lanzó en una serie de insultos, jadeos y protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestó; no tenía tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad. Quería terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de acudir a la cita en el Metropole. Viró en la calle 17, siguió dos cuadras y estacionó frente a una casa particular de dos plantas, de color gris. Fue el mismo Matasanos quien abrió la puerta. Acababa de levantarse e iba camino al baño, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba en un vaso los dientes postizos; tenía el pelo despeinado y grandes círculos oscuros bajo los ojos. - ¡Ah, Red! ¿Cómo estás? - Ponte los dientes y vamos. - Ajá. Le señaló la sala de espera con un gesto de la cabeza y salió corriendo hacia el baño, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allí preguntó: - ¿Quién fue? - Burbridge. - ¿Qué tiene? - Las... piernas. Redrick oyó correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayó y rodó por el piso de mosaicos del baño. Se dejó caer en un sillón, exhausto, y encendió un cigarrillo. La sala de espera parecía muy agradable. El Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y promocionado, con mucha influencia en los círculos médicos, tanto de la ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. Obtenía nuevos conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos hasta entonces. Además ganaba gloria y fama como único médico del planeta especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacía asco al dinero, y en grandes cantidades menos todavía. - ¿Qué es lo que le pasa en las piernas, específicamente? - preguntó, saliendo del bajo con un toallón al cuello, con una esquina del cual se secaba cuidadosamente los sensibles dedos. - Cayó en la jalea. El Matasanos soltó un silbido. - Bueno, se acabó Burbridge. Qué pena; era un merodeador famoso. - No importa - observó Redrick, recostándose en el sillón -, le harás piernas artificiales y con ellas podrá volver a la Zona. - De acuerdo. El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregó: - Un momento, voy a vestirme. Mientras se vestía hizo un llamado, probablemente a su clínica para que prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguía inmóvil en la silla, fumando. Sólo se movió una vez, para sacar su petaca. Bebió pequeños sorbos, porque sólo quedaba un poquito en el fondo. Trató de no pensar en nada, de esperar, simplemente. Después fueron hasta el coche; Redrick ocupó el asiento del conductor y el Matasanos se sentó junto a él. Inmediatamente se inclinó hacia el asiento trasero para palpar las piernas de Burbridge. Éste, sumiso e intimidado, murmuró patéticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez de su difunta esposa y de sus hijos, rogándole que le salvara por lo menos las rodillas. Cuando llegaron a la clínica el Matasanos estalló en maldiciones al ver que no había enfermeros esperándolos a la entrada; saltó del coche antes de que éste se detuviera y corrió hacia el interior. Redrick encendió otro cigarrillo. Burbridge habló súbitamente, con claridad y calma, en completa calma, al fin, según parecía: - Quisiste matarme. No lo olvidaré. - Pero no te maté - replicó Redrick. - No, no me mataste. Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregó: - Eso también lo recordaré. - Ajá. Claro, tú no habrías tratado de matarme - observó Red, volviéndose para mirarlo -. Me habrías abandonado allí, sin más. Me habrías dejado en la Zona. Me habrías tirado al agua, como a Cuatro-Ojos. El viejo movía nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrío: - Cuatro-Ojos se mató solo. Yo no tuve nada que ver con eso. - Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, dándole la espalda -. Grandísimo hijo de puta. Los enfermeros, soñolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada, desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezó y bostezó, mientras ellos extraían trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo tendían en la camilla. El viejo se mantuvo inmóvil, con las manos unidas sobre el pecho, mirando al cielo con resignación. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraño. Era el último de los viejos merodeadores que habían comenzado a buscar tesoros inmediatamente después de la Visitación, cuando la Zona no se llamaba todavía Zona, cuando no había institutos, ni muros, ni fuerzas de las Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periódicos. En aquella época Redrick tenía sólo diez años; Burbridge era aún fuerte y ágil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos; aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y siguió pegándole hasta que ella murió. Redrick dio la vuelta con el coche y voló hacia su casa, sin prestar atención a los semáforos, virando en las esquinas en ángulos cerrados y alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. Estacionó frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a él desde el parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no caminara sobre el suelo, sino sobre estiércol líquido. - Buenos días - dijo cortésmente Redrick. El encargado se detuvo a medio metro de él, apuntando el pulgar hacia atrás por sobre el hombro. - ¿Eso es obra suya? - Preguntó. Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el día. - ¿De qué me habla? - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgó? - Sí. - ¿Para qué? Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado lo siguió. - Le pregunté por qué colgó esas hamacas. ¿Quién se lo pidió? - Mi hija - respondió él, tranquilamente, mientras hacia correr la puerta hacia atrás. - No le estoy preguntando por su hija - exclamó el otro, alzando la voz -. Ésa es otra cuestión. Le pregunto quién le dio permiso. Quién le dejó adueñarse del parque. Redrick se volvió hacia él y le miró fijamente el puente de la nariz, pálido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrás y dijo, más aplacado: - Además no ha pintado la terraza, Cuántas veces tengo que decirle que... - No me moleste. No pienso mudarme. Volvió a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante vio que tenía los nudillos muy blancos. Entonces se asomó por la ventanilla y dijo, ya sin poder dominarse: - Pero si me obligan a mudarme será mejor que rece, miserable. Metió el coche en el garaje, encendió la luz y cerró la puerta. Después sacó el botín del tanque falso, acomodó el vehículo, puso la bolsa en un viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavía húmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregó el pescado que Burbridge había comprado por la noche en un negocio de los suburbios. Finalmente volvió a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla aplastada se había pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick la quitó; era de cigarrillos suecos. Después de pensarlo un momento la guardó en la caja de fósforos. Ya tenía tres colillas allí. No encontró a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta, pero ésta se abrió de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. Entró de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergió en la calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echó los brazos al cuello y se quedó inmóvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick sintió que el corazón de su mujer palpitaba locamente, aun a través del mameluco y de la camisa gruesa. No la apresuró; esperó, pacientemente, a que ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que estaba. - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca. Lo soltó y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada. - En un minuto te prepararé el café - dijo desde adentro. - Traje un poco de pescado - replicó él, fingiendo un tono liviano y alegre -. ¿Por qué no lo fríes? Estoy muerto de hambre. Ella volvió, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejó el canasto en el suelo, la ayudó a sacar la red con el pescado y llevarla hasta la cocina, para echar el pescado en la pileta. - Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estará listo. - ¿Cómo está Monita? - pregunta él, quitándose las botas. - Se pasó la tarde parloteando. Apenas conseguí acostarla. No deja de preguntar dónde está papá, dónde está papá. No puede vivir sin su papá. Se movía con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa. Hervía el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba impregnado con el regocijante aroma del café recién preparado. Redrick caminó descalzo hasta el vestíbulo y recogió el canasto para llevarlo a la despensa. Después miró hacia el dormitorio. Monita dormía pacíficamente, con la sábana arrugada colgando hasta el suelo y el camisón enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente. Redrick no pudo resistir la tentación de acariciarle la espalda cubierta de cálido pelaje dorado; por milésima vez se maravilló ante el espesor y la suavidad de aquella piel. Habría querido levantarla, pero tenía miedo de despertarla; además estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de Zona. Volvió a la cocina y se sentó a la mesa. - Sírveme una taza de café. Me lavaré después. Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas había una verdadera pila), y el grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres", número 56. Redrick tomó la jarrita de café humeante que le tendía Guta y tomó los Informes. Marcas y símbolos, una especie de cianotipos y fotografías de objetos conocidos, tomadas desde ángulos raros. Otro artículo póstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de la Trampa Magnética Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro; debajo, en letras muy pequeñas, decía: Doctor Kirill A. Panov, URSS, trágicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick arrojó el diario a un lado, sorbió un poco de café, quemándose la boca, y preguntó: - ¿Vino alguien? Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina. - Estuvo Gutalin - respondió finalmente -. Vino borracho como una cuba; lo desperté un poco. - ¿Y Monita? - No quería dejarlo ir, por supuesto. Empezó a gritar. Pero le dije que el tío Gutalin no se sentía muy bien, entonces me dijo: "Gutalin está otra vez todo roto". Redrick se echó a reír y tomó otro sorbo. Después preguntó otra cosa. - ¿Y los vecinos? Guta volvió a vacilar antes de responder. - Como siempre - dijo. - Bueno, no me cuentes. - ¡Bah! - exclamó ella, agitando la mano en señal de disgusto -. La mujer de abajo me golpeó la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados; tartamudeaba del enojo, qué por que serruchamos en el baño en medio de la noche. - Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no sería mejor que nos mudáramos? ¿Que compráramos una casa en el campo, donde no haya nadie, alguna cabaña vieja, abandonada? - ¿Y Monita? - Dios mío, ¿no crees que nosotros dos nos bastaríamos para hacerla feliz? Guta meneó la cabeza. - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de ellos que... - No, no es culpa de ellos. - No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamó. No dejó mensaje. Le dije que habías salido a pescar. - Redrick dejó la jarrita y se levantó. - Okey. Me voy a bañar. Tengo un montón de cosas que hacer. Se encerró en el baño, arrojó las ropas al balde y colocó en el estante las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los cigarrillos. Pasó largo rato girando bajo el agua hirviente, frotándose el cuerpo con una esponja áspera hasta que le quedó rojo brillante. Después cerró la ducha y se sentó en el borde de la bañera, fumando. Las cañerías borboteaban; Guta hacía ruido de platos en la cocina. En seguida se sintió olor a pescado frito. Guta llamó a la puerta; le traía ropa interior limpia. - Apúrate - indicó -. El pescado se está enfriando. Ya había vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios. Redrick rió entre dientes mientras se vestía, es decir, mientras se ponía los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa. - Ahora puedo comer - dijo, sentándose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa interior en el balde? - Ajá - respondió él, con la boca llena -. Qué pescado rico. - ¿Le pusiste agua? - Nooo, lo siento, señor; no lo haré más, señor. ¿Quieres sentarte y quedarte quieta? ¡Bueno, no! La tomó por la mano y trató de atraerla hasta sus rodillas, pero ella se apartó y tomó asiento frente a él. - Estás descuidando a tu marido - observó él, otra vez con la boca llena - ¿Te sientes demasiado remilgada? - Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacía, no un marido. Primero hay que llenarte. - ¿Y si pudiera? - preguntó Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes? - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa? Redrick, indeciso, jugueteó con el tenedor. - No, gracias. En seguida miró el reloj y se levantó. - Me voy. Prepárame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable. Camisa y corbata. Fue a la despensa, disfrutando la sensación del piso fresco bajo los pies descalzos y limpios, y cerró la puerta; en seguida empezó a poner sobre la mesa el botín que había traído. Dos vacíos. Una caja de alfileres. Nueve pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes, pero más liviana y dos centímetros más ancha, de metal blanco. Dieciséis gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas conservadas, del tamaño de un puño. Tres picapicas. Una jarra de arcilla carbonatada. Todavía quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa, cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocó. Siguió fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa. Después abrió un cajón y sacó una hoja de papel, un cabo de lápiz y una calculadora. Corrió el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribió número tras número, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas. Sumó las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dejó la colilla en un cenicero y abrió cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la hoja de papel. Éstos, bajo la luz eléctrica, eran ligeramente azulados, a veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. Tomó uno y lo apretó cuidadosamente entre el pulgar y el índice, con prudencia, para no pincharse. Apagó la luz y aguardó un momento, mientras se acostumbraba a la oscuridad. Pero el alfiler permaneció en silencio. Lo dejó y tomó otro, para apretarlo también. Nada. Apretó. un poco más, arriesgándose al pinchazo, y el alfiler habló: débiles relampagueos rojos corrieron por él; súbitamente fueron reemplazados por pulsaciones verdes más lentas. Redrick disfrutó por un rato de ese extraño juego de luces. Los Informes decían que tal vez esas luces significaran algo, quizá muy importante. Lo dejó aparte y tomó otro. Así probó setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El resto guardaba silencio. En realidad también ésos podían hablar, pero hacia falta una máquina especial, del tamaño de una mesa; con los dedos no bastaba. Redrick encendió la luz y agregó dos números más a su lista. Y sólo entonces decidió hacerlo. Metió las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacó un paquete suave que dejó sobre la mesa. Lo contempló largo rato, frotándose pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogió el lápiz, jugueteó con él entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volvió a dejarlos. Tomó otro cigarrillo y lo fumó hasta el final sin quitar los ojos del paquete. - ¡Qué diablos! - dijo al fin en voz alta, mientras volvía a guardar, el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya está. Basta. Juntó rápidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y volvió a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueño tal vez se le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar allá temprano y ver cómo estaba la situación. Se quitó los guantes, colgó el delantal y salió de la despensa sin apagar la luz. Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistió. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujió tras él; oyó una respiración pesada e hizo un gesto para no echarse a reír. - ¡Ja! - gritó una vocecita junto a él. Algo le agarró la pierna. - ¡Oh, oh! - exclamó Redrick, cayendo hacia atrás, sobre la cama. Monita, riendo y chillando, trepó inmediatamente sobre él. Lo pisoteó, le tiró del pelo y lo anegó con un interminable chorro de noticias. Willy, el hijo del vecino, le había arrancado una pierna a su muñequita. Había un gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no había hecho caso a la mamá y se había metido en la Zona. Había cenado gachas de avena y jalea. Tío Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta lloraba. ¿Y por qué no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qué no había dormido mamá en toda la noche? ¿Por qué tenemos cinco dedos y sólo dos manos y nada más que una nariz? Redrick abrazó cautelosamente a aquella criatura cálida que trepaba por él; miró aquellos ojos enormes y oscuros, sin parte blanca, y frotó la mejilla contra la otra mejilla regordete, cubierta de sedoso pelaje dorado. - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeña Monita, tú. El teléfono sonó junto a su oído. Levantó el tubo. - Escucho. Silencio. - ¡Hola! ¡Hola! No hubo respuesta. Se oyó un chasquido y después tonos cortos y repetidos. Redrick se levantó, dejó a Monita en el suelo y se puso la chaqueta y los pantalones, sin prestarle más atención. Monita charlaba sin cesar, pero él se limitó a sonreír mecánicamente, con gesto distraído. Al fin ella anunció que papá se había tragado la lengua y lo dejó en paz. Redrick volvió a la despensa, puso en un portafolios todo lo que había sobre la mesa y fue al baño a buscar sus manoplas de bronce; volvió a la despensa, tomó el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la otra; salió, cerró con llave y llamó a Guta. - Me voy. - ¿Cuándo vuelves? - preguntó Guta, saliendo de la cocina. Se había arreglado el pelo y estaba maquillada. También había cambiado la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo, de color azul brillante. - Te llamaré - respondió él, observándola. Se le acercó y la besó en el escote. - Será mejor que te vayas - dijo ella, suavemente. - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimió Monita, metiéndose entre los dos. Él tuvo que inclinarse más aún. Guta lo miraba fijamente. - Tonterías - dijo Red -. No te preocupes. Te llamaré. En el rellano, un piso más abajo, vio que un gordo en pijama a rayas luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su departamento llegaba un olor cálido y agrio. Redrick se detuvo. - Buen día. El gordo lo miró cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando algo. - Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No sé qué dijo de que serruchábamos. Debe haber un malentendido. - ¿Y a mí qué? - dijo el del pijama. - Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosiguió Red -. Si los molestamos, le pido disculpas. - Yo no dije nada. Haga lo que quiera. - Bueno, me alegro. Redrick salió, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincón y lo cubrió con un asiento viejo. Después observó su obra y salió a la calle. No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar después el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al Metropole, como de costumbre, había una brillante hilera de coches con brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban maletas al hotel; había también gente de aspecto extranjero, en grupos de a dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mármol. Redrick decidió no entrar todavía. Se puso cómodo bajo el toldo del pequeño bar de enfrente; pidió café y encendió un cigarrillo. A medio metro de su mesa había dos agentes secretos de la fuerza de policía internacional; comían a toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebían cerveza en grandes vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrío devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puño; había dejado el casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el respaldo del asiento. No había más clientes que ésos. La camarera, una mujer de cierta edad a quien Redrick no conocía, bostezaba tras el mostrador, cubriéndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte. Redrick vio que Richard Noonan salía del hotel masticando algo y acomodándose el sombrero suave. Bajaba enérgicamente los escalones, rosado, bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, recién bañado y seguro de que el día no le acarrearía disgustos. Se despidió de alguien con un ademán, se echó el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzó hacia su Peugeot. El Peugeot de Dick también era regordete, bajito, recién lavado y seguro, al parecer, de que el día no le acarrearía disgustos. Redrick se cubrió a cara con la mano para observar a Noonan, que subió apresuradamente, se acomodó en el asiento delantero y pasé algo al de atrás; en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo retrovisor. El Peugeot expelió una nube de humo azul, tocó la bocina para alertar a un africano que vestía su traje típico y bajó garbosamente hacia la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendría que virar alrededor de la fuente y pasar por el café. Ya era demasiado tarde para marcharse, de modo que Redrick se cubrió completamente la cara y se inclinó sobre la taza. No sirvió de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su mismo oído, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamó: - ¡Eh, Schuhart! ¡Red! Redrick lanzó un juramento en voz baja y levantó los ojos. Noonan venía hacia él con la mano extendida, sonriente. - ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la madrugada? - le dijo al acercarse. Y agregó, volviéndose a la camarera: - Gracias, señora, no voy a pedir nada. Hace mil años que no te veo, hombre. ¿Dónde estabas? ¿En qué andas? - En nada especial - respondió Redrick, a desgano -. Cosas sin importancia. Noonan se instaló en la silla opuesta, apartó hacia un lado el vaso con las servilletas y hacia otro el plato de sándwiches, y se lanzó en su cháchara. - Te veo un poco pálido. ¿No duermes bien? Te diré que últimamente estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automáticos, pero no dejo de dormir lo necesario, eso sí que no. Los automáticos se pueden ir al cuerno. De pronto echó una mirada a su alrededor y agregó: - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto? - No, no - dijo mansamente Redrick -. Tenía un poco de tiempo libre y se me ocurrió tomar un café, eso es todo. - Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye, Red, ¿por qué no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto? Sabes que te aceptarían cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso? Hay uno nuevo. Red meneó la cabeza. - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Además no tengo nada que hacer en tu Instituto. Ahora es todo automático; tienen robots que van a la Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzaría ni para cigarrillos. - Todo eso se puede arreglar. - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la vida y pienso seguir así. - Te has vuelto muy orgulloso - observó Noonan, con tono de acusación. - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos. - Creo que tienes razón - dijo el otro distraído. Miró el portafolios de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotó la plaquita de plata con letras cirílicas impresas. - Tienes razón - reconoció -, hace faltar tener plata para no estar preocupándose siempre por ella. ¿Éste es regalo de Kirill? - Lo recibí en herencia. ¿Cómo es que ya no te veo por el Borscht? - Eres tú el que no va - contraatacó Noonan -. Yo almuerzo allí casi todos los días. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple hamburguesa. De pronto agregó: - Oye, ¿cómo andas de dinero? - ¿Quieres un préstamo? - No, precisamente lo contrario. - ¿Quieres prestarme dinero? - Tengo trabajo. - ¡Oh, Dios! - exclamó Redrick -. ¡Tú también! - ¿Quién más? - preguntó Noonan. - Hay montones de... contratistas. Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echó a reír. - No, no se trata de tu especialidad. - ¿De qué, entonces? Noonan volvió a mirar el reloj. - Hagamos una cosa - dijo, levantándose -. Ven a almorzar al Borscht, a eso de las dos, y hablaremos. - Tal vez no haya terminado a esa hora. - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo? - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez. Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludó con la mano y volvió a su Peugeot. Redrick lo siguió con la vista, llamó a la camarera, pagó la cuenta y compró un atado de Lucky Strike; después se dirigió lentamente hacia el hotel, con su portafolios. El sol ya quemaba; la calle se había puesto rápidamente sofocante. Sintió una sensación de quemadura bajo los párpados. Parpadeó con fuerza; era una lástima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto. Y en ese momento ocurrió. Nunca había experimentado algo así fuera de la Zona. Y en la Zona misma, sólo dos o tres veces. Tenía la impresión de estar en un mundo distinto. Un millón de olores se precipitó bruscamente sobre él: ásperos, dulces, metálicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y complejos como mecanismos de relojería, enormes como casas y diminutos como partículas de polvo. El aire se tornó duro, echó filos, esquinas y superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rígidos, pirámides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y él tenla que avanzar a través de todo aquello, abriéndose camino en sueños, como por un negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. Duró sólo un instante. Abrió los ojos y todo había desaparecido. No era un mundo distinto: era este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para comprenderla. Se oyó un bocinazo colérico; Redrick caminó más y más rápido, hasta echar a correr en dirección al muro del Metropole. El corazón le palpitaba enloquecido. Dejó el portafolios en la acera y abrió, impaciente, el atado de cigarrillos. Encendió uno, aspiró profundamente y descansó, como si acabara de librar una pelea. Un policía se detuvo junto a él, preguntando: - ¿Necesita ayuda, don? - N... no - logró pronunciar Redrick, y tosió -. Es que hace un calor sofocante. - ¿Puedo llevarlo a alguna parte? Redrick recogió el portafolios. - Todo está bien, muy bien, amigo. Gracias. Se dirigió rápidamente hacia la entrada, subió los peldaños y entró al vestíbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habría gustado sentarse un rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento, pero ya era tarde. Se permitió acabar el cigarrillo mientras observaba a la multitud con los ojos entornados. Ahí estaba Huesos, hojeando irritado las revistas del puesto. Redrick arrojó la colilla al cenicero y se acercó al ascensor. No logró cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonándose en el interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmático; una señora muy perfumada con un muchachito gruñón que comía chocolate; una anciana corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedó apretado en un rincón. Cerró los ojos, tratando de olvidar al niño, su cara era fresca y limpia, sin un solo vello. Y trató también de olvidar a la madre, que chorreaba saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el abultado, esclerótica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo trató de encender un cigarrillo, pero la vieja inició un ataque contra él que siguió hasta el piso quinto, donde se bajó. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo encendió un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero echó a toser y a sacudiese en cuanto aspiró el humo, estirando los labios como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick. Éste se bajó en el octavo y recorrió el pasillo, de gruesa alfombra, coquetamente iluminado por lámparas ocultas. Olía a tabaco caro, perfume francés, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y cigarreras de oro macizo. Hedía a todo eso, al hongo asqueroso que crecía en la Zona, bebía en la Zona, comía, explotaba y engordaba en la Zona sin importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasaría después, cuando estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abrió la puerta del 874 sin llamar. Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo cierto rito con un cigarro. Aún seguía en pijama; el pelo ralo, todavía húmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla sido bien afeitada. - Ajá - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesía de los reyes. ¡Buen día, joven! Terminó de despuntar el cigarro, lo tomó con ambas manos y se lo pasó por debajo de la nariz. - ¿Dónde está el bueno de Burbridge? - preguntó, levantando al fin la vista. Tenía ojos claros, azules, angelicales. Redrick dejó el portafolios sobre el sofá, se sentó y sacó sus cigarrillos. - Burbridge no vendrá. - El bueno de Burbridge - repitió Ronco, tomando el cigarro entre dos dedos para llevárselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le están jugando feo. Seguía mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abrió ligeramente y entró Huesos. - ¿Con quién hablabas? - preguntó desde el vano. - Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el suelo. Huesos hundió las manos en los bolsillos y se aproximó un poco más, marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pájaro. - Te lo hemos dicho cien veces - reprochó a Redrick, deteniéndose ante él -: nada de contactos antes de una reunión. ¿Y qué haces? - Digo hola. ¿Y tú? Ronco rió. Huesos estaba irritable. - Hola, hola, hola. Apartó la mirada incriminatoria de Redrick y se dejó caer en el sofá, a su lado. - No puedes comportarte así - prosiguió -. ¿Me entiendes? ¡No puedes! - En ese caso encontrémonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie. - El muchacho tiene razón - intervino Ronco -. El error es nuestro. ¿Quién era ese hombre? - Richard Noonan. Representa a algunas compañías proveedoras del Instituto. Vive aquí, en el hotel. - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos. Tomó un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad, lo miró dubitativamente y volvió a ponerlo en la mesa. - ¿Dónde está Burbridge? - preguntó Ronco en tono amistoso. - Burbridge sonó. Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada. - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron? Redrick no respondió de inmediato; primero aspiró larga y lentamente el humo de su cigarrillo; después arrojó la colilla al suelo. - No se preocupen, no hay peligro. Está en el hospital. - ¡Y te parece que no hay peligro! - exclamó Huesos nervioso. Se levantó de un salto y fue hacia la ventana. - ¿En qué hospital? - preguntó. - No te preocupes, todo está en orden. Vamos al grano. Tengo sueño. - ¿En qué hospital, concretamente? - volvió a preguntar Huesos, irritado. - Ya te lo he dicho - replicó Redrick, levantando su portafolios -. ¿Hacemos negocio o no hacemos negocio? - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente. Bajó de un brinco, sorprendentemente ágil, barrió todas las revistas y los periódicos que habla en la mesa ratona y se sentó frente a ella, apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas. - Muestra lo que traes. Redrick abrió el portafolios, sacó la lista de precios y la puso sobre la mesa, ante Ronco. Éste le echó una mirada y la apartó de un papirotazo. Huesos, de pie tras él, empezó a leerla por sobre su hombro. - Ésa es la cuenta - explicó Redrick. - Ya veo. Quiero ver la mercadería - dijo Ronco. - La plata. - ¿Qué es esto de argolla? - preguntó Huesos, suspicaz, señalando un artículo de la lista por sobre el hombro de Ronco. Redrick no respondió. Sostenía el portafolios abierto sobre las rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin Ronco rió entre dientes. - Por qué será que te quiero tanto, hijo mío - murmuró -. Después dicen que el amor a primera vista no existe. Suspiró dramáticamente y agregó: - Phil, compañero, ¿cómo dicen los de aquí? Saca el rollo y pásale unos cuantos billetes... Y dame un fósforo. Ya ves. Y agitó el cigarro ante él. Phil, el Huesos, murmuró algo en voz baja, le arrojó una cajetilla de fósforos y pasó al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyó hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decía algo de moscas y bocas cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguía mirando a Redrick con una sonrisa helada en los labios delgados y pálidos. El merodeador, con la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin parpadear, aunque le ardían los párpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos volvió con tres fajos; los arrojó sobré la mesa y se sentó, ofendido. Redrick alargó perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicó, con un gesto, que esperara; arrancó las fajas de los billetes y las guardó en el bolsillo del pijama. - Veamos ahora. Redrick tomó el dinero y se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentó su mercadería. Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botín y verificaran cada artículo con la lista. La habitación estaba silenciosa no se oía más que la pesada respiración de Ronco y un repiqueteo proveniente del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un vaso. Cuando Redrick cerró el portafolios, haciendo chasquear el cierre, Ronco levantó los ojos. - ¿Y lo más importante? - No es posible. Meditó un instante y agregó: - Por ahora. - Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿Qué dices tú, Phil? - Nos estás echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz -. Por qué tanto misterio, es lo que quiero saber. - Eso es inevitable: negocios secretos - respondió Redrick -. La nuestra es una profesión arriesgada. - Bueno, bueno - exclamó Ronco -. ¿Dónde está la cámara? - ¡Demonios! - barbotó Redrick, rascándose la mejilla, sintiendo que se le subía el color a la cara -. Lo siento, la olvidé. - ¿Allá? - preguntó Ronco, haciendo un vago ademán con el cigarro. - No recuerdo. Probablemente allá. Redrick cerró los ojos y se recostó en el sofá. En seguida agregó: - No. La olvidé por completo, - Qué desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso? - No, ni siquiera - respondió Redrick, tristemente -. Ése es el asunto. No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayó en la jalea y tuve que volver atrás en seguida. Puedes estar seguro de que me habría acordado si la hubiera visto. - ¡Eh, Hugh, mira esto! - susurró Huesos, asustado -. ¿Qué es esto? Extendió el índice derecho. La argolla de metal blanco giraba velozmente en torno a él. Huesos la miraba con ojos desorbitados. - ¡No para! - dijo en voz alta, apartando por un segundo la mirada para clavarla en Ronco. - ¿Cómo que no para? - preguntó éste cautelosamente, apartándose. - Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomás, y lleva un minuto girando sin parar. Huesos se levantó de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y se precipitó detrás de la cortina. La argolla plateada giraba fácilmente frente a él, como un trompo. - ¿Qué diablos has traído? - preguntó Ronco. - ¡Dios lo sabe! No tenía idea. De haberlo sabido, habría pedido más. Ronco lo miró fijamente. Después se levantó y pasó también del otro lado de la cortina. Inmediatamente se oyó un parloteo. Redrick tomó una de las revistas caídas y la hojeó. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero en ese momento le daban asco. Recorrió la habitación con la mirada, buscando algo para beber. Después sacó el fajo del bolsillo interior y contó los billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contó el otro. Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvió Ronco. - Tienes suerte, hijo - anunció, sentándose una vez más frente a Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo? - No, nunca estudié eso. - Ni falta te hace - replicó Ronco, mientras sacaba otro fajo -. Ahí tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te daré dos fajos como ése. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una condición: que nadie sepa de esto, salvo tú y yo. ¿De acuerdo? Redrick se guardó silenciosamente el dinero en el bolsillo. - Me voy - dijo, levantándose - ¿Cuándo y dónde la próxima vez? Ronco también se levantó. - Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las nueve y las nueve y media de la mañana. Te darán saludos de Phil y de Hugh y concertarán una cita contigo. Redrick asintió y se encaminó hacia la puerta. Ronco lo siguió y le puso una mano en el hombro. - Quiero que me entiendas - agregó -. Todo esto está muy lindo, encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. Devuélvenos la cámara, pero con la película expuesta, y el envase, pero no vacío: lleno. Y no necesitarás volver a la Zona nunca más. Redrick se sacó del hombro aquella mano, abrió la puerta y salió. Caminó si