por los bolsillos. No me quedaba m€s remedio. - ³Detˆn la cabina! - ordenˆ a Kirill. ¨l fren‘ inmediatamente. Buenos reflejos; me sentŒ orgulloso de ˆl. Tomˆ a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mŒ y le lancˆ una trompada hacia el visor. Se le estrell‘ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrˆ los ojos y qued‘ mudo. En cuanto call‘ volvŒ a oŒrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mir‘ con los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seŸa para que se estuviera quieto. Dios, por favor, quˆdate quieto, no muevas un m‡sculo. Pero ˆl tambiˆn oŒa el ruido y, como todos los novatos, sentŒa la necesidad de hacer inmediatamente algo, cualquier cosa. - ¿Retrocedo? - susurr‘. SacudŒ desesperadamente la cabeza y agitˆ el puŸo bajo su visera: ³silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para d‘nde mirar: si al terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidˆ de todo. Sobre la montaŸa de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata, a mediodŒa. Cruz‘ por sobre el montŒculo y avanz‘, m€s y m€s, hacia nosotros, justo al lado del poste; qued‘ suspendido por un momento sobre la ruta (¿o era s‘lo imaginaci‘n mŒa?), para deslizarse finalmente hacia el suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los autom‘viles, ³Malditos tragalibros! ¿A quiˆn se le ocurre trazar la ruta sobre el vaciadero de basuras? Y yo tambiˆn, ³quˆ inteligente! ¿En quˆ estaba pensando cuando me entusiasmˆ con ese mapa est‡pido? - Despacio, adelante - indiquˆ a Kirill. - ¿Quˆ era eso? - Sabr€ el diablo. Era algo y ya no est€. Gracias a Dios. Y ahora c€llate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una m€quina, mi volante, nada m€s. De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado. - Suficiente. Ni una palabra m€s. Necesitaba otro trago. Dˆjenme que les diga algo: esos trajes de buceo eran una tonterŒa. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y sobrevivirˆ a muchas m€s, pero sin un buen trago en el momento justo... ³Bueno, ya basta! La brisa parecŒa haberse calmado. No oŒa nada amenazador. El ‡nico ruido era el ronroneo tranquilo y soŸoliento del motor. El sol estaba fuerte y hacŒa mucho calor. Sobre el garaje pendŒa una neblina. Todo parecŒa andar bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaŸeros, en la Zona se puede respirar tambiˆn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste 27; el cartel de metal tenŒa un cŒrculo rojo con el n‡mero 27 dentro. Kirill me mir‘, yo asentŒ y nuestra cabina se detuvo. Ya habŒan caŒdo los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo importante era mantener una calma absoluta. No habŒa apuro. El viento habŒa cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en donde Zalamero habŒa estirado la pata; dentro habŒa algo de color, tal vez sus ropas. Era una porquerŒa, que en paz descanse: avaricioso, est‡pido y sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no pregunta quiˆn es bueno y quiˆn es malo. AsŒ que gracias, Zalamero; eres un idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste para que los vivos supieran por d‘nde no tenŒan que pasar. Claro, nuestra mejor salida consistŒa en llegar, al asfalto. El asfalto es liso y se puede ver todo lo que hay en ˆl; adem€s esa grieta la conozco bien. ³Pero no me gusta el aspecto de esos dos montŒculos! Entre ellos corrŒa una lŒnea recta hacia el asfalto. AllŒ estaban, muy pagados de sŒ, esperando. No, por allŒ no pasarŒamos. Una de las reglas de todo merodeador aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha o a la izquierda. PasarŒamos por sobre el montŒculo izquierdo. Claro que yo no sabŒa lo que habŒa del otro lado. Seg‡n el mapa, nada, pero ¿quiˆn confŒa en los mapas? - Escucha, Red - susurr‘ Kirill -, ¿Por quˆ no saltamos por encima? Veinte metros hacia arriba, despuˆs bajamos, y estaremos junto al garaje, ¿eh? - C€llate, abriboca - dije -, no me molestes. QuerŒa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarŒan siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por cualquier parte y no dejarŒa ni un pedacito h‡medo de nosotros. Ya estaba hasta la coronilla de los arriesgados. ¨l no puede esperar; saltemos, dice. Pero yo sabŒa ya perfectamente c‘mo llegar hasta el montŒculo. Despuˆs nos detendrŒamos allŒ por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tomˆ un puŸado de las tuercas y tornillos que tenŒa en el bolsillo y se los mostrˆ a Kirill sobre la palma. - ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseŸaban en la escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revˆs. ³Mira! Arrojˆ la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo querŒa. Lleg‘ sin problemas. - ¿Viste eso? - ¿Y quˆ? - pregunt‘ ˆl. - Nada de "y quˆ". Te preguntˆ si lo viste. - Lo vi. - Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde est€ la tuerca; detente a medio metro. ¿Entendido? - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados? - Busco lo que debo buscar. Espera, arrojarˆ otra. Mira bien d‘nde cae y no vuelvas a sacarle los ojos de encima. La segunda tuerca tambiˆn cay‘ sin inconvenientes junto a la primera. - Vamos. Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada. ComprendŒa bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para ellos lo m€s importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no encontr‘ el nombre tenŒa un aspecto lamentable, era un verdadero idiota. Pero ahora tenŒa una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendŒa todo y la vida era unas pascuas. Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera. Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba de puros nervios; se sentŒa encerrado, pobre tipo. Pero le harŒa bien. BajarŒa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojˆ la cuarta tuerca su trayectoria no me gust‘ del todo. No habrŒa podido explicar quˆ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujetˆ a Kirill por la mano. - Quieto - dije -. No te muevas ni un centŒmetro. Tomˆ otra y la lancˆ m€s alto y m€s lejos. ³AllŒ estaba la roncha de mosquitos! La tuerca vol‘ normalmente; parecŒa caer sin problemas, pero a mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza que cuando aterriz‘ qued‘ hundida en la arcilla. - ¿Viste eso? - susurrˆ. - S‘lo en las pelŒculas - observ‘, estir€ndose tanto para ver que tuve miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres? Era triste y divertido. ³Una! ³Como si con una bastara! Oh, la ciencia. Arrojˆ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de mosquito. Para ser sincero habrŒa alcanzado con siete, pero lancˆ uno m€s, bien hacia el medio, para que ˆl pudiera disfrutar con su concentrado. Se estrell‘ en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruŸ‘ de gusto. - Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien, te estoy marcando el camino, asŒ que no lo pierdas de vista. AsŒ dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montŒculo. Era tan pequeŸo que parecŒa un sorete de gato. Hasta entonces yo no habŒa reparado en ˆl. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montŒculo. El asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veŒa cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instant€nea. Bueno, con arrojar una tuerca podrŒamos seguir. No pude arrojar esa tuerca. No entendŒa lo que me pasaba, pero no podŒa decidirme a arrojarla. - ¿Quˆ pasa? - pregunt‘ Kirill -. ¿Por quˆ no seguimos? - Espera - dije -. C€llate. HabŒa pensado arrojar la tuerca para que avanz€ramos tranquilamente, como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En treinta segundos podŒamos llegar al asfalto. ³Y de pronto empecˆ a sudar! El sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podŒa arrojar la tuerca hacia allŒ. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era m€s larga y habŒa un mont‘n de guijarros poco simp€tico. Hacia allŒ sŒ, pero no hacia adelante; por nada del mundo. Arrojˆ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar la cabina y avanz‘ hacia ella. Despuˆs me mir‘. Debo haber tenido bastante mala cara, porque en seguida apart‘ la vista. - Est€ bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo. Y lancˆ la ‡ltima tuerca hacia el asfalto. A partir de ese momento fue mucho m€s f€cil. Encontrˆ la grieta; estaba limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limitˆ a observarla, con silencioso regocijo. Nos lev‘ hasta las puertas del garaje mejor que cualquier poste, cualquier seŸal. Ordenˆ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echˆ de panza al suelo y mirˆ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del sol no me dej‘ ver nada. S‘lo negrura. Despuˆs mis ojos se fueron acostumbrando. Vi entonces que nada habŒa cambiado en el garaje desde la ‡ltima vez. El cami‘n de la basura seguŒa a‡n estacionado sobre la fosa, en perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el piso de cemento, tal vez porque en la fosa no habŒa demasiada jalea de brujas y no habŒa salpicado hacia afuera desde la ‡ltima vez. S‘lo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de las latas, se veŒa algo plateado. Eso no estaba allŒ antes. Bueno, habŒa algo plateado, y quˆ. ³No Œbamos a volvernos s‘lo por eso! No tenŒa ning‡n brillo especial; relucŒa un poquito, suave, tranquilamente. Me levantˆ, me cepillˆ la ropa y echˆ una mirada a mi alrededor. AllŒ estaban los camiones, en el baldŒo, siempre como nuevos. Hasta parecŒan m€s nuevos que la ‡ltima vez, Y el cami‘n de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado, listo para caerse a pedazos. AllŒ estaba tambiˆn la cubierta, como ellos lo tenŒan indicado en el mapa. No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien; tenŒamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venŒa hacia nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecŒa bien; podŒamos empezar el trabajo. Pero esa cosa plateada que brillaba all€ atr€s, ¿quˆ era? ¿Imaginaci‘n mŒa, no m€s? SerŒa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por quˆ ese resplandor por sobre las latas, por quˆ no estaba entre ellas, por quˆ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habŒa dicho algo sobre las sombras: que eran extraŸas, pero no peligrosas; algo pasa aquŒ con las sombras. Pero ¿quˆ era ese brillo plateado? ParecŒa una telaraŸa de las que suele haber en los €rboles de los bosques. ¿Quˆ clase de araŸa podrŒa haber tejido su tela allŒ? Nunca habŒa visto bichos en la Zona. Lo peor era que mi vacŒo estaba precisamente allŒ, a dos pasos de las latas. TendrŒa que haberlo robado la ‡ltima vez, y entonces ahora no estarŒa pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Despuˆs de todo el degenerado estaba lleno; lo levantˆ sin dificultad, pero eso de llevarlo sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca anduvieron con un vacŒo a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez litros de agua sin balde. Ya era hora de ponerse en marcha. TenŒa ganas de un trago. Me volvŒ hacia Tender. - Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Quˆdate aquŒ y no toques los mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en llamas aquŒ mismo. Si te acobardas te espero a la salida. Asinti‘ seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". TenŒa la nariz como una ciruela; mi trompada habŒa sido fuerte de veras. Bajˆ cuidadosamente las sogas de emergencia, observˆ una vez m€s aquel resplandor plateado, hice seŸas a Kirill y comencˆ a bajar. Una vez en el asfalto esperˆ a que ˆl descendiera por la otra soga. - No te apures - le dije -. No nos corre nadie. Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las cuerdas culebre€ndonos bajo los pies. Tender asom‘ la cabeza por encima del riel y nos mir‘ con ojos llenos de desesperaci‘n. Era hora de ponerse en marcha. - SŒgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de mi espalda y mantente alerta. Avancˆ. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor. ³Es muchŒsimo m€s f€cil trabajar a la luz del dŒa que de noche! Recuerdo que una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste, como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo parecŒa m€s oscuro, malditas sean. ³Ahora, en cambio, era jauja! Ya habŒa acostumbrado los ojos a aquella luz l‘brega y podŒa ver hasta el polvo en los rincones m€s oscuros. En verdad habŒa algo plateado por allŒ; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. SŒ, parecŒan una tela de araŸa; tal vez no fueran m€s que eso, pero era mejor no acercarse. Fue entonces cuando cometŒ mi error. TendrŒa que haberme detenido, con Kirill bien al lado, esperar a que ˆl tambiˆn acostumbrara los ojos a la penumbra y entonces seŸalarle la telaraŸa. SeŸal€rsela. Pero estaba habituado a trabajar solo. Vi lo que debŒa ver y me olvidˆ de Kirill. Di un paso hacia el interior y me dirigŒ en lŒnea recta hacia las latas. Me inclinˆ sobre el vacŒo. En ˆl parecŒa no haber ninguna telaraŸa. Levantˆ un extremo y dije a Kirill: - Agarra de ahŒ y no lo dejes caer; es pesado. Levantˆ la vista y sentŒ que algo me apretaba la garganta. No pude abrir la boca. QuerŒa gritar: "³Quieto! ³No te muevas!", pero no pude. Tal vez de cualquier modo no habrŒa tenido tiempo, pues todo ocurri‘ demasiado r€pido. Kirill se acerc‘ al vacŒo, de espaldas a las latas, y apoy‘ toda la espalda en la telaraŸa plateada. Cerrˆ los ojos; quedˆ aturdido; no oŒ m€s que el ruido de la telaraŸa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y dˆbil. AsŒ estaba todavŒa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las piernas, cuando Kirill habl‘: - Bueno, ¿lo llevamos? - Vamos. Levantamos el vacŒo y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba difŒcil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender se estir‘ para tomarlo. - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos... - No - interrumpŒ -. Esperemos un segundo. Primero dˆjalo en el suelo. Lo dejamos. - Date vuelta. Quiero verte la espalda. Se volvi‘ sin decir palabra. Mirˆ; no tenŒa nada allŒ. Lo hice girar para aquŒ y para all€, pero no tenŒa nada. VolvŒ los ojos hacia las latas; allŒ tampoco habŒa nada. - Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la telaraŸa? - ¿Quˆ telaraŸa? ¿D‘nde? - Bueno, tuvimos suerte. Sin embargo pensaba: "En realidad todavŒa no se puede saber". - De acuerdo. Levantemos esto. Metimos el vacŒo en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se moviera. AllŒ estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacŒo, sino algo asŒ como un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos un rato m€s antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin m€s vueltas. ³Quˆ f€cil era todo para los cientŒficos! Para empezar trabajaban a la luz del dŒa. Adem€s, lo ‡nico bravo era entrar a la Zona, porque para regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo, un curs‘grafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por donde vino. Mientras flot€bamos en el aire, en el trayecto de regreso, repiti‘ todas las maniobras, deteniˆndose por un momento para proseguir en cada cambio de direcci‘n. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas; podrŒa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana. Mis novatos estaban euf‘ricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados, pr€cticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta el garaje. Kirill me tirone‘ de la manga y comenz‘ a explicarme el fen‘meno de la graviconcentraci‘n, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse en lŒnea, pero no a la fuerza. Les contˆ, tranquilamente, de todos los idiotas que reventaban en el camino de regreso. - Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon. Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron quˆ habla pasado con el petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo s‘lo pensaba en una cosa: c‘mo iba a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero esa telaraŸa me seguŒa brillando ante los ojos. Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los cientŒficos lo llaman hangar mˆdico) junto con la cabina. Nos baŸaron en tres tinas diferentes donde hervŒan tres soluciones alcalinas; nos embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sˆ quˆ polvo y nos volvieron a lavar. Despuˆs nos secaron y dijeron: - ³Okey, muchachos, pueden irse! Tender y Kirill llevaban el vacŒo. Eran tantos los que habŒan venido a mirar que no se podŒa caminar. ³Muy tŒpico! No hacŒan m€s que mirar y gruŸir frases de bienvenida, pero ninguno tenŒa el valor de tender una mano a los cansados hˆroes. Bueno, eso no era cosa mŒa. Ahora ya nada era de mi incumbencia. Me quitˆ el traje especial y lo tirˆ al suelo (que los malditos sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrˆ en uno de los cubŒculos, busquˆ mi petaca, desenrosquˆ la tapa y me prendŒ a ella como una lamprea. Despuˆs me sentˆ en el banco, con las rodillas vacŒas, la cabeza vacŒa, el alma vacŒa. Tragaba ese lŒquido fuerte como si fuera agua. VivŒa. La Zona me habŒa dejado salir. Me habŒa dejado salir, la puta. Esa maldita y traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabŒan apreciarlo, s‘lo un merodeador sabŒa lo que era eso. Las l€grimas me corrŒan por las mejillas, no sˆ si por los tragos o por quˆ. Mamˆ de la petaca hasta dejarla seca. Yo estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanz‘ para ese ‡ltimo sorbo que necesitaba. Pero eso se podŒa arreglar. Todo se podŒa arreglar ahora. Vivo. EncendŒ un cigarrillo, y mientras fumaba, allŒ sentado, sentŒ que todo andaba bien. Entonces me acordˆ de la bonificaci‘n. ¨sa era una de las grandes ventajas que tenŒamos en el Instituto; podŒa ir ya mismo a retirar el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allŒ, a las duchas. Empecˆ a desvestirme lentamente. Me quitˆ el reloj y comprobˆ que habŒamos pasado cinco horas en la Zona. ³Dios mŒo, cinco horas! Me estremecŒ. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo. Pero pens€ndolo bien, ¿quˆ son cinco horas para un merodeador? Un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos dŒas? Cuando uno no logra salir en una noche tiene que pasarse todo el dŒa de cara contra el suelo. Ni siquiera reza; murmura, nom€s, delirando; no sabe si est€ muerto o vivo. Al llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la patrulla con el botŒn. AllŒ est€n los guardias, con las ametralladoras. Y esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza la idea de que uno estˆ contaminado. Lo ‡nico que quieren es liquidarlo, directamente, y para eso llevan todas las de ganar: ³a ver quiˆn puede probar que lo mataron ilegalmente! AsŒ que uno vuelve a enterrar la cara en el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y allŒ est€ el botŒn, al lado, y no sabemos si est€ allŒ, nom€s, o si nos est€ matando lentamente. Tambiˆn se puede terminar como Nudillos Itzak, que se empantan‘ al alba entre dos fosas. No podŒa avanzar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Dispararon contra ˆl durante dos horas, pero no pudieron acertarle. Durante dos horas ˆl se fingi‘ muerto. Gracias a Dios, al fin le creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despuˆs de eso; ni siquiera lo reconocŒ. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguŒa siendo humano. Me sequˆ las l€grimas y abrŒ la canilla; para ducharme por largo rato. Primero con agua caliente, despuˆs con frŒa, despuˆs otra vez con caliente. Usˆ una barra entera de jab‘n. Al final me aburrŒ y cerrˆ la ducha. Alguien estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba. - ³Eh, merodeador! ³Sal de una vez! ³AquŒ fuera se huele a plata! Plata. Eso nunca viene mal. AbrŒ la puerta. AllŒ estaba ˆl, medio desnudo, en calzoncillos. ParecŒa en ˆxtasis; toda su melancolŒa habŒa desaparecido. - Toma - dijo, entreg€ndome el sobre -. De parte de la humanidad agradecida. - Me cago en tu humanidad. ¿Cu€nto hay? - Teniendo en cuenta tu coraje m€s all€ del deber y como excepci‘n, ³dos meses de sueldo! - SŒ, ganando dinero asŒ yo podŒa vivir tranquilamente. Si pudiera cobrar dos meses de sueldo por cada vacŒo habrŒa mandado al diablo a Ernest hace mucho tiempo. - Bueno, ¿est€s contento? - pregunt‘ Kirill. Por su parte, estaba radiante, feliz; sonreŒa de oreja a oreja. - No est€ mal. ¿Y t‡? ¨l no respondi‘. Se prendi‘ a mi cuello, me apret‘ contra su pecho sudoroso y en seguida me apart‘ de un empuj‘n. Desapareci‘ en la ducha de al lado. - ³Eh! - lo llamˆ a gritos -. ¿C‘mo est€ Tender? Lav€ndose los calzoncillos, supongo. - Nada de eso. Tender est€ rodeado de periodistas. TendrŒas que verlo. Se ha convertido en un personaje importantŒsimo. Est€ explic€ndoles autenticadamente... - ¿C‘mo es que les est€ explicando? - Autenticadamente. - Est€ bien, seŸor. La pr‘xima vez vendrˆ con el diccionario, seŸor. Y en ese momento sentŒ como un shock elˆctrico. - Espera, Kirill. Ven aquŒ. - Estoy desnudo. - Vamos, ven. No soy una damisela. Sali‘. Lo tomˆ por los hombros y lo puse de espaldas a mŒ. Nada. Ya podŒa haberlo imaginado. TenŒa la espalda limpia; las gotitas de sudor se estaban secando. - ¿Quˆ tienes con mi espalda? Le di una patada en el traste desnudo, volvŒ a mi cubŒculo y cerrˆ la puerta. ³Malditos nervios! Primero habŒa estado viendo cosas raras all€; ahora las veŒa aquŒ. ³Al diablo con todo! Esa noche me iba a emborrachar. Lo que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la mesa. - Kirill - gritˆ -, ¿ir€s al Borscht esta noche? - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cu€ntas veces tengo que repetŒrtelo. - Quˆ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres. ¿Vas o no? Me encantarŒa ganarle a Richard. - Oh, no sˆ, Red. T‡, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos traŒdo. - Y t‡ sŒ, supongo. - Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez, sabemos para quˆ sirven los vacŒos; si mi brillante idea funciona, voy a escribir una monografŒa y te la dedicarˆ personalmente: "A Redrick Schuhart, honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud". - SŒ, y me mandar€n a la sombra por dos aŸos. - Pero quedar€s en los anales de la ciencia. Le llamar€n "la jarra de Schuhart". ¿Quˆ te parece c‘mo suena? Mientras brome€bamos me vestŒ y puse la petaca vacŒa en el bolsillo; despuˆs contˆ mi dinero y me retirˆ. - Buena suerte, alma complicada. No respondi‘. El agua hacŒa muchŒsimo ruido. En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un pavo, rodeado de compaŸeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos, que reciˆn acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin parar. - La tecnologŒa de que gozamos - decŒa el muy charlat€n - permite contar con una garantŒa casi absoluta de seguridad y de ˆxito. En ese momento, al verme, se sofren‘ un poquito. Sonri‘ y me salud‘ con pequeŸas sacudidas de mano. "Bueno, ser€ mejor que desaparezcamos", pensˆ. SeguŒ en lŒnea recta hacia la puerta, pero ya me habŒan pescado. En seguida oŒ pasos tras de mŒ. - ³SeŸor Schuhart, seŸor Schuhart! ³Unas palabritas sobre el garaje! - No habr€ declaraciones. Echˆ a correr, pero no habŒa forma de escaparse. TenŒa un tipo con un micr‘fono a la derecha y otro con una c€mara a la izquierda. - ¿HabŒa algo extraŸo en el garaje? ³Dos palabras, no m€s! - No habr€ declaraciones - repetŒ, tratando de poner la nuca hacia la c€mara -. Es un garaje, nada m€s. - Gracias. ¿Quˆ le parecen las turboplataformas? - Maravillosas. Empecˆ a correrme hacia el baŸo de caballeros. - ¿Quˆ Piensa de la Visitaci‘n? - Pregunte a los cientŒficos - respondŒ, desliz€ndome tras la puerta del baŸo. OŒ que rascaban la puerta y gritˆ: - Les recomiendo efusivamente que pregunten al seŸor Tender por quˆ razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para sacar el tema, pero fue nuestra aventura m€s interesante. Salieron a la disparada por el corredor, m€s veloces que caballos de carrera. Aguardˆ un minuto. Silencio, Saquˆ la cabeza. Nadie. Entonces proseguŒ tranquilamente mi camino, silbando una melodŒa. Bajˆ el vestŒbulo, mostrˆ el pase al sargento polaco y vi que me hacŒa la venia. Al parecer, yo era el hˆroe de la jornada. - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido. Exhibi‘ tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los elogios. - Bueno, Red, usted es un hˆroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo - dijo. - AsŒ que ahora tendr€ algo que contar a las chicas cuando vuelva a Suecia. - ³Quˆ le parece! ³Caer€n en mis brazos como moscas! Supongo que tiene raz‘n, A decir verdad no me gustan los tipos altos y de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por quˆ. La estatura no es lo m€s importante. Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no habŒa nadie por ahŒ. De pronto sentŒ ganas de encontrarme con Guta en ese mismo instante, en ese mismo lugar. AsŒ nom€s, mirarla y tenerla de la mano por un rato. Despuˆs de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa: tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se comenta sobre c‘mo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quiˆn le hacŒa falta estar con Guta? ³Lo que me hacŒa falta era una botella, por lo menos una botella de algo fuerte! Pasˆ junto a la playa de estacionamiento. AllŒ habŒa un puesto de control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de policŒas con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no habŒa forma de pasar. SeguŒ caminando con los ojos bajos, porque no me convenŒa verlos en ese momento, a la luz del dŒa. Entre ellos habŒa dos o tres personajes que tenŒa miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera ³pobres de ellos! Era una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el Instituto; de lo contrario, por Dios, habrŒa descubierto a esas vŒboras para liquidarlas definitivamente. Me abrŒ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando oŒ que alguien gritaba: - ³Eh, merodeador! Bueno, eso no tenŒa nada que ver conmigo, asŒ que no me detuve; seguŒ caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me alcanz‘ y me tom‘ por la manga. Me sacudŒ aquella mano; volviˆndome a medias hacia el hombre, dije cortˆsmente: - ¿Quˆ diablos est€ haciendo, seŸor? - Un momento, merodeador - dijo ˆl -. Dos preguntas, no m€s. Lo mirˆ fijamente. Era el capit€n Quarterblad, un viejo amigo. Estaba deshidratado y medio amarillento. - ³Ah, mis saludos, capit€n! ¿C‘mo anda su hŒgado? - No trates de zafarte charlando, merodeador - replic‘, enojado, sin quitarme los ojos de encima -. Ser€ mejor que me digas por quˆ no te detuviste en seguida cuando te llamˆ. Detr€s de ˆl habŒa dos cascos azules con las manos en las pistoleras. No se les veŒan los ojos; s‘lo las mandŒbulas moviˆndose bajo los cascos. ¿De quˆ parte del Canad€ traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar all€? Por lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del dŒa, pero aquellos escuerzos podŒan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada. - ¿Me llamaba a mŒ, capit€n? - exclamˆ -. Me pareci‘ que llamaba a alg‡n merodeador. - ¿Y vas a decirme que t‡ no lo eres? - Cuando terminˆ el tiempo que me dieron gracias a usted, capit€n, me enderecˆ. Abandonˆ el merodeo. Gracias a usted abrŒ los ojos, si no hubiera sido por usted... - ¿Quˆ estabas haciendo en el €rea de Prezona? - ¿C‘mo quˆ estaba haciendo? Trabajo allŒ. Desde hace dos aŸos. Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaci‘n mostrˆ mis papeles al capit€n Quarterblad. Tom‘ mi libreta y la revis‘ p€gina por p€gina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvi‘ lo hizo con gran placer. TenŒa color en las mejillas y brillo en los ojos. - Perd‘name, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver que no echaste en saco roto mis consejos. ³Vaya, esto es maravilloso! No sˆ si me creer€s, pero hasta en aquel momento yo sabŒa que terminarŒas enderez€ndote. No podŒa creer que un tipo como t‡... Sigui‘ y sigui‘, como si fuera un disco. Al parecer me habŒa echado encima otro melanc‘lico curado. Lo escuchˆ, por supuesto, con los ojos bajos en seŸal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con inocencia; si mal no recuerdo tambiˆn restreguˆ tŒmidamente los pies contra la acera. Los gorilas que custodiaban al capit€n escucharon un poco, pero en seguida se aburrieron y buscaron un lugar m€s interesante. Mientras tanto, el capit€n seguŒa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaci‘n era luz; la ignorancia, oscuridad; el SeŸor ama y aprecia a los trabajadores honestos, etcˆtera, etcˆtera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura en la prisi‘n, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podŒa esperar. "Bueno, me dije, tendr€s que pasar tambiˆn por esto. No hay m€s remedio, asŒ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira, ya est€ perdiendo el aliento. Quˆ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros empez‘ a hacer seŸales. El capit€n mir‘ hacia all€ con un suspiro de fastidio y me tendi‘ la mano. - Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seŸor Schuhart. Me habrŒa gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo prohibi‘ el mˆdico, pero me habrŒa gustado tomar una cerveza contigo. Pero el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar. Dios no lo permita. Pero le estrechˆ la mano, me ruboricˆ y volvŒ a restregar el pie, todo como ˆl querŒa. Al fin me dej‘ ir. SalŒ como bala hacia el Borscht. A esa hora del dŒa el Borscht est€ siempre vacŒo. Detr€s del mostrador estaba Ernest, secando vasos y mir€ndolos a trasluz. A prop‘sito, es extraŸo que cuando uno entra los barman estˆn siempre secando vasos como si de ello dependiera su salvaci‘n. ¨l se pasa el dŒa asŒ: levantar un vaso, mirarlo de reojo, sostenerlo a la luz, empaŸarlo con el aliento y frotar. Frota y frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato. - ³Hola, Ernie! Deja eso en paz. Le har€s un agujero de tanto frotarlo. Me mir‘ a travˆs del vidrio, murmur‘ algo incomprensible y sin decir una palabra me sirvi‘ cuatro dedos de vodka. Yo trepˆ a un taburete, tomˆ un trago, hice una mueca, sacudŒ la cabeza y tomˆ otro trago. La heladera ronroneaba, la vitrola autom€tica tocaba algo suave y lento y Ernest trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Terminˆ mi copa y la dejˆ sobre el mostrador. Ernest me sirvi‘ en seguida otros cuatro dedos. - ¿Mejor? - murmur‘ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador? - Sigue frotando, ¿quieres? Sabr€s que un tipo frot‘ hasta que apareci‘ un genio. Termin‘ forrado en plata. - ¿Quiˆn era? - Pregunt‘ Ernest, suspicaz. - Otro barman de aquŒ. Antes de que vinieras. - ¿Y quˆ pas‘? - Nada. Por quˆ crees que ocurri‘ esto de la Visitaci‘n, fue de tanto que frot‘. ¿Quiˆnes crees que eran los visitantes? - Eres un vago - replic‘ Ernie, aprobando. Fue a la cocina y volvi‘ con un plato de salchichas asadas. Me puso el plato delante, me arrim‘ el ketchup y volvi‘ a sus vasos. Ernest conoce su oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la Zona con botŒn; sabe tambiˆn quˆ es lo que un merodeador necesita despuˆs de estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario. Terminˆ las salchichas, encendŒ un cigarrillo y empecˆ a calcular cu€nto podŒa sacar Ernie con nosotros. No sˆ muy bien a cu€nto se vender€ el botŒn en Europa, pero dicen que un vacŒo puede llegar casi a los dos mil quinientos; Ernie no nos da m€s que cuatrocientos. Las pilas, all€, cuestan al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquŒ y otra por all€... y el jefe de estaci‘n tambiˆn debe estar en la lista de pagos. Pens€ndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto m€s. Y si lo pescan son diez aŸos de trabajos forzados. En este punto un tipo muy cortˆs interrumpi‘ mis honorables meditaciones. Yo ni siquiera lo habŒa visto entrar. Se anunci‘ bien al lado mŒo, pidiendo permiso para sentarse. - Por favor, no tiene por quˆ. Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moŸo. Su cara me parecŒa conocida, pero no podŒa ubicarlo. Subi‘ al lado y dijo a Ernest: - ³Whisky canadiense, por favor! En seguida se volvi‘ hacia mŒ. - Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto Internacional, ¿no? - SŒ. ¿Y usted? Sac‘ r€pidamente su tarjeta de presentaci‘n y me la puso enfrente: "Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de Emigraci‘n" Claro que lo conocŒa. Es de los que joden a la gente para que salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la poblaci‘n inicial de Harmont, quˆ pretender€ este tipo, limpiar la ciudad por completo. Apartˆ la tarjeta con la uŸa. - No, gracias. No tengo interˆs. Mi sueŸo es morir en mi ciudad natal. - Pero ¿por quˆ? - Grit‘ ˆl en seguida -. Perdone mi indiscreci‘n, pero ¿quˆ lo retiene aquŒ? - ¿C‘mo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La comisarŒa, tan querida para mŒ. Saquˆ un paŸuelo muy usado y me sequˆ los ojos. - ³No, no me irŒa ni por todo el oro del mundo! ¨l se ech‘ a reŒr, tom‘ un sorbito del whisky canadiense y respondi‘ pensativo. - No entiendo c‘mo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona est€ a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volc€n. PodrŒa estallar una epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran quedarse, pero usted, ¿quˆ edad tiene usted? ¿Veintid‘s, veintitrˆs? ¿No se da cuenta de que la Oficina es una organizaci‘n de caridad? No ganamos nada con esto. Lo ‡nico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantŒa para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como usted, le pagamos estudios. No, no entiendo, - ¿Es decir que nadie quiere irse? - No tanto como nadie. Algunos se est€n yendo, sobre todo los que tienen familia. Pero los j‘venes y los ancianos... ¿Quˆ buscan aquŒ? Esto es un agujero, un pueblo de provincia. Entonces le contestˆ como merecŒa. - ³SeŸor Aloysius Maenaught! Usted tiene toda la raz‘n del mundo, Nuestra pequeŸa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que tenemos aquŒ. Me interrumpŒ en ese punto porque vi que Ernest me miraba at‘nito. Me sentŒ inc‘modo; por lo com‡n no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con ellas. Adem€s todo eso me salŒa medio raro. Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por m€s que yo dijera lo mismo no me salŒa igual. Tal vez porque Kirill nunca le pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador. Ernie reaccion‘ velozmente y se apresur‘ a servirme seis dedos de combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seŸor Maenaught volvi‘ a sorber su whisky. - Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero seŸor, ¿de veras cree que todo ser€ como usted dice? - Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En cuanto a mŒ: ¿quˆ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren, lo sˆ bien. Se rompen el lomo todo el dŒa y miran televisi‘n toda la noche. - No es obligatorio que vaya a Europa. - Todo es igual, salvo que en la Ant€rtida hace frŒo. Lo m€s asombroso es que yo creŒa hasta con la panza todo lo que le estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces m€s querida que todas las Europas y las  fricas. Y todavŒa no estaba borracho. Por un instante habŒa imaginado c‘mo tendrŒa que volver a casa, arrastr€ndome, con una manga de cretinos como yo; c‘mo me empujarŒan y me estrujarŒan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo. - ¿Y usted? - pregunt‘ el hombre a Ernest. - Yo tengo mi negocio - respondi‘ ˆste, d€ndose importancia -. No soy ning‡n pobret‘n. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el comandante de la base viene aquŒ de vez en cuando; un general, ¿quˆ le parece? ¿C‘mo me voy a ir? El seŸor Aloysius Maenaught trat‘ de ganar algunos puntos citando muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomˆ un buen trago, bien largo saquˆ un mont‘n de cambio del bolsillo, me bajˆ del taburete y carguˆ la vitrola autom€tica. Hay una canci‘n allŒ que se llama "No vuelvas si no est€s seguro". Me causa un buen efecto despuˆs de haber estado en la Zona. La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevˆ el vaso a un rinc‘n, donde esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo pas‘ volando, como un p€jaro. Cuando echaba el ‡ltimo centavo en el artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta para todos lados y buscaba d‘nde poner el puŸo. Richard Noonan lo tenŒa tiernamente por el codo y lo distraŒa con chistes. ³Linda pareja! Gutalin es un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas. - ³Eh! - grit‘ Dick -. ³