Allá está Red! ¡Ven con nosotros! ¡Biennnn! - rugió Gutalin -. En esta ciudad hay sólo dos hombres de verdad: ¡Red y yo! Los demás son todos cerdos o hijos de Satanás. Tú también sirves al demonio, Red, pero todavía eres humano. Me acerqué con mi copa. Gutalin me quitó la chaqueta y me hizo sentar a la mesa. - ¡Siéntate, Red! Siéntate, sirviente de Satanás. Me gustas. Lloremos por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente. - Lloremos - dije -. Bebamos las lágrimas del pecado. - Porque el día está cerca - anunció Gutalin -. Porque el corcel blanco está ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias de los que se hayan vendido a Satanás serán en vano. Sólo los que han resistido a él se salvarán. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los tesoros de Satanás, a ustedes les digo: ¡Están ciegos! ¡Despierten, idiotas, despierten antes de que sea demasiado tarde! ¡Pisoteen esas baratijas del diablo! Se interrumpió como si hubiera olvidado lo que seguía. De pronto preguntó, en tono distinto. - ¿Puedo tomar un trago aquí? Sabes, Red, me emborraché de nuevo. Me acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, están cayendo al abismo y arrastran a otros también". Pero ellos se ríen, nada más. Por eso le aplasté la nariz al dueño del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qué? Dick se acercó y puso la botella sobre la mesa. - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest. Dick me echó una mirada de soslayo. - Está dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la bonificación. - ¿Fuiste a la Zona? - preguntó Dick -. ¿Trajiste algo? - Un vacío lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no? - ¡Un vacío! - repitió Gutalin, lleno de pena -. ¡Arriesgaste la vida por vaya a saber qué vacío! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto del demonio al mundo. ¿Cómo sabes, Red, cuánto de pena y de pecado...? - Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya vuelto con vida. Por el éxito, amigos míos. Dio buen resultado aquel brindis por el éxito. Gutalin se vino abajo por completo. Sollozaba, las lágrimas le brotaban como agua de una canilla. Lo conozco bien; es nada más que una etapa. Solloza y predica que la Zona es una tentación del diablo. Que no deberíamos sacar nada de allí y que deberíamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo. Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando tiene dinero compra el botín sin regateo, por el precio que los merodeadores le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando, pero pronto pararía. - ¿Qué es un vacío lleno? - preguntó Dick -. Sé qué son los vacíos, a secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno. Se lo expliqué. Él asintió y se lamió los labios. - Sí, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quién fuiste, con el ruso? - Sí, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de laboratorio. - Te habrán vuelto loco. - Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un merodeador nato. Necesita un poco más de experiencia que le lime el apuro. Con él iría a la Zona todos los días. - ¿Y todas las noches? - preguntó, con una mueca de borracho. - Termínala, ¿quieres? Un chiste es un chiste. - Un chiste es un chiste, ya lo sé, pero me puede meter en un montón de problemas. Te debo uno. - ¿Quién tiene uno? - preguntó Gutalin, excitado -. ¿Cuál es? Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le puso un cigarrillo en la boca y se lo encendió. Al fin lo calmamos. Mientras tanto iba entrando más y más gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas se habían ocupado. Ernest llamó a las muchachas, que empezaron a servir bebidas a los clientes: cerveza, cócteles, vodka. Noté que había muchas caras nuevas en la ciudad, últimamente; en su mayoría, jóvenes novatos con bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencioné a Dick y él asintió. - ¿Qué quieres? - Están empezando un montón de construcciones. El Instituto va a levantar tres edificios nuevos. Además piensan cerrar tras un muro toda la Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos tiempos para los merodeadores. - ¿Cuándo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observé yo. Y pensé: "Caramba, ¿qué novedades son éstas? Parece que ya no voy a poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor. Menos tentaciones. Iré a la Zona de día, como un ciudadano decente. No se gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho más seguro. La cabina, el traje especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentí verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo comprar, esto no. Tendría que ahorrar para comprar a Guta los trapos más baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era nada prometedor. Los días eran grises, y también las tardes, y también las noches. Y mientras yo pensaba así Dick me chillaba en la oreja: - Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme. Había unos tipos nuevos. No me gustó nada el aspecto que tenían. Uno se acercó a mí e inició una conversación con muchas vueltas, sugiriendo que me conocía, que sabe lo que hago, dónde trabajo, e insinuando que él me pagaría muy bien por varios servicios. - Un pasador de datos - dije. Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de charlas sobre trabajitos. - No, compañero, no era eso. Escucha. Le seguí la corriente por un rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interés en ciertos objetos que hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas negras y esas tonterías no le atraen en absoluto. Se limitó a sugerir indirectamente lo que quiere. - ¿Qué es? - Jalea de brujas, por lo que entendí - respondió Dick, mirándome con expresión extraña. - Oh, así que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le gustarían algunas lámparas de la muerte? - Eso mismo le pregunté yo. - ¿Y? - ¿Me creerás si te digo que también quiere? - ¿Ah, sí? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los sótanos están llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a recoger toda la que quiera. Es cosa suya. Dick no respondió; me miró sin sonreír siquiera. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿No tendría intenciones de contratarme a mí? Y en ese momento se me ocurrió. - Un momento - dije -. ¿Quién era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto dejan estudiar la jalea. - Está bien - replicó Dick, hablando con lentitud y sin dejar de observarme -. Es en la investigación donde está el verdadero peligro para la humanidad. ¿Ahora comprendes quién era ése? No, no entendía nada. - ¿Te refieres a los Visitantes? Él rió, me palmeó la mano y dijo: - ¿Por qué no tomas un trago? ¡Pobre alma simple! - Por mi parte, de acuerdo. Pero me sentía enojado. Así que los hijos de puta me tienen por idiota, ¿eh? - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta! ¡Bebamos! Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacía sobre la negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa sin su compañía. - Ahora bien - exclamé después -. No sé si soy un alma simple o un alma complicada, pero te diré lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cómo quiero a la policía, pero lo denunciaría. - Seguro. Y entonces la policía te preguntaría por qué ese tipo fue a hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y? - No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. Tú, pedazo de idiota gordinflón, hace sólo tres años que estás en esta ciudad y nunca fuiste a la Zona. No has visto la jalea de brujas más que en el cine. Tendrías que verla en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso; no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos de agallas, que no piden más que plata y más plata, pero ni siquiera el finado Zalamero se habría metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge tampoco aceptaría. No quiero ni pensar qué clase de tipo puede querer esa jalea de brujas y para qué. - Bueno, tienes razón - dijo Dick -. Pero te diré: no me gustaría que cualquier día me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy merodeador, pero si una persona práctica, y me gusta vivir. Hace mucho que lo hago y ya me acostumbré. - ¡Señor Noonan! - gritó Ernest desde el mostrador -. ¡Teléfono! - ¡Qué diablos! - exclamó Dick, enojado -. Debe ser otra vez Contralor de Envíos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red. Se levantó para atender el teléfono, mientras yo me quedaba con Gutalin y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataqué la botella por mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya, hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fácil hablar de la paz eterna y de la armonía que vendrá de la Zona. Kirill es un buen tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe un bledo de la vida. Ni siquiera imagina qué clase de malhechores y criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa jalea de brujas. Gutalin será un borrachín y un chiflado por la religión, pero a lo mejor no está tan desacertado. Tal vez deberíamos dejar al diablo las cosas del diablo y no tocar. Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupó la silla de Dick. - ¿El señor Schuhart? - Sí. ¿Qué hay? - Me llamo Creonte. Soy de Malta. - ¿Cómo andan las cosas por Malta? - Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que quería hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted. "Ajá", pensé. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad en él. Aquí está este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todavía no sabe lo que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo único que quiere es mandar más gente a la Zona. Sólo uno de cada tres sale con botín, pero eso para él es dinero." - ¿Cómo anda el viejo Ernest? - pregunté. Él miró hacia el mostrador. - Tiene buen aspecto. Me gustaría estar en lugar de él. - A mí no. ¿Quiere una copa? - Gracias, no bebo. - ¿Un cigarrillo? - Perdone, pero tampoco fumo. - Maldito seas. ¿Para qué diablos quieres la plata, entonces? Él se ruborizó y dejó de sonreír. - Tal vez eso sea cosa mía solamente - dijo en voz baja -. ¿No le parece, señor Schuhart? - Tienes toda la razón del mundo. Me serví otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentía una agradable pesadez en los miembros. La Zona me había liberado por completo. - En este momento estoy completamente borracho - aclaré -. Estoy celebrando, como puedes ver. Entré en la Zona, salí vivo y además con dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero menos todavía. Así que preferiría dejar cualquier asunto serio para más tarde. Él se levantó de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick había regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traía me di cuenta de que pasaba algo feo. - A que tus tanques pierden otra vez el vacío. - Sí - dijo -. Otra vez. Se sentó, se sirvió un trago y volvió a llenar mi vaso. Comprendí que el problema no tenla ninguna relación con mercaderías en mal estado. En realidad le importaba un cuerno lo de los envíos: ¡un empleado modelo! - Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme bajó su vaso de un trago y se sirvió otro -. ¿Sabes que murió Kirill Panov? Estaba tan aturdido que no entendí bien. Alguien había muerto, y qué. - Bueno, bebamos por el difunto. Me miró abriendo mucho los ojos. Sólo entonces sentí como si se me hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levanté y me apoyé contra la mesa para mirarlo. - ¿Kirill? Tenía la telaraña ante los ojos, la oía crujir al romperse. Y a través del misterioso ruido de ese crujir oí la voz de Dick, como si viniera de otra habitación. - Ataque al corazón. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie entiende qué le pasó. Preguntaron por ti. Les dije que estabas perfectamente. - ¿Qué quieren entender? Es la Zona. - Siéntate. Siéntate y toma algo. - La Zona - repetí, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La Zona, la Zona... No veía nada a mi alrededor, salvo la telaraña. Todo el bar estaba preso en la telaraña, y cuando la gente se movía la telaraña crujía suavemente. El muchacho maltés estaba de pie en el medio, con cara de sorprendido. No comprendía una palabra. - Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cuánto necesitas? ¿Te alcanzaría con mil? Toma, aquí tienes. ¡Toma! Le arrojé el dinero a puñados y empecé a gritar: - ¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquería! ¡No tengas miedo, díselo! Porque además es cobarde. Díselo, y después te vas directamente a la estación y sacas pasaje para Malta. ¡No te detengas en ninguna parte! - No sé que otra cosa grité. Pero sí recuerdo que terminé ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda. - Parece que hoy tienes dinero - dijo. - Sí, tengo un poco. - ¿Por qué no me haces un préstamo? Mañana tengo que pagar los impuestos. En ese momento me di cuenta de que tenía un manojo de billetes en la mano. - Así que no acepto - dije, mirando el montón -. Creonte de Malta es un joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso. Todo está en manos del destino. - ¿Qué te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado? - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones. Listo para las duchas. - ¿Por qué no te vas a tu casa? Bebiste demasiado. - Murió Kirill - le dije. - ¿Qué Kirill? ¿El manco? Más manco serás tú, hijo de puta. Ni con mil como tú se podría hacer un solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te gustaría que te hiciera pedazos el local? Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me sujetó y me llevó a otro lado. Yo no entendía nada ni quería entender. Grité, luché, lancé puntapiés. Cuando recobré el sentido estaba en el baño, todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocí al mirarme en el espejo. Se me contraía la mejilla, cosa que nunca me había pasado. Desde fuera me llegó ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos de Gutalin, más potentes que los de un oso pardo: - ¡Arrepiéntanse, inútiles! ¿Dónde está Red? ¿Qué le han hecho, simientes del diablo? Y el ulular de las sirenas de policía. En cuanto las oí, mi cerebro se aclaró como un cristal. Recordé todo, supe todo, comprendí todo. En el alma no me quedaba más que un odio helado. "¡Muy bien!, pensé, ¡te daré una fiesta. Ya te mostraré cómo es un merodeador, grandísimo chupasangre!". Saqué un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apreté un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrí la puerta que daba al bar y lo dejé caer silenciosamente en la escupidera. Después abrí la ventana y salí a la calle. Me habría gustado quedarme por allí para ver qué pasaba, pero tenía que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias nasales. Mientras corría por el patio trasero oí que mi picapica funcionaba a toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida alguno de los que estaban en el bar chilló con tantas ganas que se me taparon los oídos, aun a esa distancia. No me costó imaginar a esa multitud que se enloquecía allí dentro: algunos caerían en una profunda depresión, otras saldrían volando y algunos se dejarían ganar por el pánico. El picapica es algo terrible. Pasará mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a llenar el local. No le costará mucho adivinar que fue obra mía, por supuesto, pero me importa un rábano. Se acabó. Red, el merodeador, ya no existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseñar a otros tontos a arriesgar la de ellos. Kirill, compañero, viejo amigo, estabas equivocado. Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razón. Ése no es sitio para seres humanos. La Zona está maldita. Salté por el cerco y tomé rumbo a casa. Me mordía los labios; tenía ganas de llorar, pero no podía. No veía más que vacuidad, tristeza. Kirill, compañerito, mi único amigo, ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo me las arreglaré sin ti? Tú me pintabas imágenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto. ¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorará por ti, pero yo no puedo. Y todo fue culpa mía. Mía, mía solamente, porque soy un inútil. ¿Cómo se me ocurrió meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la oscuridad? Había vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme más que por mí mismo. Y de pronto había decidido convertirme en un benefactor, hacerle un pequeño regalo. ¿Para qué demonios le mencioné ese vacío? Cada vez que lo pensaba sentía un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas mejoraron: Guta venía hacia mí. Venía hacia mí, mí preciosa, mi querida, caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceándose sobre las rodillas. En cada puerta había un par de ojos que la seguían, pero ella caminaba en línea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me estaba buscando. - Hola - dije -. Guta, ¿adónde vas? Apreció con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada, mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra. - Hola, Red. Iba a verte. - Ya lo sé. Vamos a mi casa. Se volvió sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo, como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo. - No sé, Red. Tal vez no quieras verme más. Se me estrujó el corazón. ¿Y eso? Pero hablé tranquilamente: - No entiendo adónde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco borracho y no razono bien. ¿Por qué crees que no voy a querer verte más? La tomé de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa. Todos los que la habían estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en esa calle desde que nací y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me conoce no tardará en hacerlo; es algo que se siente. - Mamá quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no quiero. Di varios pasos más antes de comprender lo que estaba diciendo. - No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que quieras, irte al último rincón del mundo. No te voy a retener. La escuché, vi que se iba alterando más y más, mientras yo me sentía cada vez más aturdido. Eso no tenía pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre más. - Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador será un monstruo, que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy estás libre y mañana en la cárcel. Pero todo eso no me importa, estoy dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea hombre: sola. Lo tendré sola, lo criaré sola y lo educaré sola. Me las puedo arreglar sin ti, también, pero no vuelvas a buscarme. No te dejaré pasar de la puerta. - Guta, querida mía - dije -, espera un minuto... No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecía dentro, surgía ya. - Pichoncita mía, entonces ¿para qué me buscas? Estaba riendo como un campesino estúpido mientras ella lloraba contra mi pecho, - ¿Qué será de nosotros, Red? - preguntó entre sus lágrimas -. ¿Qué será de nosotros? 2. Redrick Schuhart, veintiocho años, casado, sin ocupación permanente. Redrick Schuhart, echado tras una lápida, observaba al patrullero por entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciéndole parpadear y contener el aliento. Habían pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero seguía estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta del muro de tres metros de ancho, que terminaba allí, a la izquierda. La patrulla de la costa tenía miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevían a disparar. Redrick los oía hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces, alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta, resbalando, esparciendo débiles chispas rojas. Todo estaba muy húmedo; había llovido poco antes, y aquel frío malsano se le filtraba por el mameluco impermeable. Redrick soltó la rama con cuidado, volvió la cabeza y prestó atención. Hacia la izquierda (en algún sitio no demasiado alejado, pero tampoco demasiado cerca) había otra persona. Oyó crujir las hojas una vez más, y la tierra que cedía; al fin se oyó el golpe seco de algo duro y pesado al caer. Redrick empezó a arrastrarse hacia atrás, con mucha prudencia y sin volver la cabeza, aferrado al pasto húmedo. El rayo luminoso le pasó por sobre la cabeza. Él permaneció un instante quieto como una estatua, siguiéndolo en su silencioso paseo. Entre las cruces le pareció ver a un hombre de negro, sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular contra un obelisco de mármol y volvía hacia Redrick la cara blanca, las cuencas negras y hundidas. No lo había visto con claridad, pues apenas fue un segundo, pero tenía todos los detalles archivados en la imaginación. Se arrastró unos pasos más y buscó la petaca que tenía en la chaqueta. La sacó; apoyó el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Después, aún aferrado a la petaca, siguió reptando. Dejó de escuchar y miró a su alrededor. En la pared había una abertura. Allí estaba Burbridge, con un agujero de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. Todavía seguía de espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo de dolor. Redrick se sentó junto a él y desenroscó la tapa de la petaca. Levantó con cuidado la cabeza a su compañero, sintiendo en la palma la calva caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevó el pico a los labios. Estaba oscuro, pero los débiles rayos de los reflectores le permitieron ver los ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos días que le cubría las mejillas. Burbridge bebió ávidamente varios tragos; en seguida tendió una mano nerviosa para palpar el saco donde tenía el botín. - Volviste... Red... Buen compañero. No eres capaz de abandonar a un viejo para que muera. Redrick echó la cabeza atrás y tomó un trago largo. - Todavía está allí, como si estuviera clavado a la ruta. - No es casualidad. Alguien pasó el dato. Nos estaba esperando. Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento. - Puede ser - respondió Redrick -. ¿Quieres otro trago? - No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no moriré. No tendrás que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarás, Red? Redrick no respondió. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los destellos de luz. Desde allí veía el obelisco de mármol, pero no si él estaba sentado allí o no. - Oye, Red, no estoy diciendo tonterías. No te arrepentirás. ¿Sabes por qué vive todavía el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventó. Faraón el Banquero estiró la pata, y qué merodeador era, pero murió. Zalamero también. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el Roña. Todos. Soy el único que sigue vivo. ¿Y por qué? ¿Lo sabes? - Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la carretera -. Un hijo de puta. - Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo eran. Faraón, Zalamero... Sin embargo soy el único que queda. ¿Sabes por qué? - Sí, lo sé - dijo Red, para acabar con la charla. - Mientes. No lo sabes. ¿Has oído hablar de la Bola Dorada? - Sí. - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas? - Será mejor que calles. Ahorra fuerzas. - Estoy bien. Tú me sacarás de aquí. Hemos ido a la Zona tantas veces... ¿Serías capaz de abandonarme? Te conocí cuando... Eras tan chiquito... Tu padre... Redrick no respondió. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo. Sacó uno, rompió el tabaco entre las manos y lo olfateó. No sirvió de nada. - Tienes que sacarme de aquí. Me quemé por causa tuya. Fuiste tú el que no quiso traer al maltés. El maltés ardía por ir con ellos. Los había tentado toda la tarde, ofreciéndoles un buen porcentaje, jurando que conseguiría un traje especial. Burbridge, que estaba sentado junto a él, seguía guiñando el ojo a Red bajo su mano curtida: "Llevémoslo, no nos irá mal". Tal vez fue por eso que Red se negó. - Te pasó eso por ambicioso - dijo fríamente Red -, Yo no tengo nada que ver. Será mejor que te quedes quieto. Por un rato Burbridge se limitó a gemir. Volvió a meterse los dedos por el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrás. - Puedes quedarte con todo el botín - jadeó -. Pero no me abandones. Redrick miró su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero no se iba. Los reflectores seguían buscando entre los arbustos, y ellos habían dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo encontrarían en cualquier momento. - La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallé. Se contaban tantas leyendas sobre ella. Yo mismo inventé unas cuantas. Que te concedía cualquier deseo... ¡Ja, cualquier deseo! Si eso fuera cierto yo no estaría aquí. Estaría dándome la gran vida en Europa, nadando en plata. Redrick bajó la vista hacia él. Ante aquella luz azulada y parpadeante, la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecía la de un muerto, pero sus ojos vidriosos estaban fijos en Redrick. - Juventud eterna, qué diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos, qué diablos. Pero conseguí salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera imaginas en qué lugares he estado, pero todavía estoy vivo. Se lamió los labios y prosiguió: - Sólo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos. - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si puedo te sacaré de aquí. Lo siento por tu Dina. Tendrá que hacer la calle. - Dina - susurró ásperamente el viejo -. Mi pequeña. Mi preciosa. Están malcriados, Red. Nunca les negué nada. Se verán perdidos. Arthur, mi Artie. Tú lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como él? - Ya te lo dije: si puedo te salvaré. - No - replicó Burbridge, tercamente -. Me sacarás de aquí sea como sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dónde está? - Dale. Burbridge gimió y movió el cuerpo. - Mis piernas... Fíjate cómo están. Redrick alargó una mano y la deslizó por la pierna, por debajo de la rodilla. - Los huesos... - gimió el herido -. ¿Todavía hay huesos allí? - Hay huesos. Deja de meter bulla. - Estás mintiendo. ¿Para qué mentir? ¿Crees que no lo sé, que nunca he visto nada de esto? En realidad no tocaba más que la rótula. Por debajo, hasta el tobillo, la pierna era como un palo de goma. Se podían haber hecho nudos con ella. - Las rodillas están enteras - dijo Red. - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge. - Bueno, está bien. Tú sácame de aquí, nada más. Te daré todo. La Bola Dorada. Te dibujaré un mapa. Con todas las trampas. Te contaré todo. Prometió muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atención. Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habían dejado de recorrer las matas. Estaban paralizados. Todos convergían sobre aquel obelisco. En la neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se paseaba por entre las cruces; parecía moverse a ciegas, directamente hacia los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados, abiertos. De pronto desapareció como si lo hubiera tragado la tierra; pocos instantes después reapareció hacia la derecha, algo más lejos; caminaba con una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran dado cuerda. De pronto las luces se apagaron. Chirrió la transmisión, rugió el motor; entre las matas aparecieron las luces de señales, azules y rojas. El patrullero salió disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y desapareció tras el muro. Redrick tragó saliva y bajó la cremallera de su mameluco. - Se han ido - murmuró Burbridge, febril -. Red, vámonos, pronto. Giró sobre sí, buscando a tientas su bolsa, y trató de levantarse. - Vamos, ¿qué esperas? Redrick seguía mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veía nada, pero él merodeaba todavía por ahí, seguramente, como un autómata, tropezando, cayendo, golpeándose contra las cruces o enredándose en los matorrales. - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos. Levantó a Burbridge, que se le colgó del cuello con la mano izquierda. Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastró en cuatro patas, llevándolo sobre la espalda; así pasó por la grieta de la pared, agarrándose del pasto mojado. - Vamos, vamos - susurró ásperamente Burbridge -. No te preocupes: yo tengo el botín y no lo soltaré. ¡Anda! El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacía resbaloso y las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era insoportablemente pesado, como un cadáver; la bolsa del botín hacía ruido y se enganchaba en todas partes; además Red tenía miedo de encontrarse con él, que podía estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad. Cuando salieron a la carretera todavía estaba oscuro, pero ya se presentía el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los pájaros comenzaban a piar, inseguros y soñolientos, la penumbra nocturna estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios distantes. Desde allí venía una brisa húmeda y fría. Redrick dejó a Burbridge en el recodo de la ruta y cruzó el pavimento como una gran araña negra. No tardó en hallar el jeep; apartó las ramas que cubrían los paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces. Allí estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocándose las piernas con la otra. - ¡Apúrate! Apúrate, las rodillas, todavía tengo rodillas. ¡Si al menos pudiera salvar las rodillas! Redrick lo levantó y lo arrojó por sobre su costado, hacia el asiento trasero. Burbridge aterrizó allí con un gruñido, pero sin soltar la bolsa. Redrick recogió el impermeable de rayas grises y lo cubrió con él. Burbridge logró incluso quitarse el saco. Red sacó una linterna y revisó el recodo en busca de huellas. No había muchas. El jeep había aplastado algunos pastos altos al salir a la carretera, pero la hierba se volvería a erguir en un par de horas. Había una enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el patrullero. Al verlas, Redrick recordó que tenía ganas de fumar. Encendió un cigarrillo, aunque más aun deseaba salir de allí lo antes posible. Pero todavía no podría hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia. - ¿Qué pasa? - gimió Burbridge desde el auto -. Todavía no volcaste el agua y los aparejos de pesca están secos. ¿Qué espera? ¡Vamos, esconde el botín! - ¡Cállate! ¡No me molestes! Iremos hacia los suburbios del sur. - ¿Qué suburbios? ¿Estás loco? ¡Me arruinarás las rodillas, hijo de puta! ¡Las rodillas! Redrick dio una última chupada y guardó la colilla en la caja de fósforos. - No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad. Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrán por lo menos una vez. - ¿Y qué? - En cuanto te vean los pies se acabó la juerga. - ¿Qué hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimé las piernas, eso es todo. - ¿Y si te las palpan? - Que las palpen. Gritaré tanto que no volverán a palpar, una pierna en su vida. Pero Redrick ya estaba decidido. Levantó el asiento del conductor, con la linterna encendida; abrió un compartimiento secreto y dijo: - A ver, dame eso. El tanque de nafta que tenían bajo el asiento era falso. Redrick tomó la bolsa y la puso dentro, prestando atención a los tintineos que se oían en ella. - No quiero correr ningún riesgo - murmuró -. No tengo derecho. Volvió a poner la tapa, la cubrió con basuras y trapos y colocó nuevamente el asiento. Burbridge gemía, gruñía, le suplicaba que se apurara y le prometía la Bola Dorada. Agitándose en el asiento, miraba ansiosamente los rayos de luz, cada vez más intensos. Redrick no le prestó atención; abrió la bolsa plástica llena de agua, que contenía un pez, y volcó el agua sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echó en el canasto. Después dobló la bolsa de plástico y se la guardó en el bolsillo. Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvían de una salida no muy provechosa. Se instaló al volante y puso el motor en marcha. No encendió las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se extendía aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la derecha, de vez en cuando, alguna cabaña abandonada, con las ventanas claveteadas y la pintura saltada. Redrick veía bien en la oscuridad; además, de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte él sabía que vendría. Así que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto, caminando a paso rítmico, ni siquiera aminoró la marcha. Se encorvó sobre el volante. Él caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie, se dirigía hacia la ciudad. Redrick lo dejó a la izquierda y aceleró. - ¡Madre Santa! - murmuró Burbridge desde el asiento trasero -. Red, ¿viste eso? - Sí. - ¡Dios! ¡Justo lo que nos faltaba! Y de pronto Burbridge empezó a rezar en voz alta. - ¡Cállate! - le gritó Redrick. La curva tenía que estar allí, muy cerca. Redrick aminoró la marcha, buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la derecha. La vieja cabaña del transformador, la pértiga con los soportes, el puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El coche viró con una sacudida. - ¿Adónde vas? - gimió Burbridge -. ¡Me vas a arruinar las piernas, hijo de puta! Redrick se volvió por un segundo y le asestó una bofetada en la cara barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optó por guardar silencio. El coche se sacudía mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia de esa noche. Redrick encendió las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbía. Ya no prometía nada más. Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no comprendía más que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas y su querido Artie. Al fin calló. La aldea se extendía a lo largo del borde occidental de la ciudad. En otros tiempos había allí casas de verano, jardines, huertas y las mansiones de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeños lagos y limpias playas de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y la contaminación de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo abandonado. Sólo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada; en la ventana se veía una luz amarilla a través de las cortinas corridas, en la soga había ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitó furiosamente contra el vehículo, para perseguirlo a través del barro que lanzaban las ruedas. Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagó el motor. Después se bajó para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge, con las manos metidas en los bolsillos húmedos del mameluco. Ya estaba claro. Todo, a su alrededor, seguía húmedo, silencioso y soñoliento. Observó la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veía claramente el puesto de policía: una pequeña casa rodante con tres ventanas iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacío. Redrick siguió observando por un rato. No se veía actividad en el puesto de policía; los vigilantes quizás habían sentido frío y cansancio durante la noche y se estaban calentando en la casa rodante, soñando sobre los cigarrillos que les colgaban del labio inferior. "Qué esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. Buscó la manopla de bronce que tenía en el bolsillo y deslizó los dedos en los anillos, apretando el metal frío en el puño; acurrucado aún para protegerse del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocedió. El jeep, ligeramente desviado hacia un lado, había quedado entre los arbustos; era un sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie había estado por allí en los últimos diez años. Cuando Redrick llegó hasta el vehículo, Burbridge se incorporó para mirarlo, boquiabierto. Parecía más viejo. aún, arrugado, calvo, sin afeitar y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo Burbridge dijo claramente: - El mapa... todas las trampas, todas... La hallarás: no tendrás por qué arrepentirte. Redrick lo escuchó sin moverse. Al fin aflojó los dedos y dejó que la manopla de bronce cayera en su bolsillo. - Bueno. Te limitarás a quedarte allí acostado, como si estuvieras sin conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen. Se instaló tras el volante y puso el jeep en marcha. Todo salió bien. Nadie salió de la casa rodante para detenerlos; pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tránsito y haciendo las señales debidas. Después Redrick aceleró y puso rumbo al centro por la parte sur. Eran las seis de la mañana. Las calles estaban vacías; el pavimento, mojado y brillante, negro; los semáforos parpadeaban solitarios e inútiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panadería, de ventanas altas y bien iluminadas; Redrick se sintió envuelto en una ola de olor a pan recién horneado, cálido, increíblemente delicioso. - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los músculos entumecidos, - apretando las manos contra el volante. - ¿Qué? - preguntó Burbridge, asustado. - Dije que estoy muerto de hambre. ¿Adónde vamos? ¿A casa o directamente al Matasanos? - Al Matasanos, y pronto - vociferó Burbridge, inclinándose hacia adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -. Derecho a la casa de él. ¡Vamos! Todavía me debe setecientos. ¿Vas a manejar más rápido o no? Pareces una tortuga. Impotente, enojado, se