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     TMtulo original: Piknik na obochone
     TraducciSn: Edith Zilli
     © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
     © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
     Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
     ISBN 145026-78
     EdiciSn electrSnica de Sadrac Julio de 2000
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     Es preciso sacar bueno de lo malo,
     Pues es todo cuanto se puede hacer.
     Robert Penn Warren


     De la entrevista realizada por el  enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NSbel de fMsica 19..

     -  Tengo  entendido,  doctor  Pilman, que su  primer descubrimiento  de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
     -  No lo creo.  El Foco Irradiador de Pilman no fue el  primero, ni fue
importante; ni  siquiera fue un descubrimiento.  Por otra parte tampoco  fue
del todo mMo.
     -  Debe estar  bromeando,  doctor. El Foco  Irradiador de Pilman es  un
concepto corriente hasta para los escolares.
     - Eso no me sorprende. SegZn  algunas fuentes, el  Foco  Irradiador  de
Pilman fue  descubierto por  un escolar.  Por  desgracia no recuerdo cSmo se
llamaba.  BZsquelo en la  Historia de la VisitaciSn, de  Stetson; allM  estA
descrito  con lujo  de  detalles.  il sostiene  que el foco  irradiador  fue
descubierto  por  un  escolar, que  fue un  estudiante  universitario  quien
publicS las coordenadas, pero que por alguna razSn desconocida, se le dio mi
nombre.
     -  SM,  con cualquier  descubrimiento pasan  cosas  sorprendentes.  ¿Le
molestarMa explicar a nuestros oyentes de quI se trata, doctor?
     - El  Foco  Irradiador  de Pilman es  la  cosa  mAs simple  del  mundo.
Supongamos  que hacemos girar un  globo enorme y disparamos balas contra Il.
Los agujeros de esas balas quedarAn marcados en  la  superficie en una suave
curva.  La  base  de  lo  que  para  usted  es mi primer  descubrimiento  de
importancia consiste en el simple hecho de que  las seis Zonas de VisitaciSn
estAn  dispuestas sobre  la  superficie  del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada  en algZn punto
de la lMnea Tierra-Deneb.  Deneb es la estrella Alfa en  la  constelaciSn de
Cygnus. El  punto espacial del que provienen los disparos, por asM  decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
     -  Gracias,  doctor ¡CompaYAeros harmonitas!
clara explicaciSn de  lo que es el Foco Irradiador de  Pilman!  A propSsito:
anteayer se cumplieron treinta aYAos de la VisitaciSn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
     - ¿Hay algo que le  interese en especial?  Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
     - Por  eso  mismo serA aZn mAs  interesante  saber  quI sintiS usted al
enterarse de  que  su  ciudad  natal  era el centro de una invasiSn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
     - Para serle sincero,  al principio pensI que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asM en nuestra pequeYAa Harmont. HabrMa sido mAs
plausible en Gobi o en Terranova.
     - Pero al fin tuvo que creerlo.
     - Ah sM, al fin...
     - ¿Y entonces?
     -  De  repente  se me ocurriS  que Harmont y las otras  cinco  zonas de
VisitaciSn... PerdSn, me  equivoco: por entonces  habMa  sSlo  otras  cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriS que todas entraban en una leve curva. CalculI
las coordenadas y las enviI a Naturaleza.
     - ¿Y no se preocupS en ningZn momento por la suerte de su ciudad natal?
     - La verdad  es  que  no. Vea, aunque yo habMa  llegado a  creer en  la
VisitaciSn, no  podMa  convencerme  de  que habMa  algo  de cierto  en  esos
informes  histIricos  sobre  barrios incendiados,  monstruos  que  devoraban
selectivamente sSlo a los viejos y a los  niYAos, batallas sangrientas  entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
     -  TenMa razSn.  Si  mal  no  recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciSn. Pero volvamos a la  ciencia. El  descubrimiento del
Foco  Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el Zltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciSn.
     - El primero y el Zltimo.
     - Pero  sin duda  usted se mantendrA  muy al tanto de  la investigaciSn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciSn.
     - SM. De vez en cuando leo los Informes.
     - ¿Se refiere  a los Informes  del Instituto Internacional  de Culturas
Extraterrestres?
     - SM.
     -  En su opiniSn, ¿cuAl  ha  sido el  descubrimiento mAs importante  en
estos Zltimos treinta aYAos?
     - La VisitaciSn en sM.
     - PerdSn, no comprendo.
     - La VisitaciSn, en sM, es el descubrimiento mAs importante, no sSlo de
los  Zltimos treinta aYAos, sino de  toda  la  historia  de la Humanidad.  No
importa tanto saber  quiInes fueron esos  visitantes. No  importa  saber  de
dSnde venMan, por quI vinieron, por quI se quedaron tan poco tiempo ni dSnde
estAn desde que se fueron de aquM;  lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo:  no  estamos solos en  el  universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jamAs tendrA la buena suerte de  hacer
un descubrimiento mAs fundamental que Ise.
     - Lo  que usted dice es  fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me  referMa   a  descubrimientos   y   progresos   de   Mndole  tIcnica.   A
descubrimientos y progresos que nuestros  cientMficos  y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. DespuIs de todo, muchos  cientMficos famosos
han  sugerido  que los descubrimientos  hechos  en  las  Zonas de VisitaciSn
podrMan cambiar todo el curso de nuestra historia.
     -  Bueno,  yo  no  estoy  de  acuerdo con  esa  opiniSn.  En  cuanto  a
descubrimientos,   especMficamente   hablando,   no   caen  dentro   de   mi
especialidad.
     - Sin embargo usted, desde hace dos aYAos, es asesor por el CanadA de la
comisiSn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciSn.
     -  SM,  pero no tengo nada  que ver  con  el  estudio de  las  culturas
extraterrestres.  En  la  ComisiSn,  mis  colegas y  yo  representamos a  la
comunidad  cientMfica  internacional  cuando  surgen  dilemas  al  poner  en
prActica  las  decisiones  de  las  Naciones  Unidas  con  respecto   a   la
internacionalizaciSn de las  Zonas. Dicho en otros tIrminos: nuestra funciSn
es ver  que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
     - ¿Hay alguien mAs que se interese por esos tesoros?
     - SM.
     -
     - No sI quI es eso.
     - AsM llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al  alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiSn.
     - Comprendo. Pero no, eso no estA dentro de nuestra jurisdicciSn.
     - Por supuesto, es cosa de la policMa. Pero me gustarMa saber quI es lo
que cae dentro de su jurisdicciSn, doctor Pilman.
     - Hay una constante  pIrdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciSn que  caen  en  manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pIrdidas.
     - ¿PodrMa explicarse mejor, doctor?
     - ¿Por quI no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a  los oyentes  les
interesarMa conocer mi opiniSn sobre el incomparable Godi M|ller?
     -
cientMfica. Como cientMfico,  ¿no le gustarMa tener un  contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
     - ¿CSmo le dirI? Supongo que sM.
     - En ese caso, ¿podemos esperar  que un buen dMa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
     - Puede ser.

     1. Redrick Schuhart,  veintitrIs aYAos, soltero, ayudante de laboratorio
en   la   divisiSn   Harmont   del  instituto  internacional   de   culturas
extraterrestres.

     La noche  anterior,  Il  y  yo  estuvimos  en  el  depSsito. Ya  estaba
anocheciendo; yo  podMa tirar el guardapolvo e ir a  Borscht, a echar  una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguMa  allM, sosteniendo  la
pared, con el  trabajo  terminado y un  cigarrillo en la  mano.  Me morMa de
ganas  de fumar; hacMa dos horas que no echaba una pitada. Y Il no dejaba de
dar  vueltas con todo aquello. Ya habMa llenado, cerrado y  sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la  otra; sacaba los vacMos del transportador,
los  examinaba uno  por uno  desde  todos  lados (y  eran bien pesados,  los
malditos;  como  siete  kilos  cada  uno)   y  despuIs   volvMa  a  ponerlos
cuidadosamente en el estante.
     Se habMa pasado la vida peleando con esos vacMos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni  para  sM.  En su lugar  yo habrMa
mandado todo  al diablo desde hacMa  rato  para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo  mismo. Claro que  si uno  lo piensa  bien, un vacMo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrMa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme  cada vez que veo uno.  Son sSlo dos
discos de cobre, del tamaYAo  de un platito  y de medio centMmetro de grosor,
mAs o  menos, separados por  una distancia de  cuarenta y cinco centMmetros.
Nada  mAs.  Nada, absolutamente, sSlo espacio vacMo. Uno puede pasar la mano
por  el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo  deja tan fuera de combate;
no hay mAs  que vacMo  y vacMo; aire  puro.  Claro,  tiene que  haber alguna
fuerza  entre los  dos,  segZn  creo,  porque  no  se  los  puede  juntar ni
separarlos mAs de lo que estAn.
     La verdad, compaYAeros, es difMcil describMrselos  a  alguien que no los
haya visto.  Son  demasiado  simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno  termina retorciIndose  los  dedos  y diciendo  malas  palabras  por  la
frustraciSn.  Okey, supongamos que lo han entendido; para  los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier nZmero hay un artMculo
sobre los vacMos, con fotos y todo.
     Kirill llevaba casi un  aYAo rompiIndose los  sesos con  los vacMos,  yo
habMa trabajado con Il desde el principio, pero todavMa no estaba muy seguro
de  lo que querMa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba  mucho por
descubrirlo. Que primero  lo descubriera  Il solo;  despuIs,  a lo mejor, yo
harMa  la  prueba.  Por  el  momento  sSlo entendMa una cosa:  Kirill querMa
averiguar, a  toda  costa, cSmo funcionaban esos  vacMos;  los perforaba con
Acidos, los estrujaba  en  la prensa, los  ponMa a  fundir en el  horno. AsM
comprenderMa todo y  lo  llenarMan de  vMtores y  de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerMa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavMa no habMa  llegado a  nada y ya  estaba  agotado. Andaba  como gris y
callado, con ojos de perro enfermo,  hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de  otro, yo lo habrMa emborrachado de lo  lindo y lo habrMa puesto en manos
de  alguna chica experta para  que lo desenredara.  Y a la maYAana  lo habrMa
vuelto a  emborrachar y a  mandarlo  con  otra fulana.  En  un semana,
nuevo!: los  ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servMan. Ni siquiera valMa la pena sugerirlo: no era de esos.
     AsM  que estAbamos en el depSsito.  Yo  lo  observaba,  viendo  quI mal
andaba, cSmo se le habMan hundido los ojos, y sentM mAs lAstima por Il de la
que habMa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidM... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
     - Oye - dije -, Kirill...
     AllM  estaba,  con  el Zltimo  vacMo en la balanza,  como  si estuviera
dispuesto a trepar sobre Il.
     - EscZchame - dije -.
eh?
     - ¿Un vacMo lleno? - replicS, con cara de no entender.
     - SM, Tu trampa hidromagnItica, cSmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
     Vi que empezaba a entender. Me  mirS, parpadeS, y un destello de razSn,
como a Il le gustaba decir, surgiS tras las lAgrimas de perro.
     - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como Iste, pero lleno?
     - SM, eso es lo que digo.
     - ¿DSnde?
     Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
     - Vamos a fumar un cigarrillo.
     MetiS el vacMo en la  caja  fuerte,  golpeS  la puerta con fuerza y  la
cerrS con  tres vueltas  y media de llave; despuIs volvimos al  laboratorio.
Ernest paga  cuatrocientos  al  contado por  un vacMo vacMo;  podrMa haberle
sacado hasta la Zltima gota de jugo por uno lleno, grandMsimo hijo  de puta;
pero crIase o no, ni siquiera me pasS por la cabeza, porque Kirill volvMa  a
la vida ante mis ojos. BajS los  escalones de a cuatro  por vez, sin dejarme
siquiera terminar  el  cigarrillo. Le contI todo: cSmo era,  dSnde  estaba y
cuAl era la mejor  manera de llegar  hasta allM.  il sacS un  mapa, buscS la
ubicaciSn del  garaje y me lo  indicS con el dedo, Inmediatamente se imaginS
que era yo, por supuesto; ¿cSmo no iba a entender?
     - QuI perro eres - dijo,  sonriendo  -.  Bueno,  vamos  a  buscarlo. Lo
primero que haremos a la maYAana. PedirI los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
     - De acuerdo - dije -. ¿QuiIn serA el tercero?
     - ¿Para quI queremos un tercero?
     - Oh, no - exclamI -. iste no es un picnic con seYAoritas. ¿Y si te pasa
algo? EstA en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
     il soltS una risa breve y se encogiS de hombros.
     - Como quieras. Sabes mAs que yo de esto.
     ¡SM, seguro! Claro  que sSlo estaba tratando de seguirme la  corriente.
Por lo que a Il  concernMa, el  tercero no harMa mAs que estorbar. Si Mbamos
los dos solos todo saldrMa bien. nadie sospecharMa nada sobre mM. Pero habMa
un inconveniente: los  del Instituto no entraban  de a dos en la  Zona.  Las
reglas indican que dos  trabajen mientras un  tercero  mira, para que  pueda
hablar cuando le pregunten, mAs tarde.
     - Por mi parte llevarMa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo  mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
     - No -  dije -. Cualquiera  menos Austin. Puedes  llevar a  Austin otra
vez, ¿eh?
     Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardMa, pero
creo que estA condenado. Era algo que no podMa explicar a  Kirill,  pero  lo
sentMa. El  hombre  cree que conoce  y  entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que  pronto  va a  estirar la  pata.  Que  vaya,  pero no conmigo,
gracias.
     - Bueno, estA bien. ¿QuI te parece Tender?
     Tender era su segundo ayudante. Uno  de esos tipos callados. que no  se
meten con nadie.
     - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
     - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
     - Bueno. Llevemos a Tender.
     Mientras Il  se abocaba  al estudio del  mapa, yo  fui  directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenMa la garganta seca.
     A la maYAana lleguI al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y  mostrI el pase. El guardia de  turno era ese polaco larguirucho al que le
rompM el alma el aYAo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
     -
     Lo parI en seco, muy cortIsmente.
     -  ¿QuI  es eso de  "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbIcil.
     -
     Yo estaba muy nervioso  por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantI por la correa del pecho y le dije claramente quI
opinaba de Il y de quiIn descendMa por la rama materna. EscupiS en el suelo,
me devolviS el pase y dijo, sin mAs amabilidades:
     - Redrick Schuhart, tiene Srdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capitAn Herzog.
     - AsM  me gusta  mAs  - dije -.  Por  ahM andamos. Siga  es forzAndose,
sargento; aZn puede llegar a teniente.
     Pero  mientras  tanto  pensaba quI novedad era aquIlla.  ¿Para  quI  me
querrMa el  capitAn Herzog  durante el  horario de trabajo?  Bueno, fui y me
presentI.
     Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las  ventanas,  justo  como  una  comisarMa.  Willy   estaba  sentado  a  su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a  mAquina no sI quI jerigonza. Un
sargentito revolvMa el  interior  del archivo metAlico,  en  el rincSn;  era
nuevo; yo no lo conocMa. En el Instituto hay mAs sargentos que en el cuartel
de policMa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
     - Hola - dije -. ¿Me llamaba?
     Willy me mirS sin verme, se apartS de la  mAquina de escribir,  dejS un
pesado archivo sobre el escritorio y empezS a revisar el contenido.
     - ¿Redrick Schuhart?
     - El mismo - respondM.
     Por dentro me subMa una risa nerviosa  todo era muy  extraYAo. No  podMa
evitarlo:
     - ¿CuAnto hace que estA en el Instituto?
     - Dos aYAos y pico.
     - ¿Tiene familia?
     - Soy solo - respondM -. HuIrfano.
     En seguida se volviS hacia el sargento y ordenS, en tono severo:
     -  Sargento Lummer,  vaya a  los archivos  y  traiga la carpeta  nZmero
ciento cincuenta.
     El sargento hizo la venia y desapareciS. Mientras tanto  Willy cerrS el
archivo con un golpe y preguntS, ceYAudo:
     - ¿Ha vuelto a las andadas?
     - ¿QuI andadas?
     - Ya sabe a quI andadas  me  refiero. AquM  hay informaciSn nueva sobre
usted.
     "AjA", pensI.
     - ¿De dSnde?
     il frunciS el ceYAo y golpeS la pipa contra el cenicero, irritado.
     - Eso no le importa - dijo -. Se  lo  advierto  como si fuera un  viejo
amigo: deje eso, dIjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsarAn del  Instituto definitivamente,
entiIndalo.
     - Entiendo - dije -. Eso  lo entiendo. Lo que no entiendo  es quiIn fue
el malnacido que pasS el dato.
     Pero  ya  habMa  dejado de mirarme;  seguMa chupando  la pipa  vacMa  y
hojeando  las fichas del  archivo.  Con  eso estoy diciendo  que el sargento
Lummer habMa vuelto trayendo la carpeta nZmero ciento cincuenta.
     -  Gracias Schuhart  - dijo  el capitAn  Willy Herzog, tambiIn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querMa aclarar. Puede irse.
     VolvM al vestuario, me puse el  guardapolvo  y me animI. No podMa dejar
de  pensar  en  quiIn  habrMa  pasado  los rumores. Si provenMan  del  mismo
instituto eran todas mentiras,  por fuerza, porque allM nadie  sabMa nada de
mM ni habMa  forma de que  lo  supieran.  Si era  un informe  de la policMa,
tambiIn: ¿quI  podMan  saber,  salvo  mis  viejos pecados?  Tal  vez  habMan
atrapado  a  Cuervo.  Ese  hijo  de perra  habrMa vendido hasta la madre por
salvar  el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabMa nada de mM. PensI y pensI,
sin llegar  a nada grato. Al  final  entrado por Zltima vez  en  la Zona, de
noche; ya me habMa decidido a mandar todo al diablo. HacMa ya tres meses que
habMa desprendido de casi todo el botMn y el  dinero se me estaba  acabando.
Si no me habMan pescado con  la  mercaderMa  en las manos,  menos lo  harMan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
     Pero en ese momento, justo cuando me dirigMa hacia las escaleras, se me
iluminS repentinamente la cabeza,  y tan claramente que volvM al  vestuario,
me sentI y encendM  otro cigarrillo. Eso significaba que  no podMa ir  a  la
Zona  ese dMa. Ni  al siguiente, ni dos  dMas despuIs. Significaba  que esos
escuerzos me tenMan otra vez entre ojos, que no me habMan olvidado; o, si me
habMan  olvidado,  alguien   se   encargaba  de   hacerles  acordar.  NingZn
merodeador, a menos  que estuviera completamente chiflado, se arrimarMa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revSlver a la espalda.  Lo que me
hubiera  convenido en ese momento  habrMa  sido esconderme en el  rincSn mAs
oscuro.  ¿Zona? ¿QuI  Zona?
quI  tienen  que  ninguna  Zona,  ni  molestar  a  un  honrado  ayudante  de
laboratorio?
     Lo pensI bien y decidM, casi con alivio, que ese dMa no irMa a la Zona.
Pero ¿cuAl era la mejor manera de decMrselo a Kirill?
     Se lo dije directamente.
     - No voy a la Zona. ¿QuI instrucciones tienes para darme?
     Al principio  me  mirS con ojos  de huevo  duro, por  supuesto. DespuIs
pareciS entender. Me agarrS por el codo  para llevarme a su pequeYAa oficina,
me hizo  sentar  ante el  escritorio y Il  se instalS  en el antepecho de la
ventana,  frente a  mM. Encendimos  los  cigarrillos.  Silencio.  Al fin  me
preguntS, como con cautela:
     - ¿PasS algo, Red?
     ¿QuI iba a decirle?
     -  No. No pasS nada. Ayer perdM veinte al pSker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
     - Un momento - interrumpiS -. ¿Has cambiado de idea?
     La tensiSn me hizo soltar un ruido ahogado.
     - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
     Se quedS  tieso.  Puso  otra vez  aquella  cara patItica, con  ojos  de
caniche enfermo, Se  estremeciS, encendiS otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
     - Puedes confiar en mM, Red. No le dije una palabra a nadie.
     - Por supuesto, nadie habla de ti.
     - Ni siquiera hablI todavMa con Tender. Hice  extender un pase a nombre
de Il, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
     No  dije  nada  y seguM  fumando. Era extraYAo y triste.  Ese  hombre no
entendMa nada.
     - ¿QuI te dijo Herzog?
     - Nada en especial. Alguien pasS el dato, eso es todo.
     il  me  echS una mirada  extraYAa, se  bajS  del antepecho  y  empezS  a
pasearse,  mientras yo hacMa anillos de humo  en silencio. Lo sentMa por Il,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la  que habMa  encontrado  para  la melancolMa de Kirill! ¿Y de quiIn era la
culpa? MMa; habMa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De  pronto Il  dejS de
pasearse y se acercS a mM. MirS de soslayo hacia cualquier parte y murmurS:
     - Escucha, Red, ¿cuAnto costarA un vacMo lleno?
     Al principio  no entendM; pensI que tenMa esperanzas de comprar alguno.
¿DSnde lo iba  a conseguir? Tal vez Ise fuera el Znico del  mundo; ademAs Il
no debMa tener tanta  plata como para comprarlo.  ¿De dSnde pensaba sacarla?
Era un cientMfico extranjero, ruso,  para colmo. De pronto  comprendM.  ¿AsM
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
     "GrandMsimo  tal por cual",  pensI, "¿por quI me tomas?"  AbrM la  boca
para decMrselo, pero  la volvM a cerrar. Porque en  realidad, ¿por quI iba a
tomarme? Un merodeador es un  merodeador. Cuanta mAs plata,  mejor. Se juega
la  vida  por  plata.  TenMa  derecho a pensar que  el dMa anterior yo habMa
tirado la lMnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
     La idea  me  dejaba  mudo.  Y  Il  seguMa  mirAndome  intensamente, sin
parpadear. No habMa disgusto en sus  ojos, sino una especie de  comprensiSn,
me parece. Al fin se lo expliquI, con calma.
     - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavMa.
No hay caminos. TZ  lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querMamos y volvimos en seguida. Como si fuIramos al depSsito. Entonces todo
el mundo  se darA cuenta  de  que sabMamos de antemano lo  que buscAbamos  y
dSnde estaba. Eso quiere  decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiIn puede haber estado allM? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
     TerminI mi  discursito.  Nos miramos  fijamente  a los ojos,  sin decir
nada. De  pronto Il juntS  las manos,  con  ruido  se  las  frotS y  anunciS
cordialmente:
     - Bueno, tZ  no podrAs ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. IrI solo.
Tal vez me vaya bien. No serA la primera vez.
     TendiS el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyS en las manos
para inclinarse  sobre Il. Toda su cordialidad  pareciS evaporarse ante  mis
ojos. Le oM musitar:
     - Cuarenta metros, cuarenta y uno,  podrMa ser, y tres hasta llegar  al
garaje.  No,  no  llevarI  a Tender. ¿QuI te parece,  Red?  ¿Dejo  a Tender?
DespuIs de todo tiene dos hijos.
     - No te dejarAn ir solo.
     -  Me  dejarAn  -  murmurS  -. Conozco a todos  los sargentos  y a  los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allM hay un envase de gasolina
y estA completamente herrumbrado, pero  los camiones parecen reciIn  salidos
de la fAbrica.
     ApartS la vista del mapa y mirS por la ventana. Yo tambiIn lo hice. Los
vidrios de  nuestras ventanas son gruesos  y  emplomados. Y  mAs allA...  la
Zona. AllM estA, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
     A  simple vista parece una extensiSn de tierra como  cualquier otra. El
sol  brilla  sobre  ella  como en  cualquier rincSn  del  planeta. DarMa  la
impresiSn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo estA como hace treinta
aYAos.  Mi padre, que en  paz  descanse, no encontraba nada  fuera  de  lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quI no habMa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabMa una huelga  o algo asM? El  metal  amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos  hornos brillaban bajo el sol; habMa
rieles,  rieles  y  mAs  rieles, y una locomotora  con  vagonetas  sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta.  AllM  estaba tambiIn el  garaje:  un largo  intestino gris  con las
puertas  abiertas de par  en par. Los camiones estaban  estacionados  en  un
sitio pavimentado, junto a Il.
     Kirill tenMa  razSn con  respecto a  aquellos vehMculos:  la  cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una  grieta en  el  asfalto, si es  que las
zarzas no la han cubierto aZn.
     Cuarenta  metros. ¿Desde  dSnde contaba?  Oh,  probablemente  desde  el
Zltimo  poste.  TenMa razSn, la  distancia  no era  mayor; esos  cientMficos
tragalibros iban progresando. HabMan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllM estaba la fosa donde  habMa caMdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos  habMa avisado a  Zalamero: "Mantente tan
lejos de  las fosas como puedas, o no quedarA de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirI en el  agua no habMa nada. AsM  son las cosas
de la  Zona: si uno vuelve con botMn,  es un milagro;  si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ningZn disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo demAs, es el destino.
     Al mirar  a Kirill notI que me observaba secretamente. Fue la expresiSn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensI; "al
fin y al cabo, ¿quI me pueden hacer estos esfuerzos?"  No hacMa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
     -  Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -.  Fuentes  oficiales (y lo
repito:  oficiales)  me han inducido  a  creer  que convendrMa  realizar una
inspecciSn del garaje, que podrMa  ser de gran valor cientMfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciSn.
     Y sonriS, luminoso como el sol del verano.
     - ¿QuI fuentes oficiales? - preguntI, sonriendo a mi vez como un tonto.
     - Son  confidenciales, pero a  ti puedo revelArtelas - dijo, frunciendo
el ceYAo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
     - Oh, el doctor Douglas. ¿QuI doctor Douglas?
     - Sam Douglas - respondiS Il, secamente -. MuriS el aYAo pasado.
     Se me erizS la  piel. ¿QuiIn se atreve a hablar de esas cosas antes  de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. AplastI la colilla en el cenicero y dije:
     -  EstA  bien.  ¿DSnde estA  ese  Tender?  ¿Hasta  cuAndo  tenemos  que
esperarlo?
     En otras palabras, no  volvimos  a  tocar el  tema. Kirill  telefoneS a
Transportes  y pidiS una cabina  voladora. Mientras  tanto  yo  estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogrAfico, una vista aIrea muy
ampliada.  Se veMan hasta los picos  de la  cubierta que estaba junto a  los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa  asM...
Pero  no  servirMa de mucho por la noche,  cuando  ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
     En ese momento entrS Tender. Estaba rojo  y sin aliento;  tenMa la hija
enferma y habMa ido a buscar un mIdico. Se disculpS por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Mbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejS de jadear y de bufar, de puro miedo.
     - ¿CSmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quI yo?
     Sin embargo recuperS  la respiraciSn en  cuanto  le  dijimos que  habMa
doble bonificaciSn y que Red Schuhart irMa tambiIn.
     Al fin bajamos al "boudoir"  y Kirill fue  a  buscar los  pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregS  trajes  especiales. En  realidad
son cosas muy prActicas; si uno los tiYAera de cualquier color, menos el rojo
que  tienen, cualquier  merodeador pagarMa gustosamente unos  quinientos por
uno  de ellos,  sin  parpadear siquiera.  Yo  jurI  hace tiempo  que  un dMa
cualquiera encontrarMa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asM como un  traje de buceo con un casco en  forma
de burbuja,  provisto de visor. En realidad no es  exactamente  un traje  de
buceo; mAs bien se parece al  de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cSmodo, sin ninguna costura, y no hacMa sudar. Con
un trajecito como Ise uno podMa caminar  entre el fuego y  el gas, Dicen que
ni siquiera las balas  lo perforan. Claro que el fuego,  las armas y el  gas
mostaza son todas cosas humanas y terrAqueas; en la zona no hay nada de eso.
Y  de cualquier modo,  para decir  la verdad, la gente cae  como  moscas con
traje o sin Il. Eso sM, tal vez sin trajes morirMan muchos mAs. Esos equipos
ofrecen un  cien  por  ciento  de  protecciSn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
     Nos  pusimos  los  trajes especiales. Yo volquI en  el bolsillo  de  la
cadera las tuercas  y  los tornillos  que  llevaba en  una  bolsa,  y  todos
cruzamos  el  patio  del  Instituto hacia  la entrada de  la  Zona.  AsM  lo
establecMa la rutina, para  que todos vieran a los hIroes  de la ciencia que
depositaban  la  vida  en  el  altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspMritu Santo, amIn. Y  sin  duda  alguna,  desde  el piso quince  hasta la
planta baja habMa  caras solidarias  que nos  observaban. No nos faltaba mAs
que un agitar de paYAuelos y una orquesta.
     - ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflSn!
estarA eternamente agradecida!
     Cuando  se dio vuelta a mirarme  comprendM  que no estaba de humor para
bromas. Y tenMa razSn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar  o bromear... y yo nunca llorI, ni siquiera
de niYAo. MirI a Kirill;  Il soportaba bien la tensiSn, pero movMa los labios
corno si estuviera rezando.
     -  ¿Rezas? - preguntI -. Reza, reza. Cuanto mAs se entra en la Zona mAs
cerca se estA del ParaMso.
     - ¿QuI?
     -
el ParaMso.
     Con una sZbita sonrisa, me palmeS la espalda como  diciendo: "No tengas
miedo, nada pasarA mientras estIs conmigo, y si pasa... Bueno, sSlo se muere
una vez", QuI tipo simpAtico es, de veras.
     Mostramos nuestros pases al Zltimo  de los  sargentos, sSlo  que en esa
oportunidad, para cambiar,  era  un  teniente. Lo  conozco;  el  padre vende
losetas para tumbas en RexSpolis, allM nos esperaba la cabina  voladora; los
muchachos de Transporte  la habMan dejado en  el  pasillo. TambiIn esperaban
allM  todos  los  demAs: el equipo  de  primeros  auxilios, los  bomberos  y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un  puYAado de
tontos  sobrealimentados dentro de  un helicSptero.
visto nunca!
     En cuanto  subimos  a la cabina, Kirill  se  hizo cargo de los  mandos,
diciendo:
     - Okey, Red, tZ guMas.
     BajI tranquilamente la cremallera del pecho y saquI una petaca; tomI un
trago largo antes de volver a  guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en  la  Zona,  pero  sin eso...  no,  no puedo. Los  dos  me  miraban,
esperando.
     - Bueno  - dije -,  no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos  y no sI quI  efecto les causa. Trabajaremos de  este modo: lo que yo
diga, ustedes lo harAn inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar  vueltas  o a hacer  preguntas le tirarI con lo primero que encuentre  a
mano. Quiero pedirles  disculpas desde ahora. Por  ejemplo: seYAor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantarAs inmediatamente ese culo gordo y
harAs lo que te digo. Y  si no lo haces, quiIn sabe si volverAs a  ver a  tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarI de que vuelvas a verla.
     -  No  te olvides  de  darme  las  Srdenes -  bufS  Tender, enrojecido,
sudoroso,  mordisqueAndose  los  labios  -. CaminarI  de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
     - En  lo  que  a mM  respecta los  dos  son novatos  - dije -. Y no  me
olvidarI de  dar las Srdenes, no se  preocupen. A propSsito,  ¿sabe  manejar
cabinas?
     - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
     -  Bueno, de acuerdo. AquM  vamos. Buen viaje. Bajen  las viseras. Poca
velocidad, en lMnea recta a  lo largo de los  postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
     Kirill elevS la cabina  a  tres metros y  avanzamos  a marcha lenta. Me
volvM sin que nadie se  diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habMa trepado  al  helicSptero;  los  bomberos
estaban en posiciSn  de firme, por puro  respeto y el teniente de la  puerta
nos hacMa  la venia,  el imbIcil; sobre  todo aquello  flameaba el enorme  y
desteYAido  estandarte:  "Bienvenidos, Visitantes"  Tender parecMa a punto de
responder a  los  saludos, pero  le  di  tal codazo  en  las  costillas  que
inmediatamente descartS cualquier ceremonia.
¡Ya te tocarA decir adiSs!
     Y partimos.
     El  Instituto  estaba  a  nuestra derecha; el  Cuartel  de la Peste,  a
nuestra izquierda. AvanzAbamos de poste  en poste bien  por  el medio  de la
calle. HabMan  pasado  siglos desde  la Zltima vez  que  alguien  caminara o
manejara por esa calle.  El asfalto estaba todo resquebrajado y habMa pastos
en  las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera  izquierda crecMan zarzas  negras; los  lMmites de la  Zona eran  bien
visibles: los  pastos  negros terminaban en el cordSn  como  si los hubiesen
podado.  SM,  aquellos visitantes  eran educados; revolvieron  un  montSn de
cosas, pero  al  menos se marcaron lMmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa  incendiada llegaba a  nuestro sector  de la  Zona, aunque cualquiera
dirMa que con un viento fuerte podMa llegar.
     Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las  ventanas, sin embargo, no estaban  rotas, pero sM tan  sucias que no se
veMa nada. A la noche,  cuando uno  pasaba furtivamente por  ahM, se veMa un
resplandor allM dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de  brujas que se filtra por  los sStanos. Si uno mira  al descuido se
lleva la impresiSn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten algZn arreglo, pero eso no es nada extraYAo.
Lo Znico extraYAo es que no hay gente por allM.
     En aquella  casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivMa nuestro
profesor de matemAticas; le llamAbamos La Coma.  Era aburrido, un fracasado;
la  segunda esposa  lo  abandonS justo antes de la VisitaciSn; la hija tenMa
cataratas en un ojo  y nosotros nos burlAbamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando  comenzS el pAnico, Il  y los otros vecinos corrieron  al
puente  en  ropa  interior, tres  millas,  sin parar. El pasS  mucho  tiempo
enfermo con  la peste; perdiS toda la piel y las uYAas.  Se  enfermaron  casi
todos los que vivMan en  ese barrio; por  eso lo  llamamos el  Cuartel de la
Peste. Algunos  murieron; los viejos, en su mayorMa, y no fueron muchos. Por
mi parte,  creo que no los  matS la  peste, sino  el miedo. Era terrorMfico.
Todos los que vivMan allM cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedS
ciega. Ahora esas  Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcItera.  No es  que hayan quedado  ciegos por completo, pero sM
con una  especie de  ceguera  nocturna. A  propSsito, dicen  que  eso no fue
consecuencia de ninguna explosiSn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un  ruido fuerte.  Dicen  que de  tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mIdicos les dijeron que era imposible, que  trataran de recordar,
pero  ellos insistMan en que  fue un trueno lo que los  cegS. Lo raro es que
nadie mAs oyS ese trueno.
     SM,  era como si allM  no  hubiera  pasado  nada.  HabMa un  kiosco  de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebI en  la entrada de una casa; hasta las
sAbanas parecMan  limpias. Pero las antenas  estropeaban  el  efecto:  todas
estaban cubiertas por una cosa  peluda que parecMa  algodSn. HacMa rato  que
los tragalibros venMan  rompiIndose los sesos con ese  asunto  del  algodSn.
QuerMan  examinarlo,  ¿entienden?  No habMa nada  parecido en otros lugares,
sSlo en  el  Cuartel de la Peste y sSlo en las  antenas.  MAs aZn: lo tenMan
precisamente allM, bajo  las ventanas.  Al  fin tuvieron  una idea luminosa:
desde  un  helicSptero  bajaron un  ancla sujeta  por  un  cable de  acero y
engancharon un trozo de algodSn.  En cuanto  el helicSptero  tirS, se oyS un
"psst", y vimos  salir humo de  la antena, del ancla  y del  cable.  Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoYAosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno,  el piloto no  era ningZn tonto (por algo  habMa  llegado a
teniente);  en  seguida se  imaginS lo que pasaba,  soltS el cable y saliS a
toda velocidad. AllM estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodSn.
     AsM llegamos al final de la calle,  donde debMamos girar,  fAcilmente y
sin problema. Kirill me mirS: ¿doblaba?  Le indiquI por seYAas que lo hiciera
bien  despacio. Nuestra  cabina  doblS,  avanzando lentamente  por sobre los
Zltimos centMmetros de tierra humana. La acera  se  estaba aproximando  y la
sombra de la  cabina  caMa  sobre  las zarzas. Listo.
SentM un escalofrMo. Siempre siento el mismo escalofrMo. Y nunca sI si es la
Zona  que  me   saluda  a  mis  nervios  de  merodeador  que  se   ponen  en
funcionamiento.  Siempre  digo que cuando vuelva  preguntarI a  los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
     Bueno,  asM  que  Mbamos avanzando  silenciosamente sobre  los antiguos
jardines. El  motor canturreaba parejo bajo  nuestros pies,  tranquilo; a Il
nada lo preocupaba,  nada podMa hacerle mal allM. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
     TodavMa no habMamos llegado al primer poste cuando comenzS a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaYAeteaban los dientes, le palpitaba  el  corazSn, le fallaba la
memoria; se sentMa avergonzado,  pero de  cualquier modo no podMa dominarse.
Creo  que es  como  cuando nos  chorrea la  nariz:  no depende de  nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre  los Visitantes  o  hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin  poder  parar.  CuAnto le habMa costado, quI  buena  era la tela, y  los
botones nuevos que le habMa puesto el sastre...
     - CAllate.
     Me  mirS patIticamente, hizo un  puchero  y siguiS: cuAnta  seda  habMa
hecho falta para el forro.
     Los  jardines  ya  habMan terminado;  por debajo  de nosotros estaba el
baldMo que antes  se usaba como basurero municipal. SentM una  ligera brisa.
Pero no habMa viento, nada de viento. De pronto sentM  un soplo  fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciS oMr algo.
     -
     No, no podMa callarse. Ya andaba por  los bolsillos. No  me quedaba mAs
remedio.
     -
     il  frenS inmediatamente. Buenos reflejos;  me  sentM  orgulloso de Il.
TomI a Tender por el hombro, lo hice  girar hacia mM y le lancI una trompada
hacia el visor. Se  le estrellS la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrI
los ojos y quedS mudo.
     En cuanto  callS volvM a oMrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirS con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seYAa para que se estuviera
quieto. Dios,  por  favor, quIdate  quieto, no  muevas  un mZsculo.  Pero Il
tambiIn oMa el ruido y, como todos los novatos, sentMa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
     - ¿Retrocedo? - susurrS.
     SacudM  desesperadamente  la  cabeza y agitI  el  puYAo  bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para  dSnde mirar:  si al
terreno o a ellos.  Pero en ese momento  me olvidI de todo. Sobre la montaYAa
de  viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como  si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodMa.  CruzS  por  sobre el  montMculo  y  avanzS,  mAs  y  mAs, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedS  suspendido por un momento sobre la
ruta  (¿o  era sSlo  imaginaciSn  mMa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo,  entre  matas  y  cercas   podridas,   hacia  el  cementerio  de  los
automSviles,
     ¡Malditos  tragalibros! ¿A quiIn se le ocurre trazar  la  ruta sobre el
vaciadero  de basuras?  Y  yo  tambiIn,
pensando cuando me entusiasmI con ese mapa estZpido?
     - Despacio, adelante - indiquI a Kirill.
     - ¿QuI era eso?
     -  SabrA  el diablo.  Era algo y  ya no  estA. Gracias a  Dios. Y ahora
cAllate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes?  Eres una mAquina,
mi volante, nada mAs.
     De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
     - Suficiente. Ni una palabra mAs.
     Necesitaba otro trago. DIjenme que les diga algo: esos trajes  de buceo
eran una tonterMa. He sobrevivido a muchas cosas  sin ese  maldito equipo  y
sobrevivirI a  muchas mAs, pero sin  un buen trago  en el  momento  justo...
¡Bueno, ya basta!
     La brisa parecMa  haberse calmado.  No  oMa  nada  amenazador. El Znico
ruido era el ronroneo tranquilo y soYAoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacMa  mucho calor. Sobre el garaje pendMa una neblina. Todo parecMa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado.  Los novatos se iban  puliendo. No  se preocupen, compaYAeros, en la
Zona  se puede  respirar tambiIn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenMa un cMrculo rojo con el nZmero 27 dentro. Kirill
me mirS, yo asentM y nuestra cabina se detuvo.
     Ya habMan caMdo  los capullos y era el tiempo  de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma  absoluta. No habMa apuro. El viento habMa
cesado y la visibilidad era  buena.  Todo iba como la  seda. Vi  la  fosa en
donde Zalamero habMa estirado la pata;  dentro habMa  algo de color, tal vez
sus ropas.  Era una porquerMa, que en  paz descanse: avaricioso, estZpido  y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general,  la Zona no
pregunta quiIn es bueno y quiIn  es malo. AsM que gracias, Zalamero; eres un
idiota  y  nadie  se acuerda de tu verdadero nombre, pero al  menos serviste
para que los vivos supieran por dSnde no tenMan que pasar.
     Claro, nuestra mejor salida consistMa en llegar, al asfalto. El asfalto
es  liso y se puede ver todo lo que hay en Il; ademAs esa grieta  la conozco
bien.
corrMa una  lMnea recta hacia  el  asfalto. AllM estaban, muy pagados de sM,
esperando. No, por allM  no pasarMamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja  mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda.  PasarMamos por sobre el montMculo izquierdo. Claro que yo
no sabMa lo que habMa del otro lado. SegZn el mapa, nada, pero ¿quiIn confMa
en los mapas?
     - Escucha, Red  - susurrS  Kirill -,  ¿Por quI  no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuIs  bajamos,  y estaremos junto al  garaje,
¿eh?
     - CAllate, abriboca - dije -, no me molestes.
     QuerMa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarMan
siquiera  nuestros  huesos. O tal  vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y  no dejarMa ni un pedacito  hZmedo de  nosotros. Ya estaba
hasta  la coronilla de los arriesgados. il no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabMa  ya  perfectamente cSmo llegar hasta el montMculo. DespuIs nos
detendrMamos  allM por un ratito a pensar el movimiento  siguiente.  TomI un
puYAado de las tuercas y tornillos que tenMa en el bolsillo y se los mostrI a
Kirill sobre la palma.
     -  ¿Recuerdas el cuento  de  Hansel  y Gretel que  te enseYAaban  en  la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revIs.
     ArrojI la  primera tuerca; no  muy lejos,  a unos diez  metros, como yo
querMa. LlegS sin problemas.
     - ¿Viste eso?
     - ¿Y quI? - preguntS Il.
     - Nada de "y quI". Te preguntI si lo viste.
     - Lo vi.
     -  Ahora lleva la  cabina,  bien despacio, hasta donde estA  la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
     - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
     - Busco lo que  debo buscar. Espera, arrojarI otra. Mira bien dSnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
     La segunda tuerca tambiIn cayS sin inconvenientes junto a la primera.
     - Vamos.
     Hizo  arrancar  la  cabina.  Su  cara  estaba  tranquila  y  despejada.
ComprendMa bien, por lo visto.  Todos son  iguales, estos  tragalibros; para
ellos lo  mAs importante es encontrar un nombre  para cada cosa. Mientras no
encontrS  el nombre  tenMa un  aspecto  lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenMa una  etiqueta, graviconcentrados;  entonces entendMa todo y
la vida era unas pascuas.
     Pasamos sobre la primera tuerca, sobre  la segunda, sobre una  tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el  peso del cuerpo de uno  a otro pie, bostezaba
de  puros  nervios; se sentMa  encerrado, pobre tipo.  Pero  le  harMa bien.
BajarMa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojI la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustS del todo. No habrMa podido explicar
quI andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y  sujetI a  Kirill
por la mano.
     - Quieto - dije -. No te muevas ni un centMmetro.
     TomI  otra y la lancI mAs alto y mAs lejos.
mosquitos! La  tuerca volS normalmente; parecMa  caer sin problemas, pero  a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizS quedS hundida en la arcilla.
     - ¿Viste eso? - susurrI.
     - SSlo en las pelMculas - observS,  estirAndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
     Era triste y divertido. ¡Una!
ArrojI otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para  ser sincero habrMa  alcanzado con siete, pero lancI uno mAs,
bien  hacia el medio, para que  Il pudiera disfrutar con su concentrado.  Se
estrellS  en la  arcilla  como  si fuera  una  pesa de cinco  kilos y  no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruYAS de gusto.
     - Okey - dije -, ya  nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asM que no lo pierdas de vista.
     AsM  dejamos a un  lado la roncha de mosquitos y llegamos al montMculo.
Era tan pequeYAo  que  parecMa un sorete  de gato. Hasta entonces yo no habMa
reparado en Il. Quedamos suspendidos  en el  aire por sobre el montMculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veMa
cada  brizna  de pasto,  cada grieta, como en  una  instantAnea. Bueno,  con
arrojar una tuerca podrMamos seguir.
     No pude arrojar esa tuerca.
     No entendMa lo que me pasaba, pero no podMa decidirme a arrojarla.
     - ¿QuI pasa? - preguntS Kirill -. ¿Por quI no seguimos?
     - Espera - dije -. CAllate.
     HabMa pensado arrojar  la tuerca  para  que avanzAramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida,  sin mover  siquiera las briznas de  pasto. En
treinta segundos podMamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podMa arrojar la tuerca hacia
allM. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era mAs larga y
habMa un  montSn de guijarros poco simpAtico.  Hacia  allM sM, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
     ArrojI la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la  cabina y avanzS hacia ella. DespuIs me mirS. Debo  haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartS la vista.
     - EstA bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
     Y lancI la Zltima tuerca hacia el asfalto.
     A partir de ese momento fue mucho mAs fAcil. EncontrI la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me  limitI a observarla, con
silencioso regocijo.  Nos  levS  hasta  las  puertas  del  garaje mejor  que
cualquier poste, cualquier seYAal.
     OrdenI a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echI de panza
al suelo y mirI hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol  no  me  dejS  ver nada.  SSlo  negrura.  DespuIs  mis  ojos  se  fueron
acostumbrando.  Vi entonces que nada habMa cambiado en  el  garaje  desde la
Zltima vez. El camiSn  de la basura seguMa aZn estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin  agujeros  ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso  de cemento, tal vez  porque  en  la fosa  no habMa  demasiada jalea de
brujas y no habMa salpicado hacia afuera desde la Zltima vez.
     SSlo  una cosa no me gustaba. En la parte trasera  del garaje, cerca de
las  latas,  se veMa  algo plateado. Eso no estaba allM  antes. Bueno, habMa
algo  plateado, y quI.
brillo especial; relucMa un poquito, suave,  tranquilamente. Me  levantI, me
cepillI la ropa y echI una mirada a mi alrededor. AllM estaban los camiones,
en  el baldMo, siempre como nuevos. Hasta parecMan mAs nuevos  que la Zltima
vez, Y el camiSn de  gasolina, pobrecito,  estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse  a pedazos. AllM estaba tambiIn la cubierta, como ellos lo
tenMan indicado en el mapa.
     No me  gustaba el aspecto de esa cubierta.  La sombra  no estaba  bien;
tenMamos  el sol  a  la espalda,  pero la sombra  de la cubierta venMa hacia
nosotros. Bueno,  no importaba,  estaba bastante  lejos.  Todo parecMa bien;
podMamos empezar el trabajo.
     Pero  esa cosa plateada que brillaba allA atrAs, ¿quI era? ¿ImaginaciSn
mMa, no mAs? SerMa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quI ese resplandor por sobre las  latas,  por quI no estaba entre ellas, por
quI la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habMa dicho algo sobre las
sombras: que eran  extraYAas, pero no  peligrosas;  algo  pasa aquM  con  las
sombras.
     Pero  ¿quI era  ese brillo  plateado? ParecMa una telaraYAa de  las  que
suele haber en los Arboles de los bosques. ¿QuI clase de araYAa podrMa  haber
tejido su tela allM? Nunca habMa visto bichos en la Zona.
     Lo peor era que mi  vacMo estaba precisamente allM, a dos  pasos de las
latas. TendrMa que haberlo robado la Zltima vez, y entonces ahora no estarMa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. DespuIs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantI  sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre  la  espalda, en  cuatro patas, en  la  oscuridad... Si ustedes  nunca
anduvieron con un  vacMo  a  cuestas,  hagan la prueba: es como llevar  diez
litros de agua sin balde.
     Ya era hora de  ponerse en  marcha. TenMa  ganas de  un trago. Me volvM
hacia Tender.
     - Kirill y yo  vamos a entrar al garaje. QuIdate aquM y  no toques  los
mandos si yo  no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquM mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
     AsintiS seriamente, como quien  dice: "No me voy a acobardar". TenMa la
nariz  como  una ciruela;  mi trompada  habMa sido  fuerte  de  veras.  BajI
cuidadosamente las sogas de emergencia, observI una vez mAs aquel resplandor
plateado, hice seYAas  a  Kirill y comencI  a  bajar. Una  vez en el  asfalto
esperI a que Il descendiera por la otra soga.
     - No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
     Nos  detuvimos sobre  el asfalto, con la cabina flotando al  lado y las
cuerdas culebreAndonos bajo los pies. Tender  asomS la cabeza por encima del
riel  y nos mirS con  ojos llenos de desesperaciSn.  Era hora  de ponerse en
marcha.
     - SMgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
     AvancI. Me detuve en  el vano de la puerta para mirar  a mi  alrededor.
¡Es muchMsimo mAs fAcil trabajar a la luz del dMa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano.  Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como  el  alcohol encendido.  Pero no  iluminaban nada.  Al  contrario, todo
parecMa mAs oscuro, malditas sean.
     Ya habMa acostumbrado  los ojos a aquella luz lSbrega y podMa ver hasta
el polvo  en los rincones mAs  oscuros. En  verdad habMa  algo plateado  por
allM; eran hilos  plateados que iban  desde las  latas hasta  el  techo. SM,
parecMan una tela de araYAa; tal vez no fueran mAs que eso, pero era mejor no
acercarse.
     Fue entonces cuando cometM  mi error. TendrMa que haberme detenido, con
Kirill bien  al  lado, esperar a que Il tambiIn  acostumbrara los ojos a  la
penumbra  y  entonces  seYAalarle   la  telaraYAa.  SeYAalArsela.  Pero  estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debMa ver y me olvidI de Kirill.
     Di un paso hacia  el interior y  me  dirigM en  lMnea  recta hacia  las
latas. Me inclinI sobre el vacMo. En Il parecMa no haber  ninguna  telaraYAa.
LevantI un extremo y dije a Kirill:
     - Agarra de ahM y no lo dejes caer; es pesado.
     LevantI  la vista  y sentM  que algo me apretaba la garganta.  No  pude
abrir la boca.  QuerMa  gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habrMa  tenido tiempo,  pues todo ocurriS demasiado
rApido. Kirill se acercS al vacMo, de  espaldas a las latas, y apoyS toda la
espalda en la telaraYAa plateada. CerrI los ojos;  quedI aturdido; no  oM mAs
que el  ruido  de  la  telaraYAa  al desgarrarse. Era un sonido coruscante  y
dIbil.
     AsM estaba todavMa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablS:
     - Bueno, ¿lo llevamos?
     - Vamos.
     Levantamos  el  vacMo  y  nos dirigimos  hacia  la puerta, caminando de
costado.  Era  terriblemente  pesado,  el  maldito; aun  entre dos resultaba
difMcil llevarlo. Salimos  al sol  y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirS para tomarlo.
     - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
     - No - interrumpM -. Esperemos un segundo. Primero dIjalo en el suelo.
     Lo dejamos.
     - Date vuelta. Quiero verte la espalda.
     Se volviS  sin decir palabra.  MirI;  no tenMa nada allM. Lo hice girar
para aquM  y para allA,  pero no tenMa nada. VolvM los ojos hacia las latas;
allM tampoco habMa nada.
     - Oye - dije a Kirill, sin sacar  los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraYAa?
     - ¿QuI telaraYAa? ¿DSnde?
     - Bueno, tuvimos suerte.
     Sin embargo pensaba: "En realidad todavMa no se puede saber".
     - De acuerdo. Levantemos esto.
     Metimos el vacMo en  la cabina  y  lo  ubicamos de modo tal  que no  se
moviera. AllM estaba, el minino, brillante y  limpito; el cobre relumbraba a
la luz  del sol.  Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes  de nubes
entre  los dos discos. Comprendimos que no era un vacMo, sino  algo asM como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato mAs antes de trepar a la cabina e iniciar  el  viaje de regreso  sin
mAs vueltas.
     ¡QuI fAcil era todo para los cientMficos! Para empezar trabajaban  a la
luz del  dMa.  AdemAs,  lo Znico  bravo era entrar a  la Zona,  porque  para
regresar,  la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursSgrafo, creo que  se llama,  que  lleva  a la cabina  exactamente por
donde vino.
     Mientras flotAbamos  en el aire,  en  el  trayecto de  regreso, repitiS
todas  las  maniobras, deteniIndose  por un momento para proseguir  en  cada
cambio de direcciSn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y  las tuercas;
podrMa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
     Mis novatos estaban eufSricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
prActicamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar  la ruta  hasta
el garaje. Kirill me tironeS de la manga  y comenzS a explicarme el fenSmeno
de la  graviconcentraciSn, es  decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lMnea,  pero no  a  la fuerza.  Les contI,  tranquilamente, de todos  los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
     -  Cierren el  pico - les dije -  y mantengan los ojos  abiertos  si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
     Eso dio  resultado. Ni  siquiera preguntaron  quI  habla pasado  con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sSlo pensaba  en una cosa: cSmo iba
a  sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraYAa me seguMa brillando ante los ojos.
     Al  fin  salimos  de  la  Zona  y  nos  enviaron  al  despiojador  (los
cientMficos lo llaman  hangar mIdico) junto  con  la  cabina. Nos baYAaron en
tres   tinas  diferentes  donde  hervMan  tres  soluciones   alcalinas;  nos
embadurnaron  con  cierta pasta, nos  rociaron  con  no sI quI  polvo y  nos
volvieron a lavar. DespuIs nos secaron y dijeron:
     -
     Tender y Kirill llevaban el vacMo. Eran  tantos los que habMan venido a
mirar que no se podMa caminar.
frases de  bienvenida, pero ninguno tenMa el valor  de tender una mano a los
cansados hIroes. Bueno,  eso  no  era  cosa  mMa. Ahora  ya nada era  de  mi
incumbencia.
     Me  quitI  el  traje especial  y  lo tirI al  suelo (que  los  malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado  en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrI  en uno de los
cubMculos, busquI mi petaca, desenrosquI la tapa y me prendM a ella como una
lamprea.
     DespuIs me sentI en el banco, con las rodillas vacMas, la cabeza vacMa,
el alma vacMa. Tragaba ese lMquido fuerte como si fuera agua. VivMa. La Zona
me  habMa  dejado  salir. Me habMa dejado  salir,  la  puta. Esa  maldita  y
traicionera puta. Estaba vivo. Los  novatos nunca sabMan apreciarlo, sSlo un
merodeador sabMa lo que era eso. Las  lAgrimas me corrMan  por las mejillas,
no sI si por los tragos o por quI. MamI de la petaca hasta dejarla seca.  Yo
estaba mojado;  la petaca, seca. Por  supuesto, no alcanzS  para ese  Zltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso  se  podMa arreglar. Todo  se podMa  arreglar
ahora. Vivo.
     EncendM un  cigarrillo, y mientras fumaba, allM sentado, sentM que todo
andaba bien.  Entonces  me  acordI de  la  bonificaciSn. isa  era una de las
grandes ventajas que  tenMamos en  el Instituto; podMa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allM, a las duchas.
     EmpecI  a desvestirme  lentamente. Me  quitI  el reloj  y  comprobI que
habMamos  pasado  cinco horas  en  la  Zona.
estremecM. Cinco horas,  Dios... Realmente, en la  Zona no  pasa el  tiempo.
Pero pensAndolo bien, ¿quI son cinco horas  para un  merodeador? Un  abrir y
cerrar de  ojos. ¿Y si hablamos de  doce,  de dos dMas?  Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dMa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nomAs, delirando;  no sabe si estA muerto o vivo. Al
llegar la  segunda noche  termina con lo suyo  y se arrima  al puesto de  la
patrulla con el botMn. AllM estAn los  guardias,  con  las ametralladoras. Y
esos  malnacidos, esos  esfuerzos, lo odian  a  uno con toda  el alma.  Pero
arrestar a un merodeador  no  les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la  idea de  que  uno estI contaminado. Lo Znico que quieren  es liquidarlo,
directamente,  y  para  eso  llevan todas las  de ganar:
probar que lo  mataron ilegalmente! AsM que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y  reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allM estA el botMn, al lado, y no sabemos si estA allM, nomAs, o si nos estA
matando lentamente. TambiIn  se puede terminar  como Nudillos  Itzak, que se
empantanS al  alba entre dos fosas. No podMa avanzar ni hacia  la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra Il durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas Il se fingiS muerto. Gracias a Dios, al fin  le
creyeron y lo dejaron  en paz.  Yo  lo vi  despuIs  de eso; ni  siquiera  lo
reconocM. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguMa siendo humano.
     Me sequI  las lAgrimas y abrM la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con  agua caliente, despuIs con frMa, despuIs otra vez con caliente.
UsI una barra entera de jabSn. Al final me aburrM y cerrI la ducha.  Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
     - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
     Plata.  Eso nunca  viene mal.  AbrM la  puerta. AllM  estaba  Il, medio
desnudo,  en calzoncillos.  ParecMa  en Ixtasis; toda  su  melancolMa  habMa
desaparecido.
     - Toma -  dijo, entregAndome  el sobre  -. De  parte  de  la  humanidad
agradecida.
     - Me cago en tu humanidad. ¿CuAnto hay?
     - Teniendo en cuenta tu  coraje  mAs  allA del  deber y como excepciSn,
¡dos meses de sueldo!
     - SM, ganando dinero asM  yo podMa  vivir  tranquilamente.  Si  pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada  vacMo habrMa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
     -  Bueno, ¿estAs  contento?  - preguntS Kirill. Por  su  parte,  estaba
radiante, feliz; sonreMa de oreja a oreja.
     - No estA mal. ¿Y tZ?
     il no respondiS.  Se  prendiS a mi  cuello, me apretS  contra  su pecho
sudoroso y en seguida me apartS de un empujSn. DesapareciS en la ducha de al
lado.
     -
calzoncillos, supongo.
     - Nada  de eso. Tender estA rodeado de periodistas. TendrMas que verlo.
Se   ha  convertido  en  un  personaje  importantMsimo.  EstA  explicAndoles
autenticadamente...
     - ¿CSmo es que les estA explicando?
     - Autenticadamente.
     - EstA bien, seYAor. La prSxima vez vendrI con el diccionario, seYAor.
     Y en ese momento sentM como un shock elIctrico.
     - Espera, Kirill. Ven aquM.
     - Estoy desnudo.
     - Vamos, ven. No soy una damisela.
     SaliS. Lo  tomI  por los  hombros y lo puse de espaldas a  mM. Nada. Ya
podMa  haberlo imaginado. TenMa la  espalda limpia; las gotitas de  sudor se
estaban secando.
     - ¿QuI tienes con mi espalda?
     Le di una patada en  el traste desnudo, volvM a mi cubMculo  y cerrI la
puerta.
ahora las veMa aquM.
que me  hubiera  gustado era  ganarle a Richard, eso  era  lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a  barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de  la
mesa.
     - Kirill - gritI -, ¿irAs al Borscht esta noche?
     - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". CuAntas veces tengo que
repetMrtelo.
     - QuI importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarMa ganarle a Richard.
     - Oh, no sI, Red.  TZ, alma  simple, ni siquiera imaginas lo  que hemos
traMdo.
     - Y tZ sM, supongo.
     - Bueno, yo  tampoco,  eso es verdad.  Pero  ahora,  por  primera  vez,
sabemos para quI sirven  los vacMos; si  mi brillante  idea  funciona, voy a
escribir una monografMa y te la dedicarI personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
     - SM, y me mandarAn a la sombra por dos aYAos.
     - Pero quedarAs en  los anales de la ciencia. Le llamarAn  "la jarra de
Schuhart". ¿QuI te parece cSmo suena?
     Mientras bromeAbamos me vestM  y puse la petaca  vacMa en el  bolsillo;
despuIs contI mi dinero y me retirI.
     - Buena suerte, alma complicada.
     No respondiS. El agua hacMa muchMsimo ruido.
     En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e  inflado  como un
pavo, rodeado  de compaYAeros de trabajo, periodistas y un  par de sargentos,
que  reciIn acababan  de comer y de  escarbarse  los dientes. Parloteaba sin
parar.
     -  La  tecnologMa de que  gozamos - decMa  el  muy charlatAn  - permite
contar con una garantMa casi absoluta de seguridad y de Ixito.
     En ese momento, al verme, se sofrenS un poquito. SonriS y me saludS con
pequeYAas sacudidas de  mano. "Bueno, serA mejor que  desaparezcamos", pensI.
SeguM en lMnea recta hacia la puerta, pero ya me habMan pescado.  En seguida
oM pasos tras de mM.
     - ¡SeYAor Schuhart, seYAor Schuhart!
     - No habrA declaraciones.
     EchI a correr, pero no habMa forma de escaparse. TenMa un  tipo con  un
micrSfono a la derecha y otro con una cAmara a la izquierda.
     - ¿HabMa algo extraYAo en el garaje?
     -  No habrA declaraciones - repetM, tratando de poner la  nuca hacia la
cAmara -. Es un garaje, nada mAs.
     - Gracias. ¿QuI le parecen las turboplataformas?
     - Maravillosas.
     EmpecI a correrme hacia el baYAo de caballeros.
     - ¿QuI Piensa de la VisitaciSn?
     - Pregunte a los  cientMficos  - respondM, deslizAndome tras la  puerta
del baYAo.
     OM que rascaban la puerta y gritI:
     -  Les recomiendo efusivamente que  pregunten al  seYAor Tender por  quI
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura mAs interesante.
     Salieron a la  disparada  por el  corredor, mAs veloces que caballos de
carrera. AguardI  un  minuto. Silencio,  SaquI  la  cabeza.  Nadie. Entonces
proseguM  tranquilamente mi camino, silbando una melodMa. BajI el vestMbulo,
mostrI el pase al sargento polaco y vi que me hacMa la venia. Al parecer, yo
era el hIroe de la jornada.
     - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
     ExhibiS  tantos dientes  como si  le  hubieran  dicho  el  mejor de los
elogios.
     - Bueno, Red, usted es un hIroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
     - AsM que ahora tendrA  algo que contar  a las  chicas cuando vuelva  a
Suecia.
     - ¡QuI le parece!
     Supongo que tiene razSn, A decir verdad no me gustan los  tipos altos y
de mejillas rosadas.  Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya  a saber por
quI. La estatura no es lo mAs importante.
     Pensando en estas  cosas iba caminando por las calles, bajo el  sol; no
habMa nadie  por ahM.  De pronto sentM ganas de encontrarme con  Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsM nomAs, mirarla y tenerla  de la mano
por un rato.  DespuIs  de  estar  en la  Zona no se  puede hacer otra  cosa:
tenerse  de  las  manos y basta.  Especialmente si uno piensa  en  lo que se
comenta sobre cSmo salen los hijos de merodeadores.  ¿Pero  a quiIn le hacMa
falta estar  con Guta?
una botella de algo fuerte!
     PasI junto a  la  playa de  estacionamiento.  AllM  habMa un puesto  de
control,  con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos,  dotados
de reflectores y  ametralladoras, los  esfuerzos.  Y por supuesto  llenos de
policMas con cascos azules. Bloqueaban toda  la calle  y no habMa  forma  de
pasar.  SeguM caminando con los ojos bajos, porque no me  convenMa verlos en
ese momento, a la luz  del dMa. Entre ellos habMa  dos o tres personajes que
tenMa  miedo  de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una  suerte para ellos que Kirill  me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrMa descubierto a esas vMboras para
liquidarlas definitivamente.
     Me abrM paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado  cuando
oM que alguien gritaba:
     -
     Bueno,  eso  no tenMa nada que ver conmigo, asM que no me detuve; seguM
caminando  mientras  buscaba  un  cigarrillo  en  los bolsillos.  Alguien me
alcanzS y me tomS por la manga. Me sacudM aquella mano; volviIndome a medias
hacia el hombre, dije cortIsmente:
     - ¿QuI diablos estA haciendo, seYAor?
     - Un momento, merodeador - dijo Il -. Dos preguntas, no mAs.
     Lo mirI fijamente.  Era el capitAn Quarterblad,  un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
     -
     -  No trates de zafarte charlando, merodeador  - replicS, enojado,  sin
quitarme  los  ojos  de encima -. SerA  mejor  que  me digas por  quI no  te
detuviste en seguida cuando te llamI.
     DetrAs de Il habMa dos  cascos azules con las manos  en las pistoleras.
No se les veMan los ojos; sSlo  las mandMbulas moviIndose  bajo  los cascos.
¿De quI parte del CanadA traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allA? Por
lo general, los patrulleros no me  dan miedo a la luz del dMa, pero aquellos
escuerzos podMan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
     -  ¿Me llamaba  a mM, capitAn? -  exclamI  -. Me pareciS  que llamaba a
algZn merodeador.
     - ¿Y vas a decirme que tZ no lo eres?
     - Cuando  terminI el tiempo que me  dieron gracias a usted, capitAn, me
enderecI. AbandonI el merodeo. Gracias a usted abrM los ojos, si no  hubiera
sido por usted...
     - ¿QuI estabas haciendo en el Area de Prezona?
     - ¿CSmo quI estaba haciendo? Trabajo allM. Desde hace dos aYAos.
     Para terminar de una vez  con aquella desagradable  conversaciSn mostrI
mis papeles al capitAn  Quarterblad. TomS mi  libreta y la revisS pAgina por
pAgina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviS lo hizo con
gran placer. TenMa color en las mejillas y brillo en los ojos.
     - PerdSname,  Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste  en saco roto mis consejos.
si me  creerAs,  pero  hasta  en  aquel  momento  yo  sabMa que  terminarMas
enderezAndote. No podMa creer que un tipo como tZ...
     SiguiS y siguiS, como  si fuera un disco.  Al parecer me  habMa  echado
encima otro melancSlico curado. Lo escuchI, por supuesto, con los ojos bajos
en seYAal de modestia, entre gestos  de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo  tambiIn restreguI tMmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capitAn escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y  buscaron  un lugar mAs interesante. Mientras tanto,
el capitAn seguMa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciSn era
luz;  la ignorancia, oscuridad; el  SeYAor ama  y aprecia a  los trabajadores
honestos, etcItera, etcItera. Las  mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiSn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podMa
esperar.
     "Bueno,  me dije,  tendrAs  que pasar  tambiIn  por  esto. No  hay  mAs
remedio, asM que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya estA perdiendo el aliento. QuI suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezS  a hacer  seYAales.  El  capitAn  mirS  hacia  allA con un  suspiro de
fastidio y me tendiS la mano.
     -  Bueno,  me alegro de haberte visto, mi  honrado  seYAor Schuhart.  Me
habrMa  gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiS el mIdico, pero me  habrMa gustado  tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
     Dios no lo permita. Pero le  estrechI  la mano, me  ruboricI y  volvM a
restregar el  pie, todo como Il querMa. Al  fin me  dejS ir. SalM como  bala
hacia el Borscht.
     A esa hora del dMa el Borscht estA  siempre vacMo. DetrAs del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mirAndolos a trasluz. A propSsito, es extraYAo
que cuando uno entra los barman estIn siempre secando vasos como  si de ello
dependiera su salvaciSn. il se pasa el dMa asM: levantar un vaso, mirarlo de
reojo,  sostenerlo a la luz,  empaYAarlo  con el aliento  y  frotar. Frota  y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
     -
     Me mirS a travIs  del  vidrio, murmurS algo incomprensible y sin  decir
una palabra me sirviS cuatro dedos de vodka. Yo trepI a un taburete, tomI un
trago, hice una  mueca,  sacudM la  cabeza y  tomI otro trago.  La  heladera
ronroneaba, la  vitrola  automAtica  tocaba  algo  suave  y  lento y  Ernest
trabajaba con otro vaso.  Todo era paz. TerminI  mi copa y  la dejI sobre el
mostrador. Ernest me sirviS en seguida otros cuatro dedos.
     - ¿Mejor? - murmurS -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
     - Sigue frotando, ¿quieres? SabrAs que un tipo frotS hasta que apareciS
un genio. TerminS forrado en plata.
     - ¿QuiIn era? - PreguntS Ernest, suspicaz.
     - Otro barman de aquM. Antes de que vinieras.
     - ¿Y quI pasS?
     - Nada. Por quI  crees que ocurriS  esto de la VisitaciSn, fue de tanto
que frotS. ¿QuiInes crees que eran los visitantes?
     - Eres un vago - replicS Ernie, aprobando.
     Fue a la cocina y volviS con un plato de  salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimS  el ketchup  y volviS a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botMn; sabe tambiIn quI es lo que un merodeador necesita despuIs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
     TerminI las  salchichas,  encendM  un cigarrillo y  empecI  a  calcular
cuAnto podMa sacar Ernie con nosotros. No sI muy bien a cuAnto se venderA el
botMn en  Europa,  pero  dicen que un vacMo puede llegar  casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da mAs que cuatrocientos. Las  pilas, allA, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con  suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquM y otra
por  allA... y el jefe de estaciSn  tambiIn debe estar en la lista de pagos.
PensAndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
mAs. Y si lo pescan son diez aYAos de trabajos forzados.
     En   este  punto   un  tipo   muy  cortIs  interrumpiS  mis  honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habMa  visto entrar. Se anunciS bien al lado
mMo, pidiendo permiso para sentarse.
     - Por favor, no tiene por quI.
     Era un tipo  flaquito de nariz afilada, con corbata de moYAo. Su cara me
parecMa conocida, pero no podMa ubicarlo. SubiS al lado y dijo a Ernest:
     -
     En seguida se volviS hacia mM.
     - Disculpe  - dijo -, ¿no nos  conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
     - SM. ¿Y usted?
     SacS rApidamente su tarjeta de presentaciSn y me la puso enfrente:
     "Aloysius  Maenaught,   Agente   Plenipotenciario   de  la  Oficina  de
EmigraciSn" Claro que lo conocMa. Es  de los que joden  a la gente para  que
salga de  la  ciudad. Si tal  como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciSn inicial de Harmont,  quI  pretenderA  este tipo, limpiar la ciudad
por completo. ApartI la tarjeta con la uYAa.
     - No, gracias. No tengo interIs. Mi sueYAo es morir en mi ciudad natal.
     - Pero ¿por quI? - GritS Il en seguida -. Perdone mi indiscreciSn, pero
¿quI lo retiene aquM?
     - ¿CSmo? Lindos recuerdos  de la infancia. El  primer beso en  la plaza
municipal. Mamita  y papito. Mi primera  borrachera, en este  mismo  bar. La
comisarMa, tan querida para mM.
     SaquI un paYAuelo muy usado y me sequI los ojos.
     -
     il se  echS a reMr, tomS un  sorbito del  whisky canadiense y respondiS
pensativo.
     - No entiendo  cSmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad  la
vida es dura.  Hay control  militar,  pocas diversiones. La Zona  estA  a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre  un  volcAn.  PodrMa estallar  una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quI edad tiene  usted? ¿VeintidSs, veintitrIs? ¿No se
da cuenta de  que la Oficina es una organizaciSn de caridad? No ganamos nada
con  esto.  Lo Znico que  deseamos es que  la gente se vaya de este  agujero
infernal y vuelva a la corriente de la  vida.  Nosotros salimos de  garantMa
para la  mudanza, le buscamos  trabajo. En  el caso de la gente  joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
     - ¿Es decir que nadie quiere irse?
     -  No  tanto como  nadie.  Algunos se  estAn yendo,  sobre todo los que
tienen familia. Pero los jSvenes y los ancianos... ¿QuI buscan aquM? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
     Entonces le contestI como merecMa.
     -
Nuestra pequeYAa ciudad es un  agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a  su podrido  mundo que  lo  cambiaremos  por  completo.  Y  cuando
obtengamos  los conocimientos  haremos  ricos a  todos,  y volaremos  a  las
estrellas, y  viajaremos  adonde nos plazca. Esa es la clase  de agujero que
tenemos aquM.
     Me interrumpM en ese punto porque vi que Ernest me  miraba  atSnito. Me
sentM incSmodo;  por lo comZn no me gusta usar palabras ajenas,  ni siquiera
cuando  estoy de  acuerdo con  ellas. AdemAs todo eso me  salMa  medio raro.
Cuando  lo dice Kirill uno  escucha y se olvida de cerrar la  boca. Pero por
mAs que yo dijera lo mismo no me salMa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
     Ernie reaccionS velozmente  y  se apresurS  a  servirme  seis  dedos de
combustible,  como  para  que  recuperara  la  cordura.  El  narigudo  seYAor
Maenaught volviS a sorber su whisky.
     - Claro, por  supuesto. Las pilas  inagotables,  la panacea  azul. Pero
seYAor, ¿de veras cree que todo serA como usted dice?
     -  Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mM: ¿quI tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sI bien. Se rompen el lomo todo el dMa y miran televisiSn toda la noche.
     - No es obligatorio que vaya a Europa.
     - Todo es igual, salvo que en la AntArtida hace frMo.
     Lo  mAs asombroso es  que  yo creMa  hasta con la  panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces  mAs
querida que  todas las Europas y las  africas. Y todavMa no estaba borracho.
Por   un  instante  habMa   imaginado  cSmo  tendrMa  que  volver  a   casa,
arrastrAndome, con una manga de cretinos como yo; cSmo  me  empujarMan  y me
estrujarMan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
     - ¿Y usted? - preguntS el hombre a Ernest.
     - Yo tengo mi negocio -  respondiS  Iste, dAndose importancia -. No soy
ningZn  pobretSn. He  invertido  todo  mi dinero en  este negocio. Hasta  el
comandante  de  la  base viene aquM de  vez  en  cuando; un general, ¿quI le
parece? ¿CSmo me voy a ir?
     El  seYAor  Aloysius Maenaught tratS de  ganar  algunos  puntos  citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. TomI un buen trago, bien largo saquI un
montSn de  cambio del  bolsillo, me  bajI  del taburete y  carguI la vitrola
automAtica.  Hay  una  canciSn allM que se  llama  "No vuelvas  si no  estAs
seguro". Me causa un buen efecto despuIs de haber estado en la Zona.
     La vitrola aullaba y arrullaba.  Me llevI  el vaso  a un  rincSn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un  solo brazo, y el tiempo
pasS  volando,  como  un  pAjaro. Cuando  echaba  el  Zltimo centavo  en  el
artefacto entraron  Richard  Noonan y  Gutalin,  para  echarse en los brazos
hospitalarios del  bar. Gutalin estaba  mamado; los ojos  se le daban vuelta
para  todos lados  y buscaba  dSnde poner el puYAo.  Richard Noonan lo  tenMa
tiernamente por el codo y lo distraMa con chistes.
un  mono negro y enorme;  las manos le llegan  hasta las  rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
     - ¡Eh! - gritS Dick  -. ¡AllA estA Red! ¡Ven con nosotros!
rugiS Gutalin -. En esta ciudad hay sSlo dos  hombres de verdad:
Los demAs son todos cerdos o hijos de SatanAs. TZ tambiIn sirves al demonio,
Red, pero todavMa eres humano.
     Me acerquI con mi copa. Gutalin me quitS la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
     -
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
     - Lloremos - dije -. Bebamos las lAgrimas del pecado.
     - Porque el dMa estA cerca - anunciS Gutalin -. Porque el corcel blanco
estA  ensillado y  su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de  los  que se  hayan vendido  a SatanAs  serAn  en vano. SSlo los  que han
resistido a Il se salvarAn. Ustedes, hijos del hombre,  que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los  juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de SatanAs, a ustedes les digo: ¡EstAn ciegos!
despierten antes de que  sea demasiado  tarde!
diablo!
     Se  interrumpiS  como si hubiera  olvidado lo  que  seguMa.  De  pronto
preguntS, en tono distinto.
     -  ¿Puedo tomar un trago aquM?  Sabes, Red, me  emborrachI de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, estAn cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiIn".  Pero  ellos  se  rMen, nada mAs.  Por  eso le
aplastI la nariz al dueYAo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quI?
     Dick se acercS y puso la botella sobre la mesa.
     - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
     Dick me echS una mirada de soslayo.
     - EstA dentro de la ley  - dije -.  Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciSn.
     - ¿Fuiste a la Zona? - preguntS Dick -. ¿Trajiste algo?
     - Un vacMo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
     - ¡Un vacMo! - repitiS Gutalin, lleno de  pena  -.
por vaya  a saber  quI  vacMo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CSmo sabes, Red, cuAnto de pena y de pecado...?
     - Calla,  Gutalin  -  dije severamente -. Bebe y  festeja que  yo  haya
vuelto con vida. Por el Ixito, amigos mMos.
     Dio buen  resultado aquel brindis por el Ixito.  Gutalin se vino  abajo
por completo. Sollozaba, las lAgrimas le brotaban como agua  de una canilla.
Lo conozco bien; es nada mAs que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una  tentaciSn  del  diablo.  Que no  deberMamos sacar  nada  de allM  y que
deberMamos poner  de  nuevo  en  ella  todo  lo que  hemos sacado.  Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me  gusta; me refiero a  Gutalin. Siempre me  gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botMn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y  de noche lo lleva a  la Zona y  lo entierra.  Estaba esperando,
pero pronto pararMa.
     - ¿QuI es  un vacMo lleno? - preguntS Dick -. SI quI  son los vacMos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
     Se lo expliquI. il asintiS y se lamiS los labios.
     - SM, es muy interesante. Una cosa  nueva. ¿Con  quiIn fuiste,  con  el
ruso?
     - SM,  con Kirill  y Tender.  Lo conoces, ¿no? Es nuestro  asistente de
laboratorio.
     - Te habrAn vuelto loco.
     -  Nada  de  eso,  se portaron  muy bien. Especialmente Kirill.  Es  un
merodeador nato. Necesita un poco mAs de  experiencia  que le lime el apuro.
Con Il irMa a la Zona todos los dMas.
     - ¿Y todas las noches? - preguntS, con una mueca de borracho.
     - TermMnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
     - Un chiste es un chiste, ya lo sI, pero me puede meter en un montSn de
problemas. Te debo uno.
     - ¿QuiIn tiene uno? - preguntS Gutalin, excitado -. ¿CuAl es?
     Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su  silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiS. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando mAs y mAs gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se  habMan  ocupado. Ernest llamS  a  las muchachas, que empezaron  a servir
bebidas a los  clientes:  cerveza, cScteles,  vodka. NotI  que  habMa muchas
caras nuevas  en la ciudad, Zltimamente; en su mayorMa, jSvenes novatos  con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionI
a Dick y Il asintiS.
     - ¿QuI quieres?
     -  EstAn  empezando  un  montSn de  construcciones. El Instituto  va  a
levantar  tres edificios nuevos.  AdemAs piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho  viejo. Ya  se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
     -  ¿CuAndo  fueron buenos los tiempos  para los merodeadores? - observI
yo.
     Y pensI: "Caramba,  ¿quI novedades son  Istas?  Parece que ya  no voy a
poder hacer un  poco  de plata extra por ese lado.  Tal vez sea para  mejor.
Menos  tentaciones. IrI a la Zona de dMa,  como un ciudadano  decente. No se
gana lo mismo,  por supuesto, pero es mucho mAs seguro.  La cabina, el traje
especial y todo  eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo  y  emborracharme con  las  bonificaciones". Pero entonces  me  sentM
verdaderamente  deprimido.  Otra vez a  juntar  centavitos:  Esto  lo  puedo
comprar,  esto no. TendrMa  que  ahorrar para comprar a Guta los  trapos mAs
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dMas eran grises,  y tambiIn las tardes, y tambiIn  las
noches.
     Y mientras yo pensaba asM Dick me chillaba en la oreja:
     -  Anoche,  en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabMa unos tipos  nuevos.  No me  gustS nada el aspecto  que tenMan.  Uno se
acercS a mM e iniciS una  conversaciSn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocMa, que sabe lo que hago, dSnde trabajo, e insinuando que Il me pagarMa
muy bien por varios servicios.
     - Un pasador de datos - dije.
     Eso no me interesaba  mucho. Estaba harto de  pasadores de datos  y  de
charlas sobre trabajitos.
     - No, compaYAero, no  era  eso. Escucha. Le  seguM  la  corriente por un
rato, con  mucho cuidado, por supuesto. Tiene interIs en ciertos objetos que
hay en  la  Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas,  las gotitas
negras  y  esas tonterMas  no le  atraen  en absoluto.  Se  limitS a sugerir
indirectamente lo que quiere.
     - ¿QuI es?
     - Jalea de brujas, por lo  que  entendM - respondiS Dick, mirAndome con
expresiSn extraYAa.
     - Oh,  asM que  quiere jalea de brujas, ¿eh? Y  ya que  estamos, ¿no le
gustarMan algunas lAmparas de la muerte?
     - Eso mismo le preguntI yo.
     - ¿Y?
     - ¿Me creerAs si te digo que tambiIn quiere?
     - ¿Ah, sM? -  dije -. Bueno, que vaya  a buscarlas, Es  una pavada. Los
sStanos estAn  llenos de  jalea  de brujas. Que  agarre un  balde  y vaya  a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
     Dick  no  respondiS; me mirS sin  sonreMr siquiera. ¿QuI diablos estaba
pensando? ¿No tendrMa intenciones  de contratarme a mM? Y  en ese momento se
me ocurriS.
     - Un momento - dije -. ¿QuiIn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
     -  EstA  bien -  replicS Dick, hablando  con  lentitud y  sin  dejar de
observarme -. Es en la investigaciSn donde estA el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiIn era Ise?
     No, no entendMa nada.
     - ¿Te refieres a los Visitantes?
     il riS, me palmeS la mano y dijo:
     - ¿Por quI no tomas un trago?
     - Por mi parte, de acuerdo.
     Pero me sentMa enojado. AsM que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
     - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
     Gutalin  estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacMa sobre  la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaYAMa.
     - Ahora bien - exclamI despuIs -. No sI si soy un alma simple o un alma
complicada, pero  te dirI lo que puedes hacer  con ese  tipo. Ya  sabes cSmo
quiero a la policMa, pero lo denunciarMa.
     - Seguro.  Y entonces la policMa te preguntarMa por quI  ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
     - No importa  -  repuse, sacudiendo la  cabeza -.  TZ, pedazo de idiota
gordinflSn, hace sSlo tres aYAos que estAs en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas mAs que en el cine. TendrMas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de  agallas,  que no piden  mAs que plata y mAs plata, pero  ni siquiera  el
finado  Zalamero se habrMa metido en  un  asunto de  esos. Cuervo  Burbridge
tampoco aceptarMa. No quiero ni  pensar  quI clase de tipo puede querer  esa
jalea de brujas y para quI.
     - Bueno, tienes razSn - dijo  Dick -. Pero te dirI:  no me gustarMa que
cualquier dMa me encontraran en la cama, habiendo cometido  suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona prActica,  y me gusta vivir.  Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrI.
     - ¡SeYAor Noonan! - gritS Ernest desde el mostrador -.
     -
de EnvMos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
     Se levantS para atender el telIfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin  no ayudaba en nada,  ataquI la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde  vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fAcil hablar
de la paz eterna y de la armonMa que  vendrA de  la Zona.  Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por  el contrario, es inteligente de veras), pero no  sabe
un  bledo  de  la  vida.  Ni  siquiera  imagina  quI clase  de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea  de brujas. Gutalin serA un borrachMn y  un chiflado por  la religiSn,
pero a lo mejor no estA tan desacertado. Tal vez  deberMamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
     Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupS la silla de Dick.
     - ¿El seYAor Schuhart?
     - SM. ¿QuI hay?
     - Me llamo Creonte. Soy de Malta.
     - ¿CSmo andan las cosas por Malta?
     -  Las cosas  andan muy  bien por  Malta, pero no es de eso  que querMa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
     "AjA", pensI. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en Il. AquM estA este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavMa no sabe lo
que es afeitarse o besar a  una mujer. Pero a Ernest  no le importa nada. Lo
Znico  que  quiere es mandar mAs gente a la Zona. SSlo uno de cada tres sale
con botMn, pero eso para Il es dinero."
     - ¿CSmo anda el viejo Ernest? - preguntI. il mirS hacia el mostrador.
     - Tiene buen aspecto. Me gustarMa estar en lugar de Il.
     - A mM no. ¿Quiere una copa?
     - Gracias, no bebo.
     - ¿Un cigarrillo?
     - Perdone, pero tampoco fumo.
     - Maldito seas. ¿Para quI  diablos quieres la  plata,  entonces?  il se
ruborizS y dejS de sonreMr.
     - Tal vez eso sea  cosa  mMa  solamente  - dijo  en voz baja -.  ¿No le
parece, seYAor Schuhart?
     - Tienes toda la razSn del mundo.
     Me servM otros cuatro dedos, Ya  me estaba zumbando la cabeza  y sentMa
una  agradable  pesadez  en  los  miembros. La Zona  me  habMa liberado  por
completo.
     -  En  este  momento estoy  completamente  borracho - aclarI  -.  Estoy
celebrando,  como puedes ver.  EntrI en  la Zona,  salM  vivo  y ademAs  con
dinero. Eso no ocurre con  frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavMa.  AsM que preferirMa  dejar  cualquier asunto  serio  para mAs
tarde.
     il se  levantS de un salto,  pidiendo disculpas. Entonces  vi que  Dick
habMa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traMa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
     - A que tus tanques pierden otra vez el vacMo.
     - SM - dijo -. Otra vez.
     Se  sentS, se  sirviS un trago y volviS a llenar mi vaso. ComprendM que
el  problema  no  tenla  ninguna  relaciSn con mercaderMas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envMos:
     -  Bebamos,  Red - dijo, y sin esperarme bajS su vaso de un  trago y se
sirviS otro -. ¿Sabes que muriS Kirill Panov?
     Estaba tan aturdido que no entendM bien. Alguien habMa muerto, y quI.
     - Bueno, bebamos por el difunto.
     Me mirS abriendo  mucho los  ojos.  SSlo entonces sentM  como si  se me
hubiera roto un  resorte dentro  del cuerpo. Recuerdo  que me levantI  y  me
apoyI contra la mesa para mirarlo.
     - ¿Kirill?
     TenMa la telaraYAa ante los ojos,  la oMa crujir al romperse. Y a travIs
del misterioso ruido  de ese crujir oM la voz  de Dick, como  si viniera  de
otra habitaciSn.
     -  Ataque  al  corazSn. Lo  encontraron  en  la  ducha,  desnudo. Nadie
entiende   quI   le  pasS.  Preguntaron   por  ti.  Les  dije   que  estabas
perfectamente.
     - ¿QuI quieren entender? Es la Zona.
     - SiIntate. SiIntate y toma algo.
     -  La Zona - repetM, sin poder dejar  de pronunciar  esa  palabra -. La
Zona, la Zona...
     No veMa nada  a mi  alrededor,  salvo la telaraYAa. Todo  el  bar estaba
preso  en la  telaraYAa, y  cuando  la  gente  se  movMa  la telaraYAa  crujMa
suavemente.  El muchacho  maltIs  estaba de pie  en  el medio, con  cara  de
sorprendido. No comprendMa una palabra.
     -  Muchachito  -  le  dije  con  suavidad  -,  ¿cuAnto  necesitas?  ¿Te
alcanzarMa con mil? Toma, aquM tienes.
     Le arrojI el dinero a puYAados y empecI a gritar:
     -  ¡Ve a decirle a Ernest que  es un hijo de puta,  una porquerMa!
tengas  miedo,  dMselo! Porque  ademAs es cobarde. DMselo, y  despuIs te vas
directamente  a  la estaciSn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sI  que  otra cosa gritI. Pero sM  recuerdo que  terminI
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
     - Parece que hoy tienes dinero - dijo.
     - SM, tengo un poco.
     -  ¿Por  quI  no  me  haces un prIstamo? MaYAana  tengo  que  pagar  los
impuestos.
     En ese momento me  di cuenta de que tenMa un manojo de  billetes en  la
mano.
     - AsM que no acepto - dije, mirando el montSn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que  veo.  Bueno,  yo no tengo nada que ver con eso.
Todo estA en manos del destino.
     - ¿QuI te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
     - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
     Listo para las duchas.
     - ¿Por quI no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
     - MuriS Kirill - le dije.
     - ¿QuI Kirill? ¿El manco?
     MAs manco serAs tZ, hijo de puta. Ni con mil como tZ se podrMa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte,  eso  es.  Nos  tienes  a todos comprados  con  tu plata. ¿Te
gustarMa que te hiciera pedazos el local?
     Justo  cuando  retrocedo para  asestarle uno de los buenos  alguien  me
sujetS y me  llevS a otro  lado.  Yo  no entendMa  nada ni  querMa entender.
GritI, luchI,  lancI puntapiIs. Cuando recobrI el sentido estaba en el baYAo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocM al mirarme en
el espejo. Se me contraMa la mejilla, cosa que nunca  me habMa pasado. Desde
fuera me llegS ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, mAs potentes que los de un oso pardo:
     -
simientes del diablo?
     Y el ulular de las sirenas de policMa.
     En cuanto las oM, mi cerebro se aclarS  como un  cristal. RecordI todo,
supe  todo, comprendM todo. En el alma no me quedaba mAs que un odio helado.
"¡Muy  bien!,  pensI,
merodeador, grandMsimo chupasangre!".
     SaquI  un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretI
un par de  veces para ponerlo en funcionamiento, abrM la puerta  que daba al
bar y lo dejI caer silenciosamente en la escupidera. DespuIs abrM la ventana
y  salM a la calle. Me habrMa gustado quedarme por allM para ver quI pasaba,
pero  tenMa  que irme  cuanto  antes. Los picapicas me provocan  hemorragias
nasales.
     Mientras  corrMa por  el patio trasero oM que  mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas  antes que los  humanos. En seguida
alguno  de los que  estaban en  el bar chillS con  tantas  ganas  que se  me
taparon los  oMdos, aun a esa distancia. No me costS imaginar a esa multitud
que se  enloquecMa allM dentro: algunos caerMan en  una profunda  depresiSn,
otras  saldrMan  volando  y  algunos se  dejarMan  ganar  por el  pAnico. El
picapica es algo terrible. PasarA mucho tiempo  antes de que Ernest vuelva a
llenar  el  local.  No  le costarA  mucho adivinar  que  fue obra  mMa,  por
supuesto, pero  me importa un rAbano. Se acabS. Red,  el  merodeador, ya  no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseYAar  a  otros tontos a
arriesgar  la de ellos. Kirill,  compaYAero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razSn. ise no  es
sitio para seres humanos. La Zona estA maldita.
     SaltI  por el  cerco y tomI rumbo a casa. Me  mordMa los labios;  tenMa
ganas de llorar, pero no podMa. No veMa mAs  que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaYAerito, mi Znico amigo, ¿cSmo pudo ocurrir esto? ¿CSmo me las arreglarI
sin ti? TZ  me pintabas  imAgenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorarA por ti, pero yo  no puedo.  Y
todo fue culpa mMa. MMa,  mMa solamente,  porque soy  un inZtil. ¿CSmo se me
ocurriS  meterte en ese garaje sin  dejar  que acostumbraras los  ojos a  la
oscuridad?
     HabMa  vivido toda  mi existencia como un lobo, sin preocuparme mAs que
por  mM mismo.  Y de pronto habMa  decidido  convertirme en  un  benefactor,
hacerle un pequeYAo regalo. ¿Para quI demonios le  mencionI  ese vacMo?  Cada
vez que lo pensaba sentMa un dolor en la garganta, ganas de aullar.  Tal vez
lo hice,  porque la  gente me evitaba por la  calle. Y de  pronto  las cosas
mejoraron: Guta  venMa  hacia mM.  VenMa hacia mM, mM preciosa,  mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceAndose sobre las
rodillas.  En cada puerta habMa un par  de  ojos  que la seguMan, pero  ella
caminaba en lMnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta  entonces de que me
estaba buscando.
     - Hola - dije -. Guta, ¿adSnde vas?
     ApreciS con una sola mirada mi cara  aporreada,  mi  chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
     - Hola, Red. Iba a verte.
     - Ya lo sI. Vamos a mi casa.
     Se volviS sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello  largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
     - No sI, Red. Tal vez no quieras verme mAs.
     Se me estrujS el corazSn. ¿Y eso? Pero hablI tranquilamente:
     - No entiendo adSnde quieres llegar,  Guta.  Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quI crees que no voy a querer verte mAs?
     La tomI de la mano y los dos echamos a andar  lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habMan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo  en
esa calle desde  que nacM  y todos conocen muy  bien a  Red. Y el que no  me
conoce no tardarA en hacerlo; es algo que se siente.
     - MamA  quiere  que me haga un  aborto -  dijo, de pronto  -. Y  yo  no
quiero.
     Di varios pasos mAs antes de comprender lo que estaba diciendo.
     -  No quiero abortar.  Quiero tener un hijo tuyo.  Puedes hacer  lo que
quieras, irte al Zltimo rincSn del mundo. No te voy a retener.
     La  escuchI, vi que se iba alterando mAs y mAs, mientras  yo me  sentMa
cada vez mAs aturdido. Eso no tenMa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre mAs.
     - Ella me dice que si tengo un hijo de un  merodeador serA un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no  tendremos  familia.  Que hoy
estAs  libre y  maYAana en  la  cArcel.  Pero todo eso  no me importa,  estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme  sola y criarlo  hasta  que sea
hombre: sola. Lo tendrI sola, lo criarI sola y lo educarI sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiIn,  pero no vuelvas a buscarme. No te dejarI pasar de
la puerta.
     - Guta, querida mMa - dije -, espera un minuto...
     No pude seguir hablando. Una  risa nerviosa, idiota,  me crecMa dentro,
surgMa ya.
     - Pichoncita mMa, entonces ¿para quI me buscas?
     Estaba riendo  como un campesino estZpido  mientras ella lloraba contra
mi pecho,
     - ¿QuI  serA de nosotros,  Red? -  preguntS entre sus  lAgrimas -. ¿QuI
serA de nosotros?

     2. Redrick Schuhart, veintiocho aYAos, casado, sin ocupaciSn permanente.

     Redrick Schuhart, echado tras  una lApida, observaba al patrullero  por
entre las  ramas  del fresno, los reflectores del coche se paseaban  por  el
cementerio; de  vez en cuando le daban en los  ojos, haciIndole parpadear  y
contener el aliento.
     HabMan pasado dos horas,  pero nada cambiaba en la ruta. El  patrullero
seguMa estacionado en  el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus  tres  reflectores  las  tumbas  en  decadencia,  las  cruces torcidas y
herrumbradas,  los fresnos demasiado crecidos y  sin podar,  y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allM, a la izquierda.
     La patrulla de la costa tenMa miedo a la Zona. Ni siquiera  bajaban del
coche. Cerca del  cementerio el miedo  era  tan grande que no se  atrevMan a
disparar. Redrick los  oMa hablar en voz baja  de tanto  en tanto; a  veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del  coche para  rodar  por la ruta,
resbalando, esparciendo dIbiles chispas rojas. Todo estaba muy hZmedo; habMa
llovido  poco  antes, y aquel  frMo malsano se  le filtraba por el  mameluco
impermeable.
     Redrick soltS la rama  con cuidado, volviS la cabeza y prestS atenciSn.
Hacia  la  izquierda (en algZn sitio  no  demasiado  alejado,  pero  tampoco
demasiado cerca) habMa otra persona. OyS crujir  las hojas una vez mAs, y la
tierra que cedMa; al fin se oyS el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezS a arrastrarse  hacia atrAs, con mucha prudencia y  sin volver
la cabeza, aferrado  al pasto hZmedo. El rayo luminoso le pasS  por sobre la
cabeza. il permaneciS un instante quieto como una estatua, siguiIndolo en su
silencioso paseo. Entre las  cruces  le pareciS ver  a  un hombre de  negro,
sentado  sin  moverse en  una de  las tumbas.  Estaba apoyado sin  disimular
contra un  obelisco de mArmol y volvMa  hacia  Redrick  la cara  blanca, las
cuencas negras y hundidas. No  lo habMa visto con claridad, pues apenas  fue
un segundo, pero tenMa todos los detalles archivados en la imaginaciSn.
     Se arrastrS unos  pasos mAs y buscS la petaca que tenMa en la chaqueta.
La sacS; apoyS el metal caliente contra la mejilla durante un rato. DespuIs,
aZn aferrado a  la  petaca, siguiS reptando.  DejS de escuchar  y mirS  a su
alrededor.
     En la pared habMa una abertura.  AllM estaba Burbridge,  con un agujero
de bala  en  el impermeable a rayas  de color gris  plomo. TodavMa seguMa de
espaldas, tironeando del cuello  de su tricota con las dos manos y  gimiendo
de dolor. Redrick se  sentS  junto a Il y desenroscS la  tapa de la  petaca.
LevantS con cuidado la cabeza a su compaYAero, sintiendo en la palma la calva
caliente,  sudorosa,  pegajosa, y le  llevS el  pico  a  los  labios. Estaba
oscuro, pero los dIbiles  rayos  de los  reflectores le permitieron ver  los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la  oscura  barba de pocos dMas que
le cubrMa las mejillas. Burbridge bebiS Avidamente varios tragos; en seguida
tendiS una mano nerviosa para palpar el saco donde tenMa el botMn.
     -  Volviste... Red... Buen compaYAero.  No  eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
     Redrick echS la cabeza atrAs y tomS un trago largo.
     - TodavMa estA allM, como si estuviera clavado a la ruta.
     - No es casualidad. Alguien pasS el dato. Nos estaba esperando.
     Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
     - Puede ser - respondiS Redrick -. ¿Quieres otro trago?
     -  No. Por ahora basta.  No me abandones. Si no me abandonas no morirI.
No tendrAs que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarAs, Red?
     Redrick  no  respondiS. Estaba mirando  hacia  la  carretera, hacia los
destellos de  luz. Desde  allM veMa  el  obelisco de mArmol, pero  no  si Il
estaba sentado allM o no.
     - Oye, Red, no estoy diciendo tonterMas. No te arrepentirAs. ¿Sabes por
quI vive todavMa el viejo  Burbridge?  ¿Lo  sabes?  Bob  el  Gorila reventS.
FaraSn  el  Banquero  estirS la  pata,  y quI  merodeador  era, pero  muriS.
Zalamero tambiIn.  Y  Norman el Cuatro-Ojos,  y Culligan,  y  Pedro el RoYAa.
Todos. Soy el Znico que sigue vivo. ¿Y por quI? ¿Lo sabes?
     -  Siempre  fuiste una  rata - dijo Red, sin  quitar  los  ojos  de  la
carretera -. Un hijo de puta.
     - Una  rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraSn,  Zalamero...  Sin  embargo soy el Znico  que queda. ¿Sabes por
quI?
     - SM, lo sI - dijo Red, para acabar con la charla.
     - Mientes. No lo sabes. ¿Has oMdo hablar de la Bola Dorada?
     - SM.
     - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
     - SerA mejor que calles. Ahorra fuerzas.
     -  Estoy  bien. TZ me  sacarAs  de  aquM.  Hemos  ido  a la Zona tantas
veces...  ¿SerMas  capaz  de  abandonarme?  Te  conocM  cuando...  Eras  tan
chiquito... Tu padre...
     Redrick  no  respondiS.  Hubiera  dado  cualquier  cosa  por  fumar  un
cigarrillo.  SacS uno, rompiS  el  tabaco entre las manos  y lo  olfateS. No
sirviS de nada.
     - Tienes que sacarme de aquM. Me quemI por causa tuya. Fuiste tZ el que
no quiso traer al maltIs.
     El maltIs ardMa  por  ir con ellos. Los habMa  tentado toda  la  tarde,
ofreciIndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirMa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado  junto a Il, seguMa guiYAando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "LlevImoslo, no nos irA mal".  Tal vez fue por eso que  Red
se negS.
     -  Te pasS eso por ambicioso - dijo frMamente  Red -, Yo no  tengo nada
que ver. SerA mejor que te quedes quieto.
     Por un rato Burbridge se limitS a gemir. VolviS a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrAs.
     - Puedes quedarte con todo el botMn - jadeS -. Pero no me abandones.
     Redrick  mirS su reloj. No faltaba mucho para el  alba, y el patrullero
no se  iba.  Los reflectores seguMan  buscando entre  los arbustos,  y ellos
habMan dejado el jeep  camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarMan en cualquier momento.
     -  La  Bola Dorada - dijo Burbridge  -. La  hallI.  Se contaban  tantas
leyendas  sobre  ella.  Yo  mismo  inventI  unas  cuantas.  Que te  concedMa
cualquier deseo...
aquM. EstarMa dAndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
     Redrick bajS la vista hacia Il. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecMa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
     -  Juventud eterna, quI  diablos la iba a conseguir. Plata, eso  menos,
quI diablos. Pero conseguM salud.  Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quI lugares he estado, pero todavMa estoy vivo.
     Se lamiS los labios y prosiguiS:
     - SSlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
     - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin  -.  Pareces una  mujer. Si
puedo te sacarI de aquM. Lo siento por tu Dina. TendrA que hacer la calle.
     - Dina - susurrS Asperamente el viejo -. Mi pequeYAa. Mi preciosa. EstAn
malcriados, Red. Nunca  les neguI nada. Se verAn perdidos. Arthur, mi Artie.
TZ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como Il?
     - Ya te lo dije: si puedo te salvarI.
     - No - replicS Burbridge, tercamente  -.  Me  sacarAs de  aquM sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dSnde estA?
     - Dale.
     Burbridge gimiS y moviS el cuerpo.
     - Mis piernas... FMjate cSmo estAn.
     Redrick  alargS una mano y la  deslizS por  la pierna, por debajo de la
rodilla.
     - Los huesos... - gimiS el herido -. ¿TodavMa hay huesos allM?
     - Hay huesos. Deja de meter bulla.
     - EstAs mintiendo. ¿Para quI mentir? ¿Crees que no lo sI, que nunca  he
visto nada de esto?
     En realidad no tocaba mAs que la rStula. Por debajo, hasta el  tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podMan haber hecho nudos con ella.
     - Las rodillas estAn enteras - dijo Red.
     - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
     - Bueno, estA bien. TZ sAcame de aquM, nada mAs.  Te darI todo. La Bola
Dorada. Te dibujarI un mapa. Con todas las trampas. Te contarI todo.
     PrometiS muchas  otras  cosas, pero  Redrick no le  prestaba  atenciSn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habMan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergMan sobre aquel obelisco. En la
neblina  azul brillante,  Redrick  vio  que  la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre  las cruces; parecMa moverse a  ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de  ella para continuar
la  marcha, con los brazos extendidos hacia adelante  y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciS  como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuIs reapareciS hacia la derecha, algo  mAs lejos; caminaba con
una  terquedad inhumana  y estrafalaria, como un juguete al  que le hubieran
dado cuerda.
     De pronto  las luces  se  apagaron. ChirriS  la transmisiSn,  rugiS  el
motor;  entre las matas aparecieron las luces de seYAales, azules y rojas. El
patrullero saliS disparado, acelerando salvajemente  rumbo  a  la ciudad,  y
desapareciS tras el muro.
     Redrick tragS saliva y bajS la cremallera de su mameluco.
     - Se han ido - murmurS Burbridge, febril -. Red, vAmonos, pronto.
     GirS sobre sM, buscando a tientas su bolsa, y tratS de levantarse.
     - Vamos, ¿quI esperas?
     Redrick seguMa mirando hacia la ruta. Estaba a  oscuras y ya no se veMa
nada,  pero Il  merodeaba todavMa por  ahM,  seguramente, como un  autSmata,
tropezando, cayendo,  golpeAndose contra  las  cruces  o enredAndose  en los
matorrales.
     - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
     LevantS a Burbridge, que se le  colgS del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrS en cuatro patas, llevAndolo
sobre la espalda; asM pasS por la grieta de la pared, agarrAndose del  pasto
mojado.
     - Vamos,  vamos - susurrS Asperamente Burbridge  -. No te preocupes: yo
tengo el botMn y no lo soltarI.
     El sendero le era conocido,  pero el  pasto mojado lo hacMa resbaloso y
las ramas de los  fresnos  le  azotaban  la cara;  aquel  viejo robusto  era
insoportablemente pesado, como un cadAver; la bolsa  del botMn hacMa ruido y
se enganchaba en todas partes; ademAs Red tenMa miedo de encontrarse con Il,
que podMa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
     Cuando salieron  a  la carretera todavMa  estaba  oscuro,  pero  ya  se
presentMa el  alba. En  los bosquecillos,  del otro  lado de  la  ruta,  los
pAjaros  comenzaban  a piar,  inseguros  y soYAolientos, la penumbra nocturna
estaba  tomando  un tono azul  sobre  las  casas  negras  de  los  suburbios
distantes.  Desde  allM  venMa  una brisa  hZmeda  y  frMa.  Redrick  dejS a
Burbridge en  el recodo de la ruta y cruzS el pavimento como una  gran araYAa
negra.  No tardS en  hallar  el  jeep;  apartS  las  ramas que  cubrMan  los
paragolpes y  la capota,  y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllM estaba Burbridge, con  la bolsa en  una mano, tocAndose las piernas con
la otra.
     - ¡ApZrate! ApZrate, las rodillas, todavMa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
     Redrick lo levantS y lo arrojS por sobre su costado,  hacia  el asiento
trasero.  Burbridge aterrizS allM con un gruYAido, pero  sin soltar la bolsa.
Redrick recogiS el impermeable de rayas grises y lo cubriS con Il. Burbridge
logrS incluso quitarse el saco.
     Red sacS  una linterna y revisS el recodo en busca de huellas. No habMa
muchas.  El  jeep  habMa  aplastado  algunos  pastos altos  al  salir  a  la
carretera, pero la hierba se volverMa a erguir en un par de horas. HabMa una
enorme cantidad  de colillas en torno al sitio que ocupara  un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordS que tenMa ganas de fumar. EncendiS un
cigarrillo,  aunque mAs  aun  deseaba salir de allM  lo  antes posible. Pero
todavMa no podrMa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
     - ¿QuI pasa?  - gimiS Burbridge desde el auto -. TodavMa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca estAn secos.  ¿QuI  espera?
botMn!
     - ¡CAllate!
     - ¿QuI  suburbios? ¿EstAs loco?
puta!
     Redrick dio  una  Zltima chupada y guardS  la  colilla en  la  caja  de
fSsforos.
     - No seas idiota, Cuervo. No  podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrAn por lo menos una vez.
     - ¿Y quI?
     - En cuanto te vean los pies se acabS la juerga.
     - ¿QuI hay con  mis  pies? Estuvimos  pescando. Me lastimI las piernas,
eso es todo.
     - ¿Y si te las palpan?
     - Que las palpen. GritarI tanto que no volverAn a palpar, una pierna en
su vida.
     Pero Redrick ya estaba decidido.  LevantS el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriS un compartimiento secreto y dijo:
     - A ver, dame eso.
     El tanque de nafta  que tenMan  bajo el asiento era falso. Redrick tomS
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciSn a los tintineos que se oMan en
ella.
     - No quiero correr ningZn riesgo - murmurS -. No tengo derecho.
     VolviS  a  poner  la  tapa, la  cubriS con basuras  y trapos  y  colocS
nuevamente el asiento. Burbridge gemMa, gruYAMa, le  suplicaba que se apurara
y le prometMa la Bola Dorada. AgitAndose en el asiento,  miraba ansiosamente
los rayos  de  luz,  cada vez mAs intensos.  Redrick no le  prestS atenciSn;
abriS la bolsa plAstica llena de agua, que contenMa un pez, y volcS el  agua
sobre  los  aparejos  de pesca;  en  cuanto al agitado  pez, lo  echS  en el
canasto. DespuIs doblS  la bolsa de  plAstico y se la guardS en el bolsillo.
Ya  estaba todo en orden: dos pescadores  que volvMan de una  salida no  muy
provechosa. Se instalS al volante y puso el motor en marcha.
     No encendiS las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendMa aquel muro de  tres metros  de ancho,  bordeando  la Zona; hacia la
derecha,  de  vez  en  cuando,  alguna cabaYAa abandonada,  con  las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veMa bien en la oscuridad; ademAs,
de  cualquier modo, ya  no estaba tan oscuro, y por otra parte  Il sabMa que
vendrMa.  AsM  que  cuando  vio  aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rMtmico, ni siquiera aminorS la marcha. Se encorvS sobre el
volante.  il caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigMa hacia la ciudad. Redrick lo dejS a la izquierda y acelerS.
     -
¿viste eso?
     - SM.
     - ¡Dios!
     Y de pronto Burbridge empezS a rezar en voz alta.
     -
     La curva  tenMa que estar  allM,  muy cerca. Redrick aminorS la marcha,
buscando entre  la  hilera  de casas decadentes  y entre  los  cercos de  la
derecha. La vieja cabaYAa del transformador, la pIrtiga con los soportes,  el
puente  podrido sobre la  alcantarilla. Redrick  hizo girar  el volante.  El
coche virS con una sacudida.
     - ¿AdSnde vas? -  gimiS Burbridge -.
hijo de puta!
     Redrick se volviS por un  segundo y le asestS  una bofetada  en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optS  por guardar silencio. El coche se
sacudMa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
     Redrick encendiS las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos,  cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbMa.  Ya no  prometMa nada mAs.
Se quejaba  y  amenazaba, pero  en voz muy baja  y  nada  clara;  Redrick no
comprendMa mAs que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callS.
     La aldea se extendMa a lo largo del  borde occidental  de la ciudad. En
otros tiempos habMa allM casas  de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeYAos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor  y
la contaminaciSn de la planta nunca llegaban  a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado.  SSlo una de las  casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veMa una luz amarilla a travIs de las cortinas corridas, en
la soga habMa ropa mojada  por  la  lluvia y  un perro  enorme  se precipitS
furiosamente contra  el vehMculo,  para perseguirlo  a travIs  del barro que
lanzaban las ruedas.
     Redrick  condujo  con  cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista  la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagS
el motor. DespuIs se bajS  para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con  las  manos metidas  en  los bolsillos  hZmedos del mameluco.  Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguMa hZmedo, silencioso y soYAoliento. ObservS
la  ruta  por  entre  los  arbustos del costado.  Desde  ese  punto  se veMa
claramente el puesto de policMa:  una pequeYAa casa rodante con tres ventanas
iluminadas.  El patrullero  estaba  estacionado junto a ella, vacMo. Redrick
siguiS observando por un rato. No se veMa actividad en el puesto de policMa;
los vigilantes quizAs habMan sentido frMo y cansancio durante la noche y  se
estaban calentando en la casa rodante, soYAando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "QuI esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscS
la  manopla  de bronce que  tenMa en el bolsillo y deslizS los  dedos en los
anillos, apretando el metal frMo en el puYAo; acurrucado aZn  para protegerse
del  aire helado, con  las  manos  en los  bolsillos,  retrocediS. El  jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habMa quedado entre los arbustos; era un
sitio  silencioso  y  oculto. Tal vez nadie  habMa estado  por  allM  en los
Zltimos diez aYAos.
     Cuando Redrick llegS  hasta  el vehMculo,  Burbridge se  incorporS para
mirarlo, boquiabierto. ParecMa mAs viejo.  aZn, arrugado, calvo, sin afeitar
y  con los dientes carcomidos. Se  miraron  mutuamente en  silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
     - El  mapa... todas las trampas, todas... La hallarAs:  no  tendrAs por
quI arrepentirte.
     Redrick  lo escuchS sin moverse. Al fin aflojS  los dedos y dejS que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
     - Bueno. Te limitarAs a quedarte allM acostado,  como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
     Se instalS tras el volante y puso el jeep en marcha.
     Todo  saliS  bien. Nadie  saliS de  la casa  rodante  para  detenerlos;
pasaron  lentamente,  obedeciendo  todas  las  indicaciones  de  trAnsito  y
haciendo las seYAales debidas. DespuIs Redrick acelerS y puso rumbo al centro
por  la parte sur. Eran las seis de la maYAana. Las calles estaban vacMas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los semAforos parpadeaban solitarios e
inZtiles  en las intersecciones. Pasaron  junto a la  panaderMa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiS envuelto en una ola de olor a pan
reciIn horneado, cAlido, increMblemente delicioso.
     - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los mZsculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
     - ¿QuI? - preguntS Burbridge, asustado.
     -  Dije   que  estoy  muerto  de  hambre.  ¿AdSnde  vamos?  ¿A  casa  o
directamente al Matasanos?
     - Al  Matasanos,  y pronto -  vociferS  Burbridge,  inclinAndose  hacia
adelante  y  lanzando su  aliento  caliente  contra  el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de Il.
mAs rApido o no? Pareces una tortuga.
     Impotente,  enojado,  se  lanzS en  una serie  de  insultos,  jadeos  y
protestas, para acabar con un  ataque de tos. Redrick no contestS;  no tenMa
tiempo  ni fuerzas  para  tranquilizar a Cuervo, pues  iba a toda velocidad.
QuerMa terminar lo  antes posible y dormir  por lo menos una hora  antes  de
acudir a la cita en el Metropole. VirS en la calle  17, siguiS dos cuadras y
estacionS frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
     Fue  el mismo  Matasanos quien abriS la puerta. Acababa de levantarse e
iba  camino al baYAo, vestido con una lujosa bata  de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenMa el pelo despeinado y grandes cMrculos
oscuros bajo los ojos.
     -
     - Ponte los dientes y vamos.
     - AjA.
     Le seYAalS la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliS corriendo
hacia el baYAo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allM preguntS:
     - ¿QuiIn fue?
     - Burbridge.
     - ¿QuI tiene?
     - Las... piernas.
     Redrick oyS  correr el agua; hubo  resoplidos,  chapoteos; algo cayS  y
rodS por el piso de mosaicos del baYAo.  Se dejS caer en un sillSn, exhausto,
y encendiS  un  cigarrillo. La  sala de espera  parecMa  muy  agradable.  El
Matasanos no  escatimaba  en  gastos;  era  un  cirujano  muy  competente  y
promocionado,  con  mucha influencia en los cMrculos mIdicos,  tanto  de  la
ciudad  como del  Estado.  Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos  robados
en  la   Zona  que  utilizaba   en  sus   investigaciones.   ObtenMa  nuevos
conocimientos en el  estudio  de  los  merodeadores accidentales  y  de  las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. AdemAs ganaba gloria  y fama como  Znico mIdico del  planeta
especializado en  afecciones no humanas. Por otra parte no le hacMa asco  al
dinero, y en grandes cantidades menos todavMa.
     - ¿QuI es lo que  le pasa en las piernas, especMficamente? -  preguntS,
saliendo  del bajo  con un  toallSn al  cuello, con una esquina del  cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
     - CayS en la jalea.
     El Matasanos soltS un silbido.
     - Bueno, se acabS Burbridge. QuI pena; era un merodeador famoso.
     - No importa - observS Redrick, recostAndose en  el  sillSn -, le harAs
piernas artificiales y con ellas podrA volver a la Zona.
     - De acuerdo.
     El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregS:
     - Un momento, voy a vestirme.
     Mientras se vestMa hizo un llamado, probablemente a su clMnica para que
prepararan todo a fin  de operar. Entre tanto, Redrick seguMa inmSvil en  la
silla, fumando.  SSlo se moviS una vez, para sacar su petaca. BebiS pequeYAos
sorbos,  porque sSlo quedaba un poquito en el fondo.  TratS de no pensar  en
nada, de esperar, simplemente.
     DespuIs fueron hasta el coche; Redrick ocupS el asiento del conductor y
el Matasanos se sentS junto a Il. Inmediatamente se inclinS hacia el asiento
trasero para  palpar  las piernas de Burbridge.  iste, sumiso  e intimidado,
murmurS patIticamente, prometiendo cubrirlo  de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus  hijos, rogAndole  que le salvara por lo menos
las rodillas.
     Cuando llegaron a la clMnica el Matasanos estallS en maldiciones al ver
que no habMa enfermeros esperAndolos a la entrada; saltS del coche  antes de
que  Iste se  detuviera  y  corriS hacia el interior. Redrick encendiS  otro
cigarrillo. Burbridge hablS sZbitamente, con claridad y  calma, en  completa
calma, al fin, segZn parecMa:
     - Quisiste matarme. No lo olvidarI.
     - Pero no te matI - replicS Redrick.
     - No, no me mataste.
     Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregS:
     - Eso tambiIn lo recordarI.
     -  AjA.  Claro,  tZ  no  habrMas  tratado de  matarme  -  observS  Red,
volviIndose para  mirarlo -. Me habrMas abandonado allM, sin mAs. Me habrMas
dejado en la Zona. Me habrMas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
     El viejo movMa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrMo:
     - Cuatro-Ojos se matS solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
     - Hijo de puta -  repuso Redrick tranquilamente, dAndole  la espalda -.
GrandMsimo hijo de puta.
     Los enfermeros, soYAolientos  y arrugados, corrieron  hacia la  entrada,
desplegando  la  camilla por  el trayecto. Redrick se  desperezS y  bostezS,
mientras ellos extraMan trabajosamente a Burbridge del asiento  trasero y lo
tendMan en la camilla.
     El  viejo  se  mantuvo inmSvil,  con las  manos  unidas sobre el pecho,
mirando al cielo  con  resignaciSn.  Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraYAo. Era el Zltimo
de  los  viejos   merodeadores   que  habMan   comenzado  a  buscar  tesoros
inmediatamente  despuIs  de la VisitaciSn,  cuando  la  Zona  no se  llamaba
todavMa Zona,  cuando  no  habMa  institutos,  ni muros,  ni fuerzas de  las
Naciones  Unidas, cuando la ciudad  estaba  petrificada por  el terror  y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periSdicos.
En  aquella Ipoca Redrick  tenMa sSlo diez aYAos; Burbridge era aZn fuerte  y
Agil;  le  gustaba  beber cuando pagaba otro,  alborotar,  arrinconar a  las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces  era un  lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiS pegAndole hasta que ella muriS.
     Redrick  dio la vuelta con el coche  y  volS hacia su casa, sin prestar
atenciSn  a los semAforos,  virando en  las  esquinas en  Angulos cerrados y
alertando  con la  bocina  a  los pocos peatones  que  encontraba. EstacionS
frente  al garaje. Al  salir vio que el encargado se  acercaba a Il desde el
parquecito; el  tipo  estaba  medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus  ojos  hinchados, expresaban un profundo disgusto, como  si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiIrcol lMquido.
     - Buenos dMas - dijo cortIsmente Redrick.
     El encargado  se detuvo a medio metro de Il,  apuntando el pulgar hacia
atrAs por sobre el hombro.
     - ¿Eso es obra suya? - PreguntS.
     Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dMa.
     - ¿De quI me habla?
     - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgS?
     - SM.
     - ¿Para quI?
     Redrick, sin responder,  fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiS.
     - Le preguntI por quI colgS esas hamacas. ¿QuiIn se lo pidiS?
     -  Mi  hija  - respondiS Il,  tranquilamente, mientras hacia correr  la
puerta hacia atrAs.
     - No le estoy preguntando por su hija - exclamS el otro, alzando la voz
-. isa  es otra cuestiSn.  Le pregunto  quiIn le dio  permiso. QuiIn le dejS
adueYAarse del parque.
     Redrick se volviS hacia  Il y le mirS  fijamente el puente de la nariz,
pAlido  y surcado de venas  ramificadas. El encargado  dio un  paso  atrAs y
dijo, mAs aplacado:
     -  AdemAs no ha pintado la terraza,  CuAntas veces  tengo  que  decirle
que...
     - No me moleste. No pienso mudarme.
     VolviS a  subir al jeep y puso el motor en marcha. Al  tomar el volante
vio que tenMa los nudillos  muy blancos. Entonces se asomS por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
     - Pero si me obligan a mudarme serA mejor que rece, miserable.
     MetiS el coche en el garaje, encendiS la luz y cerrS la puerta. DespuIs
sacS el  botMn del tanque falso, acomodS el  vehMculo,  puso la  bolsa en un
viejo  cesto de mimbre,  puso arriba de  todo  el aparejo de pesca,  todavMa
hZmedo y  cubierto  de pasto  y  hojas,  y finalmente agregS  el pescado que
Burbridge  habMa comprado por  la  noche en un  negocio  de  los  suburbios.
Finalmente  volviS a  revisar  el  auto.  Por  pura  costumbre. Una  colilla
aplastada se habMa pegado al paragolpes trasero,  hacia la  derecha. Redrick
la  quitS; era  de  cigarrillos suecos.  DespuIs  de  pensarlo un momento la
guardS en la caja de fSsforos. Ya tenMa tres colillas allM.
     No  encontrS  a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero Ista se abriS de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves.  EntrS
de costado,  sujetando  el pesado cesto  bajo el  brazo, y se sumergiS en la
calidez, en  los olores  familiares del  hogar. Guta le  echS los brazos  al
cuello  y se  quedS inmSvil,  con la  cara apoyada contra su pecho.  Redrick
sintiS  que el corazSn  de  su  mujer palpitaba locamente, aun a travIs  del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurS; esperS, pacientemente, a que
ella  se calmara, aunque  por primera vez se daba cuenta de lo  cansado  que
estaba.
     - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
     Lo soltS y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
     - En un minuto te prepararI el cafI - dijo desde adentro.
     - Traje un poco de pescado - replicS Il, fingiendo  un  tono liviano  y
alegre -. ¿Por quI no lo frMes? Estoy muerto de hambre.
     Ella  volviS, con  la cara oculta tras  el pelo suelto. Redrick dejS el
canasto en el suelo, la ayudS a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
     - Ve  a lavarte - dijo  Guta -.  Cuando  termines el  pescado ya estarA
listo.
     - ¿CSmo estA Monita? - pregunta Il, quitAndose las botas.
     -  Se pasS  la tarde parloteando. Apenas conseguM acostarla. No deja de
preguntar dSnde estA papA, dSnde estA papA. No puede vivir sin su papA.
     Se  movMa  con  celeridad  y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervMa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la  manteca chirriaba  ya  en la  cacerola grande; el aire  estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafI reciIn preparado.
     Redrick caminS  descalzo hasta  el vestMbulo y recogiS el  canasto para
llevarlo a la despensa.  DespuIs  mirS  hacia  el dormitorio.  Monita dormMa
pacMficamente, con  la sAbana arrugada colgando  hasta el suelo y el camisSn
enroscado. Era tibia y suave como  un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo  resistir la tentaciSn de acariciarle la espalda cubierta de
cAlido  pelaje dorado;  por milIsima  vez se maravillS  ante el espesor y la
suavidad de  aquella piel.  HabrMa querido  levantarla,  pero tenMa miedo de
despertarla; ademAs  estaba asquerosamente sucio,  empapado  de  muerte,  de
Zona. VolviS a la cocina y se sentS a la mesa.
     - SMrveme una taza de cafI. Me lavarI despuIs.
     Sobre  la mesa  estaba  la  correspondencia de la tarde: "La Gaceta  de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habMa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas  Extraterrestres",  nZmero  56.  Redrick tomS  la  jarrita  de cafI
humeante que le  tendMa Guta y tomS  los Informes.  Marcas  y sMmbolos,  una
especie de cianotipos  y  fotografMas  de  objetos  conocidos, tomadas desde
Angulos raros. Otro artMculo pSstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa MagnItica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en  letras  muy  pequeYAas,  decMa:  Doctor  Kirill  A. Panov,  URSS,
trAgicamente  fallecido durante  un  experimento, en abril de  19..  Redrick
arrojS el diario a un lado, sorbiS un poco de cafI,  quemAndose  la  boca, y
preguntS:
     - ¿Vino alguien?
     Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
     - Estuvo Gutalin - respondiS finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertI un poco.
     - ¿Y Monita?
     - No querMa dejarlo ir, por supuesto. EmpezS a gritar. Pero le dije que
el tMo Gutalin no se sentMa  muy bien, entonces me  dijo: "Gutalin estA otra
vez todo roto".
     Redrick se echS a reMr y tomS otro sorbo. DespuIs preguntS otra cosa.
     - ¿Y los vecinos?
     Guta volviS a vacilar antes de responder.
     - Como siempre - dijo.
     - Bueno, no me cuentes.
     -
mujer de abajo  me  golpeS la puerta, anoche. Tenia  los ojos  desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quI por  que serruchamos en  el baYAo en medio  de la
noche.
     - Esa vieja  puta peligrosa  -  dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serMa  mejor que nos mudAramos? ¿Que comprAramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaYAa vieja, abandonada?
     - ¿Y Monita?
     - Dios mMo,  ¿no crees que  nosotros  dos  nos bastarMamos para hacerla
feliz?
     Guta meneS la cabeza.
     - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
     - No, no es culpa de ellos.
     - No vale la  pena hablar de eso. Alguien te llamS. No dejS mensaje. Le
dije que habMas salido a pescar. - Redrick dejS la jarrita y se levantS.
     - Okey. Me voy a baYAar. Tengo un montSn de cosas que hacer.
     Se encerrS en el baYAo, arrojS las ropas al balde y colocS en el estante
las  manoplas de bronce,  el  resto  de las tuercas  y  los tornillos y  los
cigarrillos.  PasS largo rato girando bajo el agua hirviente, frotAndose  el
cuerpo con una esponja Aspera  hasta  que le  quedS rojo brillante.  DespuIs
cerrS la ducha y  se sentS en el  borde de la baYAera, fumando. Las  caYAerMas
borboteaban; Guta hacMa ruido de  platos en la cocina. En seguida se  sintiS
olor a pescado frito. Guta llamS a la puerta; le traMa ropa interior limpia.
     - ApZrate - indicS -. El pescado se estA enfriando.
     Ya  habMa vuelto a su  estado  normal... y  a sus modales autoritarios.
Redrick  riS entre  dientes mientras se vestMa,  es decir, mientras se ponMa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
     - Ahora puedo comer - dijo,  sentAndose a la  mesa.  - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
     - AjA - respondiS Il, con la boca llena -. QuI pescado rico.
     - ¿Le pusiste agua?
     - Nooo,  lo  siento, seYAor; no lo harI mAs, seYAor. ¿Quieres  sentarte y
quedarte quieta?
     La tomS por la mano y  tratS  de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartS y tomS asiento frente a Il.
     - EstAs descuidando a  tu  marido -  observS Il,  otra  vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
     - Lindo  marido tengo en  este  momento. Eres una  bolsa  vacMa, no  un
marido. Primero hay que llenarte.
     - ¿Y si pudiera? - preguntS Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
     - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
     Redrick, indeciso, jugueteS con el tenedor.
     - No, gracias.
     En seguida mirS el reloj y se levantS.
     - Me voy. PrepArame  el  traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
     Fue a  la despensa,  disfrutando la sensaciSn del  piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrS la puerta; en seguida empezS a poner sobre
la  mesa el botMn que habMa traMdo. Dos vacMos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas.  Tres brazaletes. Una especie de  argolla  parecida a los brazaletes,
pero mAs liviana  y dos centMmetros mAs  ancha,  de  metal blanco. DiecisIis
gotitas   negras  en  envase  de  polietileno.  Dos  esponjas   maravillosas
conservadas, del tamaYAo  de un puYAo. Tres  picapicas. Una jarra  de  arcilla
carbonatada. TodavMa quedaba en la bolsa un recipiente de  porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo  tocS. SiguiS
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
     DespuIs abriS un cajSn y sacS una hoja de papel, un cabo de lApiz y una
calculadora. CorriS el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiS
nZmero tras nZmero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumS las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejS la colilla en un
cenicero y abriS cuidadosamente la  caja,  para esparcir los alfileres en la
hoja  de papel. istos,  bajo la luz elIctrica,  eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con  otros colores:  amarillo, verde y rojo. TomS uno  y lo
apretS cuidadosamente  entre el pulgar y el  Mndice, con prudencia, para  no
pincharse. ApagS la luz y aguardS un momento, mientras  se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciS en silencio. Lo dejS y tomS otro, para
apretarlo tambiIn. Nada. ApretS. un poco mAs, arriesgAndose al  pinchazo,  y
el  alfiler hablS:  dIbiles relampagueos rojos corrieron por Il; sZbitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes mAs lentas. Redrick disfrutS  por
un  rato de ese extraYAo juego de luces. Los Informes decMan que tal vez esas
luces significaran algo, quizA muy importante. Lo dejS aparte y tomS otro.
     AsM probS  setenta y tres  alfileres, de  los cuales doce  hablaban. El
resto guardaba silencio. En  realidad tambiIn Isos podMan hablar, pero hacia
falta  una  mAquina  especial,  del tamaYAo  de  una  mesa; con los  dedos no
bastaba. Redrick encendiS la luz y agregS dos nZmeros mAs a su lista. Y sSlo
entonces decidiS hacerlo.
     MetiS las  dos manos  en la bolsa y,  conteniendo  el aliento,  sacS un
paquete suave  que dejS  sobre la  mesa. Lo contemplS largo rato, frotAndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiS el lApiz,
jugueteS con  Il entre los  dedos torpes,  enfundados en  goma,  y volviS  a
dejarlos. TomS otro cigarrillo y lo fumS  hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
     -
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya estA. Basta.
     JuntS rApidamente  todos los alfileres para guardarlos  en  la  caja  y
volviS a levantarse.  Era  hora de salir. Con media hora de sueYAo tal vez se
le despejara la mente, pero  por otra parte era tal vez  mucho mejor  llegar
allA temprano y ver cSmo estaba la situaciSn. Se quitS los guantes, colgS el
delantal y saliS de la despensa sin apagar la luz.
     Su traje ya estaba listo, extendido sobre  la cama.  Redrick se vistiS.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiS tras Il; oyS
una respiraciSn pesada e hizo un gesto para no echarse a reMr.
     -
     Algo le agarrS la pierna.
     -
Monita, riendo  y chillando, trepS inmediatamente sobre Il.  Lo pisoteS,  le
tirS del pelo y lo anegS con un interminable chorro de  noticias. Willy,  el
hijo  del  vecino,  le habMa arrancado una  pierna a  su muYAequita. HabMa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco  y de ojos colorados; tal vez no
habMa hecho caso a la mamA y se habMa metido en la Zona. HabMa cenado gachas
de  avena  y jalea. TMo  Gutalin  estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quI no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quI no
habMa dormido mamA en toda la noche? ¿Por quI tenemos cinco dedos y sSlo dos
manos y nada mAs  que una nariz?  Redrick abrazS  cautelosamente  a  aquella
criatura  cAlida que trepaba por Il;  mirS  aquellos ojos enormes y oscuros,
sin  parte  blanca, y  frotS  la  mejilla  contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
     - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeYAa Monita, tZ.
     El telIfono sonS junto a su oMdo. LevantS el tubo.
     - Escucho.
     Silencio.
     - ¡Hola!
     No hubo  respuesta.  Se  oyS  un  chasquido  y  despuIs  tonos cortos y
repetidos. Redrick  se  levantS,  dejS  a Monita en  el suelo  y se  puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle  mAs  atenciSn. Monita charlaba sin
cesar, pero Il se limitS a sonreMr  mecAnicamente, con  gesto  distraMdo. Al
fin ella anunciS que papA se habMa tragado la lengua y lo dejS en paz.
     Redrick volviS a la despensa,  puso en un portafolios todo lo que habMa
sobre la  mesa y fue  al baYAo  a buscar sus manoplas de  bronce; volviS a la
despensa, tomS el portafolios  en una mano y el cesto  con la  bolsa  en  la
otra; saliS, cerrS con llave y llamS a Guta.
     - Me voy.
     - ¿CuAndo vuelves? - preguntS Guta, saliendo de la cocina.
     Se habMa arreglado el pelo y  estaba maquillada. TambiIn habMa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
     - Te llamarI - respondiS Il, observAndola.
     Se le acercS y la besS en el escote.
     - SerA mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
     - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiS Monita, metiIndose entre los dos.
     il tuvo que inclinarse mAs aZn. Guta lo miraba fijamente.
     - TonterMas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarI.
     En el rellano, un  piso mAs  abajo, vio que un gordo en pijama  a rayas
luchaba  con  la  cerradura  de  su  puerta.  De  las  profundidades  de  su
departamento llegaba un olor cAlido y agrio. Redrick se detuvo.
     - Buen dMa.
     El gordo lo mirS cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
     -  Anoche vino  su esposa  -  dijo  Redrick  -. No sI quI dijo  de  que
serruchAbamos. Debe haber un malentendido.
     - ¿Y a mM quI? - dijo el del pijama.
     - Anoche mi  esposa estaba lavando  la ropa  - prosiguiS Red  -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
     - Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
     - Bueno, me alegro.
     Redrick saliS, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincSn
y  lo cubriS con un asiento  viejo. DespuIs observS su  obra  y  saliS a  la
calle.
     No  tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza,  cruzar despuIs
el  parque  y  caminar  otra cuadra  hasta el  Boulevard Central. Frente  al
Metropole,  como  de costumbre, habMa una brillante  hilera  de  coches  con
brillo de lava  y  cromados. Los  porteros,  de uniformes  morados, entraban
maletas  al hotel; habMa tambiIn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o  tres, fumando y conversando  sobre  los  escalones de mArmol. Redrick
decidiS no entrar todavMa. Se puso cSmodo bajo  el toldo del pequeYAo  bar de
enfrente; pidiS cafI  y encendiS un cigarrillo.  A  medio metro de  su  mesa
habMa dos  agentes secretos de la  fuerza de policMa internacional; comMan a
toda prisa salchichas asadas al  estilo Harmont y bebMan cerveza en  grandes
vasos de vidrio. Del  otro lado,  a  unos tres  metros, un sargento  sombrMo
devoraba papas fritas, con  el  tenedor apretado en el puYAo; habMa dejado el
casco  azul  junto  a  la  silla, invertido, y  la pistolera  colgada en  el
respaldo del asiento. No habMa mAs clientes que Isos. La camarera, una mujer
de  cierta  edad  a quien  Redrick no conocMa, bostezaba  tras el mostrador,
cubriIndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
     Redrick  vio  que  Richard  Noonan salMa  del  hotel  masticando algo y
acomodAndose  el sombrero suave. Bajaba enIrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciIn baYAado y seguro
de que el dMa  no  le  acarrearMa disgustos.  Se  despidiS de alguien con un
ademAn, se echS  el impermeable sobre el hombro  izquierdo y avanzS hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiIn era regordete, bajito,  reciIn lavado  y
seguro, al parecer, de que el dMa no le acarrearMa disgustos.
     Redrick se cubriS a cara  con la mano para observar a Noonan, que subiS
apresuradamente, se acomodS en el asiento delantero y pasI algo al de atrAs;
en  seguida  lo  vio  inclinarse  para  recoger  algo y  ajustar  el  espejo
retrovisor. El Peugeot  expeliS una nube  de humo azul, tocS la bocina  para
alertar a un africano  que vestMa su  traje tMpico y bajS garbosamente hacia
la calle.  Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrMa que virar
alrededor de la fuente y pasar  por el  cafI.  Ya  era  demasiado tarde para
marcharse, de modo  que Redrick se cubriS completamente la cara y se inclinS
sobre la taza.  No sirviS de nada.  El Peugeot hizo sonar la  bocina  en  su
mismo oMdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamS:
     - ¡Eh, Schuhart!
     Redrick lanzS un juramento en voz baja y levantS los ojos. Noonan venMa
hacia Il con la mano extendida, sonriente.
     - ¿QuI estAs haciendo aquM a estas horas de la madrugada?  - le dijo al
acercarse.
     Y agregS, volviIndose a la camarera:
     - Gracias,  seYAora, no voy a  pedir nada. Hace mil  aYAos que no te veo,
hombre. ¿DSnde estabas? ¿En quI andas?
     -  En  nada  especial  -  respondiS  Redrick,  a desgano  -. Cosas  sin
importancia.
     Noonan se instalS en la silla opuesta, apartS hacia un lado el vaso con
las  servilletas y hacia otro  el  plato  de sAndwiches,  y se lanzS  en  su
chAchara.
     -  Te veo  un  poco pAlido. ¿No duermes  bien?  Te dirI que Zltimamente
estoy  muy ocupado con  estos nuevos equipos automAticos, pero  no  dejo  de
dormir lo necesario, eso sM que no. Los automAticos se pueden ir al cuerno.
     De pronto echS una mirada a su alrededor y agregS:
     - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
     - No,  no - dijo mansamente Redrick -. TenMa un poco de tiempo libre  y
se me ocurriS tomar un cafI, eso es todo.
     - Bueno, no voy a demorarte mucho -  dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red,  ¿por quI no dejas esas  cosas sin importancia y  vuelves al Instituto?
Sabes que  te aceptarMan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro  ruso?
Hay uno nuevo.
     Red meneS la cabeza.
     - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. AdemAs no  tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es  todo automAtico; tienen robots que van a la
Zona  y son esos robots  los  que  cobran  todas  las bonificaciones, a  los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos.  No me  alcanzarMa ni
para cigarrillos.
     - Todo eso se puede arreglar.
     - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asM.
     - Te has vuelto muy orgulloso - observS Noonan, con tono de acusaciSn.
     - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
     -  Creo  que tienes razSn - dijo el otro distraMdo. MirS el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de  al lado, y frotS la plaquita de plata
con letras cirMlicas impresas.
     -  Tienes razSn  - reconociS -, hace faltar tener plata para  no  estar
preocupAndose siempre por ella. ¿iste es regalo de Kirill?
     - Lo recibM en herencia. ¿CSmo es que ya no te veo por el Borscht?
     - Eres tZ el  que  no va - contraatacS Noonan  -. Yo almuerzo allM casi
todos los dMas.  En  el  Metropole  cobran un  ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
     De pronto agregS:
     - Oye, ¿cSmo andas de dinero?
     - ¿Quieres un prIstamo?
     - No, precisamente lo contrario.
     - ¿Quieres prestarme dinero?
     - Tengo trabajo.
     - ¡Oh, Dios! - exclamS Redrick -.
     - ¿QuiIn mAs? - preguntS Noonan.
     - Hay montones de... contratistas.
     Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echS a reMr.
     - No, no se trata de tu especialidad.
     - ¿De quI, entonces?
     Noonan volviS a mirar el reloj.
     - Hagamos una cosa - dijo, levantAndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
     - Tal vez no haya terminado a esa hora.
     - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
     - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
     Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludS con  la mano y volviS a su
Peugeot. Redrick lo siguiS con la vista, llamS a la camarera, pagS la cuenta
y comprS un atado de Lucky  Strike;  despuIs se dirigiS lentamente hacia  el
hotel, con su portafolios.
     El sol ya  quemaba;  la  calle  se habMa  puesto rApidamente sofocante.
SintiS una  sensaciSn de quemadura  bajo  los pArpados. ParpadeS con fuerza;
era una lAstima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
     Y en ese momento ocurriS.
     Nunca  habMa  experimentado algo  asM  fuera de la Zona.  Y  en la Zona
misma,  sSlo dos  o  tres  veces. TenMa la  impresiSn  de estar en  un mundo
distinto. Un millSn de  olores se  precipitS bruscamente sobre  Il: Asperos,
dulces,  metAlicos,  suaves, peligrosos,  rudos como adoquines,  delicados y
complejos como  mecanismos de relojerMa, enormes como casas y diminutos como
partMculas  de  polvo.  El  aire  se  tornS duro,  echS  filos,  esquinas  y
superficie,  mientras  el  espacio  se llenaba  de enormes  globos  rMgidos,
pirAmides  resbalosas,  gigantescos cristales  espinosos.  Y  Il  tenla  que
avanzar a travIs de todo aquello, abriIndose camino en sueYAos,  como por  un
negocio de  compraventa  lleno  de  muebles viejos  y  feos.  DurS  sSlo  un
instante.
     AbriS los ojos y todo habMa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este  mismo mundo que le  mostraba una  faz  desconocida.  Esa  faz  le  era
revelada por  un segundo  antes de desaparecer,  sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
     Se oyS  un bocinazo colIrico;  Redrick caminS mAs y  mAs  rApido, hasta
echar a correr en  direcciSn al muro del Metropole. El corazSn le  palpitaba
enloquecido. DejS el portafolios en la  acera y abriS, impaciente, el  atado
de  cigarrillos. EncendiS  uno, aspirS  profundamente  y  descansS,  como si
acabara de librar una pelea. Un policMa se detuvo junto a Il, preguntando:
     - ¿Necesita ayuda, don?
     - N... no - logrS pronunciar  Redrick, y tosiS -. Es que  hace un calor
sofocante.
     - ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
     Redrick recogiS el portafolios.
     - Todo estA bien, muy bien, amigo. Gracias.
     Se dirigiS rApidamente hacia la entrada, subiS los peldaYAos y  entrS al
vestMbulo;  era fresco, oscuro  y  resonante. Le  habrMa gustado sentarse un
rato en una de esas  voluminosas sillas de cuero  hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se  permitiS acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud  con los ojos entornados. AhM estaba Huesos, hojeando irritado  las
revistas del puesto. Redrick  arrojS la colilla al cenicero  y  se acercS al
ascensor.
     No logrS cerrar la  puerta a tiempo; subieron otros amontonAndose en el
interior:  un hombre gordo que respiraba como si  fuera asmAtico; una seYAora
muy perfumada  con  un  muchachito  gruYASn que comMa chocolate;  una anciana
corpulenta,  de barbilla mal  afeitada. Redrick quedS apretado en un rincSn.
CerrS los  ojos, tratando  de olvidar al niYAo, su cara era fresca y  limpia,
sin un  solo vello. Y tratS tambiIn de olvidar  a  la  madre,  que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla;  cuyo seno huesudo estaba  embellecido
por  un  collar  hecho  de grandes gotitas negras engarzadas en plata.  Y el
abultado,  esclerStica  blanco de los ojos  del gordo, y  las  desagradables
verrugas de  la  cara  hinchada de la  vieja. El  gordo tratS de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciS un  ataque contra Il  que  siguiS hasta  el
piso quinto,  donde se bajS.  En  cuanto  ella hubo desaparecido,  el  gordo
encendiS un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echS a  toser y a  sacudiese en cuanto  aspirS el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
     iste se bajS en  el  octavo y recorriS el pasillo, de gruesa  alfombra,
coquetamente  iluminado  por lAmparas  ocultas. OlMa a tabaco  caro, perfume
francIs,  suave cuero legitimo de  billeteras  abultadas, damiselas  caras y
cigarreras de oro macizo. HedMa a todo eso, al hongo asqueroso que crecMa en
la  Zona, bebMa en  la Zona,  comMa,  explotaba  y  engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarMa despuIs, cuando
estuviera harto  y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a  parar afuera.  Redrick  abriS  la puerta del  874 sin
llamar.
     Ronco, sentado en una mesa junto  a  la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito  con un  cigarro. AZn  seguMa  en pijama; el  pelo ralo, todavMa
hZmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
     - AjA - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesMa de
los reyes.
     TerminS  de despuntar el cigarro, lo  tomS con ambas manos y se lo pasS
por debajo de la nariz.
     - ¿DSnde estA el bueno de Burbridge? -  preguntS, levantando al fin  la
vista.
     TenMa ojos claros, azules, angelicales.
     Redrick  dejS el portafolios  sobre  el  sofA,  se  sentS  y  sacS  sus
cigarrillos.
     - Burbridge no vendrA.
     - El bueno  de Burbridge -  repitiS Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para  llevArselo  cuidadosamente  a  la  boca  -. Los nervios le estAn
jugando feo.
     SeguMa  mirando a Redrick  con  aquellos ojos  de  color  celeste,  sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriS ligeramente y entrS Huesos.
     - ¿Con quiIn hablabas? - preguntS desde el vano.
     - Ah, hola -  dijo  Redrick, alegremente, sacudiendo las  cenizas en el
suelo.
     Huesos hundiS  las manos en los bolsillos y se aproximS  un  poco  mAs,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pAjaro.
     - Te lo hemos dicho cien veces -  reprochS a Redrick, deteniIndose ante
Il -: nada de contactos antes de una reuniSn. ¿Y quI haces?
     - Digo hola. ¿Y tZ?
     Ronco riS. Huesos estaba irritable.
     - Hola, hola, hola.
     ApartS la mirada incriminatoria de Redrick y se dejS caer en el sofA, a
su lado.
     - No puedes comportarte asM - prosiguiS -. ¿Me entiendes?
     - En ese caso encontrImonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
     - El muchacho tiene razSn  -  intervino Ronco -. El  error  es nuestro.
¿QuiIn era ese hombre?
     -  Richard  Noonan.  Representa  a  algunas compaYAMas  proveedoras  del
Instituto. Vive aquM, en el hotel.
     - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
     TomS un encendedor colosal, con la forma  de la Estatua de la Libertad,
lo mirS dubitativamente y volviS a ponerlo en la mesa.
     - ¿DSnde estA Burbridge? - preguntS Ronco en tono amistoso.
     - Burbridge sonS.
     Los dos hombres intercambiaron una rApida mirada.
     - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
     Redrick no respondiS de inmediato; primero aspirS larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuIs arrojS la colilla al suelo.
     - No se preocupen, no hay peligro. EstA en el hospital.
     -
     Se levantS de un salto y fue hacia la ventana.
     - ¿En quI hospital? - preguntS.
     - No te preocupes, todo estA en orden. Vamos al grano.
     Tengo sueYAo.
     -  ¿En  quI  hospital,  concretamente?  -  volviS a  preguntar  Huesos,
irritado.
     - Ya te lo he dicho  -  replicS  Redrick, levantando su portafolios  -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
     - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
     BajS de un brinco, sorprendentemente Agil,  barriS todas las revistas y
los periSdicos  que habla en la  mesa  ratona  y  se  sentS frente  a  ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
     - Muestra lo que traes.
     Redrick abriS el portafolios, sacS la lista de precios y la puso  sobre
la mesa,  ante Ronco. iste le echS  una mirada y la apartS de un papirotazo.
Huesos, de pie tras Il, empezS a leerla por sobre su hombro.
     - isa es la cuenta - explicS Redrick.
     - Ya veo. Quiero ver la mercaderMa - dijo Ronco.
     - La plata.
     -  ¿QuI es  esto de argolla? - preguntS Huesos, suspicaz,  seYAalando un
artMculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
     Redrick  no  respondiS.  SostenMa  el  portafolios  abierto  sobre  las
rodillas, con la mirada fija en aquellos  ojos azules y angelicales. Al  fin
Ronco riS entre dientes.
     - Por quI serA que te quiero tanto, hijo mMo - murmurS -. DespuIs dicen
que el amor a primera vista no existe.
     SuspirS dramAticamente y agregS:
     - Phil, compaYAero, ¿cSmo dicen los de aquM? Saca el rollo y pAsale unos
cuantos billetes... Y dame un fSsforo. Ya ves.
     Y agitS el cigarro ante Il.
     Phil, el Huesos,  murmurS algo en voz baja, le arrojS  una cajetilla de
fSsforos y pasS al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyS
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decMa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente  su  cigarro, seguMa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en  los labios delgados y pAlidos. El merodeador, con
la  barbilla  apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardMan  los pArpados y le lagrimeaban  los ojos. Huesos
volviS  con  tres  fajos;  los  arrojS sobrI la mesa  y se  sentS, ofendido.
Redrick alargS perezosamente la mano hacia el dinero,  pero Ronco le indicS,
con un gesto, que esperara;  arrancS las fajas  de los billetes y las guardS
en el bolsillo del pijama.
     -  Veamos ahora. Redrick  tomS el dinero  y se lo  metiS en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentS su mercaderMa.
     Lo  hizo  lentamente,  dejando  que  los  dos  examinaran  el  botMn  y
verificaran cada artMculo con la lista. La  habitaciSn estaba silenciosa  no
se  oMa mAs que la pesada  respiraciSn de Ronco y un  repiqueteo proveniente
del cuarto  contiguo, como  el  de una cuchara que  golpeara la  pared de un
vaso.
     Cuando  Redrick  cerrS  el  portafolios, haciendo chasquear  el cierre,
Ronco levantS los ojos.
     - ¿Y lo mAs importante?
     - No es posible.
     MeditS un instante y agregS:
     - Por ahora.
     -  Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -.  ¿QuI dices tZ,
Phil?
     - Nos estAs echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quI tanto misterio, es lo que quiero saber.
     - Eso  es  inevitable:  negocios  secretos  - respondiS  Redrick  -. La
nuestra es una profesiSn arriesgada.
     - Bueno, bueno - exclamS Ronco -. ¿DSnde estA la cAmara?
     -
le subMa el color a la cara -. Lo siento, la olvidI.
     - ¿AllA? - preguntS Ronco, haciendo un vago ademAn con el cigarro.
     - No recuerdo. Probablemente allA.
     Redrick cerrS los ojos y se recostS en el sofA. En seguida agregS:
     - No. La olvidI por completo,
     - QuI desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
     - No, ni siquiera - respondiS Redrick, tristemente -. ise es el asunto.
No  llegamos hasta  los altos hornos. Burbridge cayS en la  jalea y tuve que
volver atrAs en seguida. Puedes estar seguro de que me habrMa acordado si la
hubiera visto.
     -
     ExtendiS  el  Mndice   derecho.  La  argolla  de  metal  blanco  giraba
velozmente en torno a Il. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
     -
clavarla en Ronco.
     - ¿CSmo que no para? - preguntS Iste cautelosamente, apartAndose.
     - Me la puse  en el dedo y le  di  impulso, porque si nomAs, y lleva un
minuto girando sin parar.
     Huesos se levantS de un salto, con el  dedo extendido hacia adelante, y
se precipitS  detrAs de la  cortina. La  argolla  plateada giraba fAcilmente
frente a Il, como un trompo.
     - ¿QuI diablos has traMdo? - preguntS Ronco.
     -
     Ronco  lo  mirS  fijamente.  DespuIs se levantS y pasS tambiIn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyS  un parloteo.  Redrick tomS una de
las revistas caMdas y la hojeS. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriS la habitaciSn con la mirada, buscando
algo  para  beber.  DespuIs sacS el fajo  del bolsillo interior y contS  los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contS el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviS Ronco.
     -  Tienes  suerte,  hijo -  anunciS,  sentAndose una  vez mAs frente  a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
     - No, nunca estudiI eso.
     - Ni falta te hace  - replicS Ronco, mientras sacaba otro  fajo -.  AhM
tienes  el precio  de  este primer  ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darI dos  fajos como  Ise. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno.  Pero con una
condiciSn: que nadie sepa de esto, salvo tZ y yo. ¿De acuerdo?
     Redrick se guardS silenciosamente el dinero en el bolsillo.
     - Me voy - dijo, levantAndose - ¿CuAndo y dSnde la prSxima vez?
     Ronco tambiIn se levantS.
     - Te llamaremos.  Espera nuestra  llamada todos los  viernes  entre las
nueve y las nueve y media de la maYAana. Te darAn saludos de Phil y de Hugh y
concertarAn una cita contigo.
     Redrick  asintiS y se encaminS hacia  la puerta. Ronco lo  siguiS y  le
puso una mano en el hombro.
     -  Quiero  que  me  entiendas  - agregS  -. Todo esto estA  muy  lindo,
encantador y lo que quieras,  y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas:  las fotos y el envase  lleno. DevuIlvenos la cAmara,
pero  con  la pelMcula expuesta, y el  envase, pero  no  vacMo: lleno. Y  no
necesitarAs volver a la Zona nunca mAs.
     Redrick  se  sacS del hombro  aquella mano,  abriS  la puerta y  saliS.
CaminS sin volverse por  el corredor  alfombrado, consciente  de que aquella
mirada  angelical seguMa fija  en su  nuca. Ni siquiera esperS el  ascensor:
bajS por la escalera desde el octavo piso.
     Al salir del Metropole  llamS un taxi y fue  hasta la  otra punta de la
ciudad.  El  conductor era nuevo; Redrick no  lo  conocMa; era un fulano  de
nariz ganchuda, lleno de granos,
     Uno de los cientos que  afluMan a Harmont en los Zltimos aYAos, buscando
aventuras  excitantes, riquezas  desconocidas, fama  internacional  o alguna
religiSn especial. VenMan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciSn  o delincuentes; arruinados,  sedientos, torturados  por  vagos
deseos,  profundamente desilusionados y seguros de haber sido  engaYAados una
vez mAs.  La mitad de ellos,  despuIs de un mes o  dos, volvMan a su patria,
maldiciendo, para extender la  desilusiSn a todos los paMses del mundo. Unos
pocos, muy  pocos, se convertMan  en merodeadores  y  perecMan  rApidamente,
antes de aprender las triquiYAuelas del oficio. Algunos conseguMan trabajo en
el  Instituto,  pero sSlo  los mAs instruidos  e  inteligentes, que al menos
podMan  trabajar  como  ayudantes  de  laboratorio.  En  cuanto  al   resto,
malgastaban  las  noches  en  los  bares,  armaban  trifulcas  por  pequeYAas
diferencias de opiniSn, por  mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policMa del municipio, al ejIrcito y a los guardianes.
     El conductor  granujiento apestaba  a alcohol a mAs de un  kilSmetro  y
tenMa los ojos mAs  colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContS
a Redrick que esa maYAana, en  su  cuadra, habMa aparecido un fiambre  reciIn
llegado del cementerio.
     - VolviS  a su casa, pero la  casa  estaba cerrada  desde  hacia aYAos y
todos se habMan  mudado: la viuda, que ya es una seYAora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el  tipo habMa  muerto  hace
como treinta aYAos, es decir, antes de  la  VisitaciSn. Y allM estA. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentS en el cerco a
esperar.  Vino gente de todo  el  vecindario;  lo miraban y lo miraban, pero
tenMan miedo de acercarse, claro. Al final no sI quiIn  tuvo una  gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera  entrar. ¿Y  quI  cree
que hizo? Se  levantS, entrS y cerrS la  puerta. A mi se me hacMa tarde para
el trabajo, asM que  no  sI cSmo terminaron  las cosas, pero  cuando me  fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevArselo.
     - Pare - dijo Redrick -. Es aquM mismo.
     HurgS en los bolsillos,  pero no tenMa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. DespuIs  se detuvo ante la puerta y esperS a que
el taxi se alejara.
     La  casita  de Cuervo  no estaba  tan  mal: dos plantas, una galerMa de
vidrios con una mesa de billar, un jardMn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca  bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde pAlido.  Redrick apretS varias veces el timbre; el
portSn  se abriS  de par en par con  un crujido.  AvanzS  lentamente por  el
sendero  sombreado,  a cuya vera  crecMan rosales.  Cobayo  apareciS  en  el
porche; era  un negro encorvado que  temblaba  siempre  con el deseo  de ser
Ztil.   Se  volviS,  impaciente;  bajS  una  pierna  insegura  en  busca  de
equilibrio, recuperS la  estabilidad y  arrastrS el  otro pie  en  busca del
compaYAero.  El  brazo  derecho  se le agitaba convulsivamente en direcciSn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
     -
     Redrick volviS  la  cabeza; hombros  desnudos  y  tostados,  boca roja,
brillante, una mano  que  lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademAn con la cabeza y abandonS el sendero;
pasS por  entre los rosales  para  dirigirse hacia  la glorieta, cruzando el
cIsped verde  y suave. HabMa una gran estera roja  extendida sobre el prado;
allM estaba Dina Burbridge, regiamente sentada,  con un vaso en la mano y un
minZsculo traje de baYAo en el cuerpo. Sobre la estera habMa tambiIn un libro
de tapas  brillantes; un  baldecillo  de  hielo, por cuyo  borde asomaba  el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
     -
vaso -. ¿DSnde estA el viejo?
     Redrick se  detuvo junto a ella con el portafolios  a  la  espalda. SI,
Cuervo habMa logrado imaginar unos hijos  maravillosos al expresar su deseo,
allA en la Zona. ista era  toda seda y satIn, de firmes  curvas,  impecable,
sin una  sola  arruguita indispensable: sesenta  kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda  con fulgor propio, boca grande y hZmeda, dientes blancos,
parejos,  y pelo  negro  como  ala  de  cuervo,  que  brillaba  en  el  sol,
descuidadamente  caMdo  sobre un  hombro. El  sol, acariciAndola, se volcaba
sobre  ella,  desde  los hombros hasta el vientre,  hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirS abiertamente. Ella lo mirS a su vez y riS, comprendiendo; despuIs se
llevS el vaso a los labios y tomS varios sorbos.
     - ¿Quieres? - preguntS, pasAndose la lengua por los labios.
     EsperS el  tiempo justo para  que Il captara la  doble intenciSn  y  le
tendiS el vaso. il buscS a su  alrededor  hasta encontrar  una reposera a la
sombra; allM se sentS y tendiS las piernas.
     - Burbridge estA en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
     Ella lo mirS  con un  solo ojo, sin dejar  de sonreMr.  El  otro  quedS
cubierto por  la  espesa cabellera  que le  caMa  sobre  el hombro.  Pero su
sonrisa se habMa petrificado; era una mueca de azZcar sobre la cara tostada.
DespuIs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
     - ¿Las dos?
     - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
     Ella dejS el vaso y se apartS el pelo hacia atrAs. Ya no sonreMa.
     - QuI pena - dijo -. Y eso significa que tZ...
     SSlo a Dina  Burbridge  habrMa  podido contarle  en detalle  cSmo habMa
pasado todo. Hasta habrMa podido contarle que se habMa acercado a Il con las
manoplas  listas y que Burbridge le habMa rogado,  no por Il,  sino  por sus
hijos, por ella y por Artie,  prometiIndole  la Bola  Dorada. Pero no se  lo
contS.
     SacS  un fajo  de dinero  del bolsillo superior  y lo  arrojS sobre  la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
     Los  billetes  se  abrieron  en un arco  iris.  Dina  recogiS  algunos,
distraMdamente, y los examinS como si no los conociera; sin embargo no tenMa
mucho interIs.
     - istas son las Zltimas ganancias, entonces - dijo.
     Redrick se estirS desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y  mirS la  etiqueta.  El  agua  goteaba desde el vidrio  oscuro;  tuvo  que
apartarla para  que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero  en un  momento  como Ise  podMa hacer el sacrificio de  tomar un
trago.
     Iba a llevarse la botella a la  boca cuando  lo interrumpiS un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllM  estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies  por  el  prado,  sujetando  con las dos manos un vaso lleno de lMquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Srbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiS el vaso en un gesto
desesperado, mugiS y aullS, abriendo inZtilmente la boca desdentada.
     -  Espero, espero  - dijo  Redrick, y volviS  a dejar  la botella en el
balde.
     Cobayo  llegS al fin, entregS el vaso a Redrick y le palmeS tMmidamente
el hombro con una mano artrMtica.
     -  Gracias, Dixon - dijo Redrick,  seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre estAs en todo.
     Y  mientras Cobayo sacudMa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, Il  levantS el  vaso, lo saludS con un gesto de la
cabeza y tragS la mitad de una sola vez. En seguida se volviS a Dina.
     - ¿Quieres? - preguntS, refiriIndose al vaso.
     Ella  no  respondiS,  Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblS
otra vez, y otra mAs.
     - TermMnala - dijo Il -. No quedarAs en la calle. Tu viejo...
     Ella lo interrumpiS:
     - AsM  que lo  sacaste  a la rastra - dijo, sin  preguntar  como  quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota,  cruzando  toda la Zona. Sacaste a
ese hijo  de  puta  llevAndolo sobre la espalda,  barro,  pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como Isa.
     il  la  mirS, olvidado del  vaso. Dina se levantS para  acercarse a Il,
pisando el  dinero esparcido. Se detuvo ante Il con los puYAos clavados en la
suave curva  de las  caderas,  ocultAndole  todo  el  mundo  con  ese cuerpo
maravilloso, que olMa a perfume y a sudor dulce.
     - El viejo tiene en el puYAo a todos los idiotas como tZ. Te va  a pisar
los huesos. Ya verAs, caminarA  sobre  tu  crAneo  con  sus  muletas.
enseYAarA quI es el amor fraternal y la piedad!
     A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
     - Te prometiS la  Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es  cierto?  ¡Idiota!
mapa  te  da. Que  Dios  tenga  piedad del  alma  de Redrick Schuhart,  este
pelirrojo estZpido.
     Redrick se levantS sin  apuro y le dio una fuerte  bofetada. Ella cerrS
el pico, se dejS caer en el pasto y hundiS la cara entre las manos.
     - QuI tonto... Red - murmurS -. Dejar pasar una oportunidad como Isa.
     Redrick la mirS sin  hablar mientras terminaba el vodka. ArrojS el vaso
a  Cobayo sin mirarlo siquiera. No  habMa nada que  decir.  QuI lindos hijos
habMa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
     SaliS a la calle y llamS un taxi. IndicS al conductor que lo llevara al
Borscht. TenMa que terminar con  sus asuntos, aunque se morMa de sueYAo. Todo
le daba vueltas; al final se  quedS dormido  en el  taxi, con todo el cuerpo
doblado   sobre  el  portafolios;   despertS   sSlo   cuando  el  conductor,
sacudiIndolo, le dijo:
     - Ya llegamos, seYAor.
     - ¿AdSnde  llegamos? - preguntS, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
     - Nada de eso, compaYAero. Al Borscht, me dijo. iste es el Borscht.
     - Okey - gruYAS Redrick -. Debo haber soYAado.
     PagS y descendiS del coche; apenas podMa  mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en  el  sol; hacia muchMsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que  estaba empapado, que tenMa mal gusto en  la boca  y que le lloraban los
ojos. MirS a su alrededor  antes de entrar. La  calle  estaba desierta, como
era  habitual  a esa hora del dMa.  Los negocios  no habMan abierto aZn y el
Borscht  debMa estar cerrado tambiIn,  pero Ernest  ya estaba en  su puesto,
secando vasos  y  echando miradas sucias al  trMo que  chupaba cerveza en la
mesa del rincSn. TodavMa  no habMan retirado las sillas de las  otras mesas.
Un peSn desconocido,  vestido con chaqueta blanca, limpiaba  los pisos; otro
luchaba detrAs  de  Ernest  con un cajSn  de cerveza.  Redrick  se acercS al
mostrador, dejS allM su portafolios y dijo hola. Ernest  murmurS algo que no
era exactamente una bienvenida.
     - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
     Ernest plantS una jarrita vacMa en el mostrador, sacS una botella de la
heladera,  la abriS y la suspendiS sobre  la  jarra. Redrick, cubriIndose la
boca, mirS fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeS  varias
veces al borde  de la jarrita. Redrick le mirS entonces la cara. TenMa bajos
los pArpados pesados, torcida  la boca gordinflona y las mejillas caMdas. El
peSn  pasS el trapo  precisamente  bajo los  pies de Redrick; los del rincSn
discutMan  en voz alta  sobre las carreras; el  otro peSn retrocediS con los
cajones,  tropezando con Ernest en forma tan ruda que Iste se  tambaleS.  El
hombre murmurS una disculpa.
     - ¿Lo trajiste? - preguntS Ernest, con voz ahogada.
     - ¿Que si traje quI?
     Redrick  mirS por  sobre  el  hombro.  Uno  de  los  tipos  se  levantS
perezosamente  y  fue hasta la  puerta.  AllM se  detuvo  para  encender  un
cigarrillo.
     - Ven, hablemos - dijo Ernest.
     El peSn que pasaba el trapo tambiIn estaba en ese momento entre Redrick
y  la salida. Era un negro  grandote,  del tipo de  Gutalin, pero doblemente
corpulento.
     - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
     Ya no  tenla sueYAo, ni en  un ojo ni en el  otro.  PasS  por detrAs del
mostrador, esquivando al peSn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habMa  pellizcado el dedo,  pues se chupaba  la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasS  a  la  trastienda  y Redrick fue tras Il, porque los tres fulanos  del
rincSn  ya  estaban  bloqueando la puerta  y el  peSn  de limpieza se  habMa
detenido junto a las cortinas que daban al depSsito.
     Ya  en la  trastienda, Ernest dio  un paso a un lado  y se sentS en una
silla, junto  a  la  pared.  Ante  la  mesa  estaba  el capitAn  Quarterblad
amarillento  y furioso.  A la  izquierda,  quiIn  sabe  de dSnde apareciS un
enorme soldado de  las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos,  que lo
cacheS rApidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacS las manoplas de bronce. En  seguida  empujS a Redrick  en  direcciSn al
capitAn. El pelirrojo  se acercS  a la mesa y  puso el portafolios frente al
capitAn Quarterblad.
     - Chupasangre - dijo a Ernest.
     iste  levantS  las  cejas y encogiS  un solo  hombro. Todo estaba  a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreMan muy satisfechos. No habMa
otra salida y la ventana tenMa barrotes por fuera.
     El capitAn Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvMa
el portafolios con las dos manos, sacando  el  botMn  para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeYAos vacMos; nueve  pilas; gotitas negras de diversos tamaYAos,
diecisIis  piezas en una bolsa  de  polietileno; dos esponjas  perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
     - ¿Tienes algo en los  bolsillos? - preguntS el capitAn,  suavemente -.
VacMalos.
     - VMboras - murmurS Redrick -, canallas.
     SacS  un fajo  dI billetes y lo  arrojS sobre  la mesa; allM  quedaron,
esparcidos.
     -
     -
fajo -. AhM tienen. OjalA se les atraganto.
     - Muy interesante - dijo el capitAn, con calma -. Ahora recSgelo.
     -
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mM puede recogerlo usted mismo.
     -  Recoge  ese dinero, merodeador - repitiS el  capitAn Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puYAo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
     Se  miraron mutuamente  por  algunos segundos. Al  fin  el  merodeador,
murmurando maldiciones, se agachS para  recoger desganadamente los billetes.
Los  peones se burlaban a  sus espaldas y el soldado de  las Naciones Unidas
resoplS con alegrMa.
     -
     Mientras  se  arrastraba  de rodillas  por  el  suelo,  recogiendo  los
billetes  uno por uno, se iba acercando mAs y mAs al anillo de oscuro bronce
que descansaba  pacMficamente  en  el polvoriento piso de parquet. Se volviS
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabMa y  algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegS el momento
adecuado cerrS el  pico, tensS; agarrS el anillo y tirS de Il con todas  sus
fuerzas; antes de que la trampa  abierta hubiera llegado al  suelo  se habMa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiSn frMa y gris de la bodega.
     CayS sobre las manos, dio un  salto  mortal y se levantS  de  un salto.
EchS  a  correr  encorvado,  sin  ver  nada, confiado en su memoria  y en su
suerte,  por  el angosto  pasillo abierto  entre  los  cajones de  botellas,
volteAndolos a su paso; los oyS caer y estrellarse tras Il. ResbalS. SubiS a
la carrera algunos escalones invisibles y  lanzS todo  el peso  de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsM saliS al garaje de Ernest.
     Estaba estremecido  y jadeante; ante los  ojos le bailaban  manchas  de
sangre y el corazSn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la  garganta. Pero no  se detuvo ni por un instante. CorriS hasta  el rincSn
mAs  alejado y allM, despellejAndose  las manos, revolviS  en  la montaYAa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizS de
panza por ese agujero. Se le desgarrS la chaqueta, pero pronto  estuvo en el
angosto  patio.  AllM se  agachS entre  las latas  de basura,  se  quitS  la
chaqueta y la  corbata, se revisS apresuradamente, se cepillS los pantalones
y, finalmente, se irguiS y corriS hacia el patio.
     Se  zambullS  en  un tZnel  bajo  y  maloliente  que  llevaba al  fondo
siguiente.  AllM prestS atenciSn, esperando  oMr las  sirenas de la policMa,
pero  no fue asM;  corriS  a  mayor  velocidad,  asustando a los chicos  que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar,  arrastrAndose por los agujeros
de  los cercos  podridos.  TenMa  que salir de ese vecindario de  inmediato,
antes de que el capitAn Quarterblad lo hiciera rodear. ConocMa bien la zona,
pues habMa jugado en todos aquellos patios y sStanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenMa allM muchos conocidos y hasta algunos
amigos;  en otras circunstancias  no  le habrMa  costado  ocultarse  en  ese
barrio, incluso por una semana. Pero no  era para eso que habMa escapado tan
audazmente,  bajo  las  mismas  narices  del capitAn Quarterblad,  aYAadiendo
fAcilmente doce meses a su sentencia.
     Tuvo mucha suerte.  En la calle  Siete algZn tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente  por la calzada, en  manifestaciSn;  eran unos  doscientos, tan
desarrapados y  mugrientos  como  Il. Algunos tenMan peor  aspecto,  como si
hubieran pasado toda la tarde arrastrAndose por los agujeros de los cercos y
echAndose latas de basura encima; tal vez habMan pasado la noche alborotando
en  alguna carbonera. Redrick saliS de  un portal, agachado,  para mezclarse
entre la multitud; la atravesS a fuerza de empujones y tirones; pisoteS pies
ajenos, recibiS  algZn  puYAetazo ocasional y lo devolviS, y finalmente saliS
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
     Fue  precisamente   entonces   cuando  se  oyS  el  gemido  familiar  y
desagradable  de  los  coches  patrulleros;  la  manifestaciSn   se  detuvo,
ruidosamente, plegAndose  como  un acordeSn. Pero  Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capitAn Quarterblad no tenMa modo de saber en cuAl.
     Se  acercS a su propio garaje  desde el costado del negocio de radio  y
electrSnica;  tuvo  que esperar  en tanto los obreros cargaban un camiSn con
televisores. Se puso cSmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas,  donde  no  habMa ventanas,  para  recobrar  el aliento y fumar  un
cigarrillo.  FumS  Avidamente, agachado contra la Aspera  pared  a prueba de
incendios,  tocAndose  de  tanto  en  tanto la mejilla  para  calmar  el tic
nervioso.  PensS, pensS, pensS. Cuando el camiSn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echS a reMr, diciendo suavemente:
     - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
     Entonces  empezS  a  caminar con  rapidez, pero  sin  demasiada  prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
     EntrS al garaje por el pasillo oculto; levantS silenciosamente el viejo
asiento, sacS el  rollo de papel que habMa  en la bolsa guardada  dentro del
canasto, con  mucho  cuidado,  y se lo deslizS dentro  de la camisa. DespuIs
tornS de una percha una chaqueta de cuero,  vieja  y gastada; encontrS en el
rincSn una  gorra grasienta y se la  encasquetS hasta los ojos. Las hendijas
de la  puerta  dejaban  pasar finos rayos  de  luz  que  iluminaban el polvo
danzarMn  del sombrMo garaje. Afuera, los  chicos  jugaban  y chillaban.  Al
marcharse oyS la voz de su hija; acercS un ojo a la mAs ancha de las ranuras
y contemplS a Monita, que corrMa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas,  sentadas en un banco cercano  con  el tejido sobre el regazo,  la
observaban con labios fruncidos;  las viejas cerdas  estarMan intercambiando
sucias opiniones.  Los chicos se portaban  bien; jugaban  con  ella  como si
fuera  una  mAs.  ValMa  la  pena  el soborno empleado: les  habMa hecho  un
tobogAn, una casa de muYAecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas.  "Bueno",  se dijo. Se apartS de la grieta, volviS a inspeccionar el
garaje y entrS arrastrAndose al agujero.
     En  la  parte  sudoeste  de  la  ciudad,  cerca  del  surtidor de nafta
abandonado  al final  de la  calle Miner, habMa una cabina  telefSnica. SSlo
Dios  sabe quiIn la usaba por entonces, pues  todas las  casas de  alrededor
estaban  cerradas  con tablas;  mAs  allA  se veMa  tan  sSlo  aquel  baldMo
interminable  que fuera el  basurero de la ciudad.  Redrick se  sentS  a  la
sombra  de  aquella cabina y metiS la mano  en una  hendija  que  habMa allM
debajo. PalpS  un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en  Il; tambiIn  estaba la  caja de  plomo con  balas  y  la  bolsa  con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitS la chaqueta y la gorra; palpS dentro de su  camisa.  AllM
permaneciS  por  un minuto,  o  mAs,  sopesando  en  la  mano  el envase  de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenMa. Y el tic nervioso
recomenzS.
     -  Schuhart - murmurS,  sin oMr su propia  voz -,  ¿quI estAs haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
     Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviS para calmarla.
     -  Hijos  de perra  -  dijo,  pensando en los obreros que cargaban  los
aparatos de televisiSn -. Se me pusieron en el camino. Yo habrMa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
     MirS a su alrededor, con tristeza. El aire caliente  reverberaba  sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrMamente;
por el baldMo rodaban briznas secas. Estaba solo.
     - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sSlo Dios cuida
de todos. A mM me ha llegado el turno.
     RApidamente,  para no cambiar de idea,  puso el envase  en  la gorra  y
envolviS   la  gorra  en  la  chaqueta  de   cuero.  DespuIs  se  arrodillS,
recostAndose  contra la  cabina, que  se  moviS.  Aquel  paquete  voluminoso
entraba  bien  en el  fondo del pozo que habMa debajo  y aZn  quedaba lugar.
VolviS a poner la cabina en su sitio, la  sacudiS para ver si estaba firme y
finalmente se levantS, limpiAndose las manos.
     - Listo. Todo arreglado.
     EntrS a la cabina caldeada, depositS una moneda y marcS un numero.
     - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
     OyS el suspiro estremecido y se apresurS a agregar:
     -  Es un delito  menor,  seis a ocho  meses con derecho a  visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltarA dinero. Ellos te enviarAn.
     Guta seguMa en silencio.
     -  MaYAana por  la maYAana  te  llamarAn al  puesto de  comando. AllM nos
veremos. Trae a Monita.
     - ¿HabrA alguna inspecciSn? - preguntS ella.
     - Que  la  hagan. En la casa no hay nada.  No te preocupes y  mantIn el
Animo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido.  Te  casaste
con un merodeador, asM que no te quejes. MaYAana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
     ColgS abruptamente y permaneciS algunos segundos  con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que  le tintinearon los  oMdos. DespuIs depositS
otra moneda y volviS a marcar un nZmero.
     - Escucho - dijo Ronco.
     - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
     - ¿Schuhart? ¿QuI Schuhart? - preguntS Ronco, con naturalidad.
     -  Te dije  que  no me interrumpas. Me atraparon  y escapI, pero  voy a
entregarme. Me darAn  entre dos y medio y tres aYAos. Mi esposa queda  sin un
centavo.  TZ  te  encargarAs de  ella.  Que  no le  falta  nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
     - Sigue - dijo Ronco.
     -  Cerca del sitio donde nos encontramos la primera  vez hay una cabina
telefSnica.  Es la Znica, no  hay  forma de  confundirse.  La porcelana estA
debajo de ella. Si  la quieres, tSmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi  esposa. TodavMa  nos quedan muchos  aYAos de  jugar juntos. Si al  volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
     - ComprendM  todo  -  dijo  Ronco  -. Gracias. Y  despuIs de  una pausa
agregS: - ¿Quieres un abogado?
     - No -  dijo  Redrick -.  Todo a mi  esposa, hasta  el Zltimo  centavo.
Saludos.
     ColgS  y  mirS a su  alrededor. DespuIs, con las manos  hundidas en los
bolsillos del pantalSn, subiS lentamente por la calle  Miner entre las casas
vacMas y claveteadas.

     3. Richard H.  Noonan,  cincuenta y un  aYAos, supervisor de compras  de
equipos electrSnicos en la divisiSn  Harmont del instituto  internacional de
culturas extraterrestres.

     Richard H. Noonan  estaba  sentado  ante el escritorio  de  su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaYAo legal. SonreMa tambiIn, simpAticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a  su visitante.  No  hacMa mAs
que aguardar una llamada telefSnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo  sermoneaba  perezosamente.  O imaginaba  que  lo  estaba sermoneando.  O
trataba de convencerse a sM mismo de que lo estaba sermoneando.
     - Tendremos  en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraYAo.
     La  esbelta mano de  Valentine sacudiS limpiamente  las  cenizas  de su
cigarrillo en el cenicero.
     -  ¿Y  quI es,  exactamente,  lo que  tendrAn en cuenta? - preguntS con
mucha cortesMa.
     -  Bueno... todo lo  que usted acaba de decir  -  respondiS alegremente
Noonan, recostAndose en su sillSn -. Hasta la Zltima palabra.
     - ¿Y quI es lo que dije?
     - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
     Valentine (el  doctor  Valentine Pilman,  ganador  de un  Premio NSbel)
estaba  sentado frente  a  Il, en un mullido sillSn. Era  menudo, delicado y
limpio. No tenMa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata  de color liso,  muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pAlidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
     -  En mi opiniSn, a usted  se le paga un  sueldo fantAstico para nada -
dijo -. Y ademAs, tambiIn en mi opiniSn, usted es un saboteador, Dick.
     -
     -  En  realidad -  agregS Valentine -, hace mucho tiempo  que lo  vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
     -
es eso de que no  hago nada? ¿Acaso he dejado  de  hacerle  entregar un solo
pedido de repuestos?
     - No  sI  -  respondiS  Valentine, volviendo a  sacudir  las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con mAs frecuencia,
pero no sI quI tiene usted que ver con eso.
     - Bueno, si no fuera  por mM, los materiales buenos  serMan  mucho  mAs
escasos. AdemAs,  ustedes  los  cientMficos  se  la pasan  rompiendo  buenos
equipos  y  pidiendo  repuestos.  ¿Y  quiIn  les  cubre  las  espaldas?  Por
ejemplo...
     En ese momento sonS el  telIfono. Noonan  se  interrumpiS para tomar el
receptor.
     - ¿SeYAor Noonan? - preguntS la secretaria -. Otra vez el seYAor Lemchen.
     - ComunMqueme.
     Valentine  se levantS, se  llevS  dos dedos  a la frente  en  seYAal  de
despedida y saliS del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
     - ¿SeYAor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
     - SM, escucho.
     - No es fAcil comunicarse con usted en el trabajo, seYAor Noonan.
     - Acaba de llegar un nuevo embarque.
     - SM, ya lo sI, seYAor Noonan.  Estoy aquM por poco tiempo. Quisiera que
discutiIramos  personalmente  unas cuantas cosas. Me refiero  a los  Zltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
     - A sus Srdenes.
     - En  ese caso,  si  no  tiene inconvenientes, ¿por  quI  no  pasa  por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
     - Perfecto. Dentro de media hora.
     Richard Noonan colgS y  se levantS frotAndose las manos  regordetas. Se
paseS por la oficina y hasta empezS a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiS  en una nota  especialmente  agria, riIndose jovialmente  de  sM
mismo. TomS su sombrero, se echS el impermeable al  hombro y saliS a la zona
de recepciSn.
     - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. QuIdate
aquM y cZbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerI un regalo.
     Ella  pareciS transformarse.  Noonan le arrojS un  beso  y saliS a  los
corredores del  instituto.  AquM y  allA  tuvo que enfrentarse  con  algunos
intentos  de  detenerlo, pero  logrS  zafarse  de  todas  las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados  que le  cubrieran  las espaldas o que
tuvieran paciencia.  y  finalmente  emergiS,  ileso y sin compromisos,  para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
     Sobre la ciudad pendMan nubes bajas y pesadas.  El dMa  era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban  ya a esparcirse  por la acera  como
pequeYAas  estrellas negras.  Noonan se echS el  saco  sobre  la cabeza y los
hombros y corriS junto  a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiS
de cabeza y arrojS la chaqueta al asiento trasero. SacS del bolsillo el palo
negro y  redondo del asM-asM, lo puso en la instalaciSn del tablero y empujS
con  el  pulgar  para meterlo  hasta la  empuYAadura. Se  meneS un poco  para
acomodarse mejor  tras el volante  y  pisS  el acelerador. El  Peugeot saliS
silenciosamente al medio de la  calle;  un  segundo despuIs corrMa  hacia la
salida de la Pre-Zona.
     La lluvia se precipitS  de repente, como si alguien hubiera volcado  un
balde en el cielo. La  ruta se tornS resbaladiza; el coche  derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorS  la marcha.
"AsM que recibieron el informe", pensS. Ahora estarAn elogiAndome. Bueno, me
lo  merezco; me gusta  que me elogien. Especialmente  el  seYAor  Lemehen  en
persona. A pesar de si mismo. ExtraYAo, ¿verdad? ¿Por  quI nos gusta  que nos
elogien?  Eso  no  da dinero.  ¿Gloria? ¿QuI  clase de gloria  tenemos?  "Es
famoso: ya  lo  conocen  tres personas"  Bueno,  digamos cuatro, contando  a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estZpido...
¿CSmo puedo  ser mejor  a  mis  propios ojos? ¿Como si no me  conociera? Ese
gordo  bueno de Richard  H. Noonan,  a propSsito, ¿quI querMa  decir esa H.?
¡QuI  sI yo! Y no tengo a quien  preguntarle;  no  es cosa de preguntarlo al
seYAor Lemehen. ¡Ah,  ya recuerdo!
estA diluviando.
     VirS hacia la calle Central y de pronto se  dio cuenta de  lo mucho que
habMa crecido la ciudad en los Zltimos aYAos. Enormes rascacielos. AllA estAn
construyendo  otro.   ¿QuI  serA?  Oh,  el  Complejo  Luna:  el  mejor  jazz
internacional, un  espectAculo  de variedades y  varias cosas mAs. Todo para
nuestras  gloriosas tropas y nuestros valientes  turistas, especialmente los
mAs ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
estAn vaciando.
     SM, me gustarMa saber dSnde va  a terminar todo esto. Bueno, hace  diez
aYAos  estaba seguro de saberlo: barreras policiales  impenetrables, zonas de
seguridad  de treinta  kilSmetros,  cientMficos  y soldados, y nada mAs. Una
horrible lastimadura  en la cara  del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el  Znico que pensaba  asM.
ahora uno ni siquiera se acuerda cSmo fue que la fIrrea resoluciSn universal
se fundiS en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y  por otra no se puede estar  en desacuerdo." Creo que todo
empezS cuando  los merodeadores  trajeron los  asM-asM de  la Zona. PequeYAas
pilas.  SM, creo que fue  entonces. Sobre todo cuando  se  descubriS que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciS tal; antes bien, una caja de
tesoros,  la  tentaciSn  del  demonio,  la  caja de  Pandora  o  el  diablo.
Descubrieron  el  modo  de  darles  uso.  Llevaban  veinte  aYAos  bufando  y
rezongando, malgastando  billones, sin haber podido organizar  el robo. Cada
uno  tenMa su negocito, mientras los  cientMficos arrugaban significativa  y
portentosamente  el  ceYAo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra  no se puede  estar en desacuerdo.  Puesto  que tal y cual  objeto,
fotografiado con  rayos  X  en  un Angulo  de  18 grados,  emite  electrones
cuasitermales en  un Angulo de 22  grados...
cualquier modo morirI sin ver el final.
     El  coche pasaba  frente a  la  casa que  Cuervo  Burbridge tenMa en el
centro. Debido a la intensa  lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias  parejas que bailaban en las habitaciones del  segundo piso,
que correspondMan  a la hermosa Dina. O bien habMan comenzado muy temprano o
todavMa la seguMan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad:  dar fiestas  que  duraban  varios  dMas.  Sin duda  estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y  tesoneros en  la bZsqueda de sus
deseos.
     Noonan detuvo el  coche frente a  un edificio feo, cuyo discreto cartel
decMa: "Oficinas legales de Korsh,  Korsh y  Simak". SacS el asM-asM y se lo
guardS  en el bolsillo; volviS a ponerse el impermeable,  tomS el sombrero y
corriS  hacia  la  entrada.  PasS corriendo  junto al  portero,  que  estaba
sepultado en un periSdico, y subiS las escaleras  cubiertas por una alfombra
gastada.  Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor  del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes.  Finalmente abriS  la  Zltima  puerta  del  pasillo y entrS. Ante  el
escritorio  no  estaba  la   secretaria,  sino  un  joven  desconocido,  muy
bronceado, en mangas de camisa,  que escarbaba las tripas de algZn artefacto
electrSnico instalado sobre el escritorio, en vez de la mAquina de escribir.
     Richard Noonan colgS su sombrero y  su chaqueta,  alisS con ambas manos
el  poco  pelo que le  restaba  y  mirS  interrogativamente  al joven.  iste
asintiS. Noonan abriS entonces la puerta de la  oficina. El seYAor Lemehen se
levantS pesadamente del gran sillSn  de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por  cortinajes. Su  angulosa cara  de  general estaba arrugada, ya
fuera  en una sonrisa  de  bienvenida o  en  un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quizAs fuera tambiIn un estornudo contenido.
     - Ah, ya llegS, pase, pSngase cSmodo.
     Noonan buscS  algZn lugar para  ponerse  cSmodo, pero sSlo encontrS una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada  detrAs del  escritorio. PrefiriS
sentarse en el  borde del escritorio. Su  Animo jovial  se estaba evaporando
por algZn  motivo, aunque Il mismo no sabMa cuAl. De pronto se dio cuenta de
que ese dMa no habrMa  elogios. Todo lo contrario. "El dMa de la ira", pensS
filosSficamente, endureciIndose para enfrentar lo peor.
     - Fume si quiere - dijo el  seYAor Lemchen, volviendo a descender  hasta
su sillSn.
     - No, gracias, no fumo.
     El  seYAor Lemehen  asintiS,  como  si  aquello  confirmara  sus  peores
sospechas;  juntS las puntas de los dedos formando una torre y las contemplS
por un rato. Al fin dijo:
     - Creo  que no vamos  a discutir los asuntos  legales de la  Mitsubishi
Denshi Company.
     Eso era un chiste. Richard Noonan sonriS de inmediato.
     -
     Estaba endemoniadamente incSmodo  allM sentado;  ademAs los  pies no le
llegaban al suelo.
     - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiSn  muy
favorable allA arriba.
     - Hum - murmurS Noonan, mientras pensaba: "AquM viene"
     - Estaban por recomendarlo para una  condecoraciSn - prosiguiS el seYAor
Lemehen -.  Sin  embargo los convencM  de que esperaran un poco. Y yo  tenMa
razSn.
     AbandonS con esfuerzo la contemplaciSn de sus diez dedos y levantS  los
ojos hacia Noonan.
     - Usted se preguntarA por quI me comportI con tanta cautela.
     - Probablemente tenMa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
     -  En efecto. ¿CuAles son los  resultados de  su  informe, Richard?  La
banda del Metropole  estA liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiIn
suyo,  Quasimodo,  los  MZsicos  Vagabundos  y  todas  las otras  bandas, no
recuerdo cSmo se llaman, se desmembraron porque sabMan que el baile se habMa
terminado y que cualquier  dMa los iban a atrapar.  Todo esto  es cierto; lo
hemos verificado por otras  fuentes. El campo  de batalla estA despejado. La
victoria  es  suya,  Richard. El enemigo se  retirS en desbandada, sufriendo
grandes pIrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
     - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los Zltimos tres meses ha
cesado la pIrdida  de materiales de la Zona  a  travIs de Harmont. Al menos,
segZn las informaciones que tengo.
     - El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
     - Bueno, si prefiere esa metAfora, sM.
     -
dudas. Al  apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerM que esperaran antes de darle una
recompensa.
     "Vete al  diablo, tZ y tus recompensas", pensS  Noonan,  balanceando el
pie y observando ceYAudo el zapato brillante, "
telaraYAas del  desvAn!  No  me  falta mAs que escuchar  tus conferencias. SI
perfectamente con quiIn  trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del  enemigo. Dime,  simplemente cuAndo, dSnde y cSmo me equivoquI,
quI han robado esos hijos  de puta, dSnde y cSmo fallaron la forma de pasar.
Y sin  tantas pavadas, que no soy un novato; tengo mAs de medio siglo encima
y  no  estoy  aquM  sentado para  oMrte  hablar  de Srdenes  y  decoraciones
estZpidas."
     - ¿QuI  sabe usted de  la Bola Dorada?  - preguntS sZbitamente el seYAor
Lemehen.
     "Dios, quI  tiene que ver  la Bola Dorada con todo esto". pensS Noonan,
irritado. "Por quI no te irAs al diablo con tus enfoques indirectos."
     -  La  Bola Dorada  es una leyenda  - informS,  en  tono aburrido -. Un
artefacto mMtico  localizado en  la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
     - ¿Cualquier deseo?
     - SegZn  la  versiSn  canSnica de  la  leyenda,  cualquier  deseo.  Sin
embargo, hay versiones distintas.
     - De acuerdo. ¿QuI sabe de las lAmparas de la muerte?
     -   Hace  ocho  aYAos,  un  merodeador  llamado  Stefan   Norman,  alias
Cuatro-ojos, trajo  de la Zona un aparato que, hasta donde  se puede juzgar,
era algZn  tipo de emisor de rayos  fatales  para los organismos terrMcolas.
Este  Cuatro-ojos ofreciS  el  aparato al Instituto, pero no se  pusieron de
acuerdo  en cuanto al  precio. Cuatro-ojos volviS a entrar a la Zona y jamAs
regresS. Se  ignora el paradero actual del aparato.  La  gente del Instituto
sigue tirAndose de los pelos por  ese  asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por Il cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
     - ¿Es todo? - preguntS el seYAor Lemehen.
     - Es todo.
     Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciSn. Era aburrida;
no habMa nada para mirar.
     - Muy bien. ¿Y quI sabe de los ojos de la langosta?
     - ¿QuI clase de ojos?
     -  Ojos de  langosta.  LangpAtas, ¿entiende? isas  que tienen pinzas  -
explicS Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
     - Nunca los oM nombrar - respondiS Noonan, frunciendo el ceYAo.
     - ¿Y de las servilletas castaYAeteantes?
     Noonan se bajS  del  escritorio para erguirse  frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
     - No sI nada de ellas. ¿Y usted?
     - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaYAeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
     - ¿En mi Zona?
     - SiIntese, siIntese - indicS el  seYAor  Lemehen,  agitando la  mano -,
ReciIn empezamos la charla. SiIntese.
     Noonan dio  la  vuelta  al escritorio y  se sentS en  la silla  dura de
respaldo recto.
     "¿AdSnde  quiere  ir  a parar?", pensS, febrilmente. "¿QuI es  todo ese
material  nuevo? Tal vez lo  encontraron en  otras Zonas y trata  de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca  me tuvo  aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
     - Prosigamos  con nuestro  pequeYAo examen  - anunciS  Lemchen, mientras
apartaba  una  esquina  del cortinaje  para  mirar  por la  ventana  -. EstA
diluviando. Me gusta.
     SoltS  la  cortina, volviS a sentarse en el  sillSn y preguntS, mirando
hacia el cielo raso:
     - ¿CSmo anda el viejo Burbridge?
     - ¿Burbridge? Cuervo Burbridge estA bajo vigilancia. EstA invAlido y en
muy buena  posiciSn. No tiene vinculaciones con  la Zona. Es dueYAo de cuatro
bares  y de una  escuela de baile. Organiza  picnics para  los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
     El seYAor Lemehen asintiS, satisfecho.
     - ¿Y quI hace Creonte, el maltIs?
     -  Es uno de los pocos  merodeadores que siguen activos. Anduvo con  la
banda de  Quasimodo;  ahora  vende su botMn al Instituto  utilizAndome  como
intermediario.  Le  doy  rienda  libre:  tarde o  temprano alguien  lo  harA
desaparecer. zltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
     - ¿Contactos con Burbridge?
     - Anda detrAs de Dina. Sin resultados.
     - Muy bien - dijo el seYAor Lemehen -. ¿QuI sabe de Red Schuhart?
     - SaliS de la cArcel  el mes pasado. No  tiene dificultades econSmicas.
TratS de emigrar, pero tiene...
     Noonan hizo una pausa. Al fin completS:
     - Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
     - ¿Eso es todo?
     - Es todo.
     - No parece mucho. ¿QuI pasa con Suertudo Carter?
     - Hace muchos aYAos que dejS el merodeo.  Vende coches usados y tiene un
taller para  adaptar automSviles al asM-asM. Cuatro hijos; la mujer muriS el
aYAo pasado. Tiene suegra.
     Lemehen asintiS.
     - Bueno, ¿a quiIn he olvidado de los viejos? - preguntS amablemente.
     - A Jonathan  Miles, mAs conocido como Cacto. EstA en el hospital; va a
morir de cAncer. Y olvidS a Gutalin.
     - Ah, sM, sM, ¿quI se sabe de Gutalin?
     - Sigue en  lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la  Zona y
pasan  allM varios  dMas  en  cada  oportunidad,  destrozando  todo  lo  que
encuentran. Su antigua organizaciSn, los angeles Luchadores, se disolviS.
     - ¿Por quI?
     - Bueno,  usted recordarA que solMan comprar botMn; Gutalin  lo llevaba
nuevamente  a la Zona: las  cosas del demonio debMan estar con  el  demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; ademAs el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policMa.
     - Comprendo - dijo el seYAor Lemehen -. ¿Y quI hay de los jSvenes?
     -  Bueno,  los  jSvenes van y  vienen. Hay cinco o seis con un  poco de
experiencia,  pero Zltimamente no tienen quiIn reduzca el botMn, de modo que
estAn perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos estAn retirados, los
jSvenes no  saben quI hacer y el prestigio de la profesiSn se  va perdiendo.
La tecnologMa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robSticos.
     - SM, si, eso he oMdo decir. Pero las mAquinas necesitan mucha energMa.
¿O me equivoco?
     - Es cuestiSn de tiempo, no mas. Pronto valdrA la pena.
     - ¿CuAndo?
     - En cinco o seis aYAos.
     El seYAor Lemehen volviS a asentir.
     - A propSsito,  tal  vez  usted no sabe que  el  enemigo  ha empezado a
emplear los merodeadores automAticos.
     - ¿En mi Zona? - preguntS Noonan, poniIndose en guardia.
     - TambiIn en la suya. Tienen la base en RexSpolis; desde allM trasladan
el equipo en helicSptero,  por sobre las montaYAas, hasta el CaYASn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
     - Pero  ese es el perMmetro  de la  Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
Area estA vacMa. ¿QuI pueden encontrar allM?
     - Muy poco, muy poco, pero algo  encuentran. De cualquier modo  era una
informaciSn,  nada mAs; eso no le concierne.  Recapitulemos. En  Harmont  no
quedan  ya,  prActicamente, merodeadores profesionales.  Los que aZn  siguen
aquM ya  no  tienen relaciSn  con  la Zona.  Los jSvenes  estAn  perdidos  y
cercados.
     - El enemigo estA diseminado y se ha retirado a  algZn rincSn a lamerse
las  heridas.  No  hay  botMn,  y  cuando lo  hay  no  se encuentra a  quiIn
vendIrselo. Los robos de materiales  en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
     Noonan  guardS  silencio. "Ahora,  pensS. Ahora  me la  va a dar.  Pero
¿dSnde  estuvo  el  error?  Ha de  haber sido uno  realmente grande.
habla, viejo del diablo!
     -  No he  oMdo su respuesta -  observS Lemehen, poniendo  la  mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
     -  Bueno,  jefe - dijo Noonan, sombrMo -. Basta  ya. Me tiene  frito  y
hervido, ahora pSngame en el plato.
     El seYAor Lemehen carraspeo vagamente.
     -  No tiene  nada  que decir en su  defensa  -  comentS, con inesperada
amargura -. Se queda ahM, con las orejas bajas ante  la autoridad.  ¿CSmo le
parece que me sentMa anteayer?
     Se interrumpiS para levantarse y se acercS a la caja fuerte.
     -  Para abreviar: en los dos  Zltimos meses, segZn nuestra informaciSn,
el  enemigo  ha recibido  mAs  de  seis  mil  artMculos  provenientes de las
diversas Zonas.
     Se detuvo ante la  caja  fuerte, palmeS  su flanco pintado  y se volviS
Asperamente hacia Noonan.
     - ¡No se consuele  con ilusiones! - gritS -.
Burbridge! ¡Las del MaltIs!
siquiera se  dignS mencionar!
entrena usted a sus  jSvenes?
encima ese asunto de  los  ojos de langosta, los  cascabeles  de perra,  las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
     VolviS a interrumpirse, se instalS nuevamente en el sillSn,  formS otra
torre con los dedos y preguntS cortIsmente:
     - ¿QuI piensa usted de todo esto, Richard?
     Noonan se secS la frente con el paYAuelo.
     - No sI  nada de todo esto - respondiS sinceramente  -. perdone,  jefe,
estoy un poco... DIjeme  recobrar  el aliento,
ya no tiene  nada que ver  con la Zona.
picnics y cScteles a la orilla  de los lagos  y gana  muchMsimo con eso.
necesita  mAs dinero! Perdone,  creo  que estoy diciendo  tonterMas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliS del hospital.
     - Bueno, no quiero demorarlo mAs -  dijo el seYAor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me  trae alguna idea sobre cSmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiSs.
     Noonan se levantS, saludS al perfil de Lemehen y saliS a la  recepciSn,
aZn  enjugAndose el  cuello sudoroso. El  joven bronceado  estaba  fumando y
contemplaba pensativamente las entraYAas del mutilado aparato electrSnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciS tan vacMa como si estuviera
mirando hacia dentro.
     Richard  Noonan se  encasquetS  el  sombrero, agarrS  su impermeable  y
saliS. Nunca le habMa pasado algo asM. Sus  pensamientos, confusos, parecMan
enmaraYAarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigSn!
Es sSlo un pequeYAo novato, un mocoso. No, aquM pasa algo raro.  Ese rengo de
porquerMa,  Cuervo,  esta vez me  agarrS. Me  pescS en  pelotas. ¿CSmo  pudo
ocurrir? Justo como  aquella vez, en  Singapur;  la cara sobre la mesa y  de
golpe aplastado contra la pared...
     SubiS al auto. Por un momento buscS en el tablero la llave de contacto,
olvidado  de  todo.  La  lluvia le  goteaba  desde  el  sombrero  sobre  los
pantalones. Se lo quitS y lo arrojS al asiento posterior sin mirar. El  agua
corrMa a chorros por  el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiSn de que
eso  le  impedMa comprender  cuAl  era el prSximo  paso a  dar. Se dio  unos
coscorrones y se sintiS mejor. Inmediatamente  recordS que no habMa llave ni
podMa haberla, porque Il tenMa el  asM-asM en el bolsillo.  La  pila eterna;
habMa que sacarla del bolsillo, maldiciSn, y  meterla en la instalaciSn. AsM
podrMa a menos  conducir el coche hasta alguna parte... alguna  parte, lejos
de ese  edificio donde  estaba el viejo hijo de  puta, probablemente mirando
desde una ventana.
     En  el momento en que tendMa la mano hacia el asM-asM quedS inmSvil por
un  instante. Ya sI  por  quiIn  empezar. EmpezarI con Il.
empezar con Il! Nadie habrA empezado nunca con nadie como yo con Il. Y  serA
un placer.
     EncendiS los limpiaparabrisas y bajS por la avenida, sin ver casi  nada
frente a Il, pero calmAndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
DespuIs de todo allA las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi  cuerpo, o  algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos  la pista.
¿DSnde estA mi pequeYAo negocio? No veo un pito. Ah, allM estA.
     No  estaba dentro  del  horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiIndose  como un perro
que  saliera del agua,  entrS a aquella clara habitaciSn, que olMa a tabaco,
perfume y champaYAa rancio. El viejo Benny, aZn  sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puYAo. Madame lo miraba
comer, con los  enormes  pechos apoyados  en el  mostrador entre  los  vasos
vacMos.  AZn no  habMan limpiado la  suciedad de la  noche  anterior. Cuando
Noonan entrS, Madame volviS hacia Il su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiSn de enojo se disolviS en una sonrisa profesional.
     -  ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraYAaba a las chicas?
     Benny siguiS comiendo; era mAs sordo que una tapia.
     -
a mM a una mujer de veras?
     Benny, finalmente, notS su presencia y  contorsionS  en una sonrisa  de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpZreas.
     -
     Noonan sonriS como respuesta y agitS la mano. No  le gustaba hablar con
Benny; habMa que gritar constantemente.
     - ¿DSnde estA mi gerente, compaYAeros? - preguntS.
     -  En  su cuarto -  respondiS  Madame  -. Tiene  que  pagar  maYAana los
impuestos.
     -
En seguida vuelvo.
     Caminando silenciosamente sobre la  gruesa alfombra sintItica, cruzS el
salSn y las  puertas encortinadas de los  cubMculos;  junto a cada una habMa
una flor pintada en la pared. EntrS en el  silencioso pasillo sin  salida  y
abriS sin golpear la puerta tapizada en cuero.
     Mosul  Kitty estaba sentado al  escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenMa  en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los  impuestos  al  dMa  siguiente. En  el  escritorio,  completamente
despejado, no habMa mAs que una jarra con ung|ento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro.  Mosul Kitty alzS hacia Noonan los ojos irritados y se
levantS de un salto, dejando caer el  espejo.  Noonan, sin decir palabra, se
sentS en el sillSn, frente a Il, y lo observS en silencio, oyIndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. DespuIs dijo:
     - Por quI no cierras la puerta, amigo.
     Mosul corriS hasta la puerta cacheteando el  piso  con los pies planos;
hizo  girar la llave y volviS al escritorio. InclinS sobre Noonan la  cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguMa mirAndolo con los ojos
medio cerrados; recordS entonces, por alguna razSn, que el  verdadero nombre
de  Mosul Kitty era  Rafael.  Aquel hombre era famoso por sus grandes  puYAos
huesudos, purpZreos  y desnudos entre el grueso  vello  que  le  cubrMa  los
brazos  como  una  manga. Se  habla puesto el apodo  de Kitty porque  estaba
convencido de  que era el nombre  tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
     - ¿CSmo andan las cosas? - preguntS gentilmente.
     - Todo en orden, jefe - replicS velozmente Rafael Mosul.
     - ¿Arreglaste el problema con la comisarMa?
     - CostS ciento cincuenta. Todo el mundo estA contento.
     - SaldrA de tu bolsillo. Fue  culpa tuya, amigo. TenMas  que encargarte
de eso.
     Mosul puso cara patItica y extendiS las manos en seYAal de sumisiSn.
     - Hay que cambiar el parquet del salSn - dijo Noonan.
     - Lo haremos.
     Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
     - ¿BotMn? - preguntS, bajando la voz.
     - Hay un poco - respondiS Mosul, tambiIn en voz baja.
     - Veamos.
     Mosul corriS a  la caja  fuerte, sacS  un paquete y  lo  abriS sobre el
escritorio, frente a Noonan. iste  revolviS con un dedo el montSn de gotitas
negras; recogiS un brazalete y lo  examinS por todos lados a antes de volver
a ponerlo allM.
     - ¿Nada mAs?
     - No traen - explicS Mosul, culpable.
     - AsM que no traen - repitiS Noonan.
     ApuntS con  cuidado y clavS la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla  de Mosul.  Este, gruYAendo,  se  agachS  para agarrarse  el  lugar
dolorido, pero inmediatamente  volviS  a  erguirse,  en  posiciSn de  firme.
Noonan  saltS, aferrS  a Mosul por  el  cuello y se acercS soltando patadas,
haciendo girar  los  ojos, susurrando  obscenidades.  Mosul gemMa y  gruYAMa,
echando la cabeza hacia atrAs como un caballo  asustado; retrocediS  de  ese
modo hasta caer en el sofA.
     - AsM que trabajas para los dos bandos, ¿eh?  GrandMsimo hijo de puta -
siseS Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo  Burbridge estA
nadando en botSn y tZ me traes cuentitas envueltas en papel.
     Le  dio  una  bofetada  en  pleno  rostro,  tratando  de  golpearle  la
magulladura de la nariz.
     - Te harI meter en la cArcel.  TendrAs  que dormir  sobre  estiIrcol  y
comer pan duro.
     Otro golpe a la nariz lastimada.
     -  ¿De dSnde saca Burbridge el botMn? ¿Por quI se lo llevan a Il y no a
ti?  ¿QuiIn lo  trae?  ¿CSmo  es  posible que yo no  sepa nada? ¿Para  quiIn
trabajas, cerdo asqueroso?
     Mosul abriS y cerrS la boca, mudo. Noonan lo dejS ir, volviS a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
     - ¿Y? - preguntS.
     Mosul sorbiS la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
     - De veras, patrSn, ¿quI pasa? ¿QuI botMn puede  tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
     -
los pies.
     -  No,  no, patrSn,  de veras  - fue la apresurada  respuesta  -.  ¿Yo,
discutir con usted?
     - Voy a deshacerme de ti -  amenazS  Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quI  diablos  te quiero, grandMsimo  tal  por cual?  Tipos como tZ  hay  por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
     - Espere, patrSn - replicS Mosul razonablemente, untAndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quI me ataca asM, tan de pronto? Hablemos un poco.
     Se tocS la nariz cautelosamente y agregS:
     -  Usted dice que Burbridge tiene botMn a montones. No sI, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dMas  nadie  tiene botMn. DespuIs de  todo,
ahora sSlo los novatos entran a  la Zona  y  son los Znicos que  salen.  No,
patrSn, alguien le ha mentido.
     Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer  Mosul, en verdad, nada
sabMa. De cualquier modo no le habrMa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
     - Esos picnics, ¿dejan ganancias?
     - ¿Los  picnics? No creo. No es  como para nadar en plata.  Pero  ya no
queda nada que dI ganancias en esta ciudad.
     - ¿DSnde se hacen esos picnics?
     - ¿DSnde? Bueno, en  diferentes lugares. Junto a la MontaYAa  Blanca, en
las Fuentes TermalcA, en el lago Arcoiris...
     - ¿QuiInes son los clientes?
     - ¿Los clientes? - Mosul olfateS, parpadeS y hablS en tono confidencial
-. Si  piensa dedicarse  usted  tambiIn  a ese  negocio, patrSn,  no  se  lo
aconsejo. No podrA competir mucho contra Cuervo.
     - ¿Por quI?
     -  Los clientes  de  Cuervo  son  los  cascos  azules,  para empezar  -
respondiS el grandote,  contando  los argumentos  con los dedos -.  DespuIs,
oficiales del  puesto de comando.  DespuIs, los turistas  del Metropole,  el
Lirio Blanco y el Plaza. AdemAs hace mucha propaganda. Hasta los de aquM van
con Il. De veras, patrSn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
     - ¿AsM que los de aquM tambiIn van con Il?
     - La gente joven, en su mayorMa.
     - Bueno, ¿quI pasa en esos picnics?
     - ¿QuI pasa?  Vamos en Smnibus, ¿entiende? Y cuando  llegamos todo estA
listo: mesas, carpas, mZsica...  Y todos la disfrutan. Los oficiales  suelen
ir con las muchachas.  Los turistas van a  mirar la  Zona; si es  en Fuentes
Termales  la  Zona  estA  a  un tiro  de  piedra,  del  otro  lado del CaYASn
Sulfuroso.  Cuervo ha desparramado unos cuantos  huesos de caballo por ahM y
se los muestra con binoculares.
     - ¿Y los de aquM?
     - ¿Los de aquM? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
     - ¿Y Burbridge?
     - ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
     - ¿Y tZ?
     -  ¿Yo?  Yo soy  como cualquier  otro. Vigilo  que  nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, mAs o menos.
     - ¿Y cuAnto dura todo eso?
     - Depende. A veces tres dMas, a veces una semana entera.
     -  ¿Y cuAnto cuesta ese viaje de placer? - preguntS Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
     Mosul  respondiS, pero  Il  no le  prestS atenciSn. AhM  estA la  cosa,
pensaba;  varios  dMas, varias noches; en esas  condiciones  es  simplemente
imposible  vigilar a  Burbridge,  por mucho que se quiera.  Pero  seguMa sin
entender. Burbridge no  tenMa piernas, y allM estaba el  barranco. No, habMa
algo mAs.
     - Entre los de aquM, ¿quiInes son los clientes habituales?
     - ¿Entre los de aquM? Ya se lo dije, los jSvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy,  Rajba, el  Pollo  Tsapfa,  ese  muchacho,  Zmyg...  El MaltIs
tambiIn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela  dominical.
¿Vamos a  la escuela  dominical?, dicen. Se dedican a las seYAoras grandes  y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
     - La escuela dominical... - repitiS Noonan.
     Se le habMa ocurrido un pensamiento extraYAo. Escuela. Se levantS.
     -  Muy bien  -  dijo -.  Al  diablo  con  los picnics. Eso  no es  para
nosotros. Pero entiIndeme bien: Cuervo tiene botMn y ese negocio es nuestro,
amigo.  Busca,  Mosul,  busca  o te echarI a los perros.  DSnde lo consigue,
quiIn se lo da. DescZbrelo y daremos un veinte por ciento mAs. ¿Entiendes?
     - Entiendo, patrSn.
     Mosul  tambiIn  estaba de  pie, en posiciSn de firme,  con  la  lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
     - ¡MuIvete!
     Ya en el  bar tomS rApidamente su  aperitivo, charlS un rato con Madame
sobre la  decadencia  moral, sugiriS que  planeaba  agrandar  el negocio  y,
bajando la voz para lograr  mAs Infasis, le pidiS consejo sobre lo que podMa
hacer con Benny; el pobre estaba  viejo, sordo y lento  de reacciones; ya no
se movMa como antes.
     Ya eran las seis y tenMa hambre. Un pensamiento le daba  vueltas en  el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habMan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mMtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SSlo quedaba en Il la desilusiSn
de no  haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo mAs importante era eso
que seguMa flotando en su cabeza sin darle paz.
     Se  despidiS de Madame, estrechS la mano a Benny y fue directamente  al
Borscht.
     El problema es que no  nos damos cuenta de cSmo se van los aYAos, pensS.
Al diablo con los aYAos; no nos damos cuenta de que todo cambia.  Sabemos que
todo cambia, nos enseYAan desde  chicos que todo cambia y  vemos  cambiar las
cosas con  nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no estA. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernItica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrMo, que se arrastraba centMmetro
a centMmetro por la  Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botMn.
El nuevo merodeador es un pisaverde  de corbata fina,  un  ingeniero que  se
sienta a  dos  kilSmetros de la  Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin  nada que  hacer, salvo vigilar unas  pocas  pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lSgico. Tan  lSgico que a nadie  se  le ocurren  las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
     Y de pronto, desde  la nada, surgiS una oleada  de desesperaciSn que lo
tragS por completo. Todo  era  inZtil, sin  sentido. Dios  mMo,  pensS,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean mAs inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asM estA el  hombre en  el  mundo.  Si nunca hubiIramos  tenido una
VisitaciSn habrMa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
     El  Borscht estaba encendido y de Il brotaba un olor delicioso. TambiIn
el Borscht habMa cambiado; ya no habMa baile ni diversiones; Gutalin  no iba
mAs,  lo habMan hecho  a un  lado.  Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrMa marchado haciendo una mueca. Ernest seguMa en
la jaula; era la  vieja, su mujer, la que finalmente habMa vuelto a poner en
marcha el local,  con una clientela sSlida y  estable.  Todo el personal del
instituto almorzaba allM, incluyendo a los funcionarios mAs importantes. Los
reservados eran  bonitos;  la comida,  buena;  los precios,  razonables;  la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
     Noonan  descubriS  a Valentine  Pilman  en  uno de  los reservados.  El
laureado cientMfico tomaba cafI y leMa una revista doblada en dos. Noonan se
acercS, preguntando:
     - ¿Puedo sentarme con usted?
     Valentine volviS hacia Il sus anteojos oscuros.
     - Ah, sM, por favor.
     - Un segundo. Primero voy a lavarme.
     Acababa de recordar lo de  la  nariz de  Mosul.  AllM lo conocMan bien.
Cuando volviS al reservado de Valentine,  le esperaba un plato de  embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frMa ni caliente, como a Il le gustaba.
Valentine dejS la revista y tomS un sorbo de cafI.
     - EscZcheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CSmo piensa
que terminarA todo esto?
     - ¿QuI cosa?
     -   La   VisitaciSn.   Las  Zonas,  los  merodeadores,   los  complejos
militar-industriales... todo. ¿CSmo puede terminar?
     Valentine lo mirS por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
     - ¿Para quiIn? Especifique.
     - Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
     - Eso  depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en  nuestro
sector del  planeta la  VisitaciSn no dejS efectos posteriores, en  su mayor
parte.  Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar  todas
esas  castaYAas del fuego  saquemos  algo que  arruine  la  vida, no sSlo  la
nuestra sino la  de todo el  planeta. Eso serMa  mala suerte. Pero  admitirA
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
     RiS entre dientes y prosiguiS:
     -  Le  dirI:  hace tiempo  he  perdido  el hAbito  de  hablar  sobre la
humanidad en general. La humanidad,  como un  todo, es un sistema  demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
     - ¿Le parece? Puede ser, quiIn sabe.
     - Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente  entretenido -. ¿En
quI ha cambiado su vida con la VisitaciSn? Usted  es un hombre de  negocios.
Ahora  sabe que hay  al menos otra criatura  racional en el universo, ademAs
del hombre.
     - ¿QuI puedo decirle?
     Noonan hablaba  en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciSn;
no habMa nada de quI hablar.
     - ¿QuI ha cambiado  para  mM? -  prosiguiS -. Bueno,  desde hace varios
aYAos  me siento intranquilo, inseguro. Bien.  Ellos vinieron y se fueron  en
seguida.  ¿QuI pasarMa si volvieran  y decidieran quedarse? Como  hombre  de
negocios debo tomar esta cuestiSn en serio: quiInes son, cSmo vinieron y quI
necesitan. En  el nivel  mAs bAsico, tengo  que  pensar en  cSmo  cambiar mi
producciSn.  Debo  estar  preparado.  ¿Y  si  yo  resultara  ser  totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
     Noonan se iba animando.
     - ¿Y si todos somos superfluos? - continuS - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿QuiInes son,
quI quieren, y si regresarAn?
     - Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
     - Y usted, ¿quI piensa?
     - A decir verdad nunca me permitM el lujo  de pensar seriamente en eso.
Para mM  la VisitaciSn es, fundamentalmente, un acontecimiento Znico que nos
permite saltar varios  escalones  en el  proceso del conocimiento.  Como  un
viaje al futuro de  la tecnologMa. Como si un  generador  cuAntico  fuera  a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
     - Newton no habrMa entendido nada.
     - Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
     - ¿De  veras?  Bueno,  de cualquier modo,  quiIn habla de  Newton. ¿QuI
piensa de la VisitaciSn? Puede contestar en broma.
     - De acuerdo, le dirI. Pero debo advertirle  que su  pregunta, Richard,
cae bajo  el rStulo de la xenologMa. XenologMa: mezcla artificial de ciencia
ficciSn  y lSgica formal. Se basa en  la  premisa falsa de que la psicologMa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
     - ¿Falsa por quI? - preguntS Noonan.
     -  Porque los  biSlogos ya  se han roto el  seso tratando de aplicar la
psicologMa humana a los animales. Y eran animales terrAqueos.
     - PerdSneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando  de  la
psicologMa de seres racionales.
     - Si, y todo estarMa muy bien si supiIramos al menos quI es la razSn.
     - ¿No lo sabemos? - preguntS Noonan, sorprendido.
     -  CrIase o no, no lo sabemos. Por lo  comZn se emplea  una  definiciSn
trivial: la  razSn es  la parte  de  la  actividad  humana que diferencia al
hombre de  los animales. Es como un intento de distinguir al amo del  perro,
que  comprende  todo pero no  puede  hablar.  En  realidad, esta  definiciSn
trivial da origen a otra  mAs ingeniosa, basada en la  amarga observaciSn de
las  actividades  humanas  ya  mencionadas.  Por  ejemplo:  la  razSn  es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
     -  Si,  eso  se refiere  a nosotros, a  mM y  a los que son  como yo  -
concordS Noonan, amargamente.
     - Por desgracia.  O quI le parece esta  definiciSn hipotItica: la razSn
es una  especie de  instinto complejo que aZn no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de  un millSn de  aYAos nuestro instinto habrA madurado y dejaremos de
cometer los errores que  probablemente  debemos  a la  razSn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo,  todo  -; nos  extinguirMamos..., precisamente
porque habrMamos olvidado  cSmo  cometer errores,  es  decir,  cSmo intentar
varios enfoques que no han  sido estipulados por un programa  inflexible  de
alternativas permitidas
     - Usted se las arregla para que suene despectivo.
     - De acuerdo, probemos con otra definiciSn, una muy noble y sublime. La
razSn es la capacidad de utilizar las  fuerzas  del medio  sin destruir  ese
medio.
     Noonan hizo una mueca y sacudiS la cabeza.
     - No, eso no se refiere a nosotros. ¿QuI. le parece Ista?  El hombre, a
diferencia del animal, es una  criatura dotada de una indefinible  necesidad
de conocimiento. Lo leM en alguna parte.
     - Yo tambiIn.  Pero el problema consiste en que el hombre comZn (ese en
que usted  piensa al hablar de "nosotros" y  "los otros") supera  con  mucha
facilidad  esa  necesidad de  conocimiento. Ni  siquiera creo  que  haya tal
necesidad. La  hay, sM, pero de comprender,  y  para  eso no  hace falta  el
conocimiento.  La  hipStesis  de  Dios,  por  ejemplo,  nos  proporciona una
oportunidad  incomparablemente  absoluta  de comprenderlo todo  sin  conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenSmenos  sobre la  base de ese sistema.  Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento  de ninguna  especie.  SSlo  unas pocas fSrmulas  aprendidas de
memoria, mAs lo que la gente llama intuiciSn y lo que llama sentido comZn.
     - Un momento - dijo Noonan.
     TerminS su  cerveza y depositS  ruidosamente la  jarra sobre  la  mesa.
DespuIs contestS:
     - No se salga  del tema. Volvamos  al tema de nuestra  conversaciSn. El
hombre se  encuentra con una  criatura extraterrestre. ¿CSmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
     - No tengo la menor idea  - dijo Valentine, con gran placer -.  Todo lo
que  he leMdo sobre ese tema cae en  un cMrculo  vicioso. Si son  capaces de
establecer contacto, son  racionales.  Y  viceversa;  si son  racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologMa humana, es racional. Una cosa asM.
     -  ¿Ah, sM?
cosa en su casillero!
     -  Los monos  tambiIn  pueden  poner  cosas  en  casilleros  -  replicS
Valentine.
     - No, espere  - exclamS Noonan, sintiIndose defraudado por algZn motivo
-. Si no saben cosas tan simples como Isa... Bueno, al diablo  con la razSn.
Por  lo  visto  es  un  verdadero  pantano.  Okey,  pero  ¿quI pasa  con  la
VisitaciSn? ¿QuI piensa usted de la VisitaciSn?
     - SerA un placer. Imagine un picnic.
     Noonan se estremeciS.
     - ¿QuI dijo?
     - Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se  de Il baja  un grupo  de  gente joven,  con botellas, cestos  de comida,
radios  a  transistores y  mAquinas  fotogrAficas.  Encienden  fuego,  arman
carpas, ponen mZsica. Por la maYAana se marchan. Los animales,  los pAjaros y
los insectos que  los han  estado  observando  horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quI  se encuentran? Nafta y
aceite  derramados  en  el  pasto.  VAlvulas  y filtros usados,  estropajos,
bombitas  quemadas  y  alguna llave inglesa  que alguien  olvidS. Manchas de
aceite en el estanque.  Y tambiIn,  por supuesto,  las basuras de costumbre:
corazones  de manzana,  envolturas de  caramelos,  restos chamuscados  de la
hoguera, latas, botellas,  un paYAuelo,  una navaja,  periSdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
     - Ya entiendo; un picnic junto al camino.
     -  Precisamente.  Un  picnic junto a algZn camino del  cosmos.  Y usted
pregunta si van a volver.
     - DIjeme fumar un  cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
     - EstA en su derecho.
     - Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
     - ¿Por quI?
     - Bueno al menos que no nos prestaron atenciSn.
     - En su lugar, yo no me preocuparMa por eso, ¿sabe?
     Noonan aspirS el humo, tosiS y arrojS el cigarrillo.
     -  No me preocupo  -  dijo, terco -.  No puede ser  asM.
todos ustedes, los cientMficos! ¿De dSnde sacan  tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quI tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
     - Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citS:
     - "¿Me Pregunta usted en quI  consiste la  grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cSsmicas? ¿En que conquistS
el planeta en  poco tiempo y abriS una ventana  al universo?
pesar  de  todo   eso,   ha  sobrevivido   y  tiene  intenciones  de  seguir
sobreviviendo en el futuro".
     Hubo un silencio. Noonan pensaba.
     -  No se deprima - le dijo Valentine, con  amabilidad -, Eso del picnic
es  una  teorMa   mMa,  nada  mAs.  Ni  siquiera  una  teorMa:  imaginaciSn,
simplemente. Los  xenSlogos  serios  estAn trabajando en versiones mucho mAs
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por  ejemplo, que todavMa
no se produjo la VisitaciSn,  sino que estA por venir. Una cultura altamente
racional arrojS envases con  artefactos de  su civilizaciSn hacia la Tierra.
Esperan que  estudiemos  esos  artefactos, que  demos  un  gigantesco  salto
tecnolSgico  y  que enviemos una seYAal  de respuesta, indicando  que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta Isa?
     -  Es mucho mejor. Veo que, despuIs  de todo, entre los cientMficos hay
gente decente.
     - AquM tiene otra. La VisitaciSn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni  por  asomo.  Estamos  en contacto  incluso  mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los  visitantes viven en la  Zona y nos observan
cuidadosamente,  mientras  nos  preparan  para las  crueles  maravillas  del
futuro.
     -
hay en las ruinas de la fAbrica. A propSsito, su picnic no explica eso.
     - ¿CSmo que no? Alguna  de las niYAas pudo olvidar su osito a  cuerda en
la pradera.
     - ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es  muy  agradable charlar con usted, ¿sabe?  Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa  en el crAneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quI, y lo que pasa, y cSmo disfrutar de la vida.
     Vino la cerveza. Noonan tomS un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. iste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
     - ¿No le gusta?
     - Generalmente no bebo - respondiS Valentine, no muy seguro.
     - ¿En serio?
     -
cerveza -. Ya que estamos, pMdame un coYAac.
     -
     LlegS el coYAac.
     - Pero,  en verdad, ustedes no deberMan seguir asM -  dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiSn de
que esto  es un preludio al contacto, sigue sin gustarme.  Comprendo eso  de
los brazaletes y los vacMos,  pero ¿quI sentido tienen  la jalea  de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
     - PerdSn - dijo Valentine, tomando  una rodaja de limSn -. No comprendo
esa terminologMa. ¿QuI roncha?
     Noonan se echS a reMr.
     -  Son tIrminos  populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en  el  comercio.  Las  ronchas de  mosquitos son  las zonas de  gravitaciSn
acentuada.
     - Ah, los  graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es  algo de lo que
me  gustarMa  hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
     - ¿Por quI no? Soy ingeniero, ¿sabe?
     - Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
     - Exactamente.  ¿OyS  hablar  de  esa catAstrofe  en  los  laboratorios
Currigan?
     - Algo me dijeron.
     -  Esos idiotas pusieron  un  envase de porcelana  con esa jalea en  un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado.  Y cuando abrieron  el  envase,  mediante manipuladores,  la  jalea
atravesS  el  metal y el  plAstico y  pasS afuera, como agua por un colador.
Todo lo  que tocS se convirtiS  tambiIn en jalea. Murieron  treinta y  cinco
personas, hubo mAs de cien heridos que quedaron lisiados y todo  el edificio
quedS destruido.  ¿ConocMa las instalaciones?
ha filtrado hasta el sStano y los pisos  inferiores. Lindo  preludio para un
contacto.
     Valentine hizo una mueca.
     - SI, estaba enterado de todo eso. Pero  estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podMan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
     - Debieron saberlo - insistiS Noonan,
     - Tal  vez ellos responderMan  que esos complejos hace tiempo  debieron
haber desaparecido.
     -  Seguro.  Y ellos mismos  debieron  encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
     - ¿Sugiere  usted  una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
     -
DejImoslo  asM. Propongo  que volvamos al  principio de  nuestra  discusiSn.
¿CSmo  terminarA  todo  esto? Usted,  por  ejemplo;  es  cientMfico.  ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologMa, nuestro modo de vida?
     Valentine se encogiS de hombros.
     -  Se  equivoca  de puerta,  Richard. No me gusta fantasear  porque sM.
Cuando el tema  es  serio  prefiero  volverme  a  un  saludable  y  prudente
escepticismo. BasAndonos  en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
     -  Muy bien,  probemos  otro  enfoque.  SegZn  su opiniSn:  ¿quI  hemos
recibido hasta ahora?
     - Le  parecerA divertido, pero es  muy poco. Hemos desenterrado  muchos
milagros; en unos  pocos casos descubrimos cSmo emplear esos  pocos milagros
en  provecho  propio. Un  mono oprime un  botSn  rojo y obtiene  una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cSmo obtener bananas y
naranjas sin los botones.  Tampoco  entiende quI relaciSn tienen los botones
con la  fruta.  FMjese en los asM-asM, por ejemplo.  Descubrimos el  modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a  la divisiSn  celular. Pero todavMa no
hemos  podido hacer un solo asM-asM. Ni siquiera sabemos cSmo funcionan, y a
juzgar  por las  evidencias  actuales pasarA mucho tiempo antes  de  que  lo
sepamos,
     "Lo dirI de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes.  Estoy  seguro  de que en la gran mayorMa de  los  casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos  utilidad a algunas
cosas: los asM-asM y los brazaletes,  con los  que estimularnos los procesos
vitales. Y  varios  tipos de masas  cuasi biolSgicas, que han  provocado una
revoluciSn  en  la  medicina.  Hemos recibido nuevos tranquilizantes  nuevos
tipos de  fertilizantes minerales, que son una  novedad en  la  agricultura.
Pero  para quI hacer una lista. Usted lo sabe mejor que  yo; veo  que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benIfico. Se puede decir que
han  beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no  debemos  olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
     - ¿Aplicaciones indeseables?
     - Exactamente. Por ejemplo, el  uso  de los  asM-asM  en  la  industria
bIlica.  Pero no es de  eso de lo que estoy hablando. Ya se  ha estudiado  y
explicado,  mAs  o  menos,  el  efecto de  los  objetos  benIficos.  Nuestra
tecnologMa   avanza.  Dentro  de  cincuenta  aYAos,  o  mAs,  sabremos   cSmo
fabricarlos por nuestra  cuenta y podremos roer  huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos  las cosas son mAs  complicadas,  porque no  les hemos
hallado  aplicaciSn;  sus  cualidades,  en el marco  de  nuestros  conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles.  Las trampas magnIticas,
por  ejemplo.  Sabemos que son trampas magnIticas; Panov  lo probS con mucha
inteligencia, Pero no  conocemos la fuente  de ese poderoso campo magnItico,
ni  quI  causa  su  superestabilidad. En  lo  que a  ellos  se  refiere,  no
entendemos   nada.  SSlo  podemos  tejer  fantAsticas   teorMas  acerca   de
propiedades del  espacio que hasta ahora  no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CSmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerMa.
     - Gotitas negras.
     -  Eso  es, las gotitas negras. El  nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce  sus  propiedades.  Si  uno proyecta  un  rayo  de luz en una de esas
cuentas, la transmisiSn de la luz  se  demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta  y de varios parAmetros mAs. Y  la  unidad de  luz que  sale es
siempre menor que la entrada. ¿QuI  es esto?  ¿Por quI  se  produce? Hay una
descabellada  teorMa,  segZn  la  cual  las  gotitas  negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
     Valentine suspirS profundamente y concluyS:
     -  En pocas  palabras, los  objetos  de  este segundo grupo  no  tienen
aplicaciSn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientMfico son de una importancia fundamental. Son  respuestas que
nos han caMdo del cielo antes de que  pudiIramos plantearnos las  preguntas.
Tal  vez  Sir Isaac  no  habrMa podido desentraYAar los LAser,  pero al menos
habrMa comprendido que  son posibles y eso habrMa tenido una gran influencia
en su criterio cientMfico. No quiero  entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnIticas, el K-23 y el anillo  blanco ha
invalidado   muchas  de  nuestras  teorMas  recientes,  para  aportar  ideas
completamente nuevas. Y todavMa hay un tercer grupo.
     - SM - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderMas.
     - No,  no. Esos pueden entrar en la  primera o en la segunda categorMa.
Hablo de  objetos de los que no sabemos nada o tenemos sSlo conocimientos de
oMdas.  Esas cosas que  los merodeadores  nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiIn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla.  Cosas que  se han convertido en leyendas, o casi,  La MAquina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
     -
menos lo imagino, pero...
     Valentine se echS a reMr.
     -  Ya  ve  que tambiIn nosotros  tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotItico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja  planta. Y  el fantasma alegre es cierta peligrosa  turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
     - Primera vez que los oigo nombrar.
     - ¿Comprende, Richard? Hace veinte aYAos que escarbamos en la Zona, pero
todavMa no sabemos ni la  milIsima  parte de lo que contiene.  Y  si vamos a
hablar de  los efectos de la Zona sobre el hombre... A propSsito, al parecer
vamos a  tener que agregar otra categorMa, un cuarto  grupo. No de  objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que  a mM  ataYAe, hay hechos de sobra para investigar. A  veces,  Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
     - Los zombies - propuso Noonan.
     - ¿QuI? Oh,  no, eso es meramente  enigmAtico.  CSmo le dirI... Es algo
que  al  menos podemos imaginar.  Me  refiero cosas  que  comienzan  a pasar
sZbitamente, sin motivos; fenSmenos ni fMsicos ni biolSgicos.
     - Ah, se refiere a los emigrantes.
     -  Exactamente. La estadMstica es una ciencia muy  precisa,  como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. AdemAs es  una ciencia elocuente
y bella.
     Valentine  parecMa  estar achispado. Hablaba mAs alto, se  le subido el
color  a  las  mejillas y  las  cejas  asomaban  por encima de  sus anteojos
ahumados, convirtiIndole la frente en una tabla de lavar.
     - Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
     -
decirle? Es muy extraYAo.
     AlzS la copa, bebiS la mitad de un solo trago y prosiguiS.
     -  No  sabemos quI  pasS con los pobres Harmonitas en el momento de  la
VisitaciSn,  pero  ahora  uno de ellos decide emigrar, el mAs tMpico de  los
hombres  comunes.  Un peluquero,  hijo y  nieto de  peluqueros.  Se  muda  a
Detroit,  digamos.  Abre una  peluquerMa. Y  entonces  empieza el baile.  El
noventa  por  ciento  de  sus  clientes  muere  en el curso  de  un  aYAo: en
accidentes de trAnsito, cayIndose por cualquier ventana, vMctimas de mafioso
o asaltantes, ahogAndose en aguas  playas, etcItera, etcItera.  En Detroit y
sus suburbios  se produce  una  cantidad de desastres naturales:  de  pronto
aparecen  en la  zona  tifones y tornados que no se han  visto desde  el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y  tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se  establece un  emigrante venido de cualquiera  de
las  Zonas. El nZmero  de catAstrofes es directamente proporcional al nZmero
de emigrantes que  se  hayan  instalado  en la ciudad. AdemAs hay que  hacer
notar  que  esa reacciSn se produce sSlo ante la presencia de emigrantes que
vivMan aquM en el momento de la VisitaciSn. Quienes nacieron despuIs de ella
no  influyen sobre  las estadMsticas de accidentes y  desastres. Usted lleva
diez  aYAos viviendo aquM,  pero se mudS  despuIs de la VisitaciSn; no habrMa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CSmo se explica esto?
¿QuI debemos descartar, las estadMsticas o el sentido comZn?
     Valentine tomS  su vaso y terminS la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascS la cabeza.
     - Humm, sM.  Ya habMa oMdo hablar de  eso, claro, pero... este... pensI
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
     - O,  por ejemplo,  el efecto de  mutaciones que  provoca  la Zona - le
interrumpiS Valentine.
     Se quitS los anteojos y mirS a Noonan con ojos oscuros y miopes.
     - Cualquiera que  pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotMpicos y genotMpicos. Ya sabe  usted  quI clase de hijos
pueden  tener los merodeadores, y sabe tambiIn quI les pasa a  ellos mismos.
¿Por quI? ¿DSnde  estA el factor de mutaciSn?  En la Zona no hay  radiaciSn.
Aunque el aire y el suelo tienen allM  una estructura quMmica particular, no
presentan   ningZn   peligro   de  mutaciSn.   ¿QuI   debo   hacer  en  esas
circunstancias? ¿Creer en brujerMas, en el mal de ojo?
     -  Estoy  de acuerdo.  Pero, francamente, me preocupan  mucho  mAs  los
cadAveres revividos que  sus  estadMsticas.  Especialmente  porque  nunca he
visto las estadMsticas, pero a los zombies sM... y los he olido.
     Valentine descartS aquella afirmaciSn con un gesto de la mano.
     - Zombies, bah. TendrMa que  darle verg|enza, Richard. DespuIs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadAveres. Son moldeados,
reconstrucciones  sobre el esqueleto,  maniquMes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de  los principios fundamentales, sus  moldeados  no  son mAs
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asM-asM violan
la primera ley de la termodinAmica y los moldeados violan  la segunda. Todos
somos  hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada mAs Espantoso que un fantasma. Pero la violaciSn a la ley de casualidad
es mucho mAs espantosa que  toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
     - Frankenstein.
     -  Ah, sM,  Frankenstein. La seYAora Shalley. La esposa del poeta.  O la
hija,
     De pronto se echS a reMr, y agregS:
     - Nuestros moldeados poseen una extraYAa propiedad: posibilidad de  vida
autSnoma. Por ejemplo, si usted les corta  una  parte del  cuerpo, esa parte
sigue  viviendo. Por  su cuenta.  Sin necesidad  de  nutrirla con soluciones
fisiolSgicas. Hace poco  trajeron uno de esos  al Instituto. Me lo contS  un
ayudante de laboratorio de Boyd.
     Valentine soltS una estruendoso carcajada.
     - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntS Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
     - Vamos.
     Valentine  intentS  meter la cara  en  los  anteojos;  al  fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponIrselos sobre la cara.
     - ¿Tiene coche? - preguntS.
     - SI; lo llevo.
     Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta.  Valentine no dejaba
de hacer  venias burlonas  a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad  a aquel fMsico  de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron  los anteojos por  saludar al sonriente portero;  los  tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
     -  MaYAana tengo  que hacer un experimento.  Es  muy  interesante, sabe,
murmurS Valentine mientras subMa al automSvil.
     PasS a describir el experimento. Noonan lo llevS hacia  el  complejo de
ciencias.
     Ellos tambiIn tienen  miedo,  pensaba al volver  al coche. TambiIn  los
tragalibros estAn asustados, Y  asM  debe ser.  Ellos tendrMan que estar mAs
asustados que todos  nosotros untos,  la gente comZn. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben  descender a  Il. Se les
estruja el  corazSn,  pero  tienen  que bajar,  y lo importante  es: ¿podrAn
volver a subir?  Mientras tanto  nosotros, los meros mortales,  apartamos la
vista, por decirlo asM. Bueno, tal vez asM debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro.  il tenMa razSn: el  acto mAs heroico de
la humanidad ha  sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asM
Il mandarMa a los  visitantes al demonio, si pudiera. Por quI no hicieron el
picnic  en  otra parte. En la Luna, o en Marte. InZtiles  sin corazSn,  como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsM que hicieron
un picnic. Un picnic.
     ¿CuAl es la mejor  manera de tratar  con mis organizadores de picnics?,
pensS, mientras conducMa lentamente  por las calles mojadas y llenas de luz.
¿CuAl es el modo mAs inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo,  como en
mecAnica.  ¿Para quI diablos sirve  ese estZpido  diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
     EstacionS el coche frente a la casa donde vivMa Redrick  Schuhart  y se
quedS sentado, planeando el modo de abrir la conversaciSn. DespuIs retirS el
asM-asM  y  bajS  del  auto.  ReciIn  entonces  notS  que  la  casa  parecMa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habMa nadie en el
parque y hasta las luces  exteriores estaban apagadas. Eso le recordS lo que
estaba  a punto  de ver, haciendo que  se  estremeciera. Hasta  pensS en  la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con Il en el coche o  en algZn
bar tranquilo, pero rechazS la idea por muchos motivos.  AdemAs, se dijo, no
es cosa  de comportarse como todos esos personajes que huyen como  las ratas
del barco que se hunde.
     EntrS  por  la  puerta  principal  y  subiS  lentamente  las  escaleras
polvorientas. Todo  estaba silencioso;  muchas de las puertas  instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas;  los departamentos
olMan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisS el
pelo,  aspirS profundamente  y  tocS el  timbre. Por un rato  no hubo  ruido
alguno del otro lado;  al cabo crujiS el piso, girS la cerradura y la puerta
se abriS silenciosamente. Noonan no habMa oMdo los pasos.
     En  el vano apareciS  Monita, la hija de  Schuhart.  Una luz  brillante
emergMa del vestMbulo, y al principio Noonan sSlo pudo ver la silueta oscura
de la niYAa. NotS  lo mucho que habMa crecido en los Zltimos  meses, pero  en
seguida ella dio un paso atrAs, hacia el vestMbulo, con  lo cual la  cara le
quedS a la vista. Noonan sintiS la garganta seca por un segundo.
     - Hola,  MarMa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CSmo estAs, Monita?
     Ella  no  respondiS.  RetrocediS   silenciosamente  hacia  el   living,
mirAndolo  por  debajo  de  las  cejas,  como si  no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco Il podMa reconocerla. Es la Zona, pensS. MaldiciSn.
     - ¿QuiIn es? - preguntS Guta, asomAndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DSnde te habMas metido? ¿Sabes?
     CorriS hacia Il secAndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro.  TodavMa era hermosa, enIrgica, fuerte, pero  se la notaba fatigada;
la cara  le habMa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? il le
dio un beso en la mejilla y le entregS el sombrero y el impermeable.
     - Disculpa, disculpa, pero no tenMa tiempo para venir. ¿EstA aquM?
     -  EstA -  replicS Guta -. EstA con  alguien, pero supongo  que  se irA
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
     il  dio  varios pasos  por el vestMbulo y se  detuvo  en  la puerta del
living. Ante  la  mesa  habla  un  hombre  sentado.  Un  moldeado.  InmSvil,
ligeramente inclinado. La  luz  rosada de la lAmpara le caMa  sobre  la cara
ancha y oscura,  iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin  brillo. Noonan percibiS  inmediatamente  el olor.  SabMa  que  era sSlo
imaginaciSn, que el olor  duraba sSlo  unos  pocos dMas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiS con la memoria: el olor fItido
y denso de la tierra removida.
     - Podemos ir a la cocina - se apresurS a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsM podremos charlar.
     -
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
     Pasaron a la cocina. Guta abriS  la heladera mientras Noonan se sentaba
a  la mesa y miraba a su alrededor. Como  de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en  las hornallas habMa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautomAtica; eso querMa decir que en la casa habMa dinero.
     - Bueno, dime cSmo estA - preguntS.
     - Igual. PerdiS peso en la cArcel, pero ya lo estoy engordando.
     - ¿Sigue pelirrojo?
     -
     - ¿Y de pocas pulgas?
     -
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecMa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
     - No, estA justo.
     Noonan bajS  el  contenido del vaso.  Era el  primer  trago  fuerte que
tomaba en todo el dMa.
     - Ahora me siento mejor - dijo.
     - Y tZ, ¿andas bien? - preguntS Guta  -. ¿Por quI  pasaste tanto tiempo
sin venir?
     - Esos malditos negocios.  Todas las semanas querMa llegarme hasta aquM
o por lo menos llamar por  telIfono,  pero primero tuve  que ir a RexSpolis;
despuIs hubo  mucho  trabajo,  y  finalmente me  dijeron que  Redrick  habMa
vuelto; pensI que serMa mejor dejarlos solos por unos dMas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me  pregunto  para quI diablos corro tanto.  Para
hacer  dinero,  pero para  quI quiero  dinero si  no  hago  mAs  que  correr
haciIndolo.
     Guta tapS  las  ollas con gran estruendo, sacS un  atado de cigarrillos
del  estante  y  se sentS  a  la  mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscS su encendedor y le dio fuego. Y una vez mAs, por segunda vez en
su vida,  vio que a Guta  le temblaban  las manos;  como aquella vez, cuando
acababan de  sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algZn dinero. Ella
tuvo muchos problemas  al principio; no disponMa de un centavo, ni  tenMa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezS a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a  juzgar por las evidencias; Noonan  tenMa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiS visitAndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita,  pasaba tardes enteras  tomando cafI  con Guta, planeando
una vida nueva y  feliz para Redrick. DespuIs de  haberla escuchado iba a la
casa de  los  vecinos  y trataba  de hacerlos  entrar en  razSn;  explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia,  irrumpMa en amenazas: "Saben que  Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servMa de nada.
     - ¿CSmo estA tu novia? - preguntS Guta.
     - ¿QuI novia?
     - La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
     -
     -  TendrMas que  casarte,  Dick. ¿No quieres  que  te presente a alguna
muchacha?
     Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca mAs.
     - Lo que necesito no  es una esposa, sino una  secretaria - protestS -.
¿Por  quI no abandonas a  ese  infernal  pelirrojo  y  vienes  a hacerme  de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavMa se acuerda de ti.
     - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
     - ¡No me digas! - exclamS Noonan, fingiendo sorpresa -.
     -
enterara.
     Monita entrS  silenciosamente y se demorS junto a la  puerta. MirS  las
cacerolas, mirS a Richard  y finalmente se arrimS a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
     - ¿QuI tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
     SacS del bolsillo superior una  barra de chocolate envuelta en plAstico
y  la tendiS a la niYAa. Ella no se moviS. Guta tomS la barra y la dejS sobre
la mesa. TenMa los labios pAlidos.
     - Bueno, Guta,  ¿sabe  que  he decidido  mudarme? ProsiguiS Il, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
     - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
     il se interrumpiS,  levantS  el  vaso con  ambas  manos y lo hizo girar
distraMdamente.
     - No has preguntado cSmo nos va - continuS ella -. Y tienes razSn. Pero
eres un viejo amigo, Dick,  y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
     - ¿La han llevado a un mIdico? - preguntS Il, sin levantar la vista.
     - SM. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
     Guta se  interrumpiS. TambiIn  Il  guardS  silencio. No habMa nada  que
decir y tampoco querMa pensar en  eso.  De  pronto  se  le ocurriS una  idea
horrible: era una invasiSn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un  preludio al Contacto,  sino de una invasiSn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensS, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiS un escalofrMo, pero entonces recordS que habMa
leMdo algo  por el  estilo en  un  libro barato de cubierta chillona,  y  se
sintiS mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier  cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
     - Uno de ellos dijo que ya no es humana.
     - TonterMas - replicS Noonan con  voz hueca -. TendrMan que  ver  a  un
buen especialista. ¿Por quI no  van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
     - ¿Te refieres  al Matasanos? - PreguntS ella, riendo  nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. il fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
     Cuando Noonan se atreviS a  levantar  la  vista,  Monita se habMa ido y
Guta  permanecMa inmSvil, con  la boca entreabierta y los ojos vacMos; en la
punta de su  cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. il empujS el vaso
hacia ella.
     - PrepArame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
     CayS la ceniza. Guta buscS el cenicero para dejar la colilla; acabS por
arrojarla en el tacho de la basura.
     -  Por quI, eso es  lo que no  puedo  entender,  en la ciudad hay mucha
gente mAs mala que nosotros.
     Noonan  creyS que  estaba por llorar, pero  no fue  asM.  Ella abriS la
heladera, sacS el vodka y el jugo y tomS otro vaso del armario.
     -  No pierdas la  esperanza. Todo se arregla en esta  vida. Y  yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crIeme. HarI todo lo que pueda.
     Lo decMa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que  tenMa en diversas ciudades; le parecMa haber  oMdo hablar
de  casos  similares  que habMan terminado  bien. SSlo  hacMa falta recordar
dSnde  era  y de quI  mIdico  se trataba.  Pero  entonces  recordS  al seYAor
Lemehen, y recordS  tambiIn por quI se habMa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar mAs en todo eso. BorrS  todos sus pensamientos  sobre  conexiones, se
acomodI en la silla y se relajS para esperar su copa.
     Hubo  un  ruido  de pasos que  se arrastraban  y  un  golpe sordo en el
vestMbulo. DespuIs, la voz mAs que repulsiva de Cuervo Burbridge.
     -
Yo que tZ no los dejarMa solos.
     Y la voz de Red:
     - Ten cuidado con tu pierna  ortopIdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllM
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
     -
     - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
     ChasqueS  la cerradura  y las voces se oyeron  mAs apagadas. Al parecer
habMan  salido al  vestMbulo.  Burbridge dijo  algo en  voz  baja y  Redrick
replicS:
     -
     MAs gruYAidos de Burbridge y la Aspera respuesta de Red:
     -
     Un portazo  y pasos en el vestMbulo, rApidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciS en la puerta de la  cocina. Noonan se levantS para saludarlo con un
cAlido apretSn de manos.
     -  Estaba  seguro  de  que  eras  tZ -  dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a  Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso,  ¿eh?  Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mM tambiIn. Tengo que alcanzarlos.
     - TodavMa no hemos comenzado. ¿QuiIn se te puede adelantar?
     Redrick riS Asperamente y palmeS a su amigo en el hombro.
     -
haciendo aquM, en la cocina? Guta, trae la cena.
     AbriS la heladera y volviS con una botella de etiqueta brillante.
     -
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no  abandona a sus compaYAeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca  sirviS de nada.  Es una lAstima que  Gutalin  no
estI aquM.
     - ¿Por quI no lo llamas? - sugiriS Noonan.
     Redrick meneS la roja cabeza.
     - Las lMneas de  telIfono  todavMa no llegan adonde Il estA esta noche.
Vamos.
     Fue al living y plantS la botella sobre la mesa.
     -  ¡Vamos a  celebrar, papA! -  dijo al  anciano inmSvil  -.
Richard Noonan,  nuestro buen amigo! Dick, te  presento a mi papA,  Schuhart
padre.
     Richard Noonan, con  la mente reducida a una bola  impenetrable, sonriS
de oreja a oreja, agitS la mano y dijo, mirando al moldeado:
     - Encantado de conocerlo, seYAor Schuhart. ¿CSmo le va?
     En seguida  se  dirigiS  a Schuhart  hijo, que maniobraba  por  el bar,
diciendo:
     - Sabes,  creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos  una vez,  pero muy
brevemente, claro.
     - SiIntate - le dijo Redrick, seYAalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
     SacS vasos, abriS rApidamente la botella y se volviS hacia Noonan.
     -  Sirve  tZ. Para papA un poquito apenas;  cZbrele el fondo. Noonan se
tomS  su tiempo para servir.  El viejo seguMa en  la misma posiciSn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionS cuando Noonan le arrimS el  vaso. iste
ya se  habla adaptado  a la nueva situaciSn. Era  como  un juego, terrible y
patItico. Red era quien lo  jugaba y Il lo  siguiS,  como  habMa seguido  el
juego  a  tanta  gente  durante toda su  vida; juegos terribles,  patIticos,
vergonzosos  y  en algunos casos, mucho  mAs peligrosos  que  aquIl. Redrick
levantS el vaso y dijo:
     - Bueno, ¿empezamos?
     Noonan asintiS con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los  ojos brillantes, siguiS hablando en  aquel  tono excitado y ligeramente
artificioso.
     - ¡AsM  es, hermano! La cArcel puede olvidarse de  mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata  y he elegido un pequeYAo chalet
para mM, nuevo, con jardMn... Tan lindo como el de Cuervo. SabrAs que querMa
emigrar; lo  habMa  decidido cuando estaba en la cArcel. QuI estaba haciendo
en este pueblucho de  mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mM. Pero
cuando volvM me esperaba una  sorpresa:
que en los Zltimos dos aYAos nos ha atacado la peste?
     Hablaba y hablaba.  Noonan se limitaba a  asentir, sorbMa su  whisky  e
intercalaba alguna exclamaciSn  de  simpatMa o  cualquier pregunta retSrica.
DespuIs  empezS  a  preguntarle  sobre  su chalet:  de quI clase  era, dSnde
estaba, cuAnto costaba. Y discutieron. Noonan insistMa en que era caro y  en
que no estaba bien ubicado. SacS la libreta  de direcciones, la hojeS  y  le
dio  direcciones  de  chalets  abandonados  que se  vendMan  por chauchas  y
palitos. Y las reparaciones le saldrMan casi gratuitas, pues podMa solicitar
el  permiso  de   emigraciSn  para  que   se  lo  negaran  y  le  dieran  la
indemnizaciSn. Con eso pagarMa los arreglos.
     - Veo que tZ tambiIn estAs en el asunto de la no emigraciSn.
     - Estoy un poco en todo - replicS Noonan, guiYAado el ojo.
     - Lo sI, lo sI, nos hemos enterado de tus asuntos.
     El amigo dilatS los ojos en ademAn de sorpresa y se llevS un dedo a los
labios, seYAalando hacia la cocina con la cabeza.
     - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso  ya lo aprendM.  ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterI! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
     Se quedS callado,  mirando al viejo.  Un  estremecimiento le  cruzS  la
cara. Noonan  notS,  sorprendido,  la expresiSn  de ternura,  de autIntico y
sincero amor en  aquella mAscara encallecida. Mientras  lo observaba recordS
lo que habMa pasado  cuando los empleados del laboratorio  Boyd fueron  a la
casa  en  busca del  moldeado.  Eran  dos  ayudantes  de  laboratorio, ambos
jSvenes,  atlIticos  y  todo,  y un mIdico  del hospital  municipal con  dos
enfermeros forzudos  y corpulentos, de Isos a  quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y  dominar a los pacientes histIricos. Uno de los ayudantes
dijo mAs tarde que  "ese pelirrojo",  al principio, parecMa no comprender de
quI se trataba,  ya que  los  dejS entrar  al departamento para  revisar  al
padre. Tal  vez  habrMa  permitido que  se  lo  llevaran, porque  al parecer
Redrick creMa que  lo iban a hospitalizar en observaciSn. Pero  esos idiotas
de los  enfermeros (que hasta  entonces no  habMan hecho  sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si  fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciS. Entonces el  bobo del
mIdico  tuvo la mala idea de explicar  de quI se trataba. Redrick lo escuchS
por uno o dos minutos; sZbitamente explotS sin previo aviso, corno una bomba
de hidrSgeno. El ayudante que contS el caso no recordaba cSmo  fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajS  a los cinco  por la  escalera, sin que
ninguno  pusiera  nada de  su  parte. Salieron del  vestMbulo como balas  de
caYASn.  Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguMa a
los otros  tres  a lo largo de  cuatro cuadras. DespuIs, al  volver,  rompiS
todas las ventanillas del  coche del Instituto; el  conductor habMa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
     - AprendM a preparar  un cSctel  nuevo - decMa Redrick, mientras servMa
mAs whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". DespuIs de comer te prepararI uno.
No  es algo que se pueda tomar con el estSmago  vacMo, hermano; es peligroso
para la salud.  Basta  un trago para que se te adormezcan las  piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso  tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos  tiempos, el Borscht.  El viejo Ernie todavMa estA a
la sombra, ¿sabMas?
     BebiS, se enjugS  la boca con  el dorso  de la mano y preguntS en  tono
indiferente:
     - ¿QuI hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavMa no han dominado la  jalea
de brujas? Me he quedado un poco atrAs con la ciencia.
     Noonan  comprendiS por  quI  sacaba  el  tema  y  alzS  las  manos  con
desesperaciSn.
     - ¿EstAs  bromeando?  ¿Sabes  lo que pasS con esa jalea?  ¿No has  oMdo
hablar  de   los   Laboratorios   Currigan?  Hay  cierto  pequeYAo  proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
     Le hablS de la catAstrofe.  Le contS el  misterioso  hecho de que jamAs
hubieran podido  atar cabos; no  se sabMa de dSnde la  habMa  conseguido  el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraMdo, haciendo  chasquear la
lengua y meneando la cabeza. DespuIs  sacudiS decididamente la botella sobre
los vasos.
     - Es lo que se merecen, esos chupasangres. OjalA se les atraganto.
     Bebieron.   Redrick   contemplS   a  su  padre  y  la   cara  volviS  a
estremecIrsele.
     -
a  Noonan:  - Se estA rompiendo  toda para  atenderte.  Quiere  preparar  tu
ensalada  favorita,  con langosta.  HabMa  comprado un  poco por  las  dudas
vinieras.
     - Bueno. CSmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto  robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
     Noonan  se  dedicS  al tema  del Instituto; mientras  hablaba  apareciS
Monita silenciosamente y se instalS ante la mesa, junto al anciano.  AllM se
quedS, con  las  zarpas peludas  sobre  la  mesa.  DespuIs,  como  cualquier
criatura, se recostS contra el  moldeado y apoyS  la cabeza sobre su hombro.
Noonan  siguiS  charlando,  pero  pensaba,  sin  poder  apartar la  vista de
aquellos dos  espantos originados en la Zona:  Dios mMo,  ¿quI mAs? ¿QuI mAs
tienen que  hacernos para que comprendamos? ¿No basta  con esto?. Pero sabMa
que no bastaba. SabMa que millones y millones de  personas no sabMan nada ni
querMan saberlo, y aunque  lo descubrieran no harMan mAs que decir "
"
DecidiS bruscamente  que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge,  al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
     - ¿Por  quI los miras tanto? - preguntS Redrick suavemente -. No tengas
miedo, Il no le harA daYAo. Dicen incluso que generan buena salud.
     - SM, lo sI - dijo Noonan.
     Y vaciS su  copa. En ese  momento  entrS  Guta, ordenS  a  Redrick  que
pusiera la  mesa y dejS sobre ella una gran  fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
     - Bueno, amigos - anunciS Redrick -, ahora nos daremos un festMn.

     4. Redrick Schuhart, treinta y un aYAos.

     El valle  se habMa refrescado durante la noche; al amanecer hacMa frMo.
Caminaban a  lo  largo del terraplIn, pisando  los durmientes podridos entre
las  vMas  herrumbradas.  Redrick  contemplaba las gotas de  niebla que,  al
condensarse, brillaban sobre la  chaqueta  de cuero de Arthur Burbridge.  El
muchacho caminaba Agilmente, con alegrMa, como si  nada supiera de la  noche
agotadora, de la  tensiSn nerviosa que todavMa  le hacMa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles  que  habMan pasado en la  cima de  la
colina,  apretados  espalda  contra  espalda  para   darse  calor,  mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
     La niebla se  espesaba a ambos lados  del terraplIn.  De vez  en cuando
trepaba hasta los rieles  con pesados pies grises; en esos lugares habMa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores  arremolinados. El aire olMa
a herrumbre; el basural, a la  derecha del terraplIn, a putrefacciSn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabMa que  estaban en una planicie
ondulada,  con cZmulos de desperdicios,  y que  habMa montaYAas ocultas en la
penumbra, mAs allA. TambiIn sabMa que  al salir el sol, cuando  la niebla se
asentara en  rocMo, verMa hacia  la  izquierda el helicSptero caMdo  y hacia
adelante,  los  vagones-plataformas para el  transporte  de metal  en bruto.
Entonces comenzarMa el verdadero trabajo.
     Redrick deslizS una mano bajo la mochila y la levantS un poco, para que
el borde del  tanque de helio no se  le  clavara en la columna. "Es  pesada,
pensS;  ¿cSmo  voy a  arrastrarme con ella? Un  kilSmetro y medio en  cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quI protestar ahora. Ya sabMas en quI te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale  la pena aguantar  un
esfuerzo. Quinientos  mil, no estA nada mal.  Que  me  maten  si  la doy por
menos. O  si le doy a  Cuervo mAs  de  treinta. ¿Y  el novato? El novato  no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
     VolviS a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los  ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de  espaldas anchas y
cadera  angosta.  El  pelo  renegrido,   como  el  de  la  hermana,  saltaba
rMtmicamente.  "il se lo buscS", pensS Redrick, ceYAudo. il  mismo. ¿Por  quI
insistiS tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciSn? Temblaba, tenMa los  ojos
llenos de lAgrimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligS  a descartar  ese  recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezS a pensar en la hermana de Arthur. ParecMa increMble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura plAstica, un  maniquM. Era como los  botones
que  tenMa  su  madre   en  la   blusa,   cuando   era   chico;   ambarinos,
semitransparentes y  dorados;  le daban ganas de  metIrselos en la boca para
chuparlos,  y en  cada  oportunidad  sufrMa  una  terrible  desilusiSn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decMa.
     Volviendo a  Arthur,  pensS: Tal vez fue el padre  el que me  lo enviS;
mira  lo que  lleva en el bolsillo trasero. No,  no creo.  Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no  bromeo y conoce  mi manera de actuar dentro de la  Zona.
No, todo esto es una estupidez. iste no  es el primero que  me suplica lleno
de lAgrimas;  otros  han  llegado  a echarse  de  rodillas. En  cuanto a ese
artefacto, todos  traen revSlveres la primera vez que  entran a la Zona.  La
primera y la Zltima. ¿SerA realmente la Zltima? Para ti,  muchachito, lo es.
AsM son las cosas, Cuervo: la Zltima para Il.  SM, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purI con las muletas.
     De  pronto sintiS que habMa algo hacia  adelante; no muy lejos,  a unos
treinta o cuarenta metros.
     - Alto - dijo a Arthur.
     El muchacho, obediente, quedS hecho una estatua. TenMa buenos reflejos;
se habMa detenido con un pie  en el aire,  y lo  bajS lenta, cuidadosamente.
Redrick  se  detuvo junto  a Il. AllM la  huella  descendMa  visiblemente  y
desaparecMa por completo  en  la neblina.  Y en la neblina  habla algo. Algo
grande e inmSvil. Inocuo. Redrick olfateS el aire con cautela. SM, inocuo.
     - Adelante - dijo en voz baja.
     AguardS a  que Arthur diera el primer paso y lo siguiS.  Por el rabillo
del  ojo podMa observar su  cara: el perfil cincelado,  la piel  clara de la
mejilla y la lMnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
     La niebla los cubrMa hasta la cintura. Un momento despuIs les llegS  al
cuello.  A los  pocos  minutos pudieron  ver  el gran  bulto  de los vagones
erguidos hacia adelante.
     -  AllM estAn - dijo Redrick, quitAndose la mochila  -. SiIntate  allM,
donde estAs. Pausa para un cigarrillo.
     Arthur le ayudS a bajar la mochila y se sentS junto a Il, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonS uno de los  bolsillos y  sacS un paquete de
sandwiches  y  un  termo  con  cafI.  Mientras  el  muchacho  acomodaba  los
sandwiches  sobre  la  mochila,  Il sacS su petaca, la  abriS  y tomS varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
     - ¿Quieres? -  ofreciS, limpiando el cuello de la petaca  -. Para darte
coraje.
     Arthur, herido, sacudiS la cabeza.
     - Para darme  coraje no  necesito eso, seYAor Schuhart. PreferirMa cafI,
sM puedo. AquM hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
     - Hay humedad.
     ApartS la petaca y escogiS un sandwich.
     - Cuando se levante la  niebla  - dijo, masticando - verAs  que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
     CerrS  el  pico y se sirviS un poco de cafI. Estaba  caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenMa olor a hogar. A Guta. Y  no solamente
a Guta, sino a Guta en  salto de cama,  reciIn levantada, con las arrugas de
la almohada todavMa marcadas en la mejilla.
     ¿Por quI me meto  en estas cosas?, pensI. Quinientos mil. ¿Para quI los
necesito? ¿Para comprar  un  bar,  o algo por el estilo? Uno  necesita plata
para no pensar en la plata, Isa  es la verdad. Dick tenMa razSn. Tengo casa,
tengo  terreno,  en  Harmont no  me faltarMa trabajo. Cuervo me  atrapS,  me
sedujo como a un inocente.
     -  SeYAor Schuhart - dijo  sZbitamente  Arthur,  apartando  la vista  -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
     -
con la taza cerca de la boca -. ¿CSmo sabes quI es lo que vamos a buscar?
     Arthur sonriS,  azorado;  antes de responder  se peinS  con los  dedos,
tirAndose del pelo.
     -
sobre la pista. Para empezar, papA se la pasaba hablando  de la Bola Dorada,
pero  Zltimamente no la menciona.  En cambio ha estado  hablando de usted. Y
conozco muy bien a papA como para creer  que ustedes  son amigos. AdemAs, en
los Zltimos tiempos ha estado muy extraYAo.
     Arthur echS a reMr y sacudiS la cabeza, como si recordara algo.
     - Y en tercer lugar - agregS -, lo adivinI cuando probS con usted aquel
pequeYAo dirigible, en el baldMo.
     Dio una palmada sobre la mochila que contenMa el globo, bien enrollado,
y prosiguiS:
     -  Los seguM.  Cuando  vi que levantaban  aquella bolsa de piedras y la
conducMan por sobre el suelo  me di cuenta de todo. Por  lo que  sI, la Bola
dorada es el Znico objeto pesado que queda en la Zona.
     MordiS el sandwich y concluyS soYAador, con la boca llena:
     - Lo que no entiendo es cSmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
     Redrick lo  observS por sobre el borde de su taza,  pensando en lo poco
que  se parecMan padre e hijo. No tenMan  nada, absolutamente nada en comZn;
ni la cara,  ni la voz, ni  el alma. La  voz de Cuervo  era Aspera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema  lo hacMa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
     - Red - le habMa  dicho  entonces, inclinAndose sobre la mesa  -,  sSlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿QuiIn
otro  puede  ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrI, ¡yo! ¿CuAntos de los nuestros cayeron allA?
encontrI! QuerMa guardarla para mM; no se la darMa  a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie mAs que tZ. LlevI a montones de muchachitos
allA, toda  una  escuela. Eso es  lo que abrM: una  escuela para enseYAarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sI si les faltan agallas o quI. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la  plata. La tendrAs. Me darAs lo que te
parezca; sI que no  me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitS; quizA me las devuelva.
     - ¿QuI? - preguntS Redrick, saliendo de su ensueYAo.
     - Le preguntaba si le molesta que fume, seYAor Schuhart.
     - No, por supuesto. Fuma. Yo tambiIn voy a fumar uno.
     TragS de golpe  el  resto  del  cafI y  sacS un cigarrillo. Mientras lo
encendMa contemplS la niebla, que  se iba  levantando. EstA chiflado, pensS.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
     Pero  toda  aquella charla  habMa  dejado un residuo, aunque no  estaba
seguro de que clase. Y  no se evaporaba con  el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendMa de quI se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino,  por el  contrario... ¿Su  fuerza, tal  vez? No, no  era
fuerza. ¿QuI, entonces? Bueno, se dijo, mirImoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no  hubiera  llegado hasta aquM. Estaba  listo para  Irme,
hasta habMa empacado, pero pasS algo; digamos que me arrestaron, ¿SerMa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quI? ¿Por la pIrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la  plata. ¿Porque ese tesoro caerMa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allM estamos mAs cerca. Eso me dolerMa. Pero quI me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
     -
los huesos. SeYAor Schuhart, ¿me darMa un trago ahora?
     Redrick le alcanzS la petaca en silencio, mientras pensaba:  No  aceptI
en seguida. Veinte  veces le dije  a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptI. No podMa resistir mAs. Nuestra Zltima conversaciSn resultS
breve  y  comercial.  "Hola, Red. Traje  el  mapa. ¿No  querrMas echarle  un
vistazo,  a  pesar  de  todo?".  Y  lo  mirI  a  los  ojos,  que  eran  como
lastimaduras;  amarillos,  con  motas negras; y  le dije: "DIjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentMa realmente deprimido. Ah, al  diablo. ¿QuI importa? Fui.  Por eso
estoy acA. ¿Para quI me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
     Se estremeciS. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantS de un salto y Arthur hizo otro tanto.  Pero  todo  estaba nuevamente
silencioso; el  Znico ruido era el de la  grava  que caMa  por la pendiente,
bajo los pies.
     - Ha de ser el metal que se estA asentando - murmurS Arthur, vacilante,
como si apenas  pudiera pronunciar las palabras -.  Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que estAn aquM.
     Redrick mirS hacia  adelante sin ver nada. Entonces recordS. HabMa sido
por la  noche;  lo despertS el mismo ruido, largo y triste, deteniIndole  el
corazSn como  en un  sueYAo. Pero no habMa  sido  un sueYAo.  Era  Monita  que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. TambiIn Guta despertS y se aferrS
a la mano de Redrick. El sintiS su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmSviles, escuchando; cuando Monita dejS de  llorar  y volviS a dormirse Il
aguardS todavMa un rato. DespuIs se  levantS  y fue a la cocina,  para bajar
Avidamente media botella de coYAac. Fue aquella noche cuando empezS a beber.
     - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiSn, todo eso.
     Redrick observS su cara pAlida y volviS a sentarse. El cigarrillo se le
habMa evaporado entre los dedos; encendiS  otro.  Arthur se demorS  un  poco
mAs, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentS tambiIn.
     -  Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No  visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciSn los  atrapS  aquM  y mutaron..., se aclimataron  a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seYAor Schuhart?
     - SM. Pero no es aquM. En las montaYAas del noroeste. Algunos pastores.
     Eso es lo que me contagiS, pensS Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
     Lo invadiS  un sentimiento  extraYAo, completamente nuevo. SabMa que  en
realidad  no  era nuevo, que  lo llevaba escondido  en sM desde hacMa  mucho
tiempo, pero sSlo  ahora  cobraba conciencia de Il;  todo se  ubicaba en  su
sitio.  Y  todo aquello  que hasta  entonces pareciera  tonterMa, delirantes
divagaciones de un  viejo loco, se convertMa en su  Znica esperanza,  en  el
Znico significado de su vida. Porque al fin comprendMa;  sSlo eso le quedaba
en el mundo, sSlo para eso vivMa  desde hacMa meses: por la  esperanza de un
milagro.  Por  tonto  que  fuera seguMa haciendo a  un  lado  la  esperanza,
pisoteAndola, burlAndose de ella, tratando de eliminarla,  porque asM estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habMa confiado sino en sM mismo.
     Y desde la infancia, la  seguridad en sM mismo se medMa por la cantidad
de  dinero  que  podMa arrebatar,  asir  o  arrancar  a  mordiscos del  caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habMa sido asM, y asM habrMa continuado,
si no hubiera caMdo  al pozo del que ninguna suma de dinero podMa sacarlo, y
en  el cual resultaba  completamente  inZtil confiar  en  sM.  Y  ahora  esa
esperanza..., que ya no era una  esperanza, sino la fe en un milagro...,  lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiS  de haber podido  vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiS  y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
     - Bueno, merodeador, parece que saldremos de Ista, ¿eh?
     Arthur lo mirS sorprendido y sonriS, vacilante. Redrick arrugS el papel
encerado  de los sandwiches,  lo arrojS bajo el vagSn de metal y se recostS,
apoyando el codo en la mochila.
     - Bueno -  dijo  -.  Supongamos que  en verdad la  Bola Dorada...  ¿QuI
pedirMas?
     - ¿Entonces usted lo cree? - se apresurS a preguntar el muchacho.
     - No importa lo que yo crea o no. ContIstame.
     Le interesaba  sinceramente lo que  podrMa pedir un muchacho tan joven,
apenas  salido  de  la  escuela.  Se  divirtiS  viIndolo  arrugar  el  ceYAo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
     - Bueno, las piernas de papA, por supuesto.  Y que todo  anduviera bien
en casa.
     - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatMa -. No te olvides de esto,
hermanito:  la  Bola Dorada sSlo puede  concederte los  deseos mAs Mntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
     Arthur Burbridge se  ruborizS, mirI a Redrick  una  vez mAs y enrojeciS
mAs todavMa. Los ojos se le llenaron de lAgrimas. Redrick sonriS.
     - Comprendo - dijo,  casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mMo.
GuArdate los secretos.
     De pronto se acordS del revSlver y se dijo que habMa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciSn.
     -  ¿QuI  es  eso  que  llevas  en  el  bolsillo  trasero?  -  preguntS,
indiferente.
     - Un revSlver.
     - ¿Para quI lo quieres?
     -
     - Nada de eso - respondiS Redrick con  firmeza, incorporAndose. DAmelo.
AquM en la Zona no hay nadie a quien matar. DAmelo.
     Arthur  quiso  decir  algo,  pero guardS  silencio;  tomS  el Colt  del
ejIrcito y se lo tendiS a Redrick teniIndolo por el caYAo. Redrick recibiS el
revSlver, tomAndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviS a atraparlo.
     - ¿Tienes un paYAuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
     TomS el paYAuelo  de  Arthur,  que estaba muy limpio  y  olMa a colonia,
envolviS con Il la pistola y la dejS sobre el durmiente.
     - Por ahora la dejaremos aquM. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo  mejor  tenemos  que  tiroteamos con la  patrulla,  pero  tirotearse  con
ellos...
     Arthur meneS decididamente la cabeza.
     - No  era para eso que la querMa  - dijo, con  tristeza -. Hay sSlo una
bala. Era por si tenMa algZn accidente como el de papA.
     - ¿Ah, si?  - Redrick lo  mirS fijamente -.  Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asM  yo  te  sacarI a la rastra. Te lo  prometo.
estA aclarando!
     La neblina desaparece  ante ellos. El terraplIn estaba ya completamente
despejado, y  a  la  distancia los  vapores  se esparcMan,  descubriendo  al
abrirse los picos redondeados y Asperos de las colinas.  AquM y  allA, entre
las ondulaciones, se veMa la superficie manchada  de los pantanos, cubiertos
por la  espesura  de  los  sauces dispersos;  mAs allA  de las  colinas,  el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirS hacia atrAs
soltS una exclamaciSn de asombro.
     Redrick tambiIn volviS la  cabeza. Hacia el Este, las montaYAas parecMan
negras; sobre  ellas refulgMa iridiscente, el habitual borrSn de  color,  la
aurora verde de la Zona.
     Redrick se levantS y se sentS en el terraplIn,  tras el vagSn de metal,
para  contemplar aquel manchSn verde que se convertMa rApidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol  asomS sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purpZreas. Todo adquiriS un claro y agudo relieve, permitiIndole ver
cada detalle  con  tanta nitidez como si lo tuviera  en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicSptero. Al
parecer habMa caMdo en medio de  una roncha de mosquito;  su fuselaje estaba
convertido  en  un  panqueque metAlico.  La cola  permanecMa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalMa en el claro como un  gancho negro. TambiIn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar  a impulsos de
la  brisa. La  roncha debiS  ser  muy  poderosa, pues  ni  siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza AIrea aZn era bien visible
en  el metal abollado. Redrick hacMa aYAos que no veMa ninguna; habMa llegado
a olvidarlas.
     VolviS hasta el sitio donde habMa dejado su mochila en busca del mapa y
lo  extendiS en el montMculo de metal caliente que  contenMa el vagSn. Desde
allM no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina,  la que tenMa un
Arbol quemado en la ladera.  TenMa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiSn  que se  abrMa entre ella  y la colina siguiente,  que
tambiIn estaba a  la  vista, completamente  desnuda, cubierta su  ladera por
rocas pardas.
     Todos  los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiS la
menor  satisfacciSn.  Su instinto, desarrollado  en muchos aYAos de merodeos,
rechazaba la  mera  idea,  irracional y  nada  natural,  de pasar entre  dos
elevaciones prSximas.
     "Bueno", pensS,  "ya veremos cuando lleguemos allM". Para llegar  hasta
aquella depresiSn debMan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allM parecMa poco peligrosa. Pero al mirar desde mAs cerca Redrick
reparS en una mancha de  color  gris oscuro  entre las dos colinas secas. La
buscS en el mapa. Estaba marcada con una  X junto a la cual decMa, en letras
torpes: LAtigo. La lMnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
     El  nombre  le resultaba familiar, pero no lograba recordar  quiIn  era
LAtigo, cSmo era ni quI hacia. Por alguna razSn lo asociaba con el salSn del
Borscht,  lleno  de humo,  con  grandes  manazas  rojizas que levantaban los
vasos,   carcajadas  estruendosas   y  bocas  abiertas,  mostrando   dientes
amarillentos: una fantAstica horda de titanes y gigantes  reunidos junto  al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos mAs vivos
de su  infancia. ¿QuI  habla llevado yo aquella  vez?  Un  vacMo, creo.  Fui
directamente desde  la Zona, mojado, hambriento,  enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrI al bar pisando fuerte y plantI la bolsa sobre el mostrador;
echI  una mirada a  mi  alrededor, escuchando  los  chistes  que se  hacMan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes.  No, un  momento, en esa Ipoca
no eran  papeles verdes, sino  aquellos billetes reales, cuadrados, con  una
damisela medio  desnuda, de gorra y corona  de laureles.  EsperI,  guardI el
dinero,  e  inesperadamente, sin que  yo  mismo imaginara  hacerlo,  tomI un
pesado  jarro  que estaba  sobre el mostrador y  lo estrellI contra  la cara
riente  del que estaba mAs cerca.  Tal vez Ise era LAtigo,  se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
     -  ¿No hay problemas en pasar entre las dos  colinas, seYAor Schuhart? -
preguntS  Arthur en voz baja,  junto a  su oMdo,  mientras miraba tambiIn el
mapa.
     - Ya veremos cuando lleguemos allM.
     Redrick siguiS estudiando el diagrama. HabMa otras dos X, una en cuesta
de  la colina  del Arbol y  otra sobre las  rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantS la vista hacia Arthur.
     -  Ya  veremos -  repitiS,  doblando el  mapa  para  guardArselo en  el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
     Se inclinS bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo mAs cSmodo.
     - Ve delante - indicS -, asM podrI tenerte a la vista  en todo momento.
No mires hacia atrAs y estate atento. Mis Srdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos  un buen  trecho.
tenerle miedo a  la tierra! Si  yo te  ordeno te tiras de cara  al barro sin
decir ni mZ. AbotSnate la chaqueta. ¿EstAs listo?
     - Listo.
     Arthur estaba muy nervioso; el  rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
     - Primero iremos por aquM - dijo Redrick, seYAalando enIrgicamente hacia
la colina mAs cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
     Arthur dejS escapar un suspiro, subiS a los rieles y comenzS a bajar el
terraplIn. El pedregullo caMa silenciosamente a su paso.
     - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
     EchS a andar tras Il, sin prisa, ajustando automAticamente los mZsculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. EstA  asustado, pensS. Tal vez  lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asM ha de ser. Si supieras cSmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo,  que  esta vez seguM tu consejo.  "A
ese lugar, Red, no se puede  ir solo.  Te  guste o no  te guste  tendrAs que
llevar  a alguien.  Puedo  darte  alguno de  los mMos,  alguno que no me sea
imprescindible." TZ me convenciste.  Es la primera vez en la vida que acepto
algo  asM. Bueno, tal  vez salga bien, despuIs de todo; tal vez funcione, de
algZn  modo.  DespuIs  de  todo, yo no soy Cuervo Burbridge;  tal vez se  me
ocurra alguna idea.
     -
     El muchacho se detuvo,  hundido  hasta el tobillo en agua  herrumbrosa.
Cuando  Redrick  llegS hasta  allM  el pantano  lo habMa tragado  hasta  las
rodillas.
     - ¿Ves  esa roca? - preguntS Redrick  -. AllM, bajo la colina. Ve hacia
allA.
     Arthur reanudS la marcha. Redrick lo dejS adelantarse diez pasos  antes
de seguirlo.  El barro  chapoteaba bajo los  pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces  estaban secos y podridos. Redrick mirS
a  su  alrededor, pero por el  momento todo parecMa  en orden.  La colina se
acercaba  lentamente, cubriendo el sol, que  aZn estaba bajo en el cielo; al
fin  acabS por cubrir todo el cielo hacia  el  Este. Al llegar a  la roca el
pelirrojo volviS a mirar hacia el terraplIn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre Il  habMa  un convoy de diez vagones de metal. Algunos de  los vagones
hablan descarrilado, cayendo  de costado;  el  terraplIn, por  sobre  ellos,
estaba  cubierto por montones rojos y herrumbrados del  metal en bruto.  MAs
allA,  hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y  ondulaba
sobre  la  huella, estallando en  diminutos  arco  iris que desaparecMan  de
inmediato. Redrick  observS aquella reverberaciSn, escupiS en  el suelo y se
volviS.
     - Vamos - dijo, y Arthur volviS hacia Il la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, allA?
     - SM - dijo Arthur.
     - Bueno,  era un  tipo  que  se llamaba LAtigo.  Hace mucho  tiempo. No
escuchS a los mayores; allM quedS, para  indicar  el camino a los mAs vivos.
Ahora mira hacia la derecha de LAtigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? AllA, donde los
sauces son mAs espesos. isa es la direcciSn que tomaremos.
     Avanzaron  en direcciSn  paralela  al terraplIn. Cada paso los metMa en
aguas mAs playas; pronto pisaron tierra  seca y esponjosa. SegZn el mapa aZn
estaban  en pantanos sSlidos. El mapa es  viejo, pensS Redrick;  hace  mucho
tiempo que Burbridge no viene  por aquM y el mapa  ha envejecido. Eso no  me
gusta. Claro que  es  mAs fAcil caminar sobre  tierra  seca, pero yo  habrMa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cSmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
     Arthur parecMa haber recuperado el Animo y andaba a toda velocidad, con
una mano  en el bolsillo  y balanceando la otra  con toda  soltura.  Redrick
revolviS en su bolsillo y sacS un tornillo que pesarMa  unos treinta gramos.
ApuntS y tirS.
     El tornillo golpeS a Arthur en la nuca; Iste soltS un grito ahogado, se
tomS la  cabeza,  se doblS  en  dos y cayS  sobre el  pasto seco. Redrick se
acercS a Il.
     - AsM suceden  aquM  las cosas,  Artie - pontificS  -. Esto  no  es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
     Arthur se levantS lentamente; estaba muy pAlido.
     - ¿Todo bien? - PreguntS Redrick.
     El muchacho tragS saliva y asintiS.
     -  Me alegro.  La prSxima  vez te  la  darI en la trompa.  Si es que te
encuentro vivo.
     El  muchacho habrMa sido buen merodeador, despuIs  de todo.  Tal vez le
habrMan llamado Artie "el Lindo". En  otros tiempos tenMamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el Znico ser humano que  cayS en la pica
carne  y saliS  vivo.  El idiota  sigue creyendo que fue Burbridge  quien lo
sacS.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asM,  tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habMan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo;  antes  le decMan
Triunfador.
     En ese momento Redrick sintiS una corriente de aire apenas  perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritS:
     -
     TendiS la  mano  hacia  la izquierda. La corriente  era mAs  fuerte. En
algZn punto, entre  ellos y el terraplIn, habMa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendMa a  lo largo del mismo terraplIn;  por alguna razSn se habMan
tumbado  los  vagones.  Arthur habMa quedado inmSvil,  como plantado  en  el
suelo; ni siquiera habMa vuelto la cabeza.
     - A la derecha. Vamos.
     SM, hubiera podido ser un buen merodeador. QuI diablos, ¿ahora le voy a
tener  lAstima?
sintiS  lAstima por mM? Creo que  sM;  Kirill  me tenMa lAstima. Dick Noonan
tambiIn me la tiene. Claro que quizA lo que siente es interIs por Guta y  no
lAstima por mM,  pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir lAstima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
     Acababa de comprender, finalmente, cuAl era su alternativa al presente:
o  ese muchacho  o  su Monita. En realidad, la  alternativa no  existMa, eso
estaba claro.  Una voz interior le decMa: "
posibles!". La acallS, espantado.
     Pasaron cerca del montSn  de harapos grises. Nada  quedaba de LAtigo. A
cierta  distancia, sobre  el pasto seco, habMa una vara larga, completamente
herrumbrada: un  dragaminas. En aquellos  dMas  muchos  merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependMan
de ellos como  del  mismo Dios. Pero dos  de ellos murieron en  el  curso de
pocos dMas, a consecuencia de explosiones subterrAneas. Y  eso  acabS con el
asunto. ¿QuiIn  habrMa sido ese LAtigo? ¿HabrMa venido con Cuervo o  por  su
propia cuenta? ¿Por quI iban todos a esa cantera? ¿Por  quI no sabMa Il nada
sobre ese lugar? MaldiciSn, pensS; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser mAs tarde.
     Arthur,  que  iba cinco pasos  mAs  adelante, se  secS  el sudor  de la
frente. Redrick entrecerrS los ojos para mirar el sol; estaba aZn bajo. Y de
pronto  notS que el pasto seco no  crujMa  bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho  quemado;  ademAs ya  no  era  rMgido y  frAgil,  sino tierno  y
grumoso; caMa  bajo  las  suelas como  hojuelas  de hollMn. Vio  tambiIn las
claras huellas de Arthur y se arrojS al suelo, gritando:
     -
     CayS de cara contra  el pasto, que se hizo polvo bajo  su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso  por su mala suerte. AllM permaneciS, tratando
de no moverse, todavMa  con la  esperanza  de  que pasara por encima, aunque
sabMa  bien  que  estaban atrapados.  El  calor  aumentaba;  lo  aplastS, le
envolviS el cuerpo como si fuera una sAbana empapada en  agua hirviendo. Con
el sudor chorreAndole hasta los ojos, recordS tardMamente advertir a Arthur:
     - ¡No te muevas!
     Y se dedicS a aguantar tambiIn,
     Pudo  haberMo  soportado;   todo  habrMa  pasado  tranquilamente,   sin
problemas,  sin mAs que mucho sudor, pero Arthur no pudo  resistirlo. O bien
no oyS el  grito de Redrick o el miedo le hizo perder la  cabeza; o  tal vez
sus quemaduras eran mAs intensas que las de Redrick. El  caso  es que perdiS
el dominio de  sM y echS  a  correr, con un  grito  salvaje, hacia  donde su
instinto le indicaba:  hacia  atrAs. Precisamente  donde  no debMa.  Redrick
logrS levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayS al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltS un chillido extraYAo,
pateS a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiS corno enloquecido.
     Redrick, con  el  cerebro  cargado  por  el  dolor,  se arrastrS  hasta
aplastarlo con el cuerpo,  tocando con  la mejilla  quemada  la chaqueta  de
cuero,  tratando  de  apretarlo  contra  el  suelo;  mientras tanto  pateaba
desesperadamente,  con pies y rodillas,  las  piernas y  la  retaguardia del
muchacho. OMa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
Asperos "
caMan toneladas enteras  de carbSn encendido; tenMa las ropas en  llamas, el
cuero  de  sus  zapatos y de  su chaqueta se  ampollaba y crujMa.  La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por  mantenerse contra el
suelo, el crAneo de aquel maldito muchacho. No  podMa  soportarlo mAs. GritS
con toda la fuerza de sus pulmones.
     No supo cuAndo terminS todo. SSlo supo que podMa respirar otra vez, que
el  aire habMa  vuelto a ser aire  y no vapor ardiente.  ComprendiS que  era
necesario  apresurarse a salir de  allM, de aquel calor demonMaco, antes  de
que se estrellara  nuevamente contra ellos. DejS  a  Arthur,  que  se  habMa
quedado perfectamente inmSvil. Lo tomS de las piernas con un brazo y usS  el
otro para  avanzar a  la rastra, sin quitar  los  ojos de  la lMnea donde el
pasto volvMa  a crecer. Estaba seco, muerto,  espinoso, pero era autIntico y
daba la impresiSn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
     Las  cenizas le crujMan entre los  dientes, el rostro quemado  despedMa
calor y  el sudor le  caMa directamente  en los ojos, tal  vez porque  ya no
tenMa  cejas ni pestaYAas.  Arthur, estirado hacia atrAs, parecMa engancharse
la  chaqueta en todos los sitios  posibles. A Redrick le  ardMan  las  manos
chamuscadas y la mochila  no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la  falta de aire, le hicieron pensar que  estaba demasiado quemado,  que no
llegarMa. El temor le obligS a redoblar el impulso  de codos y rodillas. Hay
que llegar,  un poquito mAs; vamos,  Red, vamos,  puedes.  AsM,  un  poquito
mAs...
     AllM se quedS por largo rato, con las manos y la cara en el agua frMa y
herrumbrosa,  regodeAndose con  la frescura  maloliente  y  podrida.  HabrMa
podido quedarse toda la vida, pero se obligS a levantarse sobre las rodillas
para  dejar la mochila y  arrastrarse hasta Arthur, que permanecMa inmSvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
     Bueno, habMa  sido  un lindo muchacho.  Ahora estaba convertido en  una
mAscara  de  color gris  oscuro, hecha de  sangre  cocida y cenizas. Redrick
contemplS con  cansado  interIs  los  surcos y  los senderos abiertos  en la
mAscara por piedras y palos. En seguida se  levantS, tomS al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrS hasta el agua.
     Arthur respiraba  pesadamente, gimiendo  de tanto en tanto.  Redrick lo
arrojS de  cara en  el  charco mAs  profundo  y se  dejS  caer  junto a  Il,
reviviendo el  placer  de aquella  caricia  gIlida  y  mojada.  El  muchacho
gorgoteS,  se  apoyS  sobre las manos  y  alzS  la  cabeza.  TenMa los  ojos
desorbitados y  no entendMa nada, pero aspiraba Avidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrS el sentido y buscS a Redrick con la vista.
     -
sucia -. ¿QuI era eso, seYAor Schuhart?
     - Era la muerte - murmurS Redrick.
     TosiS. Se palpS el rostro. Le dolMa. TenMa la nariz hinchada,  pero las
pestaYAas y  las cejas  (cosa  extraYAa)  estaban en  su lugar. TambiIn seguMa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
     Arthur tambiIn estaba tocAndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible  mAscara,  y tambiIn  contra lo  que  cabMa esperar,  resultS estar
perfectamente. TenMa unos cuantos araYAazos y un chichSn en la frente, ademAs
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
     -  Nunca  oM hablar de nada parecido -  observS Arthur,  mirando  hacia
atrAs.
     Redrick hizo  lo  mismo.  Habla muchas  huellas sobre  el pasto gris  y
ceniciento;  le sorprendiS notar  lo corto  que  habla sido  aquel  trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse,  junto  con su
compaYAero, de la fatalidad. HabMa sSlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero Il, cegado por el miedo, habMa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios  lo habMa hecho en  la
direcciSn correcta. De lo contrario habrMa llegado a la  roncha de  mosquito
de la izquierda; tambiIn  pudo dar la vuelta completa. No, no  tanto;  Il no
era novato. Y de no haber sido  por ese tonto nada habrMa pasado; cuanto mAs
tendrMa unas cuantas ampollas en los pies.
     Arthur  se  estaba  lavando y  gemMa  al tocarse  los puntos doloridos.
Redrick se levantS tambiIn; con una  mueca de  dolor, sintiS el roce de  las
ropas  sobre la piel  quemada, en tanto  caminaba hasta  un sitio seco  para
examinar la mochila. La  pobre las habMa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las  ampollas del  botiquMn  de primeros  auxilios  habMan
estallado y habMa una mancha hZmeda que olMa a antisIptico. Redrick abriS la
bolsa y empezS a  recoger astillas de vidrio  y plAstico. En ese momento oyS
la voz de Arthur.
     - ¡Gracias, seYAor Schuhart!
     Redrick no respondiS.
     - Fue culpa mMa. OM que me ordenaba quedarme allM, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor  se  volviS  tan fuerte... perdM la cabeza.  Tengo
mucho miedo al dolor, seYAor Schuhart.
     - ¿Por quI no te levantas? - dijo Redrick sin  volverse -. Eso fue sSlo
una muestra.
     VolviS  a pasar los  brazos por las correas,  haciendo muecas dolor  al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era  como si  se le
hubiera arrugado  la  piel  en los puntos  afectados. Conque el  chico tenMa
miedo  al  dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no  se  habMan  apartado  del camino. Ahora, hacia las
colinas,  donde estaban los cadAveres. Esas malditas colinas, allM erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiSn  en  medio.  OlfateS  el  aire.  La   maldita  depresiSn,  Isa  es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
     - ¿Ves esa depresiSn entre las colinas? - preguntS.
     - La veo.
     - Derecho hacia allA.
     Arthur se  secS  la  cara  con  el  dorso de  la mano y  echS  a andar,
chapaleando entre los  charcos. Iba rengueando; ya no parecMa tan  erguido y
bien proporcionado  como antes. Caminaba encorvado, con mucha  cautela.  Uno
mAs que he  sacado, pensS Redrick;  ¿y cuAntos van? ¿Cinco, seis? Lo  que me
pregunto ahora es por quI. No es pariente mMo. No soy responsable de  lo que
le pase.  A  ver, Red, ¿por quI lo salvaste?  Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza mAs despejada sI por quI. Hice bien en
salvarlo; no puedo arreglArmelas sin Il: es mM rehIn por Monita.  No salvI a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
     AllA, en el calor, no lo pensI  dos veces: lo saquI como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se  me ocurriS abandonarlo  allM, a pesar de que
me habMa olvidado de todo:  de la llave maestra y de Monita.  ¿QuI significa
eso? Significa que en el fondo, despuIs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta  sostiene, lo que Kirill solMa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y  despuIs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El  seYAor Buen
Tipo. Tengo  que  salvarlo para que lo agarre la pica carne  (lo pensS frMa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
     -
     Ante ellos estaba la depresiSn; Arthur, parado, esperaba Srdenes con la
vista clavada  en Redrick. El  suelo estaba allM cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De Il se desprendMa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez  metros mAs allA no  se  veMa
nada. Y el hedor era terrible.
     - Esto apesta, pero no te acobardes.
     Arthur  hizo un ruido gutural  y retrocediS, mientras  Redrick  entraba
decididamente  en acciSn; sacS del bolsillo un copo  de algodSn empapado  en
desodorante, se rellenS con Il las losas nasales y ofreciS un poco a Arthur.
     - Gracias, seYAor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntS
el, muchacho con voz dIbil, Redrick lo tomS silenciosamente por el pelo y le
hizo girar  la cabeza en direcciSn al montSn de harapos que se veMa sobre la
rocosa ladera de la montaYAa.
     - ise era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de  la izquierda, aunque
desde aquM  no se ve,  estA Caniche. En las mismas condiciones.  ¿Entiendes?
Adelante.
     El limo estaba  caliente y pegajoso.  Al principio caminaron  erguidos,
hundiIndose  hasta  la cintura. Por suerte  el fondo era  rocoso  y bastante
parejo.  Sin embargo Redrick no tardS en  percibir un  conocido tronar hacia
ambos  lados. En la colina izquierda no habMa  nada,  salvo la  intensa  luz
solar, pero en  la  ladera derecha,  a la sombra, parpadeaban luces de color
pZrpura claro.
     - ¡AgAchate! - susurrS, dando el ejemplo. -
     Arthur se agachS, asustado; un batir de truenos quebrS el aire. Un rayo
bailaba furiosamente  una  intrincada danza precisamente  encima  de  ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentS, hundiIndose hasta los
hombros  en el limo. Redrick, con los oMdos  taponados  por el estruendo, se
volviS: una  mancha  de color  rojo  brillante se fundMa  rApidamente  en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
     - ¡Adelante!
     Avanzaron en fila india,  agachados, asomando tan  sSlo la  cabeza. Con
cada  trueno Redrick veMa  ponerse de  punta los largos cabellos de Arthur y
sentMa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
     - ¡Adelante! - seguMa repitiendo -.
     Ya  no oMa nada. En  una oportunidad vio a Arthur de perfil y notS  que
tenMa  los ojos  desorbitados por  el terror, la boca pAlida  y  fuerte,  la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida  los relAmpagos empezaron a
estallar  a  tan poca  altura que se vieron obligados  a bajar la cabeza. El
limo  verde les llenS  la  boca, dificultAndoles  la  respiraciSn.  Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancS el algodSn de la nariz y descubriS que el
hedor habMa desaparecido; sSlo  se percibMa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor  estaba espesAndose. O quizAs era Il, que se desvanece, pues
ya no podMa ver ninguna de las  dos colinas; sSlo  vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
     PasarI, pasarI, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asM: estoy varado en la mugre, con relAmpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro  modo. ¿De  dSnde sale toda  esta basura?
lugar,  es como para enloquecer  a cualquiera, Cuervo Burbridge  lo hizo: Il
pasS por aquM  y siguiS andando; Cuatro-ojos quedS a la derecha y  Caniche a
la izquierda, todo  para  que Cuervo  pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerMa detrAs.  Y  te lo mereces;  quien  camine detrAs de Cuervo se
hundirA  hasta  el  cuello  en  la  porquerMa.  ¿No  lo  sabMas, acaso?  Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un  solo rincSn
limpio.
     Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red,  bajo  cualquier orden  y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tZ
no podemos  tener el  Reino de  los Cielos sobre la Tierra". ¿QuI sabes  tZ,
gordo?  ¿DSnde  has  visto un sistema bueno?  ¿CuAndo  me  viste a mM  en un
sistema bueno?
     En  ese  momento resbalS  en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayS en el limo, Al resurgir vio ante Il la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriS un escalofrMo: creyS que habMa perdido el rumbo. Pero
no era asM: de inmediato comprendiS que debMan ir hacia allA, hacia donde la
cima negra de  la roca asomaba por el limo; lo comprendiS  a pesar de que no
habMa otra cosa visible en la niebla amarilla.
     - ¡Alto! - gritS - ¡A la derecha!
     Ni siquiera podMa oMr su propia voz. AlcanzS a Arthur, lo aferrS por el
hombro  y  le seYAalS:  mantente  a  la derecha  de la roca y no levantes  la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarAs por esto. Arthur hundiS la cabeza
precisamente en el momento en que un  rayo reducMa la  roca  a  astillas. Ya
pagarAs por esto, repitiS Redrick, mientras volvMa  a sumergirse  y  agitaba
furiosamente brazos y  piernas.  Hubo  otro trueno.
por todo  esto!  Por un momento  pensS: ¿a quiIn me  refiero? No lo sI, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagarA. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarI lo que quiera.
     Cuando  al fin  lograron salir  a  tierra seca, cubierta de  pedregullo
caliente por el sol, estaban  medios sordos, hechos pedazos  y tambaleantes;
caminaban apoyAndose uno en el  otro. Redrick vio la pick  up  descascarada,
hundida  hasta  el  eje,  y  recordS que podMan  descansar a la  sombra  del
vehMculo. Se arrastraron hasta allM. Arthur se tendiS de espaldas y empezS a
desabotonarse  la  chaqueta con dedos  exhaustos;  Redrick apoyS  la mochila
contra el costado del  camiSn, se limpiS  las manos contra  los guijarros  y
hurgS dentro de su chaqueta.
     - Yo tambiIn - dijo Arthur -. Yo tambiIn.
     Redrick se  sorprendiS al  oMrlo  hablar  con voz  tan potente. TomS un
sorbo, cerrS los ojos y entregS la petaca a Arthur. Listo, pensS dIbilmente.
Pasamos. Hasta esto  pasamos.  Y ahora, cuentas  a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidI? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por  haberme dejado vivir,  por no ahogarme? VAyanse al  diablo.  Se
acabS, ¿entienden? Se acabS todo esto. Desde ahora en adelante serI yo quien
tome  las decisiones.  Yo,  Redrick  Schuhart,  en completa  posesiSn de mis
facultades fMsicas y mentales,  tomarI las decisiones para  todo el mundo. Y
en cuanto a todos  ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seYAores  Huesos,
seYAores  Quarterblads,  chupasangres,  platudos,  Roncos,  gente  de  saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones  y  oportunidades de  empleo; a sus  pilas eternas y  a sus motores
eternos  y  a  sus  ronchas  de mosquito  y a sus falsas promesas.  Ya tengo
bastante;  hace rato  que me  llevan de las narices. Me  he  pasado la  vida
llevado de las narices, y siempre pensI que Isa era la vida que yo querMa, y
me  llenaba  la  boca  diciIndolo,  pedazo  de  tonto, mientras  ustedes  me
alentaban y se guiYAaban el ojo, arrastrAndome,  metiIndome entre  cArceles y
rejas.
     SoltS las hebillas de la mochila y quitS a Arthur la petaca.
     - Nunca  pensI... - decMa en ese  momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo  hubiera imaginado. SabMa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asM... ¿CSmo vamos a volver?
     Redrick  no lo  escuchaba. Lo  que  Il dijera ya no  tenMa significado.
Tampoco  antes  lo tenMa, pero antes ese muchacho era al menos  una persona.
Ahora  era una clave  parlante,  una llave que  le abrirMa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nomAs.
     - Si tuviIramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
     Redrick  lo  mirS,  contemplS  aquel pelo  despeinado y  sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo  la costra  de barro  lMquido. No sentMa lAstima,  ni  irritaciSn, ni
nada.  Una  clave  parlante.  Se  volviS.  Ante  Il  bostezaba  una  temible
extensiSn, como una construcciSn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada  de  polvo  blanco  e  iluminada fuertemente  por el sol  cegador,
insoportablemente  blanco, ardoroso, enojado  y muerto. Desde  allM se  veMa
tambiIn  el  otro extremo  de la cantera, igualmente blanco y  deslumbrante;
desde esa  distancia  parecMa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
mAs cercano estaba marcado  por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba  hasta el fondo, donde se erguMa la cabina  del  excavador,  como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el Znico  punto de referencia. TenMan
que dirigirse hacia allM, guiAndose sSlo por la suerte.
     Arthur se levantS con trabajo, metiS el brazo bajo el camiSn y sacS una
lata oxidada.
     - Mire, seYAor Schuhart - dijo, animAndose -. Esto lo debe haber  dejado
papA. AquM abajo hay mAs.
     Redrick no  respondiS. Eso es  un error, pensS  frMamente; es  mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
     Por el contrario, no importa.
     Se levantS con una mueca: las ropas se le habMan pegado al cuerpo, a la
piel ardida;  sintiS un tirSn, como si le arrancaran el vendaje seco  de una
herida. Arthur tambiIn gruYAS al levantarse y dirigiS a Redrick una mirada de
mArtir.  Estaba a  la  vista que deseaba quejarse,  pero no  se  atreviS. Se
limitS a decir, con voz ahogada:
     - ¿Me harA mal tomar otro trago, seYAor Schuhart?
     Redrick sacS la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
     - ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
     - SM - respondiS Arthur, estremeciIndose.
     - Derecho hacia allA. Vamos.
     El muchacho  estirS  los brazos, enderezS  los hombros con  un gesto de
dolor y mirS en su torno.
     - OjalA pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
     Redrick aguardS en  silencio.  Arthur lo mirS desoladamente  y asintiS.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo sZbitamente.
     - La mochila. Se olvida la mochila, seYAor Schuhart.
     -
     No querMa explicar nada,  no querMa  mentir. Tampoco hacMa falta. IrMa,
de cualquier modo. No tenMa adSnde  ir, si no.  IrMa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando  de quitarse el barro seco  de  la
cara;  parecMa menudo, escuAlido  y desamparado,  como  un gatito  mojado  y
perdido. Redrick lo siguiS. En cuanto saliS de la  sombra el sol cayS  sobre
Il, cegAndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentAndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
     Cada  paso  levantaba  una nube de polvo blanco; la nube,  al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedMa; resultaba  imposible  caminar  tras  Il;  Redrick  demorS un  rato en
comprender  que Il  mismo  llevaba el  olor  encima.  Era desagradable, pero
familiar,  en cierto modo: el mismo que  invadMa la  ciudad cuando el viento
norte traMa el humo de la planta. TambiIn su padre olMa asM cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrMo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick  corrMa  a  esconderse  en algZn  rincSn  apartado  y  lo observaba,
asustado, mientras Il se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el  fondo  del  ropero, mientras se  arrancaba las  ropas de trabajo para
arrojArselas a  la  madre; despuIs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. AllA se quedaba, bajo la ducha,  gruYAendo y palmeAndose el cuerpo
durante largo rato,  entre chapaleos  y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la  casa: "
Redrick  tenMa que esperar hasta que el  padre estuviera lavado  e instalado
ante la mesa,  con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco  de
ketchup.  Cuando  terminaba  de  sorber  la sopa  y  atacaba  el  cerdo  con
habichuelas, reciIn entonces podMa  dejarse  ver, trepar  a  sus  rodillas y
preguntarle a cuAntos ingenieros y a cuAntos sindicalistas habMa ahogado  en
vitriolo durante la jornada.
     Todo, a  su alrededor, parecMa  estar al rojo blanco: se sentMa mareado
de   tanto  calor  seco,  de  cansancio,  del   insoportable  dolor  en  las
articulaciones, donde la piel  estaba ampollada. Era como si, a travIs de la
niebla caliente que le envolvMa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a  gritos  paz, agua, frescura. Los recuerdos,  gastados hasta el  punto  de
resultar  irreconocibles,  se  le   amontonaban  en   el  cerebro  hinchado,
golpeAndose entre sM, mezclados, tropezando, confundiIndose  con aquel mundo
al rojo  blanco  que  llameaba  ante sus ojos entrecerrados.  Y  todos  eran
amargos, y todos evocaban  odio o piedad por si mismo. TratS de  combatir el
caos, de convocar algZn espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura  o de  alegrMa. Se exprimiS la memoria  hasta sacar de  ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era  aZn una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciS, quedS inmediatamente velado por la herrumbre;
despuIs  se  deformS,  se  retorciS hasta convertirse en la cara  sombrMa de
Monita, cubierta de piel castaYAa, Aspera. Se esforzS por recordar a  Kirill,
aquel hombre  santo: sus movimientos rApidos y seguros, su risa, su voz, que
prometMa tiempos y lugares  nunca vistos. Y Kirill apareciS; pero en seguida
explotS contra el sol una telaraYAa  plateada y Kirill desapareciS. En cambio
aparecieron  los ojos  angelicales  y  fijos  de  Ronco,  con un  envase  de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos  que medraban en su
subconsciente  quebraron  la  barrera que  Il  intentaba crear  a  fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenMa entre  los recuerdos, como
si nunca hubiese visto mAs que caras feas y crueles.
     Y durante  todo ese tiempo no dejaba  de ser un  merodeador. Sin  darse
cuenta de  ello, alguna  parte de su sistema nervioso recogMa la informaciSn
esencial:  a  la izquierda,  a bastante  distancia habMa un fantasma  alegre
sobre  un montSn de  planchas; estaba quieto, agotado, asM que al diablo con
Il; hacia la derecha habMa una ligera brisa, y pocos pasos mAs adelante  vio
una roncha de  mosquito, lisa como un  espejo, de varios brazos. ParecMa una
estrella de mar (estaba lejos, no  habMa  peligro); bien  en  el  centro, un
pAjaro  aplastado; cosa extraYAa, puesto que los pAjaros no solMan sobrevolar
la Zona.  AllM,  junto al sendero,  habMa dos  vacMos abandonados;  tal  vez
Cuervo los habMa dejado al volver; el temor es mAs fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomS debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartS veinte
centMmetros  del  camino,  Redrick  abriS   la  boca  y   lanzS  una  Aspera
advertencia, automAticamente. Una  mAquina, pensS. Me  han convertido en una
mAquina.  Las rocas partidas que marcaban el borde de  la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
     QuI  tonto fuiste, Cuervo, quI tonto,  pensS Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CSmo se te ocurriS confiar en mM? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberMas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor  es que
te  estAs poniendo viejo. MAs torpe. Pero quI digo, si me he  pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginS la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur,  su dulce Artie, sir Znico hijo varSn, su orgullo y  su alegrMa,
habMa ido a la Zona con Red para  buscar las piernas de Cuervo, en  lugar de
algZn novato  prescindible. ImaginS aquella cara  y se  echS a  reMr. Cuando
Arthur volviS el rostro asustado para mirarlo, siguiS riendo y le indicS por
seYAas  que  siguiera caminando.  Y  entonces  la  caras le  cruzaron por  la
conciencia  otra vez, como  imAgenes  en  una  pantalla. HabMa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos:  habMa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
     Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendMa a la cantera
y  se  quedS  inmSvil,  forzando  la  vista  para  mirar hacia abajo, lejos,
estirando  el largo cuello. Redrick se reuniS  con  Il. Pero no miraba en la
misma direcciSn que Arthur.
     Precisamente bajo  sus  pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aYAos antes por las ruedas de los vehMculos  pesados. Hacia la derecha
habMa una  pendiente  blanca, escarpada, rajada  por  el  calor;  la  cuesta
siguiente estaba medio  excavada; entre las rocas  y el  escombro  habMa una
aplanadora; la  pala caMda golpeaba impotente contra el  costado de la ruta.
Era de  esperar:  no habMa nada  mAs sobre la  ruta,  con excepciSn  de  las
estalactitas negras y retorcidas, que parecMan velas gruesas colgadas de los
bordes  dentados de la cuesta,  y un  montSn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
     Era todo lo  que quedaba de ellos;  resultaba imposible siquiera contar
cuAntos  hablan  sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los  deseos de Cuervo. AquIl de allA era Cuervo, volviendo  sano y salvo del
sStano del Complejo Nº 7. AquIlla, la  mAs grande,  era Cuervo sacando de la
Zona el imAn contorsionante  sin que nadie lo  detuviera. Y aquel  carAmbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur  Burbridge, tambiIn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrMa.
     -
Schuhart, despuIs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
     SoltS una carcajada de felicidad, se agachS  y golpeS la tierra con los
puYAos, con  toda su fuerza. El pelo enredado  se le  sacudiS  ridMculamente,
arrojando terrones de barro seco  en todas direcciones. Y sSlo entonces mirS
Redrick hacia la bola. Con  cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube  en donde habMa  logrado refugiarse, abandonAndolo
nuevamente en la mugre.
     No  era dorada;  su  color, antes bien,  era el  del  cobre rojizo.  La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cSmodamente instalada  entre los  montones  de rocas.
Aun desde  allM  se  veMa lo voluminosa y pesada  que  era,  lo  sSlidamente
plantada que estaba en su lugar.
     Nada en ella podMa llevar  a la desilusiSn o a  las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas.  Por  algZn  motivo, el  primer pensamiento  de
Redrick  fue que  quizAs  fuera  hueca  y que  debMa  estar  caliente por su
situaciSn,  a  pleno  sol. Obviamente  no brillaba con luz  propia  ni podMa
elevarse  ni  bailar  en  el  aire,  tal  como  afirmaban  muchas  leyendas.
PermanecMa en el mismo sitio  donde habMa caMdo. Tal  vez habMa rodado desde
algZn bolsillo  monstruosamente gigantesco; tal vez se habMa perdido durante
algZn  juego entre  titanes.  El  caso  es  que  no  parecMa  cuidadosamente
instalada allM, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban  la Zona:
los vacMos, los brazaletes,  las pilas y la  otra basura  amontonada tras la
VisitaciSn.
     Pero al  mismo tiempo  tenMa algo especial. Cuanto  mAs  la  miraba mAs
claramente  comprendMa que era agradable de mirar, que le gustarMa acercarse
a ella,  palparla... Y sZbitamente se le ocurriS que  serMa  lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor aZn, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar,  recordar,   tal  vez   perderse   en  ensoYAaciones,  amodorrAndose,
descansando...
     Arthur se levantS de un salto, abriS a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitS y la  arrojS a los  pies,  levantando  una  nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacMa  gestos y agitaba los brazos. Al  fin puso
las manos detrAs de la espalda y  se lanzS  cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habMa olvidado de Il, se habMa  olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus  sueYAos  en realidad, los pequeYAos deseos secretos
de un  estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veMa un centavo fuera
de  su asignaciSn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si  le
sorprendMan  un dejo  de  alcohol  en el aliento al  volver  a  casa; de  un
muchacho predestinado a ser un abogado  famoso y, en el  futuro, ministro de
gabinete y,  en un  futuro mAs distante, presidente  de la naciSn.  Redrick,
entrecerrando  los  ojos hinchados  ante  la luz  cegadora,  lo  observS  en
silencio. PermaneciS calmo y frMo. SabMa lo que iba a ocurrir y sabMa que no
serMa capaz de mirar, pero  que tenMa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin  sentir  nada  en  especial,  salvo  que, muy  dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiIndole la aguda cabeza en el vientre.
     Y  el  muchacho  seguMa  caminando  hacia  abajo,  bailando  una  jiga,
arrastrando los  pies segZn su  propio ritmo. Y el polvo se  alzaba, blanco,
bajo sus talones.  Y gritaba con toda la fuerza  de sus pulmones, con ganas,
con alegrMa, festivamente, algo  que  podMa  ser  una canciSn o  una fSrmula
mAgica. Y Redrick  pensS  que,  quizA por primera vez en  la historia  de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
     Al  principio  no escuchS lo que  chillaba  su clave parlante;  al cabo
alguna pieza, en su interior, echS a andar. Entonces oyS:
     -  ¡Felicidad para  todos!  ¡Gratuita! ¡Toda  la que  uno quiera!
vengan todos!  ¡Hay para todos! ¡Nadie quedarA  Insatisfecho!
gratuita!
     Y de pronto quedS en silencio, como si un enorme puYAo le hubiera pegado
en  el medio de  la boca.  Y  Redrick vio  que la vacuidad transparente,  el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires  y lenta, muy lentamente, lo retorcMa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caMa de su
espasmSdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
     Entonces  le volviS la  espalda  y se sentS. Su cabeza  estaba vacMa de
todo pensamiento; de algZn  modo  habMa  dejado  de  tener  sensaciones.  El
silencio  se espesaba  en el aire,  especialmente detrAs de Il,  allA, en la
ruta. Se acordS de su petaca, sin mayor alegrMa; era tan sSlo una medicina y
habMa llegado la hora de  tomarla. DesenroscS la tapa  y bebiS  a tragos muy
medidos. Por primera vez habrMa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
     PasS el tiempo. EmpezS a tener pensamientos  mAs  o  menos  coherentes.
Bueno, ya estA, pensS, sin querer. La ruta estA abierta.
     Ahora  podMa  bajar. Pero  siempre era mejor,  por supuesto aguardar un
poco. Las pica  carnes suelen  ser traicioneras.  De  cualquier  modo  tenMa
algunas cosas en quI  pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a  hacerlo.  ¿Y  quI era  "pensar",  despuIs de todo?  Pensar  querMa  decir
encontrar  una  salida,  aclarar un engaYAo,  quitar la venda de  los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
     Bien. Monita, su padre...  Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos  malnacidos, que esos hijos  de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asM...  Quiero decir, si, lo es, pero  ¿quI  significa eso?  ¿QuI
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
     Un presentimiento terrible  lo dejS  helado. SalteS apresuradamente los
muchos argumentos que  aZn tenMa por delante y se dijo, enojado: AsM son las
cosas, Red, no podrAs salir de aquM mientras no lo hayas comprendido; caerAs
muerto aquM, junto  a la bola, para pudrirte en este  sitio, pero no saldrAs
de aquM.
     Dios,  ¿dSnde estAn las palabras, dSnde estAn mis pensamientos? (Se dio
una palmada  en la  cabeza)
momento, Kirill solMa decir algo asM.
     ¡Kirill!  EscarbS  febrilmente  entre  sus  recuerdos  y  las  palabras
subieron a  la superficie,  palabras  conocidas  o  desconocidas.  Pero nada
servMa  porque  Kirill no  habMa dejado  palabras  tras de sM.  HabMa dejado
imAgenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
     Perversidad y traiciSn. TambiIn esta vez  me  abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creMa antes y tampoco lo creo ahora. Y  no sI para quI
nace el hombre. Yo nacM. Por eso estoy aquM. La gente come lo que puede. Que
todos  nosotros  tengamos buena salud y que todos ellos se  vayan al diablo.
¿QuiInes somos  nosotros y quiInes son  ellos? No entiendo nada.  Si  yo soy
feliz,  Burbridge  no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a Il le van mal las cosas es
el Znico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglarA.
todo  es  una  larga  pelea!  Me  pasI  la  vida  peleando  con  el  capitAn
Quarterblad, y Il se pasa  la vida peleando con Ronco, y lo Znico que quiere
de mi  es que deje de merodear. Pero ¿cSmo voy a dejar de merodear  si tengo
que  alimentar una familia? ¿Que me consiga  un trabajo?  No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mM las cosas son  mAs
o menos asM:  cuando un  hombre trabaja con ustedes estA  siempre trabajando
para uno de ustedes y no es mAs que un esclavo. Y  yo siempre quise depender
de  mM mismo,  para  poder escupirles a todos en  la cara, para reMrme de su
aburrimiento y de su desesperaciSn.
     AcabS hasta las  heces del coYAac  y  arrojS  la petaca  vacMa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La  petaca rebotS, centelleando bajo el sol, y
saliS  rodando.  En  seguida  se olvidS  de  ella.  Se quedS  allM  sentado,
cubriIndose  los  ojos  con las  dos  manos, mientras intentaba,  ya  que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cSmo deberMan ser las cosas. Pero
no veMa mAs que las caras; caras, caras y  mAs  caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en  otros tiempos fueron seres humanos,  columnas de
cifras. SabMa que era necesario destruir todo eso, y querMa destruirlo, pero
adivinaba  que cuando  todo  eso desapareciera  no  quedarMa  sino la tierra
desnuda y seca.  En su frustraciSn,  en  su  desesperanza, sintiS  deseos de
recostarse contra la bola.
     Se  levantS,  se  sacudiS  automAticamente los pantalones e  iniciS  el
descenso hacia el fondo de la cantera.
     El  sol  ardMa. Ante  los  ojos le  bailaban  manchas  rojas y  el aire
temblaba en el  fondo  de la  cantera.  En aquella  reverberaciSn,  la  bola
parecMa  danzar en su sitio, como  una boya entre las olas. PasS junto  a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies,  con cuidado  de no
pisar  las  manchas.  Y  en  seguida,  hundiIndose entre el  pedregullo,  se
arrastrS a travIs de la cantera hacia la bola danzarina, guiYAadora.
     Estaba  cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrMo
le  recorrMa  el cuerpo.  Temblaba como  si  reciIn saliera  de  una  fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriAndole entre los dientes. HabMa
abandonado  todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una  y otra vez su
letanMa:
     Soy  un  animal,  ustedes  lo  saben.  No  tengo  palabras, no  me  las
enseYAaron.  No sI  cSmo se hace para pensar, porque los hijos de  puta no me
enseYAaron a  pensar. Pero  si  ustedes  son  en  verdad...  todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno,  adivMnenlo!
allM encontrarAn  cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! Averig|en ustedes quI es lo que deseo...
malo!  MaldiciSn,  no se me ocurre nada,  nada, salvo esas palabras  que  Il
dijo...




Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT
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