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     Título original: Piknik na obochone
     Traducción: Edith Zilli
     © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
     © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
     Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
     ISBN 145026-78
     Edición electrónica de Sadrac Julio de 2000
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     Es preciso sacar bueno de lo malo,
     Pues es todo cuanto se puede hacer.
     Robert Penn Warren


     De la entrevista realizada por el  enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio Nóbel de física 19..

     -  Tengo  entendido,  doctor  Pilman, que su  primer descubrimiento  de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
     -  No lo creo.  El Foco Irradiador de Pilman no fue el  primero, ni fue
importante; ni  siquiera fue un descubrimiento.  Por otra parte tampoco  fue
del todo mío.
     -  Debe estar  bromeando,  doctor. El Foco  Irradiador de Pilman es  un
concepto corriente hasta para los escolares.
     - Eso no me sorprende. Según  algunas fuentes, el  Foco  Irradiador  de
Pilman fue  descubierto por  un escolar.  Por  desgracia no recuerdo cómo se
llamaba.  Búsquelo en la  Historia de la Visitación, de  Stetson; allí  está
descrito  con lujo  de  detalles.  Él sostiene  que el foco  irradiador  fue
descubierto  por  un  escolar, que  fue un  estudiante  universitario  quien
publicó las coordenadas, pero que por alguna razón desconocida, se le dio mi
nombre.
     -  Sí,  con cualquier  descubrimiento pasan  cosas  sorprendentes.  ¿Le
molestaría explicar a nuestros oyentes de qué se trata, doctor?
     - El  Foco  Irradiador  de Pilman es  la  cosa  más simple  del  mundo.
Supongamos  que hacemos girar un  globo enorme y disparamos balas contra él.
Los agujeros de esas balas quedarán marcados en  la  superficie en una suave
curva.  La  base  de  lo  que  para  usted  es mi primer  descubrimiento  de
importancia consiste en el simple hecho de que  las seis Zonas de Visitación
están  dispuestas sobre  la  superficie  del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada  en algún punto
de la línea Tierra-Deneb.  Deneb es la estrella Alfa en  la  constelación de
Cygnus. El  punto espacial del que provienen los disparos, por así  decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
     -  Gracias,  doctor ¡Compañeros harmonitas!
clara explicación de  lo que es el Foco Irradiador de  Pilman!  A propósito:
anteayer se cumplieron treinta años de la Visitación. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
     - ¿Hay algo que le  interese en especial?  Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
     - Por  eso  mismo será aún más  interesante  saber  qué sintió usted al
enterarse de  que  su  ciudad  natal  era el centro de una invasión de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
     - Para serle sincero,  al principio pensé que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo así en nuestra pequeña Harmont. Habría sido más
plausible en Gobi o en Terranova.
     - Pero al fin tuvo que creerlo.
     - Ah sí, al fin...
     - ¿Y entonces?
     -  De  repente  se me ocurrió  que Harmont y las otras  cinco  zonas de
Visitación... Perdón, me  equivoco: por entonces  había  sólo  otras  cuatro
zonas conocidas. Se me ocurrió que todas entraban en una leve curva. Calculé
las coordenadas y las envié a Naturaleza.
     - ¿Y no se preocupó en ningún momento por la suerte de su ciudad natal?
     - La verdad  es  que  no. Vea, aunque yo había  llegado a  creer en  la
Visitación, no  podía  convencerme  de  que había  algo  de cierto  en  esos
informes  histéricos  sobre  barrios incendiados,  monstruos  que  devoraban
selectivamente sólo a los viejos y a los  niños, batallas sangrientas  entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
     -  Tenía razón.  Si  mal  no  recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la información. Pero volvamos a la  ciencia. El  descubrimiento del
Foco  Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el último, probablemente,
de sus aportes al estudio de la Visitación.
     - El primero y el último.
     - Pero  sin duda  usted se mantendrá  muy al tanto de  la investigación
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitación.
     - Sí. De vez en cuando leo los Informes.
     - ¿Se refiere  a los Informes  del Instituto Internacional  de Culturas
Extraterrestres?
     - Sí.
     -  En su opinión, ¿cuál  ha  sido el  descubrimiento más importante  en
estos últimos treinta años?
     - La Visitación en sí.
     - Perdón, no comprendo.
     - La Visitación, en sí, es el descubrimiento más importante, no sólo de
los  últimos treinta años, sino de  toda  la  historia  de la Humanidad.  No
importa tanto saber  quiénes fueron esos  visitantes. No  importa  saber  de
dónde venían, por qué vinieron, por qué se quedaron tan poco tiempo ni dónde
están desde que se fueron de aquí;  lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo:  no  estamos solos en  el  universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jamás tendrá la buena suerte de  hacer
un descubrimiento más fundamental que ése.
     - Lo  que usted dice es  fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me  refería   a  descubrimientos   y   progresos   de   índole  técnica.   A
descubrimientos y progresos que nuestros  científicos  y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. Después de todo, muchos  científicos famosos
han  sugerido  que los descubrimientos  hechos  en  las  Zonas de Visitación
podrían cambiar todo el curso de nuestra historia.
     -  Bueno,  yo  no  estoy  de  acuerdo con  esa  opinión.  En  cuanto  a
descubrimientos,   específicamente   hablando,   no   caen  dentro   de   mi
especialidad.
     - Sin embargo usted, desde hace dos años, es asesor por el Canadá de la
comisión de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitación.
     -  Sí,  pero no tengo nada  que ver  con  el  estudio de  las  culturas
extraterrestres.  En  la  Comisión,  mis  colegas y  yo  representamos a  la
comunidad  científica  internacional  cuando  surgen  dilemas  al  poner  en
práctica  las  decisiones  de  las  Naciones  Unidas  con  respecto   a   la
internacionalización de las  Zonas. Dicho en otros términos: nuestra función
es ver  que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
     - ¿Hay alguien más que se interese por esos tesoros?
     - Sí.
     -
     - No sé qué es eso.
     - Así llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al  alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesión.
     - Comprendo. Pero no, eso no está dentro de nuestra jurisdicción.
     - Por supuesto, es cosa de la policía. Pero me gustaría saber qué es lo
que cae dentro de su jurisdicción, doctor Pilman.
     - Hay una constante  pérdida de materiales provenientes de las Zonas de
Visitación que  caen  en  manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pérdidas.
     - ¿Podría explicarse mejor, doctor?
     - ¿Por qué no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a  los oyentes  les
interesaría conocer mi opinión sobre el incomparable Godi Müller?
     -
científica. Como científico,  ¿no le gustaría tener un  contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
     - ¿Cómo le diré? Supongo que sí.
     - En ese caso, ¿podemos esperar  que un buen día los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
     - Puede ser.

     1. Redrick Schuhart,  veintitrés años, soltero, ayudante de laboratorio
en   la   división   Harmont   del  instituto  internacional   de   culturas
extraterrestres.

     La noche  anterior,  él  y  yo  estuvimos  en  el  depósito. Ya  estaba
anocheciendo; yo  podía tirar el guardapolvo e ir a  Borscht, a echar  una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguía  allí, sosteniendo  la
pared, con el  trabajo  terminado y un  cigarrillo en la  mano.  Me moría de
ganas  de fumar; hacía dos horas que no echaba una pitada. Y él no dejaba de
dar  vueltas con todo aquello. Ya había llenado, cerrado y  sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la  otra; sacaba los vacíos del transportador,
los  examinaba uno  por uno  desde  todos  lados (y  eran bien pesados,  los
malditos;  como  siete  kilos  cada  uno)   y  después   volvía  a  ponerlos
cuidadosamente en el estante.
     Se había pasado la vida peleando con esos vacíos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni  para  sí.  En su lugar  yo habría
mandado todo  al diablo desde hacía  rato  para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo  mismo. Claro que  si uno  lo piensa  bien, un vacío es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podría decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme  cada vez que veo uno.  Son sólo dos
discos de cobre, del tamaño  de un platito  y de medio centímetro de grosor,
más o  menos, separados por  una distancia de  cuarenta y cinco centímetros.
Nada  más.  Nada, absolutamente, sólo espacio vacío. Uno puede pasar la mano
por  el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo  deja tan fuera de combate;
no hay más  que vacío  y vacío; aire  puro.  Claro,  tiene que  haber alguna
fuerza  entre los  dos,  según  creo,  porque  no  se  los  puede  juntar ni
separarlos más de lo que están.
     La verdad, compañeros, es difícil describírselos  a  alguien que no los
haya visto.  Son  demasiado  simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno  termina retorciéndose  los  dedos  y diciendo  malas  palabras  por  la
frustración.  Okey, supongamos que lo han entendido; para  los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier número hay un artículo
sobre los vacíos, con fotos y todo.
     Kirill llevaba casi un  año rompiéndose los  sesos con  los vacíos,  yo
había trabajado con él desde el principio, pero todavía no estaba muy seguro
de  lo que quería averiguar: para serles sincero, no me esforzaba  mucho por
descubrirlo. Que primero  lo descubriera  él solo;  después,  a lo mejor, yo
haría  la  prueba.  Por  el  momento  sólo entendía una cosa:  Kirill quería
averiguar, a  toda  costa, cómo funcionaban esos  vacíos;  los perforaba con
ácidos, los estrujaba  en  la prensa, los  ponía a  fundir en el  horno. Así
comprendería todo y  lo  llenarían de  vítores y  de honores: el mundo de la
ciencia se estremecería de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
Todavía no había  llegado a  nada y ya  estaba  agotado. Andaba  como gris y
callado, con ojos de perro enfermo,  hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de  otro, yo lo habría emborrachado de lo  lindo y lo habría puesto en manos
de  alguna chica experta para  que lo desenredara.  Y a la mañana  lo habría
vuelto a  emborrachar y a  mandarlo  con  otra fulana.  En  un semana,
nuevo!: los  ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servían. Ni siquiera valía la pena sugerirlo: no era de esos.
     Así  que estábamos en el depósito.  Yo  lo  observaba,  viendo  qué mal
andaba, cómo se le habían hundido los ojos, y sentí más lástima por él de la
que había sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidí... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
     - Oye - dije -, Kirill...
     Allí  estaba,  con  el último  vacío en la balanza,  como  si estuviera
dispuesto a trepar sobre él.
     - Escúchame - dije -.
eh?
     - ¿Un vacío lleno? - replicó, con cara de no entender.
     - Sí, Tu trampa hidromagnética, cómo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
     Vi que empezaba a entender. Me  miró, parpadeó, y un destello de razón,
como a él le gustaba decir, surgió tras las lágrimas de perro.
     - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como éste, pero lleno?
     - Sí, eso es lo que digo.
     - ¿Dónde?
     Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
     - Vamos a fumar un cigarrillo.
     Metió el vacío en la  caja  fuerte,  golpeó  la puerta con fuerza y  la
cerró con  tres vueltas  y media de llave; después volvimos al  laboratorio.
Ernest paga  cuatrocientos  al  contado por  un vacío vacío;  podría haberle
sacado hasta la última gota de jugo por uno lleno, grandísimo hijo  de puta;
pero créase o no, ni siquiera me pasó por la cabeza, porque Kirill volvía  a
la vida ante mis ojos. Bajó los  escalones de a cuatro  por vez, sin dejarme
siquiera terminar  el  cigarrillo. Le conté todo: cómo era,  dónde  estaba y
cuál era la mejor  manera de llegar  hasta allí.  Él sacó un  mapa, buscó la
ubicación del  garaje y me lo  indicó con el dedo, Inmediatamente se imaginó
que era yo, por supuesto; ¿cómo no iba a entender?
     - Qué perro eres - dijo,  sonriendo  -.  Bueno,  vamos  a  buscarlo. Lo
primero que haremos a la mañana. Pediré los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
     - De acuerdo - dije -. ¿Quién será el tercero?
     - ¿Para qué queremos un tercero?
     - Oh, no - exclamé -. Éste no es un picnic con señoritas. ¿Y si te pasa
algo? Está en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
     Él soltó una risa breve y se encogió de hombros.
     - Como quieras. Sabes más que yo de esto.
     ¡Sí, seguro! Claro  que sólo estaba tratando de seguirme la  corriente.
Por lo que a él  concernía, el  tercero no haría más que estorbar. Si íbamos
los dos solos todo saldría bien. nadie sospecharía nada sobre mí. Pero había
un inconveniente: los  del Instituto no entraban  de a dos en la  Zona.  Las
reglas indican que dos  trabajen mientras un  tercero  mira, para que  pueda
hablar cuando le pregunten, más tarde.
     - Por mi parte llevaría a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo  mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
     - No -  dije -. Cualquiera  menos Austin. Puedes  llevar a  Austin otra
vez, ¿eh?
     Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardía, pero
creo que está condenado. Era algo que no podía explicar a  Kirill,  pero  lo
sentía. El  hombre  cree que conoce  y  entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que  pronto  va a  estirar la  pata.  Que  vaya,  pero no conmigo,
gracias.
     - Bueno, está bien. ¿Qué te parece Tender?
     Tender era su segundo ayudante. Uno  de esos tipos callados. que no  se
meten con nadie.
     - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
     - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
     - Bueno. Llevemos a Tender.
     Mientras él  se abocaba  al estudio del  mapa, yo  fui  directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenía la garganta seca.
     A la mañana llegué al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y  mostré el pase. El guardia de  turno era ese polaco larguirucho al que le
rompí el alma el año pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
     -
     Lo paré en seco, muy cortésmente.
     -  ¿Qué  es eso de  "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbécil.
     -
     Yo estaba muy nervioso  por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levanté por la correa del pecho y le dije claramente qué
opinaba de él y de quién descendía por la rama materna. Escupió en el suelo,
me devolvió el pase y dijo, sin más amabilidades:
     - Redrick Schuhart, tiene órdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capitán Herzog.
     - Así  me gusta  más  - dije -.  Por  ahí andamos. Siga  es forzándose,
sargento; aún puede llegar a teniente.
     Pero  mientras  tanto  pensaba qué novedad era aquélla.  ¿Para  qué  me
querría el  capitán Herzog  durante el  horario de trabajo?  Bueno, fui y me
presenté.
     Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las  ventanas,  justo  como  una  comisaría.  Willy   estaba  sentado  a  su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a  máquina no sé qué jerigonza. Un
sargentito revolvía el  interior  del archivo metálico,  en  el rincón;  era
nuevo; yo no lo conocía. En el Instituto hay más sargentos que en el cuartel
de policía; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
     - Hola - dije -. ¿Me llamaba?
     Willy me miró sin verme, se apartó de la  máquina de escribir,  dejó un
pesado archivo sobre el escritorio y empezó a revisar el contenido.
     - ¿Redrick Schuhart?
     - El mismo - respondí.
     Por dentro me subía una risa nerviosa  todo era muy  extraño. No  podía
evitarlo:
     - ¿Cuánto hace que está en el Instituto?
     - Dos años y pico.
     - ¿Tiene familia?
     - Soy solo - respondí -. Huérfano.
     En seguida se volvió hacia el sargento y ordenó, en tono severo:
     -  Sargento Lummer,  vaya a  los archivos  y  traiga la carpeta  número
ciento cincuenta.
     El sargento hizo la venia y desapareció. Mientras tanto  Willy cerró el
archivo con un golpe y preguntó, ceñudo:
     - ¿Ha vuelto a las andadas?
     - ¿Qué andadas?
     - Ya sabe a qué andadas  me  refiero. Aquí  hay información nueva sobre
usted.
     "Ajá", pensé.
     - ¿De dónde?
     Él frunció el ceño y golpeó la pipa contra el cenicero, irritado.
     - Eso no le importa - dijo -. Se  lo  advierto  como si fuera un  viejo
amigo: deje eso, déjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsarán del  Instituto definitivamente,
entiéndalo.
     - Entiendo - dije -. Eso  lo entiendo. Lo que no entiendo  es quién fue
el malnacido que pasó el dato.
     Pero  ya  había  dejado de mirarme;  seguía chupando  la pipa  vacía  y
hojeando  las fichas del  archivo.  Con  eso estoy diciendo  que el sargento
Lummer había vuelto trayendo la carpeta número ciento cincuenta.
     -  Gracias Schuhart  - dijo  el capitán  Willy Herzog, también conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que quería aclarar. Puede irse.
     Volví al vestuario, me puse el  guardapolvo  y me animé. No podía dejar
de  pensar  en  quién  habría  pasado  los rumores. Si provenían  del  mismo
instituto eran todas mentiras,  por fuerza, porque allí nadie  sabía nada de
mí ni había  forma de que  lo  supieran.  Si era  un informe  de la policía,
también: ¿qué  podían  saber,  salvo  mis  viejos pecados?  Tal  vez  habían
atrapado  a  Cuervo.  Ese  hijo  de perra  habría vendido hasta la madre por
salvar  el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabía nada de mí. Pensé y pensé,
sin llegar  a nada grato. Al  final  entrado por última vez  en  la Zona, de
noche; ya me había decidido a mandar todo al diablo. Hacía ya tres meses que
había desprendido de casi todo el botín y el  dinero se me estaba  acabando.
Si no me habían pescado con  la  mercadería  en las manos,  menos lo  harían
ahora, siendo yo tan escurridizo.
     Pero en ese momento, justo cuando me dirigía hacia las escaleras, se me
iluminó repentinamente la cabeza,  y tan claramente que volví al  vestuario,
me senté y encendí  otro cigarrillo. Eso significaba que  no podía ir  a  la
Zona  ese día. Ni  al siguiente, ni dos  días después. Significaba  que esos
escuerzos me tenían otra vez entre ojos, que no me habían olvidado; o, si me
habían  olvidado,  alguien   se   encargaba  de   hacerles  acordar.  Ningún
merodeador, a menos  que estuviera completamente chiflado, se arrimaría a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revólver a la espalda.  Lo que me
hubiera  convenido en ese momento  habría  sido esconderme en el  rincón más
oscuro.  ¿Zona? ¿Qué  Zona?
qué  tienen  que  ninguna  Zona,  ni  molestar  a  un  honrado  ayudante  de
laboratorio?
     Lo pensé bien y decidí, casi con alivio, que ese día no iría a la Zona.
Pero ¿cuál era la mejor manera de decírselo a Kirill?
     Se lo dije directamente.
     - No voy a la Zona. ¿Qué instrucciones tienes para darme?
     Al principio  me  miró con ojos  de huevo  duro, por  supuesto. Después
pareció entender. Me agarró por el codo  para llevarme a su pequeña oficina,
me hizo  sentar  ante el  escritorio y él  se instaló  en el antepecho de la
ventana,  frente a  mí. Encendimos  los  cigarrillos.  Silencio.  Al fin  me
preguntó, como con cautela:
     - ¿Pasó algo, Red?
     ¿Qué iba a decirle?
     -  No. No pasó nada. Ayer perdí veinte al póker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
     - Un momento - interrumpió -. ¿Has cambiado de idea?
     La tensión me hizo soltar un ruido ahogado.
     - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
     Se quedó  tieso.  Puso  otra vez  aquella  cara patética, con  ojos  de
caniche enfermo, Se  estremeció, encendió otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
     - Puedes confiar en mí, Red. No le dije una palabra a nadie.
     - Por supuesto, nadie habla de ti.
     - Ni siquiera hablé todavía con Tender. Hice  extender un pase a nombre
de él, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
     No  dije  nada  y seguí  fumando. Era extraño y triste.  Ese  hombre no
entendía nada.
     - ¿Qué te dijo Herzog?
     - Nada en especial. Alguien pasó el dato, eso es todo.
     Él  me  echó una mirada  extraña, se  bajó  del antepecho  y  empezó  a
pasearse,  mientras yo hacía anillos de humo  en silencio. Lo sentía por él,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la  que había  encontrado  para  la melancolía de Kirill! ¿Y de quién era la
culpa? Mía; había ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De  pronto él  dejó de
pasearse y se acercó a mí. Miró de soslayo hacia cualquier parte y murmuró:
     - Escucha, Red, ¿cuánto costará un vacío lleno?
     Al principio  no entendí; pensé que tenía esperanzas de comprar alguno.
¿Dónde lo iba  a conseguir? Tal vez ése fuera el único del  mundo; además él
no debía tener tanta  plata como para comprarlo.  ¿De dónde pensaba sacarla?
Era un científico extranjero, ruso,  para colmo. De pronto  comprendí.  ¿Así
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
     "Grandísimo  tal por cual",  pensé, "¿por qué me tomas?"  Abrí la  boca
para decírselo, pero  la volví a cerrar. Porque en  realidad, ¿por qué iba a
tomarme? Un merodeador es un  merodeador. Cuanta más plata,  mejor. Se juega
la  vida  por  plata.  Tenía  derecho a pensar que  el día anterior yo había
tirado la línea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
     La idea  me  dejaba  mudo.  Y  él  seguía  mirándome  intensamente, sin
parpadear. No había disgusto en sus  ojos, sino una especie de  comprensión,
me parece. Al fin se lo expliqué, con calma.
     - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavía.
No hay caminos. Tú  lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
queríamos y volvimos en seguida. Como si fuéramos al depósito. Entonces todo
el mundo  se dará cuenta  de  que sabíamos de antemano lo  que buscábamos  y
dónde estaba. Eso quiere  decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quién puede haber estado allí? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
     Terminé mi  discursito.  Nos miramos  fijamente  a los ojos,  sin decir
nada. De  pronto él juntó  las manos,  con  ruido  se  las  frotó y  anunció
cordialmente:
     - Bueno, tú  no podrás ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Iré solo.
Tal vez me vaya bien. No será la primera vez.
     Tendió el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyó en las manos
para inclinarse  sobre él. Toda su cordialidad  pareció evaporarse ante  mis
ojos. Le oí musitar:
     - Cuarenta metros, cuarenta y uno,  podría ser, y tres hasta llegar  al
garaje.  No,  no  llevaré  a Tender. ¿Qué te parece,  Red?  ¿Dejo  a Tender?
Después de todo tiene dos hijos.
     - No te dejarán ir solo.
     -  Me  dejarán  -  murmuró  -. Conozco a todos  los sargentos  y a  los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allí hay un envase de gasolina
y está completamente herrumbrado, pero  los camiones parecen recién  salidos
de la fábrica.
     Apartó la vista del mapa y miró por la ventana. Yo también lo hice. Los
vidrios de  nuestras ventanas son gruesos  y  emplomados. Y  más allá...  la
Zona. Allí está, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
     A  simple vista parece una extensión de tierra como  cualquier otra. El
sol  brilla  sobre  ella  como en  cualquier rincón  del  planeta. Daría  la
impresión de que nada ha cambiado mucho en ella; todo está como hace treinta
años.  Mi padre, que en  paz  descanse, no encontraba nada  fuera  de  lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qué no había humo en la
chimenea de la planta. ¿Había una huelga  o algo así? El  metal  amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos  hornos brillaban bajo el sol; había
rieles,  rieles  y  más  rieles, y una locomotora  con  vagonetas  sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta.  Allí  estaba también el  garaje:  un largo  intestino gris  con las
puertas  abiertas de par  en par. Los camiones estaban  estacionados  en  un
sitio pavimentado, junto a él.
     Kirill tenía  razón con  respecto a  aquellos vehículos:  la  cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una  grieta en  el  asfalto, si es  que las
zarzas no la han cubierto aún.
     Cuarenta  metros. ¿Desde  dónde contaba?  Oh,  probablemente  desde  el
último  poste.  Tenía razón, la  distancia  no era  mayor; esos  científicos
tragalibros iban progresando. Habían trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. Allí estaba la fosa donde  había caído Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos  había avisado a  Zalamero: "Mantente tan
lejos de  las fosas como puedas, o no quedará de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando miré en el  agua no había nada. Así  son las cosas
de la  Zona: si uno vuelve con botín,  es un milagro;  si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ningún disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo demás, es el destino.
     Al mirar  a Kirill noté que me observaba secretamente. Fue la expresión
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensé; "al
fin y al cabo, ¿qué me pueden hacer estos esfuerzos?"  No hacía falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
     -  Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -.  Fuentes  oficiales (y lo
repito:  oficiales)  me han inducido  a  creer  que convendría  realizar una
inspección del garaje, que podría  ser de gran valor científico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificación.
     Y sonrió, luminoso como el sol del verano.
     - ¿Qué fuentes oficiales? - pregunté, sonriendo a mi vez como un tonto.
     - Son  confidenciales, pero a  ti puedo revelártelas - dijo, frunciendo
el ceño -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
     - Oh, el doctor Douglas. ¿Qué doctor Douglas?
     - Sam Douglas - respondió él, secamente -. Murió el año pasado.
     Se me erizó la  piel. ¿Quién se atreve a hablar de esas cosas antes  de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. Aplasté la colilla en el cenicero y dije:
     -  Está  bien.  ¿Dónde está  ese  Tender?  ¿Hasta  cuándo  tenemos  que
esperarlo?
     En otras palabras, no  volvimos  a  tocar el  tema. Kirill  telefoneó a
Transportes  y pidió una cabina  voladora. Mientras  tanto  yo  estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotográfico, una vista aérea muy
ampliada.  Se veían hasta los picos  de la  cubierta que estaba junto a  los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa  así...
Pero  no  serviría de mucho por la noche,  cuando  ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
     En ese momento entró Tender. Estaba rojo  y sin aliento;  tenía la hija
enferma y había ido a buscar un médico. Se disculpó por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres íbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejó de jadear y de bufar, de puro miedo.
     - ¿Cómo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por qué yo?
     Sin embargo recuperó  la respiración en  cuanto  le  dijimos que  había
doble bonificación y que Red Schuhart iría también.
     Al fin bajamos al "boudoir"  y Kirill fue  a  buscar los  pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregó  trajes  especiales. En  realidad
son cosas muy prácticas; si uno los tiñera de cualquier color, menos el rojo
que  tienen, cualquier  merodeador pagaría gustosamente unos  quinientos por
uno  de ellos,  sin  parpadear siquiera.  Yo  juré  hace tiempo  que  un día
cualquiera encontraría el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo así como un  traje de buceo con un casco en  forma
de burbuja,  provisto de visor. En realidad no es  exactamente  un traje  de
buceo; más bien se parece al  de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cómodo, sin ninguna costura, y no hacía sudar. Con
un trajecito como ése uno podía caminar  entre el fuego y  el gas, Dicen que
ni siquiera las balas  lo perforan. Claro que el fuego,  las armas y el  gas
mostaza son todas cosas humanas y terráqueas; en la zona no hay nada de eso.
Y  de cualquier modo,  para decir  la verdad, la gente cae  como  moscas con
traje o sin él. Eso sí, tal vez sin trajes morirían muchos más. Esos equipos
ofrecen un  cien  por  ciento  de  protección contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
     Nos  pusimos  los  trajes especiales. Yo volqué en  el bolsillo  de  la
cadera las tuercas  y  los tornillos  que  llevaba en  una  bolsa,  y  todos
cruzamos  el  patio  del  Instituto hacia  la entrada de  la  Zona.  Así  lo
establecía la rutina, para  que todos vieran a los héroes  de la ciencia que
depositaban  la  vida  en  el  altar de la humanidad, del conocimiento y del
Espíritu Santo, amén. Y  sin  duda  alguna,  desde  el piso quince  hasta la
planta baja había  caras solidarias  que nos  observaban. No nos faltaba más
que un agitar de pañuelos y una orquesta.
     - ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflón!
estará eternamente agradecida!
     Cuando  se dio vuelta a mirarme  comprendí  que no estaba de humor para
bromas. Y tenía razón, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar  o bromear... y yo nunca lloré, ni siquiera
de niño. Miré a Kirill;  él soportaba bien la tensión, pero movía los labios
corno si estuviera rezando.
     -  ¿Rezas? - pregunté -. Reza, reza. Cuanto más se entra en la Zona más
cerca se está del Paraíso.
     - ¿Qué?
     -
el Paraíso.
     Con una súbita sonrisa, me palmeó la espalda como  diciendo: "No tengas
miedo, nada pasará mientras estés conmigo, y si pasa... Bueno, sólo se muere
una vez", Qué tipo simpático es, de veras.
     Mostramos nuestros pases al último  de los  sargentos, sólo  que en esa
oportunidad, para cambiar,  era  un  teniente. Lo  conozco;  el  padre vende
losetas para tumbas en Rexópolis, allí nos esperaba la cabina  voladora; los
muchachos de Transporte  la habían dejado en  el  pasillo. También esperaban
allí  todos  los  demás: el equipo  de  primeros  auxilios, los  bomberos  y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un  puñado de
tontos  sobrealimentados dentro de  un helicóptero.
visto nunca!
     En cuanto  subimos  a la cabina, Kirill  se  hizo cargo de los  mandos,
diciendo:
     - Okey, Red, tú guías.
     Bajé tranquilamente la cremallera del pecho y saqué una petaca; tomé un
trago largo antes de volver a  guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en  la  Zona,  pero  sin eso...  no,  no puedo. Los  dos  me  miraban,
esperando.
     - Bueno  - dije -,  no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos  y no sé qué  efecto les causa. Trabajaremos de  este modo: lo que yo
diga, ustedes lo harán inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar  vueltas  o a hacer  preguntas le tiraré con lo primero que encuentre  a
mano. Quiero pedirles  disculpas desde ahora. Por  ejemplo: señor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantarás inmediatamente ese culo gordo y
harás lo que te digo. Y  si no lo haces, quién sabe si volverás a  ver a  tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargaré de que vuelvas a verla.
     -  No  te olvides  de  darme  las  órdenes -  bufó  Tender, enrojecido,
sudoroso,  mordisqueándose  los  labios  -. Caminaré  de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
     - En  lo  que  a mí  respecta los  dos  son novatos  - dije -. Y no  me
olvidaré de  dar las órdenes, no se  preocupen. A propósito,  ¿sabe  manejar
cabinas?
     - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
     -  Bueno, de acuerdo. Aquí  vamos. Buen viaje. Bajen  las viseras. Poca
velocidad, en línea recta a  lo largo de los  postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
     Kirill elevó la cabina  a  tres metros y  avanzamos  a marcha lenta. Me
volví sin que nadie se  diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate había trepado  al  helicóptero;  los  bomberos
estaban en posición  de firme, por puro  respeto y el teniente de la  puerta
nos hacía  la venia,  el imbécil; sobre  todo aquello  flameaba el enorme  y
desteñido  estandarte:  "Bienvenidos, Visitantes"  Tender parecía a punto de
responder a  los  saludos, pero  le  di  tal codazo  en  las  costillas  que
inmediatamente descartó cualquier ceremonia.
¡Ya te tocará decir adiós!
     Y partimos.
     El  Instituto  estaba  a  nuestra derecha; el  Cuartel  de la Peste,  a
nuestra izquierda. Avanzábamos de poste  en poste bien  por  el medio  de la
calle. Habían  pasado  siglos desde  la última vez  que  alguien  caminara o
manejara por esa calle.  El asfalto estaba todo resquebrajado y había pastos
en  las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera  izquierda crecían zarzas  negras; los  límites de la  Zona eran  bien
visibles: los  pastos  negros terminaban en el cordón  como  si los hubiesen
podado.  Sí,  aquellos visitantes  eran educados; revolvieron  un  montón de
cosas, pero  al  menos se marcaron límites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa  incendiada llegaba a  nuestro sector  de la  Zona, aunque cualquiera
diría que con un viento fuerte podía llegar.
     Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las  ventanas, sin embargo, no estaban  rotas, pero sí tan  sucias que no se
veía nada. A la noche,  cuando uno  pasaba furtivamente por  ahí, se veía un
resplandor allí dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de  brujas que se filtra por  los sótanos. Si uno mira  al descuido se
lleva la impresión de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten algún arreglo, pero eso no es nada extraño.
Lo único extraño es que no hay gente por allí.
     En aquella  casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivía nuestro
profesor de matemáticas; le llamábamos La Coma.  Era aburrido, un fracasado;
la  segunda esposa  lo  abandonó justo antes de la Visitación; la hija tenía
cataratas en un ojo  y nosotros nos burlábamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando  comenzó el pánico, él  y los otros vecinos corrieron  al
puente  en  ropa  interior, tres  millas,  sin parar. El pasó  mucho  tiempo
enfermo con  la peste; perdió toda la piel y las uñas.  Se  enfermaron  casi
todos los que vivían en  ese barrio; por  eso lo  llamamos el  Cuartel de la
Peste. Algunos  murieron; los viejos, en su mayoría, y no fueron muchos. Por
mi parte,  creo que no los  mató la  peste, sino  el miedo. Era terrorífico.
Todos los que vivían allí cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedó
ciega. Ahora esas  Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcétera.  No es  que hayan quedado  ciegos por completo, pero sí
con una  especie de  ceguera  nocturna. A  propósito, dicen  que  eso no fue
consecuencia de ninguna explosión, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un  ruido fuerte.  Dicen  que de  tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los médicos les dijeron que era imposible, que  trataran de recordar,
pero  ellos insistían en que  fue un trueno lo que los  cegó. Lo raro es que
nadie más oyó ese trueno.
     Sí,  era como si allí  no  hubiera  pasado  nada.  Había un  kiosco  de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebé en  la entrada de una casa; hasta las
sábanas parecían  limpias. Pero las antenas  estropeaban  el  efecto:  todas
estaban cubiertas por una cosa  peluda que parecía  algodón. Hacía rato  que
los tragalibros venían  rompiéndose los sesos con ese  asunto  del  algodón.
Querían  examinarlo,  ¿entienden?  No había nada  parecido en otros lugares,
sólo en  el  Cuartel de la Peste y sólo en las  antenas.  Más aún: lo tenían
precisamente allí, bajo  las ventanas.  Al  fin tuvieron  una idea luminosa:
desde  un  helicóptero  bajaron un  ancla sujeta  por  un  cable de  acero y
engancharon un trozo de algodón.  En cuanto  el helicóptero  tiró, se oyó un
"psst", y vimos  salir humo de  la antena, del ancla  y del  cable.  Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoñosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno,  el piloto no  era ningún tonto (por algo  había  llegado a
teniente);  en  seguida se  imaginó lo que pasaba,  soltó el cable y salió a
toda velocidad. Allí estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodón.
     Así llegamos al final de la calle,  donde debíamos girar,  fácilmente y
sin problema. Kirill me miró: ¿doblaba?  Le indiqué por señas que lo hiciera
bien  despacio. Nuestra  cabina  dobló,  avanzando lentamente  por sobre los
últimos centímetros de tierra humana. La acera  se  estaba aproximando  y la
sombra de la  cabina  caía  sobre  las zarzas. Listo.
Sentí un escalofrío. Siempre siento el mismo escalofrío. Y nunca sé si es la
Zona  que  me   saluda  a  mis  nervios  de  merodeador  que  se   ponen  en
funcionamiento.  Siempre  digo que cuando vuelva  preguntaré a  los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
     Bueno,  así  que  íbamos avanzando  silenciosamente sobre  los antiguos
jardines. El  motor canturreaba parejo bajo  nuestros pies,  tranquilo; a él
nada lo preocupaba,  nada podía hacerle mal allí. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
     Todavía no habíamos llegado al primer poste cuando comenzó a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castañeteaban los dientes, le palpitaba  el  corazón, le fallaba la
memoria; se sentía avergonzado,  pero de  cualquier modo no podía dominarse.
Creo  que es  como  cuando nos  chorrea la  nariz:  no depende de  nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre  los Visitantes  o  hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin  poder  parar.  Cuánto le había costado, qué  buena  era la tela, y  los
botones nuevos que le había puesto el sastre...
     - Cállate.
     Me  miró patéticamente, hizo un  puchero  y siguió: cuánta  seda  había
hecho falta para el forro.
     Los  jardines  ya  habían terminado;  por debajo  de nosotros estaba el
baldío que antes  se usaba como basurero municipal. Sentí una  ligera brisa.
Pero no había viento, nada de viento. De pronto sentí  un soplo  fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareció oír algo.
     -
     No, no podía callarse. Ya andaba por  los bolsillos. No  me quedaba más
remedio.
     -
     Él  frenó inmediatamente. Buenos reflejos;  me  sentí  orgulloso de él.
Tomé a Tender por el hombro, lo hice  girar hacia mí y le lancé una trompada
hacia el visor. Se  le estrelló la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerré
los ojos y quedó mudo.
     En cuanto  calló volví a oírlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me miró con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seña para que se estuviera
quieto. Dios,  por  favor, quédate  quieto, no  muevas  un músculo.  Pero él
también oía el ruido y, como todos los novatos, sentía la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
     - ¿Retrocedo? - susurró.
     Sacudí  desesperadamente  la  cabeza y agité  el  puño  bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para  dónde mirar:  si al
terreno o a ellos.  Pero en ese momento  me olvidé de todo. Sobre la montaña
de  viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como  si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodía.  Cruzó  por  sobre el  montículo  y  avanzó,  más  y  más, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedó  suspendido por un momento sobre la
ruta  (¿o  era sólo  imaginación  mía?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo,  entre  matas  y  cercas   podridas,   hacia  el  cementerio  de  los
automóviles,
     ¡Malditos  tragalibros! ¿A quién se le ocurre trazar  la  ruta sobre el
vaciadero  de basuras?  Y  yo  también,
pensando cuando me entusiasmé con ese mapa estúpido?
     - Despacio, adelante - indiqué a Kirill.
     - ¿Qué era eso?
     -  Sabrá  el diablo.  Era algo y  ya no  está. Gracias a  Dios. Y ahora
cállate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes?  Eres una máquina,
mi volante, nada más.
     De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
     - Suficiente. Ni una palabra más.
     Necesitaba otro trago. Déjenme que les diga algo: esos trajes  de buceo
eran una tontería. He sobrevivido a muchas cosas  sin ese  maldito equipo  y
sobreviviré a  muchas más, pero sin  un buen trago  en el  momento  justo...
¡Bueno, ya basta!
     La brisa parecía  haberse calmado.  No  oía  nada  amenazador. El único
ruido era el ronroneo tranquilo y soñoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacía  mucho calor. Sobre el garaje pendía una neblina. Todo parecía andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado.  Los novatos se iban  puliendo. No  se preocupen, compañeros, en la
Zona  se puede  respirar también, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenía un círculo rojo con el número 27 dentro. Kirill
me miró, yo asentí y nuestra cabina se detuvo.
     Ya habían caído  los capullos y era el tiempo  de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma  absoluta. No había apuro. El viento había
cesado y la visibilidad era  buena.  Todo iba como la  seda. Vi  la  fosa en
donde Zalamero había estirado la pata;  dentro había  algo de color, tal vez
sus ropas.  Era una porquería, que en  paz descanse: avaricioso, estúpido  y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general,  la Zona no
pregunta quién es bueno y quién  es malo. Así que gracias, Zalamero; eres un
idiota  y  nadie  se acuerda de tu verdadero nombre, pero al  menos serviste
para que los vivos supieran por dónde no tenían que pasar.
     Claro, nuestra mejor salida consistía en llegar, al asfalto. El asfalto
es  liso y se puede ver todo lo que hay en él; además esa grieta  la conozco
bien.
corría una  línea recta hacia  el  asfalto. Allí estaban, muy pagados de sí,
esperando. No, por allí  no pasaríamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja  mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda.  Pasaríamos por sobre el montículo izquierdo. Claro que yo
no sabía lo que había del otro lado. Según el mapa, nada, pero ¿quién confía
en los mapas?
     - Escucha, Red  - susurró  Kirill -,  ¿Por qué  no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, después  bajamos,  y estaremos junto al  garaje,
¿eh?
     - Cállate, abriboca - dije -, no me molestes.
     Quería subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarían
siquiera  nuestros  huesos. O tal  vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y  no dejaría ni un pedacito  húmedo de  nosotros. Ya estaba
hasta  la coronilla de los arriesgados. Él no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabía  ya  perfectamente cómo llegar hasta el montículo. Después nos
detendríamos  allí por un ratito a pensar el movimiento  siguiente.  Tomé un
puñado de las tuercas y tornillos que tenía en el bolsillo y se los mostré a
Kirill sobre la palma.
     -  ¿Recuerdas el cuento  de  Hansel  y Gretel que  te enseñaban  en  la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revés.
     Arrojé la  primera tuerca; no  muy lejos,  a unos diez  metros, como yo
quería. Llegó sin problemas.
     - ¿Viste eso?
     - ¿Y qué? - preguntó él.
     - Nada de "y qué". Te pregunté si lo viste.
     - Lo vi.
     -  Ahora lleva la  cabina,  bien despacio, hasta donde está  la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
     - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
     - Busco lo que  debo buscar. Espera, arrojaré otra. Mira bien dónde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
     La segunda tuerca también cayó sin inconvenientes junto a la primera.
     - Vamos.
     Hizo  arrancar  la  cabina.  Su  cara  estaba  tranquila  y  despejada.
Comprendía bien, por lo visto.  Todos son  iguales, estos  tragalibros; para
ellos lo  más importante es encontrar un nombre  para cada cosa. Mientras no
encontró  el nombre  tenía un  aspecto  lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenía una  etiqueta, graviconcentrados;  entonces entendía todo y
la vida era unas pascuas.
     Pasamos sobre la primera tuerca, sobre  la segunda, sobre una  tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el  peso del cuerpo de uno  a otro pie, bostezaba
de  puros  nervios; se sentía  encerrado, pobre tipo.  Pero  le  haría bien.
Bajaría como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojé la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustó del todo. No habría podido explicar
qué andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y  sujeté a  Kirill
por la mano.
     - Quieto - dije -. No te muevas ni un centímetro.
     Tomé  otra y la lancé más alto y más lejos.
mosquitos! La  tuerca voló normalmente; parecía  caer sin problemas, pero  a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizó quedó hundida en la arcilla.
     - ¿Viste eso? - susurré.
     - Sólo en las películas - observó,  estirándose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
     Era triste y divertido. ¡Una!
Arrojé otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para  ser sincero habría  alcanzado con siete, pero lancé uno más,
bien  hacia el medio, para que  él pudiera disfrutar con su concentrado.  Se
estrelló  en la  arcilla  como  si fuera  una  pesa de cinco  kilos y  no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruñó de gusto.
     - Okey - dije -, ya  nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, así que no lo pierdas de vista.
     Así  dejamos a un  lado la roncha de mosquitos y llegamos al montículo.
Era tan pequeño  que  parecía un sorete  de gato. Hasta entonces yo no había
reparado en él. Quedamos suspendidos  en el  aire por sobre el montículo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veía
cada  brizna  de pasto,  cada grieta, como en  una  instantánea. Bueno,  con
arrojar una tuerca podríamos seguir.
     No pude arrojar esa tuerca.
     No entendía lo que me pasaba, pero no podía decidirme a arrojarla.
     - ¿Qué pasa? - preguntó Kirill -. ¿Por qué no seguimos?
     - Espera - dije -. Cállate.
     Había pensado arrojar  la tuerca  para  que avanzáramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida,  sin mover  siquiera las briznas de  pasto. En
treinta segundos podíamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podía arrojar la tuerca hacia
allí. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era más larga y
había un  montón de guijarros poco simpático.  Hacia  allí sí, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
     Arrojé la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la  cabina y avanzó hacia ella. Después me miró. Debo  haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartó la vista.
     - Está bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
     Y lancé la última tuerca hacia el asfalto.
     A partir de ese momento fue mucho más fácil. Encontré la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me  limité a observarla, con
silencioso regocijo.  Nos  levó  hasta  las  puertas  del  garaje mejor  que
cualquier poste, cualquier señal.
     Ordené a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me eché de panza
al suelo y miré hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol  no  me  dejó  ver nada.  Sólo  negrura.  Después  mis  ojos  se  fueron
acostumbrando.  Vi entonces que nada había cambiado en  el  garaje  desde la
última vez. El camión  de la basura seguía aún estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin  agujeros  ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso  de cemento, tal vez  porque  en  la fosa  no había  demasiada jalea de
brujas y no había salpicado hacia afuera desde la última vez.
     Sólo  una cosa no me gustaba. En la parte trasera  del garaje, cerca de
las  latas,  se veía  algo plateado. Eso no estaba allí  antes. Bueno, había
algo  plateado, y qué.
brillo especial; relucía un poquito, suave,  tranquilamente. Me  levanté, me
cepillé la ropa y eché una mirada a mi alrededor. Allí estaban los camiones,
en  el baldío, siempre como nuevos. Hasta parecían más nuevos  que la última
vez, Y el camión de  gasolina, pobrecito,  estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse  a pedazos. Allí estaba también la cubierta, como ellos lo
tenían indicado en el mapa.
     No me  gustaba el aspecto de esa cubierta.  La sombra  no estaba  bien;
teníamos  el sol  a  la espalda,  pero la sombra  de la cubierta venía hacia
nosotros. Bueno,  no importaba,  estaba bastante  lejos.  Todo parecía bien;
podíamos empezar el trabajo.
     Pero  esa cosa plateada que brillaba allá atrás, ¿qué era? ¿Imaginación
mía, no más? Sería lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
qué ese resplandor por sobre las  latas,  por qué no estaba entre ellas, por
qué la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me había dicho algo sobre las
sombras: que eran  extrañas, pero no  peligrosas;  algo  pasa aquí  con  las
sombras.
     Pero  ¿qué era  ese brillo  plateado? Parecía una telaraña de  las  que
suele haber en los árboles de los bosques. ¿Qué clase de araña podría  haber
tejido su tela allí? Nunca había visto bichos en la Zona.
     Lo peor era que mi  vacío estaba precisamente allí, a dos  pasos de las
latas. Tendría que haberlo robado la última vez, y entonces ahora no estaría
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Después de todo
el degenerado estaba lleno; lo levanté  sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre  la  espalda, en  cuatro patas, en  la  oscuridad... Si ustedes  nunca
anduvieron con un  vacío  a  cuestas,  hagan la prueba: es como llevar  diez
litros de agua sin balde.
     Ya era hora de  ponerse en  marcha. Tenía  ganas de  un trago. Me volví
hacia Tender.
     - Kirill y yo  vamos a entrar al garaje. Quédate aquí y  no toques  los
mandos si yo  no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquí mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
     Asintió seriamente, como quien  dice: "No me voy a acobardar". Tenía la
nariz  como  una ciruela;  mi trompada  había sido  fuerte  de  veras.  Bajé
cuidadosamente las sogas de emergencia, observé una vez más aquel resplandor
plateado, hice señas  a  Kirill y comencé  a  bajar. Una  vez en el  asfalto
esperé a que él descendiera por la otra soga.
     - No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
     Nos  detuvimos sobre  el asfalto, con la cabina flotando al  lado y las
cuerdas culebreándonos bajo los pies. Tender  asomó la cabeza por encima del
riel  y nos miró con  ojos llenos de desesperación.  Era hora  de ponerse en
marcha.
     - Sígueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
     Avancé. Me detuve en  el vano de la puerta para mirar  a mi  alrededor.
¡Es muchísimo más fácil trabajar a la luz del día que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano.  Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como  el  alcohol encendido.  Pero no  iluminaban nada.  Al  contrario, todo
parecía más oscuro, malditas sean.
     Ya había acostumbrado  los ojos a aquella luz lóbrega y podía ver hasta
el polvo  en los rincones más  oscuros. En  verdad había  algo plateado  por
allí; eran hilos  plateados que iban  desde las  latas hasta  el  techo. Sí,
parecían una tela de araña; tal vez no fueran más que eso, pero era mejor no
acercarse.
     Fue entonces cuando cometí  mi error. Tendría que haberme detenido, con
Kirill bien  al  lado, esperar a que él también  acostumbrara los ojos a  la
penumbra  y  entonces  señalarle   la  telaraña.  Señalársela.  Pero  estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debía ver y me olvidé de Kirill.
     Di un paso hacia  el interior y  me  dirigí en  línea  recta hacia  las
latas. Me incliné sobre el vacío. En él parecía no haber  ninguna  telaraña.
Levanté un extremo y dije a Kirill:
     - Agarra de ahí y no lo dejes caer; es pesado.
     Levanté  la vista  y sentí  que algo me apretaba la garganta.  No  pude
abrir la boca.  Quería  gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habría  tenido tiempo,  pues todo ocurrió demasiado
rápido. Kirill se acercó al vacío, de  espaldas a las latas, y apoyó toda la
espalda en la telaraña plateada. Cerré los ojos;  quedé aturdido; no  oí más
que el  ruido  de  la  telaraña  al desgarrarse. Era un sonido coruscante  y
débil.
     Así estaba todavía, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill habló:
     - Bueno, ¿lo llevamos?
     - Vamos.
     Levantamos  el  vacío  y  nos dirigimos  hacia  la puerta, caminando de
costado.  Era  terriblemente  pesado,  el  maldito; aun  entre dos resultaba
difícil llevarlo. Salimos  al sol  y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estiró para tomarlo.
     - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
     - No - interrumpí -. Esperemos un segundo. Primero déjalo en el suelo.
     Lo dejamos.
     - Date vuelta. Quiero verte la espalda.
     Se volvió  sin decir palabra.  Miré;  no tenía nada allí. Lo hice girar
para aquí  y para allá,  pero no tenía nada. Volví los ojos hacia las latas;
allí tampoco había nada.
     - Oye - dije a Kirill, sin sacar  los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraña?
     - ¿Qué telaraña? ¿Dónde?
     - Bueno, tuvimos suerte.
     Sin embargo pensaba: "En realidad todavía no se puede saber".
     - De acuerdo. Levantemos esto.
     Metimos el vacío en  la cabina  y  lo  ubicamos de modo tal  que no  se
moviera. Allí estaba, el minino, brillante y  limpito; el cobre relumbraba a
la luz  del sol.  Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes  de nubes
entre  los dos discos. Comprendimos que no era un vacío, sino  algo así como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato más antes de trepar a la cabina e iniciar  el  viaje de regreso  sin
más vueltas.
     ¡Qué fácil era todo para los científicos! Para empezar trabajaban  a la
luz del  día.  Además,  lo único  bravo era entrar a  la Zona,  porque  para
regresar,  la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursógrafo, creo que  se llama,  que  lleva  a la cabina  exactamente por
donde vino.
     Mientras flotábamos  en el aire,  en  el  trayecto de  regreso, repitió
todas  las  maniobras, deteniéndose  por un momento para proseguir  en  cada
cambio de dirección. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y  las tuercas;
podría haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
     Mis novatos estaban eufóricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
prácticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar  la ruta  hasta
el garaje. Kirill me tironeó de la manga  y comenzó a explicarme el fenómeno
de la  graviconcentración, es  decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en línea,  pero no  a  la fuerza.  Les conté,  tranquilamente, de todos  los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
     -  Cierren el  pico - les dije -  y mantengan los ojos  abiertos  si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
     Eso dio  resultado. Ni  siquiera preguntaron  qué  habla pasado  con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sólo pensaba  en una cosa: cómo iba
a  sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraña me seguía brillando ante los ojos.
     Al  fin  salimos  de  la  Zona  y  nos  enviaron  al  despiojador  (los
científicos lo llaman  hangar médico) junto  con  la  cabina. Nos bañaron en
tres   tinas  diferentes  donde  hervían  tres  soluciones   alcalinas;  nos
embadurnaron  con  cierta pasta, nos  rociaron  con  no sé qué  polvo y  nos
volvieron a lavar. Después nos secaron y dijeron:
     -
     Tender y Kirill llevaban el vacío. Eran  tantos los que habían venido a
mirar que no se podía caminar.
frases de  bienvenida, pero ninguno tenía el valor  de tender una mano a los
cansados héroes. Bueno,  eso  no  era  cosa  mía. Ahora  ya nada era  de  mi
incumbencia.
     Me  quité  el  traje especial  y  lo tiré al  suelo (que  los  malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado  en sudor de la cabeza a los pies. Me encerré  en uno de los
cubículos, busqué mi petaca, desenrosqué la tapa y me prendí a ella como una
lamprea.
     Después me senté en el banco, con las rodillas vacías, la cabeza vacía,
el alma vacía. Tragaba ese líquido fuerte como si fuera agua. Vivía. La Zona
me  había  dejado  salir. Me había dejado  salir,  la  puta. Esa  maldita  y
traicionera puta. Estaba vivo. Los  novatos nunca sabían apreciarlo, sólo un
merodeador sabía lo que era eso. Las  lágrimas me corrían  por las mejillas,
no sé si por los tragos o por qué. Mamé de la petaca hasta dejarla seca.  Yo
estaba mojado;  la petaca, seca. Por  supuesto, no alcanzó  para ese  último
sorbo que necesitaba. Pero eso  se  podía arreglar. Todo  se podía  arreglar
ahora. Vivo.
     Encendí un  cigarrillo, y mientras fumaba, allí sentado, sentí que todo
andaba bien.  Entonces  me  acordé de  la  bonificación. Ésa  era una de las
grandes ventajas que  teníamos en  el Instituto; podía ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allí, a las duchas.
     Empecé  a desvestirme  lentamente. Me  quité  el reloj  y  comprobé que
habíamos  pasado  cinco horas  en  la  Zona.
estremecí. Cinco horas,  Dios... Realmente, en la  Zona no  pasa el  tiempo.
Pero pensándolo bien, ¿qué son cinco horas  para un  merodeador? Un  abrir y
cerrar de  ojos. ¿Y si hablamos de  doce,  de dos días?  Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el día de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nomás, delirando;  no sabe si está muerto o vivo. Al
llegar la  segunda noche  termina con lo suyo  y se arrima  al puesto de  la
patrulla con el botín. Allí están los  guardias,  con  las ametralladoras. Y
esos  malnacidos, esos  esfuerzos, lo odian  a  uno con toda  el alma.  Pero
arrestar a un merodeador  no  les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la  idea de  que  uno esté contaminado. Lo único que quieren  es liquidarlo,
directamente,  y  para  eso  llevan todas las  de ganar:
probar que lo  mataron ilegalmente! Así que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y  reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allí está el botín, al lado, y no sabemos si está allí, nomás, o si nos está
matando lentamente. También  se puede terminar  como Nudillos  Itzak, que se
empantanó al  alba entre dos fosas. No podía avanzar ni hacia  la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra él durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas él se fingió muerto. Gracias a Dios, al fin  le
creyeron y lo dejaron  en paz.  Yo  lo vi  después  de eso; ni  siquiera  lo
reconocí. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguía siendo humano.
     Me sequé  las lágrimas y abrí la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con  agua caliente, después con fría, después otra vez con caliente.
Usé una barra entera de jabón. Al final me aburrí y cerré la ducha.  Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
     - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
     Plata.  Eso nunca  viene mal.  Abrí la  puerta. Allí  estaba  él, medio
desnudo,  en calzoncillos.  Parecía  en éxtasis; toda  su  melancolía  había
desaparecido.
     - Toma -  dijo, entregándome  el sobre  -. De  parte  de  la  humanidad
agradecida.
     - Me cago en tu humanidad. ¿Cuánto hay?
     - Teniendo en cuenta tu  coraje  más  allá del  deber y como excepción,
¡dos meses de sueldo!
     - Sí, ganando dinero así  yo podía  vivir  tranquilamente.  Si  pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada  vacío habría mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
     -  Bueno, ¿estás  contento?  - preguntó Kirill. Por  su  parte,  estaba
radiante, feliz; sonreía de oreja a oreja.
     - No está mal. ¿Y tú?
     Él no respondió.  Se  prendió a mi  cuello, me apretó  contra  su pecho
sudoroso y en seguida me apartó de un empujón. Desapareció en la ducha de al
lado.
     -
calzoncillos, supongo.
     - Nada  de eso. Tender está rodeado de periodistas. Tendrías que verlo.
Se   ha  convertido  en  un  personaje  importantísimo.  Está  explicándoles
autenticadamente...
     - ¿Cómo es que les está explicando?
     - Autenticadamente.
     - Está bien, señor. La próxima vez vendré con el diccionario, señor.
     Y en ese momento sentí como un shock eléctrico.
     - Espera, Kirill. Ven aquí.
     - Estoy desnudo.
     - Vamos, ven. No soy una damisela.
     Salió. Lo  tomé  por los  hombros y lo puse de espaldas a  mí. Nada. Ya
podía  haberlo imaginado. Tenía la  espalda limpia; las gotitas de  sudor se
estaban secando.
     - ¿Qué tienes con mi espalda?
     Le di una patada en  el traste desnudo, volví a mi cubículo  y cerré la
puerta.
ahora las veía aquí.
que me  hubiera  gustado era  ganarle a Richard, eso  era  lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a  barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de  la
mesa.
     - Kirill - grité -, ¿irás al Borscht esta noche?
     - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cuántas veces tengo que
repetírtelo.
     - Qué importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantaría ganarle a Richard.
     - Oh, no sé, Red.  Tú, alma  simple, ni siquiera imaginas lo  que hemos
traído.
     - Y tú sí, supongo.
     - Bueno, yo  tampoco,  eso es verdad.  Pero  ahora,  por  primera  vez,
sabemos para qué sirven  los vacíos; si  mi brillante  idea  funciona, voy a
escribir una monografía y te la dedicaré personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
     - Sí, y me mandarán a la sombra por dos años.
     - Pero quedarás en  los anales de la ciencia. Le llamarán  "la jarra de
Schuhart". ¿Qué te parece cómo suena?
     Mientras bromeábamos me vestí  y puse la petaca  vacía en el  bolsillo;
después conté mi dinero y me retiré.
     - Buena suerte, alma complicada.
     No respondió. El agua hacía muchísimo ruido.
     En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e  inflado  como un
pavo, rodeado  de compañeros de trabajo, periodistas y un  par de sargentos,
que  recién acababan  de comer y de  escarbarse  los dientes. Parloteaba sin
parar.
     -  La  tecnología de que  gozamos - decía  el  muy charlatán  - permite
contar con una garantía casi absoluta de seguridad y de éxito.
     En ese momento, al verme, se sofrenó un poquito. Sonrió y me saludó con
pequeñas sacudidas de  mano. "Bueno, será mejor que  desaparezcamos", pensé.
Seguí en línea recta hacia la puerta, pero ya me habían pescado.  En seguida
oí pasos tras de mí.
     - ¡Señor Schuhart, señor Schuhart!
     - No habrá declaraciones.
     Eché a correr, pero no había forma de escaparse. Tenía un  tipo con  un
micrófono a la derecha y otro con una cámara a la izquierda.
     - ¿Había algo extraño en el garaje?
     -  No habrá declaraciones - repetí, tratando de poner la  nuca hacia la
cámara -. Es un garaje, nada más.
     - Gracias. ¿Qué le parecen las turboplataformas?
     - Maravillosas.
     Empecé a correrme hacia el baño de caballeros.
     - ¿Qué Piensa de la Visitación?
     - Pregunte a los  científicos  - respondí, deslizándome tras la  puerta
del baño.
     Oí que rascaban la puerta y grité:
     -  Les recomiendo efusivamente que  pregunten al  señor Tender por  qué
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura más interesante.
     Salieron a la  disparada  por el  corredor, más veloces que caballos de
carrera. Aguardé  un  minuto. Silencio,  Saqué  la  cabeza.  Nadie. Entonces
proseguí  tranquilamente mi camino, silbando una melodía. Bajé el vestíbulo,
mostré el pase al sargento polaco y vi que me hacía la venia. Al parecer, yo
era el héroe de la jornada.
     - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
     Exhibió  tantos dientes  como si  le  hubieran  dicho  el  mejor de los
elogios.
     - Bueno, Red, usted es un héroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
     - Así que ahora tendrá  algo que contar  a las  chicas cuando vuelva  a
Suecia.
     - ¡Qué le parece!
     Supongo que tiene razón, A decir verdad no me gustan los  tipos altos y
de mejillas rosadas.  Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya  a saber por
qué. La estatura no es lo más importante.
     Pensando en estas  cosas iba caminando por las calles, bajo el  sol; no
había nadie  por ahí.  De pronto sentí ganas de encontrarme con  Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. Así nomás, mirarla y tenerla  de la mano
por un rato.  Después  de  estar  en la  Zona no se  puede hacer otra  cosa:
tenerse  de  las  manos y basta.  Especialmente si uno piensa  en  lo que se
comenta sobre cómo salen los hijos de merodeadores.  ¿Pero  a quién le hacía
falta estar  con Guta?
una botella de algo fuerte!
     Pasé junto a  la  playa de  estacionamiento.  Allí  había un puesto  de
control,  con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos,  dotados
de reflectores y  ametralladoras, los  esfuerzos.  Y por supuesto  llenos de
policías con cascos azules. Bloqueaban toda  la calle  y no había  forma  de
pasar.  Seguí caminando con los ojos bajos, porque no me  convenía verlos en
ese momento, a la luz  del día. Entre ellos había  dos o tres personajes que
tenía  miedo  de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una  suerte para ellos que Kirill  me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habría descubierto a esas víboras para
liquidarlas definitivamente.
     Me abrí paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado  cuando
oí que alguien gritaba:
     -
     Bueno,  eso  no tenía nada que ver conmigo, así que no me detuve; seguí
caminando  mientras  buscaba  un  cigarrillo  en  los bolsillos.  Alguien me
alcanzó y me tomó por la manga. Me sacudí aquella mano; volviéndome a medias
hacia el hombre, dije cortésmente:
     - ¿Qué diablos está haciendo, señor?
     - Un momento, merodeador - dijo él -. Dos preguntas, no más.
     Lo miré fijamente.  Era el capitán Quarterblad,  un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
     -
     -  No trates de zafarte charlando, merodeador  - replicó, enojado,  sin
quitarme  los  ojos  de encima -. Será  mejor  que  me digas por  qué no  te
detuviste en seguida cuando te llamé.
     Detrás de él había dos  cascos azules con las manos  en las pistoleras.
No se les veían los ojos; sólo  las mandíbulas moviéndose  bajo  los cascos.
¿De qué parte del Canadá traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allá? Por
lo general, los patrulleros no me  dan miedo a la luz del día, pero aquellos
escuerzos podían tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
     -  ¿Me llamaba  a mí, capitán? -  exclamé  -. Me pareció  que llamaba a
algún merodeador.
     - ¿Y vas a decirme que tú no lo eres?
     - Cuando  terminé el tiempo que me  dieron gracias a usted, capitán, me
enderecé. Abandoné el merodeo. Gracias a usted abrí los ojos, si no  hubiera
sido por usted...
     - ¿Qué estabas haciendo en el área de Prezona?
     - ¿Cómo qué estaba haciendo? Trabajo allí. Desde hace dos años.
     Para terminar de una vez  con aquella desagradable  conversación mostré
mis papeles al capitán  Quarterblad. Tomó mi  libreta y la revisó página por
página, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvió lo hizo con
gran placer. Tenía color en las mejillas y brillo en los ojos.
     - Perdóname,  Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste  en saco roto mis consejos.
si me  creerás,  pero  hasta  en  aquel  momento  yo  sabía que  terminarías
enderezándote. No podía creer que un tipo como tú...
     Siguió y siguió, como  si fuera un disco.  Al parecer me  había  echado
encima otro melancólico curado. Lo escuché, por supuesto, con los ojos bajos
en señal de modestia, entre gestos  de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo  también restregué tímidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capitán escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y  buscaron  un lugar más interesante. Mientras tanto,
el capitán seguía pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educación era
luz;  la ignorancia, oscuridad; el  Señor ama  y aprecia a  los trabajadores
honestos, etcétera, etcétera. Las  mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisión, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podía
esperar.
     "Bueno,  me dije,  tendrás  que pasar  también  por  esto. No  hay  más
remedio, así que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya está perdiendo el aliento. Qué suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezó  a hacer  señales.  El  capitán  miró  hacia  allá con un  suspiro de
fastidio y me tendió la mano.
     -  Bueno,  me alegro de haberte visto, mi  honrado  señor Schuhart.  Me
habría  gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibió el médico, pero me  habría gustado  tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
     Dios no lo permita. Pero le  estreché  la mano, me  ruboricé y  volví a
restregar el  pie, todo como él quería. Al  fin me  dejó ir. Salí como  bala
hacia el Borscht.
     A esa hora del día el Borscht está  siempre vacío. Detrás del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mirándolos a trasluz. A propósito, es extraño
que cuando uno entra los barman estén siempre secando vasos como  si de ello
dependiera su salvación. Él se pasa el día así: levantar un vaso, mirarlo de
reojo,  sostenerlo a la luz,  empañarlo  con el aliento  y  frotar. Frota  y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
     -
     Me miró a través  del  vidrio, murmuró algo incomprensible y sin  decir
una palabra me sirvió cuatro dedos de vodka. Yo trepé a un taburete, tomé un
trago, hice una  mueca,  sacudí la  cabeza y  tomé otro trago.  La  heladera
ronroneaba, la  vitrola  automática  tocaba  algo  suave  y  lento y  Ernest
trabajaba con otro vaso.  Todo era paz. Terminé  mi copa y  la dejé sobre el
mostrador. Ernest me sirvió en seguida otros cuatro dedos.
     - ¿Mejor? - murmuró -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
     - Sigue frotando, ¿quieres? Sabrás que un tipo frotó hasta que apareció
un genio. Terminó forrado en plata.
     - ¿Quién era? - Preguntó Ernest, suspicaz.
     - Otro barman de aquí. Antes de que vinieras.
     - ¿Y qué pasó?
     - Nada. Por qué  crees que ocurrió  esto de la Visitación, fue de tanto
que frotó. ¿Quiénes crees que eran los visitantes?
     - Eres un vago - replicó Ernie, aprobando.
     Fue a la cocina y volvió con un plato de  salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimó  el ketchup  y volvió a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botín; sabe también qué es lo que un merodeador necesita después de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
     Terminé las  salchichas,  encendí  un cigarrillo y  empecé  a  calcular
cuánto podía sacar Ernie con nosotros. No sé muy bien a cuánto se venderá el
botín en  Europa,  pero  dicen que un vacío puede llegar  casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da más que cuatrocientos. Las  pilas, allá, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con  suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquí y otra
por  allá... y el jefe de estación  también debe estar en la lista de pagos.
Pensándolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
más. Y si lo pescan son diez años de trabajos forzados.
     En   este  punto   un  tipo   muy  cortés  interrumpió  mis  honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo había  visto entrar. Se anunció bien al lado
mío, pidiendo permiso para sentarse.
     - Por favor, no tiene por qué.
     Era un tipo  flaquito de nariz afilada, con corbata de moño. Su cara me
parecía conocida, pero no podía ubicarlo. Subió al lado y dijo a Ernest:
     -
     En seguida se volvió hacia mí.
     - Disculpe  - dijo -, ¿no nos  conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
     - Sí. ¿Y usted?
     Sacó rápidamente su tarjeta de presentación y me la puso enfrente:
     "Aloysius  Maenaught,   Agente   Plenipotenciario   de  la  Oficina  de
Emigración" Claro que lo conocía. Es  de los que joden  a la gente para  que
salga de  la  ciudad. Si tal  como son las cosas apenas queda la mitad de la
población inicial de Harmont,  qué  pretenderá  este tipo, limpiar la ciudad
por completo. Aparté la tarjeta con la uña.
     - No, gracias. No tengo interés. Mi sueño es morir en mi ciudad natal.
     - Pero ¿por qué? - Gritó él en seguida -. Perdone mi indiscreción, pero
¿qué lo retiene aquí?
     - ¿Cómo? Lindos recuerdos  de la infancia. El  primer beso en  la plaza
municipal. Mamita  y papito. Mi primera  borrachera, en este  mismo  bar. La
comisaría, tan querida para mí.
     Saqué un pañuelo muy usado y me sequé los ojos.
     -
     Él se  echó a reír, tomó un  sorbito del  whisky canadiense y respondió
pensativo.
     - No entiendo  cómo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad  la
vida es dura.  Hay control  militar,  pocas diversiones. La Zona  está  a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre  un  volcán.  Podría estallar  una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿qué edad tiene  usted? ¿Veintidós, veintitrés? ¿No se
da cuenta de  que la Oficina es una organización de caridad? No ganamos nada
con  esto.  Lo único que  deseamos es que  la gente se vaya de este  agujero
infernal y vuelva a la corriente de la  vida.  Nosotros salimos de  garantía
para la  mudanza, le buscamos  trabajo. En  el caso de la gente  joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
     - ¿Es decir que nadie quiere irse?
     -  No  tanto como  nadie.  Algunos se  están yendo,  sobre todo los que
tienen familia. Pero los jóvenes y los ancianos... ¿Qué buscan aquí? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
     Entonces le contesté como merecía.
     -
Nuestra pequeña ciudad es un  agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a  su podrido  mundo que  lo  cambiaremos  por  completo.  Y  cuando
obtengamos  los conocimientos  haremos  ricos a  todos,  y volaremos  a  las
estrellas, y  viajaremos  adonde nos plazca. Esa es la clase  de agujero que
tenemos aquí.
     Me interrumpí en ese punto porque vi que Ernest me  miraba  atónito. Me
sentí incómodo;  por lo común no me gusta usar palabras ajenas,  ni siquiera
cuando  estoy de  acuerdo con  ellas. Además todo eso me  salía  medio raro.
Cuando  lo dice Kirill uno  escucha y se olvida de cerrar la  boca. Pero por
más que yo dijera lo mismo no me salía igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
     Ernie reaccionó velozmente  y  se apresuró  a  servirme  seis  dedos de
combustible,  como  para  que  recuperara  la  cordura.  El  narigudo  señor
Maenaught volvió a sorber su whisky.
     - Claro, por  supuesto. Las pilas  inagotables,  la panacea  azul. Pero
señor, ¿de veras cree que todo será como usted dice?
     -  Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mí: ¿qué tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sé bien. Se rompen el lomo todo el día y miran televisión toda la noche.
     - No es obligatorio que vaya a Europa.
     - Todo es igual, salvo que en la Antártida hace frío.
     Lo  más asombroso es  que  yo creía  hasta con la  panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces  más
querida que  todas las Europas y las  Áfricas. Y todavía no estaba borracho.
Por   un  instante  había   imaginado  cómo  tendría  que  volver  a   casa,
arrastrándome, con una manga de cretinos como yo; cómo  me  empujarían  y me
estrujarían en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
     - ¿Y usted? - preguntó el hombre a Ernest.
     - Yo tengo mi negocio -  respondió  éste, dándose importancia -. No soy
ningún  pobretón. He  invertido  todo  mi dinero en  este negocio. Hasta  el
comandante  de  la  base viene aquí de  vez  en  cuando; un general, ¿qué le
parece? ¿Cómo me voy a ir?
     El  señor  Aloysius Maenaught trató de  ganar  algunos  puntos  citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomé un buen trago, bien largo saqué un
montón de  cambio del  bolsillo, me  bajé  del taburete y  cargué la vitrola
automática.  Hay  una  canción allí que se  llama  "No vuelvas  si no  estás
seguro". Me causa un buen efecto después de haber estado en la Zona.
     La vitrola aullaba y arrullaba.  Me llevé  el vaso  a un  rincón, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un  solo brazo, y el tiempo
pasó  volando,  como  un  pájaro. Cuando  echaba  el  último centavo  en  el
artefacto entraron  Richard  Noonan y  Gutalin,  para  echarse en los brazos
hospitalarios del  bar. Gutalin estaba  mamado; los ojos  se le daban vuelta
para  todos lados  y buscaba  dónde poner el puño.  Richard Noonan lo  tenía
tiernamente por el codo y lo distraía con chistes.
un  mono negro y enorme;  las manos le llegan  hasta las  rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
     - ¡Eh! - gritó Dick  -. ¡Allá está Red! ¡Ven con nosotros!
rugió Gutalin -. En esta ciudad hay sólo dos  hombres de verdad:
Los demás son todos cerdos o hijos de Satanás. Tú también sirves al demonio,
Red, pero todavía eres humano.
     Me acerqué con mi copa. Gutalin me quitó la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
     -
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
     - Lloremos - dije -. Bebamos las lágrimas del pecado.
     - Porque el día está cerca - anunció Gutalin -. Porque el corcel blanco
está  ensillado y  su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de  los  que se  hayan vendido  a Satanás  serán  en vano. Sólo los  que han
resistido a él se salvarán. Ustedes, hijos del hombre,  que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los  juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de Satanás, a ustedes les digo: ¡Están ciegos!
despierten antes de que  sea demasiado  tarde!
diablo!
     Se  interrumpió  como si hubiera  olvidado lo  que  seguía.  De  pronto
preguntó, en tono distinto.
     -  ¿Puedo tomar un trago aquí?  Sabes, Red, me  emborraché de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, están cayendo al abismo
y arrastran a otros también".  Pero  ellos  se  ríen, nada más.  Por  eso le
aplasté la nariz al dueño del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qué?
     Dick se acercó y puso la botella sobre la mesa.
     - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
     Dick me echó una mirada de soslayo.
     - Está dentro de la ley  - dije -.  Nos estamos tomando el cheque de la
bonificación.
     - ¿Fuiste a la Zona? - preguntó Dick -. ¿Trajiste algo?
     - Un vacío lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
     - ¡Un vacío! - repitió Gutalin, lleno de  pena  -.
por vaya  a saber  qué  vacío! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿Cómo sabes, Red, cuánto de pena y de pecado...?
     - Calla,  Gutalin  -  dije severamente -. Bebe y  festeja que  yo  haya
vuelto con vida. Por el éxito, amigos míos.
     Dio buen  resultado aquel brindis por el éxito.  Gutalin se vino  abajo
por completo. Sollozaba, las lágrimas le brotaban como agua  de una canilla.
Lo conozco bien; es nada más que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una  tentación  del  diablo.  Que no  deberíamos sacar  nada  de allí  y que
deberíamos poner  de  nuevo  en  ella  todo  lo que  hemos sacado.  Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me  gusta; me refiero a  Gutalin. Siempre me  gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botín sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y  de noche lo lleva a  la Zona y  lo entierra.  Estaba esperando,
pero pronto pararía.
     - ¿Qué es  un vacío lleno? - preguntó Dick -. Sé qué  son los vacíos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
     Se lo expliqué. Él asintió y se lamió los labios.
     - Sí, es muy interesante. Una cosa  nueva. ¿Con  quién fuiste,  con  el
ruso?
     - Sí,  con Kirill  y Tender.  Lo conoces, ¿no? Es nuestro  asistente de
laboratorio.
     - Te habrán vuelto loco.
     -  Nada  de  eso,  se portaron  muy bien. Especialmente Kirill.  Es  un
merodeador nato. Necesita un poco más de  experiencia  que le lime el apuro.
Con él iría a la Zona todos los días.
     - ¿Y todas las noches? - preguntó, con una mueca de borracho.
     - Termínala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
     - Un chiste es un chiste, ya lo sé, pero me puede meter en un montón de
problemas. Te debo uno.
     - ¿Quién tiene uno? - preguntó Gutalin, excitado -. ¿Cuál es?
     Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su  silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendió. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando más y más gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se  habían  ocupado. Ernest llamó  a  las muchachas, que empezaron  a servir
bebidas a los  clientes:  cerveza, cócteles,  vodka. Noté  que  había muchas
caras nuevas  en la ciudad, últimamente; en su mayoría, jóvenes novatos  con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencioné
a Dick y él asintió.
     - ¿Qué quieres?
     -  Están  empezando  un  montón de  construcciones. El Instituto  va  a
levantar  tres edificios nuevos.  Además piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho  viejo. Ya  se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
     -  ¿Cuándo  fueron buenos los tiempos  para los merodeadores? - observé
yo.
     Y pensé: "Caramba,  ¿qué novedades son  éstas?  Parece que ya  no voy a
poder hacer un  poco  de plata extra por ese lado.  Tal vez sea para  mejor.
Menos  tentaciones. Iré a la Zona de día,  como un ciudadano  decente. No se
gana lo mismo,  por supuesto, pero es mucho más seguro.  La cabina, el traje
especial y todo  eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo  y  emborracharme con  las  bonificaciones". Pero entonces  me  sentí
verdaderamente  deprimido.  Otra vez a  juntar  centavitos:  Esto  lo  puedo
comprar,  esto no. Tendría  que  ahorrar para comprar a Guta los  trapos más
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los días eran grises,  y también las tardes, y también  las
noches.
     Y mientras yo pensaba así Dick me chillaba en la oreja:
     -  Anoche,  en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
Había unos tipos  nuevos.  No me  gustó nada el aspecto  que tenían.  Uno se
acercó a mí e inició una  conversación con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocía, que sabe lo que hago, dónde trabajo, e insinuando que él me pagaría
muy bien por varios servicios.
     - Un pasador de datos - dije.
     Eso no me interesaba  mucho. Estaba harto de  pasadores de datos  y  de
charlas sobre trabajitos.
     - No, compañero, no  era  eso. Escucha. Le  seguí  la  corriente por un
rato, con  mucho cuidado, por supuesto. Tiene interés en ciertos objetos que
hay en  la  Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas,  las gotitas
negras  y  esas tonterías  no le  atraen  en absoluto.  Se  limitó a sugerir
indirectamente lo que quiere.
     - ¿Qué es?
     - Jalea de brujas, por lo  que  entendí - respondió Dick, mirándome con
expresión extraña.
     - Oh,  así que  quiere jalea de brujas, ¿eh? Y  ya que  estamos, ¿no le
gustarían algunas lámparas de la muerte?
     - Eso mismo le pregunté yo.
     - ¿Y?
     - ¿Me creerás si te digo que también quiere?
     - ¿Ah, sí? -  dije -. Bueno, que vaya  a buscarlas, Es  una pavada. Los
sótanos están  llenos de  jalea  de brujas. Que  agarre un  balde  y vaya  a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
     Dick  no  respondió; me miró sin  sonreír siquiera. ¿Qué diablos estaba
pensando? ¿No tendría intenciones  de contratarme a mí? Y  en ese momento se
me ocurrió.
     - Un momento - dije -. ¿Quién era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
     -  Está  bien -  replicó Dick, hablando  con  lentitud y  sin  dejar de
observarme -. Es en la investigación donde está el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quién era ése?
     No, no entendía nada.
     - ¿Te refieres a los Visitantes?
     Él rió, me palmeó la mano y dijo:
     - ¿Por qué no tomas un trago?
     - Por mi parte, de acuerdo.
     Pero me sentía enojado. Así que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
     - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
     Gutalin  estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacía sobre  la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compañía.
     - Ahora bien - exclamé después -. No sé si soy un alma simple o un alma
complicada, pero  te diré lo que puedes hacer  con ese  tipo. Ya  sabes cómo
quiero a la policía, pero lo denunciaría.
     - Seguro.  Y entonces la policía te preguntaría por qué  ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
     - No importa  -  repuse, sacudiendo la  cabeza -.  Tú, pedazo de idiota
gordinflón, hace sólo tres años que estás en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas más que en el cine. Tendrías que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de  agallas,  que no piden  más que plata y más plata, pero  ni siquiera  el
finado  Zalamero se habría metido en  un  asunto de  esos. Cuervo  Burbridge
tampoco aceptaría. No quiero ni  pensar  qué clase de tipo puede querer  esa
jalea de brujas y para qué.
     - Bueno, tienes razón - dijo  Dick -. Pero te diré:  no me gustaría que
cualquier día me encontraran en la cama, habiendo cometido  suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona práctica,  y me gusta vivir.  Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbré.
     - ¡Señor Noonan! - gritó Ernest desde el mostrador -.
     -
de Envíos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
     Se levantó para atender el teléfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin  no ayudaba en nada,  ataqué la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde  vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fácil hablar
de la paz eterna y de la armonía que  vendrá de  la Zona.  Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por  el contrario, es inteligente de veras), pero no  sabe
un  bledo  de  la  vida.  Ni  siquiera  imagina  qué clase  de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea  de brujas. Gutalin será un borrachín y  un chiflado por  la religión,
pero a lo mejor no está tan desacertado. Tal vez  deberíamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
     Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupó la silla de Dick.
     - ¿El señor Schuhart?
     - Sí. ¿Qué hay?
     - Me llamo Creonte. Soy de Malta.
     - ¿Cómo andan las cosas por Malta?
     -  Las cosas  andan muy  bien por  Malta, pero no es de eso  que quería
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
     "Ajá", pensé. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en él. Aquí está este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todavía no sabe lo
que es afeitarse o besar a  una mujer. Pero a Ernest  no le importa nada. Lo
único  que  quiere es mandar más gente a la Zona. Sólo uno de cada tres sale
con botín, pero eso para él es dinero."
     - ¿Cómo anda el viejo Ernest? - pregunté. Él miró hacia el mostrador.
     - Tiene buen aspecto. Me gustaría estar en lugar de él.
     - A mí no. ¿Quiere una copa?
     - Gracias, no bebo.
     - ¿Un cigarrillo?
     - Perdone, pero tampoco fumo.
     - Maldito seas. ¿Para qué  diablos quieres la  plata,  entonces?  Él se
ruborizó y dejó de sonreír.
     - Tal vez eso sea  cosa  mía  solamente  - dijo  en voz baja -.  ¿No le
parece, señor Schuhart?
     - Tienes toda la razón del mundo.
     Me serví otros cuatro dedos, Ya  me estaba zumbando la cabeza  y sentía
una  agradable  pesadez  en  los  miembros. La Zona  me  había liberado  por
completo.
     -  En  este  momento estoy  completamente  borracho - aclaré  -.  Estoy
celebrando,  como puedes ver.  Entré en  la Zona,  salí  vivo  y además  con
dinero. Eso no ocurre con  frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavía.  Así que preferiría  dejar  cualquier asunto  serio  para más
tarde.
     Él se  levantó de un salto,  pidiendo disculpas. Entonces  vi que  Dick
había regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traía me di
cuenta de que pasaba algo feo.
     - A que tus tanques pierden otra vez el vacío.
     - Sí - dijo -. Otra vez.
     Se  sentó, se  sirvió un trago y volvió a llenar mi vaso. Comprendí que
el  problema  no  tenla  ninguna  relación con mercaderías en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envíos:
     -  Bebamos,  Red - dijo, y sin esperarme bajó su vaso de un  trago y se
sirvió otro -. ¿Sabes que murió Kirill Panov?
     Estaba tan aturdido que no entendí bien. Alguien había muerto, y qué.
     - Bueno, bebamos por el difunto.
     Me miró abriendo  mucho los  ojos.  Sólo entonces sentí  como si  se me
hubiera roto un  resorte dentro  del cuerpo. Recuerdo  que me levanté  y  me
apoyé contra la mesa para mirarlo.
     - ¿Kirill?
     Tenía la telaraña ante los ojos,  la oía crujir al romperse. Y a través
del misterioso ruido  de ese crujir oí la voz  de Dick, como  si viniera  de
otra habitación.
     -  Ataque  al  corazón. Lo  encontraron  en  la  ducha,  desnudo. Nadie
entiende   qué   le  pasó.  Preguntaron   por  ti.  Les  dije   que  estabas
perfectamente.
     - ¿Qué quieren entender? Es la Zona.
     - Siéntate. Siéntate y toma algo.
     -  La Zona - repetí, sin poder dejar  de pronunciar  esa  palabra -. La
Zona, la Zona...
     No veía nada  a mi  alrededor,  salvo la telaraña. Todo  el  bar estaba
preso  en la  telaraña, y  cuando  la  gente  se  movía  la telaraña  crujía
suavemente.  El muchacho  maltés  estaba de pie  en  el medio, con  cara  de
sorprendido. No comprendía una palabra.
     -  Muchachito  -  le  dije  con  suavidad  -,  ¿cuánto  necesitas?  ¿Te
alcanzaría con mil? Toma, aquí tienes.
     Le arrojé el dinero a puñados y empecé a gritar:
     -  ¡Ve a decirle a Ernest que  es un hijo de puta,  una porquería!
tengas  miedo,  díselo! Porque  además es cobarde. Díselo, y  después te vas
directamente  a  la estación y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sé  que  otra cosa grité. Pero sí  recuerdo que  terminé
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
     - Parece que hoy tienes dinero - dijo.
     - Sí, tengo un poco.
     -  ¿Por  qué  no  me  haces un préstamo? Mañana  tengo  que  pagar  los
impuestos.
     En ese momento me  di cuenta de que tenía un manojo de  billetes en  la
mano.
     - Así que no acepto - dije, mirando el montón -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que  veo.  Bueno,  yo no tengo nada que ver con eso.
Todo está en manos del destino.
     - ¿Qué te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
     - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
     Listo para las duchas.
     - ¿Por qué no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
     - Murió Kirill - le dije.
     - ¿Qué Kirill? ¿El manco?
     Más manco serás tú, hijo de puta. Ni con mil como tú se podría hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte,  eso  es.  Nos  tienes  a todos comprados  con  tu plata. ¿Te
gustaría que te hiciera pedazos el local?
     Justo  cuando  retrocedo para  asestarle uno de los buenos  alguien  me
sujetó y me  llevó a otro  lado.  Yo  no entendía  nada ni  quería entender.
Grité, luché,  lancé puntapiés. Cuando recobré el sentido estaba en el baño,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocí al mirarme en
el espejo. Se me contraía la mejilla, cosa que nunca  me había pasado. Desde
fuera me llegó ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, más potentes que los de un oso pardo:
     -
simientes del diablo?
     Y el ulular de las sirenas de policía.
     En cuanto las oí, mi cerebro se aclaró  como un  cristal. Recordé todo,
supe  todo, comprendí todo. En el alma no me quedaba más que un odio helado.
"¡Muy  bien!,  pensé,
merodeador, grandísimo chupasangre!".
     Saqué  un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apreté
un par de  veces para ponerlo en funcionamiento, abrí la puerta  que daba al
bar y lo dejé caer silenciosamente en la escupidera. Después abrí la ventana
y  salí a la calle. Me habría gustado quedarme por allí para ver qué pasaba,
pero  tenía  que irme  cuanto  antes. Los picapicas me provocan  hemorragias
nasales.
     Mientras  corría por  el patio trasero oí que  mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas  antes que los  humanos. En seguida
alguno  de los que  estaban en  el bar chilló con  tantas  ganas  que se  me
taparon los  oídos, aun a esa distancia. No me costó imaginar a esa multitud
que se  enloquecía allí dentro: algunos caerían en  una profunda  depresión,
otras  saldrían  volando  y  algunos se  dejarían  ganar  por el  pánico. El
picapica es algo terrible. Pasará mucho tiempo  antes de que Ernest vuelva a
llenar  el  local.  No  le costará  mucho adivinar  que  fue obra  mía,  por
supuesto, pero  me importa un rábano. Se acabó. Red,  el  merodeador, ya  no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseñar  a  otros tontos a
arriesgar  la de ellos. Kirill,  compañero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razón. Ése no  es
sitio para seres humanos. La Zona está maldita.
     Salté  por el  cerco y tomé rumbo a casa. Me  mordía los labios;  tenía
ganas de llorar, pero no podía. No veía más  que vacuidad, tristeza. Kirill,
compañerito, mi único amigo, ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo me las arreglaré
sin ti? Tú  me pintabas  imágenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorará por ti, pero yo  no puedo.  Y
todo fue culpa mía. Mía,  mía solamente,  porque soy  un inútil. ¿Cómo se me
ocurrió  meterte en ese garaje sin  dejar  que acostumbraras los  ojos a  la
oscuridad?
     Había  vivido toda  mi existencia como un lobo, sin preocuparme más que
por  mí mismo.  Y de pronto había  decidido  convertirme en  un  benefactor,
hacerle un pequeño regalo. ¿Para qué demonios le  mencioné  ese vacío?  Cada
vez que lo pensaba sentía un dolor en la garganta, ganas de aullar.  Tal vez
lo hice,  porque la  gente me evitaba por la  calle. Y de  pronto  las cosas
mejoraron: Guta  venía  hacia mí.  Venía hacia mí, mí preciosa,  mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceándose sobre las
rodillas.  En cada puerta había un par  de  ojos  que la seguían, pero  ella
caminaba en línea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta  entonces de que me
estaba buscando.
     - Hola - dije -. Guta, ¿adónde vas?
     Apreció con una sola mirada mi cara  aporreada,  mi  chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
     - Hola, Red. Iba a verte.
     - Ya lo sé. Vamos a mi casa.
     Se volvió sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello  largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
     - No sé, Red. Tal vez no quieras verme más.
     Se me estrujó el corazón. ¿Y eso? Pero hablé tranquilamente:
     - No entiendo adónde quieres llegar,  Guta.  Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por qué crees que no voy a querer verte más?
     La tomé de la mano y los dos echamos a andar  lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habían estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo  en
esa calle desde  que nací  y todos conocen muy  bien a  Red. Y el que no  me
conoce no tardará en hacerlo; es algo que se siente.
     - Mamá  quiere  que me haga un  aborto -  dijo, de pronto  -. Y  yo  no
quiero.
     Di varios pasos más antes de comprender lo que estaba diciendo.
     -  No quiero abortar.  Quiero tener un hijo tuyo.  Puedes hacer  lo que
quieras, irte al último rincón del mundo. No te voy a retener.
     La  escuché, vi que se iba alterando más y más, mientras  yo me  sentía
cada vez más aturdido. Eso no tenía pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre más.
     - Ella me dice que si tengo un hijo de un  merodeador será un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no  tendremos  familia.  Que hoy
estás  libre y  mañana en  la  cárcel.  Pero todo eso  no me importa,  estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme  sola y criarlo  hasta  que sea
hombre: sola. Lo tendré sola, lo criaré sola y lo educaré sola. Me las puedo
arreglar sin ti, también,  pero no vuelvas a buscarme. No te dejaré pasar de
la puerta.
     - Guta, querida mía - dije -, espera un minuto...
     No pude seguir hablando. Una  risa nerviosa, idiota,  me crecía dentro,
surgía ya.
     - Pichoncita mía, entonces ¿para qué me buscas?
     Estaba riendo  como un campesino estúpido  mientras ella lloraba contra
mi pecho,
     - ¿Qué  será de nosotros,  Red? -  preguntó entre sus  lágrimas -. ¿Qué
será de nosotros?

     2. Redrick Schuhart, veintiocho años, casado, sin ocupación permanente.

     Redrick Schuhart, echado tras  una lápida, observaba al patrullero  por
entre las  ramas  del fresno, los reflectores del coche se paseaban  por  el
cementerio; de  vez en cuando le daban en los  ojos, haciéndole parpadear  y
contener el aliento.
     Habían pasado dos horas,  pero nada cambiaba en la ruta. El  patrullero
seguía estacionado en  el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus  tres  reflectores  las  tumbas  en  decadencia,  las  cruces torcidas y
herrumbradas,  los fresnos demasiado crecidos y  sin podar,  y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allí, a la izquierda.
     La patrulla de la costa tenía miedo a la Zona. Ni siquiera  bajaban del
coche. Cerca del  cementerio el miedo  era  tan grande que no se  atrevían a
disparar. Redrick los  oía hablar en voz baja  de tanto  en tanto; a  veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del  coche para  rodar  por la ruta,
resbalando, esparciendo débiles chispas rojas. Todo estaba muy húmedo; había
llovido  poco  antes, y aquel  frío malsano se  le filtraba por el  mameluco
impermeable.
     Redrick soltó la rama  con cuidado, volvió la cabeza y prestó atención.
Hacia  la  izquierda (en algún sitio  no  demasiado  alejado,  pero  tampoco
demasiado cerca) había otra persona. Oyó crujir  las hojas una vez más, y la
tierra que cedía; al fin se oyó el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezó a arrastrarse  hacia atrás, con mucha prudencia y  sin volver
la cabeza, aferrado  al pasto húmedo. El rayo luminoso le pasó  por sobre la
cabeza. Él permaneció un instante quieto como una estatua, siguiéndolo en su
silencioso paseo. Entre las  cruces  le pareció ver  a  un hombre de  negro,
sentado  sin  moverse en  una de  las tumbas.  Estaba apoyado sin  disimular
contra un  obelisco de mármol y volvía  hacia  Redrick  la cara  blanca, las
cuencas negras y hundidas. No  lo había visto con claridad, pues apenas  fue
un segundo, pero tenía todos los detalles archivados en la imaginación.
     Se arrastró unos  pasos más y buscó la petaca que tenía en la chaqueta.
La sacó; apoyó el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Después,
aún aferrado a  la  petaca, siguió reptando.  Dejó de escuchar  y miró  a su
alrededor.
     En la pared había una abertura.  Allí estaba Burbridge,  con un agujero
de bala  en  el impermeable a rayas  de color gris  plomo. Todavía seguía de
espaldas, tironeando del cuello  de su tricota con las dos manos y  gimiendo
de dolor. Redrick se  sentó  junto a él y desenroscó la  tapa de la  petaca.
Levantó con cuidado la cabeza a su compañero, sintiendo en la palma la calva
caliente,  sudorosa,  pegajosa, y le  llevó el  pico  a  los  labios. Estaba
oscuro, pero los débiles  rayos  de los  reflectores le permitieron ver  los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la  oscura  barba de pocos días que
le cubría las mejillas. Burbridge bebió ávidamente varios tragos; en seguida
tendió una mano nerviosa para palpar el saco donde tenía el botín.
     -  Volviste... Red... Buen compañero.  No  eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
     Redrick echó la cabeza atrás y tomó un trago largo.
     - Todavía está allí, como si estuviera clavado a la ruta.
     - No es casualidad. Alguien pasó el dato. Nos estaba esperando.
     Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
     - Puede ser - respondió Redrick -. ¿Quieres otro trago?
     -  No. Por ahora basta.  No me abandones. Si no me abandonas no moriré.
No tendrás que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarás, Red?
     Redrick  no  respondió. Estaba mirando  hacia  la  carretera, hacia los
destellos de  luz. Desde  allí veía  el  obelisco de mármol, pero  no  si él
estaba sentado allí o no.
     - Oye, Red, no estoy diciendo tonterías. No te arrepentirás. ¿Sabes por
qué vive todavía el viejo  Burbridge?  ¿Lo  sabes?  Bob  el  Gorila reventó.
Faraón  el  Banquero  estiró la  pata,  y qué  merodeador  era, pero  murió.
Zalamero también.  Y  Norman el Cuatro-Ojos,  y Culligan,  y  Pedro el Roña.
Todos. Soy el único que sigue vivo. ¿Y por qué? ¿Lo sabes?
     -  Siempre  fuiste una  rata - dijo Red, sin  quitar  los  ojos  de  la
carretera -. Un hijo de puta.
     - Una  rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. Faraón,  Zalamero...  Sin  embargo soy el único  que queda. ¿Sabes por
qué?
     - Sí, lo sé - dijo Red, para acabar con la charla.
     - Mientes. No lo sabes. ¿Has oído hablar de la Bola Dorada?
     - Sí.
     - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
     - Será mejor que calles. Ahorra fuerzas.
     -  Estoy  bien. Tú me  sacarás  de  aquí.  Hemos  ido  a la Zona tantas
veces...  ¿Serías  capaz  de  abandonarme?  Te  conocí  cuando...  Eras  tan
chiquito... Tu padre...
     Redrick  no  respondió.  Hubiera  dado  cualquier  cosa  por  fumar  un
cigarrillo.  Sacó uno, rompió  el  tabaco entre las manos  y lo  olfateó. No
sirvió de nada.
     - Tienes que sacarme de aquí. Me quemé por causa tuya. Fuiste tú el que
no quiso traer al maltés.
     El maltés ardía  por  ir con ellos. Los había  tentado toda  la  tarde,
ofreciéndoles un buen porcentaje, jurando que conseguiría un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado  junto a él, seguía guiñando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "Llevémoslo, no nos irá mal".  Tal vez fue por eso que  Red
se negó.
     -  Te pasó eso por ambicioso - dijo fríamente  Red -, Yo no  tengo nada
que ver. Será mejor que te quedes quieto.
     Por un rato Burbridge se limitó a gemir. Volvió a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrás.
     - Puedes quedarte con todo el botín - jadeó -. Pero no me abandones.
     Redrick  miró su reloj. No faltaba mucho para el  alba, y el patrullero
no se  iba.  Los reflectores seguían  buscando entre  los arbustos,  y ellos
habían dejado el jeep  camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarían en cualquier momento.
     -  La  Bola Dorada - dijo Burbridge  -. La  hallé.  Se contaban  tantas
leyendas  sobre  ella.  Yo  mismo  inventé  unas  cuantas.  Que te  concedía
cualquier deseo...
aquí. Estaría dándome la gran vida en Europa, nadando en plata.
     Redrick bajó la vista hacia él. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecía la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
     -  Juventud eterna, qué  diablos la iba a conseguir. Plata, eso  menos,
qué diablos. Pero conseguí salud.  Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en qué lugares he estado, pero todavía estoy vivo.
     Se lamió los labios y prosiguió:
     - Sólo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
     - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin  -.  Pareces una  mujer. Si
puedo te sacaré de aquí. Lo siento por tu Dina. Tendrá que hacer la calle.
     - Dina - susurró ásperamente el viejo -. Mi pequeña. Mi preciosa. Están
malcriados, Red. Nunca  les negué nada. Se verán perdidos. Arthur, mi Artie.
Tú lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como él?
     - Ya te lo dije: si puedo te salvaré.
     - No - replicó Burbridge, tercamente  -.  Me  sacarás de  aquí sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dónde está?
     - Dale.
     Burbridge gimió y movió el cuerpo.
     - Mis piernas... Fíjate cómo están.
     Redrick  alargó una mano y la  deslizó por  la pierna, por debajo de la
rodilla.
     - Los huesos... - gimió el herido -. ¿Todavía hay huesos allí?
     - Hay huesos. Deja de meter bulla.
     - Estás mintiendo. ¿Para qué mentir? ¿Crees que no lo sé, que nunca  he
visto nada de esto?
     En realidad no tocaba más que la rótula. Por debajo, hasta el  tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podían haber hecho nudos con ella.
     - Las rodillas están enteras - dijo Red.
     - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
     - Bueno, está bien. Tú sácame de aquí, nada más.  Te daré todo. La Bola
Dorada. Te dibujaré un mapa. Con todas las trampas. Te contaré todo.
     Prometió muchas  otras  cosas, pero  Redrick no le  prestaba  atención.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habían dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergían sobre aquel obelisco. En la
neblina  azul brillante,  Redrick  vio  que  la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre  las cruces; parecía moverse a  ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de  ella para continuar
la  marcha, con los brazos extendidos hacia adelante  y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareció  como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes después reapareció hacia la derecha, algo  más lejos; caminaba con
una  terquedad inhumana  y estrafalaria, como un juguete al  que le hubieran
dado cuerda.
     De pronto  las luces  se  apagaron. Chirrió  la transmisión,  rugió  el
motor;  entre las matas aparecieron las luces de señales, azules y rojas. El
patrullero salió disparado, acelerando salvajemente  rumbo  a  la ciudad,  y
desapareció tras el muro.
     Redrick tragó saliva y bajó la cremallera de su mameluco.
     - Se han ido - murmuró Burbridge, febril -. Red, vámonos, pronto.
     Giró sobre sí, buscando a tientas su bolsa, y trató de levantarse.
     - Vamos, ¿qué esperas?
     Redrick seguía mirando hacia la ruta. Estaba a  oscuras y ya no se veía
nada,  pero él  merodeaba todavía por  ahí,  seguramente, como un  autómata,
tropezando, cayendo,  golpeándose contra  las  cruces  o enredándose  en los
matorrales.
     - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
     Levantó a Burbridge, que se le  colgó del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastró en cuatro patas, llevándolo
sobre la espalda; así pasó por la grieta de la pared, agarrándose del  pasto
mojado.
     - Vamos,  vamos - susurró ásperamente Burbridge  -. No te preocupes: yo
tengo el botín y no lo soltaré.
     El sendero le era conocido,  pero el  pasto mojado lo hacía resbaloso y
las ramas de los  fresnos  le  azotaban  la cara;  aquel  viejo robusto  era
insoportablemente pesado, como un cadáver; la bolsa  del botín hacía ruido y
se enganchaba en todas partes; además Red tenía miedo de encontrarse con él,
que podía estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
     Cuando salieron  a  la carretera todavía  estaba  oscuro,  pero  ya  se
presentía el  alba. En  los bosquecillos,  del otro  lado de  la  ruta,  los
pájaros  comenzaban  a piar,  inseguros  y soñolientos, la penumbra nocturna
estaba  tomando  un tono azul  sobre  las  casas  negras  de  los  suburbios
distantes.  Desde  allí  venía  una brisa  húmeda  y  fría.  Redrick  dejó a
Burbridge en  el recodo de la ruta y cruzó el pavimento como una  gran araña
negra.  No tardó en  hallar  el  jeep;  apartó  las  ramas que  cubrían  los
paragolpes y  la capota,  y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
Allí estaba Burbridge, con  la bolsa en  una mano, tocándose las piernas con
la otra.
     - ¡Apúrate! Apúrate, las rodillas, todavía tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
     Redrick lo levantó y lo arrojó por sobre su costado,  hacia  el asiento
trasero.  Burbridge aterrizó allí con un gruñido, pero  sin soltar la bolsa.
Redrick recogió el impermeable de rayas grises y lo cubrió con él. Burbridge
logró incluso quitarse el saco.
     Red sacó  una linterna y revisó el recodo en busca de huellas. No había
muchas.  El  jeep  había  aplastado  algunos  pastos altos  al  salir  a  la
carretera, pero la hierba se volvería a erguir en un par de horas. Había una
enorme cantidad  de colillas en torno al sitio que ocupara  un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordó que tenía ganas de fumar. Encendió un
cigarrillo,  aunque más  aun  deseaba salir de allí  lo  antes posible. Pero
todavía no podría hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
     - ¿Qué pasa?  - gimió Burbridge desde el auto -. Todavía no volcaste el
agua y los aparejos de pesca están secos.  ¿Qué  espera?
botín!
     - ¡Cállate!
     - ¿Qué  suburbios? ¿Estás loco?
puta!
     Redrick dio  una  última chupada y guardó  la  colilla en  la  caja  de
fósforos.
     - No seas idiota, Cuervo. No  podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrán por lo menos una vez.
     - ¿Y qué?
     - En cuanto te vean los pies se acabó la juerga.
     - ¿Qué hay con  mis  pies? Estuvimos  pescando. Me lastimé las piernas,
eso es todo.
     - ¿Y si te las palpan?
     - Que las palpen. Gritaré tanto que no volverán a palpar, una pierna en
su vida.
     Pero Redrick ya estaba decidido.  Levantó el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abrió un compartimiento secreto y dijo:
     - A ver, dame eso.
     El tanque de nafta  que tenían  bajo el asiento era falso. Redrick tomó
la bolsa y la puso dentro, prestando atención a los tintineos que se oían en
ella.
     - No quiero correr ningún riesgo - murmuró -. No tengo derecho.
     Volvió  a  poner  la  tapa, la  cubrió con basuras  y trapos  y  colocó
nuevamente el asiento. Burbridge gemía, gruñía, le  suplicaba que se apurara
y le prometía la Bola Dorada. Agitándose en el asiento,  miraba ansiosamente
los rayos  de  luz,  cada vez más intensos.  Redrick no le  prestó atención;
abrió la bolsa plástica llena de agua, que contenía un pez, y volcó el  agua
sobre  los  aparejos  de pesca;  en  cuanto al agitado  pez, lo  echó  en el
canasto. Después dobló  la bolsa de  plástico y se la guardó en el bolsillo.
Ya  estaba todo en orden: dos pescadores  que volvían de una  salida no  muy
provechosa. Se instaló al volante y puso el motor en marcha.
     No encendió las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendía aquel muro de  tres metros  de ancho,  bordeando  la Zona; hacia la
derecha,  de  vez  en  cuando,  alguna cabaña abandonada,  con  las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veía bien en la oscuridad; además,
de  cualquier modo, ya  no estaba tan oscuro, y por otra parte  él sabía que
vendría.  Así  que  cuando  vio  aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rítmico, ni siquiera aminoró la marcha. Se encorvó sobre el
volante.  Él caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigía hacia la ciudad. Redrick lo dejó a la izquierda y aceleró.
     -
¿viste eso?
     - Sí.
     - ¡Dios!
     Y de pronto Burbridge empezó a rezar en voz alta.
     -
     La curva  tenía que estar  allí,  muy cerca. Redrick aminoró la marcha,
buscando entre  la  hilera  de casas decadentes  y entre  los  cercos de  la
derecha. La vieja cabaña del transformador, la pértiga con los soportes,  el
puente  podrido sobre la  alcantarilla. Redrick  hizo girar  el volante.  El
coche viró con una sacudida.
     - ¿Adónde vas? -  gimió Burbridge -.
hijo de puta!
     Redrick se volvió por un  segundo y le asestó  una bofetada  en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optó  por guardar silencio. El coche se
sacudía mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
     Redrick encendió las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos,  cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbía.  Ya no  prometía nada más.
Se quejaba  y  amenazaba, pero  en voz muy baja  y  nada  clara;  Redrick no
comprendía más que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin calló.
     La aldea se extendía a lo largo del  borde occidental  de la ciudad. En
otros tiempos había allí casas  de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeños lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor  y
la contaminación de la planta nunca llegaban  a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado.  Sólo una de las  casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veía una luz amarilla a través de las cortinas corridas, en
la soga había ropa mojada  por  la  lluvia y  un perro  enorme  se precipitó
furiosamente contra  el vehículo,  para perseguirlo  a través  del barro que
lanzaban las ruedas.
     Redrick  condujo  con  cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista  la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagó
el motor. Después se bajó  para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con  las  manos metidas  en  los bolsillos  húmedos del mameluco.  Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguía húmedo, silencioso y soñoliento. Observó
la  ruta  por  entre  los  arbustos del costado.  Desde  ese  punto  se veía
claramente el puesto de policía:  una pequeña casa rodante con tres ventanas
iluminadas.  El patrullero  estaba  estacionado junto a ella, vacío. Redrick
siguió observando por un rato. No se veía actividad en el puesto de policía;
los vigilantes quizás habían sentido frío y cansancio durante la noche y  se
estaban calentando en la casa rodante, soñando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "Qué esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. Buscó
la  manopla  de bronce que  tenía en el bolsillo y deslizó los  dedos en los
anillos, apretando el metal frío en el puño; acurrucado aún  para protegerse
del  aire helado, con  las  manos  en los  bolsillos,  retrocedió. El  jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, había quedado entre los arbustos; era un
sitio  silencioso  y  oculto. Tal vez nadie  había estado  por  allí  en los
últimos diez años.
     Cuando Redrick llegó  hasta  el vehículo,  Burbridge se  incorporó para
mirarlo, boquiabierto. Parecía más viejo.  aún, arrugado, calvo, sin afeitar
y  con los dientes carcomidos. Se  miraron  mutuamente en  silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
     - El  mapa... todas las trampas, todas... La hallarás:  no  tendrás por
qué arrepentirte.
     Redrick  lo escuchó sin moverse. Al fin aflojó  los dedos y dejó que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
     - Bueno. Te limitarás a quedarte allí acostado,  como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
     Se instaló tras el volante y puso el jeep en marcha.
     Todo  salió  bien. Nadie  salió de  la casa  rodante  para  detenerlos;
pasaron  lentamente,  obedeciendo  todas  las  indicaciones  de  tránsito  y
haciendo las señales debidas. Después Redrick aceleró y puso rumbo al centro
por  la parte sur. Eran las seis de la mañana. Las calles estaban vacías; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los semáforos parpadeaban solitarios e
inútiles  en las intersecciones. Pasaron  junto a la  panadería, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintió envuelto en una ola de olor a pan
recién horneado, cálido, increíblemente delicioso.
     - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los músculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
     - ¿Qué? - preguntó Burbridge, asustado.
     -  Dije   que  estoy  muerto  de  hambre.  ¿Adónde  vamos?  ¿A  casa  o
directamente al Matasanos?
     - Al  Matasanos,  y pronto -  vociferó  Burbridge,  inclinándose  hacia
adelante  y  lanzando su  aliento  caliente  contra  el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de él.
más rápido o no? Pareces una tortuga.
     Impotente,  enojado,  se  lanzó en  una serie  de  insultos,  jadeos  y
protestas, para acabar con un  ataque de tos. Redrick no contestó;  no tenía
tiempo  ni fuerzas  para  tranquilizar a Cuervo, pues  iba a toda velocidad.
Quería terminar lo  antes posible y dormir  por lo menos una hora  antes  de
acudir a la cita en el Metropole. Viró en la calle  17, siguió dos cuadras y
estacionó frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
     Fue  el mismo  Matasanos quien abrió la puerta. Acababa de levantarse e
iba  camino al baño, vestido con una lujosa bata  de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenía el pelo despeinado y grandes círculos
oscuros bajo los ojos.
     -
     - Ponte los dientes y vamos.
     - Ajá.
     Le señaló la sala de espera con un gesto de la cabeza y salió corriendo
hacia el baño, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allí preguntó:
     - ¿Quién fue?
     - Burbridge.
     - ¿Qué tiene?
     - Las... piernas.
     Redrick oyó  correr el agua; hubo  resoplidos,  chapoteos; algo cayó  y
rodó por el piso de mosaicos del baño.  Se dejó caer en un sillón, exhausto,
y encendió  un  cigarrillo. La  sala de espera  parecía  muy  agradable.  El
Matasanos no  escatimaba  en  gastos;  era  un  cirujano  muy  competente  y
promocionado,  con  mucha influencia en los círculos médicos,  tanto  de  la
ciudad  como del  Estado.  Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos  robados
en  la   Zona  que  utilizaba   en  sus   investigaciones.   Obtenía  nuevos
conocimientos en el  estudio  de  los  merodeadores accidentales  y  de  las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. Además ganaba gloria  y fama como  único médico del  planeta
especializado en  afecciones no humanas. Por otra parte no le hacía asco  al
dinero, y en grandes cantidades menos todavía.
     - ¿Qué es lo que  le pasa en las piernas, específicamente? -  preguntó,
saliendo  del bajo  con un  toallón al  cuello, con una esquina del  cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
     - Cayó en la jalea.
     El Matasanos soltó un silbido.
     - Bueno, se acabó Burbridge. Qué pena; era un merodeador famoso.
     - No importa - observó Redrick, recostándose en  el  sillón -, le harás
piernas artificiales y con ellas podrá volver a la Zona.
     - De acuerdo.
     El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregó:
     - Un momento, voy a vestirme.
     Mientras se vestía hizo un llamado, probablemente a su clínica para que
prepararan todo a fin  de operar. Entre tanto, Redrick seguía inmóvil en  la
silla, fumando.  Sólo se movió una vez, para sacar su petaca. Bebió pequeños
sorbos,  porque sólo quedaba un poquito en el fondo.  Trató de no pensar  en
nada, de esperar, simplemente.
     Después fueron hasta el coche; Redrick ocupó el asiento del conductor y
el Matasanos se sentó junto a él. Inmediatamente se inclinó hacia el asiento
trasero para  palpar  las piernas de Burbridge.  Éste, sumiso  e intimidado,
murmuró patéticamente, prometiendo cubrirlo  de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus  hijos, rogándole  que le salvara por lo menos
las rodillas.
     Cuando llegaron a la clínica el Matasanos estalló en maldiciones al ver
que no había enfermeros esperándolos a la entrada; saltó del coche  antes de
que  éste se  detuviera  y  corrió hacia el interior. Redrick encendió  otro
cigarrillo. Burbridge habló súbitamente, con claridad y  calma, en  completa
calma, al fin, según parecía:
     - Quisiste matarme. No lo olvidaré.
     - Pero no te maté - replicó Redrick.
     - No, no me mataste.
     Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregó:
     - Eso también lo recordaré.
     -  Ajá.  Claro,  tú  no  habrías  tratado de  matarme  -  observó  Red,
volviéndose para  mirarlo -. Me habrías abandonado allí, sin más. Me habrías
dejado en la Zona. Me habrías tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
     El viejo movía nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrío:
     - Cuatro-Ojos se mató solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
     - Hijo de puta -  repuso Redrick tranquilamente, dándole  la espalda -.
Grandísimo hijo de puta.
     Los enfermeros, soñolientos  y arrugados, corrieron  hacia la  entrada,
desplegando  la  camilla por  el trayecto. Redrick se  desperezó y  bostezó,
mientras ellos extraían trabajosamente a Burbridge del asiento  trasero y lo
tendían en la camilla.
     El  viejo  se  mantuvo inmóvil,  con las  manos  unidas sobre el pecho,
mirando al cielo  con  resignación.  Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraño. Era el último
de  los  viejos   merodeadores   que  habían   comenzado  a  buscar  tesoros
inmediatamente  después  de la Visitación,  cuando  la  Zona  no se  llamaba
todavía Zona,  cuando  no  había  institutos,  ni muros,  ni fuerzas de  las
Naciones  Unidas, cuando la ciudad  estaba  petrificada por  el terror  y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periódicos.
En  aquella época Redrick  tenía sólo diez años; Burbridge era aún fuerte  y
ágil;  le  gustaba  beber cuando pagaba otro,  alborotar,  arrinconar a  las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces  era un  lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguió pegándole hasta que ella murió.
     Redrick  dio la vuelta con el coche  y  voló hacia su casa, sin prestar
atención  a los semáforos,  virando en  las  esquinas en  ángulos cerrados y
alertando  con la  bocina  a  los pocos peatones  que  encontraba. Estacionó
frente  al garaje. Al  salir vio que el encargado se  acercaba a él desde el
parquecito; el  tipo  estaba  medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus  ojos  hinchados, expresaban un profundo disgusto, como  si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiércol líquido.
     - Buenos días - dijo cortésmente Redrick.
     El encargado  se detuvo a medio metro de él,  apuntando el pulgar hacia
atrás por sobre el hombro.
     - ¿Eso es obra suya? - Preguntó.
     Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el día.
     - ¿De qué me habla?
     - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgó?
     - Sí.
     - ¿Para qué?
     Redrick, sin responder,  fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguió.
     - Le pregunté por qué colgó esas hamacas. ¿Quién se lo pidió?
     -  Mi  hija  - respondió él,  tranquilamente, mientras hacia correr  la
puerta hacia atrás.
     - No le estoy preguntando por su hija - exclamó el otro, alzando la voz
-. Ésa  es otra cuestión.  Le pregunto  quién le dio  permiso. Quién le dejó
adueñarse del parque.
     Redrick se volvió hacia  él y le miró  fijamente el puente de la nariz,
pálido  y surcado de venas  ramificadas. El encargado  dio un  paso  atrás y
dijo, más aplacado:
     -  Además no ha pintado la terraza,  Cuántas veces  tengo  que  decirle
que...
     - No me moleste. No pienso mudarme.
     Volvió a  subir al jeep y puso el motor en marcha. Al  tomar el volante
vio que tenía los nudillos  muy blancos. Entonces se asomó por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
     - Pero si me obligan a mudarme será mejor que rece, miserable.
     Metió el coche en el garaje, encendió la luz y cerró la puerta. Después
sacó el  botín del tanque falso, acomodó el  vehículo,  puso la  bolsa en un
viejo  cesto de mimbre,  puso arriba de  todo  el aparejo de pesca,  todavía
húmedo y  cubierto  de pasto  y  hojas,  y finalmente agregó  el pescado que
Burbridge  había comprado por  la  noche en un  negocio  de  los  suburbios.
Finalmente  volvió a  revisar  el  auto.  Por  pura  costumbre. Una  colilla
aplastada se había pegado al paragolpes trasero,  hacia la  derecha. Redrick
la  quitó; era  de  cigarrillos suecos.  Después  de  pensarlo un momento la
guardó en la caja de fósforos. Ya tenía tres colillas allí.
     No  encontró  a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero ésta se abrió de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves.  Entró
de costado,  sujetando  el pesado cesto  bajo el  brazo, y se sumergió en la
calidez, en  los olores  familiares del  hogar. Guta le  echó los brazos  al
cuello  y se  quedó inmóvil,  con la  cara apoyada contra su pecho.  Redrick
sintió  que el corazón  de  su  mujer palpitaba locamente, aun a través  del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresuró; esperó, pacientemente, a que
ella  se calmara, aunque  por primera vez se daba cuenta de lo  cansado  que
estaba.
     - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
     Lo soltó y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
     - En un minuto te prepararé el café - dijo desde adentro.
     - Traje un poco de pescado - replicó él, fingiendo  un  tono liviano  y
alegre -. ¿Por qué no lo fríes? Estoy muerto de hambre.
     Ella  volvió, con  la cara oculta tras  el pelo suelto. Redrick dejó el
canasto en el suelo, la ayudó a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
     - Ve  a lavarte - dijo  Guta -.  Cuando  termines el  pescado ya estará
listo.
     - ¿Cómo está Monita? - pregunta él, quitándose las botas.
     -  Se pasó  la tarde parloteando. Apenas conseguí acostarla. No deja de
preguntar dónde está papá, dónde está papá. No puede vivir sin su papá.
     Se  movía  con  celeridad  y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
Hervía el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la  manteca chirriaba  ya  en la  cacerola grande; el aire  estaba
impregnado con el regocijante aroma del café recién preparado.
     Redrick caminó  descalzo hasta  el vestíbulo y recogió el  canasto para
llevarlo a la despensa.  Después  miró  hacia  el dormitorio.  Monita dormía
pacíficamente, con  la sábana arrugada colgando  hasta el suelo y el camisón
enroscado. Era tibia y suave como  un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo  resistir la tentación de acariciarle la espalda cubierta de
cálido  pelaje dorado;  por milésima  vez se maravilló  ante el espesor y la
suavidad de  aquella piel.  Habría querido  levantarla,  pero tenía miedo de
despertarla; además  estaba asquerosamente sucio,  empapado  de  muerte,  de
Zona. Volvió a la cocina y se sentó a la mesa.
     - Sírveme una taza de café. Me lavaré después.
     Sobre  la mesa  estaba  la  correspondencia de la tarde: "La Gaceta  de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas había una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas  Extraterrestres",  número  56.  Redrick tomó  la  jarrita  de café
humeante que le  tendía Guta y tomó  los Informes.  Marcas  y símbolos,  una
especie de cianotipos  y  fotografías  de  objetos  conocidos, tomadas desde
ángulos raros. Otro artículo póstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa Magnética Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en  letras  muy  pequeñas,  decía:  Doctor  Kirill  A. Panov,  URSS,
trágicamente  fallecido durante  un  experimento, en abril de  19..  Redrick
arrojó el diario a un lado, sorbió un poco de café,  quemándose  la  boca, y
preguntó:
     - ¿Vino alguien?
     Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
     - Estuvo Gutalin - respondió finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo desperté un poco.
     - ¿Y Monita?
     - No quería dejarlo ir, por supuesto. Empezó a gritar. Pero le dije que
el tío Gutalin no se sentía  muy bien, entonces me  dijo: "Gutalin está otra
vez todo roto".
     Redrick se echó a reír y tomó otro sorbo. Después preguntó otra cosa.
     - ¿Y los vecinos?
     Guta volvió a vacilar antes de responder.
     - Como siempre - dijo.
     - Bueno, no me cuentes.
     -
mujer de abajo  me  golpeó la puerta, anoche. Tenia  los ojos  desorbitados;
tartamudeaba del enojo, qué por  que serruchamos en  el baño en medio  de la
noche.
     - Esa vieja  puta peligrosa  -  dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
sería  mejor que nos mudáramos? ¿Que compráramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaña vieja, abandonada?
     - ¿Y Monita?
     - Dios mío,  ¿no crees que  nosotros  dos  nos bastaríamos para hacerla
feliz?
     Guta meneó la cabeza.
     - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
     - No, no es culpa de ellos.
     - No vale la  pena hablar de eso. Alguien te llamó. No dejó mensaje. Le
dije que habías salido a pescar. - Redrick dejó la jarrita y se levantó.
     - Okey. Me voy a bañar. Tengo un montón de cosas que hacer.
     Se encerró en el baño, arrojó las ropas al balde y colocó en el estante
las  manoplas de bronce,  el  resto  de las tuercas  y  los tornillos y  los
cigarrillos.  Pasó largo rato girando bajo el agua hirviente, frotándose  el
cuerpo con una esponja áspera  hasta  que le  quedó rojo brillante.  Después
cerró la ducha y  se sentó en el  borde de la bañera, fumando. Las  cañerías
borboteaban; Guta hacía ruido de  platos en la cocina. En seguida se  sintió
olor a pescado frito. Guta llamó a la puerta; le traía ropa interior limpia.
     - Apúrate - indicó -. El pescado se está enfriando.
     Ya  había vuelto a su  estado  normal... y  a sus modales autoritarios.
Redrick  rió entre  dientes mientras se vestía,  es decir, mientras se ponía
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
     - Ahora puedo comer - dijo,  sentándose a la  mesa.  - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
     - Ajá - respondió él, con la boca llena -. Qué pescado rico.
     - ¿Le pusiste agua?
     - Nooo,  lo  siento, señor; no lo haré más, señor. ¿Quieres  sentarte y
quedarte quieta?
     La tomó por la mano y  trató  de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartó y tomó asiento frente a él.
     - Estás descuidando a  tu  marido -  observó él,  otra  vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
     - Lindo  marido tengo en  este  momento. Eres una  bolsa  vacía, no  un
marido. Primero hay que llenarte.
     - ¿Y si pudiera? - preguntó Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
     - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
     Redrick, indeciso, jugueteó con el tenedor.
     - No, gracias.
     En seguida miró el reloj y se levantó.
     - Me voy. Prepárame  el  traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
     Fue a  la despensa,  disfrutando la sensación del  piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerró la puerta; en seguida empezó a poner sobre
la  mesa el botín que había traído. Dos vacíos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas.  Tres brazaletes. Una especie de  argolla  parecida a los brazaletes,
pero más liviana  y dos centímetros más  ancha,  de  metal blanco. Dieciséis
gotitas   negras  en  envase  de  polietileno.  Dos  esponjas   maravillosas
conservadas, del tamaño  de un puño. Tres  picapicas. Una jarra  de  arcilla
carbonatada. Todavía quedaba en la bolsa un recipiente de  porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo  tocó. Siguió
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
     Después abrió un cajón y sacó una hoja de papel, un cabo de lápiz y una
calculadora. Corrió el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribió
número tras número, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
Sumó las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dejó la colilla en un
cenicero y abrió cuidadosamente la  caja,  para esparcir los alfileres en la
hoja  de papel. Éstos,  bajo la luz eléctrica,  eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con  otros colores:  amarillo, verde y rojo. Tomó uno  y lo
apretó cuidadosamente  entre el pulgar y el  índice, con prudencia, para  no
pincharse. Apagó la luz y aguardó un momento, mientras  se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneció en silencio. Lo dejó y tomó otro, para
apretarlo también. Nada. Apretó. un poco más, arriesgándose al  pinchazo,  y
el  alfiler habló:  débiles relampagueos rojos corrieron por él; súbitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes más lentas. Redrick disfrutó  por
un  rato de ese extraño juego de luces. Los Informes decían que tal vez esas
luces significaran algo, quizá muy importante. Lo dejó aparte y tomó otro.
     Así probó  setenta y tres  alfileres, de  los cuales doce  hablaban. El
resto guardaba silencio. En  realidad también ésos podían hablar, pero hacia
falta  una  máquina  especial,  del tamaño  de  una  mesa; con los  dedos no
bastaba. Redrick encendió la luz y agregó dos números más a su lista. Y sólo
entonces decidió hacerlo.
     Metió las  dos manos  en la bolsa y,  conteniendo  el aliento,  sacó un
paquete suave  que dejó  sobre la  mesa. Lo contempló largo rato, frotándose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogió el lápiz,
jugueteó con  él entre los  dedos torpes,  enfundados en  goma,  y volvió  a
dejarlos. Tomó otro cigarrillo y lo fumó  hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
     -
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya está. Basta.
     Juntó rápidamente  todos los alfileres para guardarlos  en  la  caja  y
volvió a levantarse.  Era  hora de salir. Con media hora de sueño tal vez se
le despejara la mente, pero  por otra parte era tal vez  mucho mejor  llegar
allá temprano y ver cómo estaba la situación. Se quitó los guantes, colgó el
delantal y salió de la despensa sin apagar la luz.
     Su traje ya estaba listo, extendido sobre  la cama.  Redrick se vistió.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujió tras él; oyó
una respiración pesada e hizo un gesto para no echarse a reír.
     -
     Algo le agarró la pierna.
     -
Monita, riendo  y chillando, trepó inmediatamente sobre él.  Lo pisoteó,  le
tiró del pelo y lo anegó con un interminable chorro de  noticias. Willy,  el
hijo  del  vecino,  le había arrancado una  pierna a  su muñequita. Había un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco  y de ojos colorados; tal vez no
había hecho caso a la mamá y se había metido en la Zona. Había cenado gachas
de  avena  y jalea. Tío  Gutalin  estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por qué no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qué no
había dormido mamá en toda la noche? ¿Por qué tenemos cinco dedos y sólo dos
manos y nada más  que una nariz?  Redrick abrazó  cautelosamente  a  aquella
criatura  cálida que trepaba por él;  miró  aquellos ojos enormes y oscuros,
sin  parte  blanca, y  frotó  la  mejilla  contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
     - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeña Monita, tú.
     El teléfono sonó junto a su oído. Levantó el tubo.
     - Escucho.
     Silencio.
     - ¡Hola!
     No hubo  respuesta.  Se  oyó  un  chasquido  y  después  tonos cortos y
repetidos. Redrick  se  levantó,  dejó  a Monita en  el suelo  y se  puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle  más  atención. Monita charlaba sin
cesar, pero él se limitó a sonreír  mecánicamente, con  gesto  distraído. Al
fin ella anunció que papá se había tragado la lengua y lo dejó en paz.
     Redrick volvió a la despensa,  puso en un portafolios todo lo que había
sobre la  mesa y fue  al baño  a buscar sus manoplas de  bronce; volvió a la
despensa, tomó el portafolios  en una mano y el cesto  con la  bolsa  en  la
otra; salió, cerró con llave y llamó a Guta.
     - Me voy.
     - ¿Cuándo vuelves? - preguntó Guta, saliendo de la cocina.
     Se había arreglado el pelo y  estaba maquillada. También había cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
     - Te llamaré - respondió él, observándola.
     Se le acercó y la besó en el escote.
     - Será mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
     - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimió Monita, metiéndose entre los dos.
     Él tuvo que inclinarse más aún. Guta lo miraba fijamente.
     - Tonterías - dijo Red -. No te preocupes. Te llamaré.
     En el rellano, un  piso más  abajo, vio que un gordo en pijama  a rayas
luchaba  con  la  cerradura  de  su  puerta.  De  las  profundidades  de  su
departamento llegaba un olor cálido y agrio. Redrick se detuvo.
     - Buen día.
     El gordo lo miró cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
     -  Anoche vino  su esposa  -  dijo  Redrick  -. No sé qué dijo  de  que
serruchábamos. Debe haber un malentendido.
     - ¿Y a mí qué? - dijo el del pijama.
     - Anoche mi  esposa estaba lavando  la ropa  - prosiguió Red  -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
     - Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
     - Bueno, me alegro.
     Redrick salió, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincón
y  lo cubrió con un asiento  viejo. Después observó su  obra  y  salió a  la
calle.
     No  tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza,  cruzar después
el  parque  y  caminar  otra cuadra  hasta el  Boulevard Central. Frente  al
Metropole,  como  de costumbre, había una brillante  hilera  de  coches  con
brillo de lava  y  cromados. Los  porteros,  de uniformes  morados, entraban
maletas  al hotel; había también gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o  tres, fumando y conversando  sobre  los  escalones de mármol. Redrick
decidió no entrar todavía. Se puso cómodo bajo  el toldo del pequeño  bar de
enfrente; pidió café  y encendió un cigarrillo.  A  medio metro de  su  mesa
había dos  agentes secretos de la  fuerza de policía internacional; comían a
toda prisa salchichas asadas al  estilo Harmont y bebían cerveza en  grandes
vasos de vidrio. Del  otro lado,  a  unos tres  metros, un sargento  sombrío
devoraba papas fritas, con  el  tenedor apretado en el puño; había dejado el
casco  azul  junto  a  la  silla, invertido, y  la pistolera  colgada en  el
respaldo del asiento. No había más clientes que ésos. La camarera, una mujer
de  cierta  edad  a quien  Redrick no conocía, bostezaba  tras el mostrador,
cubriéndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
     Redrick  vio  que  Richard  Noonan salía  del  hotel  masticando algo y
acomodándose  el sombrero suave. Bajaba enérgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, recién bañado y seguro
de que el día  no  le  acarrearía disgustos.  Se  despidió de alguien con un
ademán, se echó  el impermeable sobre el hombro  izquierdo y avanzó hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick también era regordete, bajito,  recién lavado  y
seguro, al parecer, de que el día no le acarrearía disgustos.
     Redrick se cubrió a cara  con la mano para observar a Noonan, que subió
apresuradamente, se acomodó en el asiento delantero y pasé algo al de atrás;
en  seguida  lo  vio  inclinarse  para  recoger  algo y  ajustar  el  espejo
retrovisor. El Peugeot  expelió una nube  de humo azul, tocó la bocina  para
alertar a un africano  que vestía su  traje típico y bajó garbosamente hacia
la calle.  Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendría que virar
alrededor de la fuente y pasar  por el  café.  Ya  era  demasiado tarde para
marcharse, de modo  que Redrick se cubrió completamente la cara y se inclinó
sobre la taza.  No sirvió de nada.  El Peugeot hizo sonar la  bocina  en  su
mismo oído, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamó:
     - ¡Eh, Schuhart!
     Redrick lanzó un juramento en voz baja y levantó los ojos. Noonan venía
hacia él con la mano extendida, sonriente.
     - ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la madrugada?  - le dijo al
acercarse.
     Y agregó, volviéndose a la camarera:
     - Gracias,  señora, no voy a  pedir nada. Hace mil  años que no te veo,
hombre. ¿Dónde estabas? ¿En qué andas?
     -  En  nada  especial  -  respondió  Redrick,  a desgano  -. Cosas  sin
importancia.
     Noonan se instaló en la silla opuesta, apartó hacia un lado el vaso con
las  servilletas y hacia otro  el  plato  de sándwiches,  y se lanzó  en  su
cháchara.
     -  Te veo  un  poco pálido. ¿No duermes  bien?  Te diré que últimamente
estoy  muy ocupado con  estos nuevos equipos automáticos, pero  no  dejo  de
dormir lo necesario, eso sí que no. Los automáticos se pueden ir al cuerno.
     De pronto echó una mirada a su alrededor y agregó:
     - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
     - No,  no - dijo mansamente Redrick -. Tenía un poco de tiempo libre  y
se me ocurrió tomar un café, eso es todo.
     - Bueno, no voy a demorarte mucho -  dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red,  ¿por qué no dejas esas  cosas sin importancia y  vuelves al Instituto?
Sabes que  te aceptarían cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro  ruso?
Hay uno nuevo.
     Red meneó la cabeza.
     - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Además no  tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es  todo automático; tienen robots que van a la
Zona  y son esos robots  los  que  cobran  todas  las bonificaciones, a  los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos.  No me  alcanzaría ni
para cigarrillos.
     - Todo eso se puede arreglar.
     - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir así.
     - Te has vuelto muy orgulloso - observó Noonan, con tono de acusación.
     - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
     -  Creo  que tienes razón - dijo el otro distraído. Miró el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de  al lado, y frotó la plaquita de plata
con letras cirílicas impresas.
     -  Tienes razón  - reconoció -, hace faltar tener plata para  no  estar
preocupándose siempre por ella. ¿Éste es regalo de Kirill?
     - Lo recibí en herencia. ¿Cómo es que ya no te veo por el Borscht?
     - Eres tú el  que  no va - contraatacó Noonan  -. Yo almuerzo allí casi
todos los días.  En  el  Metropole  cobran un  ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
     De pronto agregó:
     - Oye, ¿cómo andas de dinero?
     - ¿Quieres un préstamo?
     - No, precisamente lo contrario.
     - ¿Quieres prestarme dinero?
     - Tengo trabajo.
     - ¡Oh, Dios! - exclamó Redrick -.
     - ¿Quién más? - preguntó Noonan.
     - Hay montones de... contratistas.
     Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echó a reír.
     - No, no se trata de tu especialidad.
     - ¿De qué, entonces?
     Noonan volvió a mirar el reloj.
     - Hagamos una cosa - dijo, levantándose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
     - Tal vez no haya terminado a esa hora.
     - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
     - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
     Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludó con  la mano y volvió a su
Peugeot. Redrick lo siguió con la vista, llamó a la camarera, pagó la cuenta
y compró un atado de Lucky  Strike;  después se dirigió lentamente hacia  el
hotel, con su portafolios.
     El sol ya  quemaba;  la  calle  se había  puesto rápidamente sofocante.
Sintió una  sensación de quemadura  bajo  los párpados. Parpadeó con fuerza;
era una lástima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
     Y en ese momento ocurrió.
     Nunca  había  experimentado algo  así  fuera de la Zona.  Y  en la Zona
misma,  sólo dos  o  tres  veces. Tenía la  impresión  de estar en  un mundo
distinto. Un millón de  olores se  precipitó bruscamente sobre  él: ásperos,
dulces,  metálicos,  suaves, peligrosos,  rudos como adoquines,  delicados y
complejos como  mecanismos de relojería, enormes como casas y diminutos como
partículas  de  polvo.  El  aire  se  tornó duro,  echó  filos,  esquinas  y
superficie,  mientras  el  espacio  se llenaba  de enormes  globos  rígidos,
pirámides  resbalosas,  gigantescos cristales  espinosos.  Y  él  tenla  que
avanzar a través de todo aquello, abriéndose camino en sueños,  como por  un
negocio de  compraventa  lleno  de  muebles viejos  y  feos.  Duró  sólo  un
instante.
     Abrió los ojos y todo había desaparecido. No era un mundo distinto: era
este  mismo mundo que le  mostraba una  faz  desconocida.  Esa  faz  le  era
revelada por  un segundo  antes de desaparecer,  sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
     Se oyó  un bocinazo colérico;  Redrick caminó más y  más  rápido, hasta
echar a correr en  dirección al muro del Metropole. El corazón le  palpitaba
enloquecido. Dejó el portafolios en la  acera y abrió, impaciente, el  atado
de  cigarrillos. Encendió  uno, aspiró  profundamente  y  descansó,  como si
acabara de librar una pelea. Un policía se detuvo junto a él, preguntando:
     - ¿Necesita ayuda, don?
     - N... no - logró pronunciar  Redrick, y tosió -. Es que  hace un calor
sofocante.
     - ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
     Redrick recogió el portafolios.
     - Todo está bien, muy bien, amigo. Gracias.
     Se dirigió rápidamente hacia la entrada, subió los peldaños y  entró al
vestíbulo;  era fresco, oscuro  y  resonante. Le  habría gustado sentarse un
rato en una de esas  voluminosas sillas de cuero  hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se  permitió acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud  con los ojos entornados. Ahí estaba Huesos, hojeando irritado  las
revistas del puesto. Redrick  arrojó la colilla al cenicero  y  se acercó al
ascensor.
     No logró cerrar la  puerta a tiempo; subieron otros amontonándose en el
interior:  un hombre gordo que respiraba como si  fuera asmático; una señora
muy perfumada  con  un  muchachito  gruñón que comía chocolate;  una anciana
corpulenta,  de barbilla mal  afeitada. Redrick quedó apretado en un rincón.
Cerró los  ojos, tratando  de olvidar al niño, su cara era fresca y  limpia,
sin un  solo vello. Y trató también de olvidar  a  la  madre,  que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla;  cuyo seno huesudo estaba  embellecido
por  un  collar  hecho  de grandes gotitas negras engarzadas en plata.  Y el
abultado,  esclerótica  blanco de los ojos  del gordo, y  las  desagradables
verrugas de  la  cara  hinchada de la  vieja. El  gordo trató de encender un
cigarrillo, pero la vieja inició un  ataque contra él  que  siguió hasta  el
piso quinto,  donde se bajó.  En  cuanto  ella hubo desaparecido,  el  gordo
encendió un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echó a  toser y a  sacudiese en cuanto  aspiró el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
     Éste se bajó en  el  octavo y recorrió el pasillo, de gruesa  alfombra,
coquetamente  iluminado  por lámparas  ocultas. Olía a tabaco  caro, perfume
francés,  suave cuero legitimo de  billeteras  abultadas, damiselas  caras y
cigarreras de oro macizo. Hedía a todo eso, al hongo asqueroso que crecía en
la  Zona, bebía en  la Zona,  comía,  explotaba  y  engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasaría después, cuando
estuviera harto  y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a  parar afuera.  Redrick  abrió  la puerta del  874 sin
llamar.
     Ronco, sentado en una mesa junto  a  la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito  con un  cigarro. Aún  seguía  en pijama; el  pelo ralo, todavía
húmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
     - Ajá - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesía de
los reyes.
     Terminó  de despuntar el cigarro, lo  tomó con ambas manos y se lo pasó
por debajo de la nariz.
     - ¿Dónde está el bueno de Burbridge? -  preguntó, levantando al fin  la
vista.
     Tenía ojos claros, azules, angelicales.
     Redrick  dejó el portafolios  sobre  el  sofá,  se  sentó  y  sacó  sus
cigarrillos.
     - Burbridge no vendrá.
     - El bueno  de Burbridge -  repitió Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para  llevárselo  cuidadosamente  a  la  boca  -. Los nervios le están
jugando feo.
     Seguía  mirando a Redrick  con  aquellos ojos  de  color  celeste,  sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abrió ligeramente y entró Huesos.
     - ¿Con quién hablabas? - preguntó desde el vano.
     - Ah, hola -  dijo  Redrick, alegremente, sacudiendo las  cenizas en el
suelo.
     Huesos hundió  las manos en los bolsillos y se aproximó  un  poco  más,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pájaro.
     - Te lo hemos dicho cien veces -  reprochó a Redrick, deteniéndose ante
él -: nada de contactos antes de una reunión. ¿Y qué haces?
     - Digo hola. ¿Y tú?
     Ronco rió. Huesos estaba irritable.
     - Hola, hola, hola.
     Apartó la mirada incriminatoria de Redrick y se dejó caer en el sofá, a
su lado.
     - No puedes comportarte así - prosiguió -. ¿Me entiendes?
     - En ese caso encontrémonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
     - El muchacho tiene razón  -  intervino Ronco -. El  error  es nuestro.
¿Quién era ese hombre?
     -  Richard  Noonan.  Representa  a  algunas compañías  proveedoras  del
Instituto. Vive aquí, en el hotel.
     - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
     Tomó un encendedor colosal, con la forma  de la Estatua de la Libertad,
lo miró dubitativamente y volvió a ponerlo en la mesa.
     - ¿Dónde está Burbridge? - preguntó Ronco en tono amistoso.
     - Burbridge sonó.
     Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada.
     - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
     Redrick no respondió de inmediato; primero aspiró larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; después arrojó la colilla al suelo.
     - No se preocupen, no hay peligro. Está en el hospital.
     -
     Se levantó de un salto y fue hacia la ventana.
     - ¿En qué hospital? - preguntó.
     - No te preocupes, todo está en orden. Vamos al grano.
     Tengo sueño.
     -  ¿En  qué  hospital,  concretamente?  -  volvió a  preguntar  Huesos,
irritado.
     - Ya te lo he dicho  -  replicó  Redrick, levantando su portafolios  -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
     - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
     Bajó de un brinco, sorprendentemente ágil,  barrió todas las revistas y
los periódicos  que habla en la  mesa  ratona  y  se  sentó frente  a  ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
     - Muestra lo que traes.
     Redrick abrió el portafolios, sacó la lista de precios y la puso  sobre
la mesa,  ante Ronco. Éste le echó  una mirada y la apartó de un papirotazo.
Huesos, de pie tras él, empezó a leerla por sobre su hombro.
     - Ésa es la cuenta - explicó Redrick.
     - Ya veo. Quiero ver la mercadería - dijo Ronco.
     - La plata.
     -  ¿Qué es  esto de argolla? - preguntó Huesos, suspicaz,  señalando un
artículo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
     Redrick  no  respondió.  Sostenía  el  portafolios  abierto  sobre  las
rodillas, con la mirada fija en aquellos  ojos azules y angelicales. Al  fin
Ronco rió entre dientes.
     - Por qué será que te quiero tanto, hijo mío - murmuró -. Después dicen
que el amor a primera vista no existe.
     Suspiró dramáticamente y agregó:
     - Phil, compañero, ¿cómo dicen los de aquí? Saca el rollo y pásale unos
cuantos billetes... Y dame un fósforo. Ya ves.
     Y agitó el cigarro ante él.
     Phil, el Huesos,  murmuró algo en voz baja, le arrojó  una cajetilla de
fósforos y pasó al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyó
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decía algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente  su  cigarro, seguía mirando a Redrick
con una sonrisa helada en  los labios delgados y pálidos. El merodeador, con
la  barbilla  apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardían  los párpados y le lagrimeaban  los ojos. Huesos
volvió  con  tres  fajos;  los  arrojó sobré la mesa  y se  sentó, ofendido.
Redrick alargó perezosamente la mano hacia el dinero,  pero Ronco le indicó,
con un gesto, que esperara;  arrancó las fajas  de los billetes y las guardó
en el bolsillo del pijama.
     -  Veamos ahora. Redrick  tomó el dinero  y se lo  metió en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentó su mercadería.
     Lo  hizo  lentamente,  dejando  que  los  dos  examinaran  el  botín  y
verificaran cada artículo con la lista. La  habitación estaba silenciosa  no
se  oía más que la pesada  respiración de Ronco y un  repiqueteo proveniente
del cuarto  contiguo, como  el  de una cuchara que  golpeara la  pared de un
vaso.
     Cuando  Redrick  cerró  el  portafolios, haciendo chasquear  el cierre,
Ronco levantó los ojos.
     - ¿Y lo más importante?
     - No es posible.
     Meditó un instante y agregó:
     - Por ahora.
     -  Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -.  ¿Qué dices tú,
Phil?
     - Nos estás echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por qué tanto misterio, es lo que quiero saber.
     - Eso  es  inevitable:  negocios  secretos  - respondió  Redrick  -. La
nuestra es una profesión arriesgada.
     - Bueno, bueno - exclamó Ronco -. ¿Dónde está la cámara?
     -
le subía el color a la cara -. Lo siento, la olvidé.
     - ¿Allá? - preguntó Ronco, haciendo un vago ademán con el cigarro.
     - No recuerdo. Probablemente allá.
     Redrick cerró los ojos y se recostó en el sofá. En seguida agregó:
     - No. La olvidé por completo,
     - Qué desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
     - No, ni siquiera - respondió Redrick, tristemente -. Ése es el asunto.
No  llegamos hasta  los altos hornos. Burbridge cayó en la  jalea y tuve que
volver atrás en seguida. Puedes estar seguro de que me habría acordado si la
hubiera visto.
     -
     Extendió  el  índice   derecho.  La  argolla  de  metal  blanco  giraba
velozmente en torno a él. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
     -
clavarla en Ronco.
     - ¿Cómo que no para? - preguntó éste cautelosamente, apartándose.
     - Me la puse  en el dedo y le  di  impulso, porque si nomás, y lleva un
minuto girando sin parar.
     Huesos se levantó de un salto, con el  dedo extendido hacia adelante, y
se precipitó  detrás de la  cortina. La  argolla  plateada giraba fácilmente
frente a él, como un trompo.
     - ¿Qué diablos has traído? - preguntó Ronco.
     -
     Ronco  lo  miró  fijamente.  Después se levantó y pasó también del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyó  un parloteo.  Redrick tomó una de
las revistas caídas y la hojeó. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. Recorrió la habitación con la mirada, buscando
algo  para  beber.  Después sacó el fajo  del bolsillo interior y contó  los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contó el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvió Ronco.
     -  Tienes  suerte,  hijo -  anunció,  sentándose una  vez más frente  a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
     - No, nunca estudié eso.
     - Ni falta te hace  - replicó Ronco, mientras sacaba otro  fajo -.  Ahí
tienes  el precio  de  este primer  ejemplar. Por cada uno que me traigas te
daré dos  fajos como  ése. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno.  Pero con una
condición: que nadie sepa de esto, salvo tú y yo. ¿De acuerdo?
     Redrick se guardó silenciosamente el dinero en el bolsillo.
     - Me voy - dijo, levantándose - ¿Cuándo y dónde la próxima vez?
     Ronco también se levantó.
     - Te llamaremos.  Espera nuestra  llamada todos los  viernes  entre las
nueve y las nueve y media de la mañana. Te darán saludos de Phil y de Hugh y
concertarán una cita contigo.
     Redrick  asintió y se encaminó hacia  la puerta. Ronco lo  siguió y  le
puso una mano en el hombro.
     -  Quiero  que  me  entiendas  - agregó  -. Todo esto está  muy  lindo,
encantador y lo que quieras,  y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas:  las fotos y el envase  lleno. Devuélvenos la cámara,
pero  con  la película expuesta, y el  envase, pero  no  vacío: lleno. Y  no
necesitarás volver a la Zona nunca más.
     Redrick  se  sacó del hombro  aquella mano,  abrió  la puerta y  salió.
Caminó sin volverse por  el corredor  alfombrado, consciente  de que aquella
mirada  angelical seguía fija  en su  nuca. Ni siquiera esperó el  ascensor:
bajó por la escalera desde el octavo piso.
     Al salir del Metropole  llamó un taxi y fue  hasta la  otra punta de la
ciudad.  El  conductor era nuevo; Redrick no  lo  conocía; era un fulano  de
nariz ganchuda, lleno de granos,
     Uno de los cientos que  afluían a Harmont en los últimos años, buscando
aventuras  excitantes, riquezas  desconocidas, fama  internacional  o alguna
religión especial. Venían a montones y acababan como conductores, obreros de
construcción  o delincuentes; arruinados,  sedientos, torturados  por  vagos
deseos,  profundamente desilusionados y seguros de haber sido  engañados una
vez más.  La mitad de ellos,  después de un mes o  dos, volvían a su patria,
maldiciendo, para extender la  desilusión a todos los países del mundo. Unos
pocos, muy  pocos, se convertían  en merodeadores  y  perecían  rápidamente,
antes de aprender las triquiñuelas del oficio. Algunos conseguían trabajo en
el  Instituto,  pero sólo  los más instruidos  e  inteligentes, que al menos
podían  trabajar  como  ayudantes  de  laboratorio.  En  cuanto  al   resto,
malgastaban  las  noches  en  los  bares,  armaban  trifulcas  por  pequeñas
diferencias de opinión, por  mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policía del municipio, al ejército y a los guardianes.
     El conductor  granujiento apestaba  a alcohol a más de un  kilómetro  y
tenía los ojos más  colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. Contó
a Redrick que esa mañana, en  su  cuadra, había aparecido un fiambre  recién
llegado del cementerio.
     - Volvió  a su casa, pero la  casa  estaba cerrada  desde  hacia años y
todos se habían  mudado: la viuda, que ya es una señora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el  tipo había  muerto  hace
como treinta años, es decir, antes de  la  Visitación. Y allí está. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentó en el cerco a
esperar.  Vino gente de todo  el  vecindario;  lo miraban y lo miraban, pero
tenían miedo de acercarse, claro. Al final no sé quién  tuvo una  gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera  entrar. ¿Y  qué  cree
que hizo? Se  levantó, entró y cerró la  puerta. A mi se me hacía tarde para
el trabajo, así que  no  sé cómo terminaron  las cosas, pero  cuando me  fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevárselo.
     - Pare - dijo Redrick -. Es aquí mismo.
     Hurgó en los bolsillos,  pero no tenía dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. Después  se detuvo ante la puerta y esperó a que
el taxi se alejara.
     La  casita  de Cuervo  no estaba  tan  mal: dos plantas, una galería de
vidrios con una mesa de billar, un jardín bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca  bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde pálido.  Redrick apretó varias veces el timbre; el
portón  se abrió  de par en par con  un crujido.  Avanzó  lentamente por  el
sendero  sombreado,  a cuya vera  crecían rosales.  Cobayo  apareció  en  el
porche; era  un negro encorvado que  temblaba  siempre  con el deseo  de ser
útil.   Se  volvió,  impaciente;  bajó  una  pierna  insegura  en  busca  de
equilibrio, recuperó la  estabilidad y  arrastró el  otro pie  en  busca del
compañero.  El  brazo  derecho  se le agitaba convulsivamente en dirección a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
     -
     Redrick volvió  la  cabeza; hombros  desnudos  y  tostados,  boca roja,
brillante, una mano  que  lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademán con la cabeza y abandonó el sendero;
pasó por  entre los rosales  para  dirigirse hacia  la glorieta, cruzando el
césped verde  y suave. Había una gran estera roja  extendida sobre el prado;
allí estaba Dina Burbridge, regiamente sentada,  con un vaso en la mano y un
minúsculo traje de baño en el cuerpo. Sobre la estera había también un libro
de tapas  brillantes; un  baldecillo  de  hielo, por cuyo  borde asomaba  el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
     -
vaso -. ¿Dónde está el viejo?
     Redrick se  detuvo junto a ella con el portafolios  a  la  espalda. SI,
Cuervo había logrado imaginar unos hijos  maravillosos al expresar su deseo,
allá en la Zona. Ésta era  toda seda y satén, de firmes  curvas,  impecable,
sin una  sola  arruguita indispensable: sesenta  kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda  con fulgor propio, boca grande y húmeda, dientes blancos,
parejos,  y pelo  negro  como  ala  de  cuervo,  que  brillaba  en  el  sol,
descuidadamente  caído  sobre un  hombro. El  sol, acariciándola, se volcaba
sobre  ella,  desde  los hombros hasta el vientre,  hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la miró abiertamente. Ella lo miró a su vez y rió, comprendiendo; después se
llevó el vaso a los labios y tomó varios sorbos.
     - ¿Quieres? - preguntó, pasándose la lengua por los labios.
     Esperó el  tiempo justo para  que él captara la  doble intención  y  le
tendió el vaso. Él buscó a su  alrededor  hasta encontrar  una reposera a la
sombra; allí se sentó y tendió las piernas.
     - Burbridge está en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
     Ella lo miró  con un  solo ojo, sin dejar  de sonreír.  El  otro  quedó
cubierto por  la  espesa cabellera  que le  caía  sobre  el hombro.  Pero su
sonrisa se había petrificado; era una mueca de azúcar sobre la cara tostada.
Después hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
     - ¿Las dos?
     - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
     Ella dejó el vaso y se apartó el pelo hacia atrás. Ya no sonreía.
     - Qué pena - dijo -. Y eso significa que tú...
     Sólo a Dina  Burbridge  habría  podido contarle  en detalle  cómo había
pasado todo. Hasta habría podido contarle que se había acercado a él con las
manoplas  listas y que Burbridge le había rogado,  no por él,  sino  por sus
hijos, por ella y por Artie,  prometiéndole  la Bola  Dorada. Pero no se  lo
contó.
     Sacó  un fajo  de dinero  del bolsillo superior  y lo  arrojó sobre  la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
     Los  billetes  se  abrieron  en un arco  iris.  Dina  recogió  algunos,
distraídamente, y los examinó como si no los conociera; sin embargo no tenía
mucho interés.
     - Éstas son las últimas ganancias, entonces - dijo.
     Redrick se estiró desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y  miró la  etiqueta.  El  agua  goteaba desde el vidrio  oscuro;  tuvo  que
apartarla para  que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero  en un  momento  como ése  podía hacer el sacrificio de  tomar un
trago.
     Iba a llevarse la botella a la  boca cuando  lo interrumpió un balbuceo
de protesta a sus espaldas. Allí  estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies  por  el  prado,  sujetando  con las dos manos un vaso lleno de líquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las órbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendió el vaso en un gesto
desesperado, mugió y aulló, abriendo inútilmente la boca desdentada.
     -  Espero, espero  - dijo  Redrick, y volvió  a dejar  la botella en el
balde.
     Cobayo  llegó al fin, entregó el vaso a Redrick y le palmeó tímidamente
el hombro con una mano artrítica.
     -  Gracias, Dixon - dijo Redrick,  seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre estás en todo.
     Y  mientras Cobayo sacudía la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, él  levantó el  vaso, lo saludó con un gesto de la
cabeza y tragó la mitad de una sola vez. En seguida se volvió a Dina.
     - ¿Quieres? - preguntó, refiriéndose al vaso.
     Ella  no  respondió,  Estaba doblando un billete por la mitad; lo dobló
otra vez, y otra más.
     - Termínala - dijo él -. No quedarás en la calle. Tu viejo...
     Ella lo interrumpió:
     - Así  que lo  sacaste  a la rastra - dijo, sin  preguntar  como  quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota,  cruzando  toda la Zona. Sacaste a
ese hijo  de  puta  llevándolo sobre la espalda,  barro,  pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como ésa.
     Él  la  miró, olvidado del  vaso. Dina se levantó para  acercarse a él,
pisando el  dinero esparcido. Se detuvo ante él con los puños clavados en la
suave curva  de las  caderas,  ocultándole  todo  el  mundo  con  ese cuerpo
maravilloso, que olía a perfume y a sudor dulce.
     - El viejo tiene en el puño a todos los idiotas como tú. Te va  a pisar
los huesos. Ya verás, caminará  sobre  tu  cráneo  con  sus  muletas.
enseñará qué es el amor fraternal y la piedad!
     A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
     - Te prometió la  Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es  cierto?  ¡Idiota!
mapa  te  da. Que  Dios  tenga  piedad del  alma  de Redrick Schuhart,  este
pelirrojo estúpido.
     Redrick se levantó sin  apuro y le dio una fuerte  bofetada. Ella cerró
el pico, se dejó caer en el pasto y hundió la cara entre las manos.
     - Qué tonto... Red - murmuró -. Dejar pasar una oportunidad como ésa.
     Redrick la miró sin  hablar mientras terminaba el vodka. Arrojó el vaso
a  Cobayo sin mirarlo siquiera. No  había nada que  decir.  Qué lindos hijos
había evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
     Salió a la calle y llamó un taxi. Indicó al conductor que lo llevara al
Borscht. Tenía que terminar con  sus asuntos, aunque se moría de sueño. Todo
le daba vueltas; al final se  quedó dormido  en el  taxi, con todo el cuerpo
doblado   sobre  el  portafolios;   despertó   sólo   cuando  el  conductor,
sacudiéndolo, le dijo:
     - Ya llegamos, señor.
     - ¿Adónde  llegamos? - preguntó, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
     - Nada de eso, compañero. Al Borscht, me dijo. Éste es el Borscht.
     - Okey - gruñó Redrick -. Debo haber soñado.
     Pagó y descendió del coche; apenas podía  mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en  el  sol; hacia muchísimo calor. Redrick se dio cuenta de
que  estaba empapado, que tenía mal gusto en  la boca  y que le lloraban los
ojos. Miró a su alrededor  antes de entrar. La  calle  estaba desierta, como
era  habitual  a esa hora del día.  Los negocios  no habían abierto aún y el
Borscht  debía estar cerrado también,  pero Ernest  ya estaba en  su puesto,
secando vasos  y  echando miradas sucias al  trío que  chupaba cerveza en la
mesa del rincón. Todavía  no habían retirado las sillas de las  otras mesas.
Un peón desconocido,  vestido con chaqueta blanca, limpiaba  los pisos; otro
luchaba detrás  de  Ernest  con un cajón  de cerveza.  Redrick  se acercó al
mostrador, dejó allí su portafolios y dijo hola. Ernest  murmuró algo que no
era exactamente una bienvenida.
     - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
     Ernest plantó una jarrita vacía en el mostrador, sacó una botella de la
heladera,  la abrió y la suspendió sobre  la  jarra. Redrick, cubriéndose la
boca, miró fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeó  varias
veces al borde  de la jarrita. Redrick le miró entonces la cara. Tenía bajos
los párpados pesados, torcida  la boca gordinflona y las mejillas caídas. El
peón  pasó el trapo  precisamente  bajo los  pies de Redrick; los del rincón
discutían  en voz alta  sobre las carreras; el  otro peón retrocedió con los
cajones,  tropezando con Ernest en forma tan ruda que éste se  tambaleó.  El
hombre murmuró una disculpa.
     - ¿Lo trajiste? - preguntó Ernest, con voz ahogada.
     - ¿Que si traje qué?
     Redrick  miró por  sobre  el  hombro.  Uno  de  los  tipos  se  levantó
perezosamente  y  fue hasta la  puerta.  Allí se  detuvo  para  encender  un
cigarrillo.
     - Ven, hablemos - dijo Ernest.
     El peón que pasaba el trapo también estaba en ese momento entre Redrick
y  la salida. Era un negro  grandote,  del tipo de  Gutalin, pero doblemente
corpulento.
     - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
     Ya no  tenla sueño, ni en  un ojo ni en el  otro.  Pasó  por detrás del
mostrador, esquivando al peón que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se había  pellizcado el dedo,  pues se chupaba  la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasó  a  la  trastienda  y Redrick fue tras él, porque los tres fulanos  del
rincón  ya  estaban  bloqueando la puerta  y el  peón  de limpieza se  había
detenido junto a las cortinas que daban al depósito.
     Ya  en la  trastienda, Ernest dio  un paso a un lado  y se sentó en una
silla, junto  a  la  pared.  Ante  la  mesa  estaba  el capitán  Quarterblad
amarillento  y furioso.  A la  izquierda,  quién  sabe  de dónde apareció un
enorme soldado de  las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos,  que lo
cacheó rápidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacó las manoplas de bronce. En  seguida  empujó a Redrick  en  dirección al
capitán. El pelirrojo  se acercó  a la mesa y  puso el portafolios frente al
capitán Quarterblad.
     - Chupasangre - dijo a Ernest.
     Éste  levantó  las  cejas y encogió  un solo  hombro. Todo estaba  a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreían muy satisfechos. No había
otra salida y la ventana tenía barrotes por fuera.
     El capitán Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvía
el portafolios con las dos manos, sacando  el  botín  para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeños vacíos; nueve  pilas; gotitas negras de diversos tamaños,
dieciséis  piezas en una bolsa  de  polietileno; dos esponjas  perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
     - ¿Tienes algo en los  bolsillos? - preguntó el capitán,  suavemente -.
Vacíalos.
     - Víboras - murmuró Redrick -, canallas.
     Sacó  un fajo  dé billetes y lo  arrojó sobre  la mesa; allí  quedaron,
esparcidos.
     -
     -
fajo -. Ahí tienen. Ojalá se les atraganto.
     - Muy interesante - dijo el capitán, con calma -. Ahora recógelo.
     -
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mí puede recogerlo usted mismo.
     -  Recoge  ese dinero, merodeador - repitió el  capitán Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puño sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
     Se  miraron mutuamente  por  algunos segundos. Al  fin  el  merodeador,
murmurando maldiciones, se agachó para  recoger desganadamente los billetes.
Los  peones se burlaban a  sus espaldas y el soldado de  las Naciones Unidas
resopló con alegría.
     -
     Mientras  se  arrastraba  de rodillas  por  el  suelo,  recogiendo  los
billetes  uno por uno, se iba acercando más y más al anillo de oscuro bronce
que descansaba  pacíficamente  en  el polvoriento piso de parquet. Se volvió
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabía y  algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegó el momento
adecuado cerró el  pico, tensó; agarró el anillo y tiró de él con todas  sus
fuerzas; antes de que la trampa  abierta hubiera llegado al  suelo  se había
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisión fría y gris de la bodega.
     Cayó sobre las manos, dio un  salto  mortal y se levantó  de  un salto.
Echó  a  correr  encorvado,  sin  ver  nada, confiado en su memoria  y en su
suerte,  por  el angosto  pasillo abierto  entre  los  cajones de  botellas,
volteándolos a su paso; los oyó caer y estrellarse tras él. Resbaló. Subió a
la carrera algunos escalones invisibles y  lanzó todo  el peso  de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. Así salió al garaje de Ernest.
     Estaba estremecido  y jadeante; ante los  ojos le bailaban  manchas  de
sangre y el corazón le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la  garganta. Pero no  se detuvo ni por un instante. Corrió hasta  el rincón
más  alejado y allí, despellejándose  las manos, revolvió  en  la montaña de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizó de
panza por ese agujero. Se le desgarró la chaqueta, pero pronto  estuvo en el
angosto  patio.  Allí se  agachó entre  las latas  de basura,  se  quitó  la
chaqueta y la  corbata, se revisó apresuradamente, se cepilló los pantalones
y, finalmente, se irguió y corrió hacia el patio.
     Se  zambulló  en  un túnel  bajo  y  maloliente  que  llevaba al  fondo
siguiente.  Allí prestó atención, esperando  oír las  sirenas de la policía,
pero  no fue así;  corrió  a  mayor  velocidad,  asustando a los chicos  que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar,  arrastrándose por los agujeros
de  los cercos  podridos.  Tenía  que salir de ese vecindario de  inmediato,
antes de que el capitán Quarterblad lo hiciera rodear. Conocía bien la zona,
pues había jugado en todos aquellos patios y sótanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. Tenía allí muchos conocidos y hasta algunos
amigos;  en otras circunstancias  no  le habría  costado  ocultarse  en  ese
barrio, incluso por una semana. Pero no  era para eso que había escapado tan
audazmente,  bajo  las  mismas  narices  del capitán Quarterblad,  añadiendo
fácilmente doce meses a su sentencia.
     Tuvo mucha suerte.  En la calle  Siete algún tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente  por la calzada, en  manifestación;  eran unos  doscientos, tan
desarrapados y  mugrientos  como  él. Algunos tenían peor  aspecto,  como si
hubieran pasado toda la tarde arrastrándose por los agujeros de los cercos y
echándose latas de basura encima; tal vez habían pasado la noche alborotando
en  alguna carbonera. Redrick salió de  un portal, agachado,  para mezclarse
entre la multitud; la atravesó a fuerza de empujones y tirones; pisoteó pies
ajenos, recibió  algún  puñetazo ocasional y lo devolvió, y finalmente salió
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
     Fue  precisamente   entonces   cuando  se  oyó  el  gemido  familiar  y
desagradable  de  los  coches  patrulleros;  la  manifestación   se  detuvo,
ruidosamente, plegándose  como  un acordeón. Pero  Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capitán Quarterblad no tenía modo de saber en cuál.
     Se  acercó a su propio garaje  desde el costado del negocio de radio  y
electrónica;  tuvo  que esperar  en tanto los obreros cargaban un camión con
televisores. Se puso cómodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas,  donde  no  había ventanas,  para  recobrar  el aliento y fumar  un
cigarrillo.  Fumó  ávidamente, agachado contra la áspera  pared  a prueba de
incendios,  tocándose  de  tanto  en  tanto la mejilla  para  calmar  el tic
nervioso.  Pensó, pensó, pensó. Cuando el camión y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echó a reír, diciendo suavemente:
     - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
     Entonces  empezó  a  caminar con  rapidez, pero  sin  demasiada  prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
     Entró al garaje por el pasillo oculto; levantó silenciosamente el viejo
asiento, sacó el  rollo de papel que había  en la bolsa guardada  dentro del
canasto, con  mucho  cuidado,  y se lo deslizó dentro  de la camisa. Después
tornó de una percha una chaqueta de cuero,  vieja  y gastada; encontró en el
rincón una  gorra grasienta y se la  encasquetó hasta los ojos. Las hendijas
de la  puerta  dejaban  pasar finos rayos  de  luz  que  iluminaban el polvo
danzarín  del sombrío garaje. Afuera, los  chicos  jugaban  y chillaban.  Al
marcharse oyó la voz de su hija; acercó un ojo a la más ancha de las ranuras
y contempló a Monita, que corría entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas,  sentadas en un banco cercano  con  el tejido sobre el regazo,  la
observaban con labios fruncidos;  las viejas cerdas  estarían intercambiando
sucias opiniones.  Los chicos se portaban  bien; jugaban  con  ella  como si
fuera  una  más.  Valía  la  pena  el soborno empleado: les  había hecho  un
tobogán, una casa de muñecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas.  "Bueno",  se dijo. Se apartó de la grieta, volvió a inspeccionar el
garaje y entró arrastrándose al agujero.
     En  la  parte  sudoeste  de  la  ciudad,  cerca  del  surtidor de nafta
abandonado  al final  de la  calle Miner, había una cabina  telefónica. Sólo
Dios  sabe quién la usaba por entonces, pues  todas las  casas de  alrededor
estaban  cerradas  con tablas;  más  allá  se veía  tan  sólo  aquel  baldío
interminable  que fuera el  basurero de la ciudad.  Redrick se  sentó  a  la
sombra  de  aquella cabina y metió la mano  en una  hendija  que  había allí
debajo. Palpó  un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en  él; también  estaba la  caja de  plomo con  balas  y  la  bolsa  con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitó la chaqueta y la gorra; palpó dentro de su  camisa.  Allí
permaneció  por  un minuto,  o  más,  sopesando  en  la  mano  el envase  de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenía. Y el tic nervioso
recomenzó.
     -  Schuhart - murmuró,  sin oír su propia  voz -,  ¿qué estás haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
     Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvió para calmarla.
     -  Hijos  de perra  -  dijo,  pensando en los obreros que cargaban  los
aparatos de televisión -. Se me pusieron en el camino. Yo habría tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
     Miró a su alrededor, con tristeza. El aire caliente  reverberaba  sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombríamente;
por el baldío rodaban briznas secas. Estaba solo.
     - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sólo Dios cuida
de todos. A mí me ha llegado el turno.
     Rápidamente,  para no cambiar de idea,  puso el envase  en  la gorra  y
envolvió   la  gorra  en  la  chaqueta  de   cuero.  Después  se  arrodilló,
recostándose  contra la  cabina, que  se  movió.  Aquel  paquete  voluminoso
entraba  bien  en el  fondo del pozo que había debajo  y aún  quedaba lugar.
Volvió a poner la cabina en su sitio, la  sacudió para ver si estaba firme y
finalmente se levantó, limpiándose las manos.
     - Listo. Todo arreglado.
     Entró a la cabina caldeada, depositó una moneda y marcó un numero.
     - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
     Oyó el suspiro estremecido y se apresuró a agregar:
     -  Es un delito  menor,  seis a ocho  meses con derecho a  visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltará dinero. Ellos te enviarán.
     Guta seguía en silencio.
     -  Mañana por  la mañana  te  llamarán al  puesto de  comando. Allí nos
veremos. Trae a Monita.
     - ¿Habrá alguna inspección? - preguntó ella.
     - Que  la  hagan. En la casa no hay nada.  No te preocupes y  mantén el
ánimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido.  Te  casaste
con un merodeador, así que no te quejes. Mañana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
     Colgó abruptamente y permaneció algunos segundos  con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que  le tintinearon los  oídos. Después depositó
otra moneda y volvió a marcar un número.
     - Escucho - dijo Ronco.
     - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
     - ¿Schuhart? ¿Qué Schuhart? - preguntó Ronco, con naturalidad.
     -  Te dije  que  no me interrumpas. Me atraparon  y escapé, pero  voy a
entregarme. Me darán  entre dos y medio y tres años. Mi esposa queda  sin un
centavo.  Tú  te  encargarás de  ella.  Que  no le  falta  nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
     - Sigue - dijo Ronco.
     -  Cerca del sitio donde nos encontramos la primera  vez hay una cabina
telefónica.  Es la única, no  hay  forma de  confundirse.  La porcelana está
debajo de ella. Si  la quieres, tómala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi  esposa. Todavía  nos quedan muchos  años de  jugar juntos. Si al  volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
     - Comprendí  todo  -  dijo  Ronco  -. Gracias. Y  después de  una pausa
agregó: - ¿Quieres un abogado?
     - No -  dijo  Redrick -.  Todo a mi  esposa, hasta  el último  centavo.
Saludos.
     Colgó  y  miró a su  alrededor. Después, con las manos  hundidas en los
bolsillos del pantalón, subió lentamente por la calle  Miner entre las casas
vacías y claveteadas.

     3. Richard H.  Noonan,  cincuenta y un  años, supervisor de compras  de
equipos electrónicos en la división  Harmont del instituto  internacional de
culturas extraterrestres.

     Richard H. Noonan  estaba  sentado  ante el escritorio  de  su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaño legal. Sonreía también, simpáticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a  su visitante.  No  hacía más
que aguardar una llamada telefónica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo  sermoneaba  perezosamente.  O imaginaba  que  lo  estaba sermoneando.  O
trataba de convencerse a sí mismo de que lo estaba sermoneando.
     - Tendremos  en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraño.
     La  esbelta mano de  Valentine sacudió limpiamente  las  cenizas  de su
cigarrillo en el cenicero.
     -  ¿Y  qué es,  exactamente,  lo que  tendrán en cuenta? - preguntó con
mucha cortesía.
     -  Bueno... todo lo  que usted acaba de decir  -  respondió alegremente
Noonan, recostándose en su sillón -. Hasta la última palabra.
     - ¿Y qué es lo que dije?
     - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
     Valentine (el  doctor  Valentine Pilman,  ganador  de un  Premio Nóbel)
estaba  sentado frente  a  él, en un mullido sillón. Era  menudo, delicado y
limpio. No tenía una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata  de color liso,  muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pálidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
     -  En mi opinión, a usted  se le paga un  sueldo fantástico para nada -
dijo -. Y además, también en mi opinión, usted es un saboteador, Dick.
     -
     -  En  realidad -  agregó Valentine -, hace mucho tiempo  que lo  vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
     -
es eso de que no  hago nada? ¿Acaso he dejado  de  hacerle  entregar un solo
pedido de repuestos?
     - No  sé  -  respondió  Valentine, volviendo a  sacudir  las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con más frecuencia,
pero no sé qué tiene usted que ver con eso.
     - Bueno, si no fuera  por mí, los materiales buenos  serían  mucho  más
escasos. Además,  ustedes  los  científicos  se  la pasan  rompiendo  buenos
equipos  y  pidiendo  repuestos.  ¿Y  quién  les  cubre  las  espaldas?  Por
ejemplo...
     En ese momento sonó el  teléfono. Noonan  se  interrumpió para tomar el
receptor.
     - ¿Señor Noonan? - preguntó la secretaria -. Otra vez el señor Lemchen.
     - Comuníqueme.
     Valentine  se levantó, se  llevó  dos dedos  a la frente  en  señal  de
despedida y salió del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
     - ¿Señor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
     - Sí, escucho.
     - No es fácil comunicarse con usted en el trabajo, señor Noonan.
     - Acaba de llegar un nuevo embarque.
     - Sí, ya lo sé, señor Noonan.  Estoy aquí por poco tiempo. Quisiera que
discutiéramos  personalmente  unas cuantas cosas. Me refiero  a los  últimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
     - A sus órdenes.
     - En  ese caso,  si  no  tiene inconvenientes, ¿por  qué  no  pasa  por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
     - Perfecto. Dentro de media hora.
     Richard Noonan colgó y  se levantó frotándose las manos  regordetas. Se
paseó por la oficina y hasta empezó a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpió  en una nota  especialmente  agria, riéndose jovialmente  de  sí
mismo. Tomó su sombrero, se echó el impermeable al  hombro y salió a la zona
de recepción.
     - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Quédate
aquí y cúbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traeré un regalo.
     Ella  pareció transformarse.  Noonan le arrojó un  beso  y salió a  los
corredores del  instituto.  Aquí y  allá  tuvo que enfrentarse  con  algunos
intentos  de  detenerlo, pero  logró  zafarse  de  todas  las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados  que le  cubrieran  las espaldas o que
tuvieran paciencia.  y  finalmente  emergió,  ileso y sin compromisos,  para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
     Sobre la ciudad pendían nubes bajas y pesadas.  El día  era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban  ya a esparcirse  por la acera  como
pequeñas  estrellas negras.  Noonan se echó el  saco  sobre  la cabeza y los
hombros y corrió junto  a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metió
de cabeza y arrojó la chaqueta al asiento trasero. Sacó del bolsillo el palo
negro y  redondo del así-así, lo puso en la instalación del tablero y empujó
con  el  pulgar  para meterlo  hasta la  empuñadura. Se  meneó un poco  para
acomodarse mejor  tras el volante  y  pisó  el acelerador. El  Peugeot salió
silenciosamente al medio de la  calle;  un  segundo después corría  hacia la
salida de la Pre-Zona.
     La lluvia se precipitó  de repente, como si alguien hubiera volcado  un
balde en el cielo. La  ruta se tornó resbaladiza; el coche  derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminoró  la marcha.
"Así que recibieron el informe", pensó. Ahora estarán elogiándome. Bueno, me
lo  merezco; me gusta  que me elogien. Especialmente  el  señor  Lemehen  en
persona. A pesar de si mismo. Extraño, ¿verdad? ¿Por  qué nos gusta  que nos
elogien?  Eso  no  da dinero.  ¿Gloria? ¿Qué  clase de gloria  tenemos?  "Es
famoso: ya  lo  conocen  tres personas"  Bueno,  digamos cuatro, contando  a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estúpido...
¿Cómo puedo  ser mejor  a  mis  propios ojos? ¿Como si no me  conociera? Ese
gordo  bueno de Richard  H. Noonan,  a propósito, ¿qué quería  decir esa H.?
¡Qué  sé yo! Y no tengo a quien  preguntarle;  no  es cosa de preguntarlo al
señor Lemehen. ¡Ah,  ya recuerdo!
está diluviando.
     Viró hacia la calle Central y de pronto se  dio cuenta de  lo mucho que
había crecido la ciudad en los últimos años. Enormes rascacielos. Allá están
construyendo  otro.   ¿Qué  será?  Oh,  el  Complejo  Luna:  el  mejor  jazz
internacional, un  espectáculo  de variedades y  varias cosas más. Todo para
nuestras  gloriosas tropas y nuestros valientes  turistas, especialmente los
más ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
están vaciando.
     Sí, me gustaría saber dónde va  a terminar todo esto. Bueno, hace  diez
años  estaba seguro de saberlo: barreras policiales  impenetrables, zonas de
seguridad  de treinta  kilómetros,  científicos  y soldados, y nada más. Una
horrible lastimadura  en la cara  del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el  único que pensaba  así.
ahora uno ni siquiera se acuerda cómo fue que la férrea resolución universal
se fundió en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y  por otra no se puede estar  en desacuerdo." Creo que todo
empezó cuando  los merodeadores  trajeron los  así-así de  la Zona. Pequeñas
pilas.  Sí, creo que fue  entonces. Sobre todo cuando  se  descubrió que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareció tal; antes bien, una caja de
tesoros,  la  tentación  del  demonio,  la  caja de  Pandora  o  el  diablo.
Descubrieron  el  modo  de  darles  uso.  Llevaban  veinte  años  bufando  y
rezongando, malgastando  billones, sin haber podido organizar  el robo. Cada
uno  tenía su negocito, mientras los  científicos arrugaban significativa  y
portentosamente  el  ceño; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra  no se puede  estar en desacuerdo.  Puesto  que tal y cual  objeto,
fotografiado con  rayos  X  en  un ángulo  de  18 grados,  emite  electrones
cuasitermales en  un ángulo de 22  grados...
cualquier modo moriré sin ver el final.
     El  coche pasaba  frente a  la  casa que  Cuervo  Burbridge tenía en el
centro. Debido a la intensa  lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias  parejas que bailaban en las habitaciones del  segundo piso,
que correspondían  a la hermosa Dina. O bien habían comenzado muy temprano o
todavía la seguían con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad:  dar fiestas  que  duraban  varios  días.  Sin duda  estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y  tesoneros en  la búsqueda de sus
deseos.
     Noonan detuvo el  coche frente a  un edificio feo, cuyo discreto cartel
decía: "Oficinas legales de Korsh,  Korsh y  Simak". Sacó el así-así y se lo
guardó  en el bolsillo; volvió a ponerse el impermeable,  tomó el sombrero y
corrió  hacia  la  entrada.  Pasó corriendo  junto al  portero,  que  estaba
sepultado en un periódico, y subió las escaleras  cubiertas por una alfombra
gastada.  Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor  del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes.  Finalmente abrió  la  última  puerta  del  pasillo y entró. Ante  el
escritorio  no  estaba  la   secretaria,  sino  un  joven  desconocido,  muy
bronceado, en mangas de camisa,  que escarbaba las tripas de algún artefacto
electrónico instalado sobre el escritorio, en vez de la máquina de escribir.
     Richard Noonan colgó su sombrero y  su chaqueta,  alisó con ambas manos
el  poco  pelo que le  restaba  y  miró  interrogativamente  al joven.  Éste
asintió. Noonan abrió entonces la puerta de la  oficina. El señor Lemehen se
levantó pesadamente del gran sillón  de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por  cortinajes. Su  angulosa cara  de  general estaba arrugada, ya
fuera  en una sonrisa  de  bienvenida o  en  un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quizás fuera también un estornudo contenido.
     - Ah, ya llegó, pase, póngase cómodo.
     Noonan buscó  algún lugar para  ponerse  cómodo, pero sólo encontró una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada  detrás del  escritorio. Prefirió
sentarse en el  borde del escritorio. Su  ánimo jovial  se estaba evaporando
por algún  motivo, aunque él mismo no sabía cuál. De pronto se dio cuenta de
que ese día no habría  elogios. Todo lo contrario. "El día de la ira", pensó
filosóficamente, endureciéndose para enfrentar lo peor.
     - Fume si quiere - dijo el  señor Lemchen, volviendo a descender  hasta
su sillón.
     - No, gracias, no fumo.
     El  señor Lemehen  asintió,  como  si  aquello  confirmara  sus  peores
sospechas;  juntó las puntas de los dedos formando una torre y las contempló
por un rato. Al fin dijo:
     - Creo  que no vamos  a discutir los asuntos  legales de la  Mitsubishi
Denshi Company.
     Eso era un chiste. Richard Noonan sonrió de inmediato.
     -
     Estaba endemoniadamente incómodo  allí sentado;  además los  pies no le
llegaban al suelo.
     - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresión  muy
favorable allá arriba.
     - Hum - murmuró Noonan, mientras pensaba: "Aquí viene"
     - Estaban por recomendarlo para una  condecoración - prosiguió el señor
Lemehen -.  Sin  embargo los convencí  de que esperaran un poco. Y yo  tenía
razón.
     Abandonó con esfuerzo la contemplación de sus diez dedos y levantó  los
ojos hacia Noonan.
     - Usted se preguntará por qué me comporté con tanta cautela.
     - Probablemente tenía sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
     -  En efecto. ¿Cuáles son los  resultados de  su  informe, Richard?  La
banda del Metropole  está liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, también
suyo,  Quasimodo,  los  Músicos  Vagabundos  y  todas  las otras  bandas, no
recuerdo cómo se llaman, se desmembraron porque sabían que el baile se había
terminado y que cualquier  día los iban a atrapar.  Todo esto  es cierto; lo
hemos verificado por otras  fuentes. El campo  de batalla está despejado. La
victoria  es  suya,  Richard. El enemigo se  retiró en desbandada, sufriendo
grandes pérdidas. ¿Es correcto lo que digo?
     - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los últimos tres meses ha
cesado la pérdida  de materiales de la Zona  a  través de Harmont. Al menos,
según las informaciones que tengo.
     - El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
     - Bueno, si prefiere esa metáfora, sí.
     -
dudas. Al  apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerí que esperaran antes de darle una
recompensa.
     "Vete al  diablo, tú y tus recompensas", pensó  Noonan,  balanceando el
pie y observando ceñudo el zapato brillante, "
telarañas del  desván!  No  me  falta más que escuchar  tus conferencias. Sé
perfectamente con quién  trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del  enemigo. Dime,  simplemente cuándo, dónde y cómo me equivoqué,
qué han robado esos hijos  de puta, dónde y cómo fallaron la forma de pasar.
Y sin  tantas pavadas, que no soy un novato; tengo más de medio siglo encima
y  no  estoy  aquí  sentado para  oírte  hablar  de órdenes  y  decoraciones
estúpidas."
     - ¿Qué  sabe usted de  la Bola Dorada?  - preguntó súbitamente el señor
Lemehen.
     "Dios, qué  tiene que ver  la Bola Dorada con todo esto". pensó Noonan,
irritado. "Por qué no te irás al diablo con tus enfoques indirectos."
     -  La  Bola Dorada  es una leyenda  - informó,  en  tono aburrido -. Un
artefacto mítico  localizado en  la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
     - ¿Cualquier deseo?
     - Según  la  versión  canónica de  la  leyenda,  cualquier  deseo.  Sin
embargo, hay versiones distintas.
     - De acuerdo. ¿Qué sabe de las lámparas de la muerte?
     -   Hace  ocho  años,  un  merodeador  llamado  Stefan   Norman,  alias
Cuatro-ojos, trajo  de la Zona un aparato que, hasta donde  se puede juzgar,
era algún  tipo de emisor de rayos  fatales  para los organismos terrícolas.
Este  Cuatro-ojos ofreció  el  aparato al Instituto, pero no se  pusieron de
acuerdo  en cuanto al  precio. Cuatro-ojos volvió a entrar a la Zona y jamás
regresó. Se  ignora el paradero actual del aparato.  La  gente del Instituto
sigue tirándose de los pelos por  ese  asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por él cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
     - ¿Es todo? - preguntó el señor Lemehen.
     - Es todo.
     Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitación. Era aburrida;
no había nada para mirar.
     - Muy bien. ¿Y qué sabe de los ojos de la langosta?
     - ¿Qué clase de ojos?
     -  Ojos de  langosta.  Langpátas, ¿entiende? Ésas  que tienen pinzas  -
explicó Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
     - Nunca los oí nombrar - respondió Noonan, frunciendo el ceño.
     - ¿Y de las servilletas castañeteantes?
     Noonan se bajó  del  escritorio para erguirse  frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
     - No sé nada de ellas. ¿Y usted?
     - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castañeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
     - ¿En mi Zona?
     - Siéntese, siéntese - indicó el  señor  Lemehen,  agitando la  mano -,
Recién empezamos la charla. Siéntese.
     Noonan dio  la  vuelta  al escritorio y  se sentó en  la silla  dura de
respaldo recto.
     "¿Adónde  quiere  ir  a parar?", pensó, febrilmente. "¿Qué es  todo ese
material  nuevo? Tal vez lo  encontraron en  otras Zonas y trata  de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca  me tuvo  aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
     - Prosigamos  con nuestro  pequeño examen  - anunció  Lemchen, mientras
apartaba  una  esquina  del cortinaje  para  mirar  por la  ventana  -. Está
diluviando. Me gusta.
     Soltó  la  cortina, volvió a sentarse en el  sillón y preguntó, mirando
hacia el cielo raso:
     - ¿Cómo anda el viejo Burbridge?
     - ¿Burbridge? Cuervo Burbridge está bajo vigilancia. Está inválido y en
muy buena  posición. No tiene vinculaciones con  la Zona. Es dueño de cuatro
bares  y de una  escuela de baile. Organiza  picnics para  los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
     El señor Lemehen asintió, satisfecho.
     - ¿Y qué hace Creonte, el maltés?
     -  Es uno de los pocos  merodeadores que siguen activos. Anduvo con  la
banda de  Quasimodo;  ahora  vende su botín al Instituto  utilizándome  como
intermediario.  Le  doy  rienda  libre:  tarde o  temprano alguien  lo  hará
desaparecer. Últimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
     - ¿Contactos con Burbridge?
     - Anda detrás de Dina. Sin resultados.
     - Muy bien - dijo el señor Lemehen -. ¿Qué sabe de Red Schuhart?
     - Salió de la cárcel  el mes pasado. No  tiene dificultades económicas.
Trató de emigrar, pero tiene...
     Noonan hizo una pausa. Al fin completó:
     - Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
     - ¿Eso es todo?
     - Es todo.
     - No parece mucho. ¿Qué pasa con Suertudo Carter?
     - Hace muchos años que dejó el merodeo.  Vende coches usados y tiene un
taller para  adaptar automóviles al así-así. Cuatro hijos; la mujer murió el
año pasado. Tiene suegra.
     Lemehen asintió.
     - Bueno, ¿a quién he olvidado de los viejos? - preguntó amablemente.
     - A Jonathan  Miles, más conocido como Cacto. Está en el hospital; va a
morir de cáncer. Y olvidó a Gutalin.
     - Ah, sí, sí, ¿qué se sabe de Gutalin?
     - Sigue en  lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la  Zona y
pasan  allí varios  días  en  cada  oportunidad,  destrozando  todo  lo  que
encuentran. Su antigua organización, los Ángeles Luchadores, se disolvió.
     - ¿Por qué?
     - Bueno,  usted recordará que solían comprar botín; Gutalin  lo llevaba
nuevamente  a la Zona: las  cosas del demonio debían estar con  el  demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; además el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policía.
     - Comprendo - dijo el señor Lemehen -. ¿Y qué hay de los jóvenes?
     -  Bueno,  los  jóvenes van y  vienen. Hay cinco o seis con un  poco de
experiencia,  pero últimamente no tienen quién reduzca el botín, de modo que
están perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos están retirados, los
jóvenes no  saben qué hacer y el prestigio de la profesión se  va perdiendo.
La tecnología ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robóticos.
     - Sí, si, eso he oído decir. Pero las máquinas necesitan mucha energía.
¿O me equivoco?
     - Es cuestión de tiempo, no mas. Pronto valdrá la pena.
     - ¿Cuándo?
     - En cinco o seis años.
     El señor Lemehen volvió a asentir.
     - A propósito,  tal  vez  usted no sabe que  el  enemigo  ha empezado a
emplear los merodeadores automáticos.
     - ¿En mi Zona? - preguntó Noonan, poniéndose en guardia.
     - También en la suya. Tienen la base en Rexópolis; desde allí trasladan
el equipo en helicóptero,  por sobre las montañas, hasta el Cañón Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
     - Pero  ese es el perímetro  de la  Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
área está vacía. ¿Qué pueden encontrar allí?
     - Muy poco, muy poco, pero algo  encuentran. De cualquier modo  era una
información,  nada más; eso no le concierne.  Recapitulemos. En  Harmont  no
quedan  ya,  prácticamente, merodeadores profesionales.  Los que aún  siguen
aquí ya  no  tienen relación  con  la Zona.  Los jóvenes  están  perdidos  y
cercados.
     - El enemigo está diseminado y se ha retirado a  algún rincón a lamerse
las  heridas.  No  hay  botín,  y  cuando lo  hay  no  se encuentra a  quién
vendérselo. Los robos de materiales  en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
     Noonan  guardó  silencio. "Ahora,  pensó. Ahora  me la  va a dar.  Pero
¿dónde  estuvo  el  error?  Ha de  haber sido uno  realmente grande.
habla, viejo del diablo!
     -  No he  oído su respuesta -  observó Lemehen, poniendo  la  mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
     -  Bueno,  jefe - dijo Noonan, sombrío -. Basta  ya. Me tiene  frito  y
hervido, ahora póngame en el plato.
     El señor Lemehen carraspeo vagamente.
     -  No tiene  nada  que decir en su  defensa  -  comentó, con inesperada
amargura -. Se queda ahí, con las orejas bajas ante  la autoridad.  ¿Cómo le
parece que me sentía anteayer?
     Se interrumpió para levantarse y se acercó a la caja fuerte.
     -  Para abreviar: en los dos  últimos meses, según nuestra información,
el  enemigo  ha recibido  más  de  seis  mil  artículos  provenientes de las
diversas Zonas.
     Se detuvo ante la  caja  fuerte, palmeó  su flanco pintado  y se volvió
ásperamente hacia Noonan.
     - ¡No se consuele  con ilusiones! - gritó -.
Burbridge! ¡Las del Maltés!
siquiera se  dignó mencionar!
entrena usted a sus  jóvenes?
encima ese asunto de  los  ojos de langosta, los  cascabeles  de perra,  las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
     Volvió a interrumpirse, se instaló nuevamente en el sillón,  formó otra
torre con los dedos y preguntó cortésmente:
     - ¿Qué piensa usted de todo esto, Richard?
     Noonan se secó la frente con el pañuelo.
     - No sé  nada de todo esto - respondió sinceramente  -. perdone,  jefe,
estoy un poco... Déjeme  recobrar  el aliento,
ya no tiene  nada que ver  con la Zona.
picnics y cócteles a la orilla  de los lagos  y gana  muchísimo con eso.
necesita  más dinero! Perdone,  creo  que estoy diciendo  tonterías, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que salió del hospital.
     - Bueno, no quiero demorarlo más -  dijo el señor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me  trae alguna idea sobre cómo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. Adiós.
     Noonan se levantó, saludó al perfil de Lemehen y salió a la  recepción,
aún  enjugándose el  cuello sudoroso. El  joven bronceado  estaba  fumando y
contemplaba pensativamente las entrañas del mutilado aparato electrónico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareció tan vacía como si estuviera
mirando hacia dentro.
     Richard  Noonan se  encasquetó  el  sombrero, agarró  su impermeable  y
salió. Nunca le había pasado algo así. Sus  pensamientos, confusos, parecían
enmarañarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el Narigón!
Es sólo un pequeño novato, un mocoso. No, aquí pasa algo raro.  Ese rengo de
porquería,  Cuervo,  esta vez me  agarró. Me  pescó en  pelotas. ¿Cómo  pudo
ocurrir? Justo como  aquella vez, en  Singapur;  la cara sobre la mesa y  de
golpe aplastado contra la pared...
     Subió al auto. Por un momento buscó en el tablero la llave de contacto,
olvidado  de  todo.  La  lluvia le  goteaba  desde  el  sombrero  sobre  los
pantalones. Se lo quitó y lo arrojó al asiento posterior sin mirar. El  agua
corría a chorros por  el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresión de que
eso  le  impedía comprender  cuál  era el próximo  paso a  dar. Se dio  unos
coscorrones y se sintió mejor. Inmediatamente  recordó que no había llave ni
podía haberla, porque él tenía el  así-así en el bolsillo.  La  pila eterna;
había que sacarla del bolsillo, maldición, y  meterla en la instalación. Así
podría a menos  conducir el coche hasta alguna parte... alguna  parte, lejos
de ese  edificio donde  estaba el viejo hijo de  puta, probablemente mirando
desde una ventana.
     En  el momento en que tendía la mano hacia el así-así quedó inmóvil por
un  instante. Ya sé  por  quién  empezar. Empezaré con él.
empezar con él! Nadie habrá empezado nunca con nadie como yo con él. Y  será
un placer.
     Encendió los limpiaparabrisas y bajó por la avenida, sin ver casi  nada
frente a él, pero calmándose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
Después de todo allá las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi  cuerpo, o  algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos  la pista.
¿Dónde está mi pequeño negocio? No veo un pito. Ah, allí está.
     No  estaba dentro  del  horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiéndose  como un perro
que  saliera del agua,  entró a aquella clara habitación, que olía a tabaco,
perfume y champaña rancio. El viejo Benny, aún  sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puño. Madame lo miraba
comer, con los  enormes  pechos apoyados  en el  mostrador entre  los  vasos
vacíos.  Aún no  habían limpiado la  suciedad de la  noche  anterior. Cuando
Noonan entró, Madame volvió hacia él su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresión de enojo se disolvió en una sonrisa profesional.
     -  ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿Extrañaba a las chicas?
     Benny siguió comiendo; era más sordo que una tapia.
     -
a mí a una mujer de veras?
     Benny, finalmente, notó su presencia y  contorsionó  en una sonrisa  de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpúreas.
     -
     Noonan sonrió como respuesta y agitó la mano. No  le gustaba hablar con
Benny; había que gritar constantemente.
     - ¿Dónde está mi gerente, compañeros? - preguntó.
     -  En  su cuarto -  respondió  Madame  -. Tiene  que  pagar  mañana los
impuestos.
     -
En seguida vuelvo.
     Caminando silenciosamente sobre la  gruesa alfombra sintética, cruzó el
salón y las  puertas encortinadas de los  cubículos;  junto a cada una había
una flor pintada en la pared. Entró en el  silencioso pasillo sin  salida  y
abrió sin golpear la puerta tapizada en cuero.
     Mosul  Kitty estaba sentado al  escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenía  en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los  impuestos  al  día  siguiente. En  el  escritorio,  completamente
despejado, no había más que una jarra con ungüento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro.  Mosul Kitty alzó hacia Noonan los ojos irritados y se
levantó de un salto, dejando caer el  espejo.  Noonan, sin decir palabra, se
sentó en el sillón, frente a él, y lo observó en silencio, oyéndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Después dijo:
     - Por qué no cierras la puerta, amigo.
     Mosul corrió hasta la puerta cacheteando el  piso  con los pies planos;
hizo  girar la llave y volvió al escritorio. Inclinó sobre Noonan la  cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguía mirándolo con los ojos
medio cerrados; recordó entonces, por alguna razón, que el  verdadero nombre
de  Mosul Kitty era  Rafael.  Aquel hombre era famoso por sus grandes  puños
huesudos, purpúreos  y desnudos entre el grueso  vello  que  le  cubría  los
brazos  como  una  manga. Se  habla puesto el apodo  de Kitty porque  estaba
convencido de  que era el nombre  tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
     - ¿Cómo andan las cosas? - preguntó gentilmente.
     - Todo en orden, jefe - replicó velozmente Rafael Mosul.
     - ¿Arreglaste el problema con la comisaría?
     - Costó ciento cincuenta. Todo el mundo está contento.
     - Saldrá de tu bolsillo. Fue  culpa tuya, amigo. Tenías  que encargarte
de eso.
     Mosul puso cara patética y extendió las manos en señal de sumisión.
     - Hay que cambiar el parquet del salón - dijo Noonan.
     - Lo haremos.
     Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
     - ¿Botín? - preguntó, bajando la voz.
     - Hay un poco - respondió Mosul, también en voz baja.
     - Veamos.
     Mosul corrió a  la caja  fuerte, sacó  un paquete y  lo  abrió sobre el
escritorio, frente a Noonan. Éste  revolvió con un dedo el montón de gotitas
negras; recogió un brazalete y lo  examinó por todos lados a antes de volver
a ponerlo allí.
     - ¿Nada más?
     - No traen - explicó Mosul, culpable.
     - Así que no traen - repitió Noonan.
     Apuntó con  cuidado y clavó la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla  de Mosul.  Este, gruñendo,  se  agachó  para agarrarse  el  lugar
dolorido, pero inmediatamente  volvió  a  erguirse,  en  posición de  firme.
Noonan  saltó, aferró  a Mosul por  el  cuello y se acercó soltando patadas,
haciendo girar  los  ojos, susurrando  obscenidades.  Mosul gemía y  gruñía,
echando la cabeza hacia atrás como un caballo  asustado; retrocedió  de  ese
modo hasta caer en el sofá.
     - Así que trabajas para los dos bandos, ¿eh?  Grandísimo hijo de puta -
siseó Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo  Burbridge está
nadando en botón y tú me traes cuentitas envueltas en papel.
     Le  dio  una  bofetada  en  pleno  rostro,  tratando  de  golpearle  la
magulladura de la nariz.
     - Te haré meter en la cárcel.  Tendrás  que dormir  sobre  estiércol  y
comer pan duro.
     Otro golpe a la nariz lastimada.
     -  ¿De dónde saca Burbridge el botín? ¿Por qué se lo llevan a él y no a
ti?  ¿Quién lo  trae?  ¿Cómo  es  posible que yo no  sepa nada? ¿Para  quién
trabajas, cerdo asqueroso?
     Mosul abrió y cerró la boca, mudo. Noonan lo dejó ir, volvió a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
     - ¿Y? - preguntó.
     Mosul sorbió la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
     - De veras, patrón, ¿qué pasa? ¿Qué botín puede  tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
     -
los pies.
     -  No,  no, patrón,  de veras  - fue la apresurada  respuesta  -.  ¿Yo,
discutir con usted?
     - Voy a deshacerme de ti -  amenazó  Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
qué  diablos  te quiero, grandísimo  tal  por cual?  Tipos como tú  hay  por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
     - Espere, patrón - replicó Mosul razonablemente, untándose toda la cara
con sangre -. ¿Por qué me ataca así, tan de pronto? Hablemos un poco.
     Se tocó la nariz cautelosamente y agregó:
     -  Usted dice que Burbridge tiene botín a montones. No sé, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos días  nadie  tiene botín. Después de  todo,
ahora sólo los novatos entran a  la Zona  y  son los únicos que  salen.  No,
patrón, alguien le ha mentido.
     Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer  Mosul, en verdad, nada
sabía. De cualquier modo no le habría convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
     - Esos picnics, ¿dejan ganancias?
     - ¿Los  picnics? No creo. No es  como para nadar en plata.  Pero  ya no
queda nada que dé ganancias en esta ciudad.
     - ¿Dónde se hacen esos picnics?
     - ¿Dónde? Bueno, en  diferentes lugares. Junto a la Montaña  Blanca, en
las Fuentes Termalcá, en el lago Arcoiris...
     - ¿Quiénes son los clientes?
     - ¿Los clientes? - Mosul olfateó, parpadeó y habló en tono confidencial
-. Si  piensa dedicarse  usted  también  a ese  negocio, patrón,  no  se  lo
aconsejo. No podrá competir mucho contra Cuervo.
     - ¿Por qué?
     -  Los clientes  de  Cuervo  son  los  cascos  azules,  para empezar  -
respondió el grandote,  contando  los argumentos  con los dedos -.  Después,
oficiales del  puesto de comando.  Después, los turistas  del Metropole,  el
Lirio Blanco y el Plaza. Además hace mucha propaganda. Hasta los de aquí van
con él. De veras, patrón, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
     - ¿Así que los de aquí también van con él?
     - La gente joven, en su mayoría.
     - Bueno, ¿qué pasa en esos picnics?
     - ¿Qué pasa?  Vamos en ómnibus, ¿entiende? Y cuando  llegamos todo está
listo: mesas, carpas, música...  Y todos la disfrutan. Los oficiales  suelen
ir con las muchachas.  Los turistas van a  mirar la  Zona; si es  en Fuentes
Termales  la  Zona  está  a  un tiro  de  piedra,  del  otro  lado del Cañón
Sulfuroso.  Cuervo ha desparramado unos cuantos  huesos de caballo por ahí y
se los muestra con binoculares.
     - ¿Y los de aquí?
     - ¿Los de aquí? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
     - ¿Y Burbridge?
     - ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
     - ¿Y tú?
     -  ¿Yo?  Yo soy  como cualquier  otro. Vigilo  que  nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, más o menos.
     - ¿Y cuánto dura todo eso?
     - Depende. A veces tres días, a veces una semana entera.
     -  ¿Y cuánto cuesta ese viaje de placer? - preguntó Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
     Mosul  respondió, pero  él  no le  prestó atención. Ahí  está la  cosa,
pensaba;  varios  días, varias noches; en esas  condiciones  es  simplemente
imposible  vigilar a  Burbridge,  por mucho que se quiera.  Pero  seguía sin
entender. Burbridge no  tenía piernas, y allí estaba el  barranco. No, había
algo más.
     - Entre los de aquí, ¿quiénes son los clientes habituales?
     - ¿Entre los de aquí? Ya se lo dije, los jóvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy,  Rajba, el  Pollo  Tsapfa,  ese  muchacho,  Zmyg...  El Maltés
también va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela  dominical.
¿Vamos a  la escuela  dominical?, dicen. Se dedican a las señoras grandes  y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
     - La escuela dominical... - repitió Noonan.
     Se le había ocurrido un pensamiento extraño. Escuela. Se levantó.
     -  Muy bien  -  dijo -.  Al  diablo  con  los picnics. Eso  no es  para
nosotros. Pero entiéndeme bien: Cuervo tiene botín y ese negocio es nuestro,
amigo.  Busca,  Mosul,  busca  o te echaré a los perros.  Dónde lo consigue,
quién se lo da. Descúbrelo y daremos un veinte por ciento más. ¿Entiendes?
     - Entiendo, patrón.
     Mosul  también  estaba de  pie, en posición de firme,  con  la  lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
     - ¡Muévete!
     Ya en el  bar tomó rápidamente su  aperitivo, charló un rato con Madame
sobre la  decadencia  moral, sugirió que  planeaba  agrandar  el negocio  y,
bajando la voz para lograr  más énfasis, le pidió consejo sobre lo que podía
hacer con Benny; el pobre estaba  viejo, sordo y lento  de reacciones; ya no
se movía como antes.
     Ya eran las seis y tenía hambre. Un pensamiento le daba  vueltas en  el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habían aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mítica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. Sólo quedaba en él la desilusión
de no  haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo más importante era eso
que seguía flotando en su cabeza sin darle paz.
     Se  despidió de Madame, estrechó la mano a Benny y fue directamente  al
Borscht.
     El problema es que no  nos damos cuenta de cómo se van los años, pensó.
Al diablo con los años; no nos damos cuenta de que todo cambia.  Sabemos que
todo cambia, nos enseñan desde  chicos que todo cambia y  vemos  cambiar las
cosas con  nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no está. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernética. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrío, que se arrastraba centímetro
a centímetro por la  Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botín.
El nuevo merodeador es un pisaverde  de corbata fina,  un  ingeniero que  se
sienta a  dos  kilómetros de la  Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin  nada que  hacer, salvo vigilar unas  pocas  pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lógico. Tan  lógico que a nadie  se  le ocurren  las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
     Y de pronto, desde  la nada, surgió una oleada  de desesperación que lo
tragó por completo. Todo  era  inútil, sin  sentido. Dios  mío,  pensó,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean más inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y así está el  hombre en  el  mundo.  Si nunca hubiéramos  tenido una
Visitación habría sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
     El  Borscht estaba encendido y de él brotaba un olor delicioso. También
el Borscht había cambiado; ya no había baile ni diversiones; Gutalin  no iba
más,  lo habían hecho  a un  lado.  Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habría marchado haciendo una mueca. Ernest seguía en
la jaula; era la  vieja, su mujer, la que finalmente había vuelto a poner en
marcha el local,  con una clientela sólida y  estable.  Todo el personal del
instituto almorzaba allí, incluyendo a los funcionarios más importantes. Los
reservados eran  bonitos;  la comida,  buena;  los precios,  razonables;  la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
     Noonan  descubrió  a Valentine  Pilman  en  uno de  los reservados.  El
laureado científico tomaba café y leía una revista doblada en dos. Noonan se
acercó, preguntando:
     - ¿Puedo sentarme con usted?
     Valentine volvió hacia él sus anteojos oscuros.
     - Ah, sí, por favor.
     - Un segundo. Primero voy a lavarme.
     Acababa de recordar lo de  la  nariz de  Mosul.  Allí lo conocían bien.
Cuando volvió al reservado de Valentine,  le esperaba un plato de  embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni fría ni caliente, como a él le gustaba.
Valentine dejó la revista y tomó un sorbo de café.
     - Escúcheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿Cómo piensa
que terminará todo esto?
     - ¿Qué cosa?
     -   La   Visitación.   Las  Zonas,  los  merodeadores,   los  complejos
militar-industriales... todo. ¿Cómo puede terminar?
     Valentine lo miró por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
     - ¿Para quién? Especifique.
     - Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
     - Eso  depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en  nuestro
sector del  planeta la  Visitación no dejó efectos posteriores, en  su mayor
parte.  Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar  todas
esas  castañas del fuego  saquemos  algo que  arruine  la  vida, no sólo  la
nuestra sino la  de todo el  planeta. Eso sería  mala suerte. Pero  admitirá
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
     Rió entre dientes y prosiguió:
     -  Le  diré:  hace tiempo  he  perdido  el hábito  de  hablar  sobre la
humanidad en general. La humanidad,  como un  todo, es un sistema  demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
     - ¿Le parece? Puede ser, quién sabe.
     - Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente  entretenido -. ¿En
qué ha cambiado su vida con la Visitación? Usted  es un hombre de  negocios.
Ahora  sabe que hay  al menos otra criatura  racional en el universo, además
del hombre.
     - ¿Qué puedo decirle?
     Noonan hablaba  en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversación;
no había nada de qué hablar.
     - ¿Qué ha cambiado  para  mí? -  prosiguió -. Bueno,  desde hace varios
años  me siento intranquilo, inseguro. Bien.  Ellos vinieron y se fueron  en
seguida.  ¿Qué pasaría si volvieran  y decidieran quedarse? Como  hombre  de
negocios debo tomar esta cuestión en serio: quiénes son, cómo vinieron y qué
necesitan. En  el nivel  más básico, tengo  que  pensar en  cómo  cambiar mi
producción.  Debo  estar  preparado.  ¿Y  si  yo  resultara  ser  totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
     Noonan se iba animando.
     - ¿Y si todos somos superfluos? - continuó - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Quiénes son,
qué quieren, y si regresarán?
     - Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
     - Y usted, ¿qué piensa?
     - A decir verdad nunca me permití el lujo  de pensar seriamente en eso.
Para mí  la Visitación es, fundamentalmente, un acontecimiento único que nos
permite saltar varios  escalones  en el  proceso del conocimiento.  Como  un
viaje al futuro de  la tecnología. Como si un  generador  cuántico  fuera  a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
     - Newton no habría entendido nada.
     - Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
     - ¿De  veras?  Bueno,  de cualquier modo,  quién habla de  Newton. ¿Qué
piensa de la Visitación? Puede contestar en broma.
     - De acuerdo, le diré. Pero debo advertirle  que su  pregunta, Richard,
cae bajo  el rótulo de la xenología. Xenología: mezcla artificial de ciencia
ficción  y lógica formal. Se basa en  la  premisa falsa de que la psicología
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
     - ¿Falsa por qué? - preguntó Noonan.
     -  Porque los  biólogos ya  se han roto el  seso tratando de aplicar la
psicología humana a los animales. Y eran animales terráqueos.
     - Perdóneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando  de  la
psicología de seres racionales.
     - Si, y todo estaría muy bien si supiéramos al menos qué es la razón.
     - ¿No lo sabemos? - preguntó Noonan, sorprendido.
     -  Créase o no, no lo sabemos. Por lo  común se emplea  una  definición
trivial: la  razón es  la parte  de  la  actividad  humana que diferencia al
hombre de  los animales. Es como un intento de distinguir al amo del  perro,
que  comprende  todo pero no  puede  hablar.  En  realidad, esta  definición
trivial da origen a otra  más ingeniosa, basada en la  amarga observación de
las  actividades  humanas  ya  mencionadas.  Por  ejemplo:  la  razón  es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
     -  Si,  eso  se refiere  a nosotros, a  mí y  a los que son  como yo  -
concordó Noonan, amargamente.
     - Por desgracia.  O qué le parece esta  definición hipotética: la razón
es una  especie de  instinto complejo que aún no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de  un millón de  años nuestro instinto habrá madurado y dejaremos de
cometer los errores que  probablemente  debemos  a la  razón. Y entonces, si
algo cambiara en el universo,  todo  -; nos  extinguiríamos..., precisamente
porque habríamos olvidado  cómo  cometer errores,  es  decir,  cómo intentar
varios enfoques que no han  sido estipulados por un programa  inflexible  de
alternativas permitidas
     - Usted se las arregla para que suene despectivo.
     - De acuerdo, probemos con otra definición, una muy noble y sublime. La
razón es la capacidad de utilizar las  fuerzas  del medio  sin destruir  ese
medio.
     Noonan hizo una mueca y sacudió la cabeza.
     - No, eso no se refiere a nosotros. ¿Qué. le parece ésta?  El hombre, a
diferencia del animal, es una  criatura dotada de una indefinible  necesidad
de conocimiento. Lo leí en alguna parte.
     - Yo también.  Pero el problema consiste en que el hombre común (ese en
que usted  piensa al hablar de "nosotros" y  "los otros") supera  con  mucha
facilidad  esa  necesidad de  conocimiento. Ni  siquiera creo  que  haya tal
necesidad. La  hay, sí, pero de comprender,  y  para  eso no  hace falta  el
conocimiento.  La  hipótesis  de  Dios,  por  ejemplo,  nos  proporciona una
oportunidad  incomparablemente  absoluta  de comprenderlo todo  sin  conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenómenos  sobre la  base de ese sistema.  Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento  de ninguna  especie.  Sólo  unas pocas fórmulas  aprendidas de
memoria, más lo que la gente llama intuición y lo que llama sentido común.
     - Un momento - dijo Noonan.
     Terminó su  cerveza y depositó  ruidosamente la  jarra sobre  la  mesa.
Después contestó:
     - No se salga  del tema. Volvamos  al tema de nuestra  conversación. El
hombre se  encuentra con una  criatura extraterrestre. ¿Cómo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
     - No tengo la menor idea  - dijo Valentine, con gran placer -.  Todo lo
que  he leído sobre ese tema cae en  un círculo  vicioso. Si son  capaces de
establecer contacto, son  racionales.  Y  viceversa;  si son  racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicología humana, es racional. Una cosa así.
     -  ¿Ah, sí?
cosa en su casillero!
     -  Los monos  también  pueden  poner  cosas  en  casilleros  -  replicó
Valentine.
     - No, espere  - exclamó Noonan, sintiéndose defraudado por algún motivo
-. Si no saben cosas tan simples como ésa... Bueno, al diablo  con la razón.
Por  lo  visto  es  un  verdadero  pantano.  Okey,  pero  ¿qué pasa  con  la
Visitación? ¿Qué piensa usted de la Visitación?
     - Será un placer. Imagine un picnic.
     Noonan se estremeció.
     - ¿Qué dijo?
     - Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se  de él baja  un grupo  de  gente joven,  con botellas, cestos  de comida,
radios  a  transistores y  máquinas  fotográficas.  Encienden  fuego,  arman
carpas, ponen música. Por la mañana se marchan. Los animales,  los pájaros y
los insectos que  los han  estado  observando  horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qué  se encuentran? Nafta y
aceite  derramados  en  el  pasto.  Válvulas  y filtros usados,  estropajos,
bombitas  quemadas  y  alguna llave inglesa  que alguien  olvidó. Manchas de
aceite en el estanque.  Y también,  por supuesto,  las basuras de costumbre:
corazones  de manzana,  envolturas de  caramelos,  restos chamuscados  de la
hoguera, latas, botellas,  un pañuelo,  una navaja,  periódicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
     - Ya entiendo; un picnic junto al camino.
     -  Precisamente.  Un  picnic junto a algún camino del  cosmos.  Y usted
pregunta si van a volver.
     - Déjeme fumar un  cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
     - Está en su derecho.
     - Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
     - ¿Por qué?
     - Bueno al menos que no nos prestaron atención.
     - En su lugar, yo no me preocuparía por eso, ¿sabe?
     Noonan aspiró el humo, tosió y arrojó el cigarrillo.
     -  No me preocupo  -  dijo, terco -.  No puede ser  así.
todos ustedes, los científicos! ¿De dónde sacan  tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por qué tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
     - Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citó:
     - "¿Me Pregunta usted en qué  consiste la  grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cósmicas? ¿En que conquistó
el planeta en  poco tiempo y abrió una ventana  al universo?
pesar  de  todo   eso,   ha  sobrevivido   y  tiene  intenciones  de  seguir
sobreviviendo en el futuro".
     Hubo un silencio. Noonan pensaba.
     -  No se deprima - le dijo Valentine, con  amabilidad -, Eso del picnic
es  una  teoría   mía,  nada  más.  Ni  siquiera  una  teoría:  imaginación,
simplemente. Los  xenólogos  serios  están trabajando en versiones mucho más
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por  ejemplo, que todavía
no se produjo la Visitación,  sino que está por venir. Una cultura altamente
racional arrojó envases con  artefactos de  su civilización hacia la Tierra.
Esperan que  estudiemos  esos  artefactos, que  demos  un  gigantesco  salto
tecnológico  y  que enviemos una señal  de respuesta, indicando  que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta ésa?
     -  Es mucho mejor. Veo que, después  de todo, entre los científicos hay
gente decente.
     - Aquí tiene otra. La Visitación ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni  por  asomo.  Estamos  en contacto  incluso  mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los  visitantes viven en la  Zona y nos observan
cuidadosamente,  mientras  nos  preparan  para las  crueles  maravillas  del
futuro.
     -
hay en las ruinas de la fábrica. A propósito, su picnic no explica eso.
     - ¿Cómo que no? Alguna  de las niñas pudo olvidar su osito a  cuerda en
la pradera.
     - ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es  muy  agradable charlar con usted, ¿sabe?  Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa  en el cráneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para qué, y lo que pasa, y cómo disfrutar de la vida.
     Vino la cerveza. Noonan tomó un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. Éste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
     - ¿No le gusta?
     - Generalmente no bebo - respondió Valentine, no muy seguro.
     - ¿En serio?
     -
cerveza -. Ya que estamos, pídame un coñac.
     -
     Llegó el coñac.
     - Pero,  en verdad, ustedes no deberían seguir así -  dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versión de
que esto  es un preludio al contacto, sigue sin gustarme.  Comprendo eso  de
los brazaletes y los vacíos,  pero ¿qué sentido tienen  la jalea  de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
     - Perdón - dijo Valentine, tomando  una rodaja de limón -. No comprendo
esa terminología. ¿Qué roncha?
     Noonan se echó a reír.
     -  Son términos  populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en  el  comercio.  Las  ronchas de  mosquitos son  las zonas de  gravitación
acentuada.
     - Ah, los  graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es  algo de lo que
me  gustaría  hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
     - ¿Por qué no? Soy ingeniero, ¿sabe?
     - Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
     - Exactamente.  ¿Oyó  hablar  de  esa catástrofe  en  los  laboratorios
Currigan?
     - Algo me dijeron.
     -  Esos idiotas pusieron  un  envase de porcelana  con esa jalea en  un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado.  Y cuando abrieron  el  envase,  mediante manipuladores,  la  jalea
atravesó  el  metal y el  plástico y  pasó afuera, como agua por un colador.
Todo lo  que tocó se convirtió  también en jalea. Murieron  treinta y  cinco
personas, hubo más de cien heridos que quedaron lisiados y todo  el edificio
quedó destruido.  ¿Conocía las instalaciones?
ha filtrado hasta el sótano y los pisos  inferiores. Lindo  preludio para un
contacto.
     Valentine hizo una mueca.
     - SI, estaba enterado de todo eso. Pero  estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podían conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
     - Debieron saberlo - insistió Noonan,
     - Tal  vez ellos responderían  que esos complejos hace tiempo  debieron
haber desaparecido.
     -  Seguro.  Y ellos mismos  debieron  encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
     - ¿Sugiere  usted  una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
     -
Dejémoslo  así. Propongo  que volvamos al  principio de  nuestra  discusión.
¿Cómo  terminará  todo  esto? Usted,  por  ejemplo;  es  científico.  ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnología, nuestro modo de vida?
     Valentine se encogió de hombros.
     -  Se  equivoca  de puerta,  Richard. No me gusta fantasear  porque sí.
Cuando el tema  es  serio  prefiero  volverme  a  un  saludable  y  prudente
escepticismo. Basándonos  en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
     -  Muy bien,  probemos  otro  enfoque.  Según  su opinión:  ¿qué  hemos
recibido hasta ahora?
     - Le  parecerá divertido, pero es  muy poco. Hemos desenterrado  muchos
milagros; en unos  pocos casos descubrimos cómo emplear esos  pocos milagros
en  provecho  propio. Un  mono oprime un  botón  rojo y obtiene  una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cómo obtener bananas y
naranjas sin los botones.  Tampoco  entiende qué relación tienen los botones
con la  fruta.  Fíjese en los así-así, por ejemplo.  Descubrimos el  modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a  la división  celular. Pero todavía no
hemos  podido hacer un solo así-así. Ni siquiera sabemos cómo funcionan, y a
juzgar  por las  evidencias  actuales pasará mucho tiempo antes  de  que  lo
sepamos,
     "Lo diré de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes.  Estoy  seguro  de que en la gran mayoría de  los  casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos  utilidad a algunas
cosas: los así-así y los brazaletes,  con los  que estimularnos los procesos
vitales. Y  varios  tipos de masas  cuasi biológicas, que han  provocado una
revolución  en  la  medicina.  Hemos recibido nuevos tranquilizantes  nuevos
tipos de  fertilizantes minerales, que son una  novedad en  la  agricultura.
Pero  para qué hacer una lista. Usted lo sabe mejor que  yo; veo  que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benéfico. Se puede decir que
han  beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no  debemos  olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
     - ¿Aplicaciones indeseables?
     - Exactamente. Por ejemplo, el  uso  de los  así-así  en  la  industria
bélica.  Pero no es de  eso de lo que estoy hablando. Ya se  ha estudiado  y
explicado,  más  o  menos,  el  efecto de  los  objetos  benéficos.  Nuestra
tecnología   avanza.  Dentro  de  cincuenta  años,  o  más,  sabremos   cómo
fabricarlos por nuestra  cuenta y podremos roer  huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos  las cosas son más  complicadas,  porque no  les hemos
hallado  aplicación;  sus  cualidades,  en el marco  de  nuestros  conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles.  Las trampas magnéticas,
por  ejemplo.  Sabemos que son trampas magnéticas; Panov  lo probó con mucha
inteligencia, Pero no  conocemos la fuente  de ese poderoso campo magnético,
ni  qué  causa  su  superestabilidad. En  lo  que a  ellos  se  refiere,  no
entendemos   nada.  Sólo  podemos  tejer  fantásticas   teorías  acerca   de
propiedades del  espacio que hasta ahora  no hablamos sospechado. O el K-23.
¿Cómo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyería.
     - Gotitas negras.
     -  Eso  es, las gotitas negras. El  nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce  sus  propiedades.  Si  uno proyecta  un  rayo  de luz en una de esas
cuentas, la transmisión de la luz  se  demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta  y de varios parámetros más. Y  la  unidad de  luz que  sale es
siempre menor que la entrada. ¿Qué  es esto?  ¿Por qué  se  produce? Hay una
descabellada  teoría,  según  la  cual  las  gotitas  negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
     Valentine suspiró profundamente y concluyó:
     -  En pocas  palabras, los  objetos  de  este segundo grupo  no  tienen
aplicación alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente científico son de una importancia fundamental. Son  respuestas que
nos han caído del cielo antes de que  pudiéramos plantearnos las  preguntas.
Tal  vez  Sir Isaac  no  habría podido desentrañar los Láser,  pero al menos
habría comprendido que  son posibles y eso habría tenido una gran influencia
en su criterio científico. No quiero  entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnéticas, el K-23 y el anillo  blanco ha
invalidado   muchas  de  nuestras  teorías  recientes,  para  aportar  ideas
completamente nuevas. Y todavía hay un tercer grupo.
     - Sí - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderías.
     - No,  no. Esos pueden entrar en la  primera o en la segunda categoría.
Hablo de  objetos de los que no sabemos nada o tenemos sólo conocimientos de
oídas.  Esas cosas que  los merodeadores  nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quién, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla.  Cosas que  se han convertido en leyendas, o casi,  La Máquina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
     -
menos lo imagino, pero...
     Valentine se echó a reír.
     -  Ya  ve  que también nosotros  tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotético osito a cuerda que hace estragos en la
vieja  planta. Y  el fantasma alegre es cierta peligrosa  turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
     - Primera vez que los oigo nombrar.
     - ¿Comprende, Richard? Hace veinte años que escarbamos en la Zona, pero
todavía no sabemos ni la  milésima  parte de lo que contiene.  Y  si vamos a
hablar de  los efectos de la Zona sobre el hombre... A propósito, al parecer
vamos a  tener que agregar otra categoría, un cuarto  grupo. No de  objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que  a mí  atañe, hay hechos de sobra para investigar. A  veces,  Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
     - Los zombies - propuso Noonan.
     - ¿Qué? Oh,  no, eso es meramente  enigmático.  Cómo le diré... Es algo
que  al  menos podemos imaginar.  Me  refiero cosas  que  comienzan  a pasar
súbitamente, sin motivos; fenómenos ni físicos ni biológicos.
     - Ah, se refiere a los emigrantes.
     -  Exactamente. La estadística es una ciencia muy  precisa,  como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Además es  una ciencia elocuente
y bella.
     Valentine  parecía  estar achispado. Hablaba más alto, se  le subido el
color  a  las  mejillas y  las  cejas  asomaban  por encima de  sus anteojos
ahumados, convirtiéndole la frente en una tabla de lavar.
     - Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
     -
decirle? Es muy extraño.
     Alzó la copa, bebió la mitad de un solo trago y prosiguió.
     -  No  sabemos qué  pasó con los pobres Harmonitas en el momento de  la
Visitación,  pero  ahora  uno de ellos decide emigrar, el más típico de  los
hombres  comunes.  Un peluquero,  hijo y  nieto de  peluqueros.  Se  muda  a
Detroit,  digamos.  Abre una  peluquería. Y  entonces  empieza el baile.  El
noventa  por  ciento  de  sus  clientes  muere  en el curso  de  un  año: en
accidentes de tránsito, cayéndose por cualquier ventana, víctimas de mafioso
o asaltantes, ahogándose en aguas  playas, etcétera, etcétera.  En Detroit y
sus suburbios  se produce  una  cantidad de desastres naturales:  de  pronto
aparecen  en la  zona  tifones y tornados que no se han  visto desde  el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y  tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se  establece un  emigrante venido de cualquiera  de
las  Zonas. El número  de catástrofes es directamente proporcional al número
de emigrantes que  se  hayan  instalado  en la ciudad. Además hay que  hacer
notar  que  esa reacción se produce sólo ante la presencia de emigrantes que
vivían aquí en el momento de la Visitación. Quienes nacieron después de ella
no  influyen sobre  las estadísticas de accidentes y  desastres. Usted lleva
diez  años viviendo aquí,  pero se mudó  después de la Visitación; no habría
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿Cómo se explica esto?
¿Qué debemos descartar, las estadísticas o el sentido común?
     Valentine tomó  su vaso y terminó la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascó la cabeza.
     - Humm, sí.  Ya había oído hablar de  eso, claro, pero... este... pensé
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
     - O,  por ejemplo,  el efecto de  mutaciones que  provoca  la Zona - le
interrumpió Valentine.
     Se quitó los anteojos y miró a Noonan con ojos oscuros y miopes.
     - Cualquiera que  pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotípicos y genotípicos. Ya sabe  usted  qué clase de hijos
pueden  tener los merodeadores, y sabe también qué les pasa a  ellos mismos.
¿Por qué? ¿Dónde  está el factor de mutación?  En la Zona no hay  radiación.
Aunque el aire y el suelo tienen allí  una estructura química particular, no
presentan   ningún   peligro   de  mutación.   ¿Qué   debo   hacer  en  esas
circunstancias? ¿Creer en brujerías, en el mal de ojo?
     -  Estoy  de acuerdo.  Pero, francamente, me preocupan  mucho  más  los
cadáveres revividos que  sus  estadísticas.  Especialmente  porque  nunca he
visto las estadísticas, pero a los zombies sí... y los he olido.
     Valentine descartó aquella afirmación con un gesto de la mano.
     - Zombies, bah. Tendría que  darle vergüenza, Richard. Después de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadáveres. Son moldeados,
reconstrucciones  sobre el esqueleto,  maniquíes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de  los principios fundamentales, sus  moldeados  no  son más
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los así-así violan
la primera ley de la termodinámica y los moldeados violan  la segunda. Todos
somos  hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada más Espantoso que un fantasma. Pero la violación a la ley de casualidad
es mucho más espantosa que  toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
     - Frankenstein.
     -  Ah, sí,  Frankenstein. La señora Shalley. La esposa del poeta.  O la
hija,
     De pronto se echó a reír, y agregó:
     - Nuestros moldeados poseen una extraña propiedad: posibilidad de  vida
autónoma. Por ejemplo, si usted les corta  una  parte del  cuerpo, esa parte
sigue  viviendo. Por  su cuenta.  Sin necesidad  de  nutrirla con soluciones
fisiológicas. Hace poco  trajeron uno de esos  al Instituto. Me lo contó  un
ayudante de laboratorio de Boyd.
     Valentine soltó una estruendoso carcajada.
     - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntó Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
     - Vamos.
     Valentine  intentó  meter la cara  en  los  anteojos;  al  fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponérselos sobre la cara.
     - ¿Tiene coche? - preguntó.
     - SI; lo llevo.
     Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta.  Valentine no dejaba
de hacer  venias burlonas  a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad  a aquel físico  de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron  los anteojos por  saludar al sonriente portero;  los  tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
     -  Mañana tengo  que hacer un experimento.  Es  muy  interesante, sabe,
murmuró Valentine mientras subía al automóvil.
     Pasó a describir el experimento. Noonan lo llevó hacia  el  complejo de
ciencias.
     Ellos también tienen  miedo,  pensaba al volver  al coche. También  los
tragalibros están asustados, Y  así  debe ser.  Ellos tendrían que estar más
asustados que todos  nosotros untos,  la gente común. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben  descender a  él. Se les
estruja el  corazón,  pero  tienen  que bajar,  y lo importante  es: ¿podrán
volver a subir?  Mientras tanto  nosotros, los meros mortales,  apartamos la
vista, por decirlo así. Bueno, tal vez así debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro.  Él tenía razón: el  acto más heroico de
la humanidad ha  sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun así
él mandaría a los  visitantes al demonio, si pudiera. Por qué no hicieron el
picnic  en  otra parte. En la Luna, o en Marte. Inútiles  sin corazón,  como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. Así que hicieron
un picnic. Un picnic.
     ¿Cuál es la mejor  manera de tratar  con mis organizadores de picnics?,
pensó, mientras conducía lentamente  por las calles mojadas y llenas de luz.
¿Cuál es el modo más inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo,  como en
mecánica.  ¿Para qué diablos sirve  ese estúpido  diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
     Estacionó el coche frente a la casa donde vivía Redrick  Schuhart  y se
quedó sentado, planeando el modo de abrir la conversación. Después retiró el
así-así  y  bajó  del  auto.  Recién  entonces  notó  que  la  casa  parecía
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no había nadie en el
parque y hasta las luces  exteriores estaban apagadas. Eso le recordó lo que
estaba  a punto  de ver, haciendo que  se  estremeciera. Hasta  pensó en  la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con él en el coche o  en algún
bar tranquilo, pero rechazó la idea por muchos motivos.  Además, se dijo, no
es cosa  de comportarse como todos esos personajes que huyen como  las ratas
del barco que se hunde.
     Entró  por  la  puerta  principal  y  subió  lentamente  las  escaleras
polvorientas. Todo  estaba silencioso;  muchas de las puertas  instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas;  los departamentos
olían a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisó el
pelo,  aspiró profundamente  y  tocó el  timbre. Por un rato  no hubo  ruido
alguno del otro lado;  al cabo crujió el piso, giró la cerradura y la puerta
se abrió silenciosamente. Noonan no había oído los pasos.
     En  el vano apareció  Monita, la hija de  Schuhart.  Una luz  brillante
emergía del vestíbulo, y al principio Noonan sólo pudo ver la silueta oscura
de la niña. Notó  lo mucho que había crecido en los últimos  meses, pero  en
seguida ella dio un paso atrás, hacia el vestíbulo, con  lo cual la  cara le
quedó a la vista. Noonan sintió la garganta seca por un segundo.
     - Hola,  María - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿Cómo estás, Monita?
     Ella  no  respondió.  Retrocedió   silenciosamente  hacia  el   living,
mirándolo  por  debajo  de  las  cejas,  como si  no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco él podía reconocerla. Es la Zona, pensó. Maldición.
     - ¿Quién es? - preguntó Guta, asomándose desde la cocina -.
es Dick! ¿Dónde te habías metido? ¿Sabes?
     Corrió hacia él secándose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro.  Todavía era hermosa, enérgica, fuerte, pero  se la notaba fatigada;
la cara  le había adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? Él le
dio un beso en la mejilla y le entregó el sombrero y el impermeable.
     - Disculpa, disculpa, pero no tenía tiempo para venir. ¿Está aquí?
     -  Está -  replicó Guta -. Está con  alguien, pero supongo  que  se irá
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
     Él  dio  varios pasos  por el vestíbulo y se  detuvo  en  la puerta del
living. Ante  la  mesa  habla  un  hombre  sentado.  Un  moldeado.  Inmóvil,
ligeramente inclinado. La  luz  rosada de la lámpara le caía  sobre  la cara
ancha y oscura,  iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin  brillo. Noonan percibió  inmediatamente  el olor.  Sabía  que  era sólo
imaginación, que el olor  duraba sólo  unos  pocos días antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibió con la memoria: el olor fétido
y denso de la tierra removida.
     - Podemos ir a la cocina - se apresuró a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. Así podremos charlar.
     -
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
     Pasaron a la cocina. Guta abrió  la heladera mientras Noonan se sentaba
a  la mesa y miraba a su alrededor. Como  de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en  las hornallas había cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautomática; eso quería decir que en la casa había dinero.
     - Bueno, dime cómo está - preguntó.
     - Igual. Perdió peso en la cárcel, pero ya lo estoy engordando.
     - ¿Sigue pelirrojo?
     -
     - ¿Y de pocas pulgas?
     -
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecía flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
     - No, está justo.
     Noonan bajó  el  contenido del vaso.  Era el  primer  trago  fuerte que
tomaba en todo el día.
     - Ahora me siento mejor - dijo.
     - Y tú, ¿andas bien? - preguntó Guta  -. ¿Por qué  pasaste tanto tiempo
sin venir?
     - Esos malditos negocios.  Todas las semanas quería llegarme hasta aquí
o por lo menos llamar por  teléfono,  pero primero tuve  que ir a Rexópolis;
después hubo  mucho  trabajo,  y  finalmente me  dijeron que  Redrick  había
vuelto; pensé que sería mejor dejarlos solos por unos días. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me  pregunto  para qué diablos corro tanto.  Para
hacer  dinero,  pero para  qué quiero  dinero si  no  hago  más  que  correr
haciéndolo.
     Guta tapó  las  ollas con gran estruendo, sacó un  atado de cigarrillos
del  estante  y  se sentó  a  la  mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscó su encendedor y le dio fuego. Y una vez más, por segunda vez en
su vida,  vio que a Guta  le temblaban  las manos;  como aquella vez, cuando
acababan de  sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algún dinero. Ella
tuvo muchos problemas  al principio; no disponía de un centavo, ni  tenía en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezó a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a  juzgar por las evidencias; Noonan  tenía una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguió visitándola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita,  pasaba tardes enteras  tomando café  con Guta, planeando
una vida nueva y  feliz para Redrick. Después de  haberla escuchado iba a la
casa de  los  vecinos  y trataba  de hacerlos  entrar en  razón;  explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia,  irrumpía en amenazas: "Saben que  Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servía de nada.
     - ¿Cómo está tu novia? - preguntó Guta.
     - ¿Qué novia?
     - La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
     -
     -  Tendrías que  casarte,  Dick. ¿No quieres  que  te presente a alguna
muchacha?
     Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca más.
     - Lo que necesito no  es una esposa, sino una  secretaria - protestó -.
¿Por  qué no abandonas a  ese  infernal  pelirrojo  y  vienes  a hacerme  de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavía se acuerda de ti.
     - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
     - ¡No me digas! - exclamó Noonan, fingiendo sorpresa -.
     -
enterara.
     Monita entró  silenciosamente y se demoró junto a la  puerta. Miró  las
cacerolas, miró a Richard  y finalmente se arrimó a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
     - ¿Qué tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
     Sacó del bolsillo superior una  barra de chocolate envuelta en plástico
y  la tendió a la niña. Ella no se movió. Guta tomó la barra y la dejó sobre
la mesa. Tenía los labios pálidos.
     - Bueno, Guta,  ¿sabe  que  he decidido  mudarme? Prosiguió él, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
     - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
     Él se interrumpió,  levantó  el  vaso con  ambas  manos y lo hizo girar
distraídamente.
     - No has preguntado cómo nos va - continuó ella -. Y tienes razón. Pero
eres un viejo amigo, Dick,  y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
     - ¿La han llevado a un médico? - preguntó él, sin levantar la vista.
     - Sí. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
     Guta se  interrumpió. También  él  guardó  silencio. No había nada  que
decir y tampoco quería pensar en  eso.  De  pronto  se  le ocurrió una  idea
horrible: era una invasión. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un  preludio al Contacto,  sino de una invasión. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensó, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. Sintió un escalofrío, pero entonces recordó que había
leído algo  por el  estilo en  un  libro barato de cubierta chillona,  y  se
sintió mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier  cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
     - Uno de ellos dijo que ya no es humana.
     - Tonterías - replicó Noonan con  voz hueca -. Tendrían que  ver  a  un
buen especialista. ¿Por qué no  van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
     - ¿Te refieres  al Matasanos? - Preguntó ella, riendo  nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. Él fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
     Cuando Noonan se atrevió a  levantar  la  vista,  Monita se había ido y
Guta  permanecía inmóvil, con  la boca entreabierta y los ojos vacíos; en la
punta de su  cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. Él empujó el vaso
hacia ella.
     - Prepárame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
     Cayó la ceniza. Guta buscó el cenicero para dejar la colilla; acabó por
arrojarla en el tacho de la basura.
     -  Por qué, eso es  lo que no  puedo  entender,  en la ciudad hay mucha
gente más mala que nosotros.
     Noonan  creyó que  estaba por llorar, pero  no fue  así.  Ella abrió la
heladera, sacó el vodka y el jugo y tomó otro vaso del armario.
     -  No pierdas la  esperanza. Todo se arregla en esta  vida. Y  yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, créeme. Haré todo lo que pueda.
     Lo decía sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que  tenía en diversas ciudades; le parecía haber  oído hablar
de  casos  similares  que habían terminado  bien. Sólo  hacía falta recordar
dónde  era  y de qué  médico  se trataba.  Pero  entonces  recordó  al señor
Lemehen, y recordó  también por qué se había hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar más en todo eso. Borró  todos sus pensamientos  sobre  conexiones, se
acomodé en la silla y se relajó para esperar su copa.
     Hubo  un  ruido  de pasos que  se arrastraban  y  un  golpe sordo en el
vestíbulo. Después, la voz más que repulsiva de Cuervo Burbridge.
     -
Yo que tú no los dejaría solos.
     Y la voz de Red:
     - Ten cuidado con tu pierna  ortopédica, Cuervo. Y cierra la boca. Allí
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
     -
     - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
     Chasqueó  la cerradura  y las voces se oyeron  más apagadas. Al parecer
habían  salido al  vestíbulo.  Burbridge dijo  algo en  voz  baja y  Redrick
replicó:
     -
     Más gruñidos de Burbridge y la áspera respuesta de Red:
     -
     Un portazo  y pasos en el vestíbulo, rápidos y firmes. Redrick Schuhart
apareció en la puerta de la  cocina. Noonan se levantó para saludarlo con un
cálido apretón de manos.
     -  Estaba  seguro  de  que  eras  tú -  dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a  Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso,  ¿eh?  Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mí también. Tengo que alcanzarlos.
     - Todavía no hemos comenzado. ¿Quién se te puede adelantar?
     Redrick rió ásperamente y palmeó a su amigo en el hombro.
     -
haciendo aquí, en la cocina? Guta, trae la cena.
     Abrió la heladera y volvió con una botella de etiqueta brillante.
     -
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no  abandona a sus compañeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca  sirvió de nada.  Es una lástima que  Gutalin  no
esté aquí.
     - ¿Por qué no lo llamas? - sugirió Noonan.
     Redrick meneó la roja cabeza.
     - Las líneas de  teléfono  todavía no llegan adonde él está esta noche.
Vamos.
     Fue al living y plantó la botella sobre la mesa.
     -  ¡Vamos a  celebrar, papá! -  dijo al  anciano inmóvil  -.
Richard Noonan,  nuestro buen amigo! Dick, te  presento a mi papá,  Schuhart
padre.
     Richard Noonan, con  la mente reducida a una bola  impenetrable, sonrió
de oreja a oreja, agitó la mano y dijo, mirando al moldeado:
     - Encantado de conocerlo, señor Schuhart. ¿Cómo le va?
     En seguida  se  dirigió  a Schuhart  hijo, que maniobraba  por  el bar,
diciendo:
     - Sabes,  creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos  una vez,  pero muy
brevemente, claro.
     - Siéntate - le dijo Redrick, señalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
     Sacó vasos, abrió rápidamente la botella y se volvió hacia Noonan.
     -  Sirve  tú. Para papá un poquito apenas;  cúbrele el fondo. Noonan se
tomó  su tiempo para servir.  El viejo seguía en  la misma posición, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionó cuando Noonan le arrimó el  vaso. Éste
ya se  habla adaptado  a la nueva situación. Era  como  un juego, terrible y
patético. Red era quien lo  jugaba y él lo  siguió,  como  había seguido  el
juego  a  tanta  gente  durante toda su  vida; juegos terribles,  patéticos,
vergonzosos  y  en algunos casos, mucho  más peligrosos  que  aquél. Redrick
levantó el vaso y dijo:
     - Bueno, ¿empezamos?
     Noonan asintió con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los  ojos brillantes, siguió hablando en  aquel  tono excitado y ligeramente
artificioso.
     - ¡Así  es, hermano! La cárcel puede olvidarse de  mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata  y he elegido un pequeño chalet
para mí, nuevo, con jardín... Tan lindo como el de Cuervo. Sabrás que quería
emigrar; lo  había  decidido cuando estaba en la cárcel. Qué estaba haciendo
en este pueblucho de  mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mí. Pero
cuando volví me esperaba una  sorpresa:
que en los últimos dos años nos ha atacado la peste?
     Hablaba y hablaba.  Noonan se limitaba a  asentir, sorbía su  whisky  e
intercalaba alguna exclamación  de  simpatía o  cualquier pregunta retórica.
Después  empezó  a  preguntarle  sobre  su chalet:  de qué clase  era, dónde
estaba, cuánto costaba. Y discutieron. Noonan insistía en que era caro y  en
que no estaba bien ubicado. Sacó la libreta  de direcciones, la hojeó  y  le
dio  direcciones  de  chalets  abandonados  que se  vendían  por chauchas  y
palitos. Y las reparaciones le saldrían casi gratuitas, pues podía solicitar
el  permiso  de   emigración  para  que   se  lo  negaran  y  le  dieran  la
indemnización. Con eso pagaría los arreglos.
     - Veo que tú también estás en el asunto de la no emigración.
     - Estoy un poco en todo - replicó Noonan, guiñado el ojo.
     - Lo sé, lo sé, nos hemos enterado de tus asuntos.
     El amigo dilató los ojos en ademán de sorpresa y se llevó un dedo a los
labios, señalando hacia la cocina con la cabeza.
     - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso  ya lo aprendí.  ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enteré! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
     Se quedó callado,  mirando al viejo.  Un  estremecimiento le  cruzó  la
cara. Noonan  notó,  sorprendido,  la expresión  de ternura,  de auténtico y
sincero amor en  aquella máscara encallecida. Mientras  lo observaba recordó
lo que había pasado  cuando los empleados del laboratorio  Boyd fueron  a la
casa  en  busca del  moldeado.  Eran  dos  ayudantes  de  laboratorio, ambos
jóvenes,  atléticos  y  todo,  y un médico  del hospital  municipal con  dos
enfermeros forzudos  y corpulentos, de ésos a  quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y  dominar a los pacientes histéricos. Uno de los ayudantes
dijo más tarde que  "ese pelirrojo",  al principio, parecía no comprender de
qué se trataba,  ya que  los  dejó entrar  al departamento para  revisar  al
padre. Tal  vez  habría  permitido que  se  lo  llevaran, porque  al parecer
Redrick creía que  lo iban a hospitalizar en observación. Pero  esos idiotas
de los  enfermeros (que hasta  entonces no  habían hecho  sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si  fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueció. Entonces el  bobo del
médico  tuvo la mala idea de explicar  de qué se trataba. Redrick lo escuchó
por uno o dos minutos; súbitamente explotó sin previo aviso, corno una bomba
de hidrógeno. El ayudante que contó el caso no recordaba cómo  fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajó  a los cinco  por la  escalera, sin que
ninguno  pusiera  nada de  su  parte. Salieron del  vestíbulo como balas  de
cañón.  Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguía a
los otros  tres  a lo largo de  cuatro cuadras. Después, al  volver,  rompió
todas las ventanillas del  coche del Instituto; el  conductor había salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
     - Aprendí a preparar  un cóctel  nuevo - decía Redrick, mientras servía
más whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Después de comer te prepararé uno.
No  es algo que se pueda tomar con el estómago  vacío, hermano; es peligroso
para la salud.  Basta  un trago para que se te adormezcan las  piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso  tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos  tiempos, el Borscht.  El viejo Ernie todavía está a
la sombra, ¿sabías?
     Bebió, se enjugó  la boca con  el dorso  de la mano y preguntó en  tono
indiferente:
     - ¿Qué hay de nuevo en el Instituto? ¿Todavía no han dominado la  jalea
de brujas? Me he quedado un poco atrás con la ciencia.
     Noonan  comprendió por  qué  sacaba  el  tema  y  alzó  las  manos  con
desesperación.
     - ¿Estás  bromeando?  ¿Sabes  lo que pasó con esa jalea?  ¿No has  oído
hablar  de   los   Laboratorios   Currigan?  Hay  cierto  pequeño  proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
     Le habló de la catástrofe.  Le contó el  misterioso  hecho de que jamás
hubieran podido  atar cabos; no  se sabía de dónde la  había  conseguido  el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraído, haciendo  chasquear la
lengua y meneando la cabeza. Después  sacudió decididamente la botella sobre
los vasos.
     - Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojalá se les atraganto.
     Bebieron.   Redrick   contempló   a  su  padre  y  la   cara  volvió  a
estremecérsele.
     -
a  Noonan:  - Se está rompiendo  toda para  atenderte.  Quiere  preparar  tu
ensalada  favorita,  con langosta.  Había  comprado un  poco por  las  dudas
vinieras.
     - Bueno. Cómo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto  robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
     Noonan  se  dedicó  al tema  del Instituto; mientras  hablaba  apareció
Monita silenciosamente y se instaló ante la mesa, junto al anciano.  Allí se
quedó, con  las  zarpas peludas  sobre  la  mesa.  Después,  como  cualquier
criatura, se recostó contra el  moldeado y apoyó  la cabeza sobre su hombro.
Noonan  siguió  charlando,  pero  pensaba,  sin  poder  apartar la  vista de
aquellos dos  espantos originados en la Zona:  Dios mío,  ¿qué más? ¿Qué más
tienen que  hacernos para que comprendamos? ¿No basta  con esto?. Pero sabía
que no bastaba. Sabía que millones y millones de  personas no sabían nada ni
querían saberlo, y aunque  lo descubrieran no harían más que decir "
"
Decidió bruscamente  que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge,  al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
     - ¿Por  qué los miras tanto? - preguntó Redrick suavemente -. No tengas
miedo, él no le hará daño. Dicen incluso que generan buena salud.
     - Sí, lo sé - dijo Noonan.
     Y vació su  copa. En ese  momento  entró  Guta, ordenó  a  Redrick  que
pusiera la  mesa y dejó sobre ella una gran  fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
     - Bueno, amigos - anunció Redrick -, ahora nos daremos un festín.

     4. Redrick Schuhart, treinta y un años.

     El valle  se había refrescado durante la noche; al amanecer hacía frío.
Caminaban a  lo  largo del terraplén, pisando  los durmientes podridos entre
las  vías  herrumbradas.  Redrick  contemplaba las gotas de  niebla que,  al
condensarse, brillaban sobre la  chaqueta  de cuero de Arthur Burbridge.  El
muchacho caminaba ágilmente, con alegría, como si  nada supiera de la  noche
agotadora, de la  tensión nerviosa que todavía  le hacía doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles  que  habían pasado en la  cima de  la
colina,  apretados  espalda  contra  espalda  para   darse  calor,  mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
     La niebla se  espesaba a ambos lados  del terraplén.  De vez  en cuando
trepaba hasta los rieles  con pesados pies grises; en esos lugares había que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores  arremolinados. El aire olía
a herrumbre; el basural, a la  derecha del terraplén, a putrefacción y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabía que  estaban en una planicie
ondulada,  con cúmulos de desperdicios,  y que  había montañas ocultas en la
penumbra, más allá. También sabía que  al salir el sol, cuando  la niebla se
asentara en  rocío, vería hacia  la  izquierda el helicóptero caído  y hacia
adelante,  los  vagones-plataformas para el  transporte  de metal  en bruto.
Entonces comenzaría el verdadero trabajo.
     Redrick deslizó una mano bajo la mochila y la levantó un poco, para que
el borde del  tanque de helio no se  le  clavara en la columna. "Es  pesada,
pensó;  ¿cómo  voy a  arrastrarme con ella? Un  kilómetro y medio en  cuatro
patas. Bueno, merodeador, a qué protestar ahora. Ya sabías en qué te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale  la pena aguantar  un
esfuerzo. Quinientos  mil, no está nada mal.  Que  me  maten  si  la doy por
menos. O  si le doy a  Cuervo más  de  treinta. ¿Y  el novato? El novato  no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
     Volvió a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los  ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de  espaldas anchas y
cadera  angosta.  El  pelo  renegrido,   como  el  de  la  hermana,  saltaba
rítmicamente.  "Él se lo buscó", pensó Redrick, ceñudo. Él  mismo. ¿Por  qué
insistió tanto en venir? ¿Con tanta desesperación? Temblaba, tenía los  ojos
llenos de lágrimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligó  a descartar  ese  recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezó a pensar en la hermana de Arthur. Parecía increíble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura plástica, un  maniquí. Era como los  botones
que  tenía  su  madre   en  la   blusa,   cuando   era   chico;   ambarinos,
semitransparentes y  dorados;  le daban ganas de  metérselos en la boca para
chuparlos,  y en  cada  oportunidad  sufría  una  terrible  desilusión, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decía.
     Volviendo a  Arthur,  pensó: Tal vez fue el padre  el que me  lo envió;
mira  lo que  lleva en el bolsillo trasero. No,  no creo.  Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no  bromeo y conoce  mi manera de actuar dentro de la  Zona.
No, todo esto es una estupidez. Éste no  es el primero que  me suplica lleno
de lágrimas;  otros  han  llegado  a echarse  de  rodillas. En  cuanto a ese
artefacto, todos  traen revólveres la primera vez que  entran a la Zona.  La
primera y la última. ¿Será realmente la última? Para ti,  muchachito, lo es.
Así son las cosas, Cuervo: la última para él.  Sí, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho puré con las muletas.
     De  pronto sintió que había algo hacia  adelante; no muy lejos,  a unos
treinta o cuarenta metros.
     - Alto - dijo a Arthur.
     El muchacho, obediente, quedó hecho una estatua. Tenía buenos reflejos;
se había detenido con un pie  en el aire,  y lo  bajó lenta, cuidadosamente.
Redrick  se  detuvo junto  a él. Allí la  huella  descendía  visiblemente  y
desaparecía por completo  en  la neblina.  Y en la neblina  habla algo. Algo
grande e inmóvil. Inocuo. Redrick olfateó el aire con cautela. Sí, inocuo.
     - Adelante - dijo en voz baja.
     Aguardó a  que Arthur diera el primer paso y lo siguió.  Por el rabillo
del  ojo podía observar su  cara: el perfil cincelado,  la piel  clara de la
mejilla y la línea decidida de los labios bajo el bigote fino.
     La niebla los cubría hasta la cintura. Un momento después les llegó  al
cuello.  A los  pocos  minutos pudieron  ver  el gran  bulto  de los vagones
erguidos hacia adelante.
     -  Allí están - dijo Redrick, quitándose la mochila  -. Siéntate  allí,
donde estás. Pausa para un cigarrillo.
     Arthur le ayudó a bajar la mochila y se sentó junto a él, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonó uno de los  bolsillos y  sacó un paquete de
sandwiches  y  un  termo  con  café.  Mientras  el  muchacho  acomodaba  los
sandwiches  sobre  la  mochila,  él sacó su petaca, la  abrió  y tomó varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
     - ¿Quieres? -  ofreció, limpiando el cuello de la petaca  -. Para darte
coraje.
     Arthur, herido, sacudió la cabeza.
     - Para darme  coraje no  necesito eso, señor Schuhart. Preferiría café,
sí puedo. Aquí hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
     - Hay humedad.
     Apartó la petaca y escogió un sandwich.
     - Cuando se levante la  niebla  - dijo, masticando - verás  que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
     Cerró  el  pico y se sirvió un poco de café. Estaba  caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. Tenía olor a hogar. A Guta. Y  no solamente
a Guta, sino a Guta en  salto de cama,  recién levantada, con las arrugas de
la almohada todavía marcadas en la mejilla.
     ¿Por qué me meto  en estas cosas?, pensé. Quinientos mil. ¿Para qué los
necesito? ¿Para comprar  un  bar,  o algo por el estilo? Uno  necesita plata
para no pensar en la plata, ésa  es la verdad. Dick tenía razón. Tengo casa,
tengo  terreno,  en  Harmont no  me faltaría trabajo. Cuervo me  atrapó,  me
sedujo como a un inocente.
     -  Señor Schuhart - dijo  súbitamente  Arthur,  apartando  la vista  -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
     -
con la taza cerca de la boca -. ¿Cómo sabes qué es lo que vamos a buscar?
     Arthur sonrió,  azorado;  antes de responder  se peinó  con los  dedos,
tirándose del pelo.
     -
sobre la pista. Para empezar, papá se la pasaba hablando  de la Bola Dorada,
pero  últimamente no la menciona.  En cambio ha estado  hablando de usted. Y
conozco muy bien a papá como para creer  que ustedes  son amigos. Además, en
los últimos tiempos ha estado muy extraño.
     Arthur echó a reír y sacudió la cabeza, como si recordara algo.
     - Y en tercer lugar - agregó -, lo adiviné cuando probó con usted aquel
pequeño dirigible, en el baldío.
     Dio una palmada sobre la mochila que contenía el globo, bien enrollado,
y prosiguió:
     -  Los seguí.  Cuando  vi que levantaban  aquella bolsa de piedras y la
conducían por sobre el suelo  me di cuenta de todo. Por  lo que  sé, la Bola
dorada es el único objeto pesado que queda en la Zona.
     Mordió el sandwich y concluyó soñador, con la boca llena:
     - Lo que no entiendo es cómo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
     Redrick lo  observó por sobre el borde de su taza,  pensando en lo poco
que  se parecían padre e hijo. No tenían  nada, absolutamente nada en común;
ni la cara,  ni la voz, ni  el alma. La  voz de Cuervo  era áspera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema  lo hacía con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
     - Red - le había  dicho  entonces, inclinándose sobre la mesa  -,  sólo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quién
otro  puede  ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontré, ¡yo! ¿Cuántos de los nuestros cayeron allá?
encontré! Quería guardarla para mí; no se la daría  a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie más que tú. Llevé a montones de muchachitos
allá, toda  una  escuela. Eso es  lo que abrí: una  escuela para enseñarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sé si les faltan agallas o qué. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la  plata. La tendrás. Me darás lo que te
parezca; sé que no  me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitó; quizá me las devuelva.
     - ¿Qué? - preguntó Redrick, saliendo de su ensueño.
     - Le preguntaba si le molesta que fume, señor Schuhart.
     - No, por supuesto. Fuma. Yo también voy a fumar uno.
     Tragó de golpe  el  resto  del  café y  sacó un cigarrillo. Mientras lo
encendía contempló la niebla, que  se iba  levantando. Está chiflado, pensó.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
     Pero  toda  aquella charla  había  dejado un residuo, aunque no  estaba
seguro de que clase. Y  no se evaporaba con  el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendía de qué se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino,  por el  contrario... ¿Su  fuerza, tal  vez? No, no  era
fuerza. ¿Qué, entonces? Bueno, se dijo, mirémoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no  hubiera  llegado hasta aquí. Estaba  listo para  Irme,
hasta había empacado, pero pasó algo; digamos que me arrestaron, ¿Sería malo
eso? Por supuesto. ¿Por qué? ¿Por la pérdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la  plata. ¿Porque ese tesoro caería en las manos de Ronco y Huesos?
Por allí estamos más cerca. Eso me dolería. Pero qué me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
     -
los huesos. Señor Schuhart, ¿me daría un trago ahora?
     Redrick le alcanzó la petaca en silencio, mientras pensaba:  No  acepté
en seguida. Veinte  veces le dije  a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna acepté. No podía resistir más. Nuestra última conversación resultó
breve  y  comercial.  "Hola, Red. Traje  el  mapa. ¿No  querrías echarle  un
vistazo,  a  pesar  de  todo?".  Y  lo  miré  a  los  ojos,  que  eran  como
lastimaduras;  amarillos,  con  motas negras; y  le dije: "Déjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentía realmente deprimido. Ah, al  diablo. ¿Qué importa? Fui.  Por eso
estoy acá. ¿Para qué me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
     Se estremeció. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantó de un salto y Arthur hizo otro tanto.  Pero  todo  estaba nuevamente
silencioso; el  único ruido era el de la  grava  que caía  por la pendiente,
bajo los pies.
     - Ha de ser el metal que se está asentando - murmuró Arthur, vacilante,
como si apenas  pudiera pronunciar las palabras -.  Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que están aquí.
     Redrick miró hacia  adelante sin ver nada. Entonces recordó. Había sido
por la  noche;  lo despertó el mismo ruido, largo y triste, deteniéndole  el
corazón como  en un  sueño. Pero no había  sido  un sueño.  Era  Monita  que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. También Guta despertó y se aferró
a la mano de Redrick. El sintió su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmóviles, escuchando; cuando Monita dejó de  llorar  y volvió a dormirse él
aguardó todavía un rato. Después se  levantó  y fue a la cocina,  para bajar
ávidamente media botella de coñac. Fue aquella noche cuando empezó a beber.
     - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosión, todo eso.
     Redrick observó su cara pálida y volvió a sentarse. El cigarrillo se le
había evaporado entre los dedos; encendió  otro.  Arthur se demoró  un  poco
más, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentó también.
     -  Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No  visitantes, sino gente. Al
parecer la Visitación los  atrapó  aquí  y mutaron..., se aclimataron  a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, señor Schuhart?
     - Sí. Pero no es aquí. En las montañas del noroeste. Algunos pastores.
     Eso es lo que me contagió, pensó Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
     Lo invadió  un sentimiento  extraño, completamente nuevo. Sabía que  en
realidad  no  era nuevo, que  lo llevaba escondido  en sí desde hacía  mucho
tiempo, pero sólo  ahora  cobraba conciencia de él;  todo se  ubicaba en  su
sitio.  Y  todo aquello  que hasta  entonces pareciera  tontería, delirantes
divagaciones de un  viejo loco, se convertía en su  única esperanza,  en  el
único significado de su vida. Porque al fin comprendía;  sólo eso le quedaba
en el mundo, sólo para eso vivía  desde hacía meses: por la  esperanza de un
milagro.  Por  tonto  que  fuera seguía haciendo a  un  lado  la  esperanza,
pisoteándola, burlándose de ella, tratando de eliminarla,  porque así estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no había confiado sino en sí mismo.
     Y desde la infancia, la  seguridad en sí mismo se medía por la cantidad
de  dinero  que  podía arrebatar,  asir  o  arrancar  a  mordiscos del  caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre había sido así, y así habría continuado,
si no hubiera caído  al pozo del que ninguna suma de dinero podía sacarlo, y
en  el cual resultaba  completamente  inútil confiar  en  sí.  Y  ahora  esa
esperanza..., que ya no era una  esperanza, sino la fe en un milagro...,  lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendió  de haber podido  vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. Rió  y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
     - Bueno, merodeador, parece que saldremos de ésta, ¿eh?
     Arthur lo miró sorprendido y sonrió, vacilante. Redrick arrugó el papel
encerado  de los sandwiches,  lo arrojó bajo el vagón de metal y se recostó,
apoyando el codo en la mochila.
     - Bueno -  dijo  -.  Supongamos que  en verdad la  Bola Dorada...  ¿Qué
pedirías?
     - ¿Entonces usted lo cree? - se apresuró a preguntar el muchacho.
     - No importa lo que yo crea o no. Contéstame.
     Le interesaba  sinceramente lo que  podría pedir un muchacho tan joven,
apenas  salido  de  la  escuela.  Se  divirtió  viéndolo  arrugar  el  ceño,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
     - Bueno, las piernas de papá, por supuesto.  Y que todo  anduviera bien
en casa.
     - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatía -. No te olvides de esto,
hermanito:  la  Bola Dorada sólo puede  concederte los  deseos más íntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
     Arthur Burbridge se  ruborizó, miré a Redrick  una  vez más y enrojeció
más todavía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Redrick sonrió.
     - Comprendo - dijo,  casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mío.
Guárdate los secretos.
     De pronto se acordó del revólver y se dijo que había llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atención.
     -  ¿Qué  es  eso  que  llevas  en  el  bolsillo  trasero?  -  preguntó,
indiferente.
     - Un revólver.
     - ¿Para qué lo quieres?
     -
     - Nada de eso - respondió Redrick con  firmeza, incorporándose. Dámelo.
Aquí en la Zona no hay nadie a quien matar. Dámelo.
     Arthur  quiso  decir  algo,  pero guardó  silencio;  tomó  el Colt  del
ejército y se lo tendió a Redrick teniéndolo por el caño. Redrick recibió el
revólver, tomándolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volvió a atraparlo.
     - ¿Tienes un pañuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
     Tomó el pañuelo  de  Arthur,  que estaba muy limpio  y  olía a colonia,
envolvió con él la pistola y la dejó sobre el durmiente.
     - Por ahora la dejaremos aquí. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo  mejor  tenemos  que  tiroteamos con la  patrulla,  pero  tirotearse  con
ellos...
     Arthur meneó decididamente la cabeza.
     - No  era para eso que la quería  - dijo, con  tristeza -. Hay sólo una
bala. Era por si tenía algún accidente como el de papá.
     - ¿Ah, si?  - Redrick lo  miró fijamente -.  Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo así  yo  te  sacaré a la rastra. Te lo  prometo.
está aclarando!
     La neblina desaparece  ante ellos. El terraplén estaba ya completamente
despejado, y  a  la  distancia los  vapores  se esparcían,  descubriendo  al
abrirse los picos redondeados y ásperos de las colinas.  Aquí y  allá, entre
las ondulaciones, se veía la superficie manchada  de los pantanos, cubiertos
por la  espesura  de  los  sauces dispersos;  más allá  de las  colinas,  el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur miró hacia atrás
soltó una exclamación de asombro.
     Redrick también volvió la  cabeza. Hacia el Este, las montañas parecían
negras; sobre  ellas refulgía iridiscente, el habitual borrón de  color,  la
aurora verde de la Zona.
     Redrick se levantó y se sentó en el terraplén,  tras el vagón de metal,
para  contemplar aquel manchón verde que se convertía rápidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol  asomó sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purpúreas. Todo adquirió un claro y agudo relieve, permitiéndole ver
cada detalle  con  tanta nitidez como si lo tuviera  en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicóptero. Al
parecer había caído en medio de  una roncha de mosquito;  su fuselaje estaba
convertido  en  un  panqueque metálico.  La cola  permanecía intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalía en el claro como un  gancho negro. También
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar  a impulsos de
la  brisa. La  roncha debió  ser  muy  poderosa, pues  ni  siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aérea aún era bien visible
en  el metal abollado. Redrick hacía años que no veía ninguna; había llegado
a olvidarlas.
     Volvió hasta el sitio donde había dejado su mochila en busca del mapa y
lo  extendió en el montículo de metal caliente que  contenía el vagón. Desde
allí no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina,  la que tenía un
árbol quemado en la ladera.  Tenía que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresión  que se  abría entre ella  y la colina siguiente,  que
también estaba a  la  vista, completamente  desnuda, cubierta su  ladera por
rocas pardas.
     Todos  los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintió la
menor  satisfacción.  Su instinto, desarrollado  en muchos años de merodeos,
rechazaba la  mera  idea,  irracional y  nada  natural,  de pasar entre  dos
elevaciones próximas.
     "Bueno", pensó,  "ya veremos cuando lleguemos allí". Para llegar  hasta
aquella depresión debían pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allí parecía poco peligrosa. Pero al mirar desde más cerca Redrick
reparó en una mancha de  color  gris oscuro  entre las dos colinas secas. La
buscó en el mapa. Estaba marcada con una  X junto a la cual decía, en letras
torpes: Látigo. La línea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
     El  nombre  le resultaba familiar, pero no lograba recordar  quién  era
Látigo, cómo era ni qué hacia. Por alguna razón lo asociaba con el salón del
Borscht,  lleno  de humo,  con  grandes  manazas  rojizas que levantaban los
vasos,   carcajadas  estruendosas   y  bocas  abiertas,  mostrando   dientes
amarillentos: una fantástica horda de titanes y gigantes  reunidos junto  al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos más vivos
de su  infancia. ¿Qué  habla llevado yo aquella  vez?  Un  vacío, creo.  Fui
directamente desde  la Zona, mojado, hambriento,  enloquecido, con una bolsa
al hombro; entré al bar pisando fuerte y planté la bolsa sobre el mostrador;
eché  una mirada a  mi  alrededor, escuchando  los  chistes  que se  hacían,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes.  No, un  momento, en esa época
no eran  papeles verdes, sino  aquellos billetes reales, cuadrados, con  una
damisela medio  desnuda, de gorra y corona  de laureles.  Esperé,  guardé el
dinero,  e  inesperadamente, sin que  yo  mismo imaginara  hacerlo,  tomé un
pesado  jarro  que estaba  sobre el mostrador y  lo estrellé contra  la cara
riente  del que estaba más cerca.  Tal vez ése era Látigo,  se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
     -  ¿No hay problemas en pasar entre las dos  colinas, señor Schuhart? -
preguntó  Arthur en voz baja,  junto a  su oído,  mientras miraba también el
mapa.
     - Ya veremos cuando lleguemos allí.
     Redrick siguió estudiando el diagrama. Había otras dos X, una en cuesta
de  la colina  del árbol y  otra sobre las  rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levantó la vista hacia Arthur.
     -  Ya  veremos -  repitió,  doblando el  mapa  para  guardárselo en  el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
     Se inclinó bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo más cómodo.
     - Ve delante - indicó -, así podré tenerte a la vista  en todo momento.
No mires hacia atrás y estate atento. Mis órdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos  un buen  trecho.
tenerle miedo a  la tierra! Si  yo te  ordeno te tiras de cara  al barro sin
decir ni mú. Abotónate la chaqueta. ¿Estás listo?
     - Listo.
     Arthur estaba muy nervioso; el  rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
     - Primero iremos por aquí - dijo Redrick, señalando enérgicamente hacia
la colina más cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
     Arthur dejó escapar un suspiro, subió a los rieles y comenzó a bajar el
terraplén. El pedregullo caía silenciosamente a su paso.
     - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
     Echó a andar tras él, sin prisa, ajustando automáticamente los músculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. Está  asustado, pensó. Tal vez  lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, así ha de ser. Si supieras cómo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo,  que  esta vez seguí tu consejo.  "A
ese lugar, Red, no se puede  ir solo.  Te  guste o no  te guste  tendrás que
llevar  a alguien.  Puedo  darte  alguno de  los míos,  alguno que no me sea
imprescindible." Tú me convenciste.  Es la primera vez en la vida que acepto
algo  así. Bueno, tal  vez salga bien, después de todo; tal vez funcione, de
algún  modo.  Después  de  todo, yo no soy Cuervo Burbridge;  tal vez se  me
ocurra alguna idea.
     -
     El muchacho se detuvo,  hundido  hasta el tobillo en agua  herrumbrosa.
Cuando  Redrick  llegó hasta  allí  el pantano  lo había tragado  hasta  las
rodillas.
     - ¿Ves  esa roca? - preguntó Redrick  -. Allí, bajo la colina. Ve hacia
allá.
     Arthur reanudó la marcha. Redrick lo dejó adelantarse diez pasos  antes
de seguirlo.  El barro  chapoteaba bajo los  pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces  estaban secos y podridos. Redrick miró
a  su  alrededor, pero por el  momento todo parecía  en orden.  La colina se
acercaba  lentamente, cubriendo el sol, que  aún estaba bajo en el cielo; al
fin  acabó por cubrir todo el cielo hacia  el  Este. Al llegar a  la roca el
pelirrojo volvió a mirar hacia el terraplén. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre él  había  un convoy de diez vagones de metal. Algunos de  los vagones
hablan descarrilado, cayendo  de costado;  el  terraplén, por  sobre  ellos,
estaba  cubierto por montones rojos y herrumbrados del  metal en bruto.  Más
allá,  hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y  ondulaba
sobre  la  huella, estallando en  diminutos  arco  iris que desaparecían  de
inmediato. Redrick  observó aquella reverberación, escupió en  el suelo y se
volvió.
     - Vamos - dijo, y Arthur volvió hacia él la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, allá?
     - Sí - dijo Arthur.
     - Bueno,  era un  tipo  que  se llamaba Látigo.  Hace mucho  tiempo. No
escuchó a los mayores; allí quedó, para  indicar  el camino a los más vivos.
Ahora mira hacia la derecha de Látigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? Allá, donde los
sauces son más espesos. Ésa es la dirección que tomaremos.
     Avanzaron  en dirección  paralela  al terraplén. Cada paso los metía en
aguas más playas; pronto pisaron tierra  seca y esponjosa. Según el mapa aún
estaban  en pantanos sólidos. El mapa es  viejo, pensó Redrick;  hace  mucho
tiempo que Burbridge no viene  por aquí y el mapa  ha envejecido. Eso no  me
gusta. Claro que  es  más fácil caminar sobre  tierra  seca, pero yo  habría
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cómo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
     Arthur parecía haber recuperado el ánimo y andaba a toda velocidad, con
una mano  en el bolsillo  y balanceando la otra  con toda  soltura.  Redrick
revolvió en su bolsillo y sacó un tornillo que pesaría  unos treinta gramos.
Apuntó y tiró.
     El tornillo golpeó a Arthur en la nuca; éste soltó un grito ahogado, se
tomó la  cabeza,  se dobló  en  dos y cayó  sobre el  pasto seco. Redrick se
acercó a él.
     - Así suceden  aquí  las cosas,  Artie - pontificó  -. Esto  no  es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
     Arthur se levantó lentamente; estaba muy pálido.
     - ¿Todo bien? - Preguntó Redrick.
     El muchacho tragó saliva y asintió.
     -  Me alegro.  La próxima  vez te  la  daré en la trompa.  Si es que te
encuentro vivo.
     El  muchacho habría sido buen merodeador, después  de todo.  Tal vez le
habrían llamado Artie "el Lindo". En  otros tiempos teníamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el único ser humano que  cayó en la pica
carne  y salió  vivo.  El idiota  sigue creyendo que fue Burbridge  quien lo
sacó.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo así,  tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habían dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo;  antes  le decían
Triunfador.
     En ese momento Redrick sintió una corriente de aire apenas  perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritó:
     -
     Tendió la  mano  hacia  la izquierda. La corriente  era más  fuerte. En
algún punto, entre  ellos y el terraplén, había una roncha de mosquitos; tal
vez se extendía a  lo largo del mismo terraplén;  por alguna razón se habían
tumbado  los  vagones.  Arthur había quedado inmóvil,  como plantado  en  el
suelo; ni siquiera había vuelto la cabeza.
     - A la derecha. Vamos.
     Sí, hubiera podido ser un buen merodeador. Qué diablos, ¿ahora le voy a
tener  lástima?
sintió  lástima por mí? Creo que  sí;  Kirill  me tenía lástima. Dick Noonan
también me la tiene. Claro que quizá lo que siente es interés por Guta y  no
lástima por mí,  pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir lástima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
     Acababa de comprender, finalmente, cuál era su alternativa al presente:
o  ese muchacho  o  su Monita. En realidad, la  alternativa no  existía, eso
estaba claro.  Una voz interior le decía: "
posibles!". La acalló, espantado.
     Pasaron cerca del montón  de harapos grises. Nada  quedaba de Látigo. A
cierta  distancia, sobre  el pasto seco, había una vara larga, completamente
herrumbrada: un  dragaminas. En aquellos  días  muchos  merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependían
de ellos como  del  mismo Dios. Pero dos  de ellos murieron en  el  curso de
pocos días, a consecuencia de explosiones subterráneas. Y  eso  acabó con el
asunto. ¿Quién  habría sido ese Látigo? ¿Habría venido con Cuervo o  por  su
propia cuenta? ¿Por qué iban todos a esa cantera? ¿Por  qué no sabía él nada
sobre ese lugar? Maldición, pensó; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser más tarde.
     Arthur,  que  iba cinco pasos  más  adelante, se  secó  el sudor  de la
frente. Redrick entrecerró los ojos para mirar el sol; estaba aún bajo. Y de
pronto  notó que el pasto seco no  crujía  bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho  quemado;  además ya  no  era  rígido y  frágil,  sino tierno  y
grumoso; caía  bajo  las  suelas como  hojuelas  de hollín. Vio  también las
claras huellas de Arthur y se arrojó al suelo, gritando:
     -
     Cayó de cara contra  el pasto, que se hizo polvo bajo  su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso  por su mala suerte. Allí permaneció, tratando
de no moverse, todavía  con la  esperanza  de  que pasara por encima, aunque
sabía  bien  que  estaban atrapados.  El  calor  aumentaba;  lo  aplastó, le
envolvió el cuerpo como si fuera una sábana empapada en  agua hirviendo. Con
el sudor chorreándole hasta los ojos, recordó tardíamente advertir a Arthur:
     - ¡No te muevas!
     Y se dedicó a aguantar también,
     Pudo  haberío  soportado;   todo  habría  pasado  tranquilamente,   sin
problemas,  sin más que mucho sudor, pero Arthur no pudo  resistirlo. O bien
no oyó el  grito de Redrick o el miedo le hizo perder la  cabeza; o  tal vez
sus quemaduras eran más intensas que las de Redrick. El  caso  es que perdió
el dominio de  sí y echó  a  correr, con un  grito  salvaje, hacia  donde su
instinto le indicaba:  hacia  atrás. Precisamente  donde  no debía.  Redrick
logró levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayó al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltó un chillido extraño,
pateó a Redrick en la cara con el otro pie y se debatió corno enloquecido.
     Redrick, con  el  cerebro  cargado  por  el  dolor,  se arrastró  hasta
aplastarlo con el cuerpo,  tocando con  la mejilla  quemada  la chaqueta  de
cuero,  tratando  de  apretarlo  contra  el  suelo;  mientras tanto  pateaba
desesperadamente,  con pies y rodillas,  las  piernas y  la  retaguardia del
muchacho. Oía apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
ásperos "
caían toneladas enteras  de carbón encendido; tenía las ropas en  llamas, el
cuero  de  sus  zapatos y de  su chaqueta se  ampollaba y crujía.  La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por  mantenerse contra el
suelo, el cráneo de aquel maldito muchacho. No  podía  soportarlo más. Gritó
con toda la fuerza de sus pulmones.
     No supo cuándo terminó todo. Sólo supo que podía respirar otra vez, que
el  aire había  vuelto a ser aire  y no vapor ardiente.  Comprendió que  era
necesario  apresurarse a salir de  allí, de aquel calor demoníaco, antes  de
que se estrellara  nuevamente contra ellos. Dejó  a  Arthur,  que  se  había
quedado perfectamente inmóvil. Lo tomó de las piernas con un brazo y usó  el
otro para  avanzar a  la rastra, sin quitar  los  ojos de  la línea donde el
pasto volvía  a crecer. Estaba seco, muerto,  espinoso, pero era auténtico y
daba la impresión de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
     Las  cenizas le crujían entre los  dientes, el rostro quemado  despedía
calor y  el sudor le  caía directamente  en los ojos, tal  vez porque  ya no
tenía  cejas ni pestañas.  Arthur, estirado hacia atrás, parecía engancharse
la  chaqueta en todos los sitios  posibles. A Redrick le  ardían  las  manos
chamuscadas y la mochila  no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la  falta de aire, le hicieron pensar que  estaba demasiado quemado,  que no
llegaría. El temor le obligó a redoblar el impulso  de codos y rodillas. Hay
que llegar,  un poquito más; vamos,  Red, vamos,  puedes.  Así,  un  poquito
más...
     Allí se quedó por largo rato, con las manos y la cara en el agua fría y
herrumbrosa,  regodeándose con  la frescura  maloliente  y  podrida.  Habría
podido quedarse toda la vida, pero se obligó a levantarse sobre las rodillas
para  dejar la mochila y  arrastrarse hasta Arthur, que permanecía inmóvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
     Bueno, había  sido  un lindo muchacho.  Ahora estaba convertido en  una
máscara  de  color gris  oscuro, hecha de  sangre  cocida y cenizas. Redrick
contempló con  cansado  interés  los  surcos y  los senderos abiertos  en la
máscara por piedras y palos. En seguida se  levantó, tomó al muchacho por lo
sobacos y lo arrastró hasta el agua.
     Arthur respiraba  pesadamente, gimiendo  de tanto en tanto.  Redrick lo
arrojó de  cara en  el  charco más  profundo  y se  dejó  caer  junto a  él,
reviviendo el  placer  de aquella  caricia  gélida  y  mojada.  El  muchacho
gorgoteó,  se  apoyó  sobre las manos  y  alzó  la  cabeza.  Tenía los  ojos
desorbitados y  no entendía nada, pero aspiraba ávidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobró el sentido y buscó a Redrick con la vista.
     -
sucia -. ¿Qué era eso, señor Schuhart?
     - Era la muerte - murmuró Redrick.
     Tosió. Se palpó el rostro. Le dolía. Tenía la nariz hinchada,  pero las
pestañas y  las cejas  (cosa  extraña)  estaban en  su lugar. También seguía
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
     Arthur también estaba tocándose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible  máscara,  y también  contra lo  que  cabía esperar,  resultó estar
perfectamente. Tenía unos cuantos arañazos y un chichón en la frente, además
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
     -  Nunca  oí hablar de nada parecido -  observó Arthur,  mirando  hacia
atrás.
     Redrick hizo  lo  mismo.  Habla muchas  huellas sobre  el pasto gris  y
ceniciento;  le sorprendió notar  lo corto  que  habla sido  aquel  trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse,  junto  con su
compañero, de la fatalidad. Había sólo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero él, cegado por el miedo, había avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios  lo había hecho en  la
dirección correcta. De lo contrario habría llegado a la  roncha de  mosquito
de la izquierda; también  pudo dar la vuelta completa. No, no  tanto;  él no
era novato. Y de no haber sido  por ese tonto nada habría pasado; cuanto más
tendría unas cuantas ampollas en los pies.
     Arthur  se  estaba  lavando y  gemía  al tocarse  los puntos doloridos.
Redrick se levantó también; con una  mueca de  dolor, sintió el roce de  las
ropas  sobre la piel  quemada, en tanto  caminaba hasta  un sitio seco  para
examinar la mochila. La  pobre las había pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las  ampollas del  botiquín  de primeros  auxilios  habían
estallado y había una mancha húmeda que olía a antiséptico. Redrick abrió la
bolsa y empezó a  recoger astillas de vidrio  y plástico. En ese momento oyó
la voz de Arthur.
     - ¡Gracias, señor Schuhart!
     Redrick no respondió.
     - Fue culpa mía. Oí que me ordenaba quedarme allí, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor  se  volvió  tan fuerte... perdí la cabeza.  Tengo
mucho miedo al dolor, señor Schuhart.
     - ¿Por qué no te levantas? - dijo Redrick sin  volverse -. Eso fue sólo
una muestra.
     Volvió  a pasar los  brazos por las correas,  haciendo muecas dolor  al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era  como si  se le
hubiera arrugado  la  piel  en los puntos  afectados. Conque el  chico tenía
miedo  al  dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no  se  habían  apartado  del camino. Ahora, hacia las
colinas,  donde estaban los cadáveres. Esas malditas colinas, allí erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresión  en  medio.  Olfateó  el  aire.  La   maldita  depresión,  ésa  es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
     - ¿Ves esa depresión entre las colinas? - preguntó.
     - La veo.
     - Derecho hacia allá.
     Arthur se  secó  la  cara  con  el  dorso de  la mano y  echó  a andar,
chapaleando entre los  charcos. Iba rengueando; ya no parecía tan  erguido y
bien proporcionado  como antes. Caminaba encorvado, con mucha  cautela.  Uno
más que he  sacado, pensó Redrick;  ¿y cuántos van? ¿Cinco, seis? Lo  que me
pregunto ahora es por qué. No es pariente mío. No soy responsable de  lo que
le pase.  A  ver, Red, ¿por qué lo salvaste?  Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza más despejada sé por qué. Hice bien en
salvarlo; no puedo arreglármelas sin él: es mí rehén por Monita.  No salvé a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
     Allá, en el calor, no lo pensé  dos veces: lo saqué como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se  me ocurrió abandonarlo  allí, a pesar de que
me había olvidado de todo:  de la llave maestra y de Monita.  ¿Qué significa
eso? Significa que en el fondo, después de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta  sostiene, lo que Kirill solía decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y  después usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El  señor Buen
Tipo. Tengo  que  salvarlo para que lo agarre la pica carne  (lo pensó fría,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
     -
     Ante ellos estaba la depresión; Arthur, parado, esperaba órdenes con la
vista clavada  en Redrick. El  suelo estaba allí cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De él se desprendía un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez  metros más allá no  se  veía
nada. Y el hedor era terrible.
     - Esto apesta, pero no te acobardes.
     Arthur  hizo un ruido gutural  y retrocedió, mientras  Redrick  entraba
decididamente  en acción; sacó del bolsillo un copo  de algodón empapado  en
desodorante, se rellenó con él las losas nasales y ofreció un poco a Arthur.
     - Gracias, señor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntó
el, muchacho con voz débil, Redrick lo tomó silenciosamente por el pelo y le
hizo girar  la cabeza en dirección al montón de harapos que se veía sobre la
rocosa ladera de la montaña.
     - Ése era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de  la izquierda, aunque
desde aquí  no se ve,  está Caniche. En las mismas condiciones.  ¿Entiendes?
Adelante.
     El limo estaba  caliente y pegajoso.  Al principio caminaron  erguidos,
hundiéndose  hasta  la cintura. Por suerte  el fondo era  rocoso  y bastante
parejo.  Sin embargo Redrick no tardó en  percibir un  conocido tronar hacia
ambos  lados. En la colina izquierda no había  nada,  salvo la  intensa  luz
solar, pero en  la  ladera derecha,  a la sombra, parpadeaban luces de color
púrpura claro.
     - ¡Agáchate! - susurró, dando el ejemplo. -
     Arthur se agachó, asustado; un batir de truenos quebró el aire. Un rayo
bailaba furiosamente  una  intrincada danza precisamente  encima  de  ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentó, hundiéndose hasta los
hombros  en el limo. Redrick, con los oídos  taponados  por el estruendo, se
volvió: una  mancha  de color  rojo  brillante se fundía  rápidamente  en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
     - ¡Adelante!
     Avanzaron en fila india,  agachados, asomando tan  sólo la  cabeza. Con
cada  trueno Redrick veía  ponerse de  punta los largos cabellos de Arthur y
sentía, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
     - ¡Adelante! - seguía repitiendo -.
     Ya  no oía nada. En  una oportunidad vio a Arthur de perfil y notó  que
tenía  los ojos  desorbitados por  el terror, la boca pálida  y  fuerte,  la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida  los relámpagos empezaron a
estallar  a  tan poca  altura que se vieron obligados  a bajar la cabeza. El
limo  verde les llenó  la  boca, dificultándoles  la  respiración.  Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancó el algodón de la nariz y descubrió que el
hedor había desaparecido; sólo  se percibía el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor  estaba espesándose. O quizás era él, que se desvanece, pues
ya no podía ver ninguna de las  dos colinas; sólo  vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
     Pasaré, pasaré, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
así: estoy varado en la mugre, con relámpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro  modo. ¿De  dónde sale toda  esta basura?
lugar,  es como para enloquecer  a cualquiera, Cuervo Burbridge  lo hizo: él
pasó por aquí  y siguió andando; Cuatro-ojos quedó a la derecha y  Caniche a
la izquierda, todo  para  que Cuervo  pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquería detrás.  Y  te lo mereces;  quien  camine detrás de Cuervo se
hundirá  hasta  el  cuello  en  la  porquería.  ¿No  lo  sabías, acaso?  Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un  solo rincón
limpio.
     Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red,  bajo  cualquier orden  y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tú
no podemos  tener el  Reino de  los Cielos sobre la Tierra". ¿Qué sabes  tú,
gordo?  ¿Dónde  has  visto un sistema bueno?  ¿Cuándo  me  viste a mí  en un
sistema bueno?
     En  ese  momento resbaló  en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayó en el limo, Al resurgir vio ante él la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorrió un escalofrío: creyó que había perdido el rumbo. Pero
no era así: de inmediato comprendió que debían ir hacia allá, hacia donde la
cima negra de  la roca asomaba por el limo; lo comprendió  a pesar de que no
había otra cosa visible en la niebla amarilla.
     - ¡Alto! - gritó - ¡A la derecha!
     Ni siquiera podía oír su propia voz. Alcanzó a Arthur, lo aferró por el
hombro  y  le señaló:  mantente  a  la derecha  de la roca y no levantes  la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarás por esto. Arthur hundió la cabeza
precisamente en el momento en que un  rayo reducía la  roca  a  astillas. Ya
pagarás por esto, repitió Redrick, mientras volvía  a sumergirse  y  agitaba
furiosamente brazos y  piernas.  Hubo  otro trueno.
por todo  esto!  Por un momento  pensó: ¿a quién me  refiero? No lo sé, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagará. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacaré lo que quiera.
     Cuando  al fin  lograron salir  a  tierra seca, cubierta de  pedregullo
caliente por el sol, estaban  medios sordos, hechos pedazos  y tambaleantes;
caminaban apoyándose uno en el  otro. Redrick vio la pick  up  descascarada,
hundida  hasta  el  eje,  y  recordó que podían  descansar a la  sombra  del
vehículo. Se arrastraron hasta allí. Arthur se tendió de espaldas y empezó a
desabotonarse  la  chaqueta con dedos  exhaustos;  Redrick apoyó  la mochila
contra el costado del  camión, se limpió  las manos contra  los guijarros  y
hurgó dentro de su chaqueta.
     - Yo también - dijo Arthur -. Yo también.
     Redrick se  sorprendió al  oírlo  hablar  con voz  tan potente. Tomó un
sorbo, cerró los ojos y entregó la petaca a Arthur. Listo, pensó débilmente.
Pasamos. Hasta esto  pasamos.  Y ahora, cuentas  a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidé? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por  haberme dejado vivir,  por no ahogarme? Váyanse al  diablo.  Se
acabó, ¿entienden? Se acabó todo esto. Desde ahora en adelante seré yo quien
tome  las decisiones.  Yo,  Redrick  Schuhart,  en completa  posesión de mis
facultades físicas y mentales,  tomaré las decisiones para  todo el mundo. Y
en cuanto a todos  ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, señores  Huesos,
señores  Quarterblads,  chupasangres,  platudos,  Roncos,  gente  de  saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones  y  oportunidades de  empleo; a sus  pilas eternas y  a sus motores
eternos  y  a  sus  ronchas  de mosquito  y a sus falsas promesas.  Ya tengo
bastante;  hace rato  que me  llevan de las narices. Me  he  pasado la  vida
llevado de las narices, y siempre pensé que ésa era la vida que yo quería, y
me  llenaba  la  boca  diciéndolo,  pedazo  de  tonto, mientras  ustedes  me
alentaban y se guiñaban el ojo, arrastrándome,  metiéndome entre  cárceles y
rejas.
     Soltó las hebillas de la mochila y quitó a Arthur la petaca.
     - Nunca  pensé... - decía en ese  momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo  hubiera imaginado. Sabía lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo así... ¿Cómo vamos a volver?
     Redrick  no lo  escuchaba. Lo  que  él dijera ya no  tenía significado.
Tampoco  antes  lo tenía, pero antes ese muchacho era al menos  una persona.
Ahora  era una clave  parlante,  una llave que  le abriría las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nomás.
     - Si tuviéramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
     Redrick  lo  miró,  contempló  aquel pelo  despeinado y  sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo  la costra  de barro  líquido. No sentía lástima,  ni  irritación, ni
nada.  Una  clave  parlante.  Se  volvió.  Ante  él  bostezaba  una  temible
extensión, como una construcción abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada  de  polvo  blanco  e  iluminada fuertemente  por el sol  cegador,
insoportablemente  blanco, ardoroso, enojado  y muerto. Desde  allí se  veía
también  el  otro extremo  de la cantera, igualmente blanco y  deslumbrante;
desde esa  distancia  parecía perfectamente liso y perpendicular. El extremo
más cercano estaba marcado  por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba  hasta el fondo, donde se erguía la cabina  del  excavador,  como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el único  punto de referencia. Tenían
que dirigirse hacia allí, guiándose sólo por la suerte.
     Arthur se levantó con trabajo, metió el brazo bajo el camión y sacó una
lata oxidada.
     - Mire, señor Schuhart - dijo, animándose -. Esto lo debe haber  dejado
papá. Aquí abajo hay más.
     Redrick no  respondió. Eso es  un error, pensó  fríamente; es  mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
     Por el contrario, no importa.
     Se levantó con una mueca: las ropas se le habían pegado al cuerpo, a la
piel ardida;  sintió un tirón, como si le arrancaran el vendaje seco  de una
herida. Arthur también gruñó al levantarse y dirigió a Redrick una mirada de
mártir.  Estaba a  la  vista que deseaba quejarse,  pero no  se  atrevió. Se
limitó a decir, con voz ahogada:
     - ¿Me hará mal tomar otro trago, señor Schuhart?
     Redrick sacó la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
     - ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
     - Sí - respondió Arthur, estremeciéndose.
     - Derecho hacia allá. Vamos.
     El muchacho  estiró  los brazos, enderezó  los hombros con  un gesto de
dolor y miró en su torno.
     - Ojalá pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
     Redrick aguardó en  silencio.  Arthur lo miró desoladamente  y asintió.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo súbitamente.
     - La mochila. Se olvida la mochila, señor Schuhart.
     -
     No quería explicar nada,  no quería  mentir. Tampoco hacía falta. Iría,
de cualquier modo. No tenía adónde  ir, si no.  Iría. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando  de quitarse el barro seco  de  la
cara;  parecía menudo, escuálido  y desamparado,  como  un gatito  mojado  y
perdido. Redrick lo siguió. En cuanto salió de la  sombra el sol cayó  sobre
él, cegándole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentándose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
     Cada  paso  levantaba  una nube de polvo blanco; la nube,  al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedía; resultaba  imposible  caminar  tras  él;  Redrick  demoró un  rato en
comprender  que él  mismo  llevaba el  olor  encima.  Era desagradable, pero
familiar,  en cierto modo: el mismo que  invadía la  ciudad cuando el viento
norte traía el humo de la planta. También su padre olía así cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrío, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick  corría  a  esconderse  en algún  rincón  apartado  y  lo observaba,
asustado, mientras él se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el  fondo  del  ropero, mientras se  arrancaba las  ropas de trabajo para
arrojárselas a  la  madre; después iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. Allá se quedaba, bajo la ducha,  gruñendo y palmeándose el cuerpo
durante largo rato,  entre chapaleos  y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la  casa: "
Redrick  tenía que esperar hasta que el  padre estuviera lavado  e instalado
ante la mesa,  con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco  de
ketchup.  Cuando  terminaba  de  sorber  la sopa  y  atacaba  el  cerdo  con
habichuelas, recién entonces podía  dejarse  ver, trepar  a  sus  rodillas y
preguntarle a cuántos ingenieros y a cuántos sindicalistas había ahogado  en
vitriolo durante la jornada.
     Todo, a  su alrededor, parecía  estar al rojo blanco: se sentía mareado
de   tanto  calor  seco,  de  cansancio,  del   insoportable  dolor  en  las
articulaciones, donde la piel  estaba ampollada. Era como si, a través de la
niebla caliente que le envolvía la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a  gritos  paz, agua, frescura. Los recuerdos,  gastados hasta el  punto  de
resultar  irreconocibles,  se  le   amontonaban  en   el  cerebro  hinchado,
golpeándose entre sí, mezclados, tropezando, confundiéndose  con aquel mundo
al rojo  blanco  que  llameaba  ante sus ojos entrecerrados.  Y  todos  eran
amargos, y todos evocaban  odio o piedad por si mismo. Trató de  combatir el
caos, de convocar algún espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura  o de  alegría. Se exprimió la memoria  hasta sacar de  ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era  aún una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareció, quedó inmediatamente velado por la herrumbre;
después  se  deformó,  se  retorció hasta convertirse en la cara  sombría de
Monita, cubierta de piel castaña, áspera. Se esforzó por recordar a  Kirill,
aquel hombre  santo: sus movimientos rápidos y seguros, su risa, su voz, que
prometía tiempos y lugares  nunca vistos. Y Kirill apareció; pero en seguida
explotó contra el sol una telaraña  plateada y Kirill desapareció. En cambio
aparecieron  los ojos  angelicales  y  fijos  de  Ronco,  con un  envase  de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos  que medraban en su
subconsciente  quebraron  la  barrera que  él  intentaba crear  a  fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenía entre  los recuerdos, como
si nunca hubiese visto más que caras feas y crueles.
     Y durante  todo ese tiempo no dejaba  de ser un  merodeador. Sin  darse
cuenta de  ello, alguna  parte de su sistema nervioso recogía la información
esencial:  a  la izquierda,  a bastante  distancia había un fantasma  alegre
sobre  un montón de  planchas; estaba quieto, agotado, así que al diablo con
él; hacia la derecha había una ligera brisa, y pocos pasos más adelante  vio
una roncha de  mosquito, lisa como un  espejo, de varios brazos. Parecía una
estrella de mar (estaba lejos, no  había  peligro); bien  en  el  centro, un
pájaro  aplastado; cosa extraña, puesto que los pájaros no solían sobrevolar
la Zona.  Allí,  junto al sendero,  había dos  vacíos abandonados;  tal  vez
Cuervo los había dejado al volver; el temor es más fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomó debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartó veinte
centímetros  del  camino,  Redrick  abrió   la  boca  y   lanzó  una  áspera
advertencia, automáticamente. Una  máquina, pensó. Me  han convertido en una
máquina.  Las rocas partidas que marcaban el borde de  la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
     Qué  tonto fuiste, Cuervo, qué tonto,  pensó Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿Cómo se te ocurrió confiar en mí? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberías conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor  es que
te  estás poniendo viejo. Más torpe. Pero qué digo, si me he  pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginó la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur,  su dulce Artie, sir único hijo varón, su orgullo y  su alegría,
había ido a la Zona con Red para  buscar las piernas de Cuervo, en  lugar de
algún novato  prescindible. Imaginó aquella cara  y se  echó a  reír. Cuando
Arthur volvió el rostro asustado para mirarlo, siguió riendo y le indicó por
señas  que  siguiera caminando.  Y  entonces  la  caras le  cruzaron por  la
conciencia  otra vez, como  imágenes  en  una  pantalla. Había que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos:  había que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
     Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendía a la cantera
y  se  quedó  inmóvil,  forzando  la  vista  para  mirar hacia abajo, lejos,
estirando  el largo cuello. Redrick se reunió  con  él. Pero no miraba en la
misma dirección que Arthur.
     Precisamente bajo  sus  pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos años antes por las ruedas de los vehículos  pesados. Hacia la derecha
había una  pendiente  blanca, escarpada, rajada  por  el  calor;  la  cuesta
siguiente estaba medio  excavada; entre las rocas  y el  escombro  había una
aplanadora; la  pala caída golpeaba impotente contra el  costado de la ruta.
Era de  esperar:  no había nada  más sobre la  ruta,  con excepción  de  las
estalactitas negras y retorcidas, que parecían velas gruesas colgadas de los
bordes  dentados de la cuesta,  y un  montón de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
     Era todo lo  que quedaba de ellos;  resultaba imposible siquiera contar
cuántos  hablan  sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los  deseos de Cuervo. Aquél de allá era Cuervo, volviendo  sano y salvo del
sótano del Complejo Nº 7. Aquélla, la  más grande,  era Cuervo sacando de la
Zona el imán contorsionante  sin que nadie lo  detuviera. Y aquel  carámbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur  Burbridge, también distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegría.
     -
Schuhart, después de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
     Soltó una carcajada de felicidad, se agachó  y golpeó la tierra con los
puños, con  toda su fuerza. El pelo enredado  se le  sacudió  ridículamente,
arrojando terrones de barro seco  en todas direcciones. Y sólo entonces miró
Redrick hacia la bola. Con  cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube  en donde había  logrado refugiarse, abandonándolo
nuevamente en la mugre.
     No  era dorada;  su  color, antes bien,  era el  del  cobre rojizo.  La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cómodamente instalada  entre los  montones  de rocas.
Aun desde  allí  se  veía lo voluminosa y pesada  que  era,  lo  sólidamente
plantada que estaba en su lugar.
     Nada en ella podía llevar  a la desilusión o a  las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas.  Por  algún  motivo, el  primer pensamiento  de
Redrick  fue que  quizás  fuera  hueca  y que  debía  estar  caliente por su
situación,  a  pleno  sol. Obviamente  no brillaba con luz  propia  ni podía
elevarse  ni  bailar  en  el  aire,  tal  como  afirmaban  muchas  leyendas.
Permanecía en el mismo sitio  donde había caído. Tal  vez había rodado desde
algún bolsillo  monstruosamente gigantesco; tal vez se había perdido durante
algún  juego entre  titanes.  El  caso  es  que  no  parecía  cuidadosamente
instalada allí, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban  la Zona:
los vacíos, los brazaletes,  las pilas y la  otra basura  amontonada tras la
Visitación.
     Pero al  mismo tiempo  tenía algo especial. Cuanto  más  la  miraba más
claramente  comprendía que era agradable de mirar, que le gustaría acercarse
a ella,  palparla... Y súbitamente se le ocurrió que  sería  lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor aún, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar,  recordar,   tal  vez   perderse   en  ensoñaciones,  amodorrándose,
descansando...
     Arthur se levantó de un salto, abrió a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitó y la  arrojó a los  pies,  levantando  una  nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacía  gestos y agitaba los brazos. Al  fin puso
las manos detrás de la espalda y  se lanzó  cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se había olvidado de él, se había  olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus  sueños  en realidad, los pequeños deseos secretos
de un  estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veía un centavo fuera
de  su asignación; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si  le
sorprendían  un dejo  de  alcohol  en el aliento al  volver  a  casa; de  un
muchacho predestinado a ser un abogado  famoso y, en el  futuro, ministro de
gabinete y,  en un  futuro más distante, presidente  de la nación.  Redrick,
entrecerrando  los  ojos hinchados  ante  la luz  cegadora,  lo  observó  en
silencio. Permaneció calmo y frío. Sabía lo que iba a ocurrir y sabía que no
sería capaz de mirar, pero  que tenía todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin  sentir  nada  en  especial,  salvo  que, muy  dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiéndole la aguda cabeza en el vientre.
     Y  el  muchacho  seguía  caminando  hacia  abajo,  bailando  una  jiga,
arrastrando los  pies según su  propio ritmo. Y el polvo se  alzaba, blanco,
bajo sus talones.  Y gritaba con toda la fuerza  de sus pulmones, con ganas,
con alegría, festivamente, algo  que  podía  ser  una canción o  una fórmula
mágica. Y Redrick  pensó  que,  quizá por primera vez en  la historia  de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
     Al  principio  no escuchó lo que  chillaba  su clave parlante;  al cabo
alguna pieza, en su interior, echó a andar. Entonces oyó:
     -  ¡Felicidad para  todos!  ¡Gratuita! ¡Toda  la que  uno quiera!
vengan todos!  ¡Hay para todos! ¡Nadie quedará  Insatisfecho!
gratuita!
     Y de pronto quedó en silencio, como si un enorme puño le hubiera pegado
en  el medio de  la boca.  Y  Redrick vio  que la vacuidad transparente,  el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires  y lenta, muy lentamente, lo retorcía, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caía de su
espasmódica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
     Entonces  le volvió la  espalda  y se sentó. Su cabeza  estaba vacía de
todo pensamiento; de algún  modo  había  dejado  de  tener  sensaciones.  El
silencio  se espesaba  en el aire,  especialmente detrás de él,  allá, en la
ruta. Se acordó de su petaca, sin mayor alegría; era tan sólo una medicina y
había llegado la hora de  tomarla. Desenroscó la tapa  y bebió  a tragos muy
medidos. Por primera vez habría deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
     Pasó el tiempo. Empezó a tener pensamientos  más  o  menos  coherentes.
Bueno, ya está, pensó, sin querer. La ruta está abierta.
     Ahora  podía  bajar. Pero  siempre era mejor,  por supuesto aguardar un
poco. Las pica  carnes suelen  ser traicioneras.  De  cualquier  modo  tenía
algunas cosas en qué  pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a  hacerlo.  ¿Y  qué era  "pensar",  después de todo?  Pensar  quería  decir
encontrar  una  salida,  aclarar un engaño,  quitar la venda de  los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
     Bien. Monita, su padre...  Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos  malnacidos, que esos hijos  de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es así...  Quiero decir, si, lo es, pero  ¿qué  significa eso?  ¿Qué
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
     Un presentimiento terrible  lo dejó  helado. Salteó apresuradamente los
muchos argumentos que  aún tenía por delante y se dijo, enojado: Así son las
cosas, Red, no podrás salir de aquí mientras no lo hayas comprendido; caerás
muerto aquí, junto  a la bola, para pudrirte en este  sitio, pero no saldrás
de aquí.
     Dios,  ¿dónde están las palabras, dónde están mis pensamientos? (Se dio
una palmada  en la  cabeza)
momento, Kirill solía decir algo así.
     ¡Kirill!  Escarbó  febrilmente  entre  sus  recuerdos  y  las  palabras
subieron a  la superficie,  palabras  conocidas  o  desconocidas.  Pero nada
servía  porque  Kirill no  había dejado  palabras  tras de sí.  Había dejado
imágenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
     Perversidad y traición. También esta vez  me  abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creía antes y tampoco lo creo ahora. Y  no sé para qué
nace el hombre. Yo nací. Por eso estoy aquí. La gente come lo que puede. Que
todos  nosotros  tengamos buena salud y que todos ellos se  vayan al diablo.
¿Quiénes somos  nosotros y quiénes son  ellos? No entiendo nada.  Si  yo soy
feliz,  Burbridge  no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a él le van mal las cosas es
el único lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglará.
todo  es  una  larga  pelea!  Me  pasé  la  vida  peleando  con  el  capitán
Quarterblad, y él se pasa  la vida peleando con Ronco, y lo único que quiere
de mi  es que deje de merodear. Pero ¿cómo voy a dejar de merodear  si tengo
que  alimentar una familia? ¿Que me consiga  un trabajo?  No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mí las cosas son  más
o menos así:  cuando un  hombre trabaja con ustedes está  siempre trabajando
para uno de ustedes y no es más que un esclavo. Y  yo siempre quise depender
de  mí mismo,  para  poder escupirles a todos en  la cara, para reírme de su
aburrimiento y de su desesperación.
     Acabó hasta las  heces del coñac  y  arrojó  la petaca  vacía contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La  petaca rebotó, centelleando bajo el sol, y
salió  rodando.  En  seguida  se olvidó  de  ella.  Se quedó  allí  sentado,
cubriéndose  los  ojos  con las  dos  manos, mientras intentaba,  ya  que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cómo deberían ser las cosas. Pero
no veía más que las caras; caras, caras y  más  caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en  otros tiempos fueron seres humanos,  columnas de
cifras. Sabía que era necesario destruir todo eso, y quería destruirlo, pero
adivinaba  que cuando  todo  eso desapareciera  no  quedaría  sino la tierra
desnuda y seca.  En su frustración,  en  su  desesperanza, sintió  deseos de
recostarse contra la bola.
     Se  levantó,  se  sacudió  automáticamente los pantalones e  inició  el
descenso hacia el fondo de la cantera.
     El  sol  ardía. Ante  los  ojos le  bailaban  manchas  rojas y  el aire
temblaba en el  fondo  de la  cantera.  En aquella  reverberación,  la  bola
parecía  danzar en su sitio, como  una boya entre las olas. Pasó junto  a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies,  con cuidado  de no
pisar  las  manchas.  Y  en  seguida,  hundiéndose entre el  pedregullo,  se
arrastró a través de la cantera hacia la bola danzarina, guiñadora.
     Estaba  cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrío
le  recorría  el cuerpo.  Temblaba como  si  recién saliera  de  una  fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriándole entre los dientes. Había
abandonado  todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una  y otra vez su
letanía:
     Soy  un  animal,  ustedes  lo  saben.  No  tengo  palabras, no  me  las
enseñaron.  No sé  cómo se hace para pensar, porque los hijos de  puta no me
enseñaron a  pensar. Pero  si  ustedes  son  en  verdad...  todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno,  adivínenlo!
allí encontrarán  cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! Averigüen ustedes qué es lo que deseo...
malo!  Maldición,  no se me ocurre nada,  nada, salvo esas palabras  que  él
dijo...




Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT
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