por los bolsillos. No me quedaba mAs remedio. - ¡DetIn la cabina! - ordenI a Kirill. il frenS inmediatamente. Buenos reflejos; me sentM orgulloso de Il. TomI a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mM y le lancI una trompada hacia el visor. Se le estrellS la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrI los ojos y quedS mudo. En cuanto callS volvM a oMrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirS con los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seYAa para que se estuviera quieto. Dios, por favor, quIdate quieto, no muevas un mZsculo. Pero Il tambiIn oMa el ruido y, como todos los novatos, sentMa la necesidad de hacer inmediatamente algo, cualquier cosa. - ¿Retrocedo? - susurrS. SacudM desesperadamente la cabeza y agitI el puYAo bajo su visera: ¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dSnde mirar: si al terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidI de todo. Sobre la montaYAa de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata, a mediodMa. CruzS por sobre el montMculo y avanzS, mAs y mAs, hacia nosotros, justo al lado del poste; quedS suspendido por un momento sobre la ruta (¿o era sSlo imaginaciSn mMa?), para deslizarse finalmente hacia el suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los automSviles, ¡Malditos tragalibros! ¿A quiIn se le ocurre trazar la ruta sobre el vaciadero de basuras? Y yo tambiIn, ¡quI inteligente! ¿En quI estaba pensando cuando me entusiasmI con ese mapa estZpido? - Despacio, adelante - indiquI a Kirill. - ¿QuI era eso? - SabrA el diablo. Era algo y ya no estA. Gracias a Dios. Y ahora cAllate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una mAquina, mi volante, nada mAs. De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado. - Suficiente. Ni una palabra mAs. Necesitaba otro trago. DIjenme que les diga algo: esos trajes de buceo eran una tonterMa. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y sobrevivirI a muchas mAs, pero sin un buen trago en el momento justo... ¡Bueno, ya basta! La brisa parecMa haberse calmado. No oMa nada amenazador. El Znico ruido era el ronroneo tranquilo y soYAoliento del motor. El sol estaba fuerte y hacMa mucho calor. Sobre el garaje pendMa una neblina. Todo parecMa andar bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaYAeros, en la Zona se puede respirar tambiIn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste 27; el cartel de metal tenMa un cMrculo rojo con el nZmero 27 dentro. Kirill me mirS, yo asentM y nuestra cabina se detuvo. Ya habMan caMdo los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo importante era mantener una calma absoluta. No habMa apuro. El viento habMa cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en donde Zalamero habMa estirado la pata; dentro habMa algo de color, tal vez sus ropas. Era una porquerMa, que en paz descanse: avaricioso, estZpido y sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no pregunta quiIn es bueno y quiIn es malo. AsM que gracias, Zalamero; eres un idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste para que los vivos supieran por dSnde no tenMan que pasar. Claro, nuestra mejor salida consistMa en llegar, al asfalto. El asfalto es liso y se puede ver todo lo que hay en Il; ademAs esa grieta la conozco bien. ¡Pero no me gusta el aspecto de esos dos montMculos! Entre ellos corrMa una lMnea recta hacia el asfalto. AllM estaban, muy pagados de sM, esperando. No, por allM no pasarMamos. Una de las reglas de todo merodeador aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha o a la izquierda. PasarMamos por sobre el montMculo izquierdo. Claro que yo no sabMa lo que habMa del otro lado. SegZn el mapa, nada, pero ¿quiIn confMa en los mapas? - Escucha, Red - susurrS Kirill -, ¿Por quI no saltamos por encima? Veinte metros hacia arriba, despuIs bajamos, y estaremos junto al garaje, ¿eh? - CAllate, abriboca - dije -, no me molestes. QuerMa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarMan siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por cualquier parte y no dejarMa ni un pedacito hZmedo de nosotros. Ya estaba hasta la coronilla de los arriesgados. il no puede esperar; saltemos, dice. Pero yo sabMa ya perfectamente cSmo llegar hasta el montMculo. DespuIs nos detendrMamos allM por un ratito a pensar el movimiento siguiente. TomI un puYAado de las tuercas y tornillos que tenMa en el bolsillo y se los mostrI a Kirill sobre la palma. - ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseYAaban en la escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revIs. ¡Mira! ArrojI la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo querMa. LlegS sin problemas. - ¿Viste eso? - ¿Y quI? - preguntS Il. - Nada de "y quI". Te preguntI si lo viste. - Lo vi. - Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde estA la tuerca; detente a medio metro. ¿Entendido? - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados? - Busco lo que debo buscar. Espera, arrojarI otra. Mira bien dSnde cae y no vuelvas a sacarle los ojos de encima. La segunda tuerca tambiIn cayS sin inconvenientes junto a la primera. - Vamos. Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada. ComprendMa bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para ellos lo mAs importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no encontrS el nombre tenMa un aspecto lamentable, era un verdadero idiota. Pero ahora tenMa una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendMa todo y la vida era unas pascuas. Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera. Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba de puros nervios; se sentMa encerrado, pobre tipo. Pero le harMa bien. BajarMa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojI la cuarta tuerca su trayectoria no me gustS del todo. No habrMa podido explicar quI andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujetI a Kirill por la mano. - Quieto - dije -. No te muevas ni un centMmetro. TomI otra y la lancI mAs alto y mAs lejos. ¡AllM estaba la roncha de mosquitos! La tuerca volS normalmente; parecMa caer sin problemas, pero a mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza que cuando aterrizS quedS hundida en la arcilla. - ¿Viste eso? - susurrI. - SSlo en las pelMculas - observS, estirAndose tanto para ver que tuve miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres? Era triste y divertido. ¡Una! ¡Como si con una bastara! Oh, la ciencia. ArrojI otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de mosquito. Para ser sincero habrMa alcanzado con siete, pero lancI uno mAs, bien hacia el medio, para que Il pudiera disfrutar con su concentrado. Se estrellS en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruYAS de gusto. - Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien, te estoy marcando el camino, asM que no lo pierdas de vista. AsM dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montMculo. Era tan pequeYAo que parecMa un sorete de gato. Hasta entonces yo no habMa reparado en Il. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montMculo. El asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veMa cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantAnea. Bueno, con arrojar una tuerca podrMamos seguir. No pude arrojar esa tuerca. No entendMa lo que me pasaba, pero no podMa decidirme a arrojarla. - ¿QuI pasa? - preguntS Kirill -. ¿Por quI no seguimos? - Espera - dije -. CAllate. HabMa pensado arrojar la tuerca para que avanzAramos tranquilamente, como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En treinta segundos podMamos llegar al asfalto. ¡Y de pronto empecI a sudar! El sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podMa arrojar la tuerca hacia allM. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era mAs larga y habMa un montSn de guijarros poco simpAtico. Hacia allM sM, pero no hacia adelante; por nada del mundo. ArrojI la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar la cabina y avanzS hacia ella. DespuIs me mirS. Debo haber tenido bastante mala cara, porque en seguida apartS la vista. - EstA bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo. Y lancI la Zltima tuerca hacia el asfalto. A partir de ese momento fue mucho mAs fAcil. EncontrI la grieta; estaba limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limitI a observarla, con silencioso regocijo. Nos levS hasta las puertas del garaje mejor que cualquier poste, cualquier seYAal. OrdenI a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echI de panza al suelo y mirI hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del sol no me dejS ver nada. SSlo negrura. DespuIs mis ojos se fueron acostumbrando. Vi entonces que nada habMa cambiado en el garaje desde la Zltima vez. El camiSn de la basura seguMa aZn estacionado sobre la fosa, en perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el piso de cemento, tal vez porque en la fosa no habMa demasiada jalea de brujas y no habMa salpicado hacia afuera desde la Zltima vez. SSlo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de las latas, se veMa algo plateado. Eso no estaba allM antes. Bueno, habMa algo plateado, y quI. ¡No Mbamos a volvernos sSlo por eso! No tenMa ningZn brillo especial; relucMa un poquito, suave, tranquilamente. Me levantI, me cepillI la ropa y echI una mirada a mi alrededor. AllM estaban los camiones, en el baldMo, siempre como nuevos. Hasta parecMan mAs nuevos que la Zltima vez, Y el camiSn de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado, listo para caerse a pedazos. AllM estaba tambiIn la cubierta, como ellos lo tenMan indicado en el mapa. No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien; tenMamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venMa hacia nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecMa bien; podMamos empezar el trabajo. Pero esa cosa plateada que brillaba allA atrAs, ¿quI era? ¿ImaginaciSn mMa, no mAs? SerMa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por quI ese resplandor por sobre las latas, por quI no estaba entre ellas, por quI la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habMa dicho algo sobre las sombras: que eran extraYAas, pero no peligrosas; algo pasa aquM con las sombras. Pero ¿quI era ese brillo plateado? ParecMa una telaraYAa de las que suele haber en los Arboles de los bosques. ¿QuI clase de araYAa podrMa haber tejido su tela allM? Nunca habMa visto bichos en la Zona. Lo peor era que mi vacMo estaba precisamente allM, a dos pasos de las latas. TendrMa que haberlo robado la Zltima vez, y entonces ahora no estarMa pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. DespuIs de todo el degenerado estaba lleno; lo levantI sin dificultad, pero eso de llevarlo sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca anduvieron con un vacMo a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez litros de agua sin balde. Ya era hora de ponerse en marcha. TenMa ganas de un trago. Me volvM hacia Tender. - Kirill y yo vamos a entrar al garaje. QuIdate aquM y no toques los mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en llamas aquM mismo. Si te acobardas te espero a la salida. AsintiS seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". TenMa la nariz como una ciruela; mi trompada habMa sido fuerte de veras. BajI cuidadosamente las sogas de emergencia, observI una vez mAs aquel resplandor plateado, hice seYAas a Kirill y comencI a bajar. Una vez en el asfalto esperI a que Il descendiera por la otra soga. - No te apures - le dije -. No nos corre nadie. Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las cuerdas culebreAndonos bajo los pies. Tender asomS la cabeza por encima del riel y nos mirS con ojos llenos de desesperaciSn. Era hora de ponerse en marcha. - SMgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de mi espalda y mantente alerta. AvancI. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor. ¡Es muchMsimo mAs fAcil trabajar a la luz del dMa que de noche! Recuerdo que una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste, como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo parecMa mAs oscuro, malditas sean. ¡Ahora, en cambio, era jauja! Ya habMa acostumbrado los ojos a aquella luz lSbrega y podMa ver hasta el polvo en los rincones mAs oscuros. En verdad habMa algo plateado por allM; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. SM, parecMan una tela de araYAa; tal vez no fueran mAs que eso, pero era mejor no acercarse. Fue entonces cuando cometM mi error. TendrMa que haberme detenido, con Kirill bien al lado, esperar a que Il tambiIn acostumbrara los ojos a la penumbra y entonces seYAalarle la telaraYAa. SeYAalArsela. Pero estaba habituado a trabajar solo. Vi lo que debMa ver y me olvidI de Kirill. Di un paso hacia el interior y me dirigM en lMnea recta hacia las latas. Me inclinI sobre el vacMo. En Il parecMa no haber ninguna telaraYAa. LevantI un extremo y dije a Kirill: - Agarra de ahM y no lo dejes caer; es pesado. LevantI la vista y sentM que algo me apretaba la garganta. No pude abrir la boca. QuerMa gritar: "¡Quieto! ¡No te muevas!", pero no pude. Tal vez de cualquier modo no habrMa tenido tiempo, pues todo ocurriS demasiado rApido. Kirill se acercS al vacMo, de espaldas a las latas, y apoyS toda la espalda en la telaraYAa plateada. CerrI los ojos; quedI aturdido; no oM mAs que el ruido de la telaraYAa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y dIbil. AsM estaba todavMa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las piernas, cuando Kirill hablS: - Bueno, ¿lo llevamos? - Vamos. Levantamos el vacMo y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba difMcil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender se estirS para tomarlo. - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos... - No - interrumpM -. Esperemos un segundo. Primero dIjalo en el suelo. Lo dejamos. - Date vuelta. Quiero verte la espalda. Se volviS sin decir palabra. MirI; no tenMa nada allM. Lo hice girar para aquM y para allA, pero no tenMa nada. VolvM los ojos hacia las latas; allM tampoco habMa nada. - Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la telaraYAa? - ¿QuI telaraYAa? ¿DSnde? - Bueno, tuvimos suerte. Sin embargo pensaba: "En realidad todavMa no se puede saber". - De acuerdo. Levantemos esto. Metimos el vacMo en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se moviera. AllM estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacMo, sino algo asM como un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos un rato mAs antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin mAs vueltas. ¡QuI fAcil era todo para los cientMficos! Para empezar trabajaban a la luz del dMa. AdemAs, lo Znico bravo era entrar a la Zona, porque para regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo, un cursSgrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por donde vino. Mientras flotAbamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitiS todas las maniobras, deteniIndose por un momento para proseguir en cada cambio de direcciSn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas; podrMa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana. Mis novatos estaban eufSricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados, prActicamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta el garaje. Kirill me tironeS de la manga y comenzS a explicarme el fenSmeno de la graviconcentraciSn, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse en lMnea, pero no a la fuerza. Les contI, tranquilamente, de todos los idiotas que reventaban en el camino de regreso. - Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon. Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron quI habla pasado con el petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sSlo pensaba en una cosa: cSmo iba a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero esa telaraYAa me seguMa brillando ante los ojos. Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los cientMficos lo llaman hangar mIdico) junto con la cabina. Nos baYAaron en tres tinas diferentes donde hervMan tres soluciones alcalinas; nos embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sI quI polvo y nos volvieron a lavar. DespuIs nos secaron y dijeron: - ¡Okey, muchachos, pueden irse! Tender y Kirill llevaban el vacMo. Eran tantos los que habMan venido a mirar que no se podMa caminar. ¡Muy tMpico! No hacMan mAs que mirar y gruYAir frases de bienvenida, pero ninguno tenMa el valor de tender una mano a los cansados hIroes. Bueno, eso no era cosa mMa. Ahora ya nada era de mi incumbencia. Me quitI el traje especial y lo tirI al suelo (que los malditos sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrI en uno de los cubMculos, busquI mi petaca, desenrosquI la tapa y me prendM a ella como una lamprea. DespuIs me sentI en el banco, con las rodillas vacMas, la cabeza vacMa, el alma vacMa. Tragaba ese lMquido fuerte como si fuera agua. VivMa. La Zona me habMa dejado salir. Me habMa dejado salir, la puta. Esa maldita y traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabMan apreciarlo, sSlo un merodeador sabMa lo que era eso. Las lAgrimas me corrMan por las mejillas, no sI si por los tragos o por quI. MamI de la petaca hasta dejarla seca. Yo estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzS para ese Zltimo sorbo que necesitaba. Pero eso se podMa arreglar. Todo se podMa arreglar ahora. Vivo. EncendM un cigarrillo, y mientras fumaba, allM sentado, sentM que todo andaba bien. Entonces me acordI de la bonificaciSn. isa era una de las grandes ventajas que tenMamos en el Instituto; podMa ir ya mismo a retirar el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allM, a las duchas. EmpecI a desvestirme lentamente. Me quitI el reloj y comprobI que habMamos pasado cinco horas en la Zona. ¡Dios mMo, cinco horas! Me estremecM. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo. Pero pensAndolo bien, ¿quI son cinco horas para un merodeador? Un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos dMas? Cuando uno no logra salir en una noche tiene que pasarse todo el dMa de cara contra el suelo. Ni siquiera reza; murmura, nomAs, delirando; no sabe si estA muerto o vivo. Al llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la patrulla con el botMn. AllM estAn los guardias, con las ametralladoras. Y esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza la idea de que uno estI contaminado. Lo Znico que quieren es liquidarlo, directamente, y para eso llevan todas las de ganar: ¡a ver quiIn puede probar que lo mataron ilegalmente! AsM que uno vuelve a enterrar la cara en el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y allM estA el botMn, al lado, y no sabemos si estA allM, nomAs, o si nos estA matando lentamente. TambiIn se puede terminar como Nudillos Itzak, que se empantanS al alba entre dos fosas. No podMa avanzar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Dispararon contra Il durante dos horas, pero no pudieron acertarle. Durante dos horas Il se fingiS muerto. Gracias a Dios, al fin le creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despuIs de eso; ni siquiera lo reconocM. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguMa siendo humano. Me sequI las lAgrimas y abrM la canilla; para ducharme por largo rato. Primero con agua caliente, despuIs con frMa, despuIs otra vez con caliente. UsI una barra entera de jabSn. Al final me aburrM y cerrI la ducha. Alguien estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba. - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez! ¡AquM fuera se huele a plata! Plata. Eso nunca viene mal. AbrM la puerta. AllM estaba Il, medio desnudo, en calzoncillos. ParecMa en Ixtasis; toda su melancolMa habMa desaparecido. - Toma - dijo, entregAndome el sobre -. De parte de la humanidad agradecida. - Me cago en tu humanidad. ¿CuAnto hay? - Teniendo en cuenta tu coraje mAs allA del deber y como excepciSn, ¡dos meses de sueldo! - SM, ganando dinero asM yo podMa vivir tranquilamente. Si pudiera cobrar dos meses de sueldo por cada vacMo habrMa mandado al diablo a Ernest hace mucho tiempo. - Bueno, ¿estAs contento? - preguntS Kirill. Por su parte, estaba radiante, feliz; sonreMa de oreja a oreja. - No estA mal. ¿Y tZ? il no respondiS. Se prendiS a mi cuello, me apretS contra su pecho sudoroso y en seguida me apartS de un empujSn. DesapareciS en la ducha de al lado. - ¡Eh! - lo llamI a gritos -. ¿CSmo estA Tender? LavAndose los calzoncillos, supongo. - Nada de eso. Tender estA rodeado de periodistas. TendrMas que verlo. Se ha convertido en un personaje importantMsimo. EstA explicAndoles autenticadamente... - ¿CSmo es que les estA explicando? - Autenticadamente. - EstA bien, seYAor. La prSxima vez vendrI con el diccionario, seYAor. Y en ese momento sentM como un shock elIctrico. - Espera, Kirill. Ven aquM. - Estoy desnudo. - Vamos, ven. No soy una damisela. SaliS. Lo tomI por los hombros y lo puse de espaldas a mM. Nada. Ya podMa haberlo imaginado. TenMa la espalda limpia; las gotitas de sudor se estaban secando. - ¿QuI tienes con mi espalda? Le di una patada en el traste desnudo, volvM a mi cubMculo y cerrI la puerta. ¡Malditos nervios! Primero habMa estado viendo cosas raras allA; ahora las veMa aquM. ¡Al diablo con todo! Esa noche me iba a emborrachar. Lo que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la mesa. - Kirill - gritI -, ¿irAs al Borscht esta noche? - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". CuAntas veces tengo que repetMrtelo. - QuI importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres. ¿Vas o no? Me encantarMa ganarle a Richard. - Oh, no sI, Red. TZ, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos traMdo. - Y tZ sM, supongo. - Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez, sabemos para quI sirven los vacMos; si mi brillante idea funciona, voy a escribir una monografMa y te la dedicarI personalmente: "A Redrick Schuhart, honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud". - SM, y me mandarAn a la sombra por dos aYAos. - Pero quedarAs en los anales de la ciencia. Le llamarAn "la jarra de Schuhart". ¿QuI te parece cSmo suena? Mientras bromeAbamos me vestM y puse la petaca vacMa en el bolsillo; despuIs contI mi dinero y me retirI. - Buena suerte, alma complicada. No respondiS. El agua hacMa muchMsimo ruido. En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un pavo, rodeado de compaYAeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos, que reciIn acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin parar. - La tecnologMa de que gozamos - decMa el muy charlatAn - permite contar con una garantMa casi absoluta de seguridad y de Ixito. En ese momento, al verme, se sofrenS un poquito. SonriS y me saludS con pequeYAas sacudidas de mano. "Bueno, serA mejor que desaparezcamos", pensI. SeguM en lMnea recta hacia la puerta, pero ya me habMan pescado. En seguida oM pasos tras de mM. - ¡SeYAor Schuhart, seYAor Schuhart! ¡Unas palabritas sobre el garaje! - No habrA declaraciones. EchI a correr, pero no habMa forma de escaparse. TenMa un tipo con un micrSfono a la derecha y otro con una cAmara a la izquierda. - ¿HabMa algo extraYAo en el garaje? ¡Dos palabras, no mAs! - No habrA declaraciones - repetM, tratando de poner la nuca hacia la cAmara -. Es un garaje, nada mAs. - Gracias. ¿QuI le parecen las turboplataformas? - Maravillosas. EmpecI a correrme hacia el baYAo de caballeros. - ¿QuI Piensa de la VisitaciSn? - Pregunte a los cientMficos - respondM, deslizAndome tras la puerta del baYAo. OM que rascaban la puerta y gritI: - Les recomiendo efusivamente que pregunten al seYAor Tender por quI razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para sacar el tema, pero fue nuestra aventura mAs interesante. Salieron a la disparada por el corredor, mAs veloces que caballos de carrera. AguardI un minuto. Silencio, SaquI la cabeza. Nadie. Entonces proseguM tranquilamente mi camino, silbando una melodMa. BajI el vestMbulo, mostrI el pase al sargento polaco y vi que me hacMa la venia. Al parecer, yo era el hIroe de la jornada. - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido. ExhibiS tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los elogios. - Bueno, Red, usted es un hIroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo - dijo. - AsM que ahora tendrA algo que contar a las chicas cuando vuelva a Suecia. - ¡QuI le parece! ¡CaerAn en mis brazos como moscas! Supongo que tiene razSn, A decir verdad no me gustan los tipos altos y de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por quI. La estatura no es lo mAs importante. Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no habMa nadie por ahM. De pronto sentM ganas de encontrarme con Guta en ese mismo instante, en ese mismo lugar. AsM nomAs, mirarla y tenerla de la mano por un rato. DespuIs de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa: tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se comenta sobre cSmo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quiIn le hacMa falta estar con Guta? ¡Lo que me hacMa falta era una botella, por lo menos una botella de algo fuerte! PasI junto a la playa de estacionamiento. AllM habMa un puesto de control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de policMas con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no habMa forma de pasar. SeguM caminando con los ojos bajos, porque no me convenMa verlos en ese momento, a la luz del dMa. Entre ellos habMa dos o tres personajes que tenMa miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera ¡pobres de ellos! Era una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el Instituto; de lo contrario, por Dios, habrMa descubierto a esas vMboras para liquidarlas definitivamente. Me abrM paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando oM que alguien gritaba: - ¡Eh, merodeador! Bueno, eso no tenMa nada que ver conmigo, asM que no me detuve; seguM caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me alcanzS y me tomS por la manga. Me sacudM aquella mano; volviIndome a medias hacia el hombre, dije cortIsmente: - ¿QuI diablos estA haciendo, seYAor? - Un momento, merodeador - dijo Il -. Dos preguntas, no mAs. Lo mirI fijamente. Era el capitAn Quarterblad, un viejo amigo. Estaba deshidratado y medio amarillento. - ¡Ah, mis saludos, capitAn! ¿CSmo anda su hMgado? - No trates de zafarte charlando, merodeador - replicS, enojado, sin quitarme los ojos de encima -. SerA mejor que me digas por quI no te detuviste en seguida cuando te llamI. DetrAs de Il habMa dos cascos azules con las manos en las pistoleras. No se les veMan los ojos; sSlo las mandMbulas moviIndose bajo los cascos. ¿De quI parte del CanadA traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allA? Por lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del dMa, pero aquellos escuerzos podMan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada. - ¿Me llamaba a mM, capitAn? - exclamI -. Me pareciS que llamaba a algZn merodeador. - ¿Y vas a decirme que tZ no lo eres? - Cuando terminI el tiempo que me dieron gracias a usted, capitAn, me enderecI. AbandonI el merodeo. Gracias a usted abrM los ojos, si no hubiera sido por usted... - ¿QuI estabas haciendo en el Area de Prezona? - ¿CSmo quI estaba haciendo? Trabajo allM. Desde hace dos aYAos. Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaciSn mostrI mis papeles al capitAn Quarterblad. TomS mi libreta y la revisS pAgina por pAgina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviS lo hizo con gran placer. TenMa color en las mejillas y brillo en los ojos. - PerdSname, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver que no echaste en saco roto mis consejos. ¡Vaya, esto es maravilloso! No sI si me creerAs, pero hasta en aquel momento yo sabMa que terminarMas enderezAndote. No podMa creer que un tipo como tZ... SiguiS y siguiS, como si fuera un disco. Al parecer me habMa echado encima otro melancSlico curado. Lo escuchI, por supuesto, con los ojos bajos en seYAal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con inocencia; si mal no recuerdo tambiIn restreguI tMmidamente los pies contra la acera. Los gorilas que custodiaban al capitAn escucharon un poco, pero en seguida se aburrieron y buscaron un lugar mAs interesante. Mientras tanto, el capitAn seguMa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciSn era luz; la ignorancia, oscuridad; el SeYAor ama y aprecia a los trabajadores honestos, etcItera, etcItera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura en la prisiSn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podMa esperar. "Bueno, me dije, tendrAs que pasar tambiIn por esto. No hay mAs remedio, asM que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira, ya estA perdiendo el aliento. QuI suerte, se detiene" Uno de los patrulleros empezS a hacer seYAales. El capitAn mirS hacia allA con un suspiro de fastidio y me tendiS la mano. - Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seYAor Schuhart. Me habrMa gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo prohibiS el mIdico, pero me habrMa gustado tomar una cerveza contigo. Pero el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar. Dios no lo permita. Pero le estrechI la mano, me ruboricI y volvM a restregar el pie, todo como Il querMa. Al fin me dejS ir. SalM como bala hacia el Borscht. A esa hora del dMa el Borscht estA siempre vacMo. DetrAs del mostrador estaba Ernest, secando vasos y mirAndolos a trasluz. A propSsito, es extraYAo que cuando uno entra los barman estIn siempre secando vasos como si de ello dependiera su salvaciSn. il se pasa el dMa asM: levantar un vaso, mirarlo de reojo, sostenerlo a la luz, empaYAarlo con el aliento y frotar. Frota y frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato. - ¡Hola, Ernie! Deja eso en paz. Le harAs un agujero de tanto frotarlo. Me mirS a travIs del vidrio, murmurS algo incomprensible y sin decir una palabra me sirviS cuatro dedos de vodka. Yo trepI a un taburete, tomI un trago, hice una mueca, sacudM la cabeza y tomI otro trago. La heladera ronroneaba, la vitrola automAtica tocaba algo suave y lento y Ernest trabajaba con otro vaso. Todo era paz. TerminI mi copa y la dejI sobre el mostrador. Ernest me sirviS en seguida otros cuatro dedos. - ¿Mejor? - murmurS -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador? - Sigue frotando, ¿quieres? SabrAs que un tipo frotS hasta que apareciS un genio. TerminS forrado en plata. - ¿QuiIn era? - PreguntS Ernest, suspicaz. - Otro barman de aquM. Antes de que vinieras. - ¿Y quI pasS? - Nada. Por quI crees que ocurriS esto de la VisitaciSn, fue de tanto que frotS. ¿QuiInes crees que eran los visitantes? - Eres un vago - replicS Ernie, aprobando. Fue a la cocina y volviS con un plato de salchichas asadas. Me puso el plato delante, me arrimS el ketchup y volviS a sus vasos. Ernest conoce su oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la Zona con botMn; sabe tambiIn quI es lo que un merodeador necesita despuIs de estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario. TerminI las salchichas, encendM un cigarrillo y empecI a calcular cuAnto podMa sacar Ernie con nosotros. No sI muy bien a cuAnto se venderA el botMn en Europa, pero dicen que un vacMo puede llegar casi a los dos mil quinientos; Ernie no nos da mAs que cuatrocientos. Las pilas, allA, cuestan al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquM y otra por allA... y el jefe de estaciSn tambiIn debe estar en la lista de pagos. PensAndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto mAs. Y si lo pescan son diez aYAos de trabajos forzados. En este punto un tipo muy cortIs interrumpiS mis honorables meditaciones. Yo ni siquiera lo habMa visto entrar. Se anunciS bien al lado mMo, pidiendo permiso para sentarse. - Por favor, no tiene por quI. Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moYAo. Su cara me parecMa conocida, pero no podMa ubicarlo. SubiS al lado y dijo a Ernest: - ¡Whisky canadiense, por favor! En seguida se volviS hacia mM. - Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto Internacional, ¿no? - SM. ¿Y usted? SacS rApidamente su tarjeta de presentaciSn y me la puso enfrente: "Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de EmigraciSn" Claro que lo conocMa. Es de los que joden a la gente para que salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la poblaciSn inicial de Harmont, quI pretenderA este tipo, limpiar la ciudad por completo. ApartI la tarjeta con la uYAa. - No, gracias. No tengo interIs. Mi sueYAo es morir en mi ciudad natal. - Pero ¿por quI? - GritS Il en seguida -. Perdone mi indiscreciSn, pero ¿quI lo retiene aquM? - ¿CSmo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La comisarMa, tan querida para mM. SaquI un paYAuelo muy usado y me sequI los ojos. - ¡No, no me irMa ni por todo el oro del mundo! il se echS a reMr, tomS un sorbito del whisky canadiense y respondiS pensativo. - No entiendo cSmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona estA a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcAn. PodrMa estallar una epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran quedarse, pero usted, ¿quI edad tiene usted? ¿VeintidSs, veintitrIs? ¿No se da cuenta de que la Oficina es una organizaciSn de caridad? No ganamos nada con esto. Lo Znico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantMa para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como usted, le pagamos estudios. No, no entiendo, - ¿Es decir que nadie quiere irse? - No tanto como nadie. Algunos se estAn yendo, sobre todo los que tienen familia. Pero los jSvenes y los ancianos... ¿QuI buscan aquM? Esto es un agujero, un pueblo de provincia. Entonces le contestI como merecMa. - ¡SeYAor Aloysius Maenaught! Usted tiene toda la razSn del mundo, Nuestra pequeYAa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que tenemos aquM. Me interrumpM en ese punto porque vi que Ernest me miraba atSnito. Me sentM incSmodo; por lo comZn no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con ellas. AdemAs todo eso me salMa medio raro. Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por mAs que yo dijera lo mismo no me salMa igual. Tal vez porque Kirill nunca le pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador. Ernie reaccionS velozmente y se apresurS a servirme seis dedos de combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seYAor Maenaught volviS a sorber su whisky. - Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero seYAor, ¿de veras cree que todo serA como usted dice? - Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En cuanto a mM: ¿quI tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren, lo sI bien. Se rompen el lomo todo el dMa y miran televisiSn toda la noche. - No es obligatorio que vaya a Europa. - Todo es igual, salvo que en la AntArtida hace frMo. Lo mAs asombroso es que yo creMa hasta con la panza todo lo que le estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces mAs querida que todas las Europas y las africas. Y todavMa no estaba borracho. Por un instante habMa imaginado cSmo tendrMa que volver a casa, arrastrAndome, con una manga de cretinos como yo; cSmo me empujarMan y me estrujarMan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo. - ¿Y usted? - preguntS el hombre a Ernest. - Yo tengo mi negocio - respondiS Iste, dAndose importancia -. No soy ningZn pobretSn. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el comandante de la base viene aquM de vez en cuando; un general, ¿quI le parece? ¿CSmo me voy a ir? El seYAor Aloysius Maenaught tratS de ganar algunos puntos citando muchas cifras. Pero yo no escuchaba. TomI un buen trago, bien largo saquI un montSn de cambio del bolsillo, me bajI del taburete y carguI la vitrola automAtica. Hay una canciSn allM que se llama "No vuelvas si no estAs seguro". Me causa un buen efecto despuIs de haber estado en la Zona. La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevI el vaso a un rincSn, donde esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo pasS volando, como un pAjaro. Cuando echaba el Zltimo centavo en el artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta para todos lados y buscaba dSnde poner el puYAo. Richard Noonan lo tenMa tiernamente por el codo y lo distraMa con chistes. ¡Linda pareja! Gutalin es un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas. - ¡Eh! - gritS Dick -. ¡