de dos dŒas?  Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dŒa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nom€s, delirando;  no sabe si est€ muerto o vivo. Al
llegar la  segunda noche  termina con lo suyo  y se arrima  al puesto de  la
patrulla con el botŒn. AllŒ est€n los  guardias,  con  las ametralladoras. Y
esos  malnacidos, esos  esfuerzos, lo odian  a  uno con toda  el alma.  Pero
arrestar a un merodeador  no  les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la  idea de  que  uno estˆ contaminado. Lo ‡nico que quieren  es liquidarlo,
directamente,  y  para  eso  llevan todas las  de ganar:
probar que lo  mataron ilegalmente! AsŒ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y  reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allŒ est€ el botŒn, al lado, y no sabemos si est€ allŒ, nom€s, o si nos est€
matando lentamente. Tambiˆn  se puede terminar  como Nudillos  Itzak, que se
empantan‘ al  alba entre dos fosas. No podŒa avanzar ni hacia  la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra ˆl durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas ˆl se fingi‘ muerto. Gracias a Dios, al fin  le
creyeron y lo dejaron  en paz.  Yo  lo vi  despuˆs  de eso; ni  siquiera  lo
reconocŒ. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguŒa siendo humano.
     Me sequˆ  las l€grimas y abrŒ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con  agua caliente, despuˆs con frŒa, despuˆs otra vez con caliente.
Usˆ una barra entera de jab‘n. Al final me aburrŒ y cerrˆ la ducha.  Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
     - ³Eh, merodeador! ³Sal de una vez!
     Plata.  Eso nunca  viene mal.  AbrŒ la  puerta. AllŒ  estaba  ˆl, medio
desnudo,  en calzoncillos.  ParecŒa  en ˆxtasis; toda  su  melancolŒa  habŒa
desaparecido.
     - Toma -  dijo, entreg€ndome  el sobre  -. De  parte  de  la  humanidad
agradecida.
     - Me cago en tu humanidad. ¿Cu€nto hay?
     - Teniendo en cuenta tu  coraje  m€s  all€ del  deber y como excepci‘n,
³dos meses de sueldo!
     - SŒ, ganando dinero asŒ  yo podŒa  vivir  tranquilamente.  Si  pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada  vacŒo habrŒa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
     -  Bueno, ¿est€s  contento?  - pregunt‘ Kirill. Por  su  parte,  estaba
radiante, feliz; sonreŒa de oreja a oreja.
     - No est€ mal. ¿Y t‡?
     ¨l no respondi‘.  Se  prendi‘ a mi  cuello, me apret‘  contra  su pecho
sudoroso y en seguida me apart‘ de un empuj‘n. Desapareci‘ en la ducha de al
lado.
     -
calzoncillos, supongo.
     - Nada  de eso. Tender est€ rodeado de periodistas. TendrŒas que verlo.
Se   ha  convertido  en  un  personaje  importantŒsimo.  Est€  explic€ndoles
autenticadamente...
     - ¿C‘mo es que les est€ explicando?
     - Autenticadamente.
     - Est€ bien, seŸor. La pr‘xima vez vendrˆ con el diccionario, seŸor.
     Y en ese momento sentŒ como un shock elˆctrico.
     - Espera, Kirill. Ven aquŒ.
     - Estoy desnudo.
     - Vamos, ven. No soy una damisela.
     Sali‘. Lo  tomˆ  por los  hombros y lo puse de espaldas a  mŒ. Nada. Ya
podŒa  haberlo imaginado. TenŒa la  espalda limpia; las gotitas de  sudor se
estaban secando.
     - ¿Quˆ tienes con mi espalda?
     Le di una patada en  el traste desnudo, volvŒ a mi cubŒculo  y cerrˆ la
puerta.
ahora las veŒa aquŒ.
que me  hubiera  gustado era  ganarle a Richard, eso  era  lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a  barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de  la
mesa.
     - Kirill - gritˆ -, ¿ir€s al Borscht esta noche?
     - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cu€ntas veces tengo que
repetŒrtelo.
     - Quˆ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarŒa ganarle a Richard.
     - Oh, no sˆ, Red.  T‡, alma  simple, ni siquiera imaginas lo  que hemos
traŒdo.
     - Y t‡ sŒ, supongo.
     - Bueno, yo  tampoco,  eso es verdad.  Pero  ahora,  por  primera  vez,
sabemos para quˆ sirven  los vacŒos; si  mi brillante  idea  funciona, voy a
escribir una monografŒa y te la dedicarˆ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
     - SŒ, y me mandar€n a la sombra por dos aŸos.
     - Pero quedar€s en  los anales de la ciencia. Le llamar€n  "la jarra de
Schuhart". ¿Quˆ te parece c‘mo suena?
     Mientras brome€bamos me vestŒ  y puse la petaca  vacŒa en el  bolsillo;
despuˆs contˆ mi dinero y me retirˆ.
     - Buena suerte, alma complicada.
     No respondi‘. El agua hacŒa muchŒsimo ruido.
     En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e  inflado  como un
pavo, rodeado  de compaŸeros de trabajo, periodistas y un  par de sargentos,
que  reciˆn acababan  de comer y de  escarbarse  los dientes. Parloteaba sin
parar.
     -  La  tecnologŒa de que  gozamos - decŒa  el  muy charlat€n  - permite
contar con una garantŒa casi absoluta de seguridad y de ˆxito.
     En ese momento, al verme, se sofren‘ un poquito. Sonri‘ y me salud‘ con
pequeŸas sacudidas de  mano. "Bueno, ser€ mejor que  desaparezcamos", pensˆ.
SeguŒ en lŒnea recta hacia la puerta, pero ya me habŒan pescado.  En seguida
oŒ pasos tras de mŒ.
     - ³SeŸor Schuhart, seŸor Schuhart!
     - No habr€ declaraciones.
     Echˆ a correr, pero no habŒa forma de escaparse. TenŒa un  tipo con  un
micr‘fono a la derecha y otro con una c€mara a la izquierda.
     - ¿HabŒa algo extraŸo en el garaje?
     -  No habr€ declaraciones - repetŒ, tratando de poner la  nuca hacia la
c€mara -. Es un garaje, nada m€s.
     - Gracias. ¿Quˆ le parecen las turboplataformas?
     - Maravillosas.
     Empecˆ a correrme hacia el baŸo de caballeros.
     - ¿Quˆ Piensa de la Visitaci‘n?
     - Pregunte a los  cientŒficos  - respondŒ, desliz€ndome tras la  puerta
del baŸo.
     OŒ que rascaban la puerta y gritˆ:
     -  Les recomiendo efusivamente que  pregunten al  seŸor Tender por  quˆ
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura m€s interesante.
     Salieron a la  disparada  por el  corredor, m€s veloces que caballos de
carrera. Aguardˆ  un  minuto. Silencio,  Saquˆ  la  cabeza.  Nadie. Entonces
proseguŒ  tranquilamente mi camino, silbando una melodŒa. Bajˆ el vestŒbulo,
mostrˆ el pase al sargento polaco y vi que me hacŒa la venia. Al parecer, yo
era el hˆroe de la jornada.
     - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
     Exhibi‘  tantos dientes  como si  le  hubieran  dicho  el  mejor de los
elogios.
     - Bueno, Red, usted es un hˆroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
     - AsŒ que ahora tendr€  algo que contar  a las  chicas cuando vuelva  a
Suecia.
     - ³Quˆ le parece!
     Supongo que tiene raz‘n, A decir verdad no me gustan los  tipos altos y
de mejillas rosadas.  Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya  a saber por
quˆ. La estatura no es lo m€s importante.
     Pensando en estas  cosas iba caminando por las calles, bajo el  sol; no
habŒa nadie  por ahŒ.  De pronto sentŒ ganas de encontrarme con  Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsŒ nom€s, mirarla y tenerla  de la mano
por un rato.  Despuˆs  de  estar  en la  Zona no se  puede hacer otra  cosa:
tenerse  de  las  manos y basta.  Especialmente si uno piensa  en  lo que se
comenta sobre c‘mo salen los hijos de merodeadores.  ¿Pero  a quiˆn le hacŒa
falta estar  con Guta?
una botella de algo fuerte!
     Pasˆ junto a  la  playa de  estacionamiento.  AllŒ  habŒa un puesto  de
control,  con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos,  dotados
de reflectores y  ametralladoras, los  esfuerzos.  Y por supuesto  llenos de
policŒas con cascos azules. Bloqueaban toda  la calle  y no habŒa  forma  de
pasar.  SeguŒ caminando con los ojos bajos, porque no me  convenŒa verlos en
ese momento, a la luz  del dŒa. Entre ellos habŒa  dos o tres personajes que
tenŒa  miedo  de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una  suerte para ellos que Kirill  me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrŒa descubierto a esas vŒboras para
liquidarlas definitivamente.
     Me abrŒ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado  cuando
oŒ que alguien gritaba:
     -
     Bueno,  eso  no tenŒa nada que ver conmigo, asŒ que no me detuve; seguŒ
caminando  mientras  buscaba  un  cigarrillo  en  los bolsillos.  Alguien me
alcanz‘ y me tom‘ por la manga. Me sacudŒ aquella mano; volviˆndome a medias
hacia el hombre, dije cortˆsmente:
     - ¿Quˆ diablos est€ haciendo, seŸor?
     - Un momento, merodeador - dijo ˆl -. Dos preguntas, no m€s.
     Lo mirˆ fijamente.  Era el capit€n Quarterblad,  un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
     -
     -  No trates de zafarte charlando, merodeador  - replic‘, enojado,  sin
quitarme  los  ojos  de encima -. Ser€  mejor  que  me digas por  quˆ no  te
detuviste en seguida cuando te llamˆ.
     Detr€s de ˆl habŒa dos  cascos azules con las manos  en las pistoleras.
No se les veŒan los ojos; s‘lo  las mandŒbulas moviˆndose  bajo  los cascos.
¿De quˆ parte del Canad€ traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar all€? Por
lo general, los patrulleros no me  dan miedo a la luz del dŒa, pero aquellos
escuerzos podŒan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
     -  ¿Me llamaba  a mŒ, capit€n? -  exclamˆ  -. Me pareci‘  que llamaba a
alg‡n merodeador.
     - ¿Y vas a decirme que t‡ no lo eres?
     - Cuando  terminˆ el tiempo que me  dieron gracias a usted, capit€n, me
enderecˆ. Abandonˆ el merodeo. Gracias a usted abrŒ los ojos, si no  hubiera
sido por usted...
     - ¿Quˆ estabas haciendo en el €rea de Prezona?
     - ¿C‘mo quˆ estaba haciendo? Trabajo allŒ. Desde hace dos aŸos.
     Para terminar de una vez  con aquella desagradable  conversaci‘n mostrˆ
mis papeles al capit€n  Quarterblad. Tom‘ mi  libreta y la revis‘ p€gina por
p€gina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvi‘ lo hizo con
gran placer. TenŒa color en las mejillas y brillo en los ojos.
     - Perd‘name,  Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste  en saco roto mis consejos.
si me  creer€s,  pero  hasta  en  aquel  momento  yo  sabŒa que  terminarŒas
enderez€ndote. No podŒa creer que un tipo como t‡...
     Sigui‘ y sigui‘, como  si fuera un disco.  Al parecer me  habŒa  echado
encima otro melanc‘lico curado. Lo escuchˆ, por supuesto, con los ojos bajos
en seŸal de modestia, entre gestos  de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo  tambiˆn restreguˆ tŒmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capit€n escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y  buscaron  un lugar m€s interesante. Mientras tanto,
el capit€n seguŒa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaci‘n era
luz;  la ignorancia, oscuridad; el  SeŸor ama  y aprecia a  los trabajadores
honestos, etcˆtera, etcˆtera. Las  mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisi‘n, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podŒa
esperar.
     "Bueno,  me dije,  tendr€s  que pasar  tambiˆn  por  esto. No  hay  m€s
remedio, asŒ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya est€ perdiendo el aliento. Quˆ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empez‘  a hacer  seŸales.  El  capit€n  mir‘  hacia  all€ con un  suspiro de
fastidio y me tendi‘ la mano.
     -  Bueno,  me alegro de haberte visto, mi  honrado  seŸor Schuhart.  Me
habrŒa  gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibi‘ el mˆdico, pero me  habrŒa gustado  tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
     Dios no lo permita. Pero le  estrechˆ  la mano, me  ruboricˆ y  volvŒ a
restregar el  pie, todo como ˆl querŒa. Al  fin me  dej‘ ir. SalŒ como  bala
hacia el Borscht.
     A esa hora del dŒa el Borscht est€  siempre vacŒo. Detr€s del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mir€ndolos a trasluz. A prop‘sito, es extraŸo
que cuando uno entra los barman estˆn siempre secando vasos como  si de ello
dependiera su salvaci‘n. ¨l se pasa el dŒa asŒ: levantar un vaso, mirarlo de
reojo,  sostenerlo a la luz,  empaŸarlo  con el aliento  y  frotar. Frota  y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
     -
     Me mir‘ a travˆs  del  vidrio, murmur‘ algo incomprensible y sin  decir
una palabra me sirvi‘ cuatro dedos de vodka. Yo trepˆ a un taburete, tomˆ un
trago, hice una  mueca,  sacudŒ la  cabeza y  tomˆ otro trago.  La  heladera
ronroneaba, la  vitrola  autom€tica  tocaba  algo  suave  y  lento y  Ernest
trabajaba con otro vaso.  Todo era paz. Terminˆ  mi copa y  la dejˆ sobre el
mostrador. Ernest me sirvi‘ en seguida otros cuatro dedos.
     - ¿Mejor? - murmur‘ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
     - Sigue frotando, ¿quieres? Sabr€s que un tipo frot‘ hasta que apareci‘
un genio. Termin‘ forrado en plata.
     - ¿Quiˆn era? - Pregunt‘ Ernest, suspicaz.
     - Otro barman de aquŒ. Antes de que vinieras.
     - ¿Y quˆ pas‘?
     - Nada. Por quˆ  crees que ocurri‘  esto de la Visitaci‘n, fue de tanto
que frot‘. ¿Quiˆnes crees que eran los visitantes?
     - Eres un vago - replic‘ Ernie, aprobando.
     Fue a la cocina y volvi‘ con un plato de  salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrim‘  el ketchup  y volvi‘ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botŒn; sabe tambiˆn quˆ es lo que un merodeador necesita despuˆs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
     Terminˆ las  salchichas,  encendŒ  un cigarrillo y  empecˆ  a  calcular
cu€nto podŒa sacar Ernie con nosotros. No sˆ muy bien a cu€nto se vender€ el
botŒn en  Europa,  pero  dicen que un vacŒo puede llegar  casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da m€s que cuatrocientos. Las  pilas, all€, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con  suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquŒ y otra
por  all€... y el jefe de estaci‘n  tambiˆn debe estar en la lista de pagos.
Pens€ndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
m€s. Y si lo pescan son diez aŸos de trabajos forzados.
     En   este  punto   un  tipo   muy  cortˆs  interrumpi‘  mis  honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habŒa  visto entrar. Se anunci‘ bien al lado
mŒo, pidiendo permiso para sentarse.
     - Por favor, no tiene por quˆ.
     Era un tipo  flaquito de nariz afilada, con corbata de moŸo. Su cara me
parecŒa conocida, pero no podŒa ubicarlo. Subi‘ al lado y dijo a Ernest:
     -
     En seguida se volvi‘ hacia mŒ.
     - Disculpe  - dijo -, ¿no nos  conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
     - SŒ. ¿Y usted?
     Sac‘ r€pidamente su tarjeta de presentaci‘n y me la puso enfrente:
     "Aloysius  Maenaught,   Agente   Plenipotenciario   de  la  Oficina  de
Emigraci‘n" Claro que lo conocŒa. Es  de los que joden  a la gente para  que
salga de  la  ciudad. Si tal  como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaci‘n inicial de Harmont,  quˆ  pretender€  este tipo, limpiar la ciudad
por completo. Apartˆ la tarjeta con la uŸa.
     - No, gracias. No tengo interˆs. Mi sueŸo es morir en mi ciudad natal.
     - Pero ¿por quˆ? - Grit‘ ˆl en seguida -. Perdone mi indiscreci‘n, pero
¿quˆ lo retiene aquŒ?
     - ¿C‘mo? Lindos recuerdos  de la infancia. El  primer beso en  la plaza
municipal. Mamita  y papito. Mi primera  borrachera, en este  mismo  bar. La
comisarŒa, tan querida para mŒ.
     Saquˆ un paŸuelo muy usado y me sequˆ los ojos.
     -
     ¨l se  ech‘ a reŒr, tom‘ un  sorbito del  whisky canadiense y respondi‘
pensativo.
     - No entiendo  c‘mo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad  la
vida es dura.  Hay control  militar,  pocas diversiones. La Zona  est€  a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre  un  volc€n.  PodrŒa estallar  una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quˆ edad tiene  usted? ¿Veintid‘s, veintitrˆs? ¿No se
da cuenta de  que la Oficina es una organizaci‘n de caridad? No ganamos nada
con  esto.  Lo ‡nico que  deseamos es que  la gente se vaya de este  agujero
infernal y vuelva a la corriente de la  vida.  Nosotros salimos de  garantŒa
para la  mudanza, le buscamos  trabajo. En  el caso de la gente  joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
     - ¿Es decir que nadie quiere irse?
     -  No  tanto como  nadie.  Algunos se  est€n yendo,  sobre todo los que
tienen familia. Pero los j‘venes y los ancianos... ¿Quˆ buscan aquŒ? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
     Entonces le contestˆ como merecŒa.
     -
Nuestra pequeŸa ciudad es un  agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a  su podrido  mundo que  lo  cambiaremos  por  completo.  Y  cuando
obtengamos  los conocimientos  haremos  ricos a  todos,  y volaremos  a  las
estrellas, y  viajaremos  adonde nos plazca. Esa es la clase  de agujero que
tenemos aquŒ.
     Me interrumpŒ en ese punto porque vi que Ernest me  miraba  at‘nito. Me
sentŒ inc‘modo;  por lo com‡n no me gusta usar palabras ajenas,  ni siquiera
cuando  estoy de  acuerdo con  ellas. Adem€s todo eso me  salŒa  medio raro.
Cuando  lo dice Kirill uno  escucha y se olvida de cerrar la  boca. Pero por
m€s que yo dijera lo mismo no me salŒa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
     Ernie reaccion‘ velozmente  y  se apresur‘  a  servirme  seis  dedos de
combustible,  como  para  que  recuperara  la  cordura.  El  narigudo  seŸor
Maenaught volvi‘ a sorber su whisky.
     - Claro, por  supuesto. Las pilas  inagotables,  la panacea  azul. Pero
seŸor, ¿de veras cree que todo ser€ como usted dice?
     -  Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mŒ: ¿quˆ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sˆ bien. Se rompen el lomo todo el dŒa y miran televisi‘n toda la noche.
     - No es obligatorio que vaya a Europa.
     - Todo es igual, salvo que en la Ant€rtida hace frŒo.
     Lo  m€s asombroso es  que  yo creŒa  hasta con la  panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces  m€s
querida que  todas las Europas y las   fricas. Y todavŒa no estaba borracho.
Por   un  instante  habŒa   imaginado  c‘mo  tendrŒa  que  volver  a   casa,
arrastr€ndome, con una manga de cretinos como yo; c‘mo  me  empujarŒan  y me
estrujarŒan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
     - ¿Y usted? - pregunt‘ el hombre a Ernest.
     - Yo tengo mi negocio -  respondi‘  ˆste, d€ndose importancia -. No soy
ning‡n  pobret‘n. He  invertido  todo  mi dinero en  este negocio. Hasta  el
comandante  de  la  base viene aquŒ de  vez  en  cuando; un general, ¿quˆ le
parece? ¿C‘mo me voy a ir?
     El  seŸor  Aloysius Maenaught trat‘ de  ganar  algunos  puntos  citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomˆ un buen trago, bien largo saquˆ un
mont‘n de  cambio del  bolsillo, me  bajˆ  del taburete y  carguˆ la vitrola
autom€tica.  Hay  una  canci‘n allŒ que se  llama  "No vuelvas  si no  est€s
seguro". Me causa un buen efecto despuˆs de haber estado en la Zona.
     La vitrola aullaba y arrullaba.  Me llevˆ  el vaso  a un  rinc‘n, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un  solo brazo, y el tiempo
pas‘  volando,  como  un  p€jaro. Cuando  echaba  el  ‡ltimo centavo  en  el
artefacto entraron  Richard  Noonan y  Gutalin,  para  echarse en los brazos
hospitalarios del  bar. Gutalin estaba  mamado; los ojos  se le daban vuelta
para  todos lados  y buscaba  d‘nde poner el puŸo.  Richard Noonan lo  tenŒa
tiernamente por el codo y lo distraŒa con chistes.
un  mono negro y enorme;  las manos le llegan  hasta las  rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
     - ³Eh! - grit‘ Dick  -. ³All€ est€ Red! ³Ven con nosotros!
rugi‘ Gutalin -. En esta ciudad hay s‘lo dos  hombres de verdad:
Los dem€s son todos cerdos o hijos de Satan€s. T‡ tambiˆn sirves al demonio,
Red, pero todavŒa eres humano.
     Me acerquˆ con mi copa. Gutalin me quit‘ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
     -
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
     - Lloremos - dije -. Bebamos las l€grimas del pecado.
     - Porque el dŒa est€ cerca - anunci‘ Gutalin -. Porque el corcel blanco
est€  ensillado y  su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de  los  que se  hayan vendido  a Satan€s  ser€n  en vano. S‘lo los  que han
resistido a ˆl se salvar€n. Ustedes, hijos del hombre,  que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los  juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de Satan€s, a ustedes les digo: ³Est€n ciegos!
despierten antes de que  sea demasiado  tarde!
diablo!
     Se  interrumpi‘  como si hubiera  olvidado lo  que  seguŒa.  De  pronto
pregunt‘, en tono distinto.
     -  ¿Puedo tomar un trago aquŒ?  Sabes, Red, me  emborrachˆ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, est€n cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiˆn".  Pero  ellos  se  rŒen, nada m€s.  Por  eso le
aplastˆ la nariz al dueŸo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quˆ?
     Dick se acerc‘ y puso la botella sobre la mesa.
     - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
     Dick me ech‘ una mirada de soslayo.
     - Est€ dentro de la ley  - dije -.  Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaci‘n.
     - ¿Fuiste a la Zona? - pregunt‘ Dick -. ¿Trajiste algo?
     - Un vacŒo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
     - ³Un vacŒo! - repiti‘ Gutalin, lleno de  pena  -.
por vaya  a saber  quˆ  vacŒo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿C‘mo sabes, Red, cu€nto de pena y de pecado...?
     - Calla,  Gutalin  -  dije severamente -. Bebe y  festeja que  yo  haya
vuelto con vida. Por el ˆxito, amigos mŒos.
     Dio buen  resultado aquel brindis por el ˆxito.  Gutalin se vino  abajo
por completo. Sollozaba, las l€grimas le brotaban como agua  de una canilla.
Lo conozco bien; es nada m€s que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una  tentaci‘n  del  diablo.  Que no  deberŒamos sacar  nada  de allŒ  y que
deberŒamos poner  de  nuevo  en  ella  todo  lo que  hemos sacado.  Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me  gusta; me refiero a  Gutalin. Siempre me  gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botŒn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y  de noche lo lleva a  la Zona y  lo entierra.  Estaba esperando,
pero pronto pararŒa.
     - ¿Quˆ es  un vacŒo lleno? - pregunt‘ Dick -. Sˆ quˆ  son los vacŒos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
     Se lo expliquˆ. ¨l asinti‘ y se lami‘ los labios.
     - SŒ, es muy interesante. Una cosa  nueva. ¿Con  quiˆn fuiste,  con  el
ruso?
     - SŒ,  con Kirill  y Tender.  Lo conoces, ¿no? Es nuestro  asistente de
laboratorio.
     - Te habr€n vuelto loco.
     -  Nada  de  eso,  se portaron  muy bien. Especialmente Kirill.  Es  un
merodeador nato. Necesita un poco m€s de  experiencia  que le lime el apuro.
Con ˆl irŒa a la Zona todos los dŒas.
     - ¿Y todas las noches? - pregunt‘, con una mueca de borracho.
     - TermŒnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
     - Un chiste es un chiste, ya lo sˆ, pero me puede meter en un mont‘n de
problemas. Te debo uno.
     - ¿Quiˆn tiene uno? - pregunt‘ Gutalin, excitado -. ¿Cu€l es?
     Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su  silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendi‘. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando m€s y m€s gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se  habŒan  ocupado. Ernest llam‘  a  las muchachas, que empezaron  a servir
bebidas a los  clientes:  cerveza, c‘cteles,  vodka. Notˆ  que  habŒa muchas
caras nuevas  en la ciudad, ‡ltimamente; en su mayorŒa, j‘venes novatos  con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionˆ
a Dick y ˆl asinti‘.
     - ¿Quˆ quieres?
     -  Est€n  empezando  un  mont‘n de  construcciones. El Instituto  va  a
levantar  tres edificios nuevos.  Adem€s piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho  viejo. Ya  se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
     -  ¿Cu€ndo  fueron buenos los tiempos  para los merodeadores? - observˆ
yo.
     Y pensˆ: "Caramba,  ¿quˆ novedades son  ˆstas?  Parece que ya  no voy a
poder hacer un  poco  de plata extra por ese lado.  Tal vez sea para  mejor.
Menos  tentaciones. Irˆ a la Zona de dŒa,  como un ciudadano  decente. No se
gana lo mismo,  por supuesto, pero es mucho m€s seguro.  La cabina, el traje
especial y todo  eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo  y  emborracharme con  las  bonificaciones". Pero entonces  me  sentŒ
verdaderamente  deprimido.  Otra vez a  juntar  centavitos:  Esto  lo  puedo
comprar,  esto no. TendrŒa  que  ahorrar para comprar a Guta los  trapos m€s
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dŒas eran grises,  y tambiˆn las tardes, y tambiˆn  las
noches.
     Y mientras yo pensaba asŒ Dick me chillaba en la oreja:
     -  Anoche,  en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabŒa unos tipos  nuevos.  No me  gust‘ nada el aspecto  que tenŒan.  Uno se
acerc‘ a mŒ e inici‘ una  conversaci‘n con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocŒa, que sabe lo que hago, d‘nde trabajo, e insinuando que ˆl me pagarŒa
muy bien por varios servicios.
     - Un pasador de datos - dije.
     Eso no me interesaba  mucho. Estaba harto de  pasadores de datos  y  de
charlas sobre trabajitos.
     - No, compaŸero, no  era  eso. Escucha. Le  seguŒ  la  corriente por un
rato, con  mucho cuidado, por supuesto. Tiene interˆs en ciertos objetos que
hay en  la  Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas,  las gotitas
negras  y  esas tonterŒas  no le  atraen  en absoluto.  Se  limit‘ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
     - ¿Quˆ es?
     - Jalea de brujas, por lo  que  entendŒ - respondi‘ Dick, mir€ndome con
expresi‘n extraŸa.
     - Oh,  asŒ que  quiere jalea de brujas, ¿eh? Y  ya que  estamos, ¿no le
gustarŒan algunas l€mparas de la muerte?
     - Eso mismo le preguntˆ yo.
     - ¿Y?
     - ¿Me creer€s si te digo que tambiˆn quiere?
     - ¿Ah, sŒ? -  dije -. Bueno, que vaya  a buscarlas, Es  una pavada. Los
s‘tanos est€n  llenos de  jalea  de brujas. Que  agarre un  balde  y vaya  a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
     Dick  no  respondi‘; me mir‘ sin  sonreŒr siquiera. ¿Quˆ diablos estaba
pensando? ¿No tendrŒa intenciones  de contratarme a mŒ? Y  en ese momento se
me ocurri‘.
     - Un momento - dije -. ¿Quiˆn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
     -  Est€  bien -  replic‘ Dick, hablando  con  lentitud y  sin  dejar de
observarme -. Es en la investigaci‘n donde est€ el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiˆn era ˆse?
     No, no entendŒa nada.
     - ¿Te refieres a los Visitantes?
     ¨l ri‘, me palme‘ la mano y dijo:
     - ¿Por quˆ no tomas un trago?
     - Por mi parte, de acuerdo.
     Pero me sentŒa enojado. AsŒ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
     - Eh, Gutalin - dije -. ³Gutalin! ³Despierta!
     Gutalin  estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacŒa sobre  la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaŸŒa.
     - Ahora bien - exclamˆ despuˆs -. No sˆ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero  te dirˆ lo que puedes hacer  con ese  tipo. Ya  sabes c‘mo
quiero a la policŒa, pero lo denunciarŒa.
     - Seguro.  Y entonces la policŒa te preguntarŒa por quˆ  ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
     - No importa  -  repuse, sacudiendo la  cabeza -.  T‡, pedazo de idiota
gordinfl‘n, hace s‘lo tres aŸos que est€s en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas m€s que en el cine. TendrŒas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de  agallas,  que no piden  m€s que plata y m€s plata, pero  ni siquiera  el
finado  Zalamero se habrŒa metido en  un  asunto de  esos. Cuervo  Burbridge
tampoco aceptarŒa. No quiero ni  pensar  quˆ clase de tipo puede querer  esa
jalea de brujas y para quˆ.
     - Bueno, tienes raz‘n - dijo  Dick -. Pero te dirˆ:  no me gustarŒa que
cualquier dŒa me encontraran en la cama, habiendo cometido  suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona pr€ctica,  y me gusta vivir.  Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrˆ.
     - ³SeŸor Noonan! - grit‘ Ernest desde el mostrador -.
     -
de EnvŒos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
     Se levant‘ para atender el telˆfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin  no ayudaba en nada,  ataquˆ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde  vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es f€cil hablar
de la paz eterna y de la armonŒa que  vendr€ de  la Zona.  Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por  el contrario, es inteligente de veras), pero no  sabe
un  bledo  de  la  vida.  Ni  siquiera  imagina  quˆ clase  de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea  de brujas. Gutalin ser€ un borrachŒn y  un chiflado por  la religi‘n,
pero a lo mejor no est€ tan desacertado. Tal vez  deberŒamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
     Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocup‘ la silla de Dick.
     - ¿El seŸor Schuhart?
     - SŒ. ¿Quˆ hay?
     - Me llamo Creonte. Soy de Malta.
     - ¿C‘mo andan las cosas por Malta?
     -  Las cosas  andan muy  bien por  Malta, pero no es de eso  que querŒa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
     "Aj€", pensˆ. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en ˆl. AquŒ est€ este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavŒa no sabe lo
que es afeitarse o besar a  una mujer. Pero a Ernest  no le importa nada. Lo
‡nico  que  quiere es mandar m€s gente a la Zona. S‘lo uno de cada tres sale
con botŒn, pero eso para ˆl es dinero."
     - ¿C‘mo anda el viejo Ernest? - preguntˆ. ¨l mir‘ hacia el mostrador.
     - Tiene buen aspecto. Me gustarŒa estar en lugar de ˆl.
     - A mŒ no. ¿Quiere una copa?
     - Gracias, no bebo.
     - ¿Un cigarrillo?
     - Perdone, pero tampoco fumo.
     - Maldito seas. ¿Para quˆ  diablos quieres la  plata,  entonces?  ¨l se
ruboriz‘ y dej‘ de sonreŒr.
     - Tal vez eso sea  cosa  mŒa  solamente  - dijo  en voz baja -.  ¿No le
parece, seŸor Schuhart?
     - Tienes toda la raz‘n del mundo.
     Me servŒ otros cuatro dedos, Ya  me estaba zumbando la cabeza  y sentŒa
una  agradable  pesadez  en  los  miembros. La Zona  me  habŒa liberado  por
completo.
     -  En  este  momento estoy  completamente  borracho - aclarˆ  -.  Estoy
celebrando,  como puedes ver.  Entrˆ en  la Zona,  salŒ  vivo  y adem€s  con
dinero. Eso no ocurre con  frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavŒa.  AsŒ que preferirŒa  dejar  cualquier asunto  serio  para m€s
tarde.
     ¨l se  levant‘ de un salto,  pidiendo disculpas. Entonces  vi que  Dick
habŒa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traŒa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
     - A que tus tanques pierden otra vez el vacŒo.
     - SŒ - dijo -. Otra vez.
     Se  sent‘, se  sirvi‘ un trago y volvi‘ a llenar mi vaso. ComprendŒ que
el  problema  no  tenla  ninguna  relaci‘n con mercaderŒas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envŒos:
     -  Bebamos,  Red - dijo, y sin esperarme baj‘ su vaso de un  trago y se
sirvi‘ otro -. ¿Sabes que muri‘ Kirill Panov?
     Estaba tan aturdido que no entendŒ bien. Alguien habŒa muerto, y quˆ.
     - Bueno, bebamos por el difunto.
     Me mir‘ abriendo  mucho los  ojos.  S‘lo entonces sentŒ  como si  se me
hubiera roto un  resorte dentro  del cuerpo. Recuerdo  que me levantˆ  y  me
apoyˆ contra la mesa para mirarlo.
     - ¿Kirill?
     TenŒa la telaraŸa ante los ojos,  la oŒa crujir al romperse. Y a travˆs
del misterioso ruido  de ese crujir oŒ la voz  de Dick, como  si viniera  de
otra habitaci‘n.
     -  Ataque  al  coraz‘n. Lo  encontraron  en  la  ducha,  desnudo. Nadie
entiende   quˆ   le  pas‘.  Preguntaron   por  ti.  Les  dije   que  estabas
perfectamente.
     - ¿Quˆ quieren entender? Es la Zona.
     - Siˆntate. Siˆntate y toma algo.
     -  La Zona - repetŒ, sin poder dejar  de pronunciar  esa  palabra -. La
Zona, la Zona...
     No veŒa nada  a mi  alrededor,  salvo la telaraŸa. Todo  el  bar estaba
preso  en la  telaraŸa, y  cuando  la  gente  se  movŒa  la telaraŸa  crujŒa
suavemente.  El muchacho  maltˆs  estaba de pie  en  el medio, con  cara  de
sorprendido. No comprendŒa una palabra.
     -  Muchachito  -  le  dije  con  suavidad  -,  ¿cu€nto  necesitas?  ¿Te
alcanzarŒa con mil? Toma, aquŒ tienes.
     Le arrojˆ el dinero a puŸados y empecˆ a gritar:
     -  ³Ve a decirle a Ernest que  es un hijo de puta,  una porquerŒa!
tengas  miedo,  dŒselo! Porque  adem€s es cobarde. DŒselo, y  despuˆs te vas
directamente  a  la estaci‘n y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sˆ  que  otra cosa gritˆ. Pero sŒ  recuerdo que  terminˆ
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
     - Parece que hoy tienes dinero - dijo.
     - SŒ, tengo un poco.
     -  ¿Por  quˆ  no  me  haces un prˆstamo? MaŸana  tengo  que  pagar  los
impuestos.
     En ese momento me  di cuenta de que tenŒa un manojo de  billetes en  la
mano.
     - AsŒ que no acepto - dije, mirando el mont‘n -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que  veo.  Bueno,  yo no tengo nada que ver con eso.
Todo est€ en manos del destino.
     - ¿Quˆ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
     - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
     Listo para las duchas.
     - ¿Por quˆ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
     - Muri‘ Kirill - le dije.
     - ¿Quˆ Kirill? ¿El manco?
     M€s manco ser€s t‡, hijo de puta. Ni con mil como t‡ se podrŒa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte,  eso  es.  Nos  tienes  a todos comprados  con  tu plata. ¿Te
gustarŒa que te hiciera pedazos el local?
     Justo  cuando  retrocedo para  asestarle uno de los buenos  alguien  me
sujet‘ y me  llev‘ a otro  lado.  Yo  no entendŒa  nada ni  querŒa entender.
Gritˆ, luchˆ,  lancˆ puntapiˆs. Cuando recobrˆ el sentido estaba en el baŸo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocŒ al mirarme en
el espejo. Se me contraŒa la mejilla, cosa que nunca  me habŒa pasado. Desde
fuera me lleg‘ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, m€s potentes que los de un oso pardo:
     -
simientes del diablo?
     Y el ulular de las sirenas de policŒa.
     En cuanto las oŒ, mi cerebro se aclar‘  como un  cristal. Recordˆ todo,
supe  todo, comprendŒ todo. En el alma no me quedaba m€s que un odio helado.
"³Muy  bien!,  pensˆ,
merodeador, grandŒsimo chupasangre!".
     Saquˆ  un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretˆ
un par de  veces para ponerlo en funcionamiento, abrŒ la puerta  que daba al
bar y lo dejˆ caer silenciosamente en la escupidera. Despuˆs abrŒ la ventana
y  salŒ a la calle. Me habrŒa gustado quedarme por allŒ para ver quˆ pasaba,
pero  tenŒa  que irme  cuanto  antes. Los picapicas me provocan  hemorragias
nasales.
     Mientras  corrŒa por  el patio trasero oŒ que  mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas  antes que los  humanos. En seguida
alguno  de los que  estaban en  el bar chill‘ con  tantas  ganas  que se  me
taparon los  oŒdos, aun a esa distancia. No me cost‘ imaginar a esa multitud
que se  enloquecŒa allŒ dentro: algunos caerŒan en  una profunda  depresi‘n,
otras  saldrŒan  volando  y  algunos se  dejarŒan  ganar  por el  p€nico. El
picapica es algo terrible. Pasar€ mucho tiempo  antes de que Ernest vuelva a
llenar  el  local.  No  le costar€  mucho adivinar  que  fue obra  mŒa,  por
supuesto, pero  me importa un r€bano. Se acab‘. Red,  el  merodeador, ya  no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseŸar  a  otros tontos a
arriesgar  la de ellos. Kirill,  compaŸero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene raz‘n. ¨se no  es
sitio para seres humanos. La Zona est€ maldita.
     Saltˆ  por el  cerco y tomˆ rumbo a casa. Me  mordŒa los labios;  tenŒa
ganas de llorar, pero no podŒa. No veŒa m€s  que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaŸerito, mi ‡nico amigo, ¿c‘mo pudo ocurrir esto? ¿C‘mo me las arreglarˆ
sin ti? T‡  me pintabas  im€genes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorar€ por ti, pero yo  no puedo.  Y
todo fue culpa mŒa. MŒa,  mŒa solamente,  porque soy  un in‡til. ¿C‘mo se me
ocurri‘  meterte en ese garaje sin  dejar  que acostumbraras los  ojos a  la
oscuridad?
     HabŒa  vivido toda  mi existencia como un lobo, sin preocuparme m€s que
por  mŒ mismo.  Y de pronto habŒa  decidido  convertirme en  un  benefactor,
hacerle un pequeŸo regalo. ¿Para quˆ demonios le  mencionˆ  ese vacŒo?  Cada
vez que lo pensaba sentŒa un dolor en la garganta, ganas de aullar.  Tal vez
lo hice,  porque la  gente me evitaba por la  calle. Y de  pronto  las cosas
mejoraron: Guta  venŒa  hacia mŒ.  VenŒa hacia mŒ, mŒ preciosa,  mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balance€ndose sobre las
rodillas.  En cada puerta habŒa un par  de  ojos  que la seguŒan, pero  ella
caminaba en lŒnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta  entonces de que me
estaba buscando.
     - Hola - dije -. Guta, ¿ad‘nde vas?
     Apreci‘ con una sola mirada mi cara  aporreada,  mi  chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
     - Hola, Red. Iba a verte.
     - Ya lo sˆ. Vamos a mi casa.
     Se volvi‘ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello  largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
     - No sˆ, Red. Tal vez no quieras verme m€s.
     Se me estruj‘ el coraz‘n. ¿Y eso? Pero hablˆ tranquilamente:
     - No entiendo ad‘nde quieres llegar,  Guta.  Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quˆ crees que no voy a querer verte m€s?
     La tomˆ de la mano y los dos echamos a andar  lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habŒan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo  en
esa calle desde  que nacŒ  y todos conocen muy  bien a  Red. Y el que no  me
conoce no tardar€ en hacerlo; es algo que se siente.
     - Mam€  quiere  que me haga un  aborto -  dijo, de pronto  -. Y  yo  no
quiero.
     Di varios pasos m€s antes de comprender lo que estaba diciendo.
     -  No quiero abortar.  Quiero tener un hijo tuyo.  Puedes hacer  lo que
quieras, irte al ‡ltimo rinc‘n del mundo. No te voy a retener.
     La  escuchˆ, vi que se iba alterando m€s y m€s, mientras  yo me  sentŒa
cada vez m€s aturdido. Eso no tenŒa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre m€s.
     - Ella me dice que si tengo un hijo de un  merodeador ser€ un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no  tendremos  familia.  Que hoy
est€s  libre y  maŸana en  la  c€rcel.  Pero todo eso  no me importa,  estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme  sola y criarlo  hasta  que sea
hombre: sola. Lo tendrˆ sola, lo criarˆ sola y lo educarˆ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiˆn,  pero no vuelvas a buscarme. No te dejarˆ pasar de
la puerta.
     - Guta, querida mŒa - dije -, espera un minuto...
     No pude seguir hablando. Una  risa nerviosa, idiota,  me crecŒa dentro,
surgŒa ya.
     - Pichoncita mŒa, entonces ¿para quˆ me buscas?
     Estaba riendo  como un campesino est‡pido  mientras ella lloraba contra
mi pecho,
     - ¿Quˆ  ser€ de nosotros,  Red? -  pregunt‘ entre sus  l€grimas -. ¿Quˆ
ser€ de nosotros?

     2. Redrick Schuhart, veintiocho aŸos, casado, sin ocupaci‘n permanente.

     Redrick Schuhart, echado tras  una l€pida, observaba al patrullero  por
entre las  ramas  del fresno, los reflectores del coche se paseaban  por  el
cementerio; de  vez en cuando le daban en los  ojos, haciˆndole parpadear  y
contener el aliento.
     HabŒan pasado dos horas,  pero nada cambiaba en la ruta. El  patrullero
seguŒa estacionado en  el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus  tres  reflectores  las  tumbas  en  decadencia,  las  cruces torcidas y
herrumbradas,  los fresnos demasiado crecidos y  sin podar,  y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allŒ, a la izquierda.
     La patrulla de la costa tenŒa miedo a la Zona. Ni siquiera  bajaban del
coche. Cerca del  cementerio el miedo  era  tan grande que no se  atrevŒan a
disparar. Redrick los  oŒa hablar en voz baja  de tanto  en tanto; a  veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del  coche para  rodar  por la ruta,
resbalando, esparciendo dˆbiles chispas rojas. Todo estaba muy h‡medo; habŒa
llovido  poco  antes, y aquel  frŒo malsano se  le filtraba por el  mameluco
impermeable.
     Redrick solt‘ la rama  con cuidado, volvi‘ la cabeza y prest‘ atenci‘n.
Hacia  la  izquierda (en alg‡n sitio  no  demasiado  alejado,  pero  tampoco
demasiado cerca) habŒa otra persona. Oy‘ crujir  las hojas una vez m€s, y la
tierra que cedŒa; al fin se oy‘ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empez‘ a arrastrarse  hacia atr€s, con mucha prudencia y  sin volver
la cabeza, aferrado  al pasto h‡medo. El rayo luminoso le pas‘  por sobre la
cabeza. ¨l permaneci‘ un instante quieto como una estatua, siguiˆndolo en su
silencioso paseo. Entre las  cruces  le pareci‘ ver  a  un hombre de  negro,
sentado  sin  moverse en  una de  las tumbas.  Estaba apoyado sin  disimular
contra un  obelisco de m€rmol y volvŒa  hacia  Redrick  la cara  blanca, las
cuencas negras y hundidas. No  lo habŒa visto con claridad, pues apenas  fue
un segundo, pero tenŒa todos los detalles archivados en la imaginaci‘n.
     Se arrastr‘ unos  pasos m€s y busc‘ la petaca que tenŒa en la chaqueta.
La sac‘; apoy‘ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Despuˆs,
a‡n aferrado a  la  petaca, sigui‘ reptando.  Dej‘ de escuchar  y mir‘  a su
alrededor.
     En la pared habŒa una abertura.  AllŒ estaba Burbridge,  con un agujero
de bala  en  el impermeable a rayas  de color gris  plomo. TodavŒa seguŒa de
espaldas, tironeando del cuello  de su tricota con las dos manos y  gimiendo
de dolor. Redrick se  sent‘  junto a ˆl y desenrosc‘ la  tapa de la  petaca.
Levant‘ con cuidado la cabeza a su compaŸero, sintiendo en la palma la calva
caliente,  sudorosa,  pegajosa, y le  llev‘ el  pico  a  los  labios. Estaba
oscuro, pero los dˆbiles  rayos  de los  reflectores le permitieron ver  los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la  oscura  barba de pocos dŒas que
le cubrŒa las mejillas. Burbridge bebi‘ €vidamente varios tragos; en seguida
tendi‘ una mano nerviosa para palpar el saco donde tenŒa el botŒn.
     -  Volviste... Red... Buen compaŸero.  No  eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
     Redrick ech‘ la cabeza atr€s y tom‘ un trago largo.
     - TodavŒa est€ allŒ, como si estuviera clavado a la ruta.
     - No es casualidad. Alguien pas‘ el dato. Nos estaba esperando.
     Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
     - Puede ser - respondi‘ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
     -  No. Por ahora basta.  No me abandones. Si no me abandonas no morirˆ.
No tendr€s que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonar€s, Red?
     Redrick  no  respondi‘. Estaba mirando  hacia  la  carretera, hacia los
destellos de  luz. Desde  allŒ veŒa  el  obelisco de m€rmol, pero  no  si ˆl
estaba sentado allŒ o no.
     - Oye, Red, no estoy diciendo tonterŒas. No te arrepentir€s. ¿Sabes por
quˆ vive todavŒa el viejo  Burbridge?  ¿Lo  sabes?  Bob  el  Gorila revent‘.
Fara‘n  el  Banquero  estir‘ la  pata,  y quˆ  merodeador  era, pero  muri‘.
Zalamero tambiˆn.  Y  Norman el Cuatro-Ojos,  y Culligan,  y  Pedro el RoŸa.
Todos. Soy el ‡nico que sigue vivo. ¿Y por quˆ? ¿Lo sabes?
     -  Siempre  fuiste una  rata - dijo Red, sin  quitar  los  ojos  de  la
carretera -. Un hijo de puta.
     - Una  rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. Fara‘n,  Zalamero...  Sin  embargo soy el ‡nico  que queda. ¿Sabes por
quˆ?
     - SŒ, lo sˆ - dijo Red, para acabar con la charla.
     - Mientes. No lo sabes. ¿Has oŒdo hablar de la Bola Dorada?
     - SŒ.
     - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
     - Ser€ mejor que calles. Ahorra fuerzas.
     -  Estoy  bien. T‡ me  sacar€s  de  aquŒ.  Hemos  ido  a la Zona tantas
veces...  ¿SerŒas  capaz  de  abandonarme?  Te  conocŒ  cuando...  Eras  tan
chiquito... Tu padre...
     Redrick  no  respondi‘.  Hubiera  dado  cualquier  cosa  por  fumar  un
cigarrillo.  Sac‘ uno, rompi‘  el  tabaco entre las manos  y lo  olfate‘. No
sirvi‘ de nada.
     - Tienes que sacarme de aquŒ. Me quemˆ por causa tuya. Fuiste t‡ el que
no quiso traer al maltˆs.
     El maltˆs ardŒa  por  ir con ellos. Los habŒa  tentado toda  la  tarde,
ofreciˆndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirŒa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado  junto a ˆl, seguŒa guiŸando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "Llevˆmoslo, no nos ir€ mal".  Tal vez fue por eso que  Red
se neg‘.
     -  Te pas‘ eso por ambicioso - dijo frŒamente  Red -, Yo no  tengo nada
que ver. Ser€ mejor que te quedes quieto.
     Por un rato Burbridge se limit‘ a gemir. Volvi‘ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atr€s.
     - Puedes quedarte con todo el botŒn - jade‘ -. Pero no me abandones.
     Redrick  mir‘ su reloj. No faltaba mucho para el  alba, y el patrullero
no se  iba.  Los reflectores seguŒan  buscando entre  los arbustos,  y ellos
habŒan dejado el jeep  camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarŒan en cualquier momento.
     -  La  Bola Dorada - dijo Burbridge  -. La  hallˆ.  Se contaban  tantas
leyendas  sobre  ella.  Yo  mismo  inventˆ  unas  cuantas.  Que te  concedŒa
cualquier deseo...
aquŒ. EstarŒa d€ndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
     Redrick baj‘ la vista hacia ˆl. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecŒa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
     -  Juventud eterna, quˆ  diablos la iba a conseguir. Plata, eso  menos,
quˆ diablos. Pero conseguŒ salud.  Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quˆ lugares he estado, pero todavŒa estoy vivo.
     Se lami‘ los labios y prosigui‘:
     - S‘lo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
     - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin  -.  Pareces una  mujer. Si
puedo te sacarˆ de aquŒ. Lo siento por tu Dina. Tendr€ que hacer la calle.
     - Dina - susurr‘ €speramente el viejo -. Mi pequeŸa. Mi preciosa. Est€n
malcriados, Red. Nunca  les neguˆ nada. Se ver€n perdidos. Arthur, mi Artie.
T‡ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como ˆl?
     - Ya te lo dije: si puedo te salvarˆ.
     - No - replic‘ Burbridge, tercamente  -.  Me  sacar€s de  aquŒ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga d‘nde est€?
     - Dale.
     Burbridge gimi‘ y movi‘ el cuerpo.
     - Mis piernas... FŒjate c‘mo est€n.
     Redrick  alarg‘ una mano y la  desliz‘ por  la pierna, por debajo de la
rodilla.
     - Los huesos... - gimi‘ el herido -. ¿TodavŒa hay huesos allŒ?
     - Hay huesos. Deja de meter bulla.
     - Est€s mintiendo. ¿Para quˆ mentir? ¿Crees que no lo sˆ, que nunca  he
visto nada de esto?
     En realidad no tocaba m€s que la r‘tula. Por debajo, hasta el  tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podŒan haber hecho nudos con ella.
     - Las rodillas est€n enteras - dijo Red.
     - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
     - Bueno, est€ bien. T‡ s€came de aquŒ, nada m€s.  Te darˆ todo. La Bola
Dorada. Te dibujarˆ un mapa. Con todas las trampas. Te contarˆ todo.
     Prometi‘ muchas  otras  cosas, pero  Redrick no le  prestaba  atenci‘n.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habŒan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergŒan sobre aquel obelisco. En la
neblina  azul brillante,  Redrick  vio  que  la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre  las cruces; parecŒa moverse a  ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de  ella para continuar
la  marcha, con los brazos extendidos hacia adelante  y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareci‘  como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuˆs reapareci‘ hacia la derecha, algo  m€s lejos; caminaba con
una  terquedad inhumana  y estrafalaria, como un juguete al  que le hubieran
dado cuerda.
     De pronto  las luces  se  apagaron. Chirri‘  la transmisi‘n,  rugi‘  el
motor;  entre las matas aparecieron las luces de seŸales, azules y rojas. El
patrullero sali‘ disparado, acelerando salvajemente  rumbo  a  la ciudad,  y
desapareci‘ tras el muro.
     Redrick trag‘ saliva y baj‘ la cremallera de su mameluco.
     - Se han ido - murmur‘ Burbridge, febril -. Red, v€monos, pronto.
     Gir‘ sobre sŒ, buscando a tientas su bolsa, y trat‘ de levantarse.
     - Vamos, ¿quˆ esperas?
     Redrick seguŒa mirando hacia la ruta. Estaba a  oscuras y ya no se veŒa
nada,  pero ˆl  merodeaba todavŒa por  ahŒ,  seguramente, como un  aut‘mata,
tropezando, cayendo,  golpe€ndose contra  las  cruces  o enred€ndose  en los
matorrales.
     - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
     Levant‘ a Burbridge, que se le  colg‘ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastr‘ en cuatro patas, llev€ndolo
sobre la espalda; asŒ pas‘ por la grieta de la pared, agarr€ndose del  pasto
mojado.
     - Vamos,  vamos - susurr‘ €speramente Burbridge  -. No te preocupes: yo
tengo el botŒn y no lo soltarˆ.
     El sendero le era conocido,  pero el  pasto mojado lo hacŒa resbaloso y
las ramas de los  fresnos  le  azotaban  la cara;  aquel  viejo robusto  era
insoportablemente pesado, como un cad€ver; la bolsa  del botŒn hacŒa ruido y
se enganchaba en todas partes; adem€s Red tenŒa miedo de encontrarse con ˆl,
que podŒa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
     Cuando salieron  a  la carretera todavŒa  estaba  oscuro,  pero  ya  se
presentŒa el  alba. En  los bosquecillos,  del otro  lado de  la  ruta,  los
p€jaros  comenzaban  a piar,  inseguros  y soŸolientos, la penumbra nocturna
estaba  tomando  un tono azul  sobre  las  casas  negras  de  los  suburbios
distantes.  Desde  allŒ  venŒa  una brisa  h‡meda  y  frŒa.  Redrick  dej‘ a
Burbridge en  el recodo de la ruta y cruz‘ el pavimento como una  gran araŸa
negra.  No tard‘ en  hallar  el  jeep;  apart‘  las  ramas que  cubrŒan  los
paragolpes y  la capota,  y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllŒ estaba Burbridge, con  la bolsa en  una mano, toc€ndose las piernas con
la otra.
     - ³Ap‡rate! Ap‡rate, las rodillas, todavŒa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
     Redrick lo levant‘ y lo arroj‘ por sobre su costado,  hacia  el asiento
trasero.  Burbridge aterriz‘ allŒ con un gruŸido, pero  sin soltar la bolsa.
Redrick recogi‘ el impermeable de rayas grises y lo cubri‘ con ˆl. Burbridge
logr‘ incluso quitarse el saco.
     Red sac‘  una linterna y revis‘ el recodo en busca de huellas. No habŒa
muchas.  El  jeep  habŒa  aplastado  algunos  pastos altos  al  salir  a  la
carretera, pero la hierba se volverŒa a erguir en un par de horas. HabŒa una
enorme cantidad  de colillas en torno al sitio que ocupara  un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick record‘ que tenŒa ganas de fumar. Encendi‘ un
cigarrillo,  aunque m€s  aun  deseaba salir de allŒ  lo  antes posible. Pero
todavŒa no podrŒa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
     - ¿Quˆ pasa?  - gimi‘ Burbridge desde el auto -. TodavŒa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca est€n secos.  ¿Quˆ  espera?
botŒn!
     - ³C€llate!
     - ¿Quˆ  suburbios? ¿Est€s loco?
puta!
     Redrick dio  una  ‡ltima chupada y guard‘  la  colilla en  la  caja  de
f‘sforos.
     - No seas idiota, Cuervo. No  podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendr€n por lo menos una vez.
     - ¿Y quˆ?
     - En cuanto te vean los pies se acab‘ la juerga.
     - ¿Quˆ hay con  mis  pies? Estuvimos  pescando. Me lastimˆ las piernas,
eso es todo.
     - ¿Y si te las palpan?
     - Que las palpen. Gritarˆ tanto que no volver€n a palpar, una pierna en
su vida.
     Pero Redrick ya estaba decidido.  Levant‘ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abri‘ un compartimiento secreto y dijo:
     - A ver, dame eso.
     El tanque de nafta  que tenŒan  bajo el asiento era falso. Redrick tom‘
la bolsa y la puso dentro, prestando atenci‘n a los tintineos que se oŒan en
ella.
     - No quiero correr ning‡n riesgo - murmur‘ -. No tengo derecho.
     Volvi‘  a  poner  la  tapa, la  cubri‘ con basuras  y trapos  y  coloc‘
nuevamente el asiento. Burbridge gemŒa, gruŸŒa, le  suplicaba que se apurara
y le prometŒa la Bola Dorada. Agit€ndose en el asiento,  miraba ansiosamente
los rayos  de  luz,  cada vez m€s intensos.  Redrick no le  prest‘ atenci‘n;
abri‘ la bolsa pl€stica llena de agua, que contenŒa un pez, y volc‘ el  agua
sobre  los  aparejos  de pesca;  en  cuanto al agitado  pez, lo  ech‘  en el
canasto. Despuˆs dobl‘  la bolsa de  pl€stico y se la guard‘ en el bolsillo.
Ya  estaba todo en orden: dos pescadores  que volvŒan de una  salida no  muy
provechosa. Se instal‘ al volante y puso el motor en marcha.
     No encendi‘ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendŒa aquel muro de  tres metros  de ancho,  bordeando  la Zona; hacia la
derecha,  de  vez  en  cuando,  alguna cabaŸa abandonada,  con  las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veŒa bien en la oscuridad; adem€s,
de  cualquier modo, ya  no estaba tan oscuro, y por otra parte  ˆl sabŒa que
vendrŒa.  AsŒ  que  cuando  vio  aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rŒtmico, ni siquiera aminor‘ la marcha. Se encorv‘ sobre el
volante.  ¨l caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigŒa hacia la ciudad. Redrick lo dej‘ a la izquierda y aceler‘.
     -
¿viste eso?
     - SŒ.
     - ³Dios!
     Y de pronto Burbridge empez‘ a rezar en voz alta.
     -
     La curva  tenŒa que estar  allŒ,  muy cerca. Redrick aminor‘ la marcha,
buscando entre  la  hilera  de casas decadentes  y entre  los  cercos de  la
derecha. La vieja cabaŸa del transformador, la pˆrtiga con los soportes,  el
puente  podrido sobre la  alcantarilla. Redrick  hizo girar  el volante.  El
coche vir‘ con una sacudida.
     - ¿Ad‘nde vas? -  gimi‘ Burbridge -.
hijo de puta!
     Redrick se volvi‘ por un  segundo y le asest‘  una bofetada  en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, opt‘  por guardar silencio. El coche se
sacudŒa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
     Redrick encendi‘ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos,  cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbŒa.  Ya no  prometŒa nada m€s.
Se quejaba  y  amenazaba, pero  en voz muy baja  y  nada  clara;  Redrick no
comprendŒa m€s que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin call‘.
     La aldea se extendŒa a lo largo del  borde occidental  de la ciudad. En
otros tiempos habŒa allŒ casas  de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeŸos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor  y
la contaminaci‘n de la planta nunca llegaban  a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado.  S‘lo una de las  casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veŒa una luz amarilla a travˆs de las cortinas corridas, en
la soga habŒa ropa mojada  por  la  lluvia y  un perro  enorme  se precipit‘
furiosamente contra  el vehŒculo,  para perseguirlo  a travˆs  del barro que
lanzaban las ruedas.
     Redrick  condujo  con  cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista  la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apag‘
el motor. Despuˆs se baj‘  para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con  las  manos metidas  en  los bolsillos  h‡medos del mameluco.  Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguŒa h‡medo, silencioso y soŸoliento. Observ‘
la  ruta  por  entre  los  arbustos del costado.  Desde  ese  punto  se veŒa
claramente el puesto de policŒa:  una pequeŸa casa rodante con tres ventanas
iluminadas.  El patrullero  estaba  estacionado junto a ella, vacŒo. Redrick
sigui‘ observando por un rato. No se veŒa actividad en el puesto de policŒa;
los vigilantes quiz€s habŒan sentido frŒo y cansancio durante la noche y  se
estaban calentando en la casa rodante, soŸando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "Quˆ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. Busc‘
la  manopla  de bronce que  tenŒa en el bolsillo y desliz‘ los  dedos en los
anillos, apretando el metal frŒo en el puŸo; acurrucado a‡n  para protegerse
del  aire helado, con  las  manos  en los  bolsillos,  retrocedi‘. El  jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habŒa quedado entre los arbustos; era un
sitio  silencioso  y  oculto. Tal vez nadie  habŒa estado  por  allŒ  en los
‡ltimos diez aŸos.
     Cuando Redrick lleg‘  hasta  el vehŒculo,  Burbridge se  incorpor‘ para
mirarlo, boquiabierto. ParecŒa m€s viejo.  a‡n, arrugado, calvo, sin afeitar
y  con los dientes carcomidos. Se  miraron  mutuamente en  silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
     - El  mapa... todas las trampas, todas... La hallar€s:  no  tendr€s por
quˆ arrepentirte.
     Redrick  lo escuch‘ sin moverse. Al fin afloj‘  los dedos y dej‘ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
     - Bueno. Te limitar€s a quedarte allŒ acostado,  como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
     Se instal‘ tras el volante y puso el jeep en marcha.
     Todo  sali‘  bien. Nadie  sali‘ de  la casa  rodante  para  detenerlos;
pasaron  lentamente,  obedeciendo  todas  las  indicaciones  de  tr€nsito  y
haciendo las seŸales debidas. Despuˆs Redrick aceler‘ y puso rumbo al centro
por  la parte sur. Eran las seis de la maŸana. Las calles estaban vacŒas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los sem€foros parpadeaban solitarios e
in‡tiles  en las intersecciones. Pasaron  junto a la  panaderŒa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sinti‘ envuelto en una ola de olor a pan
reciˆn horneado, c€lido, increŒblemente delicioso.
     - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los m‡sculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
     - ¿Quˆ? - pregunt‘ Burbridge, asustado.
     -  Dije   que  estoy  muerto  de  hambre.  ¿Ad‘nde  vamos?  ¿A  casa  o
directamente al Matasanos?
     - Al  Matasanos,  y pronto -  vocifer‘  Burbridge,  inclin€ndose  hacia
adelante  y  lanzando su  aliento  caliente  contra  el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de ˆl.
m€s r€pido o no? Pareces una tortuga.
     Impotente,  enojado,  se  lanz‘ en  una serie  de  insultos,  jadeos  y
protestas, para acabar con un  ataque de tos. Redrick no contest‘;  no tenŒa
tiempo  ni fuerzas  para  tranquilizar a Cuervo, pues  iba a toda velocidad.
QuerŒa terminar lo  antes posible y dormir  por lo menos una hora  antes  de
acudir a la cita en el Metropole. Vir‘ en la calle  17, sigui‘ dos cuadras y
estacion‘ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
     Fue  el mismo  Matasanos quien abri‘ la puerta. Acababa de levantarse e
iba  camino al baŸo, vestido con una lujosa bata  de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenŒa el pelo despeinado y grandes cŒrculos
oscuros bajo los ojos.
     -
     - Ponte los dientes y vamos.
     - Aj€.
     Le seŸal‘ la sala de espera con un gesto de la cabeza y sali‘ corriendo
hacia el baŸo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allŒ pregunt‘:
     - ¿Quiˆn fue?
     - Burbridge.
     - ¿Quˆ tiene?
     - Las... piernas.
     Redrick oy‘  correr el agua; hubo  resoplidos,  chapoteos; algo cay‘  y
rod‘ por el piso de mosaicos del baŸo.  Se dej‘ caer en un sill‘n, exhausto,
y encendi‘  un  cigarrillo. La  sala de espera  parecŒa  muy  agradable.  El
Matasanos no  escatimaba  en  gastos;  era  un  cirujano  muy  competente  y
promocionado,  con  mucha influencia en los cŒrculos mˆdicos,  tanto  de  la
ciudad  como del  Estado.  Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos  robados
en  la   Zona  que  utilizaba   en  sus   investigaciones.   ObtenŒa  nuevos
conocimientos en el  estudio  de  los  merodeadores accidentales  y  de  las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. Adem€s ganaba gloria  y fama como  ‡nico mˆdico del  planeta
especializado en  afecciones no humanas. Por otra parte no le hacŒa asco  al
dinero, y en grandes cantidades menos todavŒa.
     - ¿Quˆ es lo que  le pasa en las piernas, especŒficamente? -  pregunt‘,
saliendo  del bajo  con un  toall‘n al  cuello, con una esquina del  cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
     - Cay‘ en la jalea.
     El Matasanos solt‘ un silbido.
     - Bueno, se acab‘ Burbridge. Quˆ pena; era un merodeador famoso.
     - No importa - observ‘ Redrick, recost€ndose en  el  sill‘n -, le har€s
piernas artificiales y con ellas podr€ volver a la Zona.
     - De acuerdo.
     El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agreg‘:
     - Un momento, voy a vestirme.
     Mientras se vestŒa hizo un llamado, probablemente a su clŒnica para que
prepararan todo a fin  de operar. Entre tanto, Redrick seguŒa inm‘vil en  la
silla, fumando.  S‘lo se movi‘ una vez, para sacar su petaca. Bebi‘ pequeŸos
sorbos,  porque s‘lo quedaba un poquito en el fondo.  Trat‘ de no pensar  en
nada, de esperar, simplemente.
     Despuˆs fueron hasta el coche; Redrick ocup‘ el asiento del conductor y
el Matasanos se sent‘ junto a ˆl. Inmediatamente se inclin‘ hacia el asiento
trasero para  palpar  las piernas de Burbridge.  ¨ste, sumiso  e intimidado,
murmur‘ patˆticamente, prometiendo cubrirlo  de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus  hijos, rog€ndole  que le salvara por lo menos
las rodillas.
     Cuando llegaron a la clŒnica el Matasanos estall‘ en maldiciones al ver
que no habŒa enfermeros esper€ndolos a la entrada; salt‘ del coche  antes de
que  ˆste se  detuviera  y  corri‘ hacia el interior. Redrick encendi‘  otro
cigarrillo. Burbridge habl‘ s‡bitamente, con claridad y  calma, en  completa
calma, al fin, seg‡n parecŒa:
     - Quisiste matarme. No lo olvidarˆ.
     - Pero no te matˆ - replic‘ Redrick.
     - No, no me mataste.
     Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agreg‘:
     - Eso tambiˆn lo recordarˆ.
     -  Aj€.  Claro,  t‡  no  habrŒas  tratado de  matarme  -  observ‘  Red,
volviˆndose para  mirarlo -. Me habrŒas abandonado allŒ, sin m€s. Me habrŒas
dejado en la Zona. Me habrŒas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
     El viejo movŒa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrŒo:
     - Cuatro-Ojos se mat‘ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
     - Hijo de puta -  repuso Redrick tranquilamente, d€ndole  la espalda -.
GrandŒsimo hijo de puta.
     Los enfermeros, soŸolientos  y arrugados, corrieron  hacia la  entrada,
desplegando  la  camilla por  el trayecto. Redrick se  desperez‘ y  bostez‘,
mientras ellos extraŒan trabajosamente a Burbridge del asiento  trasero y lo
tendŒan en la camilla.
     El  viejo  se  mantuvo inm‘vil,  con las  manos  unidas sobre el pecho,
mirando al cielo  con  resignaci‘n.  Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraŸo. Era el ‡ltimo
de  los  viejos   merodeadores   que  habŒan   comenzado  a  buscar  tesoros
inmediatamente  despuˆs  de la Visitaci‘n,  cuando  la  Zona  no se  llamaba
todavŒa Zona,  cuando  no  habŒa  institutos,  ni muros,  ni fuerzas de  las
Naciones  Unidas, cuando la ciudad  estaba  petrificada por  el terror  y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los peri‘dicos.
En  aquella ˆpoca Redrick  tenŒa s‘lo diez aŸos; Burbridge era a‡n fuerte  y
€gil;  le  gustaba  beber cuando pagaba otro,  alborotar,  arrinconar a  las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces  era un  lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
sigui‘ peg€ndole hasta que ella muri‘.
     Redrick  dio la vuelta con el coche  y  vol‘ hacia su casa, sin prestar
atenci‘n  a los sem€foros,  virando en  las  esquinas en  €ngulos cerrados y
alertando  con la  bocina  a  los pocos peatones  que  encontraba. Estacion‘
frente  al garaje. Al  salir vio que el encargado se  acercaba a ˆl desde el
parquecito; el  tipo  estaba  medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus  ojos  hinchados, expresaban un profundo disgusto, como  si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiˆrcol lŒquido.
     - Buenos dŒas - dijo cortˆsmente Redrick.
     El encargado  se detuvo a medio metro de ˆl,  apuntando el pulgar hacia
atr€s por sobre el hombro.
     - ¿Eso es obra suya? - Pregunt‘.
     Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dŒa.
     - ¿De quˆ me habla?
     - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colg‘?
     - SŒ.
     - ¿Para quˆ?
     Redrick, sin responder,  fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo sigui‘.
     - Le preguntˆ por quˆ colg‘ esas hamacas. ¿Quiˆn se lo pidi‘?
     -  Mi  hija  - respondi‘ ˆl,  tranquilamente, mientras hacia correr  la
puerta hacia atr€s.
     - No le estoy preguntando por su hija - exclam‘ el otro, alzando la voz
-. ¨sa  es otra cuesti‘n.  Le pregunto  quiˆn le dio  permiso. Quiˆn le dej‘
adueŸarse del parque.
     Redrick se volvi‘ hacia  ˆl y le mir‘  fijamente el puente de la nariz,
p€lido  y surcado de venas  ramificadas. El encargado  dio un  paso  atr€s y
dijo, m€s aplacado:
     -  Adem€s no ha pintado la terraza,  Cu€ntas veces  tengo  que  decirle
que...
     - No me moleste. No pienso mudarme.
     Volvi‘ a  subir al jeep y puso el motor en marcha. Al  tomar el volante
vio que tenŒa los nudillos  muy blancos. Entonces se asom‘ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
     - Pero si me obligan a mudarme ser€ mejor que rece, miserable.
     Meti‘ el coche en el garaje, encendi‘ la luz y cerr‘ la puerta. Despuˆs
sac‘ el  botŒn del tanque falso, acomod‘ el  vehŒculo,  puso la  bolsa en un
viejo  cesto de mimbre,  puso arriba de  todo  el aparejo de pesca,  todavŒa
h‡medo y  cubierto  de pasto  y  hojas,  y finalmente agreg‘  el pescado que
Burbridge  habŒa comprado por  la  noche en un  negocio  de  los  suburbios.
Finalmente  volvi‘ a  revisar  el  auto.  Por  pura  costumbre. Una  colilla
aplastada se habŒa pegado al paragolpes trasero,  hacia la  derecha. Redrick
la  quit‘; era  de  cigarrillos suecos.  Despuˆs  de  pensarlo un momento la
guard‘ en la caja de f‘sforos. Ya tenŒa tres colillas allŒ.
     No  encontr‘  a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero ˆsta se abri‘ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves.  Entr‘
de costado,  sujetando  el pesado cesto  bajo el  brazo, y se sumergi‘ en la
calidez, en  los olores  familiares del  hogar. Guta le  ech‘ los brazos  al
cuello  y se  qued‘ inm‘vil,  con la  cara apoyada contra su pecho.  Redrick
sinti‘  que el coraz‘n  de  su  mujer palpitaba locamente, aun a travˆs  del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresur‘; esper‘, pacientemente, a que
ella  se calmara, aunque  por primera vez se daba cuenta de lo  cansado  que
estaba.
     - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
     Lo solt‘ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
     - En un minuto te prepararˆ el cafˆ - dijo desde adentro.
     - Traje un poco de pescado - replic‘ ˆl, fingiendo  un  tono liviano  y
alegre -. ¿Por quˆ no lo frŒes? Estoy muerto de hambre.
     Ella  volvi‘, con  la cara oculta tras  el pelo suelto. Redrick dej‘ el
canasto en el suelo, la ayud‘ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
     - Ve  a lavarte - dijo  Guta -.  Cuando  termines el  pescado ya estar€
listo.
     - ¿C‘mo est€ Monita? - pregunta ˆl, quit€ndose las botas.
     -  Se pas‘  la tarde parloteando. Apenas conseguŒ acostarla. No deja de
preguntar d‘nde est€ pap€, d‘nde est€ pap€. No puede vivir sin su pap€.
     Se  movŒa  con  celeridad  y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervŒa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la  manteca chirriaba  ya  en la  cacerola grande; el aire  estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafˆ reciˆn preparado.
     Redrick camin‘  descalzo hasta  el vestŒbulo y recogi‘ el  canasto para
llevarlo a la despensa.  Despuˆs  mir‘  hacia  el dormitorio.  Monita dormŒa
pacŒficamente, con  la s€bana arrugada colgando  hasta el suelo y el camis‘n
enroscado. Era tibia y suave como  un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo  resistir la tentaci‘n de acariciarle la espalda cubierta de
c€lido  pelaje dorado;  por milˆsima  vez se maravill‘  ante el espesor y la
suavidad de  aquella piel.  HabrŒa querido  levantarla,  pero tenŒa miedo de
despertarla; adem€s  estaba asquerosamente sucio,  empapado  de  muerte,  de
Zona. Volvi‘ a la cocina y se sent‘ a la mesa.
     - SŒrveme una taza de cafˆ. Me lavarˆ despuˆs.
     Sobre  la mesa  estaba  la  correspondencia de la tarde: "La Gaceta  de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habŒa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas  Extraterrestres",  n‡mero  56.  Redrick tom‘  la  jarrita  de cafˆ
humeante que le  tendŒa Guta y tom‘  los Informes.  Marcas  y sŒmbolos,  una
especie de cianotipos  y  fotografŒas  de  objetos  conocidos, tomadas desde
€ngulos raros. Otro artŒculo p‘stumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa Magnˆtica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en  letras  muy  pequeŸas,  decŒa:  Doctor  Kirill  A. Panov,  URSS,
tr€gicamente  fallecido durante  un  experimento, en abril de  19..  Redrick
arroj‘ el diario a un lado, sorbi‘ un poco de cafˆ,  quem€ndose  la  boca, y
pregunt‘:
     - ¿Vino alguien?
     Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
     - Estuvo Gutalin - respondi‘ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertˆ un poco.
     - ¿Y Monita?
     - No querŒa dejarlo ir, por supuesto. Empez‘ a gritar. Pero le dije que
el tŒo Gutalin no se sentŒa  muy bien, entonces me  dijo: "Gutalin est€ otra
vez todo roto".
     Redrick se ech‘ a reŒr y tom‘ otro sorbo. Despuˆs pregunt‘ otra cosa.
     - ¿Y los vecinos?
     Guta volvi‘ a vacilar antes de responder.
     - Como siempre - dijo.
     - Bueno, no me cuentes.
     -
mujer de abajo  me  golpe‘ la puerta, anoche. Tenia  los ojos  desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quˆ por  que serruchamos en  el baŸo en medio  de la
noche.
     - Esa vieja  puta peligrosa  -  dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serŒa  mejor que nos mud€ramos? ¿Que compr€ramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaŸa vieja, abandonada?
     - ¿Y Monita?
     - Dios mŒo,  ¿no crees que  nosotros  dos  nos bastarŒamos para hacerla
feliz?
     Guta mene‘ la cabeza.
     - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
     - No, no es culpa de ellos.
     - No vale la  pena hablar de eso. Alguien te llam‘. No dej‘ mensaje. Le
dije que habŒas salido a pescar. - Redrick dej‘ la jarrita y se levant‘.
     - Okey. Me voy a baŸar. Tengo un mont‘n de cosas que hacer.
     Se encerr‘ en el baŸo, arroj‘ las ropas al balde y coloc‘ en el estante
las  manoplas de bronce,  el  resto  de las tuercas  y  los tornillos y  los
cigarrillos.  Pas‘ largo rato girando bajo el agua hirviente, frot€ndose  el
cuerpo con una esponja €spera  hasta  que le  qued‘ rojo brillante.  Despuˆs
cerr‘ la ducha y  se sent‘ en el  borde de la baŸera, fumando. Las  caŸerŒas
borboteaban; Guta hacŒa ruido de  platos en la cocina. En seguida se  sinti‘
olor a pescado frito. Guta llam‘ a la puerta; le traŒa ropa interior limpia.
     - Ap‡rate - indic‘ -. El pescado se est€ enfriando.
     Ya  habŒa vuelto a su  estado  normal... y  a sus modales autoritarios.
Redrick  ri‘ entre  dientes mientras se vestŒa,  es decir, mientras se ponŒa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
     - Ahora puedo comer - dijo,  sent€ndose a la  mesa.  - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
     - Aj€ - respondi‘ ˆl, con la boca llena -. Quˆ pescado rico.
     - ¿Le pusiste agua?
     - Nooo,  lo  siento, seŸor; no lo harˆ m€s, seŸor. ¿Quieres  sentarte y
quedarte quieta?
     La tom‘ por la mano y  trat‘  de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apart‘ y tom‘ asiento frente a ˆl.
     - Est€s descuidando a  tu  marido -  observ‘ ˆl,  otra  vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
     - Lindo  marido tengo en  este  momento. Eres una  bolsa  vacŒa, no  un
marido. Primero hay que llenarte.
     - ¿Y si pudiera? - pregunt‘ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
     - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
     Redrick, indeciso, juguete‘ con el tenedor.
     - No, gracias.
     En seguida mir‘ el reloj y se levant‘.
     - Me voy. Prep€rame  el  traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
     Fue a  la despensa,  disfrutando la sensaci‘n del  piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerr‘ la puerta; en seguida empez‘ a poner sobre
la  mesa el botŒn que habŒa traŒdo. Dos vacŒos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas.  Tres brazaletes. Una especie de  argolla  parecida a los brazaletes,
pero m€s liviana  y dos centŒmetros m€s  ancha,  de  metal blanco. Diecisˆis
gotitas   negras  en  envase  de  polietileno.  Dos  esponjas   maravillosas
conservadas, del tamaŸo  de un puŸo. Tres  picapicas. Una jarra  de  arcilla
carbonatada. TodavŒa quedaba en la bolsa un recipiente de  porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo  toc‘. Sigui‘
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
     Despuˆs abri‘ un caj‘n y sac‘ una hoja de papel, un cabo de l€piz y una
calculadora. Corri‘ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribi‘
n‡mero tras n‡mero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
Sum‘ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dej‘ la colilla en un
cenicero y abri‘ cuidadosamente la  caja,  para esparcir los alfileres en la
hoja  de papel. ¨stos,  bajo la luz elˆctrica,  eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con  otros colores:  amarillo, verde y rojo. Tom‘ uno  y lo
apret‘ cuidadosamente  entre el pulgar y el  Œndice, con prudencia, para  no
pincharse. Apag‘ la luz y aguard‘ un momento, mientras  se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneci‘ en silencio. Lo dej‘ y tom‘ otro, para
apretarlo tambiˆn. Nada. Apret‘. un poco m€s, arriesg€ndose al  pinchazo,  y
el  alfiler habl‘:  dˆbiles relampagueos rojos corrieron por ˆl; s‡bitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes m€s lentas. Redrick disfrut‘  por
un  rato de ese extraŸo juego de luces. Los Informes decŒan que tal vez esas
luces significaran algo, quiz€ muy importante. Lo dej‘ aparte y tom‘ otro.
     AsŒ prob‘  setenta y tres  alfileres, de  los cuales doce  hablaban. El
resto guardaba silencio. En  realidad tambiˆn ˆsos podŒan hablar, pero hacia
falta  una  m€quina  especial,  del tamaŸo  de  una  mesa; con los  dedos no
bastaba. Redrick encendi‘ la luz y agreg‘ dos n‡meros m€s a su lista. Y s‘lo
entonces decidi‘ hacerlo.
     Meti‘ las  dos manos  en la bolsa y,  conteniendo  el aliento,  sac‘ un
paquete suave  que dej‘  sobre la  mesa. Lo contempl‘ largo rato, frot€ndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogi‘ el l€piz,
juguete‘ con  ˆl entre los  dedos torpes,  enfundados en  goma,  y volvi‘  a
dejarlos. Tom‘ otro cigarrillo y lo fum‘  hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
     -
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya est€. Basta.
     Junt‘ r€pidamente  todos los alfileres para guardarlos  en  la  caja  y
volvi‘ a levantarse.  Era  hora de salir. Con media hora de sueŸo tal vez se
le despejara la mente, pero  por otra parte era tal vez  mucho mejor  llegar
all€ temprano y ver c‘mo estaba la situaci‘n. Se quit‘ los guantes, colg‘ el
delantal y sali‘ de la despensa sin apagar la luz.
     Su traje ya estaba listo, extendido sobre  la cama.  Redrick se visti‘.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo cruji‘ tras ˆl; oy‘
una respiraci‘n pesada e hizo un gesto para no echarse a reŒr.
     -
     Algo le agarr‘ la pierna.
     -
Monita, riendo  y chillando, trep‘ inmediatamente sobre ˆl.  Lo pisote‘,  le
tir‘ del pelo y lo aneg‘ con un interminable chorro de  noticias. Willy,  el
hijo  del  vecino,  le habŒa arrancado una  pierna a  su muŸequita. HabŒa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco  y de ojos colorados; tal vez no
habŒa hecho caso a la mam€ y se habŒa metido en la Zona. HabŒa cenado gachas
de  avena  y jalea. TŒo  Gutalin  estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quˆ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quˆ no
habŒa dormido mam€ en toda la noche? ¿Por quˆ tenemos cinco dedos y s‘lo dos
manos y nada m€s  que una nariz?  Redrick abraz‘  cautelosamente  a  aquella
criatura  c€lida que trepaba por ˆl;  mir‘  aquellos ojos enormes y oscuros,
sin  parte  blanca, y  frot‘  la  mejilla  contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
     - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeŸa Monita, t‡.
     El telˆfono son‘ junto a su oŒdo. Levant‘ el tubo.
     - Escucho.
     Silencio.
     - ³Hola!
     No hubo  respuesta.  Se  oy‘  un  chasquido  y  despuˆs  tonos cortos y
repetidos. Redrick  se  levant‘,  dej‘  a Monita en  el suelo  y se  puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle  m€s  atenci‘n. Monita charlaba sin
cesar, pero ˆl se limit‘ a sonreŒr  mec€nicamente, con  gesto  distraŒdo. Al
fin ella anunci‘ que pap€ se habŒa tragado la lengua y lo dej‘ en paz.
     Redrick volvi‘ a la despensa,  puso en un portafolios todo lo que habŒa
sobre la  mesa y fue  al baŸo  a buscar sus manoplas de  bronce; volvi‘ a la
despensa, tom‘ el portafolios  en una mano y el cesto  con la  bolsa  en  la
otra; sali‘, cerr‘ con llave y llam‘ a Guta.
     - Me voy.
     - ¿Cu€ndo vuelves? - pregunt‘ Guta, saliendo de la cocina.
     Se habŒa arreglado el pelo y  estaba maquillada. Tambiˆn habŒa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
     - Te llamarˆ - respondi‘ ˆl, observ€ndola.
     Se le acerc‘ y la bes‘ en el escote.
     - Ser€ mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
     - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimi‘ Monita, metiˆndose entre los dos.
     ¨l tuvo que inclinarse m€s a‡n. Guta lo miraba fijamente.
     - TonterŒas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarˆ.
     En el rellano, un  piso m€s  abajo, vio que un gordo en pijama  a rayas
luchaba  con  la  cerradura  de  su  puerta.  De  las  profundidades  de  su
departamento llegaba un olor c€lido y agrio. Redrick se detuvo.
     - Buen dŒa.
     El gordo lo mir‘ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
     -  Anoche vino  su esposa  -  dijo  Redrick  -. No sˆ quˆ dijo  de  que
serruch€bamos. Debe haber un malentendido.
     - ¿Y a mŒ quˆ? - dijo el del pijama.
     - Anoche mi  esposa estaba lavando  la ropa  - prosigui‘ Red  -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
     - Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
     - Bueno, me alegro.
     Redrick sali‘, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rinc‘n
y  lo cubri‘ con un asiento  viejo. Despuˆs observ‘ su  obra  y  sali‘ a  la
calle.
     No  tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza,  cruzar despuˆs
el  parque  y  caminar  otra cuadra  hasta el  Boulevard Central. Frente  al
Metropole,  como  de costumbre, habŒa una brillante  hilera  de  coches  con
brillo de lava  y  cromados. Los  porteros,  de uniformes  morados, entraban
maletas  al hotel; habŒa tambiˆn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o  tres, fumando y conversando  sobre  los  escalones de m€rmol. Redrick
decidi‘ no entrar todavŒa. Se puso c‘modo bajo  el toldo del pequeŸo  bar de
enfrente; pidi‘ cafˆ  y encendi‘ un cigarrillo.  A  medio metro de  su  mesa
habŒa dos  agentes secretos de la  fuerza de policŒa internacional; comŒan a
toda prisa salchichas asadas al  estilo Harmont y bebŒan cerveza en  grandes
vasos de vidrio. Del  otro lado,  a  unos tres  metros, un sargento  sombrŒo
devoraba papas fritas, con  el  tenedor apretado en el puŸo; habŒa dejado el
casco  azul  junto  a  la  silla, invertido, y  la pistolera  colgada en  el
respaldo del asiento. No habŒa m€s clientes que ˆsos. La camarera, una mujer
de  cierta  edad  a quien  Redrick no conocŒa, bostezaba  tras el mostrador,
cubriˆndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
     Redrick  vio  que  Richard  Noonan salŒa  del  hotel  masticando algo y
acomod€ndose  el sombrero suave. Bajaba enˆrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciˆn baŸado y seguro
de que el dŒa  no  le  acarrearŒa disgustos.  Se  despidi‘ de alguien con un
adem€n, se ech‘  el impermeable sobre el hombro  izquierdo y avanz‘ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiˆn era regordete, bajito,  reciˆn lavado  y
seguro, al parecer, de que el dŒa no le acarrearŒa disgustos.
     Redrick se cubri‘ a cara  con la mano para observar a Noonan, que subi‘
apresuradamente, se acomod‘ en el asiento delantero y pasˆ algo al de atr€s;
en  seguida  lo  vio  inclinarse  para  recoger  algo y  ajustar  el  espejo
retrovisor. El Peugeot  expeli‘ una nube  de humo azul, toc‘ la bocina  para
alertar a un africano  que vestŒa su  traje tŒpico y baj‘ garbosamente hacia
la calle.  Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrŒa que virar
alrededor de la fuente y pasar  por el  cafˆ.  Ya  era  demasiado tarde para
marcharse, de modo  que Redrick se cubri‘ completamente la cara y se inclin‘
sobre la taza.  No sirvi‘ de nada.  El Peugeot hizo sonar la  bocina  en  su
mismo oŒdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llam‘:
     - ³Eh, Schuhart!
     Redrick lanz‘ un juramento en voz baja y levant‘ los ojos. Noonan venŒa
hacia ˆl con la mano extendida, sonriente.
     - ¿Quˆ est€s haciendo aquŒ a estas horas de la madrugada?  - le dijo al
acercarse.
     Y agreg‘, volviˆndose a la camarera:
     - Gracias,  seŸora, no voy a  pedir nada. Hace mil  aŸos que no te veo,
hombre. ¿D‘nde estabas? ¿En quˆ andas?
     -  En  nada  especial  -  respondi‘  Redrick,  a desgano  -. Cosas  sin
importancia.
     Noonan se instal‘ en la silla opuesta, apart‘ hacia un lado el vaso con
las  servilletas y hacia otro  el  plato  de s€ndwiches,  y se lanz‘  en  su
ch€chara.
     -  Te veo  un  poco p€lido. ¿No duermes  bien?  Te dirˆ que ‡ltimamente
estoy  muy ocupado con  estos nuevos equipos autom€ticos, pero  no  dejo  de
dormir lo necesario, eso sŒ que no. Los autom€ticos se pueden ir al cuerno.
     De pronto ech‘ una mirada a su alrededor y agreg‘:
     - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
     - No,  no - dijo mansamente Redrick -. TenŒa un poco de tiempo libre  y
se me ocurri‘ tomar un cafˆ, eso es todo.
     - Bueno, no voy a demorarte mucho -  dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red,  ¿por quˆ no dejas esas  cosas sin importancia y  vuelves al Instituto?
Sabes que  te aceptarŒan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro  ruso?
Hay uno nuevo.
     Red mene‘ la cabeza.
     - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Adem€s no  tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es  todo autom€tico; tienen robots que van a la
Zona  y son esos robots  los  que  cobran  todas  las bonificaciones, a  los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos.  No me  alcanzarŒa ni
para cigarrillos.
     - Todo eso se puede arreglar.
     - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asŒ.
     - Te has vuelto muy orgulloso - observ‘ Noonan, con tono de acusaci‘n.
     - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
     -  Creo  que tienes raz‘n - dijo el otro distraŒdo. Mir‘ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de  al lado, y frot‘ la plaquita de plata
con letras cirŒlicas impresas.
     -  Tienes raz‘n  - reconoci‘ -, hace faltar tener plata para  no  estar
preocup€ndose siempre por ella. ¿¨ste es regalo de Kirill?
     - Lo recibŒ en herencia. ¿C‘mo es que ya no te veo por el Borscht?
     - Eres t‡ el  que  no va - contraatac‘ Noonan  -. Yo almuerzo allŒ casi
todos los dŒas.  En  el  Metropole  cobran un  ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
     De pronto agreg‘:
     - Oye, ¿c‘mo andas de dinero?
     - ¿Quieres un prˆstamo?
     - No, precisamente lo contrario.
     - ¿Quieres prestarme dinero?
     - Tengo trabajo.
     - ³Oh, Dios! - exclam‘ Redrick -.
     - ¿Quiˆn m€s? - pregunt‘ Noonan.
     - Hay montones de... contratistas.
     Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se ech‘ a reŒr.
     - No, no se trata de tu especialidad.
     - ¿De quˆ, entonces?
     Noonan volvi‘ a mirar el reloj.
     - Hagamos una cosa - dijo, levant€ndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
     - Tal vez no haya terminado a esa hora.
     - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
     - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
     Eran las nueve menos cinco. Noonan lo salud‘ con  la mano y volvi‘ a su
Peugeot. Redrick lo sigui‘ con la vista, llam‘ a la camarera, pag‘ la cuenta
y compr‘ un atado de Lucky  Strike;  despuˆs se dirigi‘ lentamente hacia  el
hotel, con su portafolios.
     El sol ya  quemaba;  la  calle  se habŒa  puesto r€pidamente sofocante.
Sinti‘ una  sensaci‘n de quemadura  bajo  los p€rpados. Parpade‘ con fuerza;
era una l€stima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
     Y en ese momento ocurri‘.
     Nunca  habŒa  experimentado algo  asŒ  fuera de la Zona.  Y  en la Zona
misma,  s‘lo dos  o  tres  veces. TenŒa la  impresi‘n  de estar en  un mundo
distinto. Un mill‘n de  olores se  precipit‘ bruscamente sobre  ˆl: €speros,
dulces,  met€licos,  suaves, peligrosos,  rudos como adoquines,  delicados y
complejos como  mecanismos de relojerŒa, enormes como casas y diminutos como
partŒculas  de  polvo.  El  aire  se  torn‘ duro,  ech‘  filos,  esquinas  y
superficie,  mientras  el  espacio  se llenaba  de enormes  globos  rŒgidos,
pir€mides  resbalosas,  gigantescos cristales  espinosos.  Y  ˆl  tenla  que
avanzar a travˆs de todo aquello, abriˆndose camino en sueŸos,  como por  un
negocio de  compraventa  lleno  de  muebles viejos  y  feos.  Dur‘  s‘lo  un
instante.
     Abri‘ los ojos y todo habŒa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este  mismo mundo que le  mostraba una  faz  desconocida.  Esa  faz  le  era
revelada por  un segundo  antes de desaparecer,  sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
     Se oy‘  un bocinazo colˆrico;  Redrick camin‘ m€s y  m€s  r€pido, hasta
echar a correr en  direcci‘n al muro del Metropole. El coraz‘n le  palpitaba
enloquecido. Dej‘ el portafolios en la  acera y abri‘, impaciente, el  atado
de  cigarrillos. Encendi‘  uno, aspir‘  profundamente  y  descans‘,  como si
acabara de librar una pelea. Un policŒa se detuvo junto a ˆl, preguntando:
     - ¿Necesita ayuda, don?
     - N... no - logr‘ pronunciar  Redrick, y tosi‘ -. Es que  hace un calor
sofocante.
     - ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
     Redrick recogi‘ el portafolios.
     - Todo est€ bien, muy bien, amigo. Gracias.
     Se dirigi‘ r€pidamente hacia la entrada, subi‘ los peldaŸos y  entr‘ al
vestŒbulo;  era fresco, oscuro  y  resonante. Le  habrŒa gustado sentarse un
rato en una de esas  voluminosas sillas de cuero  hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se  permiti‘ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud  con los ojos entornados. AhŒ estaba Huesos, hojeando irritado  las
revistas del puesto. Redrick  arroj‘ la colilla al cenicero  y  se acerc‘ al
ascensor.
     No logr‘ cerrar la  puerta a tiempo; subieron otros amonton€ndose en el
interior:  un hombre gordo que respiraba como si  fuera asm€tico; una seŸora
muy perfumada  con  un  muchachito  gruŸ‘n que comŒa chocolate;  una anciana
corpulenta,  de barbilla mal  afeitada. Redrick qued‘ apretado en un rinc‘n.
Cerr‘ los  ojos, tratando  de olvidar al niŸo, su cara era fresca y  limpia,
sin un  solo vello. Y trat‘ tambiˆn de olvidar  a  la  madre,  que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla;  cuyo seno huesudo estaba  embellecido
por  un  collar  hecho  de grandes gotitas negras engarzadas en plata.  Y el
abultado,  escler‘tica  blanco de los ojos  del gordo, y  las  desagradables
verrugas de  la  cara  hinchada de la  vieja. El  gordo trat‘ de encender un
cigarrillo, pero la vieja inici‘ un  ataque contra ˆl  que  sigui‘ hasta  el
piso quinto,  donde se baj‘.  En  cuanto  ella hubo desaparecido,  el  gordo
encendi‘ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
ech‘ a  toser y a  sacudiese en cuanto  aspir‘ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
     ¨ste se baj‘ en  el  octavo y recorri‘ el pasillo, de gruesa  alfombra,
coquetamente  iluminado  por l€mparas  ocultas. OlŒa a tabaco  caro, perfume
francˆs,  suave cuero legitimo de  billeteras  abultadas, damiselas  caras y
cigarreras de oro macizo. HedŒa a todo eso, al hongo asqueroso que crecŒa en
la  Zona, bebŒa en  la Zona,  comŒa,  explotaba  y  engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarŒa despuˆs, cuando
estuviera harto  y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a  parar afuera.  Redrick  abri‘  la puerta del  874 sin
llamar.
     Ronco, sentado en una mesa junto  a  la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito  con un  cigarro. A‡n  seguŒa  en pijama; el  pelo ralo, todavŒa
h‡medo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
     - Aj€ - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesŒa de
los reyes.
     Termin‘  de despuntar el cigarro, lo  tom‘ con ambas manos y se lo pas‘
por debajo de la nariz.
     - ¿D‘nde est€ el bueno de Burbridge? -  pregunt‘, levantando al fin  la
vista.
     TenŒa ojos claros, azules, angelicales.
     Redrick  dej‘ el portafolios  sobre  el  sof€,  se  sent‘  y  sac‘  sus
cigarrillos.
     - Burbridge no vendr€.
     - El bueno  de Burbridge -  repiti‘ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para  llev€rselo  cuidadosamente  a  la  boca  -. Los nervios le est€n
jugando feo.
     SeguŒa  mirando a Redrick  con  aquellos ojos  de  color  celeste,  sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abri‘ ligeramente y entr‘ Huesos.
     - ¿Con quiˆn hablabas? - pregunt‘ desde el vano.
     - Ah, hola -  dijo  Redrick, alegremente, sacudiendo las  cenizas en el
suelo.
     Huesos hundi‘  las manos en los bolsillos y se aproxim‘  un  poco  m€s,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de p€jaro.
     - Te lo hemos dicho cien veces -  reproch‘ a Redrick, deteniˆndose ante
ˆl -: nada de contactos antes de una reuni‘n. ¿Y quˆ haces?
     - Digo hola. ¿Y t‡?
     Ronco ri‘. Huesos estaba irritable.
     - Hola, hola, hola.
     Apart‘ la mirada incriminatoria de Redrick y se dej‘ caer en el sof€, a
su lado.
     - No puedes comportarte asŒ - prosigui‘ -. ¿Me entiendes?
     - En ese caso encontrˆmonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
     - El muchacho tiene raz‘n  -  intervino Ronco -. El  error  es nuestro.
¿Quiˆn era ese hombre?
     -  Richard  Noonan.  Representa  a  algunas compaŸŒas  proveedoras  del
Instituto. Vive aquŒ, en el hotel.
     - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
     Tom‘ un encendedor colosal, con la forma  de la Estatua de la Libertad,
lo mir‘ dubitativamente y volvi‘ a ponerlo en la mesa.
     - ¿D‘nde est€ Burbridge? - pregunt‘ Ronco en tono amistoso.
     - Burbridge son‘.
     Los dos hombres intercambiaron una r€pida mirada.
     - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
     Redrick no respondi‘ de inmediato; primero aspir‘ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuˆs arroj‘ la colilla al suelo.
     - No se preocupen, no hay peligro. Est€ en el hospital.
     -
     Se levant‘ de un salto y fue hacia la ventana.
     - ¿En quˆ hospital? - pregunt‘.
     - No te preocupes, todo est€ en orden. Vamos al grano.
     Tengo sueŸo.
     -  ¿En  quˆ  hospital,  concretamente?  -  volvi‘ a  preguntar  Huesos,
irritado.
     - Ya te lo he dicho  -  replic‘  Redrick, levantando su portafolios  -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
     - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
     Baj‘ de un brinco, sorprendentemente €gil,  barri‘ todas las revistas y
los peri‘dicos  que habla en la  mesa  ratona  y  se  sent‘ frente  a  ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
     - Muestra lo que traes.
     Redrick abri‘ el portafolios, sac‘ la lista de precios y la puso  sobre
la mesa,  ante Ronco. ¨ste le ech‘  una mirada y la apart‘ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras ˆl, empez‘ a leerla por sobre su hombro.
     - ¨sa es la cuenta - explic‘ Redrick.
     - Ya veo. Quiero ver la mercaderŒa - dijo Ronco.
     - La plata.
     -  ¿Quˆ es  esto de argolla? - pregunt‘ Huesos, suspicaz,  seŸalando un
artŒculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
     Redrick  no  respondi‘.  SostenŒa  el  portafolios  abierto  sobre  las
rodillas, con la mirada fija en aquellos  ojos azules y angelicales. Al  fin
Ronco ri‘ entre dientes.
     - Por quˆ ser€ que te quiero tanto, hijo mŒo - murmur‘ -. Despuˆs dicen
que el amor a primera vista no existe.
     Suspir‘ dram€ticamente y agreg‘:
     - Phil, compaŸero, ¿c‘mo dicen los de aquŒ? Saca el rollo y p€sale unos
cuantos billetes... Y dame un f‘sforo. Ya ves.
     Y agit‘ el cigarro ante ˆl.
     Phil, el Huesos,  murmur‘ algo en voz baja, le arroj‘  una cajetilla de
f‘sforos y pas‘ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oy‘
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decŒa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente  su  cigarro, seguŒa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en  los labios delgados y p€lidos. El merodeador, con
la  barbilla  apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardŒan  los p€rpados y le lagrimeaban  los ojos. Huesos
volvi‘  con  tres  fajos;  los  arroj‘ sobrˆ la mesa  y se  sent‘, ofendido.
Redrick alarg‘ perezosamente la mano hacia el dinero,  pero Ronco le indic‘,
con un gesto, que esperara;  arranc‘ las fajas  de los billetes y las guard‘
en el bolsillo del pijama.
     -  Veamos ahora. Redrick  tom‘ el dinero  y se lo  meti‘ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida present‘ su mercaderŒa.
     Lo  hizo  lentamente,  dejando  que  los  dos  examinaran  el  botŒn  y
verificaran cada artŒculo con la lista. La  habitaci‘n estaba silenciosa  no
se  oŒa m€s que la pesada  respiraci‘n de Ronco y un  repiqueteo proveniente
del cuarto  contiguo, como  el  de una cuchara que  golpeara la  pared de un
vaso.
     Cuando  Redrick  cerr‘  el  portafolios, haciendo chasquear  el cierre,
Ronco levant‘ los ojos.
     - ¿Y lo m€s importante?
     - No es posible.
     Medit‘ un instante y agreg‘:
     - Por ahora.
     -  Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -.  ¿Quˆ dices t‡,
Phil?
     - Nos est€s echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quˆ tanto misterio, es lo que quiero saber.
     - Eso  es  inevitable:  negocios  secretos  - respondi‘  Redrick  -. La
nuestra es una profesi‘n arriesgada.
     - Bueno, bueno - exclam‘ Ronco -. ¿D‘nde est€ la c€mara?
     -
le subŒa el color a la cara -. Lo siento, la olvidˆ.
     - ¿All€? - pregunt‘ Ronco, haciendo un vago adem€n con el cigarro.
     - No recuerdo. Probablemente all€.
     Redrick cerr‘ los ojos y se recost‘ en el sof€. En seguida agreg‘:
     - No. La olvidˆ por completo,
     - Quˆ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
     - No, ni siquiera - respondi‘ Redrick, tristemente -. ¨se es el asunto.
No  llegamos hasta  los altos hornos. Burbridge cay‘ en la  jalea y tuve que
volver atr€s en seguida. Puedes estar seguro de que me habrŒa acordado si la
hubiera visto.
     -
     Extendi‘  el  Œndice   derecho.  La  argolla  de  metal  blanco  giraba
velozmente en torno a ˆl. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
     -
clavarla en Ronco.
     - ¿C‘mo que no para? - pregunt‘ ˆste cautelosamente, apart€ndose.
     - Me la puse  en el dedo y le  di  impulso, porque si nom€s, y lleva un
minuto girando sin parar.
     Huesos se levant‘ de un salto, con el  dedo extendido hacia adelante, y
se precipit‘  detr€s de la  cortina. La  argolla  plateada giraba f€cilmente
frente a ˆl, como un trompo.
     - ¿Quˆ diablos has traŒdo? - pregunt‘ Ronco.
     -
     Ronco  lo  mir‘  fijamente.  Despuˆs se levant‘ y pas‘ tambiˆn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oy‘  un parloteo.  Redrick tom‘ una de
las revistas caŒdas y la hoje‘. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. Recorri‘ la habitaci‘n con la mirada, buscando
algo  para  beber.  Despuˆs sac‘ el fajo  del bolsillo interior y cont‘  los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido cont‘ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvi‘ Ronco.
     -  Tienes  suerte,  hijo -  anunci‘,  sent€ndose una  vez m€s frente  a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
     - No, nunca estudiˆ eso.
     - Ni falta te hace  - replic‘ Ronco, mientras sacaba otro  fajo -.  AhŒ
tienes  el precio  de  este primer  ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darˆ dos  fajos como  ˆse. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno.  Pero con una
condici‘n: que nadie sepa de esto, salvo t‡ y yo. ¿De acuerdo?
     Redrick se guard‘ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
     - Me voy - dijo, levant€ndose - ¿Cu€ndo y d‘nde la pr‘xima vez?
     Ronco tambiˆn se levant‘.
     - Te llamaremos.  Espera nuestra  llamada todos los  viernes  entre las
nueve y las nueve y media de la maŸana. Te dar€n saludos de Phil y de Hugh y
concertar€n una cita contigo.
     Redrick  asinti‘ y se encamin‘ hacia  la puerta. Ronco lo  sigui‘ y  le
puso una mano en el hombro.
     -  Quiero  que  me  entiendas  - agreg‘  -. Todo esto est€  muy  lindo,
encantador y lo que quieras,  y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas:  las fotos y el envase  lleno. Devuˆlvenos la c€mara,
pero  con  la pelŒcula expuesta, y el  envase, pero  no  vacŒo: lleno. Y  no
necesitar€s volver a la Zona nunca m€s.
     Redrick  se  sac‘ del hombro  aquella mano,  abri‘  la puerta y  sali‘.
Camin‘ sin volverse por  el corredor  alfombrado, consciente  de que aquella
mirada  angelical seguŒa fija  en su  nuca. Ni siquiera esper‘ el  ascensor:
baj‘ por la escalera desde el octavo piso.
     Al salir del Metropole  llam‘ un taxi y fue  hasta la  otra punta de la
ciudad.  El  conductor era nuevo; Redrick no  lo  conocŒa; era un fulano  de
nariz ganchuda, lleno de granos,
     Uno de los cientos que  afluŒan a Harmont en los ‡ltimos aŸos, buscando
aventuras  excitantes, riquezas  desconocidas, fama  internacional  o alguna
religi‘n especial. VenŒan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcci‘n  o delincuentes; arruinados,  sedientos, torturados  por  vagos
deseos,  profundamente desilusionados y seguros de haber sido  engaŸados una
vez m€s.  La mitad de ellos,  despuˆs de un mes o  dos, volvŒan a su patria,
maldiciendo, para extender la  desilusi‘n a todos los paŒses del mundo. Unos
pocos, muy  pocos, se convertŒan  en merodeadores  y  perecŒan  r€pidamente,
antes de aprender las triquiŸuelas del oficio. Algunos conseguŒan trabajo en
el  Instituto,  pero s‘lo  los m€s instruidos  e  inteligentes, que al menos
podŒan  trabajar  como  ayudantes  de  laboratorio.  En  cuanto  al   resto,
malgastaban  las  noches  en  los  bares,  armaban  trifulcas  por  pequeŸas
diferencias de opini‘n, por  mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policŒa del municipio, al ejˆrcito y a los guardianes.
     El conductor  granujiento apestaba  a alcohol a m€s de un  kil‘metro  y
tenŒa los ojos m€s  colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. Cont‘
a Redrick que esa maŸana, en  su  cuadra, habŒa aparecido un fiambre  reciˆn
llegado del cementerio.
     - Volvi‘  a su casa, pero la  casa  estaba cerrada  desde  hacia aŸos y
todos se habŒan  mudado: la viuda, que ya es una seŸora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el  tipo habŒa  muerto  hace
como treinta aŸos, es decir, antes de  la  Visitaci‘n. Y allŒ est€. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sent‘ en el cerco a
esperar.  Vino gente de todo  el  vecindario;  lo miraban y lo miraban, pero
tenŒan miedo de acercarse, claro. Al final no sˆ quiˆn  tuvo una  gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera  entrar. ¿Y  quˆ  cree
que hizo? Se  levant‘, entr‘ y cerr‘ la  puerta. A mi se me hacŒa tarde para
el trabajo, asŒ que  no  sˆ c‘mo terminaron  las cosas, pero  cuando me  fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llev€rselo.
     - Pare - dijo Redrick -. Es aquŒ mismo.
     Hurg‘ en los bolsillos,  pero no tenŒa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. Despuˆs  se detuvo ante la puerta y esper‘ a que
el taxi se alejara.
     La  casita  de Cuervo  no estaba  tan  mal: dos plantas, una galerŒa de
vidrios con una mesa de billar, un jardŒn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca  bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde p€lido.  Redrick apret‘ varias veces el timbre; el
port‘n  se abri‘  de par en par con  un crujido.  Avanz‘  lentamente por  el
sendero  sombreado,  a cuya vera  crecŒan rosales.  Cobayo  apareci‘  en  el
porche; era  un negro encorvado que  temblaba  siempre  con el deseo  de ser
‡til.   Se  volvi‘,  impaciente;  baj‘  una  pierna  insegura  en  busca  de
equilibrio, recuper‘ la  estabilidad y  arrastr‘ el  otro pie  en  busca del
compaŸero.  El  brazo  derecho  se le agitaba convulsivamente en direcci‘n a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
     -
     Redrick volvi‘  la  cabeza; hombros  desnudos  y  tostados,  boca roja,
brillante, una mano  que  lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un adem€n con la cabeza y abandon‘ el sendero;
pas‘ por  entre los rosales  para  dirigirse hacia  la glorieta, cruzando el
cˆsped verde  y suave. HabŒa una gran estera roja  extendida sobre el prado;
allŒ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada,  con un vaso en la mano y un
min‡sculo traje de baŸo en el cuerpo. Sobre la estera habŒa tambiˆn un libro
de tapas  brillantes; un  baldecillo  de  hielo, por cuyo  borde asomaba  el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
     -
vaso -. ¿D‘nde est€ el viejo?
     Redrick se  detuvo junto a ella con el portafolios  a  la  espalda. SI,
Cuervo habŒa logrado imaginar unos hijos  maravillosos al expresar su deseo,
all€ en la Zona. ¨sta era  toda seda y satˆn, de firmes  curvas,  impecable,
sin una  sola  arruguita indispensable: sesenta  kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda  con fulgor propio, boca grande y h‡meda, dientes blancos,
parejos,  y pelo  negro  como  ala  de  cuervo,  que  brillaba  en  el  sol,
descuidadamente  caŒdo  sobre un  hombro. El  sol, acarici€ndola, se volcaba
sobre  ella,  desde  los hombros hasta el vientre,  hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mir‘ abiertamente. Ella lo mir‘ a su vez y ri‘, comprendiendo; despuˆs se
llev‘ el vaso a los labios y tom‘ varios sorbos.
     - ¿Quieres? - pregunt‘, pas€ndose la lengua por los labios.
     Esper‘ el  tiempo justo para  que ˆl captara la  doble intenci‘n  y  le
tendi‘ el vaso. ¨l busc‘ a su  alrededor  hasta encontrar  una reposera a la
sombra; allŒ se sent‘ y tendi‘ las piernas.
     - Burbridge est€ en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
     Ella lo mir‘  con un  solo ojo, sin dejar  de sonreŒr.  El  otro  qued‘
cubierto por  la  espesa cabellera  que le  caŒa  sobre  el hombro.  Pero su
sonrisa se habŒa petrificado; era una mueca de az‡car sobre la cara tostada.
Despuˆs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
     - ¿Las dos?
     - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
     Ella dej‘ el vaso y se apart‘ el pelo hacia atr€s. Ya no sonreŒa.
     - Quˆ pena - dijo -. Y eso significa que t‡...
     S‘lo a Dina  Burbridge  habrŒa  podido contarle  en detalle  c‘mo habŒa
pasado todo. Hasta habrŒa podido contarle que se habŒa acercado a ˆl con las
manoplas  listas y que Burbridge le habŒa rogado,  no por ˆl,  sino  por sus
hijos, por ella y por Artie,  prometiˆndole  la Bola  Dorada. Pero no se  lo
cont‘.
     Sac‘  un fajo  de dinero  del bolsillo superior  y lo  arroj‘ sobre  la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
     Los  billetes  se  abrieron  en un arco  iris.  Dina  recogi‘  algunos,
distraŒdamente, y los examin‘ como si no los conociera; sin embargo no tenŒa
mucho interˆs.
     - ¨stas son las ‡ltimas ganancias, entonces - dijo.
     Redrick se estir‘ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y  mir‘ la  etiqueta.  El  agua  goteaba desde el vidrio  oscuro;  tuvo  que
apartarla para  que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero  en un  momento  como ˆse  podŒa hacer el sacrificio de  tomar un
trago.
     Iba a llevarse la botella a la  boca cuando  lo interrumpi‘ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllŒ  estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies  por  el  prado,  sujetando  con las dos manos un vaso lleno de lŒquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las ‘rbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendi‘ el vaso en un gesto
desesperado, mugi‘ y aull‘, abriendo in‡tilmente la boca desdentada.
     -  Espero, espero  - dijo  Redrick, y volvi‘  a dejar  la botella en el
balde.
     Cobayo  lleg‘ al fin, entreg‘ el vaso a Redrick y le palme‘ tŒmidamente
el hombro con una mano artrŒtica.
     -  Gracias, Dixon - dijo Redrick,  seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre est€s en todo.
     Y  mientras Cobayo sacudŒa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, ˆl  levant‘ el  vaso, lo salud‘ con un gesto de la
cabeza y trag‘ la mitad de una sola vez. En seguida se volvi‘ a Dina.
     - ¿Quieres? - pregunt‘, refiriˆndose al vaso.
     Ella  no  respondi‘,  Estaba doblando un billete por la mitad; lo dobl‘
otra vez, y otra m€s.
     - TermŒnala - dijo ˆl -. No quedar€s en la calle. Tu viejo...
     Ella lo interrumpi‘:
     - AsŒ  que lo  sacaste  a la rastra - dijo, sin  preguntar  como  quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota,  cruzando  toda la Zona. Sacaste a
ese hijo  de  puta  llev€ndolo sobre la espalda,  barro,  pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como ˆsa.
     ¨l  la  mir‘, olvidado del  vaso. Dina se levant‘ para  acercarse a ˆl,
pisando el  dinero esparcido. Se detuvo ante ˆl con los puŸos clavados en la
suave curva  de las  caderas,  ocult€ndole  todo  el  mundo  con  ese cuerpo
maravilloso, que olŒa a perfume y a sudor dulce.
     - El viejo tiene en el puŸo a todos los idiotas como t‡. Te va  a pisar
los huesos. Ya ver€s, caminar€  sobre  tu  cr€neo  con  sus  muletas.
enseŸar€ quˆ es el amor fraternal y la piedad!
     A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
     - Te prometi‘ la  Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es  cierto?  ³Idiota!
mapa  te  da. Que  Dios  tenga  piedad del  alma  de Redrick Schuhart,  este
pelirrojo est‡pido.
     Redrick se levant‘ sin  apuro y le dio una fuerte  bofetada. Ella cerr‘
el pico, se dej‘ caer en el pasto y hundi‘ la cara entre las manos.
     - Quˆ tonto... Red - murmur‘ -. Dejar pasar una oportunidad como ˆsa.
     Redrick la mir‘ sin  hablar mientras terminaba el vodka. Arroj‘ el vaso
a  Cobayo sin mirarlo siquiera. No  habŒa nada que  decir.  Quˆ lindos hijos
habŒa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
     Sali‘ a la calle y llam‘ un taxi. Indic‘ al conductor que lo llevara al
Borscht. TenŒa que terminar con  sus asuntos, aunque se morŒa de sueŸo. Todo
le daba vueltas; al final se  qued‘ dormido  en el  taxi, con todo el cuerpo
doblado   sobre  el  portafolios;   despert‘   s‘lo   cuando  el  conductor,
sacudiˆndolo, le dijo:
     - Ya llegamos, seŸor.
     - ¿Ad‘nde  llegamos? - pregunt‘, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
     - Nada de eso, compaŸero. Al Borscht, me dijo. ¨ste es el Borscht.
     - Okey - gruŸ‘ Redrick -. Debo haber soŸado.
     Pag‘ y descendi‘ del coche; apenas podŒa  mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en  el  sol; hacia muchŒsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que  estaba empapado, que tenŒa mal gusto en  la boca  y que le lloraban los
ojos. Mir‘ a su alrededor  antes de entrar. La  calle  estaba desierta, como
era  habitual  a esa hora del dŒa.  Los negocios  no habŒan abierto a‡n y el
Borscht  debŒa estar cerrado tambiˆn,  pero Ernest  ya estaba en  su puesto,
secando vasos  y  echando miradas sucias al  trŒo que  chupaba cerveza en la
mesa del rinc‘n. TodavŒa  no habŒan retirado las sillas de las  otras mesas.
Un pe‘n desconocido,  vestido con chaqueta blanca, limpiaba  los pisos; otro
luchaba detr€s  de  Ernest  con un caj‘n  de cerveza.  Redrick  se acerc‘ al
mostrador, dej‘ allŒ su portafolios y dijo hola. Ernest  murmur‘ algo que no
era exactamente una bienvenida.
     - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
     Ernest plant‘ una jarrita vacŒa en el mostrador, sac‘ una botella de la
heladera,  la abri‘ y la suspendi‘ sobre  la  jarra. Redrick, cubriˆndose la
boca, mir‘ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpe‘  varias
veces al borde  de la jarrita. Redrick le mir‘ entonces la cara. TenŒa bajos
los p€rpados pesados, torcida  la boca gordinflona y las mejillas caŒdas. El
pe‘n  pas‘ el trapo  precisamente  bajo los  pies de Redrick; los del rinc‘n
discutŒan  en voz alta  sobre las carreras; el  otro pe‘n retrocedi‘ con los
cajones,  tropezando con Ernest en forma tan ruda que ˆste se  tambale‘.  El
hombre murmur‘ una disculpa.
     - ¿Lo trajiste? - pregunt‘ Ernest, con voz ahogada.
     - ¿Que si traje quˆ?
     Redrick  mir‘ por  sobre  el  hombro.  Uno  de  los  tipos  se  levant‘
perezosamente  y  fue hasta la  puerta.  AllŒ se  detuvo  para  encender  un
cigarrillo.
     - Ven, hablemos - dijo Ernest.
     El pe‘n que pasaba el trapo tambiˆn estaba en ese momento entre Redrick
y  la salida. Era un negro  grandote,  del tipo de  Gutalin, pero doblemente
corpulento.
     - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
     Ya no  tenla sueŸo, ni en  un ojo ni en el  otro.  Pas‘  por detr€s del
mostrador, esquivando al pe‘n que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habŒa  pellizcado el dedo,  pues se chupaba  la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pas‘  a  la  trastienda  y Redrick fue tras ˆl, porque los tres fulanos  del
rinc‘n  ya  estaban  bloqueando la puerta  y el  pe‘n  de limpieza se  habŒa
detenido junto a las cortinas que daban al dep‘sito.
     Ya  en la  trastienda, Ernest dio  un paso a un lado  y se sent‘ en una
silla, junto  a  la  pared.  Ante  la  mesa  estaba  el capit€n  Quarterblad
amarillento  y furioso.  A la  izquierda,  quiˆn  sabe  de d‘nde apareci‘ un
enorme soldado de  las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos,  que lo
cache‘ r€pidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sac‘ las manoplas de bronce. En  seguida  empuj‘ a Redrick  en  direcci‘n al
capit€n. El pelirrojo  se acerc‘  a la mesa y  puso el portafolios frente al
capit€n Quarterblad.
     - Chupasangre - dijo a Ernest.
     ¨ste  levant‘  las  cejas y encogi‘  un solo  hombro. Todo estaba  a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreŒan muy satisfechos. No habŒa
otra salida y la ventana tenŒa barrotes por fuera.
     El capit€n Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvŒa
el portafolios con las dos manos, sacando  el  botŒn  para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeŸos vacŒos; nueve  pilas; gotitas negras de diversos tamaŸos,
diecisˆis  piezas en una bolsa  de  polietileno; dos esponjas  perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
     - ¿Tienes algo en los  bolsillos? - pregunt‘ el capit€n,  suavemente -.
VacŒalos.
     - VŒboras - murmur‘ Redrick -, canallas.
     Sac‘  un fajo  dˆ billetes y lo  arroj‘ sobre  la mesa; allŒ  quedaron,
esparcidos.
     -
     -
fajo -. AhŒ tienen. Ojal€ se les atraganto.
     - Muy interesante - dijo el capit€n, con calma -. Ahora rec‘gelo.
     -
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mŒ puede recogerlo usted mismo.
     -  Recoge  ese dinero, merodeador - repiti‘ el  capit€n Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puŸo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
     Se  miraron mutuamente  por  algunos segundos. Al  fin  el  merodeador,
murmurando maldiciones, se agach‘ para  recoger desganadamente los billetes.
Los  peones se burlaban a  sus espaldas y el soldado de  las Naciones Unidas
resopl‘ con alegrŒa.
     -
     Mientras  se  arrastraba  de rodillas  por  el  suelo,  recogiendo  los
billetes  uno por uno, se iba acercando m€s y m€s al anillo de oscuro bronce
que descansaba  pacŒficamente  en  el polvoriento piso de parquet. Se volvi‘
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabŒa y  algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando lleg‘ el momento
adecuado cerr‘ el  pico, tens‘; agarr‘ el anillo y tir‘ de ˆl con todas  sus
fuerzas; antes de que la trampa  abierta hubiera llegado al  suelo  se habŒa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisi‘n frŒa y gris de la bodega.
     Cay‘ sobre las manos, dio un  salto  mortal y se levant‘  de  un salto.
Ech‘  a  correr  encorvado,  sin  ver  nada, confiado en su memoria  y en su
suerte,  por  el angosto  pasillo abierto  entre  los  cajones de  botellas,
volte€ndolos a su paso; los oy‘ caer y estrellarse tras ˆl. Resbal‘. Subi‘ a
la carrera algunos escalones invisibles y  lanz‘ todo  el peso  de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsŒ sali‘ al garaje de Ernest.
     Estaba estremecido  y jadeante; ante los  ojos le bailaban  manchas  de
sangre y el coraz‘n le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la  garganta. Pero no  se detuvo ni por un instante. Corri‘ hasta  el rinc‘n
m€s  alejado y allŒ, despellej€ndose  las manos, revolvi‘  en  la montaŸa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se desliz‘ de
panza por ese agujero. Se le desgarr‘ la chaqueta, pero pronto  estuvo en el
angosto  patio.  AllŒ se  agach‘ entre  las latas  de basura,  se  quit‘  la
chaqueta y la  corbata, se revis‘ apresuradamente, se cepill‘ los pantalones
y, finalmente, se irgui‘ y corri‘ hacia el patio.
     Se  zambull‘  en  un t‡nel  bajo  y  maloliente  que  llevaba al  fondo
siguiente.  AllŒ prest‘ atenci‘n, esperando  oŒr las  sirenas de la policŒa,
pero  no fue asŒ;  corri‘  a  mayor  velocidad,  asustando a los chicos  que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar,  arrastr€ndose por los agujeros
de  los cercos  podridos.  TenŒa  que salir de ese vecindario de  inmediato,
antes de que el capit€n Quarterblad lo hiciera rodear. ConocŒa bien la zona,
pues habŒa jugado en todos aquellos patios y s‘tanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenŒa allŒ muchos conocidos y hasta algunos
amigos;  en otras circunstancias  no  le habrŒa  costado  ocultarse  en  ese
barrio, incluso por una semana. Pero no  era para eso que habŒa escapado tan
audazmente,  bajo  las  mismas  narices  del capit€n Quarterblad,  aŸadiendo
f€cilmente doce meses a su sentencia.
     Tuvo mucha suerte.  En la calle  Siete alg‡n tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente  por la calzada, en  manifestaci‘n;  eran unos  doscientos, tan
desarrapados y  mugrientos  como  ˆl. Algunos tenŒan peor  aspecto,  como si
hubieran pasado toda la tarde arrastr€ndose por los agujeros de los cercos y
ech€ndose latas de basura encima; tal vez habŒan pasado la noche alborotando
en  alguna carbonera. Redrick sali‘ de  un portal, agachado,  para mezclarse
entre la multitud; la atraves‘ a fuerza de empujones y tirones; pisote‘ pies
ajenos, recibi‘  alg‡n  puŸetazo ocasional y lo devolvi‘, y finalmente sali‘
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
     Fue  precisamente   entonces   cuando  se  oy‘  el  gemido  familiar  y
desagradable  de  los  coches  patrulleros;  la  manifestaci‘n   se  detuvo,
ruidosamente, pleg€ndose  como  un acorde‘n. Pero  Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capit€n Quarterblad no tenŒa modo de saber en cu€l.
     Se  acerc‘ a su propio garaje  desde el costado del negocio de radio  y
electr‘nica;  tuvo  que esperar  en tanto los obreros cargaban un cami‘n con
televisores. Se puso c‘modo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas,  donde  no  habŒa ventanas,  para  recobrar  el aliento y fumar  un
cigarrillo.  Fum‘  €vidamente, agachado contra la €spera  pared  a prueba de
incendios,  toc€ndose  de  tanto  en  tanto la mejilla  para  calmar  el tic
nervioso.  Pens‘, pens‘, pens‘. Cuando el cami‘n y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se ech‘ a reŒr, diciendo suavemente:
     - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
     Entonces  empez‘  a  caminar con  rapidez, pero  sin  demasiada  prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
     Entr‘ al garaje por el pasillo oculto; levant‘ silenciosamente el viejo
asiento, sac‘ el  rollo de papel que habŒa  en la bolsa guardada  dentro del
canasto, con  mucho  cuidado,  y se lo desliz‘ dentro  de la camisa. Despuˆs
torn‘ de una percha una chaqueta de cuero,  vieja  y gastada; encontr‘ en el
rinc‘n una  gorra grasienta y se la  encasquet‘ hasta los ojos. Las hendijas
de la  puerta  dejaban  pasar finos rayos  de  luz  que  iluminaban el polvo
danzarŒn  del sombrŒo garaje. Afuera, los  chicos  jugaban  y chillaban.  Al
marcharse oy‘ la voz de su hija; acerc‘ un ojo a la m€s ancha de las ranuras
y contempl‘ a Monita, que corrŒa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas,  sentadas en un banco cercano  con  el tejido sobre el regazo,  la
observaban con labios fruncidos;  las viejas cerdas  estarŒan intercambiando
sucias opiniones.  Los chicos se portaban  bien; jugaban  con  ella  como si
fuera  una  m€s.  ValŒa  la  pena  el soborno empleado: les  habŒa hecho  un
tobog€n, una casa de muŸecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas.  "Bueno",  se dijo. Se apart‘ de la grieta, volvi‘ a inspeccionar el
garaje y entr‘ arrastr€ndose al agujero.
     En  la  parte  sudoeste  de  la  ciudad,  cerca  del  surtidor de nafta
abandonado  al final  de la  calle Miner, habŒa una cabina  telef‘nica. S‘lo
Dios  sabe quiˆn la usaba por entonces, pues  todas las  casas de  alrededor
estaban  cerradas  con tablas;  m€s  all€  se veŒa  tan  s‘lo  aquel  baldŒo
interminable  que fuera el  basurero de la ciudad.  Redrick se  sent‘  a  la
sombra  de  aquella cabina y meti‘ la mano  en una  hendija  que  habŒa allŒ
debajo. Palp‘  un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en  ˆl; tambiˆn  estaba la  caja de  plomo con  balas  y  la  bolsa  con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quit‘ la chaqueta y la gorra; palp‘ dentro de su  camisa.  AllŒ
permaneci‘  por  un minuto,  o  m€s,  sopesando  en  la  mano  el envase  de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenŒa. Y el tic nervioso
recomenz‘.
     -  Schuhart - murmur‘,  sin oŒr su propia  voz -,  ¿quˆ est€s haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
     Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvi‘ para calmarla.
     -  Hijos  de perra  -  dijo,  pensando en los obreros que cargaban  los
aparatos de televisi‘n -. Se me pusieron en el camino. Yo habrŒa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
     Mir‘ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente  reverberaba  sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrŒamente;
por el baldŒo rodaban briznas secas. Estaba solo.
     - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; s‘lo Dios cuida
de todos. A mŒ me ha llegado el turno.
     R€pidamente,  para no cambiar de idea,  puso el envase  en  la gorra  y
envolvi‘   la  gorra  en  la  chaqueta  de   cuero.  Despuˆs  se  arrodill‘,
recost€ndose  contra la  cabina, que  se  movi‘.  Aquel  paquete  voluminoso
entraba  bien  en el  fondo del pozo que habŒa debajo  y a‡n  quedaba lugar.
Volvi‘ a poner la cabina en su sitio, la  sacudi‘ para ver si estaba firme y
finalmente se levant‘, limpi€ndose las manos.
     - Listo. Todo arreglado.
     Entr‘ a la cabina caldeada, deposit‘ una moneda y marc‘ un numero.
     - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
     Oy‘ el suspiro estremecido y se apresur‘ a agregar:
     -  Es un delito  menor,  seis a ocho  meses con derecho a  visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltar€ dinero. Ellos te enviar€n.
     Guta seguŒa en silencio.
     -  MaŸana por  la maŸana  te  llamar€n al  puesto de  comando. AllŒ nos
veremos. Trae a Monita.
     - ¿Habr€ alguna inspecci‘n? - pregunt‘ ella.
     - Que  la  hagan. En la casa no hay nada.  No te preocupes y  mantˆn el
€nimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido.  Te  casaste
con un merodeador, asŒ que no te quejes. MaŸana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
     Colg‘ abruptamente y permaneci‘ algunos segundos  con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que  le tintinearon los  oŒdos. Despuˆs deposit‘
otra moneda y volvi‘ a marcar un n‡mero.
     - Escucho - dijo Ronco.
     - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
     - ¿Schuhart? ¿Quˆ Schuhart? - pregunt‘ Ronco, con naturalidad.
     -  Te dije  que  no me interrumpas. Me atraparon  y escapˆ, pero  voy a
entregarme. Me dar€n  entre dos y medio y tres aŸos. Mi esposa queda  sin un
centavo.  T‡  te  encargar€s de  ella.  Que  no le  falta  nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
     - Sigue - dijo Ronco.
     -  Cerca del sitio donde nos encontramos la primera  vez hay una cabina
telef‘nica.  Es la ‡nica, no  hay  forma de  confundirse.  La porcelana est€
debajo de ella. Si  la quieres, t‘mala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi  esposa. TodavŒa  nos quedan muchos  aŸos de  jugar juntos. Si al  volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
     - ComprendŒ  todo  -  dijo  Ronco  -. Gracias. Y  despuˆs de  una pausa
agreg‘: - ¿Quieres un abogado?
     - No -  dijo  Redrick -.  Todo a mi  esposa, hasta  el ‡ltimo  centavo.
Saludos.
     Colg‘  y  mir‘ a su  alrededor. Despuˆs, con las manos  hundidas en los
bolsillos del pantal‘n, subi‘ lentamente por la calle  Miner entre las casas
vacŒas y claveteadas.

     3. Richard H.  Noonan,  cincuenta y un  aŸos, supervisor de compras  de
equipos electr‘nicos en la divisi‘n  Harmont del instituto  internacional de
culturas extraterrestres.

     Richard H. Noonan  estaba  sentado  ante el escritorio  de  su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaŸo legal. SonreŒa tambiˆn, simp€ticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a  su visitante.  No  hacŒa m€s
que aguardar una llamada telef‘nica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo  sermoneaba  perezosamente.  O imaginaba  que  lo  estaba sermoneando.  O
trataba de convencerse a sŒ mismo de que lo estaba sermoneando.
     - Tendremos  en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraŸo.
     La  esbelta mano de  Valentine sacudi‘ limpiamente  las  cenizas  de su
cigarrillo en el cenicero.
     -  ¿Y  quˆ es,  exactamente,  lo que  tendr€n en cuenta? - pregunt‘ con
mucha cortesŒa.
     -  Bueno... todo lo  que usted acaba de decir  -  respondi‘ alegremente
Noonan, recost€ndose en su sill‘n -. Hasta la ‡ltima palabra.
     - ¿Y quˆ es lo que dije?
     - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
     Valentine (el  doctor  Valentine Pilman,  ganador  de un  Premio N‘bel)
estaba  sentado frente  a  ˆl, en un mullido sill‘n. Era  menudo, delicado y
limpio. No tenŒa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata  de color liso,  muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y p€lidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
     -  En mi opini‘n, a usted  se le paga un  sueldo fant€stico para nada -
dijo -. Y adem€s, tambiˆn en mi opini‘n, usted es un saboteador, Dick.
     -
     -  En  realidad -  agreg‘ Valentine -, hace mucho tiempo  que lo  vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
     -
es eso de que no  hago nada? ¿Acaso he dejado  de  hacerle  entregar un solo
pedido de repuestos?
     - No  sˆ  -  respondi‘  Valentine, volviendo a  sacudir  las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con m€s frecuencia,
pero no sˆ quˆ tiene usted que ver con eso.
     - Bueno, si no fuera  por mŒ, los materiales buenos  serŒan  mucho  m€s
escasos. Adem€s,  ustedes  los  cientŒficos  se  la pasan  rompiendo  buenos
equipos  y  pidiendo  repuestos.  ¿Y  quiˆn  les  cubre  las  espaldas?  Por
ejemplo...
     En ese momento son‘ el  telˆfono. Noonan  se  interrumpi‘ para tomar el
receptor.
     - ¿SeŸor Noonan? - pregunt‘ la secretaria -. Otra vez el seŸor Lemchen.
     - ComunŒqueme.
     Valentine  se levant‘, se  llev‘  dos dedos  a la frente  en  seŸal  de
despedida y sali‘ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
     - ¿SeŸor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
     - SŒ, escucho.
     - No es f€cil comunicarse con usted en el trabajo, seŸor Noonan.
     - Acaba de llegar un nuevo embarque.
     - SŒ, ya lo sˆ, seŸor Noonan.  Estoy aquŒ por poco tiempo. Quisiera que
discutiˆramos  personalmente  unas cuantas cosas. Me refiero  a los  ‡ltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
     - A sus ‘rdenes.
     - En  ese caso,  si  no  tiene inconvenientes, ¿por  quˆ  no  pasa  por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
     - Perfecto. Dentro de media hora.
     Richard Noonan colg‘ y  se levant‘ frot€ndose las manos  regordetas. Se
pase‘ por la oficina y hasta empez‘ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpi‘  en una nota  especialmente  agria, riˆndose jovialmente  de  sŒ
mismo. Tom‘ su sombrero, se ech‘ el impermeable al  hombro y sali‘ a la zona
de recepci‘n.
     - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Quˆdate
aquŒ y c‡breme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerˆ un regalo.
     Ella  pareci‘ transformarse.  Noonan le arroj‘ un  beso  y sali‘ a  los
corredores del  instituto.  AquŒ y  all€  tuvo que enfrentarse  con  algunos
intentos  de  detenerlo, pero  logr‘  zafarse  de  todas  las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados  que le  cubrieran  las espaldas o que
tuvieran paciencia.  y  finalmente  emergi‘,  ileso y sin compromisos,  para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
     Sobre la ciudad pendŒan nubes bajas y pesadas.  El dŒa  era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban  ya a esparcirse  por la acera  como
pequeŸas  estrellas negras.  Noonan se ech‘ el  saco  sobre  la cabeza y los
hombros y corri‘ junto  a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se meti‘
de cabeza y arroj‘ la chaqueta al asiento trasero. Sac‘ del bolsillo el palo
negro y  redondo del asŒ-asŒ, lo puso en la instalaci‘n del tablero y empuj‘
con  el  pulgar  para meterlo  hasta la  empuŸadura. Se  mene‘ un poco  para
acomodarse mejor  tras el volante  y  pis‘  el acelerador. El  Peugeot sali‘
silenciosamente al medio de la  calle;  un  segundo despuˆs corrŒa  hacia la
salida de la Pre-Zona.
     La lluvia se precipit‘  de repente, como si alguien hubiera volcado  un
balde en el cielo. La  ruta se torn‘ resbaladiza; el coche  derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminor‘  la marcha.
"AsŒ que recibieron el informe", pens‘. Ahora estar€n elogi€ndome. Bueno, me
lo  merezco; me gusta  que me elogien. Especialmente  el  seŸor  Lemehen  en
persona. A pesar de si mismo. ExtraŸo, ¿verdad? ¿Por  quˆ nos gusta  que nos
elogien?  Eso  no  da dinero.  ¿Gloria? ¿Quˆ  clase de gloria  tenemos?  "Es
famoso: ya  lo  conocen  tres personas"  Bueno,  digamos cuatro, contando  a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan est‡pido...
¿C‘mo puedo  ser mejor  a  mis  propios ojos? ¿Como si no me  conociera? Ese
gordo  bueno de Richard  H. Noonan,  a prop‘sito, ¿quˆ querŒa  decir esa H.?
³Quˆ  sˆ yo! Y no tengo a quien  preguntarle;  no  es cosa de preguntarlo al
seŸor Lemehen. ³Ah,  ya recuerdo!
est€ diluviando.
     Vir‘ hacia la calle Central y de pronto se  dio cuenta de  lo mucho que
habŒa crecido la ciudad en los ‡ltimos aŸos. Enormes rascacielos. All€ est€n
construyendo  otro.   ¿Quˆ  ser€?  Oh,  el  Complejo  Luna:  el  mejor  jazz
internacional, un  espect€culo  de variedades y  varias cosas m€s. Todo para
nuestras  gloriosas tropas y nuestros valientes  turistas, especialmente los
m€s ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
est€n vaciando.
     SŒ, me gustarŒa saber d‘nde va  a terminar todo esto. Bueno, hace  diez
aŸos  estaba seguro de saberlo: barreras policiales  impenetrables, zonas de
seguridad  de treinta  kil‘metros,  cientŒficos  y soldados, y nada m€s. Una
horrible lastimadura  en la cara  del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el  ‡nico que pensaba  asŒ.
ahora uno ni siquiera se acuerda c‘mo fue que la fˆrrea resoluci‘n universal
se fundi‘ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y  por otra no se puede estar  en desacuerdo." Creo que todo
empez‘ cuando  los merodeadores  trajeron los  asŒ-asŒ de  la Zona. PequeŸas
pilas.  SŒ, creo que fue  entonces. Sobre todo cuando  se  descubri‘ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareci‘ tal; antes bien, una caja de
tesoros,  la  tentaci‘n  del  demonio,  la  caja de  Pandora  o  el  diablo.
Descubrieron  el  modo  de  darles  uso.  Llevaban  veinte  aŸos  bufando  y
rezongando, malgastando  billones, sin haber podido organizar  el robo. Cada
uno  tenŒa su negocito, mientras los  cientŒficos arrugaban significativa  y
portentosamente  el  ceŸo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra  no se puede  estar en desacuerdo.  Puesto  que tal y cual  objeto,
fotografiado con  rayos  X  en  un €ngulo  de  18 grados,  emite  electrones
cuasitermales en  un €ngulo de 22  grados...
cualquier modo morirˆ sin ver el final.
     El  coche pasaba  frente a  la  casa que  Cuervo  Burbridge tenŒa en el
centro. Debido a la intensa  lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias  parejas que bailaban en las habitaciones del  segundo piso,
que correspondŒan  a la hermosa Dina. O bien habŒan comenzado muy temprano o
todavŒa la seguŒan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad:  dar fiestas  que  duraban  varios  dŒas.  Sin duda  estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y  tesoneros en  la b‡squeda de sus
deseos.
     Noonan detuvo el  coche frente a  un edificio feo, cuyo discreto cartel
decŒa: "Oficinas legales de Korsh,  Korsh y  Simak". Sac‘ el asŒ-asŒ y se lo
guard‘  en el bolsillo; volvi‘ a ponerse el impermeable,  tom‘ el sombrero y
corri‘  hacia  la  entrada.  Pas‘ corriendo  junto al  portero,  que  estaba
sepultado en un peri‘dico, y subi‘ las escaleras  cubiertas por una alfombra
gastada.  Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor  del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes.  Finalmente abri‘  la  ‡ltima  puerta  del  pasillo y entr‘. Ante  el
escritorio  no  estaba  la   secretaria,  sino  un  joven  desconocido,  muy
bronceado, en mangas de camisa,  que escarbaba las tripas de alg‡n artefacto
electr‘nico instalado sobre el escritorio, en vez de la m€quina de escribir.
     Richard Noonan colg‘ su sombrero y  su chaqueta,  alis‘ con ambas manos
el  poco  pelo que le  restaba  y  mir‘  interrogativamente  al joven.  ¨ste
asinti‘. Noonan abri‘ entonces la puerta de la  oficina. El seŸor Lemehen se
levant‘ pesadamente del gran sill‘n  de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por  cortinajes. Su  angulosa cara  de  general estaba arrugada, ya
fuera  en una sonrisa  de  bienvenida o  en  un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quiz€s fuera tambiˆn un estornudo contenido.
     - Ah, ya lleg‘, pase, p‘ngase c‘modo.
     Noonan busc‘  alg‡n lugar para  ponerse  c‘modo, pero s‘lo encontr‘ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada  detr€s del  escritorio. Prefiri‘
sentarse en el  borde del escritorio. Su  €nimo jovial  se estaba evaporando
por alg‡n  motivo, aunque ˆl mismo no sabŒa cu€l. De pronto se dio cuenta de
que ese dŒa no habrŒa  elogios. Todo lo contrario. "El dŒa de la ira", pens‘
filos‘ficamente, endureciˆndose para enfrentar lo peor.
     - Fume si quiere - dijo el  seŸor Lemchen, volviendo a descender  hasta
su sill‘n.
     - No, gracias, no fumo.
     El  seŸor Lemehen  asinti‘,  como  si  aquello  confirmara  sus  peores
sospechas;  junt‘ las puntas de los dedos formando una torre y las contempl‘
por un rato. Al fin dijo:
     - Creo  que no vamos  a discutir los asuntos  legales de la  Mitsubishi
Denshi Company.
     Eso era un chiste. Richard Noonan sonri‘ de inmediato.
     -
     Estaba endemoniadamente inc‘modo  allŒ sentado;  adem€s los  pies no le
llegaban al suelo.
     - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresi‘n  muy
favorable all€ arriba.
     - Hum - murmur‘ Noonan, mientras pensaba: "AquŒ viene"
     - Estaban por recomendarlo para una  condecoraci‘n - prosigui‘ el seŸor
Lemehen -.  Sin  embargo los convencŒ  de que esperaran un poco. Y yo  tenŒa
raz‘n.
     Abandon‘ con esfuerzo la contemplaci‘n de sus diez dedos y levant‘  los
ojos hacia Noonan.
     - Usted se preguntar€ por quˆ me comportˆ con tanta cautela.
     - Probablemente tenŒa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
     -  En efecto. ¿Cu€les son los  resultados de  su  informe, Richard?  La
banda del Metropole  est€ liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiˆn
suyo,  Quasimodo,  los  M‡sicos  Vagabundos  y  todas  las otras  bandas, no
recuerdo c‘mo se llaman, se desmembraron porque sabŒan que el baile se habŒa
terminado y que cualquier  dŒa los iban a atrapar.  Todo esto  es cierto; lo
hemos verificado por otras  fuentes. El campo  de batalla est€ despejado. La
victoria  es  suya,  Richard. El enemigo se  retir‘ en desbandada, sufriendo
grandes pˆrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
     - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los ‡ltimos tres meses ha
cesado la pˆrdida  de materiales de la Zona  a  travˆs de Harmont. Al menos,
seg‡n las informaciones que tengo.
     - El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
     - Bueno, si prefiere esa met€fora, sŒ.
     -
dudas. Al  apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerŒ que esperaran antes de darle una
recompensa.
     "Vete al  diablo, t‡ y tus recompensas", pens‘  Noonan,  balanceando el
pie y observando ceŸudo el zapato brillante, "
telaraŸas del  desv€n!  No  me  falta m€s que escuchar  tus conferencias. Sˆ
perfectamente con quiˆn  trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del  enemigo. Dime,  simplemente cu€ndo, d‘nde y c‘mo me equivoquˆ,
quˆ han robado esos hijos  de puta, d‘nde y c‘mo fallaron la forma de pasar.
Y sin  tantas pavadas, que no soy un novato; tengo m€s de medio siglo encima
y  no  estoy  aquŒ  sentado para  oŒrte  hablar  de ‘rdenes  y  decoraciones
est‡pidas."
     - ¿Quˆ  sabe usted de  la Bola Dorada?  - pregunt‘ s‡bitamente el seŸor
Lemehen.
     "Dios, quˆ  tiene que ver  la Bola Dorada con todo esto". pens‘ Noonan,
irritado. "Por quˆ no te ir€s al diablo con tus enfoques indirectos."
     -  La  Bola Dorada  es una leyenda  - inform‘,  en  tono aburrido -. Un
artefacto mŒtico  localizado en  la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
     - ¿Cualquier deseo?
     - Seg‡n  la  versi‘n  can‘nica de  la  leyenda,  cualquier  deseo.  Sin
embargo, hay versiones distintas.
     - De acuerdo. ¿Quˆ sabe de las l€mparas de la muerte?
     -   Hace  ocho  aŸos,  un  merodeador  llamado  Stefan   Norman,  alias
Cuatro-ojos, trajo  de la Zona un aparato que, hasta donde  se puede juzgar,
era alg‡n  tipo de emisor de rayos  fatales  para los organismos terrŒcolas.
Este  Cuatro-ojos ofreci‘  el  aparato al Instituto, pero no se  pusieron de
acuerdo  en cuanto al  precio. Cuatro-ojos volvi‘ a entrar a la Zona y jam€s
regres‘. Se  ignora el paradero actual del aparato.  La  gente del Instituto
sigue tir€ndose de los pelos por  ese  asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por ˆl cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
     - ¿Es todo? - pregunt‘ el seŸor Lemehen.
     - Es todo.
     Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaci‘n. Era aburrida;
no habŒa nada para mirar.
     - Muy bien. ¿Y quˆ sabe de los ojos de la langosta?
     - ¿Quˆ clase de ojos?
     -  Ojos de  langosta.  Langp€tas, ¿entiende? ¨sas  que tienen pinzas  -
explic‘ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
     - Nunca los oŒ nombrar - respondi‘ Noonan, frunciendo el ceŸo.
     - ¿Y de las servilletas castaŸeteantes?
     Noonan se baj‘  del  escritorio para erguirse  frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
     - No sˆ nada de ellas. ¿Y usted?
     - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaŸeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
     - ¿En mi Zona?
     - Siˆntese, siˆntese - indic‘ el  seŸor  Lemehen,  agitando la  mano -,
Reciˆn empezamos la charla. Siˆntese.
     Noonan dio  la  vuelta  al escritorio y  se sent‘ en  la silla  dura de
respaldo recto.
     "¿Ad‘nde  quiere  ir  a parar?", pens‘, febrilmente. "¿Quˆ es  todo ese
material  nuevo? Tal vez lo  encontraron en  otras Zonas y trata  de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca  me tuvo  aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
     - Prosigamos  con nuestro  pequeŸo examen  - anunci‘  Lemchen, mientras
apartaba  una  esquina  del cortinaje  para  mirar  por la  ventana  -. Est€
diluviando. Me gusta.
     Solt‘  la  cortina, volvi‘ a sentarse en el  sill‘n y pregunt‘, mirando
hacia el cielo raso:
     - ¿C‘mo anda el viejo Burbridge?
     - ¿Burbridge? Cuervo Burbridge est€ bajo vigilancia. Est€ inv€lido y en
muy buena  posici‘n. No tiene vinculaciones con  la Zona. Es dueŸo de cuatro
bares  y de una  escuela de baile. Organiza  picnics para  los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
     El seŸor Lemehen asinti‘, satisfecho.
     - ¿Y quˆ hace Creonte, el maltˆs?
     -  Es uno de los pocos  merodeadores que siguen activos. Anduvo con  la
banda de  Quasimodo;  ahora  vende su botŒn al Instituto  utiliz€ndome  como
intermediario.  Le  doy  rienda  libre:  tarde o  temprano alguien  lo  har€
desaparecer. §ltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
     - ¿Contactos con Burbridge?
     - Anda detr€s de Dina. Sin resultados.
     - Muy bien - dijo el seŸor Lemehen -. ¿Quˆ sabe de Red Schuhart?
     - Sali‘ de la c€rcel  el mes pasado. No  tiene dificultades econ‘micas.
Trat‘ de emigrar, pero tiene...
     Noonan hizo una pausa. Al fin complet‘:
     - Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
     - ¿Eso es todo?
     - Es todo.
     - No parece mucho. ¿Quˆ pasa con Suertudo Carter?
     - Hace muchos aŸos que dej‘ el merodeo.  Vende coches usados y tiene un
taller para  adaptar autom‘viles al asŒ-asŒ. Cuatro hijos; la mujer muri‘ el
aŸo pasado. Tiene suegra.
     Lemehen asinti‘.
     - Bueno, ¿a quiˆn he olvidado de los viejos? - pregunt‘ amablemente.
     - A Jonathan  Miles, m€s conocido como Cacto. Est€ en el hospital; va a
morir de c€ncer. Y olvid‘ a Gutalin.
     - Ah, sŒ, sŒ, ¿quˆ se sabe de Gutalin?
     - Sigue en  lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la  Zona y
pasan  allŒ varios  dŒas  en  cada  oportunidad,  destrozando  todo  lo  que
encuentran. Su antigua organizaci‘n, los  ngeles Luchadores, se disolvi‘.
     - ¿Por quˆ?
     - Bueno,  usted recordar€ que solŒan comprar botŒn; Gutalin  lo llevaba
nuevamente  a la Zona: las  cosas del demonio debŒan estar con  el  demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; adem€s el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policŒa.
     - Comprendo - dijo el seŸor Lemehen -. ¿Y quˆ hay de los j‘venes?
     -  Bueno,  los  j‘venes van y  vienen. Hay cinco o seis con un  poco de
experiencia,  pero ‡ltimamente no tienen quiˆn reduzca el botŒn, de modo que
est€n perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos est€n retirados, los
j‘venes no  saben quˆ hacer y el prestigio de la profesi‘n se  va perdiendo.
La tecnologŒa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores rob‘ticos.
     - SŒ, si, eso he oŒdo decir. Pero las m€quinas necesitan mucha energŒa.
¿O me equivoco?
     - Es cuesti‘n de tiempo, no mas. Pronto valdr€ la pena.
     - ¿Cu€ndo?
     - En cinco o seis aŸos.
     El seŸor Lemehen volvi‘ a asentir.
     - A prop‘sito,  tal  vez  usted no sabe que  el  enemigo  ha empezado a
emplear los merodeadores autom€ticos.
     - ¿En mi Zona? - pregunt‘ Noonan, poniˆndose en guardia.
     - Tambiˆn en la suya. Tienen la base en Rex‘polis; desde allŒ trasladan
el equipo en helic‘ptero,  por sobre las montaŸas, hasta el CaŸ‘n Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
     - Pero  ese es el perŒmetro  de la  Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
€rea est€ vacŒa. ¿Quˆ pueden encontrar allŒ?
     - Muy poco, muy poco, pero algo  encuentran. De cualquier modo  era una
informaci‘n,  nada m€s; eso no le concierne.  Recapitulemos. En  Harmont  no
quedan  ya,  pr€cticamente, merodeadores profesionales.  Los que a‡n  siguen
aquŒ ya  no  tienen relaci‘n  con  la Zona.  Los j‘venes  est€n  perdidos  y
cercados.
     - El enemigo est€ diseminado y se ha retirado a  alg‡n rinc‘n a lamerse
las  heridas.  No  hay  botŒn,  y  cuando lo  hay  no  se encuentra a  quiˆn
vendˆrselo. Los robos de materiales  en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
     Noonan  guard‘  silencio. "Ahora,  pens‘. Ahora  me la  va a dar.  Pero
¿d‘nde  estuvo  el  error?  Ha de  haber sido uno  realmente grande.
habla, viejo del diablo!
     -  No he  oŒdo su respuesta -  observ‘ Lemehen, poniendo  la  mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
     -  Bueno,  jefe - dijo Noonan, sombrŒo -. Basta  ya. Me tiene  frito  y
hervido, ahora p‘ngame en el plato.
     El seŸor Lemehen carraspeo vagamente.
     -  No tiene  nada  que decir en su  defensa  -  coment‘, con inesperada
amargura -. Se queda ahŒ, con las orejas bajas ante  la autoridad.  ¿C‘mo le
parece que me sentŒa anteayer?
     Se interrumpi‘ para levantarse y se acerc‘ a la caja fuerte.
     -  Para abreviar: en los dos  ‡ltimos meses, seg‡n nuestra informaci‘n,
el  enemigo  ha recibido  m€s  de  seis  mil  artŒculos  provenientes de las
diversas Zonas.
     Se detuvo ante la  caja  fuerte, palme‘  su flanco pintado  y se volvi‘
€speramente hacia Noonan.
     - ³No se consuele  con ilusiones! - grit‘ -.
Burbridge! ³Las del Maltˆs!
siquiera se  dign‘ mencionar!
entrena usted a sus  j‘venes?
encima ese asunto de  los  ojos de langosta, los  cascabeles  de perra,  las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
     Volvi‘ a interrumpirse, se instal‘ nuevamente en el sill‘n,  form‘ otra
torre con los dedos y pregunt‘ cortˆsmente:
     - ¿Quˆ piensa usted de todo esto, Richard?
     Noonan se sec‘ la frente con el paŸuelo.
     - No sˆ  nada de todo esto - respondi‘ sinceramente  -. perdone,  jefe,
estoy un poco... Dˆjeme  recobrar  el aliento,
ya no tiene  nada que ver  con la Zona.
picnics y c‘cteles a la orilla  de los lagos  y gana  muchŒsimo con eso.
necesita  m€s dinero! Perdone,  creo  que estoy diciendo  tonterŒas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que sali‘ del hospital.
     - Bueno, no quiero demorarlo m€s -  dijo el seŸor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me  trae alguna idea sobre c‘mo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. Adi‘s.
     Noonan se levant‘, salud‘ al perfil de Lemehen y sali‘ a la  recepci‘n,
a‡n  enjug€ndose el  cuello sudoroso. El  joven bronceado  estaba  fumando y
contemplaba pensativamente las entraŸas del mutilado aparato electr‘nico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareci‘ tan vacŒa como si estuviera
mirando hacia dentro.
     Richard  Noonan se  encasquet‘  el  sombrero, agarr‘  su impermeable  y
sali‘. Nunca le habŒa pasado algo asŒ. Sus  pensamientos, confusos, parecŒan
enmaraŸarse. Debo... ³Ben J. Halevy el Narig‘n!
Es s‘lo un pequeŸo novato, un mocoso. No, aquŒ pasa algo raro.  Ese rengo de
porquerŒa,  Cuervo,  esta vez me  agarr‘. Me  pesc‘ en  pelotas. ¿C‘mo  pudo
ocurrir? Justo como  aquella vez, en  Singapur;  la cara sobre la mesa y  de
golpe aplastado contra la pared...
     Subi‘ al auto. Por un momento busc‘ en el tablero la llave de contacto,
olvidado  de  todo.  La  lluvia le  goteaba  desde  el  sombrero  sobre  los
pantalones. Se lo quit‘ y lo arroj‘ al asiento posterior sin mirar. El  agua
corrŒa a chorros por  el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresi‘n de que
eso  le  impedŒa comprender  cu€l  era el pr‘ximo  paso a  dar. Se dio  unos
coscorrones y se sinti‘ mejor. Inmediatamente  record‘ que no habŒa llave ni
podŒa haberla, porque ˆl tenŒa el  asŒ-asŒ en el bolsillo.  La  pila eterna;
habŒa que sacarla del bolsillo, maldici‘n, y  meterla en la instalaci‘n. AsŒ
podrŒa a menos  conducir el coche hasta alguna parte... alguna  parte, lejos
de ese  edificio donde  estaba el viejo hijo de  puta, probablemente mirando
desde una ventana.
     En  el momento en que tendŒa la mano hacia el asŒ-asŒ qued‘ inm‘vil por
un  instante. Ya sˆ  por  quiˆn  empezar. Empezarˆ con ˆl.
empezar con ˆl! Nadie habr€ empezado nunca con nadie como yo con ˆl. Y  ser€
un placer.
     Encendi‘ los limpiaparabrisas y baj‘ por la avenida, sin ver casi  nada
frente a ˆl, pero calm€ndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
Despuˆs de todo all€ las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi  cuerpo, o  algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos  la pista.
¿D‘nde est€ mi pequeŸo negocio? No veo un pito. Ah, allŒ est€.
     No  estaba dentro  del  horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiˆndose  como un perro
que  saliera del agua,  entr‘ a aquella clara habitaci‘n, que olŒa a tabaco,
perfume y champaŸa rancio. El viejo Benny, a‡n  sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puŸo. Madame lo miraba
comer, con los  enormes  pechos apoyados  en el  mostrador entre  los  vasos
vacŒos.  A‡n no  habŒan limpiado la  suciedad de la  noche  anterior. Cuando
Noonan entr‘, Madame volvi‘ hacia ˆl su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresi‘n de enojo se disolvi‘ en una sonrisa profesional.
     -  ³Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraŸaba a las chicas?
     Benny sigui‘ comiendo; era m€s sordo que una tapia.
     -
a mŒ a una mujer de veras?
     Benny, finalmente, not‘ su presencia y  contorsion‘  en una sonrisa  de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purp‡reas.
     -
     Noonan sonri‘ como respuesta y agit‘ la mano. No  le gustaba hablar con
Benny; habŒa que gritar constantemente.
     - ¿D‘nde est€ mi gerente, compaŸeros? - pregunt‘.
     -  En  su cuarto -  respondi‘  Madame  -. Tiene  que  pagar  maŸana los
impuestos.
     -
En seguida vuelvo.
     Caminando silenciosamente sobre la  gruesa alfombra sintˆtica, cruz‘ el
sal‘n y las  puertas encortinadas de los  cubŒculos;  junto a cada una habŒa
una flor pintada en la pared. Entr‘ en el  silencioso pasillo sin  salida  y
abri‘ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
     Mosul  Kitty estaba sentado al  escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenŒa  en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los  impuestos  al  dŒa  siguiente. En  el  escritorio,  completamente
despejado, no habŒa m€s que una jarra con ungento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro.  Mosul Kitty alz‘ hacia Noonan los ojos irritados y se
levant‘ de un salto, dejando caer el  espejo.  Noonan, sin decir palabra, se
sent‘ en el sill‘n, frente a ˆl, y lo observ‘ en silencio, oyˆndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Despuˆs dijo:
     - Por quˆ no cierras la puerta, amigo.
     Mosul corri‘ hasta la puerta cacheteando el  piso  con los pies planos;
hizo  girar la llave y volvi‘ al escritorio. Inclin‘ sobre Noonan la  cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguŒa mir€ndolo con los ojos
medio cerrados; record‘ entonces, por alguna raz‘n, que el  verdadero nombre
de  Mosul Kitty era  Rafael.  Aquel hombre era famoso por sus grandes  puŸos
huesudos, purp‡reos  y desnudos entre el grueso  vello  que  le  cubrŒa  los
brazos  como  una  manga. Se  habla puesto el apodo  de Kitty porque  estaba
convencido de  que era el nombre  tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
     - ¿C‘mo andan las cosas? - pregunt‘ gentilmente.
     - Todo en orden, jefe - replic‘ velozmente Rafael Mosul.
     - ¿Arreglaste el problema con la comisarŒa?
     - Cost‘ ciento cincuenta. Todo el mundo est€ contento.
     - Saldr€ de tu bolsillo. Fue  culpa tuya, amigo. TenŒas  que encargarte
de eso.
     Mosul puso cara patˆtica y extendi‘ las manos en seŸal de sumisi‘n.
     - Hay que cambiar el parquet del sal‘n - dijo Noonan.
     - Lo haremos.
     Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
     - ¿BotŒn? - pregunt‘, bajando la voz.
     - Hay un poco - respondi‘ Mosul, tambiˆn en voz baja.
     - Veamos.
     Mosul corri‘ a  la caja  fuerte, sac‘  un paquete y  lo  abri‘ sobre el
escritorio, frente a Noonan. ¨ste  revolvi‘ con un dedo el mont‘n de gotitas
negras; recogi‘ un brazalete y lo  examin‘ por todos lados a antes de volver
a ponerlo allŒ.
     - ¿Nada m€s?
     - No traen - explic‘ Mosul, culpable.
     - AsŒ que no traen - repiti‘ Noonan.
     Apunt‘ con  cuidado y clav‘ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla  de Mosul.  Este, gruŸendo,  se  agach‘  para agarrarse  el  lugar
dolorido, pero inmediatamente  volvi‘  a  erguirse,  en  posici‘n de  firme.
Noonan  salt‘, aferr‘  a Mosul por  el  cuello y se acerc‘ soltando patadas,
haciendo girar  los  ojos, susurrando  obscenidades.  Mosul gemŒa y  gruŸŒa,
echando la cabeza hacia atr€s como un caballo  asustado; retrocedi‘  de  ese
modo hasta caer en el sof€.
     - AsŒ que trabajas para los dos bandos, ¿eh?  GrandŒsimo hijo de puta -
sise‘ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo  Burbridge est€
nadando en bot‘n y t‡ me traes cuentitas envueltas en papel.
     Le  dio  una  bofetada  en  pleno  rostro,  tratando  de  golpearle  la
magulladura de la nariz.
     - Te harˆ meter en la c€rcel.  Tendr€s  que dormir  sobre  estiˆrcol  y
comer pan duro.
     Otro golpe a la nariz lastimada.
     -  ¿De d‘nde saca Burbridge el botŒn? ¿Por quˆ se lo llevan a ˆl y no a
ti?  ¿Quiˆn lo  trae?  ¿C‘mo  es  posible que yo no  sepa nada? ¿Para  quiˆn
trabajas, cerdo asqueroso?
     Mosul abri‘ y cerr‘ la boca, mudo. Noonan lo dej‘ ir, volvi‘ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
     - ¿Y? - pregunt‘.
     Mosul sorbi‘ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
     - De veras, patr‘n, ¿quˆ pasa? ¿Quˆ botŒn puede  tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
     -
los pies.
     -  No,  no, patr‘n,  de veras  - fue la apresurada  respuesta  -.  ¿Yo,
discutir con usted?
     - Voy a deshacerme de ti -  amenaz‘  Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quˆ  diablos  te quiero, grandŒsimo  tal  por cual?  Tipos como t‡  hay  por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
     - Espere, patr‘n - replic‘ Mosul razonablemente, unt€ndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quˆ me ataca asŒ, tan de pronto? Hablemos un poco.
     Se toc‘ la nariz cautelosamente y agreg‘:
     -  Usted dice que Burbridge tiene botŒn a montones. No sˆ, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dŒas  nadie  tiene botŒn. Despuˆs de  todo,
ahora s‘lo los novatos entran a  la Zona  y  son los ‡nicos que  salen.  No,
patr‘n, alguien le ha mentido.
     Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer  Mosul, en verdad, nada
sabŒa. De cualquier modo no le habrŒa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
     - Esos picnics, ¿dejan ganancias?
     - ¿Los  picnics? No creo. No es  como para nadar en plata.  Pero  ya no
queda nada que dˆ ganancias en esta ciudad.
     - ¿D‘nde se hacen esos picnics?
     - ¿D‘nde? Bueno, en  diferentes lugares. Junto a la MontaŸa  Blanca, en
las Fuentes Termalc€, en el lago Arcoiris...
     - ¿Quiˆnes son los clientes?
     - ¿Los clientes? - Mosul olfate‘, parpade‘ y habl‘ en tono confidencial
-. Si  piensa dedicarse  usted  tambiˆn  a ese  negocio, patr‘n,  no  se  lo
aconsejo. No podr€ competir mucho contra Cuervo.
     - ¿Por quˆ?
     -  Los clientes  de  Cuervo  son  los  cascos  azules,  para empezar  -
respondi‘ el grandote,  contando  los argumentos  con los dedos -.  Despuˆs,
oficiales del  puesto de comando.  Despuˆs, los turistas  del Metropole,  el
Lirio Blanco y el Plaza. Adem€s hace mucha propaganda. Hasta los de aquŒ van
con ˆl. De veras, patr‘n, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
     - ¿AsŒ que los de aquŒ tambiˆn van con ˆl?
     - La gente joven, en su mayorŒa.
     - Bueno, ¿quˆ pasa en esos picnics?
     - ¿Quˆ pasa?  Vamos en ‘mnibus, ¿entiende? Y cuando  llegamos todo est€
listo: mesas, carpas, m‡sica...  Y todos la disfrutan. Los oficiales  suelen
ir con las muchachas.  Los turistas van a  mirar la  Zona; si es  en Fuentes
Termales  la  Zona  est€  a  un tiro  de  piedra,  del  otro  lado del CaŸ‘n
Sulfuroso.  Cuervo ha desparramado unos cuantos  huesos de caballo por ahŒ y
se los muestra con binoculares.
     - ¿Y los de aquŒ?
     - ¿Los de aquŒ? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
     - ¿Y Burbridge?
     - ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
     - ¿Y t‡?
     -  ¿Yo?  Yo soy  como cualquier  otro. Vigilo  que  nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, m€s o menos.
     - ¿Y cu€nto dura todo eso?
     - Depende. A veces tres dŒas, a veces una semana entera.
     -  ¿Y cu€nto cuesta ese viaje de placer? - pregunt‘ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
     Mosul  respondi‘, pero  ˆl  no le  prest‘ atenci‘n. AhŒ  est€ la  cosa,
pensaba;  varios  dŒas, varias noches; en esas  condiciones  es  simplemente
imposible  vigilar a  Burbridge,  por mucho que se quiera.  Pero  seguŒa sin
entender. Burbridge no  tenŒa piernas, y allŒ estaba el  barranco. No, habŒa
algo m€s.
     - Entre los de aquŒ, ¿quiˆnes son los clientes habituales?
     - ¿Entre los de aquŒ? Ya se lo dije, los j‘venes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy,  Rajba, el  Pollo  Tsapfa,  ese  muchacho,  Zmyg...  El Maltˆs
tambiˆn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela  dominical.
¿Vamos a  la escuela  dominical?, dicen. Se dedican a las seŸoras grandes  y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
     - La escuela dominical... - repiti‘ Noonan.
     Se le habŒa ocurrido un pensamiento extraŸo. Escuela. Se levant‘.
     -  Muy bien  -  dijo -.  Al  diablo  con  los picnics. Eso  no es  para
nosotros. Pero entiˆndeme bien: Cuervo tiene botŒn y ese negocio es nuestro,
amigo.  Busca,  Mosul,  busca  o te echarˆ a los perros.  D‘nde lo consigue,
quiˆn se lo da. Desc‡brelo y daremos un veinte por ciento m€s. ¿Entiendes?
     - Entiendo, patr‘n.
     Mosul  tambiˆn  estaba de  pie, en posici‘n de firme,  con  la  lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
     - ³Muˆvete!
     Ya en el  bar tom‘ r€pidamente su  aperitivo, charl‘ un rato con Madame
sobre la  decadencia  moral, sugiri‘ que  planeaba  agrandar  el negocio  y,
bajando la voz para lograr  m€s ˆnfasis, le pidi‘ consejo sobre lo que podŒa
hacer con Benny; el pobre estaba  viejo, sordo y lento  de reacciones; ya no
se movŒa como antes.
     Ya eran las seis y tenŒa hambre. Un pensamiento le daba  vueltas en  el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habŒan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mŒtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. S‘lo quedaba en ˆl la desilusi‘n
de no  haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo m€s importante era eso
que seguŒa flotando en su cabeza sin darle paz.
     Se  despidi‘ de Madame, estrech‘ la mano a Benny y fue directamente  al
Borscht.
     El problema es que no  nos damos cuenta de c‘mo se van los aŸos, pens‘.
Al diablo con los aŸos; no nos damos cuenta de que todo cambia.  Sabemos que
todo cambia, nos enseŸan desde  chicos que todo cambia y  vemos  cambiar las
cosas con  nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no est€. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernˆtica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrŒo, que se arrastraba centŒmetro
a centŒmetro por la  Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botŒn.
El nuevo merodeador es un pisaverde  de corbata fina,  un  ingeniero que  se
sienta a  dos  kil‘metros de la  Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin  nada que  hacer, salvo vigilar unas  pocas  pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy l‘gico. Tan  l‘gico que a nadie  se  le ocurren  las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
     Y de pronto, desde  la nada, surgi‘ una oleada  de desesperaci‘n que lo
trag‘ por completo. Todo  era  in‡til, sin  sentido. Dios  mŒo,  pens‘,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean m€s inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asŒ est€ el  hombre en  el  mundo.  Si nunca hubiˆramos  tenido una
Visitaci‘n habrŒa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
     El  Borscht estaba encendido y de ˆl brotaba un olor delicioso. Tambiˆn
el Borscht habŒa cambiado; ya no habŒa baile ni diversiones; Gutalin  no iba
m€s,  lo habŒan hecho  a un  lado.  Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrŒa marchado haciendo una mueca. Ernest seguŒa en
la jaula; era la  vieja, su mujer, la que finalmente habŒa vuelto a poner en
marcha el local,  con una clientela s‘lida y  estable.  Todo el personal del
instituto almorzaba allŒ, incluyendo a los funcionarios m€s importantes. Los
reservados eran  bonitos;  la comida,  buena;  los precios,  razonables;  la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
     Noonan  descubri‘  a Valentine  Pilman  en  uno de  los reservados.  El
laureado cientŒfico tomaba cafˆ y leŒa una revista doblada en dos. Noonan se
acerc‘, preguntando:
     - ¿Puedo sentarme con usted?
     Valentine volvi‘ hacia ˆl sus anteojos oscuros.
     - Ah, sŒ, por favor.
     - Un segundo. Primero voy a lavarme.
     Acababa de recordar lo de  la  nariz de  Mosul.  AllŒ lo conocŒan bien.
Cuando volvi‘ al reservado de Valentine,  le esperaba un plato de  embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frŒa ni caliente, como a ˆl le gustaba.
Valentine dej‘ la revista y tom‘ un sorbo de cafˆ.
     - Esc‡cheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿C‘mo piensa
que terminar€ todo esto?
     - ¿Quˆ cosa?
     -   La   Visitaci‘n.   Las  Zonas,  los  merodeadores,   los  complejos
militar-industriales... todo. ¿C‘mo puede terminar?
     Valentine lo mir‘ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
     - ¿Para quiˆn? Especifique.
     - Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
     - Eso  depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en  nuestro
sector del  planeta la  Visitaci‘n no dej‘ efectos posteriores, en  su mayor
parte.  Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar  todas
esas  castaŸas del fuego  saquemos  algo que  arruine  la  vida, no s‘lo  la
nuestra sino la  de todo el  planeta. Eso serŒa  mala suerte. Pero  admitir€
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
     Ri‘ entre dientes y prosigui‘:
     -  Le  dirˆ:  hace tiempo  he  perdido  el h€bito  de  hablar  sobre la
humanidad en general. La humanidad,  como un  todo, es un sistema  demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
     - ¿Le parece? Puede ser, quiˆn sabe.
     - Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente  entretenido -. ¿En
quˆ ha cambiado su vida con la Visitaci‘n? Usted  es un hombre de  negocios.
Ahora  sabe que hay  al menos otra criatura  racional en el universo, adem€s
del hombre.
     - ¿Quˆ puedo decirle?
     Noonan hablaba  en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaci‘n;
no habŒa nada de quˆ hablar.
     - ¿Quˆ ha cambiado  para  mŒ? -  prosigui‘ -. Bueno,  desde hace varios
aŸos  me siento intranquilo, inseguro. Bien.  Ellos vinieron y se fueron  en
seguida.  ¿Quˆ pasarŒa si volvieran  y decidieran quedarse? Como  hombre  de
negocios debo tomar esta cuesti‘n en serio: quiˆnes son, c‘mo vinieron y quˆ
necesitan. En  el nivel  m€s b€sico, tengo  que  pensar en  c‘mo  cambiar mi
producci‘n.  Debo  estar  preparado.  ¿Y  si  yo  resultara  ser  totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
     Noonan se iba animando.
     - ¿Y si todos somos superfluos? - continu‘ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Quiˆnes son,
quˆ quieren, y si regresar€n?
     - Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
     - Y usted, ¿quˆ piensa?
     - A decir verdad nunca me permitŒ el lujo  de pensar seriamente en eso.
Para mŒ  la Visitaci‘n es, fundamentalmente, un acontecimiento ‡nico que nos
permite saltar varios  escalones  en el  proceso del conocimiento.  Como  un
viaje al futuro de  la tecnologŒa. Como si un  generador  cu€ntico  fuera  a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
     - Newton no habrŒa entendido nada.
     - Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
     - ¿De  veras?  Bueno,  de cualquier modo,  quiˆn habla de  Newton. ¿Quˆ
piensa de la Visitaci‘n? Puede contestar en broma.
     - De acuerdo, le dirˆ. Pero debo advertirle  que su  pregunta, Richard,
cae bajo  el r‘tulo de la xenologŒa. XenologŒa: mezcla artificial de ciencia
ficci‘n  y l‘gica formal. Se basa en  la  premisa falsa de que la psicologŒa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
     - ¿Falsa por quˆ? - pregunt‘ Noonan.
     -  Porque los  bi‘logos ya  se han roto el  seso tratando de aplicar la
psicologŒa humana a los animales. Y eran animales terr€queos.
     - Perd‘neme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando  de  la
psicologŒa de seres racionales.
     - Si, y todo estarŒa muy bien si supiˆramos al menos quˆ es la raz‘n.
     - ¿No lo sabemos? - pregunt‘ Noonan, sorprendido.
     -  Crˆase o no, no lo sabemos. Por lo  com‡n se emplea  una  definici‘n
trivial: la  raz‘n es  la parte  de  la  actividad  humana que diferencia al
hombre de  los animales. Es como un intento de distinguir al amo del  perro,
que  comprende  todo pero no  puede  hablar.  En  realidad, esta  definici‘n
trivial da origen a otra  m€s ingeniosa, basada en la  amarga observaci‘n de
las  actividades  humanas  ya  mencionadas.  Por  ejemplo:  la  raz‘n  es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
     -  Si,  eso  se refiere  a nosotros, a  mŒ y  a los que son  como yo  -
concord‘ Noonan, amargamente.
     - Por desgracia.  O quˆ le parece esta  definici‘n hipotˆtica: la raz‘n
es una  especie de  instinto complejo que a‡n no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de  un mill‘n de  aŸos nuestro instinto habr€ madurado y dejaremos de
cometer los errores que  probablemente  debemos  a la  raz‘n. Y entonces, si
algo cambiara en el universo,  todo  -; nos  extinguirŒamos..., precisamente
porque habrŒamos olvidado  c‘mo  cometer errores,  es  decir,  c‘mo intentar
varios enfoques que no han  sido estipulados por un programa  inflexible  de
alternativas permitidas
     - Usted se las arregla para que suene despectivo.
     - De acuerdo, probemos con otra definici‘n, una muy noble y sublime. La
raz‘n es la capacidad de utilizar las  fuerzas  del medio  sin destruir  ese
medio.
     Noonan hizo una mueca y sacudi‘ la cabeza.
     - No, eso no se refiere a nosotros. ¿Quˆ. le parece ˆsta?  El hombre, a
diferencia del animal, es una  criatura dotada de una indefinible  necesidad
de conocimiento. Lo leŒ en alguna parte.
     - Yo tambiˆn.  Pero el problema consiste en que el hombre com‡n (ese en
que usted  piensa al hablar de "nosotros" y  "los otros") supera  con  mucha
facilidad  esa  necesidad de  conocimiento. Ni  siquiera creo  que  haya tal
necesidad. La  hay, sŒ, pero de comprender,  y  para  eso no  hace falta  el
conocimiento.  La  hip‘tesis  de  Dios,  por  ejemplo,  nos  proporciona una
oportunidad  incomparablemente  absoluta  de comprenderlo todo  sin  conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fen‘menos  sobre la  base de ese sistema.  Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento  de ninguna  especie.  S‘lo  unas pocas f‘rmulas  aprendidas de
memoria, m€s lo que la gente llama intuici‘n y lo que llama sentido com‡n.
     - Un momento - dijo Noonan.
     Termin‘ su  cerveza y deposit‘  ruidosamente la  jarra sobre  la  mesa.
Despuˆs contest‘:
     - No se salga  del tema. Volvamos  al tema de nuestra  conversaci‘n. El
hombre se  encuentra con una  criatura extraterrestre. ¿C‘mo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
     - No tengo la menor idea  - dijo Valentine, con gran placer -.  Todo lo
que  he leŒdo sobre ese tema cae en  un cŒrculo  vicioso. Si son  capaces de
establecer contacto, son  racionales.  Y  viceversa;  si son  racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologŒa humana, es racional. Una cosa asŒ.
     -  ¿Ah, sŒ?
cosa en su casillero!
     -  Los monos  tambiˆn  pueden  poner  cosas  en  casilleros  -  replic‘
Valentine.
     - No, espere  - exclam‘ Noonan, sintiˆndose defraudado por alg‡n motivo
-. Si no saben cosas tan simples como ˆsa... Bueno, al diablo  con la raz‘n.
Por  lo  visto  es  un  verdadero  pantano.  Okey,  pero  ¿quˆ pasa  con  la
Visitaci‘n? ¿Quˆ piensa usted de la Visitaci‘n?
     - Ser€ un placer. Imagine un picnic.
     Noonan se estremeci‘.
     - ¿Quˆ dijo?
     - Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se  de ˆl baja  un grupo  de  gente joven,  con botellas, cestos  de comida,
radios  a  transistores y  m€quinas  fotogr€ficas.  Encienden  fuego,  arman
carpas, ponen m‡sica. Por la maŸana se marchan. Los animales,  los p€jaros y
los insectos que  los han  estado  observando  horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quˆ  se encuentran? Nafta y
aceite  derramados  en  el  pasto.  V€lvulas  y filtros usados,  estropajos,
bombitas  quemadas  y  alguna llave inglesa  que alguien  olvid‘. Manchas de
aceite en el estanque.  Y tambiˆn,  por supuesto,  las basuras de costumbre:
corazones  de manzana,  envolturas de  caramelos,  restos chamuscados  de la
hoguera, latas, botellas,  un paŸuelo,  una navaja,  peri‘dicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
     - Ya entiendo; un picnic junto al camino.
     -  Precisamente.  Un  picnic junto a alg‡n camino del  cosmos.  Y usted
pregunta si van a volver.
     - Dˆjeme fumar un  cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
     - Est€ en su derecho.
     - Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
     - ¿Por quˆ?
     - Bueno al menos que no nos prestaron atenci‘n.
     - En su lugar, yo no me preocuparŒa por eso, ¿sabe?
     Noonan aspir‘ el humo, tosi‘ y arroj‘ el cigarrillo.
     -  No me preocupo  -  dijo, terco -.  No puede ser  asŒ.
todos ustedes, los cientŒficos! ¿De d‘nde sacan  tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quˆ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
     - Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y cit‘:
     - "¿Me Pregunta usted en quˆ  consiste la  grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas c‘smicas? ¿En que conquist‘
el planeta en  poco tiempo y abri‘ una ventana  al universo?
pesar  de  todo   eso,   ha  sobrevivido   y  tiene  intenciones  de  seguir
sobreviviendo en el futuro".
     Hubo un silencio. Noonan pensaba.
     -  No se deprima - le dijo Valentine, con  amabilidad -, Eso del picnic
es  una  teorŒa   mŒa,  nada  m€s.  Ni  siquiera  una  teorŒa:  imaginaci‘n,
simplemente. Los  xen‘logos  serios  est€n trabajando en versiones mucho m€s
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por  ejemplo, que todavŒa
no se produjo la Visitaci‘n,  sino que est€ por venir. Una cultura altamente
racional arroj‘ envases con  artefactos de  su civilizaci‘n hacia la Tierra.
Esperan que  estudiemos  esos  artefactos, que  demos  un  gigantesco  salto
tecnol‘gico  y  que enviemos una seŸal  de respuesta, indicando  que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta ˆsa?
     -  Es mucho mejor. Veo que, despuˆs  de todo, entre los cientŒficos hay
gente decente.
     - AquŒ tiene otra. La Visitaci‘n ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni  por  asomo.  Estamos  en contacto  incluso  mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los  visitantes viven en la  Zona y nos observan
cuidadosamente,  mientras  nos  preparan  para las  crueles  maravillas  del
futuro.
     -
hay en las ruinas de la f€brica. A prop‘sito, su picnic no explica eso.
     - ¿C‘mo que no? Alguna  de las niŸas pudo olvidar su osito a  cuerda en
la pradera.
     - ³Vamos! ³Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ³Rosalie!
Es  muy  agradable charlar con usted, ¿sabe?  Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa  en el cr€neo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quˆ, y lo que pasa, y c‘mo disfrutar de la vida.
     Vino la cerveza. Noonan tom‘ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. ¨ste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
     - ¿No le gusta?
     - Generalmente no bebo - respondi‘ Valentine, no muy seguro.
     - ¿En serio?
     -
cerveza -. Ya que estamos, pŒdame un coŸac.
     -
     Lleg‘ el coŸac.
     - Pero,  en verdad, ustedes no deberŒan seguir asŒ -  dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versi‘n de
que esto  es un preludio al contacto, sigue sin gustarme.  Comprendo eso  de
los brazaletes y los vacŒos,  pero ¿quˆ sentido tienen  la jalea  de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
     - Perd‘n - dijo Valentine, tomando  una rodaja de lim‘n -. No comprendo
esa terminologŒa. ¿Quˆ roncha?
     Noonan se ech‘ a reŒr.
     -  Son tˆrminos  populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en  el  comercio.  Las  ronchas de  mosquitos son  las zonas de  gravitaci‘n
acentuada.
     - Ah, los  graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es  algo de lo que
me  gustarŒa  hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
     - ¿Por quˆ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
     - Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
     - Exactamente.  ¿Oy‘  hablar  de  esa cat€strofe  en  los  laboratorios
Currigan?
     - Algo me dijeron.
     -  Esos idiotas pusieron  un  envase de porcelana  con esa jalea en  un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado.  Y cuando abrieron  el  envase,  mediante manipuladores,  la  jalea
atraves‘  el  metal y el  pl€stico y  pas‘ afuera, como agua por un colador.
Todo lo  que toc‘ se convirti‘  tambiˆn en jalea. Murieron  treinta y  cinco
personas, hubo m€s de cien heridos que quedaron lisiados y todo  el edificio
qued‘ destruido.  ¿ConocŒa las instalaciones?
ha filtrado hasta el s‘tano y los pisos  inferiores. Lindo  preludio para un
contacto.
     Valentine hizo una mueca.
     - SI, estaba enterado de todo eso. Pero  estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podŒan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
     - Debieron saberlo - insisti‘ Noonan,
     - Tal  vez ellos responderŒan  que esos complejos hace tiempo  debieron
haber desaparecido.
     -  Seguro.  Y ellos mismos  debieron  encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
     - ¿Sugiere  usted  una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
     -
Dejˆmoslo  asŒ. Propongo  que volvamos al  principio de  nuestra  discusi‘n.
¿C‘mo  terminar€  todo  esto? Usted,  por  ejemplo;  es  cientŒfico.  ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologŒa, nuestro modo de vida?
     Valentine se encogi‘ de hombros.
     -  Se  equivoca  de puerta,  Richard. No me gusta fantasear  porque sŒ.
Cuando el tema  es  serio  prefiero  volverme  a  un  saludable  y  prudente
escepticismo. Bas€ndonos  en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
     -  Muy bien,  probemos  otro  enfoque.  Seg‡n  su opini‘n:  ¿quˆ  hemos
recibido hasta ahora?
     - Le  parecer€ divertido, pero es  muy poco. Hemos desenterrado  muchos
milagros; en unos  pocos casos descubrimos c‘mo emplear esos  pocos milagros
en  provecho  propio. Un  mono oprime un  bot‘n  rojo y obtiene  una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe c‘mo obtener bananas y
naranjas sin los botones.  Tampoco  entiende quˆ relaci‘n tienen los botones
con la  fruta.  FŒjese en los asŒ-asŒ, por ejemplo.  Descubrimos el  modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a  la divisi‘n  celular. Pero todavŒa no
hemos  podido hacer un solo asŒ-asŒ. Ni siquiera sabemos c‘mo funcionan, y a
juzgar  por las  evidencias  actuales pasar€ mucho tiempo antes  de  que  lo
sepamos,
     "Lo dirˆ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes.  Estoy  seguro  de que en la gran mayorŒa de  los  casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos  utilidad a algunas
cosas: los asŒ-asŒ y los brazaletes,  con los  que estimularnos los procesos
vitales. Y  varios  tipos de masas  cuasi biol‘gicas, que han  provocado una
revoluci‘n  en  la  medicina.  Hemos recibido nuevos tranquilizantes  nuevos
tipos de  fertilizantes minerales, que son una  novedad en  la  agricultura.
Pero  para quˆ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que  yo; veo  que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benˆfico. Se puede decir que
han  beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no  debemos  olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
     - ¿Aplicaciones indeseables?
     - Exactamente. Por ejemplo, el  uso  de los  asŒ-asŒ  en  la  industria
bˆlica.  Pero no es de  eso de lo que estoy hablando. Ya se  ha estudiado  y
explicado,  m€s  o  menos,  el  efecto de  los  objetos  benˆficos.  Nuestra
tecnologŒa   avanza.  Dentro  de  cincuenta  aŸos,  o  m€s,  sabremos   c‘mo
fabricarlos por nuestra  cuenta y podremos roer  huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos  las cosas son m€s  complicadas,  porque no  les hemos
hallado  aplicaci‘n;  sus  cualidades,  en el marco  de  nuestros  conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles.  Las trampas magnˆticas,
por  ejemplo.  Sabemos que son trampas magnˆticas; Panov  lo prob‘ con mucha
inteligencia, Pero no  conocemos la fuente  de ese poderoso campo magnˆtico,
ni  quˆ  causa  su  superestabilidad. En  lo  que a  ellos  se  refiere,  no
entendemos   nada.  S‘lo  podemos  tejer  fant€sticas   teorŒas  acerca   de
propiedades del  espacio que hasta ahora  no hablamos sospechado. O el K-23.
¿C‘mo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerŒa.
     - Gotitas negras.
     -  Eso  es, las gotitas negras. El  nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce  sus  propiedades.  Si  uno proyecta  un  rayo  de luz en una de esas
cuentas, la transmisi‘n de la luz  se  demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta  y de varios par€metros m€s. Y  la  unidad de  luz que  sale es
siempre menor que la entrada. ¿Quˆ  es esto?  ¿Por quˆ  se  produce? Hay una
descabellada  teorŒa,  seg‡n  la  cual  las  gotitas  negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
     Valentine suspir‘ profundamente y concluy‘:
     -  En pocas  palabras, los  objetos  de  este segundo grupo  no  tienen
aplicaci‘n alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientŒfico son de una importancia fundamental. Son  respuestas que
nos han caŒdo del cielo antes de que  pudiˆramos plantearnos las  preguntas.
Tal  vez  Sir Isaac  no  habrŒa podido desentraŸar los L€ser,  pero al menos
habrŒa comprendido que  son posibles y eso habrŒa tenido una gran influencia
en su criterio cientŒfico. No quiero  entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnˆticas, el K-23 y el anillo  blanco ha
invalidado   muchas  de  nuestras  teorŒas  recientes,  para  aportar  ideas
completamente nuevas. Y todavŒa hay un tercer grupo.
     - SŒ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderŒas.
     - No,  no. Esos pueden entrar en la  primera o en la segunda categorŒa.
Hablo de  objetos de los que no sabemos nada o tenemos s‘lo conocimientos de
oŒdas.  Esas cosas que  los merodeadores  nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiˆn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla.  Cosas que  se han convertido en leyendas, o casi,  La M€quina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
     -
menos lo imagino, pero...
     Valentine se ech‘ a reŒr.
     -  Ya  ve  que tambiˆn nosotros  tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotˆtico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja  planta. Y  el fantasma alegre es cierta peligrosa  turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
     - Primera vez que los oigo nombrar.
     - ¿Comprende, Richard? Hace veinte aŸos que escarbamos en la Zona, pero
todavŒa no sabemos ni la  milˆsima  parte de lo que contiene.  Y  si vamos a
hablar de  los efectos de la Zona sobre el hombre... A prop‘sito, al parecer
vamos a  tener que agregar otra categorŒa, un cuarto  grupo. No de  objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que  a mŒ  ataŸe, hay hechos de sobra para investigar. A  veces,  Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
     - Los zombies - propuso Noonan.
     - ¿Quˆ? Oh,  no, eso es meramente  enigm€tico.  C‘mo le dirˆ... Es algo
que  al  menos podemos imaginar.  Me  refiero cosas  que  comienzan  a pasar
s‡bitamente, sin motivos; fen‘menos ni fŒsicos ni biol‘gicos.
     - Ah, se refiere a los emigrantes.
     -  Exactamente. La estadŒstica es una ciencia muy  precisa,  como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Adem€s es  una ciencia elocuente
y bella.
     Valentine  parecŒa  estar achispado. Hablaba m€s alto, se  le subido el
color  a  las  mejillas y  las  cejas  asomaban  por encima de  sus anteojos
ahumados, convirtiˆndole la frente en una tabla de lavar.
     - Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
     -
decirle? Es muy extraŸo.
     Alz‘ la copa, bebi‘ la mitad de un solo trago y prosigui‘.
     -  No  sabemos quˆ  pas‘ con los pobres Harmonitas en el momento de  la
Visitaci‘n,  pero  ahora  uno de ellos decide emigrar, el m€s tŒpico de  los
hombres  comunes.  Un peluquero,  hijo y  nieto de  peluqueros.  Se  muda  a
Detroit,  digamos.  Abre una  peluquerŒa. Y  entonces  empieza el baile.  El
noventa  por  ciento  de  sus  clientes  muere  en el curso  de  un  aŸo: en
accidentes de tr€nsito, cayˆndose por cualquier ventana, vŒctimas de mafioso
o asaltantes, ahog€ndose en aguas  playas, etcˆtera, etcˆtera.  En Detroit y
sus suburbios  se produce  una  cantidad de desastres naturales:  de  pronto
aparecen  en la  zona  tifones y tornados que no se han  visto desde  el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y  tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se  establece un  emigrante venido de cualquiera  de
las  Zonas. El n‡mero  de cat€strofes es directamente proporcional al n‡mero
de emigrantes que  se  hayan  instalado  en la ciudad. Adem€s hay que  hacer
notar  que  esa reacci‘n se produce s‘lo ante la presencia de emigrantes que
vivŒan aquŒ en el momento de la Visitaci‘n. Quienes nacieron despuˆs de ella
no  influyen sobre  las estadŒsticas de accidentes y  desastres. Usted lleva
diez  aŸos viviendo aquŒ,  pero se mud‘  despuˆs de la Visitaci‘n; no habrŒa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿C‘mo se explica esto?
¿Quˆ debemos descartar, las estadŒsticas o el sentido com‡n?
     Valentine tom‘  su vaso y termin‘ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rasc‘ la cabeza.
     - Humm, sŒ.  Ya habŒa oŒdo hablar de  eso, claro, pero... este... pensˆ
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
     - O,  por ejemplo,  el efecto de  mutaciones que  provoca  la Zona - le
interrumpi‘ Valentine.
     Se quit‘ los anteojos y mir‘ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
     - Cualquiera que  pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotŒpicos y genotŒpicos. Ya sabe  usted  quˆ clase de hijos
pueden  tener los merodeadores, y sabe tambiˆn quˆ les pasa a  ellos mismos.
¿Por quˆ? ¿D‘nde  est€ el factor de mutaci‘n?  En la Zona no hay  radiaci‘n.
Aunque el aire y el suelo tienen allŒ  una estructura quŒmica particular, no
presentan   ning‡n   peligro   de  mutaci‘n.   ¿Quˆ   debo   hacer  en  esas
circunstancias? ¿Creer en brujerŒas, en el mal de ojo?
     -  Estoy  de acuerdo.  Pero, francamente, me preocupan  mucho  m€s  los
cad€veres revividos que  sus  estadŒsticas.  Especialmente  porque  nunca he
visto las estadŒsticas, pero a los zombies sŒ... y los he olido.
     Valentine descart‘ aquella afirmaci‘n con un gesto de la mano.
     - Zombies, bah. TendrŒa que  darle vergenza, Richard. Despuˆs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cad€veres. Son moldeados,
reconstrucciones  sobre el esqueleto,  maniquŒes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de  los principios fundamentales, sus  moldeados  no  son m€s
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asŒ-asŒ violan
la primera ley de la termodin€mica y los moldeados violan  la segunda. Todos
somos  hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada m€s Espantoso que un fantasma. Pero la violaci‘n a la ley de casualidad
es mucho m€s espantosa que  toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
     - Frankenstein.
     -  Ah, sŒ,  Frankenstein. La seŸora Shalley. La esposa del poeta.  O la
hija,
     De pronto se ech‘ a reŒr, y agreg‘:
     - Nuestros moldeados poseen una extraŸa propiedad: posibilidad de  vida
aut‘noma. Por ejemplo, si usted les corta  una  parte del  cuerpo, esa parte
sigue  viviendo. Por  su cuenta.  Sin necesidad  de  nutrirla con soluciones
fisiol‘gicas. Hace poco  trajeron uno de esos  al Instituto. Me lo cont‘  un
ayudante de laboratorio de Boyd.
     Valentine solt‘ una estruendoso carcajada.
     - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - pregunt‘ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
     - Vamos.
     Valentine  intent‘  meter la cara  en  los  anteojos;  al  fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponˆrselos sobre la cara.
     - ¿Tiene coche? - pregunt‘.
     - SI; lo llevo.
     Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta.  Valentine no dejaba
de hacer  venias burlonas  a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad  a aquel fŒsico  de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron  los anteojos por  saludar al sonriente portero;  los  tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
     -  MaŸana tengo  que hacer un experimento.  Es  muy  interesante, sabe,
murmur‘ Valentine mientras subŒa al autom‘vil.
     Pas‘ a describir el experimento. Noonan lo llev‘ hacia  el  complejo de
ciencias.
     Ellos tambiˆn tienen  miedo,  pensaba al volver  al coche. Tambiˆn  los
tragalibros est€n asustados, Y  asŒ  debe ser.  Ellos tendrŒan que estar m€s
asustados que todos  nosotros untos,  la gente com‡n. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben  descender a  ˆl. Se les
estruja el  coraz‘n,  pero  tienen  que bajar,  y lo importante  es: ¿podr€n
volver a subir?  Mientras tanto  nosotros, los meros mortales,  apartamos la
vista, por decirlo asŒ. Bueno, tal vez asŒ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro.  ¨l tenŒa raz‘n: el  acto m€s heroico de
la humanidad ha  sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asŒ
ˆl mandarŒa a los  visitantes al demonio, si pudiera. Por quˆ no hicieron el
picnic  en  otra parte. En la Luna, o en Marte. In‡tiles  sin coraz‘n,  como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsŒ que hicieron
un picnic. Un picnic.
     ¿Cu€l es la mejor  manera de tratar  con mis organizadores de picnics?,
pens‘, mientras conducŒa lentamente  por las calles mojadas y llenas de luz.
¿Cu€l es el modo m€s inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo,  como en
mec€nica.  ¿Para quˆ diablos sirve  ese est‡pido  diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
     Estacion‘ el coche frente a la casa donde vivŒa Redrick  Schuhart  y se
qued‘ sentado, planeando el modo de abrir la conversaci‘n. Despuˆs retir‘ el
asŒ-asŒ  y  baj‘  del  auto.  Reciˆn  entonces  not‘  que  la  casa  parecŒa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habŒa nadie en el
parque y hasta las luces  exteriores estaban apagadas. Eso le record‘ lo que
estaba  a punto  de ver, haciendo que  se  estremeciera. Hasta  pens‘ en  la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con ˆl en el coche o  en alg‡n
bar tranquilo, pero rechaz‘ la idea por muchos motivos.  Adem€s, se dijo, no
es cosa  de comportarse como todos esos personajes que huyen como  las ratas
del barco que se hunde.
     Entr‘  por  la  puerta  principal  y  subi‘  lentamente  las  escaleras
polvorientas. Todo  estaba silencioso;  muchas de las puertas  instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas;  los departamentos
olŒan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alis‘ el
pelo,  aspir‘ profundamente  y  toc‘ el  timbre. Por un rato  no hubo  ruido
alguno del otro lado;  al cabo cruji‘ el piso, gir‘ la cerradura y la puerta
se abri‘ silenciosamente. Noonan no habŒa oŒdo los pasos.
     En  el vano apareci‘  Monita, la hija de  Schuhart.  Una luz  brillante
emergŒa del vestŒbulo, y al principio Noonan s‘lo pudo ver la silueta oscura
de la niŸa. Not‘  lo mucho que habŒa crecido en los ‡ltimos  meses, pero  en
seguida ella dio un paso atr€s, hacia el vestŒbulo, con  lo cual la  cara le
qued‘ a la vista. Noonan sinti‘ la garganta seca por un segundo.
     - Hola,  MarŒa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿C‘mo est€s, Monita?
     Ella  no  respondi‘.  Retrocedi‘   silenciosamente  hacia  el   living,
mir€ndolo  por  debajo  de  las  cejas,  como si  no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco ˆl podŒa reconocerla. Es la Zona, pens‘. Maldici‘n.
     - ¿Quiˆn es? - pregunt‘ Guta, asom€ndose desde la cocina -.
es Dick! ¿D‘nde te habŒas metido? ¿Sabes?
     Corri‘ hacia ˆl sec€ndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro.  TodavŒa era hermosa, enˆrgica, fuerte, pero  se la notaba fatigada;
la cara  le habŒa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? ¨l le
dio un beso en la mejilla y le entreg‘ el sombrero y el impermeable.
     - Disculpa, disculpa, pero no tenŒa tiempo para venir. ¿Est€ aquŒ?
     -  Est€ -  replic‘ Guta -. Est€ con  alguien, pero supongo  que  se ir€
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
     ¨l  dio  varios pasos  por el vestŒbulo y se  detuvo  en  la puerta del
living. Ante  la  mesa  habla  un  hombre  sentado.  Un  moldeado.  Inm‘vil,
ligeramente inclinado. La  luz  rosada de la l€mpara le caŒa  sobre  la cara
ancha y oscura,  iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin  brillo. Noonan percibi‘  inmediatamente  el olor.  SabŒa  que  era s‘lo
imaginaci‘n, que el olor  duraba s‘lo  unos  pocos dŒas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibi‘ con la memoria: el olor fˆtido
y denso de la tierra removida.
     - Podemos ir a la cocina - se apresur‘ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsŒ podremos charlar.
     -
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
     Pasaron a la cocina. Guta abri‘  la heladera mientras Noonan se sentaba
a  la mesa y miraba a su alrededor. Como  de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en  las hornallas habŒa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautom€tica; eso querŒa decir que en la casa habŒa dinero.
     - Bueno, dime c‘mo est€ - pregunt‘.
     - Igual. Perdi‘ peso en la c€rcel, pero ya lo estoy engordando.
     - ¿Sigue pelirrojo?
     -
     - ¿Y de pocas pulgas?
     -
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecŒa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
     - No, est€ justo.
     Noonan baj‘  el  contenido del vaso.  Era el  primer  trago  fuerte que
tomaba en todo el dŒa.
     - Ahora me siento mejor - dijo.
     - Y t‡, ¿andas bien? - pregunt‘ Guta  -. ¿Por quˆ  pasaste tanto tiempo
sin venir?
     - Esos malditos negocios.  Todas las semanas querŒa llegarme hasta aquŒ
o por lo menos llamar por  telˆfono,  pero primero tuve  que ir a Rex‘polis;
despuˆs hubo  mucho  trabajo,  y  finalmente me  dijeron que  Redrick  habŒa
vuelto; pensˆ que serŒa mejor dejarlos solos por unos dŒas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me  pregunto  para quˆ diablos corro tanto.  Para
hacer  dinero,  pero para  quˆ quiero  dinero si  no  hago  m€s  que  correr
haciˆndolo.
     Guta tap‘  las  ollas con gran estruendo, sac‘ un  atado de cigarrillos
del  estante  y  se sent‘  a  la  mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan busc‘ su encendedor y le dio fuego. Y una vez m€s, por segunda vez en
su vida,  vio que a Guta  le temblaban  las manos;  como aquella vez, cuando
acababan de  sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle alg‡n dinero. Ella
tuvo muchos problemas  al principio; no disponŒa de un centavo, ni  tenŒa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empez‘ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a  juzgar por las evidencias; Noonan  tenŒa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero sigui‘ visit€ndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita,  pasaba tardes enteras  tomando cafˆ  con Guta, planeando
una vida nueva y  feliz para Redrick. Despuˆs de  haberla escuchado iba a la
casa de  los  vecinos  y trataba  de hacerlos  entrar en  raz‘n;  explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia,  irrumpŒa en amenazas: "Saben que  Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servŒa de nada.
     - ¿C‘mo est€ tu novia? - pregunt‘ Guta.
     - ¿Quˆ novia?
     - La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
     -
     -  TendrŒas que  casarte,  Dick. ¿No quieres  que  te presente a alguna
muchacha?
     Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca m€s.
     - Lo que necesito no  es una esposa, sino una  secretaria - protest‘ -.
¿Por  quˆ no abandonas a  ese  infernal  pelirrojo  y  vienes  a hacerme  de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavŒa se acuerda de ti.
     - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
     - ³No me digas! - exclam‘ Noonan, fingiendo sorpresa -.
     -
enterara.
     Monita entr‘  silenciosamente y se demor‘ junto a la  puerta. Mir‘  las
cacerolas, mir‘ a Richard  y finalmente se arrim‘ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
     - ¿Quˆ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
     Sac‘ del bolsillo superior una  barra de chocolate envuelta en pl€stico
y  la tendi‘ a la niŸa. Ella no se movi‘. Guta tom‘ la barra y la dej‘ sobre
la mesa. TenŒa los labios p€lidos.
     - Bueno, Guta,  ¿sabe  que  he decidido  mudarme? Prosigui‘ ˆl, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
     - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
     ¨l se interrumpi‘,  levant‘  el  vaso con  ambas  manos y lo hizo girar
distraŒdamente.
     - No has preguntado c‘mo nos va - continu‘ ella -. Y tienes raz‘n. Pero
eres un viejo amigo, Dick,  y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
     - ¿La han llevado a un mˆdico? - pregunt‘ ˆl, sin levantar la vista.
     - SŒ. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
     Guta se  interrumpi‘. Tambiˆn  ˆl  guard‘  silencio. No habŒa nada  que
decir y tampoco querŒa pensar en  eso.  De  pronto  se  le ocurri‘ una  idea
horrible: era una invasi‘n. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un  preludio al Contacto,  sino de una invasi‘n. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pens‘, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. Sinti‘ un escalofrŒo, pero entonces record‘ que habŒa
leŒdo algo  por el  estilo en  un  libro barato de cubierta chillona,  y  se
sinti‘ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier  cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
     - Uno de ellos dijo que ya no es humana.
     - TonterŒas - replic‘ Noonan con  voz hueca -. TendrŒan que  ver  a  un
buen especialista. ¿Por quˆ no  van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
     - ¿Te refieres  al Matasanos? - Pregunt‘ ella, riendo  nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. ¨l fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
     Cuando Noonan se atrevi‘ a  levantar  la  vista,  Monita se habŒa ido y
Guta  permanecŒa inm‘vil, con  la boca entreabierta y los ojos vacŒos; en la
punta de su  cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. ¨l empuj‘ el vaso
hacia ella.
     - Prep€rame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
     Cay‘ la ceniza. Guta busc‘ el cenicero para dejar la colilla; acab‘ por
arrojarla en el tacho de la basura.
     -  Por quˆ, eso es  lo que no  puedo  entender,  en la ciudad hay mucha
gente m€s mala que nosotros.
     Noonan  crey‘ que  estaba por llorar, pero  no fue  asŒ.  Ella abri‘ la
heladera, sac‘ el vodka y el jugo y tom‘ otro vaso del armario.
     -  No pierdas la  esperanza. Todo se arregla en esta  vida. Y  yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crˆeme. Harˆ todo lo que pueda.
     Lo decŒa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que  tenŒa en diversas ciudades; le parecŒa haber  oŒdo hablar
de  casos  similares  que habŒan terminado  bien. S‘lo  hacŒa falta recordar
d‘nde  era  y de quˆ  mˆdico  se trataba.  Pero  entonces  record‘  al seŸor
Lemehen, y record‘  tambiˆn por quˆ se habŒa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar m€s en todo eso. Borr‘  todos sus pensamientos  sobre  conexiones, se
acomodˆ en la silla y se relaj‘ para esperar su copa.
     Hubo  un  ruido  de pasos que  se arrastraban  y  un  golpe sordo en el
vestŒbulo. Despuˆs, la voz m€s que repulsiva de Cuervo Burbridge.
     -
Yo que t‡ no los dejarŒa solos.
     Y la voz de Red:
     - Ten cuidado con tu pierna  ortopˆdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllŒ
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
     -
     - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
     Chasque‘  la cerradura  y las voces se oyeron  m€s apagadas. Al parecer
habŒan  salido al  vestŒbulo.  Burbridge dijo  algo en  voz  baja y  Redrick
replic‘:
     -
     M€s gruŸidos de Burbridge y la €spera respuesta de Red:
     -
     Un portazo  y pasos en el vestŒbulo, r€pidos y firmes. Redrick Schuhart
apareci‘ en la puerta de la  cocina. Noonan se levant‘ para saludarlo con un
c€lido apret‘n de manos.
     -  Estaba  seguro  de  que  eras  t‡ -  dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a  Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso,  ¿eh?  Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mŒ tambiˆn. Tengo que alcanzarlos.
     - TodavŒa no hemos comenzado. ¿Quiˆn se te puede adelantar?
     Redrick ri‘ €speramente y palme‘ a su amigo en el hombro.
     -
haciendo aquŒ, en la cocina? Guta, trae la cena.
     Abri‘ la heladera y volvi‘ con una botella de etiqueta brillante.
     -
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no  abandona a sus compaŸeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca  sirvi‘ de nada.  Es una l€stima que  Gutalin  no
estˆ aquŒ.
     - ¿Por quˆ no lo llamas? - sugiri‘ Noonan.
     Redrick mene‘ la roja cabeza.
     - Las lŒneas de  telˆfono  todavŒa no llegan adonde ˆl est€ esta noche.
Vamos.
     Fue al living y plant‘ la botella sobre la mesa.
     -  ³Vamos a  celebrar, pap€! -  dijo al  anciano inm‘vil  -.
Richard Noonan,  nuestro buen amigo! Dick, te  presento a mi pap€,  Schuhart
padre.
     Richard Noonan, con  la mente reducida a una bola  impenetrable, sonri‘
de oreja a oreja, agit‘ la mano y dijo, mirando al moldeado:
     - Encantado de conocerlo, seŸor Schuhart. ¿C‘mo le va?
     En seguida  se  dirigi‘  a Schuhart  hijo, que maniobraba  por  el bar,
diciendo:
     - Sabes,  creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos  una vez,  pero muy
brevemente, claro.
     - Siˆntate - le dijo Redrick, seŸalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
     Sac‘ vasos, abri‘ r€pidamente la botella y se volvi‘ hacia Noonan.
     -  Sirve  t‡. Para pap€ un poquito apenas;  c‡brele el fondo. Noonan se
tom‘  su tiempo para servir.  El viejo seguŒa en  la misma posici‘n, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccion‘ cuando Noonan le arrim‘ el  vaso. ¨ste
ya se  habla adaptado  a la nueva situaci‘n. Era  como  un juego, terrible y
patˆtico. Red era quien lo  jugaba y ˆl lo  sigui‘,  como  habŒa seguido  el
juego  a  tanta  gente  durante toda su  vida; juegos terribles,  patˆticos,
vergonzosos  y  en algunos casos, mucho  m€s peligrosos  que  aquˆl. Redrick
levant‘ el vaso y dijo:
     - Bueno, ¿empezamos?
     Noonan asinti‘ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los  ojos brillantes, sigui‘ hablando en  aquel  tono excitado y ligeramente
artificioso.
     - ³AsŒ  es, hermano! La c€rcel puede olvidarse de  mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata  y he elegido un pequeŸo chalet
para mŒ, nuevo, con jardŒn... Tan lindo como el de Cuervo. Sabr€s que querŒa
emigrar; lo  habŒa  decidido cuando estaba en la c€rcel. Quˆ estaba haciendo
en este pueblucho de  mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mŒ. Pero
cuando volvŒ me esperaba una  sorpresa:
que en los ‡ltimos dos aŸos nos ha atacado la peste?
     Hablaba y hablaba.  Noonan se limitaba a  asentir, sorbŒa su  whisky  e
intercalaba alguna exclamaci‘n  de  simpatŒa o  cualquier pregunta ret‘rica.
Despuˆs  empez‘  a  preguntarle  sobre  su chalet:  de quˆ clase  era, d‘nde
estaba, cu€nto costaba. Y discutieron. Noonan insistŒa en que era caro y  en
que no estaba bien ubicado. Sac‘ la libreta  de direcciones, la hoje‘  y  le
dio  direcciones  de  chalets  abandonados  que se  vendŒan  por chauchas  y
palitos. Y las reparaciones le saldrŒan casi gratuitas, pues podŒa solicitar
el  permiso  de   emigraci‘n  para  que   se  lo  negaran  y  le  dieran  la
indemnizaci‘n. Con eso pagarŒa los arreglos.
     - Veo que t‡ tambiˆn est€s en el asunto de la no emigraci‘n.
     - Estoy un poco en todo - replic‘ Noonan, guiŸado el ojo.
     - Lo sˆ, lo sˆ, nos hemos enterado de tus asuntos.
     El amigo dilat‘ los ojos en adem€n de sorpresa y se llev‘ un dedo a los
labios, seŸalando hacia la cocina con la cabeza.
     - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso  ya lo aprendŒ.  ³Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterˆ! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
     Se qued‘ callado,  mirando al viejo.  Un  estremecimiento le  cruz‘  la
cara. Noonan  not‘,  sorprendido,  la expresi‘n  de ternura,  de autˆntico y
sincero amor en  aquella m€scara encallecida. Mientras  lo observaba record‘
lo que habŒa pasado  cuando los empleados del laboratorio  Boyd fueron  a la
casa  en  busca del  moldeado.  Eran  dos  ayudantes  de  laboratorio, ambos
j‘venes,  atlˆticos  y  todo,  y un mˆdico  del hospital  municipal con  dos
enfermeros forzudos  y corpulentos, de ˆsos a  quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y  dominar a los pacientes histˆricos. Uno de los ayudantes
dijo m€s tarde que  "ese pelirrojo",  al principio, parecŒa no comprender de
quˆ se trataba,  ya que  los  dej‘ entrar  al departamento para  revisar  al
padre. Tal  vez  habrŒa  permitido que  se  lo  llevaran, porque  al parecer
Redrick creŒa que  lo iban a hospitalizar en observaci‘n. Pero  esos idiotas
de los  enfermeros (que hasta  entonces no  habŒan hecho  sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si  fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueci‘. Entonces el  bobo del
mˆdico  tuvo la mala idea de explicar  de quˆ se trataba. Redrick lo escuch‘
por uno o dos minutos; s‡bitamente explot‘ sin previo aviso, corno una bomba
de hidr‘geno. El ayudante que cont‘ el caso no recordaba c‘mo  fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los baj‘  a los cinco  por la  escalera, sin que
ninguno  pusiera  nada de  su  parte. Salieron del  vestŒbulo como balas  de
caŸ‘n.  Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguŒa a
los otros  tres  a lo largo de  cuatro cuadras. Despuˆs, al  volver,  rompi‘
todas las ventanillas del  coche del Instituto; el  conductor habŒa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
     - AprendŒ a preparar  un c‘ctel  nuevo - decŒa Redrick, mientras servŒa
m€s whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Despuˆs de comer te prepararˆ uno.
No  es algo que se pueda tomar con el est‘mago  vacŒo, hermano; es peligroso
para la salud.  Basta  un trago para que se te adormezcan las  piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso  tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos  tiempos, el Borscht.  El viejo Ernie todavŒa est€ a
la sombra, ¿sabŒas?
     Bebi‘, se enjug‘  la boca con  el dorso  de la mano y pregunt‘ en  tono
indiferente:
     - ¿Quˆ hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavŒa no han dominado la  jalea
de brujas? Me he quedado un poco atr€s con la ciencia.
     Noonan  comprendi‘ por  quˆ  sacaba  el  tema  y  alz‘  las  manos  con
desesperaci‘n.
     - ¿Est€s  bromeando?  ¿Sabes  lo que pas‘ con esa jalea?  ¿No has  oŒdo
hablar  de   los   Laboratorios   Currigan?  Hay  cierto  pequeŸo  proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
     Le habl‘ de la cat€strofe.  Le cont‘ el  misterioso  hecho de que jam€s
hubieran podido  atar cabos; no  se sabŒa de d‘nde la  habŒa  conseguido  el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraŒdo, haciendo  chasquear la
lengua y meneando la cabeza. Despuˆs  sacudi‘ decididamente la botella sobre
los vasos.
     - Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojal€ se les atraganto.
     Bebieron.   Redrick   contempl‘   a  su  padre  y  la   cara  volvi‘  a
estremecˆrsele.
     -
a  Noonan:  - Se est€ rompiendo  toda para  atenderte.  Quiere  preparar  tu
ensalada  favorita,  con langosta.  HabŒa  comprado un  poco por  las  dudas
vinieras.
     - Bueno. C‘mo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto  robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
     Noonan  se  dedic‘  al tema  del Instituto; mientras  hablaba  apareci‘
Monita silenciosamente y se instal‘ ante la mesa, junto al anciano.  AllŒ se
qued‘, con  las  zarpas peludas  sobre  la  mesa.  Despuˆs,  como  cualquier
criatura, se recost‘ contra el  moldeado y apoy‘  la cabeza sobre su hombro.
Noonan  sigui‘  charlando,  pero  pensaba,  sin  poder  apartar la  vista de
aquellos dos  espantos originados en la Zona:  Dios mŒo,  ¿quˆ m€s? ¿Quˆ m€s
tienen que  hacernos para que comprendamos? ¿No basta  con esto?. Pero sabŒa
que no bastaba. SabŒa que millones y millones de  personas no sabŒan nada ni
querŒan saberlo, y aunque  lo descubrieran no harŒan m€s que decir "
"
Decidi‘ bruscamente  que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge,  al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
     - ¿Por  quˆ los miras tanto? - pregunt‘ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, ˆl no le har€ daŸo. Dicen incluso que generan buena salud.
     - SŒ, lo sˆ - dijo Noonan.
     Y vaci‘ su  copa. En ese  momento  entr‘  Guta, orden‘  a  Redrick  que
pusiera la  mesa y dej‘ sobre ella una gran  fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
     - Bueno, amigos - anunci‘ Redrick -, ahora nos daremos un festŒn.

     4. Redrick Schuhart, treinta y un aŸos.

     El valle  se habŒa refrescado durante la noche; al amanecer hacŒa frŒo.
Caminaban a  lo  largo del terraplˆn, pisando  los durmientes podridos entre
las  vŒas  herrumbradas.  Redrick  contemplaba las gotas de  niebla que,  al
condensarse, brillaban sobre la  chaqueta  de cuero de Arthur Burbridge.  El
muchacho caminaba €gilmente, con alegrŒa, como si  nada supiera de la  noche
agotadora, de la  tensi‘n nerviosa que todavŒa  le hacŒa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles  que  habŒan pasado en la  cima de  la
colina,  apretados  espalda  contra  espalda  para   darse  calor,  mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
     La niebla se  espesaba a ambos lados  del terraplˆn.  De vez  en cuando
trepaba hasta los rieles  con pesados pies grises; en esos lugares habŒa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores  arremolinados. El aire olŒa
a herrumbre; el basural, a la  derecha del terraplˆn, a putrefacci‘n y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabŒa que  estaban en una planicie
ondulada,  con c‡mulos de desperdicios,  y que  habŒa montaŸas ocultas en la
penumbra, m€s all€. Tambiˆn sabŒa que  al salir el sol, cuando  la niebla se
asentara en  rocŒo, verŒa hacia  la  izquierda el helic‘ptero caŒdo  y hacia
adelante,  los  vagones-plataformas para el  transporte  de metal  en bruto.
Entonces comenzarŒa el verdadero trabajo.
     Redrick desliz‘ una mano bajo la mochila y la levant‘ un poco, para que
el borde del  tanque de helio no se  le  clavara en la columna. "Es  pesada,
pens‘;  ¿c‘mo  voy a  arrastrarme con ella? Un  kil‘metro y medio en  cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quˆ protestar ahora. Ya sabŒas en quˆ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale  la pena aguantar  un
esfuerzo. Quinientos  mil, no est€ nada mal.  Que  me  maten  si  la doy por
menos. O  si le doy a  Cuervo m€s  de  treinta. ¿Y  el novato? El novato  no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
     Volvi‘ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los  ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de  espaldas anchas y
cadera  angosta.  El  pelo  renegrido,   como  el  de  la  hermana,  saltaba
rŒtmicamente.  "¨l se lo busc‘", pens‘ Redrick, ceŸudo. ¨l  mismo. ¿Por  quˆ
insisti‘ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaci‘n? Temblaba, tenŒa los  ojos
llenos de l€grimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se oblig‘  a descartar  ese  recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empez‘ a pensar en la hermana de Arthur. ParecŒa increŒble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura pl€stica, un  maniquŒ. Era como los  botones
que  tenŒa  su  madre   en  la   blusa,   cuando   era   chico;   ambarinos,
semitransparentes y  dorados;  le daban ganas de  metˆrselos en la boca para
chuparlos,  y en  cada  oportunidad  sufrŒa  una  terrible  desilusi‘n, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decŒa.
     Volviendo a  Arthur,  pens‘: Tal vez fue el padre  el que me  lo envi‘;
mira  lo que  lleva en el bolsillo trasero. No,  no creo.  Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no  bromeo y conoce  mi manera de actuar dentro de la  Zona.
No, todo esto es una estupidez. ¨ste no  es el primero que  me suplica lleno
de l€grimas;  otros  han  llegado  a echarse  de  rodillas. En  cuanto a ese
artefacto, todos  traen rev‘lveres la primera vez que  entran a la Zona.  La
primera y la ‡ltima. ¿Ser€ realmente la ‡ltima? Para ti,  muchachito, lo es.
AsŒ son las cosas, Cuervo: la ‡ltima para ˆl.  SŒ, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purˆ con las muletas.
     De  pronto sinti‘ que habŒa algo hacia  adelante; no muy lejos,  a unos
treinta o cuarenta metros.
     - Alto - dijo a Arthur.
     El muchacho, obediente, qued‘ hecho una estatua. TenŒa buenos reflejos;
se habŒa detenido con un pie  en el aire,  y lo  baj‘ lenta, cuidadosamente.
Redrick  se  detuvo junto  a ˆl. AllŒ la  huella  descendŒa  visiblemente  y
desaparecŒa por completo  en  la neblina.  Y en la neblina  habla algo. Algo
grande e inm‘vil. Inocuo. Redrick olfate‘ el aire con cautela. SŒ, inocuo.
     - Adelante - dijo en voz baja.
     Aguard‘ a  que Arthur diera el primer paso y lo sigui‘.  Por el rabillo
del  ojo podŒa observar su  cara: el perfil cincelado,  la piel  clara de la
mejilla y la lŒnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
     La niebla los cubrŒa hasta la cintura. Un momento despuˆs les lleg‘  al
cuello.  A los  pocos  minutos pudieron  ver  el gran  bulto  de los vagones
erguidos hacia adelante.
     -  AllŒ est€n - dijo Redrick, quit€ndose la mochila  -. Siˆntate  allŒ,
donde est€s. Pausa para un cigarrillo.
     Arthur le ayud‘ a bajar la mochila y se sent‘ junto a ˆl, en los rieles
herrumbrados. Redrick desaboton‘ uno de los  bolsillos y  sac‘ un paquete de
sandwiches  y  un  termo  con  cafˆ.  Mientras  el  muchacho  acomodaba  los
sandwiches  sobre  la  mochila,  ˆl sac‘ su petaca, la  abri‘  y tom‘ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
     - ¿Quieres? -  ofreci‘, limpiando el cuello de la petaca  -. Para darte
coraje.
     Arthur, herido, sacudi‘ la cabeza.
     - Para darme  coraje no  necesito eso, seŸor Schuhart. PreferirŒa cafˆ,
sŒ puedo. AquŒ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
     - Hay humedad.
     Apart‘ la petaca y escogi‘ un sandwich.
     - Cuando se levante la  niebla  - dijo, masticando - ver€s  que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
     Cerr‘  el  pico y se sirvi‘ un poco de cafˆ. Estaba  caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenŒa olor a hogar. A Guta. Y  no solamente
a Guta, sino a Guta en  salto de cama,  reciˆn levantada, con las arrugas de
la almohada todavŒa marcadas en la mejilla.
     ¿Por quˆ me meto  en estas cosas?, pensˆ. Quinientos mil. ¿Para quˆ los
necesito? ¿Para comprar  un  bar,  o algo por el estilo? Uno  necesita plata
para no pensar en la plata, ˆsa  es la verdad. Dick tenŒa raz‘n. Tengo casa,
tengo  terreno,  en  Harmont no  me faltarŒa trabajo. Cuervo me  atrap‘,  me
sedujo como a un inocente.
     -  SeŸor Schuhart - dijo  s‡bitamente  Arthur,  apartando  la vista  -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
     -
con la taza cerca de la boca -. ¿C‘mo sabes quˆ es lo que vamos a buscar?
     Arthur sonri‘,  azorado;  antes de responder  se pein‘  con los  dedos,
tir€ndose del pelo.
     -
sobre la pista. Para empezar, pap€ se la pasaba hablando  de la Bola Dorada,
pero  ‡ltimamente no la menciona.  En cambio ha estado  hablando de usted. Y
conozco muy bien a pap€ como para creer  que ustedes  son amigos. Adem€s, en
los ‡ltimos tiempos ha estado muy extraŸo.
     Arthur ech‘ a reŒr y sacudi‘ la cabeza, como si recordara algo.
     - Y en tercer lugar - agreg‘ -, lo adivinˆ cuando prob‘ con usted aquel
pequeŸo dirigible, en el baldŒo.
     Dio una palmada sobre la mochila que contenŒa el globo, bien enrollado,
y prosigui‘:
     -  Los seguŒ.  Cuando  vi que levantaban  aquella bolsa de piedras y la
conducŒan por sobre el suelo  me di cuenta de todo. Por  lo que  sˆ, la Bola
dorada es el ‡nico objeto pesado que queda en la Zona.
     Mordi‘ el sandwich y concluy‘ soŸador, con la boca llena:
     - Lo que no entiendo es c‘mo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
     Redrick lo  observ‘ por sobre el borde de su taza,  pensando en lo poco
que  se parecŒan padre e hijo. No tenŒan  nada, absolutamente nada en com‡n;
ni la cara,  ni la voz, ni  el alma. La  voz de Cuervo  era €spera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema  lo hacŒa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
     - Red - le habŒa  dicho  entonces, inclin€ndose sobre la mesa  -,  s‘lo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quiˆn
otro  puede  ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrˆ, ³yo! ¿Cu€ntos de los nuestros cayeron all€?
encontrˆ! QuerŒa guardarla para mŒ; no se la darŒa  a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie m€s que t‡. Llevˆ a montones de muchachitos
all€, toda  una  escuela. Eso es  lo que abrŒ: una  escuela para enseŸarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sˆ si les faltan agallas o quˆ. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la  plata. La tendr€s. Me dar€s lo que te
parezca; sˆ que no  me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quit‘; quiz€ me las devuelva.
     - ¿Quˆ? - pregunt‘ Redrick, saliendo de su ensueŸo.
     - Le preguntaba si le molesta que fume, seŸor Schuhart.
     - No, por supuesto. Fuma. Yo tambiˆn voy a fumar uno.
     Trag‘ de golpe  el  resto  del  cafˆ y  sac‘ un cigarrillo. Mientras lo
encendŒa contempl‘ la niebla, que  se iba  levantando. Est€ chiflado, pens‘.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
     Pero  toda  aquella charla  habŒa  dejado un residuo, aunque no  estaba
seguro de que clase. Y  no se evaporaba con  el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendŒa de quˆ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino,  por el  contrario... ¿Su  fuerza, tal  vez? No, no  era
fuerza. ¿Quˆ, entonces? Bueno, se dijo, mirˆmoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no  hubiera  llegado hasta aquŒ. Estaba  listo para  Irme,
hasta habŒa empacado, pero pas‘ algo; digamos que me arrestaron, ¿SerŒa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quˆ? ¿Por la pˆrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la  plata. ¿Porque ese tesoro caerŒa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allŒ estamos m€s cerca. Eso me dolerŒa. Pero quˆ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
     -
los huesos. SeŸor Schuhart, ¿me darŒa un trago ahora?
     Redrick le alcanz‘ la petaca en silencio, mientras pensaba:  No  aceptˆ
en seguida. Veinte  veces le dije  a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptˆ. No podŒa resistir m€s. Nuestra ‡ltima conversaci‘n result‘
breve  y  comercial.  "Hola, Red. Traje  el  mapa. ¿No  querrŒas echarle  un
vistazo,  a  pesar  de  todo?".  Y  lo  mirˆ  a  los  ojos,  que  eran  como
lastimaduras;  amarillos,  con  motas negras; y  le dije: "Dˆjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentŒa realmente deprimido. Ah, al  diablo. ¿Quˆ importa? Fui.  Por eso
estoy ac€. ¿Para quˆ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
     Se estremeci‘. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levant‘ de un salto y Arthur hizo otro tanto.  Pero  todo  estaba nuevamente
silencioso; el  ‡nico ruido era el de la  grava  que caŒa  por la pendiente,
bajo los pies.
     - Ha de ser el metal que se est€ asentando - murmur‘ Arthur, vacilante,
como si apenas  pudiera pronunciar las palabras -.  Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que est€n aquŒ.
     Redrick mir‘ hacia  adelante sin ver nada. Entonces record‘. HabŒa sido
por la  noche;  lo despert‘ el mismo ruido, largo y triste, deteniˆndole  el
coraz‘n como  en un  sueŸo. Pero no habŒa  sido  un sueŸo.  Era  Monita  que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. Tambiˆn Guta despert‘ y se aferr‘
a la mano de Redrick. El sinti‘ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inm‘viles, escuchando; cuando Monita dej‘ de  llorar  y volvi‘ a dormirse ˆl
aguard‘ todavŒa un rato. Despuˆs se  levant‘  y fue a la cocina,  para bajar
€vidamente media botella de coŸac. Fue aquella noche cuando empez‘ a beber.
     - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosi‘n, todo eso.
     Redrick observ‘ su cara p€lida y volvi‘ a sentarse. El cigarrillo se le
habŒa evaporado entre los dedos; encendi‘  otro.  Arthur se demor‘  un  poco
m€s, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sent‘ tambiˆn.
     -  Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No  visitantes, sino gente. Al
parecer la Visitaci‘n los  atrap‘  aquŒ  y mutaron..., se aclimataron  a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seŸor Schuhart?
     - SŒ. Pero no es aquŒ. En las montaŸas del noroeste. Algunos pastores.
     Eso es lo que me contagi‘, pens‘ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
     Lo invadi‘  un sentimiento  extraŸo, completamente nuevo. SabŒa que  en
realidad  no  era nuevo, que  lo llevaba escondido  en sŒ desde hacŒa  mucho
tiempo, pero s‘lo  ahora  cobraba conciencia de ˆl;  todo se  ubicaba en  su
sitio.  Y  todo aquello  que hasta  entonces pareciera  tonterŒa, delirantes
divagaciones de un  viejo loco, se convertŒa en su  ‡nica esperanza,  en  el
‡nico significado de su vida. Porque al fin comprendŒa;  s‘lo eso le quedaba
en el mundo, s‘lo para eso vivŒa  desde hacŒa meses: por la  esperanza de un
milagro.  Por  tonto  que  fuera seguŒa haciendo a  un  lado  la  esperanza,
pisote€ndola, burl€ndose de ella, tratando de eliminarla,  porque asŒ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habŒa confiado sino en sŒ mismo.
     Y desde la infancia, la  seguridad en sŒ mismo se medŒa por la cantidad
de  dinero  que  podŒa arrebatar,  asir  o  arrancar  a  mordiscos del  caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habŒa sido asŒ, y asŒ habrŒa continuado,
si no hubiera caŒdo  al pozo del que ninguna suma de dinero podŒa sacarlo, y
en  el cual resultaba  completamente  in‡til confiar  en  sŒ.  Y  ahora  esa
esperanza..., que ya no era una  esperanza, sino la fe en un milagro...,  lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendi‘  de haber podido  vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. Ri‘  y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
     - Bueno, merodeador, parece que saldremos de ˆsta, ¿eh?
     Arthur lo mir‘ sorprendido y sonri‘, vacilante. Redrick arrug‘ el papel
encerado  de los sandwiches,  lo arroj‘ bajo el vag‘n de metal y se recost‘,
apoyando el codo en la mochila.
     - Bueno -  dijo  -.  Supongamos que  en verdad la  Bola Dorada...  ¿Quˆ
pedirŒas?
     - ¿Entonces usted lo cree? - se apresur‘ a preguntar el muchacho.
     - No importa lo que yo crea o no. Contˆstame.
     Le interesaba  sinceramente lo que  podrŒa pedir un muchacho tan joven,
apenas  salido  de  la  escuela.  Se  divirti‘  viˆndolo  arrugar  el  ceŸo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
     - Bueno, las piernas de pap€, por supuesto.  Y que todo  anduviera bien
en casa.
     - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatŒa -. No te olvides de esto,
hermanito:  la  Bola Dorada s‘lo puede  concederte los  deseos m€s Œntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
     Arthur Burbridge se  ruboriz‘, mirˆ a Redrick  una  vez m€s y enrojeci‘
m€s todavŒa. Los ojos se le llenaron de l€grimas. Redrick sonri‘.
     - Comprendo - dijo,  casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mŒo.
Gu€rdate los secretos.
     De pronto se acord‘ del rev‘lver y se dijo que habŒa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenci‘n.
     -  ¿Quˆ  es  eso  que  llevas  en  el  bolsillo  trasero?  -  pregunt‘,
indiferente.
     - Un rev‘lver.
     - ¿Para quˆ lo quieres?
     -
     - Nada de eso - respondi‘ Redrick con  firmeza, incorpor€ndose. D€melo.
AquŒ en la Zona no hay nadie a quien matar. D€melo.
     Arthur  quiso  decir  algo,  pero guard‘  silencio;  tom‘  el Colt  del
ejˆrcito y se lo tendi‘ a Redrick teniˆndolo por el caŸo. Redrick recibi‘ el
rev‘lver, tom€ndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volvi‘ a atraparlo.
     - ¿Tienes un paŸuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
     Tom‘ el paŸuelo  de  Arthur,  que estaba muy limpio  y  olŒa a colonia,
envolvi‘ con ˆl la pistola y la dej‘ sobre el durmiente.
     - Por ahora la dejaremos aquŒ. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo  mejor  tenemos  que  tiroteamos con la  patrulla,  pero  tirotearse  con
ellos...
     Arthur mene‘ decididamente la cabeza.
     - No  era para eso que la querŒa  - dijo, con  tristeza -. Hay s‘lo una
bala. Era por si tenŒa alg‡n accidente como el de pap€.
     - ¿Ah, si?  - Redrick lo  mir‘ fijamente -.  Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asŒ  yo  te  sacarˆ a la rastra. Te lo  prometo.
est€ aclarando!
     La neblina desaparece  ante ellos. El terraplˆn estaba ya completamente
despejado, y  a  la  distancia los  vapores  se esparcŒan,  descubriendo  al
abrirse los picos redondeados y €speros de las colinas.  AquŒ y  all€, entre
las ondulaciones, se veŒa la superficie manchada  de los pantanos, cubiertos
por la  espesura  de  los  sauces dispersos;  m€s all€  de las  colinas,  el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mir‘ hacia atr€s
solt‘ una exclamaci‘n de asombro.
     Redrick tambiˆn volvi‘ la  cabeza. Hacia el Este, las montaŸas parecŒan
negras; sobre  ellas refulgŒa iridiscente, el habitual borr‘n de  color,  la
aurora verde de la Zona.
     Redrick se levant‘ y se sent‘ en el terraplˆn,  tras el vag‘n de metal,
para  contemplar aquel manch‘n verde que se convertŒa r€pidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol  asom‘ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purp‡reas. Todo adquiri‘ un claro y agudo relieve, permitiˆndole ver
cada detalle  con  tanta nitidez como si lo tuviera  en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helic‘ptero. Al
parecer habŒa caŒdo en medio de  una roncha de mosquito;  su fuselaje estaba
convertido  en  un  panqueque met€lico.  La cola  permanecŒa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalŒa en el claro como un  gancho negro. Tambiˆn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar  a impulsos de
la  brisa. La  roncha debi‘  ser  muy  poderosa, pues  ni  siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aˆrea a‡n era bien visible
en  el metal abollado. Redrick hacŒa aŸos que no veŒa ninguna; habŒa llegado
a olvidarlas.
     Volvi‘ hasta el sitio donde habŒa dejado su mochila en busca del mapa y
lo  extendi‘ en el montŒculo de metal caliente que  contenŒa el vag‘n. Desde
allŒ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina,  la que tenŒa un
€rbol quemado en la ladera.  TenŒa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresi‘n  que se  abrŒa entre ella  y la colina siguiente,  que
tambiˆn estaba a  la  vista, completamente  desnuda, cubierta su  ladera por
rocas pardas.
     Todos  los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sinti‘ la
menor  satisfacci‘n.  Su instinto, desarrollado  en muchos aŸos de merodeos,
rechazaba la  mera  idea,  irracional y  nada  natural,  de pasar entre  dos
elevaciones pr‘ximas.
     "Bueno", pens‘,  "ya veremos cuando lleguemos allŒ". Para llegar  hasta
aquella depresi‘n debŒan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allŒ parecŒa poco peligrosa. Pero al mirar desde m€s cerca Redrick
repar‘ en una mancha de  color  gris oscuro  entre las dos colinas secas. La
busc‘ en el mapa. Estaba marcada con una  X junto a la cual decŒa, en letras
torpes: L€tigo. La lŒnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
     El  nombre  le resultaba familiar, pero no lograba recordar  quiˆn  era
L€tigo, c‘mo era ni quˆ hacia. Por alguna raz‘n lo asociaba con el sal‘n del
Borscht,  lleno  de humo,  con  grandes  manazas  rojizas que levantaban los
vasos,   carcajadas  estruendosas   y  bocas  abiertas,  mostrando   dientes
amarillentos: una fant€stica horda de titanes y gigantes  reunidos junto  al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos m€s vivos
de su  infancia. ¿Quˆ  habla llevado yo aquella  vez?  Un  vacŒo, creo.  Fui
directamente desde  la Zona, mojado, hambriento,  enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrˆ al bar pisando fuerte y plantˆ la bolsa sobre el mostrador;
echˆ  una mirada a  mi  alrededor, escuchando  los  chistes  que se  hacŒan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes.  No, un  momento, en esa ˆpoca
no eran  papeles verdes, sino  aquellos billetes reales, cuadrados, con  una
damisela medio  desnuda, de gorra y corona  de laureles.  Esperˆ,  guardˆ el
dinero,  e  inesperadamente, sin que  yo  mismo imaginara  hacerlo,  tomˆ un
pesado  jarro  que estaba  sobre el mostrador y  lo estrellˆ contra  la cara
riente  del que estaba m€s cerca.  Tal vez ˆse era L€tigo,  se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
     -  ¿No hay problemas en pasar entre las dos  colinas, seŸor Schuhart? -
pregunt‘  Arthur en voz baja,  junto a  su oŒdo,  mientras miraba tambiˆn el
mapa.
     - Ya veremos cuando lleguemos allŒ.
     Redrick sigui‘ estudiando el diagrama. HabŒa otras dos X, una en cuesta
de  la colina  del €rbol y  otra sobre las  rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levant‘ la vista hacia Arthur.
     -  Ya  veremos -  repiti‘,  doblando el  mapa  para  guard€rselo en  el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
     Se inclin‘ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo m€s c‘modo.
     - Ve delante - indic‘ -, asŒ podrˆ tenerte a la vista  en todo momento.
No mires hacia atr€s y estate atento. Mis ‘rdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos  un buen  trecho.
tenerle miedo a  la tierra! Si  yo te  ordeno te tiras de cara  al barro sin
decir ni m‡. Abot‘nate la chaqueta. ¿Est€s listo?
     - Listo.
     Arthur estaba muy nervioso; el  rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
     - Primero iremos por aquŒ - dijo Redrick, seŸalando enˆrgicamente hacia
la colina m€s cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
     Arthur dej‘ escapar un suspiro, subi‘ a los rieles y comenz‘ a bajar el
terraplˆn. El pedregullo caŒa silenciosamente a su paso.
     - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
     Ech‘ a andar tras ˆl, sin prisa, ajustando autom€ticamente los m‡sculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. Est€  asustado, pens‘. Tal vez  lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asŒ ha de ser. Si supieras c‘mo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo,  que  esta vez seguŒ tu consejo.  "A
ese lugar, Red, no se puede  ir solo.  Te  guste o no  te guste  tendr€s que
llevar  a alguien.  Puedo  darte  alguno de  los mŒos,  alguno que no me sea
imprescindible." T‡ me convenciste.  Es la primera vez en la vida que acepto
algo  asŒ. Bueno, tal  vez salga bien, despuˆs de todo; tal vez funcione, de
alg‡n  modo.  Despuˆs  de  todo, yo no soy Cuervo Burbridge;  tal vez se  me
ocurra alguna idea.
     -
     El muchacho se detuvo,  hundido  hasta el tobillo en agua  herrumbrosa.
Cuando  Redrick  lleg‘ hasta  allŒ  el pantano  lo habŒa tragado  hasta  las
rodillas.
     - ¿Ves  esa roca? - pregunt‘ Redrick  -. AllŒ, bajo la colina. Ve hacia
all€.
     Arthur reanud‘ la marcha. Redrick lo dej‘ adelantarse diez pasos  antes
de seguirlo.  El barro  chapoteaba bajo los  pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces  estaban secos y podridos. Redrick mir‘
a  su  alrededor, pero por el  momento todo parecŒa  en orden.  La colina se
acercaba  lentamente, cubriendo el sol, que  a‡n estaba bajo en el cielo; al
fin  acab‘ por cubrir todo el cielo hacia  el  Este. Al llegar a  la roca el
pelirrojo volvi‘ a mirar hacia el terraplˆn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre ˆl  habŒa  un convoy de diez vagones de metal. Algunos de  los vagones
hablan descarrilado, cayendo  de costado;  el  terraplˆn, por  sobre  ellos,
estaba  cubierto por montones rojos y herrumbrados del  metal en bruto.  M€s
all€,  hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y  ondulaba
sobre  la  huella, estallando en  diminutos  arco  iris que desaparecŒan  de
inmediato. Redrick  observ‘ aquella reverberaci‘n, escupi‘ en  el suelo y se
volvi‘.
     - Vamos - dijo, y Arthur volvi‘ hacia ˆl la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, all€?
     - SŒ - dijo Arthur.
     - Bueno,  era un  tipo  que  se llamaba L€tigo.  Hace mucho  tiempo. No
escuch‘ a los mayores; allŒ qued‘, para  indicar  el camino a los m€s vivos.
Ahora mira hacia la derecha de L€tigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? All€, donde los
sauces son m€s espesos. ¨sa es la direcci‘n que tomaremos.
     Avanzaron  en direcci‘n  paralela  al terraplˆn. Cada paso los metŒa en
aguas m€s playas; pronto pisaron tierra  seca y esponjosa. Seg‡n el mapa a‡n
estaban  en pantanos s‘lidos. El mapa es  viejo, pens‘ Redrick;  hace  mucho
tiempo que Burbridge no viene  por aquŒ y el mapa  ha envejecido. Eso no  me
gusta. Claro que  es  m€s f€cil caminar sobre  tierra  seca, pero yo  habrŒa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira c‘mo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
     Arthur parecŒa haber recuperado el €nimo y andaba a toda velocidad, con
una mano  en el bolsillo  y balanceando la otra  con toda  soltura.  Redrick
revolvi‘ en su bolsillo y sac‘ un tornillo que pesarŒa  unos treinta gramos.
Apunt‘ y tir‘.
     El tornillo golpe‘ a Arthur en la nuca; ˆste solt‘ un grito ahogado, se
tom‘ la  cabeza,  se dobl‘  en  dos y cay‘  sobre el  pasto seco. Redrick se
acerc‘ a ˆl.
     - AsŒ suceden  aquŒ  las cosas,  Artie - pontific‘  -. Esto  no  es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
     Arthur se levant‘ lentamente; estaba muy p€lido.
     - ¿Todo bien? - Pregunt‘ Redrick.
     El muchacho trag‘ saliva y asinti‘.
     -  Me alegro.  La pr‘xima  vez te  la  darˆ en la trompa.  Si es que te
encuentro vivo.
     El  muchacho habrŒa sido buen merodeador, despuˆs  de todo.  Tal vez le
habrŒan llamado Artie "el Lindo". En  otros tiempos tenŒamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el ‡nico ser humano que  cay‘ en la pica
carne  y sali‘  vivo.  El idiota  sigue creyendo que fue Burbridge  quien lo
sac‘.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asŒ,  tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habŒan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo;  antes  le decŒan
Triunfador.
     En ese momento Redrick sinti‘ una corriente de aire apenas  perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, grit‘:
     -
     Tendi‘ la  mano  hacia  la izquierda. La corriente  era m€s  fuerte. En
alg‡n punto, entre  ellos y el terraplˆn, habŒa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendŒa a  lo largo del mismo terraplˆn;  por alguna raz‘n se habŒan
tumbado  los  vagones.  Arthur habŒa quedado inm‘vil,  como plantado  en  el
suelo; ni siquiera habŒa vuelto la cabeza.
     - A la derecha. Vamos.
     SŒ, hubiera podido ser un buen merodeador. Quˆ diablos, ¿ahora le voy a
tener  l€stima?
sinti‘  l€stima por mŒ? Creo que  sŒ;  Kirill  me tenŒa l€stima. Dick Noonan
tambiˆn me la tiene. Claro que quiz€ lo que siente es interˆs por Guta y  no
l€stima por mŒ,  pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir l€stima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
     Acababa de comprender, finalmente, cu€l era su alternativa al presente:
o  ese muchacho  o  su Monita. En realidad, la  alternativa no  existŒa, eso
estaba claro.  Una voz interior le decŒa: "
posibles!". La acall‘, espantado.
     Pasaron cerca del mont‘n  de harapos grises. Nada  quedaba de L€tigo. A
cierta  distancia, sobre  el pasto seco, habŒa una vara larga, completamente
herrumbrada: un  dragaminas. En aquellos  dŒas  muchos  merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependŒan
de ellos como  del  mismo Dios. Pero dos  de ellos murieron en  el  curso de
pocos dŒas, a consecuencia de explosiones subterr€neas. Y  eso  acab‘ con el
asunto. ¿Quiˆn  habrŒa sido ese L€tigo? ¿HabrŒa venido con Cuervo o  por  su
propia cuenta? ¿Por quˆ iban todos a esa cantera? ¿Por  quˆ no sabŒa ˆl nada
sobre ese lugar? Maldici‘n, pens‘; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser m€s tarde.
     Arthur,  que  iba cinco pasos  m€s  adelante, se  sec‘  el sudor  de la
frente. Redrick entrecerr‘ los ojos para mirar el sol; estaba a‡n bajo. Y de
pronto  not‘ que el pasto seco no  crujŒa  bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho  quemado;  adem€s ya  no  era  rŒgido y  fr€gil,  sino tierno  y
grumoso; caŒa  bajo  las  suelas como  hojuelas  de hollŒn. Vio  tambiˆn las
claras huellas de Arthur y se arroj‘ al suelo, gritando:
     -
     Cay‘ de cara contra  el pasto, que se hizo polvo bajo  su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso  por su mala suerte. AllŒ permaneci‘, tratando
de no moverse, todavŒa  con la  esperanza  de  que pasara por encima, aunque
sabŒa  bien  que  estaban atrapados.  El  calor  aumentaba;  lo  aplast‘, le
envolvi‘ el cuerpo como si fuera una s€bana empapada en  agua hirviendo. Con
el sudor chorre€ndole hasta los ojos, record‘ tardŒamente advertir a Arthur:
     - ³No te muevas!
     Y se dedic‘ a aguantar tambiˆn,
     Pudo  haberŒo  soportado;   todo  habrŒa  pasado  tranquilamente,   sin
problemas,  sin m€s que mucho sudor, pero Arthur no pudo  resistirlo. O bien
no oy‘ el  grito de Redrick o el miedo le hizo perder la  cabeza; o  tal vez
sus quemaduras eran m€s intensas que las de Redrick. El  caso  es que perdi‘
el dominio de  sŒ y ech‘  a  correr, con un  grito  salvaje, hacia  donde su
instinto le indicaba:  hacia  atr€s. Precisamente  donde  no debŒa.  Redrick
logr‘ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cay‘ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; solt‘ un chillido extraŸo,
pate‘ a Redrick en la cara con el otro pie y se debati‘ corno enloquecido.
     Redrick, con  el  cerebro  cargado  por  el  dolor,  se arrastr‘  hasta
aplastarlo con el cuerpo,  tocando con  la mejilla  quemada  la chaqueta  de
cuero,  tratando  de  apretarlo  contra  el  suelo;  mientras tanto  pateaba
desesperadamente,  con pies y rodillas,  las  piernas y  la  retaguardia del
muchacho. OŒa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
€speros "
caŒan toneladas enteras  de carb‘n encendido; tenŒa las ropas en  llamas, el
cuero  de  sus  zapatos y de  su chaqueta se  ampollaba y crujŒa.  La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por  mantenerse contra el
suelo, el cr€neo de aquel maldito muchacho. No  podŒa  soportarlo m€s. Grit‘
con toda la fuerza de sus pulmones.
     No supo cu€ndo termin‘ todo. S‘lo supo que podŒa respirar otra vez, que
el  aire habŒa  vuelto a ser aire  y no vapor ardiente.  Comprendi‘ que  era
necesario  apresurarse a salir de  allŒ, de aquel calor demonŒaco, antes  de
que se estrellara  nuevamente contra ellos. Dej‘  a  Arthur,  que  se  habŒa
quedado perfectamente inm‘vil. Lo tom‘ de las piernas con un brazo y us‘  el
otro para  avanzar a  la rastra, sin quitar  los  ojos de  la lŒnea donde el
pasto volvŒa  a crecer. Estaba seco, muerto,  espinoso, pero era autˆntico y
daba la impresi‘n de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
     Las  cenizas le crujŒan entre los  dientes, el rostro quemado  despedŒa
calor y  el sudor le  caŒa directamente  en los ojos, tal  vez porque  ya no
tenŒa  cejas ni pestaŸas.  Arthur, estirado hacia atr€s, parecŒa engancharse
la  chaqueta en todos los sitios  posibles. A Redrick le  ardŒan  las  manos
chamuscadas y la mochila  no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la  falta de aire, le hicieron pensar que  estaba demasiado quemado,  que no
llegarŒa. El temor le oblig‘ a redoblar el impulso  de codos y rodillas. Hay
que llegar,  un poquito m€s; vamos,  Red, vamos,  puedes.  AsŒ,  un  poquito
m€s...
     AllŒ se qued‘ por largo rato, con las manos y la cara en el agua frŒa y
herrumbrosa,  regode€ndose con  la frescura  maloliente  y  podrida.  HabrŒa
podido quedarse toda la vida, pero se oblig‘ a levantarse sobre las rodillas
para  dejar la mochila y  arrastrarse hasta Arthur, que permanecŒa inm‘vil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
     Bueno, habŒa  sido  un lindo muchacho.  Ahora estaba convertido en  una
m€scara  de  color gris  oscuro, hecha de  sangre  cocida y cenizas. Redrick
contempl‘ con  cansado  interˆs  los  surcos y  los senderos abiertos  en la
m€scara por piedras y palos. En seguida se  levant‘, tom‘ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastr‘ hasta el agua.
     Arthur respiraba  pesadamente, gimiendo  de tanto en tanto.  Redrick lo
arroj‘ de  cara en  el  charco m€s  profundo  y se  dej‘  caer  junto a  ˆl,
reviviendo el  placer  de aquella  caricia  gˆlida  y  mojada.  El  muchacho
gorgote‘,  se  apoy‘  sobre las manos  y  alz‘  la  cabeza.  TenŒa los  ojos
desorbitados y  no entendŒa nada, pero aspiraba €vidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobr‘ el sentido y busc‘ a Redrick con la vista.
     -
sucia -. ¿Quˆ era eso, seŸor Schuhart?
     - Era la muerte - murmur‘ Redrick.
     Tosi‘. Se palp‘ el rostro. Le dolŒa. TenŒa la nariz hinchada,  pero las
pestaŸas y  las cejas  (cosa  extraŸa)  estaban en  su lugar. Tambiˆn seguŒa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
     Arthur tambiˆn estaba toc€ndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible  m€scara,  y tambiˆn  contra lo  que  cabŒa esperar,  result‘ estar
perfectamente. TenŒa unos cuantos araŸazos y un chich‘n en la frente, adem€s
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
     -  Nunca  oŒ hablar de nada parecido -  observ‘ Arthur,  mirando  hacia
atr€s.
     Redrick hizo  lo  mismo.  Habla muchas  huellas sobre  el pasto gris  y
ceniciento;  le sorprendi‘ notar  lo corto  que  habla sido  aquel  trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse,  junto  con su
compaŸero, de la fatalidad. HabŒa s‘lo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero ˆl, cegado por el miedo, habŒa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios  lo habŒa hecho en  la
direcci‘n correcta. De lo contrario habrŒa llegado a la  roncha de  mosquito
de la izquierda; tambiˆn  pudo dar la vuelta completa. No, no  tanto;  ˆl no
era novato. Y de no haber sido  por ese tonto nada habrŒa pasado; cuanto m€s
tendrŒa unas cuantas ampollas en los pies.
     Arthur  se  estaba  lavando y  gemŒa  al tocarse  los puntos doloridos.
Redrick se levant‘ tambiˆn; con una  mueca de  dolor, sinti‘ el roce de  las
ropas  sobre la piel  quemada, en tanto  caminaba hasta  un sitio seco  para
examinar la mochila. La  pobre las habŒa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las  ampollas del  botiquŒn  de primeros  auxilios  habŒan
estallado y habŒa una mancha h‡meda que olŒa a antisˆptico. Redrick abri‘ la
bolsa y empez‘ a  recoger astillas de vidrio  y pl€stico. En ese momento oy‘
la voz de Arthur.
     - ³Gracias, seŸor Schuhart!
     Redrick no respondi‘.
     - Fue culpa mŒa. OŒ que me ordenaba quedarme allŒ, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor  se  volvi‘  tan fuerte... perdŒ la cabeza.  Tengo
mucho miedo al dolor, seŸor Schuhart.
     - ¿Por quˆ no te levantas? - dijo Redrick sin  volverse -. Eso fue s‘lo
una muestra.
     Volvi‘  a pasar los  brazos por las correas,  haciendo muecas dolor  al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era  como si  se le
hubiera arrugado  la  piel  en los puntos  afectados. Conque el  chico tenŒa
miedo  al  dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no  se  habŒan  apartado  del camino. Ahora, hacia las
colinas,  donde estaban los cad€veres. Esas malditas colinas, allŒ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresi‘n  en  medio.  Olfate‘  el  aire.  La   maldita  depresi‘n,  ˆsa  es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
     - ¿Ves esa depresi‘n entre las colinas? - pregunt‘.
     - La veo.
     - Derecho hacia all€.
     Arthur se  sec‘  la  cara  con  el  dorso de  la mano y  ech‘  a andar,
chapaleando entre los  charcos. Iba rengueando; ya no parecŒa tan  erguido y
bien proporcionado  como antes. Caminaba encorvado, con mucha  cautela.  Uno
m€s que he  sacado, pens‘ Redrick;  ¿y cu€ntos van? ¿Cinco, seis? Lo  que me
pregunto ahora es por quˆ. No es pariente mŒo. No soy responsable de  lo que
le pase.  A  ver, Red, ¿por quˆ lo salvaste?  Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza m€s despejada sˆ por quˆ. Hice bien en
salvarlo; no puedo arregl€rmelas sin ˆl: es mŒ rehˆn por Monita.  No salvˆ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
     All€, en el calor, no lo pensˆ  dos veces: lo saquˆ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se  me ocurri‘ abandonarlo  allŒ, a pesar de que
me habŒa olvidado de todo:  de la llave maestra y de Monita.  ¿Quˆ significa
eso? Significa que en el fondo, despuˆs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta  sostiene, lo que Kirill solŒa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y  despuˆs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El  seŸor Buen
Tipo. Tengo  que  salvarlo para que lo agarre la pica carne  (lo pens‘ frŒa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
     -
     Ante ellos estaba la depresi‘n; Arthur, parado, esperaba ‘rdenes con la
vista clavada  en Redrick. El  suelo estaba allŒ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De ˆl se desprendŒa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez  metros m€s all€ no  se  veŒa
nada. Y el hedor era terrible.
     - Esto apesta, pero no te acobardes.
     Arthur  hizo un ruido gutural  y retrocedi‘, mientras  Redrick  entraba
decididamente  en acci‘n; sac‘ del bolsillo un copo  de algod‘n empapado  en
desodorante, se rellen‘ con ˆl las losas nasales y ofreci‘ un poco a Arthur.
     - Gracias, seŸor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - pregunt‘
el, muchacho con voz dˆbil, Redrick lo tom‘ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar  la cabeza en direcci‘n al mont‘n de harapos que se veŒa sobre la
rocosa ladera de la montaŸa.
     - ¨se era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de  la izquierda, aunque
desde aquŒ  no se ve,  est€ Caniche. En las mismas condiciones.  ¿Entiendes?
Adelante.
     El limo estaba  caliente y pegajoso.  Al principio caminaron  erguidos,
hundiˆndose  hasta  la cintura. Por suerte  el fondo era  rocoso  y bastante
parejo.  Sin embargo Redrick no tard‘ en  percibir un  conocido tronar hacia
ambos  lados. En la colina izquierda no habŒa  nada,  salvo la  intensa  luz
solar, pero en  la  ladera derecha,  a la sombra, parpadeaban luces de color
p‡rpura claro.
     - ³Ag€chate! - susurr‘, dando el ejemplo. -
     Arthur se agach‘, asustado; un batir de truenos quebr‘ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente  una  intrincada danza precisamente  encima  de  ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sent‘, hundiˆndose hasta los
hombros  en el limo. Redrick, con los oŒdos  taponados  por el estruendo, se
volvi‘: una  mancha  de color  rojo  brillante se fundŒa  r€pidamente  en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
     - ³Adelante!
     Avanzaron en fila india,  agachados, asomando tan  s‘lo la  cabeza. Con
cada  trueno Redrick veŒa  ponerse de  punta los largos cabellos de Arthur y
sentŒa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
     - ³Adelante! - seguŒa repitiendo -.
     Ya  no oŒa nada. En  una oportunidad vio a Arthur de perfil y not‘  que
tenŒa  los ojos  desorbitados por  el terror, la boca p€lida  y  fuerte,  la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida  los rel€mpagos empezaron a
estallar  a  tan poca  altura que se vieron obligados  a bajar la cabeza. El
limo  verde les llen‘  la  boca, dificult€ndoles  la  respiraci‘n.  Redrick,
tratando de tomar aire, se arranc‘ el algod‘n de la nariz y descubri‘ que el
hedor habŒa desaparecido; s‘lo  se percibŒa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor  estaba espes€ndose. O quiz€s era ˆl, que se desvanece, pues
ya no podŒa ver ninguna de las  dos colinas; s‘lo  vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
     Pasarˆ, pasarˆ, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asŒ: estoy varado en la mugre, con rel€mpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro  modo. ¿De  d‘nde sale toda  esta basura?
lugar,  es como para enloquecer  a cualquiera, Cuervo Burbridge  lo hizo: ˆl
pas‘ por aquŒ  y sigui‘ andando; Cuatro-ojos qued‘ a la derecha y  Caniche a
la izquierda, todo  para  que Cuervo  pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerŒa detr€s.  Y  te lo mereces;  quien  camine detr€s de Cuervo se
hundir€  hasta  el  cuello  en  la  porquerŒa.  ¿No  lo  sabŒas, acaso?  Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un  solo rinc‘n
limpio.
     Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red,  bajo  cualquier orden  y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como t‡
no podemos  tener el  Reino de  los Cielos sobre la Tierra". ¿Quˆ sabes  t‡,
gordo?  ¿D‘nde  has  visto un sistema bueno?  ¿Cu€ndo  me  viste a mŒ  en un
sistema bueno?
     En  ese  momento resbal‘  en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cay‘ en el limo, Al resurgir vio ante ˆl la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorri‘ un escalofrŒo: crey‘ que habŒa perdido el rumbo. Pero
no era asŒ: de inmediato comprendi‘ que debŒan ir hacia all€, hacia donde la
cima negra de  la roca asomaba por el limo; lo comprendi‘  a pesar de que no
habŒa otra cosa visible en la niebla amarilla.
     - ³Alto! - grit‘ - ³A la derecha!
     Ni siquiera podŒa oŒr su propia voz. Alcanz‘ a Arthur, lo aferr‘ por el
hombro  y  le seŸal‘:  mantente  a  la derecha  de la roca y no levantes  la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagar€s por esto. Arthur hundi‘ la cabeza
precisamente en el momento en que un  rayo reducŒa la  roca  a  astillas. Ya
pagar€s por esto, repiti‘ Redrick, mientras volvŒa  a sumergirse  y  agitaba
furiosamente brazos y  piernas.  Hubo  otro trueno.
por todo  esto!  Por un momento  pens‘: ¿a quiˆn me  refiero? No lo sˆ, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagar€. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarˆ lo que quiera.
     Cuando  al fin  lograron salir  a  tierra seca, cubierta de  pedregullo
caliente por el sol, estaban  medios sordos, hechos pedazos  y tambaleantes;
caminaban apoy€ndose uno en el  otro. Redrick vio la pick  up  descascarada,
hundida  hasta  el  eje,  y  record‘ que podŒan  descansar a la  sombra  del
vehŒculo. Se arrastraron hasta allŒ. Arthur se tendi‘ de espaldas y empez‘ a
desabotonarse  la  chaqueta con dedos  exhaustos;  Redrick apoy‘  la mochila
contra el costado del  cami‘n, se limpi‘  las manos contra  los guijarros  y
hurg‘ dentro de su chaqueta.
     - Yo tambiˆn - dijo Arthur -. Yo tambiˆn.
     Redrick se  sorprendi‘ al  oŒrlo  hablar  con voz  tan potente. Tom‘ un
sorbo, cerr‘ los ojos y entreg‘ la petaca a Arthur. Listo, pens‘ dˆbilmente.
Pasamos. Hasta esto  pasamos.  Y ahora, cuentas  a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidˆ? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por  haberme dejado vivir,  por no ahogarme? V€yanse al  diablo.  Se
acab‘, ¿entienden? Se acab‘ todo esto. Desde ahora en adelante serˆ yo quien
tome  las decisiones.  Yo,  Redrick  Schuhart,  en completa  posesi‘n de mis
facultades fŒsicas y mentales,  tomarˆ las decisiones para  todo el mundo. Y
en cuanto a todos  ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seŸores  Huesos,
seŸores  Quarterblads,  chupasangres,  platudos,  Roncos,  gente  de  saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones  y  oportunidades de  empleo; a sus  pilas eternas y  a sus motores
eternos  y  a  sus  ronchas  de mosquito  y a sus falsas promesas.  Ya tengo
bastante;  hace rato  que me  llevan de las narices. Me  he  pasado la  vida
llevado de las narices, y siempre pensˆ que ˆsa era la vida que yo querŒa, y
me  llenaba  la  boca  diciˆndolo,  pedazo  de  tonto, mientras  ustedes  me
alentaban y se guiŸaban el ojo, arrastr€ndome,  metiˆndome entre  c€rceles y
rejas.
     Solt‘ las hebillas de la mochila y quit‘ a Arthur la petaca.
     - Nunca  pensˆ... - decŒa en ese  momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo  hubiera imaginado. SabŒa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asŒ... ¿C‘mo vamos a volver?
     Redrick  no lo  escuchaba. Lo  que  ˆl dijera ya no  tenŒa significado.
Tampoco  antes  lo tenŒa, pero antes ese muchacho era al menos  una persona.
Ahora  era una clave  parlante,  una llave que  le abrirŒa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nom€s.
     - Si tuviˆramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
     Redrick  lo  mir‘,  contempl‘  aquel pelo  despeinado y  sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo  la costra  de barro  lŒquido. No sentŒa l€stima,  ni  irritaci‘n, ni
nada.  Una  clave  parlante.  Se  volvi‘.  Ante  ˆl  bostezaba  una  temible
extensi‘n, como una construcci‘n abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada  de  polvo  blanco  e  iluminada fuertemente  por el sol  cegador,
insoportablemente  blanco, ardoroso, enojado  y muerto. Desde  allŒ se  veŒa
tambiˆn  el  otro extremo  de la cantera, igualmente blanco y  deslumbrante;
desde esa  distancia  parecŒa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
m€s cercano estaba marcado  por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba  hasta el fondo, donde se erguŒa la cabina  del  excavador,  como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el ‡nico  punto de referencia. TenŒan
que dirigirse hacia allŒ, gui€ndose s‘lo por la suerte.
     Arthur se levant‘ con trabajo, meti‘ el brazo bajo el cami‘n y sac‘ una
lata oxidada.
     - Mire, seŸor Schuhart - dijo, anim€ndose -. Esto lo debe haber  dejado
pap€. AquŒ abajo hay m€s.
     Redrick no  respondi‘. Eso es  un error, pens‘  frŒamente; es  mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
     Por el contrario, no importa.
     Se levant‘ con una mueca: las ropas se le habŒan pegado al cuerpo, a la
piel ardida;  sinti‘ un tir‘n, como si le arrancaran el vendaje seco  de una
herida. Arthur tambiˆn gruŸ‘ al levantarse y dirigi‘ a Redrick una mirada de
m€rtir.  Estaba a  la  vista que deseaba quejarse,  pero no  se  atrevi‘. Se
limit‘ a decir, con voz ahogada:
     - ¿Me har€ mal tomar otro trago, seŸor Schuhart?
     Redrick sac‘ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
     - ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
     - SŒ - respondi‘ Arthur, estremeciˆndose.
     - Derecho hacia all€. Vamos.
     El muchacho  estir‘  los brazos, enderez‘  los hombros con  un gesto de
dolor y mir‘ en su torno.
     - Ojal€ pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
     Redrick aguard‘ en  silencio.  Arthur lo mir‘ desoladamente  y asinti‘.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo s‡bitamente.
     - La mochila. Se olvida la mochila, seŸor Schuhart.
     -
     No querŒa explicar nada,  no querŒa  mentir. Tampoco hacŒa falta. IrŒa,
de cualquier modo. No tenŒa ad‘nde  ir, si no.  IrŒa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando  de quitarse el barro seco  de  la
cara;  parecŒa menudo, escu€lido  y desamparado,  como  un gatito  mojado  y
perdido. Redrick lo sigui‘. En cuanto sali‘ de la  sombra el sol cay‘  sobre
ˆl, ceg€ndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lament€ndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
     Cada  paso  levantaba  una nube de polvo blanco; la nube,  al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedŒa; resultaba  imposible  caminar  tras  ˆl;  Redrick  demor‘ un  rato en
comprender  que ˆl  mismo  llevaba el  olor  encima.  Era desagradable, pero
familiar,  en cierto modo: el mismo que  invadŒa la  ciudad cuando el viento
norte traŒa el humo de la planta. Tambiˆn su padre olŒa asŒ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrŒo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick  corrŒa  a  esconderse  en alg‡n  rinc‘n  apartado  y  lo observaba,
asustado, mientras ˆl se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el  fondo  del  ropero, mientras se  arrancaba las  ropas de trabajo para
arroj€rselas a  la  madre; despuˆs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. All€ se quedaba, bajo la ducha,  gruŸendo y palme€ndose el cuerpo
durante largo rato,  entre chapaleos  y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la  casa: "
Redrick  tenŒa que esperar hasta que el  padre estuviera lavado  e instalado
ante la mesa,  con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco  de
ketchup.  Cuando  terminaba  de  sorber  la sopa  y  atacaba  el  cerdo  con
habichuelas, reciˆn entonces podŒa  dejarse  ver, trepar  a  sus  rodillas y
preguntarle a cu€ntos ingenieros y a cu€ntos sindicalistas habŒa ahogado  en
vitriolo durante la jornada.
     Todo, a  su alrededor, parecŒa  estar al rojo blanco: se sentŒa mareado
de   tanto  calor  seco,  de  cansancio,  del   insoportable  dolor  en  las
articulaciones, donde la piel  estaba ampollada. Era como si, a travˆs de la
niebla caliente que le envolvŒa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a  gritos  paz, agua, frescura. Los recuerdos,  gastados hasta el  punto  de
resultar  irreconocibles,  se  le   amontonaban  en   el  cerebro  hinchado,
golpe€ndose entre sŒ, mezclados, tropezando, confundiˆndose  con aquel mundo
al rojo  blanco  que  llameaba  ante sus ojos entrecerrados.  Y  todos  eran
amargos, y todos evocaban  odio o piedad por si mismo. Trat‘ de  combatir el
caos, de convocar alg‡n espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura  o de  alegrŒa. Se exprimi‘ la memoria  hasta sacar de  ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era  a‡n una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareci‘, qued‘ inmediatamente velado por la herrumbre;
despuˆs  se  deform‘,  se  retorci‘ hasta convertirse en la cara  sombrŒa de
Monita, cubierta de piel castaŸa, €spera. Se esforz‘ por recordar a  Kirill,
aquel hombre  santo: sus movimientos r€pidos y seguros, su risa, su voz, que
prometŒa tiempos y lugares  nunca vistos. Y Kirill apareci‘; pero en seguida
explot‘ contra el sol una telaraŸa  plateada y Kirill desapareci‘. En cambio
aparecieron  los ojos  angelicales  y  fijos  de  Ronco,  con un  envase  de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos  que medraban en su
subconsciente  quebraron  la  barrera que  ˆl  intentaba crear  a  fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenŒa entre  los recuerdos, como
si nunca hubiese visto m€s que caras feas y crueles.
     Y durante  todo ese tiempo no dejaba  de ser un  merodeador. Sin  darse
cuenta de  ello, alguna  parte de su sistema nervioso recogŒa la informaci‘n
esencial:  a  la izquierda,  a bastante  distancia habŒa un fantasma  alegre
sobre  un mont‘n de  planchas; estaba quieto, agotado, asŒ que al diablo con
ˆl; hacia la derecha habŒa una ligera brisa, y pocos pasos m€s adelante  vio
una roncha de  mosquito, lisa como un  espejo, de varios brazos. ParecŒa una
estrella de mar (estaba lejos, no  habŒa  peligro); bien  en  el  centro, un
p€jaro  aplastado; cosa extraŸa, puesto que los p€jaros no solŒan sobrevolar
la Zona.  AllŒ,  junto al sendero,  habŒa dos  vacŒos abandonados;  tal  vez
Cuervo los habŒa dejado al volver; el temor es m€s fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tom‘ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apart‘ veinte
centŒmetros  del  camino,  Redrick  abri‘   la  boca  y   lanz‘  una  €spera
advertencia, autom€ticamente. Una  m€quina, pens‘. Me  han convertido en una
m€quina.  Las rocas partidas que marcaban el borde de  la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
     Quˆ  tonto fuiste, Cuervo, quˆ tonto,  pens‘ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿C‘mo se te ocurri‘ confiar en mŒ? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberŒas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor  es que
te  est€s poniendo viejo. M€s torpe. Pero quˆ digo, si me he  pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imagin‘ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur,  su dulce Artie, sir ‡nico hijo var‘n, su orgullo y  su alegrŒa,
habŒa ido a la Zona con Red para  buscar las piernas de Cuervo, en  lugar de
alg‡n novato  prescindible. Imagin‘ aquella cara  y se  ech‘ a  reŒr. Cuando
Arthur volvi‘ el rostro asustado para mirarlo, sigui‘ riendo y le indic‘ por
seŸas  que  siguiera caminando.  Y  entonces  la  caras le  cruzaron por  la
conciencia  otra vez, como  im€genes  en  una  pantalla. HabŒa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos:  habŒa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
     Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendŒa a la cantera
y  se  qued‘  inm‘vil,  forzando  la  vista  para  mirar hacia abajo, lejos,
estirando  el largo cuello. Redrick se reuni‘  con  ˆl. Pero no miraba en la
misma direcci‘n que Arthur.
     Precisamente bajo  sus  pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aŸos antes por las ruedas de los vehŒculos  pesados. Hacia la derecha
habŒa una  pendiente  blanca, escarpada, rajada  por  el  calor;  la  cuesta
siguiente estaba medio  excavada; entre las rocas  y el  escombro  habŒa una
aplanadora; la  pala caŒda golpeaba impotente contra el  costado de la ruta.
Era de  esperar:  no habŒa nada  m€s sobre la  ruta,  con excepci‘n  de  las
estalactitas negras y retorcidas, que parecŒan velas gruesas colgadas de los
bordes  dentados de la cuesta,  y un  mont‘n de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
     Era todo lo  que quedaba de ellos;  resultaba imposible siquiera contar
cu€ntos  hablan  sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los  deseos de Cuervo. Aquˆl de all€ era Cuervo, volviendo  sano y salvo del
s‘tano del Complejo Nº 7. Aquˆlla, la  m€s grande,  era Cuervo sacando de la
Zona el im€n contorsionante  sin que nadie lo  detuviera. Y aquel  car€mbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur  Burbridge, tambiˆn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrŒa.
     -
Schuhart, despuˆs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
     Solt‘ una carcajada de felicidad, se agach‘  y golpe‘ la tierra con los
puŸos, con  toda su fuerza. El pelo enredado  se le  sacudi‘  ridŒculamente,
arrojando terrones de barro seco  en todas direcciones. Y s‘lo entonces mir‘
Redrick hacia la bola. Con  cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube  en donde habŒa  logrado refugiarse, abandon€ndolo
nuevamente en la mugre.
     No  era dorada;  su  color, antes bien,  era el  del  cobre rojizo.  La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, c‘modamente instalada  entre los  montones  de rocas.
Aun desde  allŒ  se  veŒa lo voluminosa y pesada  que  era,  lo  s‘lidamente
plantada que estaba en su lugar.
     Nada en ella podŒa llevar  a la desilusi‘n o a  las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas.  Por  alg‡n  motivo, el  primer pensamiento  de
Redrick  fue que  quiz€s  fuera  hueca  y que  debŒa  estar  caliente por su
situaci‘n,  a  pleno  sol. Obviamente  no brillaba con luz  propia  ni podŒa
elevarse  ni  bailar  en  el  aire,  tal  como  afirmaban  muchas  leyendas.
PermanecŒa en el mismo sitio  donde habŒa caŒdo. Tal  vez habŒa rodado desde
alg‡n bolsillo  monstruosamente gigantesco; tal vez se habŒa perdido durante
alg‡n  juego entre  titanes.  El  caso  es  que  no  parecŒa  cuidadosamente
instalada allŒ, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban  la Zona:
los vacŒos, los brazaletes,  las pilas y la  otra basura  amontonada tras la
Visitaci‘n.
     Pero al  mismo tiempo  tenŒa algo especial. Cuanto  m€s  la  miraba m€s
claramente  comprendŒa que era agradable de mirar, que le gustarŒa acercarse
a ella,  palparla... Y s‡bitamente se le ocurri‘ que  serŒa  lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor a‡n, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar,  recordar,   tal  vez   perderse   en  ensoŸaciones,  amodorr€ndose,
descansando...
     Arthur se levant‘ de un salto, abri‘ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quit‘ y la  arroj‘ a los  pies,  levantando  una  nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacŒa  gestos y agitaba los brazos. Al  fin puso
las manos detr€s de la espalda y  se lanz‘  cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habŒa olvidado de ˆl, se habŒa  olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus  sueŸos  en realidad, los pequeŸos deseos secretos
de un  estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veŒa un centavo fuera
de  su asignaci‘n; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si  le
sorprendŒan  un dejo  de  alcohol  en el aliento al  volver  a  casa; de  un
muchacho predestinado a ser un abogado  famoso y, en el  futuro, ministro de
gabinete y,  en un  futuro m€s distante, presidente  de la naci‘n.  Redrick,
entrecerrando  los  ojos hinchados  ante  la luz  cegadora,  lo  observ‘  en
silencio. Permaneci‘ calmo y frŒo. SabŒa lo que iba a ocurrir y sabŒa que no
serŒa capaz de mirar, pero  que tenŒa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin  sentir  nada  en  especial,  salvo  que, muy  dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiˆndole la aguda cabeza en el vientre.
     Y  el  muchacho  seguŒa  caminando  hacia  abajo,  bailando  una  jiga,
arrastrando los  pies seg‡n su  propio ritmo. Y el polvo se  alzaba, blanco,
bajo sus talones.  Y gritaba con toda la fuerza  de sus pulmones, con ganas,
con alegrŒa, festivamente, algo  que  podŒa  ser  una canci‘n o  una f‘rmula
m€gica. Y Redrick  pens‘  que,  quiz€ por primera vez en  la historia  de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
     Al  principio  no escuch‘ lo que  chillaba  su clave parlante;  al cabo
alguna pieza, en su interior, ech‘ a andar. Entonces oy‘:
     -  ³Felicidad para  todos!  ³Gratuita! ³Toda  la que  uno quiera!
vengan todos!  ³Hay para todos! ³Nadie quedar€  Insatisfecho!
gratuita!
     Y de pronto qued‘ en silencio, como si un enorme puŸo le hubiera pegado
en  el medio de  la boca.  Y  Redrick vio  que la vacuidad transparente,  el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires  y lenta, muy lentamente, lo retorcŒa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caŒa de su
espasm‘dica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
     Entonces  le volvi‘ la  espalda  y se sent‘. Su cabeza  estaba vacŒa de
todo pensamiento; de alg‡n  modo  habŒa  dejado  de  tener  sensaciones.  El
silencio  se espesaba  en el aire,  especialmente detr€s de ˆl,  all€, en la
ruta. Se acord‘ de su petaca, sin mayor alegrŒa; era tan s‘lo una medicina y
habŒa llegado la hora de  tomarla. Desenrosc‘ la tapa  y bebi‘  a tragos muy
medidos. Por primera vez habrŒa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
     Pas‘ el tiempo. Empez‘ a tener pensamientos  m€s  o  menos  coherentes.
Bueno, ya est€, pens‘, sin querer. La ruta est€ abierta.
     Ahora  podŒa  bajar. Pero  siempre era mejor,  por supuesto aguardar un
poco. Las pica  carnes suelen  ser traicioneras.  De  cualquier  modo  tenŒa
algunas cosas en quˆ  pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a  hacerlo.  ¿Y  quˆ era  "pensar",  despuˆs de todo?  Pensar  querŒa  decir
encontrar  una  salida,  aclarar un engaŸo,  quitar la venda de  los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
     Bien. Monita, su padre...  Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos  malnacidos, que esos hijos  de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asŒ...  Quiero decir, si, lo es, pero  ¿quˆ  significa eso?  ¿Quˆ
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
     Un presentimiento terrible  lo dej‘  helado. Salte‘ apresuradamente los
muchos argumentos que  a‡n tenŒa por delante y se dijo, enojado: AsŒ son las
cosas, Red, no podr€s salir de aquŒ mientras no lo hayas comprendido; caer€s
muerto aquŒ, junto  a la bola, para pudrirte en este  sitio, pero no saldr€s
de aquŒ.
     Dios,  ¿d‘nde est€n las palabras, d‘nde est€n mis pensamientos? (Se dio
una palmada  en la  cabeza)
momento, Kirill solŒa decir algo asŒ.
     ³Kirill!  Escarb‘  febrilmente  entre  sus  recuerdos  y  las  palabras
subieron a  la superficie,  palabras  conocidas  o  desconocidas.  Pero nada
servŒa  porque  Kirill no  habŒa dejado  palabras  tras de sŒ.  HabŒa dejado
im€genes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
     Perversidad y traici‘n. Tambiˆn esta vez  me  abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creŒa antes y tampoco lo creo ahora. Y  no sˆ para quˆ
nace el hombre. Yo nacŒ. Por eso estoy aquŒ. La gente come lo que puede. Que
todos  nosotros  tengamos buena salud y que todos ellos se  vayan al diablo.
¿Quiˆnes somos  nosotros y quiˆnes son  ellos? No entiendo nada.  Si  yo soy
feliz,  Burbridge  no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a ˆl le van mal las cosas es
el ‡nico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglar€.
todo  es  una  larga  pelea!  Me  pasˆ  la  vida  peleando  con  el  capit€n
Quarterblad, y ˆl se pasa  la vida peleando con Ronco, y lo ‡nico que quiere
de mi  es que deje de merodear. Pero ¿c‘mo voy a dejar de merodear  si tengo
que  alimentar una familia? ¿Que me consiga  un trabajo?  No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mŒ las cosas son  m€s
o menos asŒ:  cuando un  hombre trabaja con ustedes est€  siempre trabajando
para uno de ustedes y no es m€s que un esclavo. Y  yo siempre quise depender
de  mŒ mismo,  para  poder escupirles a todos en  la cara, para reŒrme de su
aburrimiento y de su desesperaci‘n.
     Acab‘ hasta las  heces del coŸac  y  arroj‘  la petaca  vacŒa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La  petaca rebot‘, centelleando bajo el sol, y
sali‘  rodando.  En  seguida  se olvid‘  de  ella.  Se qued‘  allŒ  sentado,
cubriˆndose  los  ojos  con las  dos  manos, mientras intentaba,  ya  que no
comprender, ver al menos siquiera en parte c‘mo deberŒan ser las cosas. Pero
no veŒa m€s que las caras; caras, caras y  m€s  caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en  otros tiempos fueron seres humanos,  columnas de
cifras. SabŒa que era necesario destruir todo eso, y querŒa destruirlo, pero
adivinaba  que cuando  todo  eso desapareciera  no  quedarŒa  sino la tierra
desnuda y seca.  En su frustraci‘n,  en  su  desesperanza, sinti‘  deseos de
recostarse contra la bola.
     Se  levant‘,  se  sacudi‘  autom€ticamente los pantalones e  inici‘  el
descenso hacia el fondo de la cantera.
     El  sol  ardŒa. Ante  los  ojos le  bailaban  manchas  rojas y  el aire
temblaba en el  fondo  de la  cantera.  En aquella  reverberaci‘n,  la  bola
parecŒa  danzar en su sitio, como  una boya entre las olas. Pas‘ junto  a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies,  con cuidado  de no
pisar  las  manchas.  Y  en  seguida,  hundiˆndose entre el  pedregullo,  se
arrastr‘ a travˆs de la cantera hacia la bola danzarina, guiŸadora.
     Estaba  cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrŒo
le  recorrŒa  el cuerpo.  Temblaba como  si  reciˆn saliera  de  una  fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirri€ndole entre los dientes. HabŒa
abandonado  todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una  y otra vez su
letanŒa:
     Soy  un  animal,  ustedes  lo  saben.  No  tengo  palabras, no  me  las
enseŸaron.  No sˆ  c‘mo se hace para pensar, porque los hijos de  puta no me
enseŸaron a  pensar. Pero  si  ustedes  son  en  verdad...  todopoderosos...
omnisapientes... ³bueno,  adivŒnenlo!
allŒ encontrar€n  cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! Averigen ustedes quˆ es lo que deseo...
malo!  Maldici‘n,  no se me ocurre nada,  nada, salvo esas palabras  que  ˆl
dijo...




Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT
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