retorció hasta convertirse en la cara sombría de Monita, cubierta de piel castaña, áspera. Se esforzó por recordar a Kirill, aquel hombre santo: sus movimientos rápidos y seguros, su risa, su voz, que prometía tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareció; pero en seguida explotó contra el sol una telaraña plateada y Kirill desapareció. En cambio aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su subconsciente quebraron la barrera que él intentaba crear a fuerza de voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenía entre los recuerdos, como si nunca hubiese visto más que caras feas y crueles. Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogía la información esencial: a la izquierda, a bastante distancia había un fantasma alegre sobre un montón de planchas; estaba quieto, agotado, así que al diablo con él; hacia la derecha había una ligera brisa, y pocos pasos más adelante vio una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. Parecía una estrella de mar (estaba lejos, no había peligro); bien en el centro, un pájaro aplastado; cosa extraña, puesto que los pájaros no solían sobrevolar la Zona. Allí, junto al sendero, había dos vacíos abandonados; tal vez Cuervo los había dejado al volver; el temor es más fuerte que la codicia. Lo vio todo y tomó debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartó veinte centímetros del camino, Redrick abrió la boca y lanzó una áspera advertencia, automáticamente. Una máquina, pensó. Me han convertido en una máquina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre el techo rojo de la cabina. Qué tonto fuiste, Cuervo, qué tonto, pensó Redrick. Eres inteligente, pero tonto. ¿Cómo se te ocurrió confiar en mí? Nos tratamos desde hace tanto tiempo que deberías conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que te estás poniendo viejo. Más torpe. Pero qué digo, si me he pasado la vida tratando con tontos. Y entonces imaginó la cara de Cuervo cuando descubriera que Arthur, su dulce Artie, sir único hijo varón, su orgullo y su alegría, había ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de algún novato prescindible. Imaginó aquella cara y se echó a reír. Cuando Arthur volvió el rostro asustado para mirarlo, siguió riendo y le indicó por señas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la conciencia otra vez, como imágenes en una pantalla. Había que cambiarlo todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: había que cambiar cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente. Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendía a la cantera y se quedó inmóvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos, estirando el largo cuello. Redrick se reunió con él. Pero no miraba en la misma dirección que Arthur. Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta muchos años antes por las ruedas de los vehículos pesados. Hacia la derecha había una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro había una aplanadora; la pala caída golpeaba impotente contra el costado de la ruta. Era de esperar: no había nada más sobre la ruta, con excepción de las estalactitas negras y retorcidas, que parecían velas gruesas colgadas de los bordes dentados de la cuesta, y un montón de manchas oscuras en el polvo, como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso. Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar cuántos hablan sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de los deseos de Cuervo. Aquél de allá era Cuervo, volviendo sano y salvo del sótano del Complejo Nº 7. Aquélla, la más grande, era Cuervo sacando de la Zona el imán contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel carámbano era la lujuriosa Dina Burbridge, ¡que no se parecía ni a la madre ni al padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, también distinto de la madre y del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegría. - ¡Lo conseguimos! - exclamó Arthur, ya en el delirio -. Señor Schuhart, después de todo lo conseguimos, ¿no es cierto? Soltó una carcajada de felicidad, se agachó y golpeó la tierra con los puños, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudió ridículamente, arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sólo entonces miró Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo expulsara de aquella nube en donde había logrado refugiarse, abandonándolo nuevamente en la mugre. No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado opuesto de la cantera, cómodamente instalada entre los montones de rocas. Aun desde allí se veía lo voluminosa y pesada que era, lo sólidamente plantada que estaba en su lugar. Nada en ella podía llevar a la desilusión o a las dudas, pero tampoco inspiraba muchas esperanzas. Por algún motivo, el primer pensamiento de Redrick fue que quizás fuera hueca y que debía estar caliente por su situación, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podía elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas. Permanecía en el mismo sitio donde había caído. Tal vez había rodado desde algún bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se había perdido durante algún juego entre titanes. El caso es que no parecía cuidadosamente instalada allí, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona: los vacíos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la Visitación. Pero al mismo tiempo tenía algo especial. Cuanto más la miraba más claramente comprendía que era agradable de mirar, que le gustaría acercarse a ella, palparla... Y súbitamente se le ocurrió que sería lindo, tal vez, sentarse junto a ella, o mejor aún, recostarse en la bola, cerrar los ojos y pensar, recordar, tal vez perderse en ensoñaciones, amodorrándose, descansando... Arthur se levantó de un salto, abrió a tirones todas las cremalleras de su chaqueta, se la quitó y la arrojó a los pies, levantando una nube de polvo blanco. Gritaba algo, hacía gestos y agitaba los brazos. Al fin puso las manos detrás de la espalda y se lanzó cuesta abajo, bailando una jiga. Ya no miraba a Redrick. Se había olvidado de él, se había olvidado de todo. Bajaba para convertir sus sueños en realidad, los pequeños deseos secretos de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veía un centavo fuera de su asignación; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le sorprendían un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de gabinete y, en un futuro más distante, presidente de la nación. Redrick, entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observó en silencio. Permaneció calmo y frío. Sabía lo que iba a ocurrir y sabía que no sería capaz de mirar, pero que tenía todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo, sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito comenzaba a girar y a retorcerse, hundiéndole la aguda cabeza en el vientre. Y el muchacho seguía caminando hacia abajo, bailando una jiga, arrastrando los pies según su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco, bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas, con alegría, festivamente, algo que podía ser una canción o una fórmula mágica. Y Redrick pensó que, quizá por primera vez en la historia de la cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta. Al principio no escuchó lo que chillaba su clave parlante; al cabo alguna pieza, en su interior, echó a andar. Entonces oyó: - ¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera! ¡Que vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedará Insatisfecho! ¡Felicidad... gratuita! ¡Gratuita! Y de pronto quedó en silencio, como si un enorme puño le hubiera pegado en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los aires y lenta, muy lentamente, lo retorcía, tal como una lavandera retuerce su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caía de su espasmódica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera. Entonces le volvió la espalda y se sentó. Su cabeza estaba vacía de todo pensamiento; de algún modo había dejado de tener sensaciones. El silencio se espesaba en el aire, especialmente detrás de él, allá, en la ruta. Se acordó de su petaca, sin mayor alegría; era tan sólo una medicina y había llegado la hora de tomarla. Desenroscó la tapa y bebió a tragos muy medidos. Por primera vez habría deseado que esa petaca tuviera agua fresca y no licor. Pasó el tiempo. Empezó a tener pensamientos más o menos coherentes. Bueno, ya está, pensó, sin querer. La ruta está abierta. Ahora podía bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenía algunas cosas en qué pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado a hacerlo. ¿Y qué era "pensar", después de todo? Pensar quería decir encontrar una salida, aclarar un engaño, quitar la venda de los ojos de alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso. Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No, Red, no es así... Quiero decir, si, lo es, pero ¿qué significa eso? ¿Qué necesito? Eso es maldecir, no pensar. Un presentimiento terrible lo dejó helado. Salteó apresuradamente los muchos argumentos que aún tenía por delante y se dijo, enojado: Así son las cosas, Red, no podrás salir de aquí mientras no lo hayas comprendido; caerás muerto aquí, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldrás de aquí. Dios, ¿dónde están las palabras, dónde están mis pensamientos? (Se dio una palmada en la cabeza) ¡Nunca en mi vida he pensado! Un momento, un momento, Kirill solía decir algo así. ¡Kirill! Escarbó febrilmente entre sus recuerdos y las palabras subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada servía porque Kirill no había dejado palabras tras de sí. Había dejado imágenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables. Perversidad y traición. También esta vez me abandonan, me dejan mudo. Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me oyen? ¡En el futuro, de una vez por todas, tendrá que ser prohibido! El hombre nace para pensar (¡ahí está, al fin el viejo Kirill!). Lo que pasa es que no lo creo. No lo creía antes y tampoco lo creo ahora. Y no sé para qué nace el hombre. Yo nací. Por eso estoy aquí. La gente come lo que puede. Que todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo. ¿Quiénes somos nosotros y quiénes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a él le van mal las cosas es el único lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglará. ¡Dios, todo es una larga pelea! Me pasé la vida peleando con el capitán Quarterblad, y él se pasa la vida peleando con Ronco, y lo único que quiere de mi es que deje de merodear. Pero ¿cómo voy a dejar de merodear si tengo que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mí las cosas son más o menos así: cuando un hombre trabaja con ustedes está siempre trabajando para uno de ustedes y no es más que un esclavo. Y yo siempre quise depender de mí mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reírme de su aburrimiento y de su desesperación. Acabó hasta las heces del coñac y arrojó la petaca vacía contra el suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotó, centelleando bajo el sol, y salió rodando. En seguida se olvidó de ella. Se quedó allí sentado, cubriéndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no comprender, ver al menos siquiera en parte cómo deberían ser las cosas. Pero no veía más que las caras; caras, caras y más caras. Y billetes, botellas, montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de cifras. Sabía que era necesario destruir todo eso, y quería destruirlo, pero adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedaría sino la tierra desnuda y seca. En su frustración, en su desesperanza, sintió deseos de recostarse contra la bola. Se levantó, se sacudió automáticamente los pantalones e inició el descenso hacia el fondo de la cantera. El sol ardía. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberación, la bola parecía danzar en su sitio, como una boya entre las olas. Pasó junto a la pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no pisar las manchas. Y en seguida, hundiéndose entre el pedregullo, se arrastró a través de la cantera hacia la bola danzarina, guiñadora. Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrío le recorría el cuerpo. Temblaba como si recién saliera de una fuerte borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriándole entre los dientes. Había abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su letanía: Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las enseñaron. No sé cómo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me enseñaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos... omnisapientes... ¡bueno, adivínenlo! ¡Mírenme dentro del corazón! Sé que allí encontrarán cuanto necesitan. Tiene que ser. ¡Nunca vendí mi alma a nadie! Averigüen ustedes qué es lo que deseo... ¡No puede ser que desee algo malo! Maldición, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que él dijo... ¡Felicidad para todos, gratuita, y que nadie quede insatisfecho! FIN