por los bolsillos. No me quedaba más remedio. - ¡Detén la cabina! - ordené a Kirill. Él frenó inmediatamente. Buenos reflejos; me sentí orgulloso de él. Tomé a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mí y le lancé una trompada hacia el visor. Se le estrelló la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerré los ojos y quedó mudo. En cuanto calló volví a oírlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me miró con los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seña para que se estuviera quieto. Dios, por favor, quédate quieto, no muevas un músculo. Pero él también oía el ruido y, como todos los novatos, sentía la necesidad de hacer inmediatamente algo, cualquier cosa. - ¿Retrocedo? - susurró. Sacudí desesperadamente la cabeza y agité el puño bajo su visera: ¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dónde mirar: si al terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidé de todo. Sobre la montaña de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata, a mediodía. Cruzó por sobre el montículo y avanzó, más y más, hacia nosotros, justo al lado del poste; quedó suspendido por un momento sobre la ruta (¿o era sólo imaginación mía?), para deslizarse finalmente hacia el suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los automóviles, ¡Malditos tragalibros! ¿A quién se le ocurre trazar la ruta sobre el vaciadero de basuras? Y yo también, ¡qué inteligente! ¿En qué estaba pensando cuando me entusiasmé con ese mapa estúpido? - Despacio, adelante - indiqué a Kirill. - ¿Qué era eso? - Sabrá el diablo. Era algo y ya no está. Gracias a Dios. Y ahora cállate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una máquina, mi volante, nada más. De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado. - Suficiente. Ni una palabra más. Necesitaba otro trago. Déjenme que les diga algo: esos trajes de buceo eran una tontería. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y sobreviviré a muchas más, pero sin un buen trago en el momento justo... ¡Bueno, ya basta! La brisa parecía haberse calmado. No oía nada amenazador. El único ruido era el ronroneo tranquilo y soñoliento del motor. El sol estaba fuerte y hacía mucho calor. Sobre el garaje pendía una neblina. Todo parecía andar bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compañeros, en la Zona se puede respirar también, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste 27; el cartel de metal tenía un círculo rojo con el número 27 dentro. Kirill me miró, yo asentí y nuestra cabina se detuvo. Ya habían caído los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo importante era mantener una calma absoluta. No había apuro. El viento había cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en donde Zalamero había estirado la pata; dentro había algo de color, tal vez sus ropas. Era una porquería, que en paz descanse: avaricioso, estúpido y sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no pregunta quién es bueno y quién es malo. Así que gracias, Zalamero; eres un idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste para que los vivos supieran por dónde no tenían que pasar. Claro, nuestra mejor salida consistía en llegar, al asfalto. El asfalto es liso y se puede ver todo lo que hay en él; además esa grieta la conozco bien. ¡Pero no me gusta el aspecto de esos dos montículos! Entre ellos corría una línea recta hacia el asfalto. Allí estaban, muy pagados de sí, esperando. No, por allí no pasaríamos. Una de las reglas de todo merodeador aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha o a la izquierda. Pasaríamos por sobre el montículo izquierdo. Claro que yo no sabía lo que había del otro lado. Según el mapa, nada, pero ¿quién confía en los mapas? - Escucha, Red - susurró Kirill -, ¿Por qué no saltamos por encima? Veinte metros hacia arriba, después bajamos, y estaremos junto al garaje, ¿eh? - Cállate, abriboca - dije -, no me molestes. Quería subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarían siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por cualquier parte y no dejaría ni un pedacito húmedo de nosotros. Ya estaba hasta la coronilla de los arriesgados. Él no puede esperar; saltemos, dice. Pero yo sabía ya perfectamente cómo llegar hasta el montículo. Después nos detendríamos allí por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tomé un puñado de las tuercas y tornillos que tenía en el bolsillo y se los mostré a Kirill sobre la palma. - ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseñaban en la escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revés. ¡Mira! Arrojé la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo quería. Llegó sin problemas. - ¿Viste eso? - ¿Y qué? - preguntó él. - Nada de "y qué". Te pregunté si lo viste. - Lo vi. - Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde está la tuerca; detente a medio metro. ¿Entendido? - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados? - Busco lo que debo buscar. Espera, arrojaré otra. Mira bien dónde cae y no vuelvas a sacarle los ojos de encima. La segunda tuerca también cayó sin inconvenientes junto a la primera. - Vamos. Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada. Comprendía bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para ellos lo más importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no encontró el nombre tenía un aspecto lamentable, era un verdadero idiota. Pero ahora tenía una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendía todo y la vida era unas pascuas. Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera. Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba de puros nervios; se sentía encerrado, pobre tipo. Pero le haría bien. Bajaría como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojé la cuarta tuerca su trayectoria no me gustó del todo. No habría podido explicar qué andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujeté a Kirill por la mano. - Quieto - dije -. No te muevas ni un centímetro. Tomé otra y la lancé más alto y más lejos. ¡Allí estaba la roncha de mosquitos! La tuerca voló normalmente; parecía caer sin problemas, pero a mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza que cuando aterrizó quedó hundida en la arcilla. - ¿Viste eso? - susurré. - Sólo en las películas - observó, estirándose tanto para ver que tuve miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres? Era triste y divertido. ¡Una! ¡Como si con una bastara! Oh, la ciencia. Arrojé otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de mosquito. Para ser sincero habría alcanzado con siete, pero lancé uno más, bien hacia el medio, para que él pudiera disfrutar con su concentrado. Se estrelló en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruñó de gusto. - Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien, te estoy marcando el camino, así que no lo pierdas de vista. Así dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montículo. Era tan pequeño que parecía un sorete de gato. Hasta entonces yo no había reparado en él. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montículo. El asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veía cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantánea. Bueno, con arrojar una tuerca podríamos seguir. No pude arrojar esa tuerca. No entendía lo que me pasaba, pero no podía decidirme a arrojarla. - ¿Qué pasa? - preguntó Kirill -. ¿Por qué no seguimos? - Espera - dije -. Cállate. Había pensado arrojar la tuerca para que avanzáramos tranquilamente, como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En treinta segundos podíamos llegar al asfalto. ¡Y de pronto empecé a sudar! El sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podía arrojar la tuerca hacia allí. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era más larga y había un montón de guijarros poco simpático. Hacia allí sí, pero no hacia adelante; por nada del mundo. Arrojé la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar la cabina y avanzó hacia ella. Después me miró. Debo haber tenido bastante mala cara, porque en seguida apartó la vista. - Está bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo. Y lancé la última tuerca hacia el asfalto. A partir de ese momento fue mucho más fácil. Encontré la grieta; estaba limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limité a observarla, con silencioso regocijo. Nos levó hasta las puertas del garaje mejor que cualquier poste, cualquier señal. Ordené a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me eché de panza al suelo y miré hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del sol no me dejó ver nada. Sólo negrura. Después mis ojos se fueron acostumbrando. Vi entonces que nada había cambiado en el garaje desde la última vez. El camión de la basura seguía aún estacionado sobre la fosa, en perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el piso de cemento, tal vez porque en la fosa no había demasiada jalea de brujas y no había salpicado hacia afuera desde la última vez. Sólo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de las latas, se veía algo plateado. Eso no estaba allí antes. Bueno, había algo plateado, y qué. ¡No íbamos a volvernos sólo por eso! No tenía ningún brillo especial; relucía un poquito, suave, tranquilamente. Me levanté, me cepillé la ropa y eché una mirada a mi alrededor. Allí estaban los camiones, en el baldío, siempre como nuevos. Hasta parecían más nuevos que la última vez, Y el camión de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado, listo para caerse a pedazos. Allí estaba también la cubierta, como ellos lo tenían indicado en el mapa. No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien; teníamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venía hacia nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecía bien; podíamos empezar el trabajo. Pero esa cosa plateada que brillaba allá atrás, ¿qué era? ¿Imaginación mía, no más? Sería lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por qué ese resplandor por sobre las latas, por qué no estaba entre ellas, por qué la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me había dicho algo sobre las sombras: que eran extrañas, pero no peligrosas; algo pasa aquí con las sombras. Pero ¿qué era ese brillo plateado? Parecía una telaraña de las que suele haber en los árboles de los bosques. ¿Qué clase de araña podría haber tejido su tela allí? Nunca había visto bichos en la Zona. Lo peor era que mi vacío estaba precisamente allí, a dos pasos de las latas. Tendría que haberlo robado la última vez, y entonces ahora no estaría pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Después de todo el degenerado estaba lleno; lo levanté sin dificultad, pero eso de llevarlo sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca anduvieron con un vacío a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez litros de agua sin balde. Ya era hora de ponerse en marcha. Tenía ganas de un trago. Me volví hacia Tender. - Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Quédate aquí y no toques los mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en llamas aquí mismo. Si te acobardas te espero a la salida. Asintió seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". Tenía la nariz como una ciruela; mi trompada había sido fuerte de veras. Bajé cuidadosamente las sogas de emergencia, observé una vez más aquel resplandor plateado, hice señas a Kirill y comencé a bajar. Una vez en el asfalto esperé a que él descendiera por la otra soga. - No te apures - le dije -. No nos corre nadie. Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las cuerdas culebreándonos bajo los pies. Tender asomó la cabeza por encima del riel y nos miró con ojos llenos de desesperación. Era hora de ponerse en marcha. - Sígueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de mi espalda y mantente alerta. Avancé. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor. ¡Es muchísimo más fácil trabajar a la luz del día que de noche! Recuerdo que una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste, como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo parecía más oscuro, malditas sean. ¡Ahora, en cambio, era jauja! Ya había acostumbrado los ojos a aquella luz lóbrega y podía ver hasta el polvo en los rincones más oscuros. En verdad había algo plateado por allí; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. Sí, parecían una tela de araña; tal vez no fueran más que eso, pero era mejor no acercarse. Fue entonces cuando cometí mi error. Tendría que haberme detenido, con Kirill bien al lado, esperar a que él también acostumbrara los ojos a la penumbra y entonces señalarle la telaraña. Señalársela. Pero estaba habituado a trabajar solo. Vi lo que debía ver y me olvidé de Kirill. Di un paso hacia el interior y me dirigí en línea recta hacia las latas. Me incliné sobre el vacío. En él parecía no haber ninguna telaraña. Levanté un extremo y dije a Kirill: - Agarra de ahí y no lo dejes caer; es pesado. Levanté la vista y sentí que algo me apretaba la garganta. No pude abrir la boca. Quería gritar: "¡Quieto! ¡No te muevas!", pero no pude. Tal vez de cualquier modo no habría tenido tiempo, pues todo ocurrió demasiado rápido. Kirill se acercó al vacío, de espaldas a las latas, y apoyó toda la espalda en la telaraña plateada. Cerré los ojos; quedé aturdido; no oí más que el ruido de la telaraña al desgarrarse. Era un sonido coruscante y débil. Así estaba todavía, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las piernas, cuando Kirill habló: - Bueno, ¿lo llevamos? - Vamos. Levantamos el vacío y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba difícil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender se estiró para tomarlo. - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos... - No - interrumpí -. Esperemos un segundo. Primero déjalo en el suelo. Lo dejamos. - Date vuelta. Quiero verte la espalda. Se volvió sin decir palabra. Miré; no tenía nada allí. Lo hice girar para aquí y para allá, pero no tenía nada. Volví los ojos hacia las latas; allí tampoco había nada. - Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la telaraña? - ¿Qué telaraña? ¿Dónde? - Bueno, tuvimos suerte. Sin embargo pensaba: "En realidad todavía no se puede saber". - De acuerdo. Levantemos esto. Metimos el vacío en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se moviera. Allí estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacío, sino algo así como un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos un rato más antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin más vueltas. ¡Qué fácil era todo para los científicos! Para empezar trabajaban a la luz del día. Además, lo único bravo era entrar a la Zona, porque para regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo, un cursógrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por donde vino. Mientras flotábamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitió todas las maniobras, deteniéndose por un momento para proseguir en cada cambio de dirección. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas; podría haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana. Mis novatos estaban eufóricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados, prácticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta el garaje. Kirill me tironeó de la manga y comenzó a explicarme el fenómeno de la graviconcentración, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse en línea, pero no a la fuerza. Les conté, tranquilamente, de todos los idiotas que reventaban en el camino de regreso. - Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon. Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron qué habla pasado con el petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sólo pensaba en una cosa: cómo iba a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero esa telaraña me seguía brillando ante los ojos. Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los científicos lo llaman hangar médico) junto con la cabina. Nos bañaron en tres tinas diferentes donde hervían tres soluciones alcalinas; nos embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sé qué polvo y nos volvieron a lavar. Después nos secaron y dijeron: - ¡Okey, muchachos, pueden irse! Tender y Kirill llevaban el vacío. Eran tantos los que habían venido a mirar que no se podía caminar. ¡Muy típico! No hacían más que mirar y gruñir frases de bienvenida, pero ninguno tenía el valor de tender una mano a los cansados héroes. Bueno, eso no era cosa mía. Ahora ya nada era de mi incumbencia. Me quité el traje especial y lo tiré al suelo (que los malditos sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerré en uno de los cubículos, busqué mi petaca, desenrosqué la tapa y me prendí a ella como una lamprea. Después me senté en el banco, con las rodillas vacías, la cabeza vacía, el alma vacía. Tragaba ese líquido fuerte como si fuera agua. Vivía. La Zona me había dejado salir. Me había dejado salir, la puta. Esa maldita y traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabían apreciarlo, sólo un merodeador sabía lo que era eso. Las lágrimas me corrían por las mejillas, no sé si por los tragos o por qué. Mamé de la petaca hasta dejarla seca. Yo estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzó para ese último sorbo que necesitaba. Pero eso se podía arreglar. Todo se podía arreglar ahora. Vivo. Encendí un cigarrillo, y mientras fumaba, allí sentado, sentí que todo andaba bien. Entonces me acordé de la bonificación. Ésa era una de las grandes ventajas que teníamos en el Instituto; podía ir ya mismo a retirar el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allí, a las duchas. Empecé a desvestirme lentamente. Me quité el reloj y comprobé que habíamos pasado cinco horas en la Zona. ¡Dios mío, cinco horas! Me estremecí. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo. Pero pensándolo bien, ¿qué son cinco horas para un merodeador? Un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos días? Cuando uno no logra salir en una noche tiene que pasarse todo el día de cara contra el suelo. Ni siquiera reza; murmura, nomás, delirando; no sabe si está muerto o vivo. Al llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la patrulla con el botín. Allí están los guardias, con las ametralladoras. Y esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza la idea de que uno esté contaminado. Lo único que quieren es liquidarlo, directamente, y para eso llevan todas las de ganar: ¡a ver quién puede probar que lo mataron ilegalmente! Así que uno vuelve a enterrar la cara en el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y allí está el botín, al lado, y no sabemos si está allí, nomás, o si nos está matando lentamente. También se puede terminar como Nudillos Itzak, que se empantanó al alba entre dos fosas. No podía avanzar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Dispararon contra él durante dos horas, pero no pudieron acertarle. Durante dos horas él se fingió muerto. Gracias a Dios, al fin le creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi después de eso; ni siquiera lo reconocí. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguía siendo humano. Me sequé las lágrimas y abrí la canilla; para ducharme por largo rato. Primero con agua caliente, después con fría, después otra vez con caliente. Usé una barra entera de jabón. Al final me aburrí y cerré la ducha. Alguien estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba. - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez! ¡Aquí fuera se huele a plata! Plata. Eso nunca viene mal. Abrí la puerta. Allí estaba él, medio desnudo, en calzoncillos. Parecía en éxtasis; toda su melancolía había desaparecido. - Toma - dijo, entregándome el sobre -. De parte de la humanidad agradecida. - Me cago en tu humanidad. ¿Cuánto hay? - Teniendo en cuenta tu coraje más allá del deber y como excepción, ¡dos meses de sueldo! - Sí, ganando dinero así yo podía vivir tranquilamente. Si pudiera cobrar dos meses de sueldo por cada vacío habría mandado al diablo a Ernest hace mucho tiempo. - Bueno, ¿estás contento? - preguntó Kirill. Por su parte, estaba radiante, feliz; sonreía de oreja a oreja. - No está mal. ¿Y tú? Él no respondió. Se prendió a mi cuello, me apretó contra su pecho sudoroso y en seguida me apartó de un empujón. Desapareció en la ducha de al lado. - ¡Eh! - lo llamé a gritos -. ¿Cómo está Tender? Lavándose los calzoncillos, supongo. - Nada de eso. Tender está rodeado de periodistas. Tendrías que verlo. Se ha convertido en un personaje importantísimo. Está explicándoles autenticadamente... - ¿Cómo es que les está explicando? - Autenticadamente. - Está bien, señor. La próxima vez vendré con el diccionario, señor. Y en ese momento sentí como un shock eléctrico. - Espera, Kirill. Ven aquí. - Estoy desnudo. - Vamos, ven. No soy una damisela. Salió. Lo tomé por los hombros y lo puse de espaldas a mí. Nada. Ya podía haberlo imaginado. Tenía la espalda limpia; las gotitas de sudor se estaban secando. - ¿Qué tienes con mi espalda? Le di una patada en el traste desnudo, volví a mi cubículo y cerré la puerta. ¡Malditos nervios! Primero había estado viendo cosas raras allá; ahora las veía aquí. ¡Al diablo con todo! Esa noche me iba a emborrachar. Lo que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la mesa. - Kirill - grité -, ¿irás al Borscht esta noche? - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cuántas veces tengo que repetírtelo. - Qué importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres. ¿Vas o no? Me encantaría ganarle a Richard. - Oh, no sé, Red. Tú, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos traído. - Y tú sí, supongo. - Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez, sabemos para qué sirven los vacíos; si mi brillante idea funciona, voy a escribir una monografía y te la dedicaré personalmente: "A Redrick Schuhart, honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud". - Sí, y me mandarán a la sombra por dos años. - Pero quedarás en los anales de la ciencia. Le llamarán "la jarra de Schuhart". ¿Qué te parece cómo suena? Mientras bromeábamos me vestí y puse la petaca vacía en el bolsillo; después conté mi dinero y me retiré. - Buena suerte, alma complicada. No respondió. El agua hacía muchísimo ruido. En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un pavo, rodeado de compañeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos, que recién acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin parar. - La tecnología de que gozamos - decía el muy charlatán - permite contar con una garantía casi absoluta de seguridad y de éxito. En ese momento, al verme, se sofrenó un poquito. Sonrió y me saludó con pequeñas sacudidas de mano. "Bueno, será mejor que desaparezcamos", pensé. Seguí en línea recta hacia la puerta, pero ya me habían pescado. En seguida oí pasos tras de mí. - ¡Señor Schuhart, señor Schuhart! ¡Unas palabritas sobre el garaje! - No habrá declaraciones. Eché a correr, pero no había forma de escaparse. Tenía un tipo con un micrófono a la derecha y otro con una cámara a la izquierda. - ¿Había algo extraño en el garaje? ¡Dos palabras, no más! - No habrá declaraciones - repetí, tratando de poner la nuca hacia la cámara -. Es un garaje, nada más. - Gracias. ¿Qué le parecen las turboplataformas? - Maravillosas. Empecé a correrme hacia el baño de caballeros. - ¿Qué Piensa de la Visitación? - Pregunte a los científicos - respondí, deslizándome tras la puerta del baño. Oí que rascaban la puerta y grité: - Les recomiendo efusivamente que pregunten al señor Tender por qué razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para sacar el tema, pero fue nuestra aventura más interesante. Salieron a la disparada por el corredor, más veloces que caballos de carrera. Aguardé un minuto. Silencio, Saqué la cabeza. Nadie. Entonces proseguí tranquilamente mi camino, silbando una melodía. Bajé el vestíbulo, mostré el pase al sargento polaco y vi que me hacía la venia. Al parecer, yo era el héroe de la jornada. - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido. Exhibió tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los elogios. - Bueno, Red, usted es un héroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo - dijo. - Así que ahora tendrá algo que contar a las chicas cuando vuelva a Suecia. - ¡Qué le parece! ¡Caerán en mis brazos como moscas! Supongo que tiene razón, A decir verdad no me gustan los tipos altos y de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por qué. La estatura no es lo más importante. Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no había nadie por ahí. De pronto sentí ganas de encontrarme con Guta en ese mismo instante, en ese mismo lugar. Así nomás, mirarla y tenerla de la mano por un rato. Después de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa: tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se comenta sobre cómo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quién le hacía falta estar con Guta? ¡Lo que me hacía falta era una botella, por lo menos una botella de algo fuerte! Pasé junto a la playa de estacionamiento. Allí había un puesto de control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de policías con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no había forma de pasar. Seguí caminando con los ojos bajos, porque no me convenía verlos en ese momento, a la luz del día. Entre ellos había dos o tres personajes que tenía miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera ¡pobres de ellos! Era una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el Instituto; de lo contrario, por Dios, habría descubierto a esas víboras para liquidarlas definitivamente. Me abrí paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando oí que alguien gritaba: - ¡Eh, merodeador! Bueno, eso no tenía nada que ver conmigo, así que no me detuve; seguí caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me alcanzó y me tomó por la manga. Me sacudí aquella mano; volviéndome a medias hacia el hombre, dije cortésmente: - ¿Qué diablos está haciendo, señor? - Un momento, merodeador - dijo él -. Dos preguntas, no más. Lo miré fijamente. Era el capitán Quarterblad, un viejo amigo. Estaba deshidratado y medio amarillento. - ¡Ah, mis saludos, capitán! ¿Cómo anda su hígado? - No trates de zafarte charlando, merodeador - replicó, enojado, sin quitarme los ojos de encima -. Será mejor que me digas por qué no te detuviste en seguida cuando te llamé. Detrás de él había dos cascos azules con las manos en las pistoleras. No se les veían los ojos; sólo las mandíbulas moviéndose bajo los cascos. ¿De qué parte del Canadá traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allá? Por lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del día, pero aquellos escuerzos podían tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada. - ¿Me llamaba a mí, capitán? - exclamé -. Me pareció que llamaba a algún merodeador. - ¿Y vas a decirme que tú no lo eres? - Cuando terminé el tiempo que me dieron gracias a usted, capitán, me enderecé. Abandoné el merodeo. Gracias a usted abrí los ojos, si no hubiera sido por usted... - ¿Qué estabas haciendo en el área de Prezona? - ¿Cómo qué estaba haciendo? Trabajo allí. Desde hace dos años. Para terminar de una vez con aquella desagradable conversación mostré mis papeles al capitán Quarterblad. Tomó mi libreta y la revisó página por página, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvió lo hizo con gran placer. Tenía color en las mejillas y brillo en los ojos. - Perdóname, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver que no echaste en saco roto mis consejos. ¡Vaya, esto es maravilloso! No sé si me creerás, pero hasta en aquel momento yo sabía que terminarías enderezándote. No podía creer que un tipo como tú... Siguió y siguió, como si fuera un disco. Al parecer me había echado encima otro melancólico curado. Lo escuché, por supuesto, con los ojos bajos en señal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con inocencia; si mal no recuerdo también restregué tímidamente los pies contra la acera. Los gorilas que custodiaban al capitán escucharon un poco, pero en seguida se aburrieron y buscaron un lugar más interesante. Mientras tanto, el capitán seguía pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educación era luz; la ignorancia, oscuridad; el Señor ama y aprecia a los trabajadores honestos, etcétera, etcétera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura en la prisión, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podía esperar. "Bueno, me dije, tendrás que pasar también por esto. No hay más remedio, así que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira, ya está perdiendo el aliento. Qué suerte, se detiene" Uno de los patrulleros empezó a hacer señales. El capitán miró hacia allá con un suspiro de fastidio y me tendió la mano. - Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado señor Schuhart. Me habría gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo prohibió el médico, pero me habría gustado tomar una cerveza contigo. Pero el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar. Dios no lo permita. Pero le estreché la mano, me ruboricé y volví a restregar el pie, todo como él quería. Al fin me dejó ir. Salí como bala hacia el Borscht. A esa hora del día el Borscht está siempre vacío. Detrás del mostrador estaba Ernest, secando vasos y mirándolos a trasluz. A propósito, es extraño que cuando uno entra los barman estén siempre secando vasos como si de ello dependiera su salvación. Él se pasa el día así: levantar un vaso, mirarlo de reojo, sostenerlo a la luz, empañarlo con el aliento y frotar. Frota y frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato. - ¡Hola, Ernie! Deja eso en paz. Le harás un agujero de tanto frotarlo. Me miró a través del vidrio, murmuró algo incomprensible y sin decir una palabra me sirvió cuatro dedos de vodka. Yo trepé a un taburete, tomé un trago, hice una mueca, sacudí la cabeza y tomé otro trago. La heladera ronroneaba, la vitrola automática tocaba algo suave y lento y Ernest trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Terminé mi copa y la dejé sobre el mostrador. Ernest me sirvió en seguida otros cuatro dedos. - ¿Mejor? - murmuró -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador? - Sigue frotando, ¿quieres? Sabrás que un tipo frotó hasta que apareció un genio. Terminó forrado en plata. - ¿Quién era? - Preguntó Ernest, suspicaz. - Otro barman de aquí. Antes de que vinieras. - ¿Y qué pasó? - Nada. Por qué crees que ocurrió esto de la Visitación, fue de tanto que frotó. ¿Quiénes crees que eran los visitantes? - Eres un vago - replicó Ernie, aprobando. Fue a la cocina y volvió con un plato de salchichas asadas. Me puso el plato delante, me arrimó el ketchup y volvió a sus vasos. Ernest conoce su oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la Zona con botín; sabe también qué es lo que un merodeador necesita después de estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario. Terminé las salchichas, encendí un cigarrillo y empecé a calcular cuánto podía sacar Ernie con nosotros. No sé muy bien a cuánto se venderá el botín en Europa, pero dicen que un vacío puede llegar casi a los dos mil quinientos; Ernie no nos da más que cuatrocientos. Las pilas, allá, cuestan al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquí y otra por allá... y el jefe de estación también debe estar en la lista de pagos. Pensándolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto más. Y si lo pescan son diez años de trabajos forzados. En este punto un tipo muy cortés interrumpió mis honorables meditaciones. Yo ni siquiera lo había visto entrar. Se anunció bien al lado mío, pidiendo permiso para sentarse. - Por favor, no tiene por qué. Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moño. Su cara me parecía conocida, pero no podía ubicarlo. Subió al lado y dijo a Ernest: - ¡Whisky canadiense, por favor! En seguida se volvió hacia mí. - Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto Internacional, ¿no? - Sí. ¿Y usted? Sacó rápidamente su tarjeta de presentación y me la puso enfrente: "Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de Emigración" Claro que lo conocía. Es de los que joden a la gente para que salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la población inicial de Harmont, qué pretenderá este tipo, limpiar la ciudad por completo. Aparté la tarjeta con la uña. - No, gracias. No tengo interés. Mi sueño es morir en mi ciudad natal. - Pero ¿por qué? - Gritó él en seguida -. Perdone mi indiscreción, pero ¿qué lo retiene aquí? - ¿Cómo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La comisaría, tan querida para mí. Saqué un pañuelo muy usado y me sequé los ojos. - ¡No, no me iría ni por todo el oro del mundo! Él se echó a reír, tomó un sorbito del whisky canadiense y respondió pensativo. - No entiendo cómo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona está a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcán. Podría estallar una epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran quedarse, pero usted, ¿qué edad tiene usted? ¿Veintidós, veintitrés? ¿No se da cuenta de que la Oficina es una organización de caridad? No ganamos nada con esto. Lo único que deseamos es que la gente se vaya de este agujero infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantía para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como usted, le pagamos estudios. No, no entiendo, - ¿Es decir que nadie quiere irse? - No tanto como nadie. Algunos se están yendo, sobre todo los que tienen familia. Pero los jóvenes y los ancianos... ¿Qué buscan aquí? Esto es un agujero, un pueblo de provincia. Entonces le contesté como merecía. - ¡Señor Aloysius Maenaught! Usted tiene toda la razón del mundo, Nuestra pequeña ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que tenemos aquí. Me interrumpí en ese punto porque vi que Ernest me miraba atónito. Me sentí incómodo; por lo común no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con ellas. Además todo eso me salía medio raro. Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por más que yo dijera lo mismo no me salía igual. Tal vez porque Kirill nunca le pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador. Ernie reaccionó velozmente y se apresuró a servirme seis dedos de combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo señor Maenaught volvió a sorber su whisky. - Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero señor, ¿de veras cree que todo será como usted dice? - Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En cuanto a mí: ¿qué tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren, lo sé bien. Se rompen el lomo todo el día y miran televisión toda la noche. - No es obligatorio que vaya a Europa. - Todo es igual, salvo que en la Antártida hace frío. Lo más asombroso es que yo creía hasta con la panza todo lo que le estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces más querida que todas las Europas y las Áfricas. Y todavía no estaba borracho. Por un instante había imaginado cómo tendría que volver a casa, arrastrándome, con una manga de cretinos como yo; cómo me empujarían y me estrujarían en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo. - ¿Y usted? - preguntó el hombre a Ernest. - Yo tengo mi negocio - respondió éste, dándose importancia -. No soy ningún pobretón. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el comandante de la base viene aquí de vez en cuando; un general, ¿qué le parece? ¿Cómo me voy a ir? El señor Aloysius Maenaught trató de ganar algunos puntos citando muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomé un buen trago, bien largo saqué un montón de cambio del bolsillo, me bajé del taburete y cargué la vitrola automática. Hay una canción allí que se llama "No vuelvas si no estás seguro". Me causa un buen efecto después de haber estado en la Zona. La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevé el vaso a un rincón, donde esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo pasó volando, como un pájaro. Cuando echaba el último centavo en el artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta para todos lados y buscaba dónde poner el puño. Richard Noonan lo tenía tiernamente por el codo y lo distraía con chistes. ¡Linda pareja! Gutalin es un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas. - ¡Eh! - gritó Dick -. ¡