tro espacio. Valentine suspiró profundamente y concluyó: - En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen aplicación alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista puramente científico son de una importancia fundamental. Son respuestas que nos han caído del cielo antes de que pudiéramos plantearnos las preguntas. Tal vez Sir Isaac no habría podido desentrañar los Láser, pero al menos habría comprendido que son posibles y eso habría tenido una gran influencia en su criterio científico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia de objetos tales como las trampas magnéticas, el K-23 y el anillo blanco ha invalidado muchas de nuestras teorías recientes, para aportar ideas completamente nuevas. Y todavía hay un tercer grupo. - Sí - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderías. - No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categoría. Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sólo conocimientos de oídas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices, para venderlas Dios sabe a quién, o para esconderlas. Cosas de las que nadie habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La Máquina de los deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres. - ¡Un momento! ¿Qué es todo eso? Lo de la máquina de los deseos más o menos lo imagino, pero... Valentine se echó a reír. - Ya ve que también nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial. Dick el Vagabundo... es el hipotético osito a cuerda que hace estragos en la vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se produce en algunos sectores de la Zona. - Primera vez que los oigo nombrar. - ¿Comprende, Richard? Hace veinte años que escarbamos en la Zona, pero todavía no sabemos ni la milésima parte de lo que contiene. Y si vamos a hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propósito, al parecer vamos a tener que agregar otra categoría, un cuarto grupo. No de objetos, sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo que a mí atañe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos. - Los zombies - propuso Noonan. - ¿Qué? Oh, no, eso es meramente enigmático. Cómo le diré... Es algo que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar súbitamente, sin motivos; fenómenos ni físicos ni biológicos. - Ah, se refiere a los emigrantes. - Exactamente. La estadística es una ciencia muy precisa, como usted sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Además es una ciencia elocuente y bella. Valentine parecía estar achispado. Hablaba más alto, se le subido el color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos ahumados, convirtiéndole la frente en una tabla de lavar. - Me gustan los abstemios - dijo Noonan. - ¡No se me salga del tema! - dijo Valentine -. Oiga, ¿qué puedo decirle? Es muy extraño. Alzó la copa, bebió la mitad de un solo trago y prosiguió. - No sabemos qué pasó con los pobres Harmonitas en el momento de la Visitación, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el más típico de los hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a Detroit, digamos. Abre una peluquería. Y entonces empieza el baile. El noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un año: en accidentes de tránsito, cayéndose por cualquier ventana, víctimas de mafioso o asaltantes, ahogándose en aguas playas, etcétera, etcétera. En Detroit y sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de las Zonas. El número de catástrofes es directamente proporcional al número de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. Además hay que hacer notar que esa reacción se produce sólo ante la presencia de emigrantes que vivían aquí en el momento de la Visitación. Quienes nacieron después de ella no influyen sobre las estadísticas de accidentes y desastres. Usted lleva diez años viviendo aquí, pero se mudó después de la Visitación; no habría problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿Cómo se explica esto? ¿Qué debemos descartar, las estadísticas o el sentido común? Valentine tomó su vaso y terminó la bebida de un trago. Richard Noonan se rascó la cabeza. - Humm, sí. Ya había oído hablar de eso, claro, pero... este... pensé que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada... - O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le interrumpió Valentine. Se quitó los anteojos y miró a Noonan con ojos oscuros y miopes. - Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona sufre cambios, fenotípicos y genotípicos. Ya sabe usted qué clase de hijos pueden tener los merodeadores, y sabe también qué les pasa a ellos mismos. ¿Por qué? ¿Dónde está el factor de mutación? En la Zona no hay radiación. Aunque el aire y el suelo tienen allí una estructura química particular, no presentan ningún peligro de mutación. ¿Qué debo hacer en esas circunstancias? ¿Creer en brujerías, en el mal de ojo? - Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho más los cadáveres revividos que sus estadísticas. Especialmente porque nunca he visto las estadísticas, pero a los zombies sí... y los he olido. Valentine descartó aquella afirmación con un gesto de la mano. - Zombies, bah. Tendría que darle vergüenza, Richard. Después de todo, usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadáveres. Son moldeados, reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquíes. Y le aseguro que, desde el punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son más sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los así-así violan la primera ley de la termodinámica y los moldeados violan la segunda. Todos somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar nada más Espantoso que un fantasma. Pero la violación a la ley de casualidad es mucho más espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los monstruos, de Rubinstein. ¿O era...? - Frankenstein. - Ah, sí, Frankenstein. La señora Shalley. La esposa del poeta. O la hija, De pronto se echó a reír, y agregó: - Nuestros moldeados poseen una extraña propiedad: posibilidad de vida autónoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones fisiológicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contó un ayudante de laboratorio de Boyd. Valentine soltó una estruendoso carcajada. - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntó Noonan, echando una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender. - Vamos. Valentine intentó meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que tomarlos con las dos manos para ponérselos sobre la cara. - ¿Tiene coche? - preguntó. - SI; lo llevo. Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban con curiosidad a aquel físico de fama internacional. Ya en la puerta se le cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron sendos manotazos para atajarlos. - Mañana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe, murmuró Valentine mientras subía al automóvil. Pasó a describir el experimento. Noonan lo llevó hacia el complejo de ciencias. Ellos también tienen miedo, pensaba al volver al coche. También los tragalibros están asustados, Y así debe ser. Ellos tendrían que estar más asustados que todos nosotros untos, la gente común. Nosotros no entendemos nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a él. Se les estruja el corazón, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrán volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la vista, por decirlo así. Bueno, tal vez así debe ser. Que todo siga su curso, que nosotros seguiremos el nuestro. Él tenía razón: el acto más heroico de la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun así él mandaría a los visitantes al demonio, si pudiera. Por qué no hicieron el picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. Inútiles sin corazón, como todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. Así que hicieron un picnic. Un picnic. ¿Cuál es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?, pensó, mientras conducía lentamente por las calles mojadas y llenas de luz. ¿Cuál es el modo más inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en mecánica. ¿Para qué diablos sirve ese estúpido diploma de ingeniero si ni siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta? Estacionó el coche frente a la casa donde vivía Redrick Schuhart y se quedó sentado, planeando el modo de abrir la conversación. Después retiró el así-así y bajó del auto. Recién entonces notó que la casa parecía deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no había nadie en el parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordó lo que estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensó en la posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con él en el coche o en algún bar tranquilo, pero rechazó la idea por muchos motivos. Además, se dijo, no es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas del barco que se hunde. Entró por la puerta principal y subió lentamente las escaleras polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos olían a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisó el pelo, aspiró profundamente y tocó el timbre. Por un rato no hubo ruido alguno del otro lado; al cabo crujió el piso, giró la cerradura y la puerta se abrió silenciosamente. Noonan no había oído los pasos. En el vano apareció Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante emergía del vestíbulo, y al principio Noonan sólo pudo ver la silueta oscura de la niña. Notó lo mucho que había crecido en los últimos meses, pero en seguida ella dio un paso atrás, hacia el vestíbulo, con lo cual la cara le quedó a la vista. Noonan sintió la garganta seca por un segundo. - Hola, María - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -. ¿Cómo estás, Monita? Ella no respondió. Retrocedió silenciosamente hacia el living, mirándolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir verdad, tampoco él podía reconocerla. Es la Zona, pensó. Maldición. - ¿Quién es? - preguntó Guta, asomándose desde la cocina -. ¡Dios mío, es Dick! ¿Dónde te habías metido? ¿Sabes? ¡Redrick ha vuelto! Corrió hacia él secándose las manos con el repasador que le colgaba del hombro. Todavía era hermosa, enérgica, fuerte, pero se la notaba fatigada; la cara le había adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? Él le dio un beso en la mejilla y le entregó el sombrero y el impermeable. - Disculpa, disculpa, pero no tenía tiempo para venir. ¿Está aquí? - Está - replicó Guta -. Está con alguien, pero supongo que se irá pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick. Él dio varios pasos por el vestíbulo y se detuvo en la puerta del living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. Inmóvil, ligeramente inclinado. La luz rosada de la lámpara le caía sobre la cara ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos, sin brillo. Noonan percibió inmediatamente el olor. Sabía que era sólo imaginación, que el olor duraba sólo unos pocos días antes de desaparecer por completo, pero Richard Noonan lo percibió con la memoria: el olor fétido y denso de la tierra removida. - Podemos ir a la cocina - se apresuró a decir Guta -. Estoy preparando la comida. Así podremos charlar. - ¡Claro, por supuesto! - respondió él, animadamente -. No has olvidado que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad? Pasaron a la cocina. Guta abrió la heladera mientras Noonan se sentaba a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y brillante; en las hornallas había cacerolas humeantes. La cocina era nueva, semiautomática; eso quería decir que en la casa había dinero. - Bueno, dime cómo está - preguntó. - Igual. Perdió peso en la cárcel, pero ya lo estoy engordando. - ¿Sigue pelirrojo? - ¡Por supuesto! - ¿Y de pocas pulgas? - ¡Qué te parece! Lo será hasta el día de su muerte. - Guta le alcanzó un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecía flotar en la capa de jugo de tomate. - ¿Demasiado? - No, está justo. Noonan bajó el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que tomaba en todo el día. - Ahora me siento mejor - dijo. - Y tú, ¿andas bien? - preguntó Guta -. ¿Por qué pasaste tanto tiempo sin venir? - Esos malditos negocios. Todas las semanas quería llegarme hasta aquí o por lo menos llamar por teléfono, pero primero tuve que ir a Rexópolis; después hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick había vuelto; pensé que sería mejor dejarlos solos por unos días. Realmente, estoy enloquecido, Guta, A veces me pregunto para qué diablos corro tanto. Para hacer dinero, pero para qué quiero dinero si no hago más que correr haciéndolo. Guta tapó las ollas con gran estruendo, sacó un atado de cigarrillos del estante y se sentó a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos. Noonan buscó su encendedor y le dio fuego. Y una vez más, por segunda vez en su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algún dinero. Ella tuvo muchos problemas al principio; no disponía de un centavo, ni tenía en el vecindario quien le prestara. De pronto empezó a disponer de dinero, y en grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenía una idea bastante aproximada con respecto al origen, pero siguió visitándola. Llevaba dulces y juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando café con Guta, planeando una vida nueva y feliz para Redrick. Después de haberla escuchado iba a la casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razón; explicaba, sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpía en amenazas: "Saben que Red va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servía de nada. - ¿Cómo está tu novia? - preguntó Guta. - ¿Qué novia? - La que vino contigo aquella vez, esa rubia. - ¡Ésa no era mi novia! Era mi secretaria. Se casó y renunció. - Tendrías que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna muchacha? Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca más. - Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protestó -. ¿Por qué no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavía se acuerda de ti. - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle. - ¡No me digas! - exclamó Noonan, fingiendo sorpresa -. ¡Ese Harris! - ¡Dios! Nunca lo pude tragar. Mi único problema era que Red se enterara. Monita entró silenciosamente y se demoró junto a la puerta. Miró las cacerolas, miró a Richard y finalmente se arrimó a su madre para recostarse contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado. - ¿Qué tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate? Sacó del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plástico y la tendió a la niña. Ella no se movió. Guta tomó la barra y la dejó sobre la mesa. Tenía los labios pálidos. - Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? Prosiguió él, siempre animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto. - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya. Él se interrumpió, levantó el vaso con ambas manos y lo hizo girar distraídamente. - No has preguntado cómo nos va - continuó ella -. Y tienes razón. Pero eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo no hay forma de guardar ese secreto. - ¿La han llevado a un médico? - preguntó él, sin levantar la vista. - Sí. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo... Guta se interrumpió. También él guardó silencio. No había nada que decir y tampoco quería pensar en eso. De pronto se le ocurrió una idea horrible: era una invasión. No se trataba de un picnic junto al camino ni de un preludio al Contacto, sino de una invasión. Como no pueden cambiarnos a nosotros, pensó, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a su imagen y semejanza. Sintió un escalofrío, pero entonces recordó que había leído algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se sintió mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es nunca como uno imagina. - Uno de ellos dijo que ya no es humana. - Tonterías - replicó Noonan con voz hueca -. Tendrían que ver a un buen especialista. ¿Por qué no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo puedo hablarle y combinar una cita. - ¿Te refieres al Matasanos? - Preguntó ella, riendo nerviosamente -. Gracias, no te molestes. Él fue quien dijo eso. Creo que es el destino. Cuando Noonan se atrevió a levantar la vista, Monita se había ido y Guta permanecía inmóvil, con la boca entreabierta y los ojos vacíos; en la punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. Él empujó el vaso hacia ella. - Prepárame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco. Cayó la ceniza. Guta buscó el cenicero para dejar la colilla; acabó por arrojarla en el tacho de la basura. - Por qué, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha gente más mala que nosotros. Noonan creyó que estaba por llorar, pero no fue así. Ella abrió la heladera, sacó el vodka y el jugo y tomó otro vaso del armario. - No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo conexiones muy importantes, Guta, créeme. Haré todo lo que pueda. Lo decía sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de los conocidos que tenía en diversas ciudades; le parecía haber oído hablar de casos similares que habían terminado bien. Sólo hacía falta recordar dónde era y de qué médico se trataba. Pero entonces recordó al señor Lemehen, y recordó también por qué se había hecho amigo de Guta, y no quiso pensar más en todo eso. Borró todos sus pensamientos sobre conexiones, se acomodé en la silla y se relajó para esperar su copa. Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el vestíbulo. Después, la voz más que repulsiva de Cuervo Burbridge. - ¡Eh, Red! Parece que tu querida Guta tiene visitas. Veo un sombrero. Yo que tú no los dejaría solos. Y la voz de Red: - Ten cuidado con tu pierna ortopédica, Cuervo. Y cierra la boca. Allí tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar. - ¡Diablos, ni siquiera se puede hacer un chiste! - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete. Chasqueó la cerradura y las voces se oyeron más apagadas. Al parecer habían salido al vestíbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick replicó: - ¡Bueno, basta, ya hemos hablado! Más gruñidos de Burbridge y la áspera respuesta de Red: - ¡Dije que basta! Un portazo y pasos en el vestíbulo, rápidos y firmes. Redrick Schuhart apareció en la puerta de la cocina. Noonan se levantó para saludarlo con un cálido apretón de manos. - Estaba seguro de que eras tú - dijo Redrick, mientras sus ojos verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -. ¡Aumentaste de peso, gordo! Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja, prepara uno para mí también. Tengo que alcanzarlos. - Todavía no hemos comenzado. ¿Quién se te puede adelantar? Redrick rió ásperamente y palmeó a su amigo en el hombro. - ¡Ahora veremos quién alcanza a quién! A ver, vamos, ¿qué estamos haciendo aquí, en la cocina? Guta, trae la cena. Abrió la heladera y volvió con una botella de etiqueta brillante. - ¡Nos daremos un festín! - anunció -. Hay que tratar como a un rey a nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compañeros cuando lo necesitan. Aunque nunca sirvió de nada. Es una lástima que Gutalin no esté aquí. - ¿Por qué no lo llamas? - sugirió Noonan. Redrick meneó la roja cabeza. - Las líneas de teléfono todavía no llegan adonde él está esta noche. Vamos. Fue al living y plantó la botella sobre la mesa. - ¡Vamos a celebrar, papá! - dijo al anciano inmóvil -. ¡Aquí está Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papá, Schuhart padre. Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonrió de oreja a oreja, agitó la mano y dijo, mirando al moldeado: - Encantado de conocerlo, señor Schuhart. ¿Cómo le va? En seguida se dirigió a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar, diciendo: - Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy brevemente, claro. - Siéntate - le dijo Redrick, señalando la silla opuesta al viejo -. Si quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada. Sacó vasos, abrió rápidamente la botella y se volvió hacia Noonan. - Sirve tú. Para papá un poquito apenas; cúbrele el fondo. Noonan se tomó su tiempo para servir. El viejo seguía en la misma posición, mirando fijamente la pared. Tampoco reaccionó cuando Noonan le arrimó el vaso. Éste ya se habla adaptado a la nueva situación. Era como un juego, terrible y patético. Red era quien lo jugaba y él lo siguió, como había seguido el juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patéticos, vergonzosos y en algunos casos, mucho más peligrosos que aquél. Redrick levantó el vaso y dijo: - Bueno, ¿empezamos? Noonan asintió con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con los ojos brillantes, siguió hablando en aquel tono excitado y ligeramente artificioso. - ¡Así es, hermano! La cárcel puede olvidarse de mi. ¡Si supieras qué bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeño chalet para mí, nuevo, con jardín... Tan lindo como el de Cuervo. Sabrás que quería emigrar; lo había decidido cuando estaba en la cárcel. Qué estaba haciendo en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mí. Pero cuando volví me esperaba una sorpresa: ¡Habían prohibido la emigración! ¿Es que en los últimos dos años nos ha atacado la peste? Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbía su whisky e intercalaba alguna exclamación de simpatía o cualquier pregunta retórica. Después empezó a preguntarle sobre su chalet: de qué clase era, dónde estaba, cuánto costaba. Y discutieron. Noonan insistía en que era caro y en que no estaba bien ubicado. Sacó la libreta de direcciones, la hojeó y le dio direcciones de chalets abandonados que se vendían por chauchas y palitos. Y las reparaciones le saldrían casi gratuitas, pues podía solicitar el permiso de emigración para que se lo negaran y le dieran la indemnización. Con eso pagaría los arreglos. - Veo que tú también estás en el asunto de la no emigración. - Estoy un poco en todo - replicó Noonan, guiñado el ojo. - Lo sé, lo sé, nos hemos enterado de tus asuntos. El amigo dilató los ojos en ademán de sorpresa y se llevó un dedo a los labios, señalando hacia la cocina con la cabeza. - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no tiene nombre, eso ya lo aprendí. ¡Pero poner a Mosul de gerente! ¡Casi me caigo de la risa cuando me enteré! Es como meter un elefante en un bazar. Es un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos. Se quedó callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzó la cara. Noonan notó, sorprendido, la expresión de ternura, de auténtico y sincero amor en aquella máscara encallecida. Mientras lo observaba recordó lo que había pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos jóvenes, atléticos y todo, y un médico del hospital municipal con dos enfermeros forzudos y corpulentos, de ésos a quienes se encarga llevar las camillas pesadas y dominar a los pacientes histéricos. Uno de los ayudantes dijo más tarde que "ese pelirrojo", al principio, parecía no comprender de qué se trataba, ya que los dejó entrar al departamento para revisar al padre. Tal vez habría permitido que se lo llevaran, porque al parecer Redrick creía que lo iban a hospitalizar en observación. Pero esos idiotas de los enfermeros (que hasta entonces no habían hecho sino mirar a Guta, quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueció. Entonces el bobo del médico tuvo la mala idea de explicar de qué se trataba. Redrick lo escuchó por uno o dos minutos; súbitamente explotó sin previo aviso, corno una bomba de hidrógeno. El ayudante que contó el caso no recordaba cómo fue a parar a la calle. Aquel diablo rojo los bajó a los cinco por la escalera, sin que ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestíbulo como balas de cañón. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguía a los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. Después, al volver, rompió todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor había salido a la carrera al ver lo que estaba pasando. - Aprendí a preparar un cóctel nuevo - decía Redrick, mientras servía más whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Después de comer te prepararé uno. No es algo que se pueda tomar con el estómago vacío, hermano; es peligroso para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey. Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavía está a la sombra, ¿sabías? Bebió, se enjugó la boca con el dorso de la mano y preguntó en tono indiferente: - ¿Qué hay de nuevo en el Instituto? ¿Todavía no han dominado la jalea de brujas? Me he quedado un poco atrás con la ciencia. Noonan comprendió por qué sacaba el tema y alzó las manos con desesperación. - ¿Estás bromeando? ¿Sabes lo que pasó con esa jalea? ¿No has oído hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeño proveedor particular... Y consiguieron un poco de jalea. Le habló de la catástrofe. Le contó el misterioso hecho de que jamás hubieran podido atar cabos; no se sabía de dónde la había conseguido el laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraído, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza. Después sacudió decididamente la botella sobre los vasos. - Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojalá se les atraganto. Bebieron. Redrick contempló a su padre y la cara volvió a estremecérsele. - ¡Guta! - gritó -. ¿Quieres matarnos de hambre? Y agregó, dirigiéndose a Noonan: - Se está rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu ensalada favorita, con langosta. Había comprado un poco por las dudas vinieras. - Bueno. Cómo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que no consiguen mucho con ellos. Noonan se dedicó al tema del Instituto; mientras hablaba apareció Monita silenciosamente y se instaló ante la mesa, junto al anciano. Allí se quedó, con las zarpas peludas sobre la mesa. Después, como cualquier criatura, se recostó contra el moldeado y apoyó la cabeza sobre su hombro. Noonan siguió charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mío, ¿qué más? ¿Qué más tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabía que no bastaba. Sabía que millones y millones de personas no sabían nada ni querían saberlo, y aunque lo descubrieran no harían más que decir "¡Ooh!" y "¡Ahh!" durante cinco minutos; después volvería cada uno a su rutina. Decidió bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia. - ¿Por qué los miras tanto? - preguntó Redrick suavemente -. No tengas miedo, él no le hará daño. Dicen incluso que generan buena salud. - Sí, lo sé - dijo Noonan. Y vació su copa. En ese momento entró Guta, ordenó a Redrick que pusiera la mesa y dejó sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada favorita de Noonan. - Bueno, amigos - anunció Redrick -, ahora nos daremos un festín. 4. Redrick Schuhart, treinta y un años. El valle se había refrescado durante la noche; al amanecer hacía frío. Caminaban a lo largo del terraplén, pisando los durmientes podridos entre las vías herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El muchacho caminaba ágilmente, con alegría, como si nada supiera de la noche agotadora, de la tensión nerviosa que todavía le hacía doler las venas del cuerpo, ni de las dos horas terribles que habían pasado en la cima de la colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y desapareciera en la garganta. La niebla se espesaba a ambos lados del terraplén. De vez en cuando trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares había que caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olía a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplén, a putrefacción y moho. La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabía que estaban en una planicie ondulada, con cúmulos de desperdicios, y que había montañas ocultas en la penumbra, más allá. También sabía que al salir el sol, cuando la niebla se asentara en rocío, vería hacia la izquierda el helicóptero caído y hacia adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto. Entonces comenzaría el verdadero trabajo. Redrick deslizó una mano bajo la mochila y la levantó un poco, para que el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada, pensó; ¿cómo voy a arrastrarme con ella? Un kilómetro y medio en cuatro patas. Bueno, merodeador, a qué protestar ahora. Ya sabías en qué te estabas metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un esfuerzo. Quinientos mil, no está nada mal. Que me maten si la doy por menos. O si le doy a Cuervo más de treinta. ¿Y el novato? El novato no recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe nada." Volvió a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba rítmicamente. "Él se lo buscó", pensó Redrick, ceñudo. Él mismo. ¿Por qué insistió tanto en venir? ¿Con tanta desesperación? Temblaba, tenía los ojos llenos de lágrimas. "¡Lléveme, señor Schuhart! Muchos otros se ofrecieron a llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre... ¡Pero él ya no puede llevarme!". Redrick se obligó a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por eso empezó a pensar en la hermana de Arthur. Parecía increíble que esa mujer tan hermosa pudiera ser hechura plástica, un maniquí. Era como los botones que tenía su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos, semitransparentes y dorados; le daban ganas de metérselos en la boca para chuparlos, y en cada oportunidad sufría una terrible desilusión, pero siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que su memoria le decía. Volviendo a Arthur, pensó: Tal vez fue el padre el que me lo envió; mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce. Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona. No, todo esto es una estupidez. Éste no es el primero que me suplica lleno de lágrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese artefacto, todos traen revólveres la primera vez que entran a la Zona. La primera y la última. ¿Será realmente la última? Para ti, muchachito, lo es. Así son las cosas, Cuervo: la última para él. Sí, si hubieras sabido lo que pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho puré con las muletas. De pronto sintió que había algo hacia adelante; no muy lejos, a unos treinta o cuarenta metros. - Alto - dijo a Arthur. El muchacho, obediente, quedó hecho una estatua. Tenía buenos reflejos; se había detenido con un pie en el aire, y lo bajó lenta, cuidadosamente. Redrick se detuvo junto a él. Allí la huella descendía visiblemente y desaparecía por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo grande e inmóvil. Inocuo. Redrick olfateó el aire con cautela. Sí, inocuo. - Adelante - dijo en voz baja. Aguardó a que Arthur diera el primer paso y lo siguió. Por el rabillo del ojo podía observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la mejilla y la línea decidida de los labios bajo el bigote fino. La niebla los cubría hasta la cintura. Un momento después les llegó al cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones erguidos hacia adelante. - Allí están - dijo Redrick, quitándose la mochila -. Siéntate allí, donde estás. Pausa para un cigarrillo. Arthur le ayudó a bajar la mochila y se sentó junto a él, en los rieles herrumbrados. Redrick desabotonó uno de los bolsillos y sacó un paquete de sandwiches y un termo con café. Mientras el muchacho acomodaba los sandwiches sobre la mochila, él sacó su petaca, la abrió y tomó varios tragos lentos con los ojos cerrados. - ¿Quieres? - ofreció, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte coraje. Arthur, herido, sacudió la cabeza. - Para darme coraje no necesito eso, señor Schuhart. Preferiría café, sí puedo. Aquí hay una humedad espantosa, ¿no es cierto? - Hay humedad. Apartó la petaca y escogió un sandwich. - Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - verás que estamos rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles. Cerró el pico y se sirvió un poco de café. Estaba caliente, fuerte y dulce; era mejor que el alcohol. Tenía olor a hogar. A Guta. Y no solamente a Guta, sino a Guta en salto de cama, recién levantada, con las arrugas de la almohada todavía marcadas en la mejilla. ¿Por qué me meto en estas cosas?, pensé. Quinientos mil. ¿Para qué los necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata para no pensar en la plata, ésa es la verdad. Dick tenía razón. Tengo casa, tengo terreno, en Harmont no me faltaría trabajo. Cuervo me atrapó, me sedujo como a un inocente. - Señor Schuhart - dijo súbitamente Arthur, apartando la vista -, ¿usted cree que eso concede los deseos, de veras? - ¡Tonterías! - murmuró Redrick, distraído, mientras se quedaba inmóvil con la taza cerca de la boca -. ¿Cómo sabes qué es lo que vamos a buscar? Arthur sonrió, azorado; antes de responder se peinó con los dedos, tirándose del pelo. - ¡Bueno, lo adiviné! No recuerdo exactamente qué fue lo que me puso sobre la pista. Para empezar, papá se la pasaba hablando de la Bola Dorada, pero últimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y conozco muy bien a papá como para creer que ustedes son amigos. Además, en los últimos tiempos ha estado muy extraño. Arthur echó a reír y sacudió la cabeza, como si recordara algo. - Y en tercer lugar - agregó -, lo adiviné cuando probó con usted aquel pequeño dirigible, en el baldío. Dio una palmada sobre la mochila que contenía el globo, bien enrollado, y prosiguió: - Los seguí. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la conducían por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sé, la Bola dorada es el único objeto pesado que queda en la Zona. Mordió el sandwich y concluyó soñador, con la boca llena: - Lo que no entiendo es cómo piensan engancharla; ha de ser bien lisa. Redrick lo observó por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco que se parecían padre e hijo. No tenían nada, absolutamente nada en común; ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era áspera, quejosa, furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacía con un entusiasmo tal que era imposible ignorarlo. - Red - le había dicho entonces, inclinándose sobre la mesa -, sólo quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quién otro puede ir? ¡Debe ser lo más valioso de la Zona! ¿Y a quién le corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas? ¿Eh? Yo la encontré, ¡yo! ¿Cuántos de los nuestros cayeron allá? ¡Pero yo la encontré! Quería guardarla para mí; no se la daría a nadie, pero ya ves que ahora no puedo... No queda nadie más que tú. Llevé a montones de muchachitos allá, toda una escuela. Eso es lo que abrí: una escuela para enseñarles. Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sé si les faltan agallas o qué. Bueno, si no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrás. Me darás lo que te parezca; sé que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitó; quizá me las devuelva. - ¿Qué? - preguntó Redrick, saliendo de su ensueño. - Le preguntaba si le molesta que fume, señor Schuhart. - No, por supuesto. Fuma. Yo también voy a fumar uno. Tragó de golpe el resto del café y sacó un cigarrillo. Mientras lo encendía contempló la niebla, que se iba levantando. Está chiflado, pensó. Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta. Pero toda aquella charla había dejado un residuo, aunque no estaba seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se iba acumulando. Y si bien no comprendía de qué se trataba, aquello le estaba preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era fuerza. ¿Qué, entonces? Bueno, se dijo, mirémoslo desde este punto de vista; supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquí. Estaba listo para Irme, hasta había empacado, pero pasó algo; digamos que me arrestaron, ¿Sería malo eso? Por supuesto. ¿Por qué? ¿Por la pérdida de plata? No, no tiene nada que ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caería en las manos de Ronco y Huesos? Por allí estamos más cerca. Eso me dolería. Pero qué me importa, si al final son ellos los que se quedan con todo. - ¡Brrrr! - exclamó Arthur, estremeciéndose -. El frío se mete hasta los huesos. Señor Schuhart, ¿me daría un trago ahora? Redrick le alcanzó la petaca en silencio, mientras pensaba: No acepté en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las veintiuna acepté. No podía resistir más. Nuestra última conversación resultó breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrías echarle un vistazo, a pesar de todo?". Y lo miré a los ojos, que eran como lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "Déjamelo". Listo. Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo; y me sentía