Îöåíèòå ýòîò òåêñò:


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     TÌtulo original: Piknik na obochone
     TraducciÑn: Edith Zilli
     © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
     © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
     Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
     ISBN 145026-78
     EdiciÑn electrÑnica de Sadrac Julio de 2000
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     Es preciso sacar bueno de lo malo,
     Pues es todo cuanto se puede hacer.
     Robert Penn Warren


     De la entrevista realizada por el  enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NÑbel de fÌsica 19..

     -  Tengo  entendido,  doctor  Pilman, que su  primer descubrimiento  de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
     -  No lo creo.  El Foco Irradiador de Pilman no fue el  primero, ni fue
importante; ni  siquiera fue un descubrimiento.  Por otra parte tampoco  fue
del todo mÌo.
     -  Debe estar  bromeando,  doctor. El Foco  Irradiador de Pilman es  un
concepto corriente hasta para los escolares.
     - Eso no me sorprende. SegÇn  algunas fuentes, el  Foco  Irradiador  de
Pilman fue  descubierto por  un escolar.  Por  desgracia no recuerdo cÑmo se
llamaba.  BÇsquelo en la  Historia de la VisitaciÑn, de  Stetson; allÌ  estÀ
descrito  con lujo  de  detalles.  èl sostiene  que el foco  irradiador  fue
descubierto  por  un  escolar, que  fue un  estudiante  universitario  quien
publicÑ las coordenadas, pero que por alguna razÑn desconocida, se le dio mi
nombre.
     -  SÌ,  con cualquier  descubrimiento pasan  cosas  sorprendentes.  ¿Le
molestarÌa explicar a nuestros oyentes de quÈ se trata, doctor?
     - El  Foco  Irradiador  de Pilman es  la  cosa  mÀs simple  del  mundo.
Supongamos  que hacemos girar un  globo enorme y disparamos balas contra Èl.
Los agujeros de esas balas quedarÀn marcados en  la  superficie en una suave
curva.  La  base  de  lo  que  para  usted  es mi primer  descubrimiento  de
importancia consiste en el simple hecho de que  las seis Zonas de VisitaciÑn
estÀn  dispuestas sobre  la  superficie  del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada  en algÇn punto
de la lÌnea Tierra-Deneb.  Deneb es la estrella Alfa en  la  constelaciÑn de
Cygnus. El  punto espacial del que provienen los disparos, por asÌ  decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
     -  Gracias,  doctor ¡Compaßeros harmonitas!
clara explicaciÑn de  lo que es el Foco Irradiador de  Pilman!  A propÑsito:
anteayer se cumplieron treinta aßos de la VisitaciÑn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
     - ¿Hay algo que le  interese en especial?  Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
     - Por  eso  mismo serÀ aÇn mÀs  interesante  saber  quÈ sintiÑ usted al
enterarse de  que  su  ciudad  natal  era el centro de una invasiÑn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
     - Para serle sincero,  al principio pensÈ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asÌ en nuestra pequeßa Harmont. HabrÌa sido mÀs
plausible en Gobi o en Terranova.
     - Pero al fin tuvo que creerlo.
     - Ah sÌ, al fin...
     - ¿Y entonces?
     -  De  repente  se me ocurriÑ  que Harmont y las otras  cinco  zonas de
VisitaciÑn... PerdÑn, me  equivoco: por entonces  habÌa  sÑlo  otras  cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriÑ que todas entraban en una leve curva. CalculÈ
las coordenadas y las enviÈ a Naturaleza.
     - ¿Y no se preocupÑ en ningÇn momento por la suerte de su ciudad natal?
     - La verdad  es  que  no. Vea, aunque yo habÌa  llegado a  creer en  la
VisitaciÑn, no  podÌa  convencerme  de  que habÌa  algo  de cierto  en  esos
informes  histÈricos  sobre  barrios incendiados,  monstruos  que  devoraban
selectivamente sÑlo a los viejos y a los  nißos, batallas sangrientas  entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
     -  TenÌa razÑn.  Si  mal  no  recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciÑn. Pero volvamos a la  ciencia. El  descubrimiento del
Foco  Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el Çltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciÑn.
     - El primero y el Çltimo.
     - Pero  sin duda  usted se mantendrÀ  muy al tanto de  la investigaciÑn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciÑn.
     - SÌ. De vez en cuando leo los Informes.
     - ¿Se refiere  a los Informes  del Instituto Internacional  de Culturas
Extraterrestres?
     - SÌ.
     -  En su opiniÑn, ¿cuÀl  ha  sido el  descubrimiento mÀs importante  en
estos Çltimos treinta aßos?
     - La VisitaciÑn en sÌ.
     - PerdÑn, no comprendo.
     - La VisitaciÑn, en sÌ, es el descubrimiento mÀs importante, no sÑlo de
los  Çltimos treinta aßos, sino de  toda  la  historia  de la Humanidad.  No
importa tanto saber  quiÈnes fueron esos  visitantes. No  importa  saber  de
dÑnde venÌan, por quÈ vinieron, por quÈ se quedaron tan poco tiempo ni dÑnde
estÀn desde que se fueron de aquÌ;  lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo:  no  estamos solos en  el  universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jamÀs tendrÀ la buena suerte de  hacer
un descubrimiento mÀs fundamental que Èse.
     - Lo  que usted dice es  fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me  referÌa   a  descubrimientos   y   progresos   de   Ìndole  tÈcnica.   A
descubrimientos y progresos que nuestros  cientÌficos  y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. DespuÈs de todo, muchos  cientÌficos famosos
han  sugerido  que los descubrimientos  hechos  en  las  Zonas de VisitaciÑn
podrÌan cambiar todo el curso de nuestra historia.
     -  Bueno,  yo  no  estoy  de  acuerdo con  esa  opiniÑn.  En  cuanto  a
descubrimientos,   especÌficamente   hablando,   no   caen  dentro   de   mi
especialidad.
     - Sin embargo usted, desde hace dos aßos, es asesor por el CanadÀ de la
comisiÑn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciÑn.
     -  SÌ,  pero no tengo nada  que ver  con  el  estudio de  las  culturas
extraterrestres.  En  la  ComisiÑn,  mis  colegas y  yo  representamos a  la
comunidad  cientÌfica  internacional  cuando  surgen  dilemas  al  poner  en
prÀctica  las  decisiones  de  las  Naciones  Unidas  con  respecto   a   la
internacionalizaciÑn de las  Zonas. Dicho en otros tÈrminos: nuestra funciÑn
es ver  que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
     - ¿Hay alguien mÀs que se interese por esos tesoros?
     - SÌ.
     -
     - No sÈ quÈ es eso.
     - AsÌ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al  alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiÑn.
     - Comprendo. Pero no, eso no estÀ dentro de nuestra jurisdicciÑn.
     - Por supuesto, es cosa de la policÌa. Pero me gustarÌa saber quÈ es lo
que cae dentro de su jurisdicciÑn, doctor Pilman.
     - Hay una constante  pÈrdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciÑn que  caen  en  manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pÈrdidas.
     - ¿PodrÌa explicarse mejor, doctor?
     - ¿Por quÈ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a  los oyentes  les
interesarÌa conocer mi opiniÑn sobre el incomparable Godi MÝller?
     -
cientÌfica. Como cientÌfico,  ¿no le gustarÌa tener un  contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
     - ¿CÑmo le dirÈ? Supongo que sÌ.
     - En ese caso, ¿podemos esperar  que un buen dÌa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
     - Puede ser.

     1. Redrick Schuhart,  veintitrÈs aßos, soltero, ayudante de laboratorio
en   la   divisiÑn   Harmont   del  instituto  internacional   de   culturas
extraterrestres.

     La noche  anterior,  Èl  y  yo  estuvimos  en  el  depÑsito. Ya  estaba
anocheciendo; yo  podÌa tirar el guardapolvo e ir a  Borscht, a echar  una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguÌa  allÌ, sosteniendo  la
pared, con el  trabajo  terminado y un  cigarrillo en la  mano.  Me morÌa de
ganas  de fumar; hacÌa dos horas que no echaba una pitada. Y Èl no dejaba de
dar  vueltas con todo aquello. Ya habÌa llenado, cerrado y  sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la  otra; sacaba los vacÌos del transportador,
los  examinaba uno  por uno  desde  todos  lados (y  eran bien pesados,  los
malditos;  como  siete  kilos  cada  uno)   y  despuÈs   volvÌa  a  ponerlos
cuidadosamente en el estante.
     Se habÌa pasado la vida peleando con esos vacÌos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni  para  sÌ.  En su lugar  yo habrÌa
mandado todo  al diablo desde hacÌa  rato  para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo  mismo. Claro que  si uno  lo piensa  bien, un vacÌo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrÌa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme  cada vez que veo uno.  Son sÑlo dos
discos de cobre, del tamaßo  de un platito  y de medio centÌmetro de grosor,
mÀs o  menos, separados por  una distancia de  cuarenta y cinco centÌmetros.
Nada  mÀs.  Nada, absolutamente, sÑlo espacio vacÌo. Uno puede pasar la mano
por  el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo  deja tan fuera de combate;
no hay mÀs  que vacÌo  y vacÌo; aire  puro.  Claro,  tiene que  haber alguna
fuerza  entre los  dos,  segÇn  creo,  porque  no  se  los  puede  juntar ni
separarlos mÀs de lo que estÀn.
     La verdad, compaßeros, es difÌcil describÌrselos  a  alguien que no los
haya visto.  Son  demasiado  simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno  termina retorciÈndose  los  dedos  y diciendo  malas  palabras  por  la
frustraciÑn.  Okey, supongamos que lo han entendido; para  los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier nÇmero hay un artÌculo
sobre los vacÌos, con fotos y todo.
     Kirill llevaba casi un  aßo rompiÈndose los  sesos con  los vacÌos,  yo
habÌa trabajado con Èl desde el principio, pero todavÌa no estaba muy seguro
de  lo que querÌa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba  mucho por
descubrirlo. Que primero  lo descubriera  Èl solo;  despuÈs,  a lo mejor, yo
harÌa  la  prueba.  Por  el  momento  sÑlo entendÌa una cosa:  Kirill querÌa
averiguar, a  toda  costa, cÑmo funcionaban esos  vacÌos;  los perforaba con
Àcidos, los estrujaba  en  la prensa, los  ponÌa a  fundir en el  horno. AsÌ
comprenderÌa todo y  lo  llenarÌan de  vÌtores y  de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerÌa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavÌa no habÌa  llegado a  nada y ya  estaba  agotado. Andaba  como gris y
callado, con ojos de perro enfermo,  hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de  otro, yo lo habrÌa emborrachado de lo  lindo y lo habrÌa puesto en manos
de  alguna chica experta para  que lo desenredara.  Y a la maßana  lo habrÌa
vuelto a  emborrachar y a  mandarlo  con  otra fulana.  En  un semana,
nuevo!: los  ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servÌan. Ni siquiera valÌa la pena sugerirlo: no era de esos.
     AsÌ  que estÀbamos en el depÑsito.  Yo  lo  observaba,  viendo  quÈ mal
andaba, cÑmo se le habÌan hundido los ojos, y sentÌ mÀs lÀstima por Èl de la
que habÌa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidÌ... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
     - Oye - dije -, Kirill...
     AllÌ  estaba,  con  el Çltimo  vacÌo en la balanza,  como  si estuviera
dispuesto a trepar sobre Èl.
     - EscÇchame - dije -.
eh?
     - ¿Un vacÌo lleno? - replicÑ, con cara de no entender.
     - SÌ, Tu trampa hidromagnÈtica, cÑmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
     Vi que empezaba a entender. Me  mirÑ, parpadeÑ, y un destello de razÑn,
como a Èl le gustaba decir, surgiÑ tras las lÀgrimas de perro.
     - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como Èste, pero lleno?
     - SÌ, eso es lo que digo.
     - ¿DÑnde?
     Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
     - Vamos a fumar un cigarrillo.
     MetiÑ el vacÌo en la  caja  fuerte,  golpeÑ  la puerta con fuerza y  la
cerrÑ con  tres vueltas  y media de llave; despuÈs volvimos al  laboratorio.
Ernest paga  cuatrocientos  al  contado por  un vacÌo vacÌo;  podrÌa haberle
sacado hasta la Çltima gota de jugo por uno lleno, grandÌsimo hijo  de puta;
pero crÈase o no, ni siquiera me pasÑ por la cabeza, porque Kirill volvÌa  a
la vida ante mis ojos. BajÑ los  escalones de a cuatro  por vez, sin dejarme
siquiera terminar  el  cigarrillo. Le contÈ todo: cÑmo era,  dÑnde  estaba y
cuÀl era la mejor  manera de llegar  hasta allÌ.  èl sacÑ un  mapa, buscÑ la
ubicaciÑn del  garaje y me lo  indicÑ con el dedo, Inmediatamente se imaginÑ
que era yo, por supuesto; ¿cÑmo no iba a entender?
     - QuÈ perro eres - dijo,  sonriendo  -.  Bueno,  vamos  a  buscarlo. Lo
primero que haremos a la maßana. PedirÈ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
     - De acuerdo - dije -. ¿QuiÈn serÀ el tercero?
     - ¿Para quÈ queremos un tercero?
     - Oh, no - exclamÈ -. èste no es un picnic con seßoritas. ¿Y si te pasa
algo? EstÀ en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
     èl soltÑ una risa breve y se encogiÑ de hombros.
     - Como quieras. Sabes mÀs que yo de esto.
     ¡SÌ, seguro! Claro  que sÑlo estaba tratando de seguirme la  corriente.
Por lo que a Èl  concernÌa, el  tercero no harÌa mÀs que estorbar. Si Ìbamos
los dos solos todo saldrÌa bien. nadie sospecharÌa nada sobre mÌ. Pero habÌa
un inconveniente: los  del Instituto no entraban  de a dos en la  Zona.  Las
reglas indican que dos  trabajen mientras un  tercero  mira, para que  pueda
hablar cuando le pregunten, mÀs tarde.
     - Por mi parte llevarÌa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo  mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
     - No -  dije -. Cualquiera  menos Austin. Puedes  llevar a  Austin otra
vez, ¿eh?
     Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardÌa, pero
creo que estÀ condenado. Era algo que no podÌa explicar a  Kirill,  pero  lo
sentÌa. El  hombre  cree que conoce  y  entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que  pronto  va a  estirar la  pata.  Que  vaya,  pero no conmigo,
gracias.
     - Bueno, estÀ bien. ¿QuÈ te parece Tender?
     Tender era su segundo ayudante. Uno  de esos tipos callados. que no  se
meten con nadie.
     - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
     - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
     - Bueno. Llevemos a Tender.
     Mientras Èl  se abocaba  al estudio del  mapa, yo  fui  directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenÌa la garganta seca.
     A la maßana lleguÈ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y  mostrÈ el pase. El guardia de  turno era ese polaco larguirucho al que le
rompÌ el alma el aßo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
     -
     Lo parÈ en seco, muy cortÈsmente.
     -  ¿QuÈ  es eso de  "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbÈcil.
     -
     Yo estaba muy nervioso  por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantÈ por la correa del pecho y le dije claramente quÈ
opinaba de Èl y de quiÈn descendÌa por la rama materna. EscupiÑ en el suelo,
me devolviÑ el pase y dijo, sin mÀs amabilidades:
     - Redrick Schuhart, tiene Ñrdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capitÀn Herzog.
     - AsÌ  me gusta  mÀs  - dije -.  Por  ahÌ andamos. Siga  es forzÀndose,
sargento; aÇn puede llegar a teniente.
     Pero  mientras  tanto  pensaba quÈ novedad era aquÈlla.  ¿Para  quÈ  me
querrÌa el  capitÀn Herzog  durante el  horario de trabajo?  Bueno, fui y me
presentÈ.
     Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las  ventanas,  justo  como  una  comisarÌa.  Willy   estaba  sentado  a  su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a  mÀquina no sÈ quÈ jerigonza. Un
sargentito revolvÌa el  interior  del archivo metÀlico,  en  el rincÑn;  era
nuevo; yo no lo conocÌa. En el Instituto hay mÀs sargentos que en el cuartel
de policÌa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
     - Hola - dije -. ¿Me llamaba?
     Willy me mirÑ sin verme, se apartÑ de la  mÀquina de escribir,  dejÑ un
pesado archivo sobre el escritorio y empezÑ a revisar el contenido.
     - ¿Redrick Schuhart?
     - El mismo - respondÌ.
     Por dentro me subÌa una risa nerviosa  todo era muy  extraßo. No  podÌa
evitarlo:
     - ¿CuÀnto hace que estÀ en el Instituto?
     - Dos aßos y pico.
     - ¿Tiene familia?
     - Soy solo - respondÌ -. HuÈrfano.
     En seguida se volviÑ hacia el sargento y ordenÑ, en tono severo:
     -  Sargento Lummer,  vaya a  los archivos  y  traiga la carpeta  nÇmero
ciento cincuenta.
     El sargento hizo la venia y desapareciÑ. Mientras tanto  Willy cerrÑ el
archivo con un golpe y preguntÑ, ceßudo:
     - ¿Ha vuelto a las andadas?
     - ¿QuÈ andadas?
     - Ya sabe a quÈ andadas  me  refiero. AquÌ  hay informaciÑn nueva sobre
usted.
     "AjÀ", pensÈ.
     - ¿De dÑnde?
     èl frunciÑ el ceßo y golpeÑ la pipa contra el cenicero, irritado.
     - Eso no le importa - dijo -. Se  lo  advierto  como si fuera un  viejo
amigo: deje eso, dÈjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsarÀn del  Instituto definitivamente,
entiÈndalo.
     - Entiendo - dije -. Eso  lo entiendo. Lo que no entiendo  es quiÈn fue
el malnacido que pasÑ el dato.
     Pero  ya  habÌa  dejado de mirarme;  seguÌa chupando  la pipa  vacÌa  y
hojeando  las fichas del  archivo.  Con  eso estoy diciendo  que el sargento
Lummer habÌa vuelto trayendo la carpeta nÇmero ciento cincuenta.
     -  Gracias Schuhart  - dijo  el capitÀn  Willy Herzog, tambiÈn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querÌa aclarar. Puede irse.
     VolvÌ al vestuario, me puse el  guardapolvo  y me animÈ. No podÌa dejar
de  pensar  en  quiÈn  habrÌa  pasado  los rumores. Si provenÌan  del  mismo
instituto eran todas mentiras,  por fuerza, porque allÌ nadie  sabÌa nada de
mÌ ni habÌa  forma de que  lo  supieran.  Si era  un informe  de la policÌa,
tambiÈn: ¿quÈ  podÌan  saber,  salvo  mis  viejos pecados?  Tal  vez  habÌan
atrapado  a  Cuervo.  Ese  hijo  de perra  habrÌa vendido hasta la madre por
salvar  el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabÌa nada de mÌ. PensÈ y pensÈ,
sin llegar  a nada grato. Al  final  entrado por Çltima vez  en  la Zona, de
noche; ya me habÌa decidido a mandar todo al diablo. HacÌa ya tres meses que
habÌa desprendido de casi todo el botÌn y el  dinero se me estaba  acabando.
Si no me habÌan pescado con  la  mercaderÌa  en las manos,  menos lo  harÌan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
     Pero en ese momento, justo cuando me dirigÌa hacia las escaleras, se me
iluminÑ repentinamente la cabeza,  y tan claramente que volvÌ al  vestuario,
me sentÈ y encendÌ  otro cigarrillo. Eso significaba que  no podÌa ir  a  la
Zona  ese dÌa. Ni  al siguiente, ni dos  dÌas despuÈs. Significaba  que esos
escuerzos me tenÌan otra vez entre ojos, que no me habÌan olvidado; o, si me
habÌan  olvidado,  alguien   se   encargaba  de   hacerles  acordar.  NingÇn
merodeador, a menos  que estuviera completamente chiflado, se arrimarÌa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revÑlver a la espalda.  Lo que me
hubiera  convenido en ese momento  habrÌa  sido esconderme en el  rincÑn mÀs
oscuro.  ¿Zona? ¿QuÈ  Zona?
quÈ  tienen  que  ninguna  Zona,  ni  molestar  a  un  honrado  ayudante  de
laboratorio?
     Lo pensÈ bien y decidÌ, casi con alivio, que ese dÌa no irÌa a la Zona.
Pero ¿cuÀl era la mejor manera de decÌrselo a Kirill?
     Se lo dije directamente.
     - No voy a la Zona. ¿QuÈ instrucciones tienes para darme?
     Al principio  me  mirÑ con ojos  de huevo  duro, por  supuesto. DespuÈs
pareciÑ entender. Me agarrÑ por el codo  para llevarme a su pequeßa oficina,
me hizo  sentar  ante el  escritorio y Èl  se instalÑ  en el antepecho de la
ventana,  frente a  mÌ. Encendimos  los  cigarrillos.  Silencio.  Al fin  me
preguntÑ, como con cautela:
     - ¿PasÑ algo, Red?
     ¿QuÈ iba a decirle?
     -  No. No pasÑ nada. Ayer perdÌ veinte al pÑker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
     - Un momento - interrumpiÑ -. ¿Has cambiado de idea?
     La tensiÑn me hizo soltar un ruido ahogado.
     - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
     Se quedÑ  tieso.  Puso  otra vez  aquella  cara patÈtica, con  ojos  de
caniche enfermo, Se  estremeciÑ, encendiÑ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
     - Puedes confiar en mÌ, Red. No le dije una palabra a nadie.
     - Por supuesto, nadie habla de ti.
     - Ni siquiera hablÈ todavÌa con Tender. Hice  extender un pase a nombre
de Èl, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
     No  dije  nada  y seguÌ  fumando. Era extraßo y triste.  Ese  hombre no
entendÌa nada.
     - ¿QuÈ te dijo Herzog?
     - Nada en especial. Alguien pasÑ el dato, eso es todo.
     èl  me  echÑ una mirada  extraßa, se  bajÑ  del antepecho  y  empezÑ  a
pasearse,  mientras yo hacÌa anillos de humo  en silencio. Lo sentÌa por Èl,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la  que habÌa  encontrado  para  la melancolÌa de Kirill! ¿Y de quiÈn era la
culpa? MÌa; habÌa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De  pronto Èl  dejÑ de
pasearse y se acercÑ a mÌ. MirÑ de soslayo hacia cualquier parte y murmurÑ:
     - Escucha, Red, ¿cuÀnto costarÀ un vacÌo lleno?
     Al principio  no entendÌ; pensÈ que tenÌa esperanzas de comprar alguno.
¿DÑnde lo iba  a conseguir? Tal vez Èse fuera el Çnico del  mundo; ademÀs Èl
no debÌa tener tanta  plata como para comprarlo.  ¿De dÑnde pensaba sacarla?
Era un cientÌfico extranjero, ruso,  para colmo. De pronto  comprendÌ.  ¿AsÌ
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
     "GrandÌsimo  tal por cual",  pensÈ, "¿por quÈ me tomas?"  AbrÌ la  boca
para decÌrselo, pero  la volvÌ a cerrar. Porque en  realidad, ¿por quÈ iba a
tomarme? Un merodeador es un  merodeador. Cuanta mÀs plata,  mejor. Se juega
la  vida  por  plata.  TenÌa  derecho a pensar que  el dÌa anterior yo habÌa
tirado la lÌnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
     La idea  me  dejaba  mudo.  Y  Èl  seguÌa  mirÀndome  intensamente, sin
parpadear. No habÌa disgusto en sus  ojos, sino una especie de  comprensiÑn,
me parece. Al fin se lo expliquÈ, con calma.
     - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavÌa.
No hay caminos. TÇ  lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querÌamos y volvimos en seguida. Como si fuÈramos al depÑsito. Entonces todo
el mundo  se darÀ cuenta  de  que sabÌamos de antemano lo  que buscÀbamos  y
dÑnde estaba. Eso quiere  decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiÈn puede haber estado allÌ? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
     TerminÈ mi  discursito.  Nos miramos  fijamente  a los ojos,  sin decir
nada. De  pronto Èl juntÑ  las manos,  con  ruido  se  las  frotÑ y  anunciÑ
cordialmente:
     - Bueno, tÇ  no podrÀs ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. IrÈ solo.
Tal vez me vaya bien. No serÀ la primera vez.
     TendiÑ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyÑ en las manos
para inclinarse  sobre Èl. Toda su cordialidad  pareciÑ evaporarse ante  mis
ojos. Le oÌ musitar:
     - Cuarenta metros, cuarenta y uno,  podrÌa ser, y tres hasta llegar  al
garaje.  No,  no  llevarÈ  a Tender. ¿QuÈ te parece,  Red?  ¿Dejo  a Tender?
DespuÈs de todo tiene dos hijos.
     - No te dejarÀn ir solo.
     -  Me  dejarÀn  -  murmurÑ  -. Conozco a todos  los sargentos  y a  los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allÌ hay un envase de gasolina
y estÀ completamente herrumbrado, pero  los camiones parecen reciÈn  salidos
de la fÀbrica.
     ApartÑ la vista del mapa y mirÑ por la ventana. Yo tambiÈn lo hice. Los
vidrios de  nuestras ventanas son gruesos  y  emplomados. Y  mÀs allÀ...  la
Zona. AllÌ estÀ, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
     A  simple vista parece una extensiÑn de tierra como  cualquier otra. El
sol  brilla  sobre  ella  como en  cualquier rincÑn  del  planeta. DarÌa  la
impresiÑn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo estÀ como hace treinta
aßos.  Mi padre, que en  paz  descanse, no encontraba nada  fuera  de  lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quÈ no habÌa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabÌa una huelga  o algo asÌ? El  metal  amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos  hornos brillaban bajo el sol; habÌa
rieles,  rieles  y  mÀs  rieles, y una locomotora  con  vagonetas  sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta.  AllÌ  estaba tambiÈn el  garaje:  un largo  intestino gris  con las
puertas  abiertas de par  en par. Los camiones estaban  estacionados  en  un
sitio pavimentado, junto a Èl.
     Kirill tenÌa  razÑn con  respecto a  aquellos vehÌculos:  la  cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una  grieta en  el  asfalto, si es  que las
zarzas no la han cubierto aÇn.
     Cuarenta  metros. ¿Desde  dÑnde contaba?  Oh,  probablemente  desde  el
Çltimo  poste.  TenÌa razÑn, la  distancia  no era  mayor; esos  cientÌficos
tragalibros iban progresando. HabÌan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllÌ estaba la fosa donde  habÌa caÌdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos  habÌa avisado a  Zalamero: "Mantente tan
lejos de  las fosas como puedas, o no quedarÀ de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirÈ en el  agua no habÌa nada. AsÌ  son las cosas
de la  Zona: si uno vuelve con botÌn,  es un milagro;  si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ningÇn disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo demÀs, es el destino.
     Al mirar  a Kirill notÈ que me observaba secretamente. Fue la expresiÑn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensÈ; "al
fin y al cabo, ¿quÈ me pueden hacer estos esfuerzos?"  No hacÌa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
     -  Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -.  Fuentes  oficiales (y lo
repito:  oficiales)  me han inducido  a  creer  que convendrÌa  realizar una
inspecciÑn del garaje, que podrÌa  ser de gran valor cientÌfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciÑn.
     Y sonriÑ, luminoso como el sol del verano.
     - ¿QuÈ fuentes oficiales? - preguntÈ, sonriendo a mi vez como un tonto.
     - Son  confidenciales, pero a  ti puedo revelÀrtelas - dijo, frunciendo
el ceßo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
     - Oh, el doctor Douglas. ¿QuÈ doctor Douglas?
     - Sam Douglas - respondiÑ Èl, secamente -. MuriÑ el aßo pasado.
     Se me erizÑ la  piel. ¿QuiÈn se atreve a hablar de esas cosas antes  de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. AplastÈ la colilla en el cenicero y dije:
     -  EstÀ  bien.  ¿DÑnde estÀ  ese  Tender?  ¿Hasta  cuÀndo  tenemos  que
esperarlo?
     En otras palabras, no  volvimos  a  tocar el  tema. Kirill  telefoneÑ a
Transportes  y pidiÑ una cabina  voladora. Mientras  tanto  yo  estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogrÀfico, una vista aÈrea muy
ampliada.  Se veÌan hasta los picos  de la  cubierta que estaba junto a  los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa  asÌ...
Pero  no  servirÌa de mucho por la noche,  cuando  ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
     En ese momento entrÑ Tender. Estaba rojo  y sin aliento;  tenÌa la hija
enferma y habÌa ido a buscar un mÈdico. Se disculpÑ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Ìbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejÑ de jadear y de bufar, de puro miedo.
     - ¿CÑmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quÈ yo?
     Sin embargo recuperÑ  la respiraciÑn en  cuanto  le  dijimos que  habÌa
doble bonificaciÑn y que Red Schuhart irÌa tambiÈn.
     Al fin bajamos al "boudoir"  y Kirill fue  a  buscar los  pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregÑ  trajes  especiales. En  realidad
son cosas muy prÀcticas; si uno los tißera de cualquier color, menos el rojo
que  tienen, cualquier  merodeador pagarÌa gustosamente unos  quinientos por
uno  de ellos,  sin  parpadear siquiera.  Yo  jurÈ  hace tiempo  que  un dÌa
cualquiera encontrarÌa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asÌ como un  traje de buceo con un casco en  forma
de burbuja,  provisto de visor. En realidad no es  exactamente  un traje  de
buceo; mÀs bien se parece al  de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cÑmodo, sin ninguna costura, y no hacÌa sudar. Con
un trajecito como Èse uno podÌa caminar  entre el fuego y  el gas, Dicen que
ni siquiera las balas  lo perforan. Claro que el fuego,  las armas y el  gas
mostaza son todas cosas humanas y terrÀqueas; en la zona no hay nada de eso.
Y  de cualquier modo,  para decir  la verdad, la gente cae  como  moscas con
traje o sin Èl. Eso sÌ, tal vez sin trajes morirÌan muchos mÀs. Esos equipos
ofrecen un  cien  por  ciento  de  protecciÑn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
     Nos  pusimos  los  trajes especiales. Yo volquÈ en  el bolsillo  de  la
cadera las tuercas  y  los tornillos  que  llevaba en  una  bolsa,  y  todos
cruzamos  el  patio  del  Instituto hacia  la entrada de  la  Zona.  AsÌ  lo
establecÌa la rutina, para  que todos vieran a los hÈroes  de la ciencia que
depositaban  la  vida  en  el  altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspÌritu Santo, amÈn. Y  sin  duda  alguna,  desde  el piso quince  hasta la
planta baja habÌa  caras solidarias  que nos  observaban. No nos faltaba mÀs
que un agitar de paßuelos y una orquesta.
     - ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflÑn!
estarÀ eternamente agradecida!
     Cuando  se dio vuelta a mirarme  comprendÌ  que no estaba de humor para
bromas. Y tenÌa razÑn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar  o bromear... y yo nunca llorÈ, ni siquiera
de nißo. MirÈ a Kirill;  Èl soportaba bien la tensiÑn, pero movÌa los labios
corno si estuviera rezando.
     -  ¿Rezas? - preguntÈ -. Reza, reza. Cuanto mÀs se entra en la Zona mÀs
cerca se estÀ del ParaÌso.
     - ¿QuÈ?
     -
el ParaÌso.
     Con una sÇbita sonrisa, me palmeÑ la espalda como  diciendo: "No tengas
miedo, nada pasarÀ mientras estÈs conmigo, y si pasa... Bueno, sÑlo se muere
una vez", QuÈ tipo simpÀtico es, de veras.
     Mostramos nuestros pases al Çltimo  de los  sargentos, sÑlo  que en esa
oportunidad, para cambiar,  era  un  teniente. Lo  conozco;  el  padre vende
losetas para tumbas en RexÑpolis, allÌ nos esperaba la cabina  voladora; los
muchachos de Transporte  la habÌan dejado en  el  pasillo. TambiÈn esperaban
allÌ  todos  los  demÀs: el equipo  de  primeros  auxilios, los  bomberos  y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un  pußado de
tontos  sobrealimentados dentro de  un helicÑptero.
visto nunca!
     En cuanto  subimos  a la cabina, Kirill  se  hizo cargo de los  mandos,
diciendo:
     - Okey, Red, tÇ guÌas.
     BajÈ tranquilamente la cremallera del pecho y saquÈ una petaca; tomÈ un
trago largo antes de volver a  guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en  la  Zona,  pero  sin eso...  no,  no puedo. Los  dos  me  miraban,
esperando.
     - Bueno  - dije -,  no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos  y no sÈ quÈ  efecto les causa. Trabajaremos de  este modo: lo que yo
diga, ustedes lo harÀn inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar  vueltas  o a hacer  preguntas le tirarÈ con lo primero que encuentre  a
mano. Quiero pedirles  disculpas desde ahora. Por  ejemplo: seßor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantarÀs inmediatamente ese culo gordo y
harÀs lo que te digo. Y  si no lo haces, quiÈn sabe si volverÀs a  ver a  tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarÈ de que vuelvas a verla.
     -  No  te olvides  de  darme  las  Ñrdenes -  bufÑ  Tender, enrojecido,
sudoroso,  mordisqueÀndose  los  labios  -. CaminarÈ  de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
     - En  lo  que  a mÌ  respecta los  dos  son novatos  - dije -. Y no  me
olvidarÈ de  dar las Ñrdenes, no se  preocupen. A propÑsito,  ¿sabe  manejar
cabinas?
     - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
     -  Bueno, de acuerdo. AquÌ  vamos. Buen viaje. Bajen  las viseras. Poca
velocidad, en lÌnea recta a  lo largo de los  postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
     Kirill elevÑ la cabina  a  tres metros y  avanzamos  a marcha lenta. Me
volvÌ sin que nadie se  diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habÌa trepado  al  helicÑptero;  los  bomberos
estaban en posiciÑn  de firme, por puro  respeto y el teniente de la  puerta
nos hacÌa  la venia,  el imbÈcil; sobre  todo aquello  flameaba el enorme  y
desteßido  estandarte:  "Bienvenidos, Visitantes"  Tender parecÌa a punto de
responder a  los  saludos, pero  le  di  tal codazo  en  las  costillas  que
inmediatamente descartÑ cualquier ceremonia.
¡Ya te tocarÀ decir adiÑs!
     Y partimos.
     El  Instituto  estaba  a  nuestra derecha; el  Cuartel  de la Peste,  a
nuestra izquierda. AvanzÀbamos de poste  en poste bien  por  el medio  de la
calle. HabÌan  pasado  siglos desde  la Çltima vez  que  alguien  caminara o
manejara por esa calle.  El asfalto estaba todo resquebrajado y habÌa pastos
en  las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera  izquierda crecÌan zarzas  negras; los  lÌmites de la  Zona eran  bien
visibles: los  pastos  negros terminaban en el cordÑn  como  si los hubiesen
podado.  SÌ,  aquellos visitantes  eran educados; revolvieron  un  montÑn de
cosas, pero  al  menos se marcaron lÌmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa  incendiada llegaba a  nuestro sector  de la  Zona, aunque cualquiera
dirÌa que con un viento fuerte podÌa llegar.
     Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las  ventanas, sin embargo, no estaban  rotas, pero sÌ tan  sucias que no se
veÌa nada. A la noche,  cuando uno  pasaba furtivamente por  ahÌ, se veÌa un
resplandor allÌ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de  brujas que se filtra por  los sÑtanos. Si uno mira  al descuido se
lleva la impresiÑn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten algÇn arreglo, pero eso no es nada extraßo.
Lo Çnico extraßo es que no hay gente por allÌ.
     En aquella  casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivÌa nuestro
profesor de matemÀticas; le llamÀbamos La Coma.  Era aburrido, un fracasado;
la  segunda esposa  lo  abandonÑ justo antes de la VisitaciÑn; la hija tenÌa
cataratas en un ojo  y nosotros nos burlÀbamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando  comenzÑ el pÀnico, Èl  y los otros vecinos corrieron  al
puente  en  ropa  interior, tres  millas,  sin parar. El pasÑ  mucho  tiempo
enfermo con  la peste; perdiÑ toda la piel y las ußas.  Se  enfermaron  casi
todos los que vivÌan en  ese barrio; por  eso lo  llamamos el  Cuartel de la
Peste. Algunos  murieron; los viejos, en su mayorÌa, y no fueron muchos. Por
mi parte,  creo que no los  matÑ la  peste, sino  el miedo. Era terrorÌfico.
Todos los que vivÌan allÌ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedÑ
ciega. Ahora esas  Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcÈtera.  No es  que hayan quedado  ciegos por completo, pero sÌ
con una  especie de  ceguera  nocturna. A  propÑsito, dicen  que  eso no fue
consecuencia de ninguna explosiÑn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un  ruido fuerte.  Dicen  que de  tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mÈdicos les dijeron que era imposible, que  trataran de recordar,
pero  ellos insistÌan en que  fue un trueno lo que los  cegÑ. Lo raro es que
nadie mÀs oyÑ ese trueno.
     SÌ,  era como si allÌ  no  hubiera  pasado  nada.  HabÌa un  kiosco  de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebÈ en  la entrada de una casa; hasta las
sÀbanas parecÌan  limpias. Pero las antenas  estropeaban  el  efecto:  todas
estaban cubiertas por una cosa  peluda que parecÌa  algodÑn. HacÌa rato  que
los tragalibros venÌan  rompiÈndose los sesos con ese  asunto  del  algodÑn.
QuerÌan  examinarlo,  ¿entienden?  No habÌa nada  parecido en otros lugares,
sÑlo en  el  Cuartel de la Peste y sÑlo en las  antenas.  MÀs aÇn: lo tenÌan
precisamente allÌ, bajo  las ventanas.  Al  fin tuvieron  una idea luminosa:
desde  un  helicÑptero  bajaron un  ancla sujeta  por  un  cable de  acero y
engancharon un trozo de algodÑn.  En cuanto  el helicÑptero  tirÑ, se oyÑ un
"psst", y vimos  salir humo de  la antena, del ancla  y del  cable.  Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoßosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno,  el piloto no  era ningÇn tonto (por algo  habÌa  llegado a
teniente);  en  seguida se  imaginÑ lo que pasaba,  soltÑ el cable y saliÑ a
toda velocidad. AllÌ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodÑn.
     AsÌ llegamos al final de la calle,  donde debÌamos girar,  fÀcilmente y
sin problema. Kirill me mirÑ: ¿doblaba?  Le indiquÈ por seßas que lo hiciera
bien  despacio. Nuestra  cabina  doblÑ,  avanzando lentamente  por sobre los
Çltimos centÌmetros de tierra humana. La acera  se  estaba aproximando  y la
sombra de la  cabina  caÌa  sobre  las zarzas. Listo.
SentÌ un escalofrÌo. Siempre siento el mismo escalofrÌo. Y nunca sÈ si es la
Zona  que  me   saluda  a  mis  nervios  de  merodeador  que  se   ponen  en
funcionamiento.  Siempre  digo que cuando vuelva  preguntarÈ a  los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
     Bueno,  asÌ  que  Ìbamos avanzando  silenciosamente sobre  los antiguos
jardines. El  motor canturreaba parejo bajo  nuestros pies,  tranquilo; a Èl
nada lo preocupaba,  nada podÌa hacerle mal allÌ. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
     TodavÌa no habÌamos llegado al primer poste cuando comenzÑ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaßeteaban los dientes, le palpitaba  el  corazÑn, le fallaba la
memoria; se sentÌa avergonzado,  pero de  cualquier modo no podÌa dominarse.
Creo  que es  como  cuando nos  chorrea la  nariz:  no depende de  nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre  los Visitantes  o  hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin  poder  parar.  CuÀnto le habÌa costado, quÈ  buena  era la tela, y  los
botones nuevos que le habÌa puesto el sastre...
     - CÀllate.
     Me  mirÑ patÈticamente, hizo un  puchero  y siguiÑ: cuÀnta  seda  habÌa
hecho falta para el forro.
     Los  jardines  ya  habÌan terminado;  por debajo  de nosotros estaba el
baldÌo que antes  se usaba como basurero municipal. SentÌ una  ligera brisa.
Pero no habÌa viento, nada de viento. De pronto sentÌ  un soplo  fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciÑ oÌr algo.
     -
     No, no podÌa callarse. Ya andaba por  los bolsillos. No  me quedaba mÀs
remedio.
     -
     èl  frenÑ inmediatamente. Buenos reflejos;  me  sentÌ  orgulloso de Èl.
TomÈ a Tender por el hombro, lo hice  girar hacia mÌ y le lancÈ una trompada
hacia el visor. Se  le estrellÑ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrÈ
los ojos y quedÑ mudo.
     En cuanto  callÑ volvÌ a oÌrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirÑ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seßa para que se estuviera
quieto. Dios,  por  favor, quÈdate  quieto, no  muevas  un mÇsculo.  Pero Èl
tambiÈn oÌa el ruido y, como todos los novatos, sentÌa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
     - ¿Retrocedo? - susurrÑ.
     SacudÌ  desesperadamente  la  cabeza y agitÈ  el  pußo  bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para  dÑnde mirar:  si al
terreno o a ellos.  Pero en ese momento  me olvidÈ de todo. Sobre la montaßa
de  viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como  si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodÌa.  CruzÑ  por  sobre el  montÌculo  y  avanzÑ,  mÀs  y  mÀs, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedÑ  suspendido por un momento sobre la
ruta  (¿o  era sÑlo  imaginaciÑn  mÌa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo,  entre  matas  y  cercas   podridas,   hacia  el  cementerio  de  los
automÑviles,
     ¡Malditos  tragalibros! ¿A quiÈn se le ocurre trazar  la  ruta sobre el
vaciadero  de basuras?  Y  yo  tambiÈn,
pensando cuando me entusiasmÈ con ese mapa estÇpido?
     - Despacio, adelante - indiquÈ a Kirill.
     - ¿QuÈ era eso?
     -  SabrÀ  el diablo.  Era algo y  ya no  estÀ. Gracias a  Dios. Y ahora
cÀllate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes?  Eres una mÀquina,
mi volante, nada mÀs.
     De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
     - Suficiente. Ni una palabra mÀs.
     Necesitaba otro trago. DÈjenme que les diga algo: esos trajes  de buceo
eran una tonterÌa. He sobrevivido a muchas cosas  sin ese  maldito equipo  y
sobrevivirÈ a  muchas mÀs, pero sin  un buen trago  en el  momento  justo...
¡Bueno, ya basta!
     La brisa parecÌa  haberse calmado.  No  oÌa  nada  amenazador. El Çnico
ruido era el ronroneo tranquilo y soßoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacÌa  mucho calor. Sobre el garaje pendÌa una neblina. Todo parecÌa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado.  Los novatos se iban  puliendo. No  se preocupen, compaßeros, en la
Zona  se puede  respirar tambiÈn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenÌa un cÌrculo rojo con el nÇmero 27 dentro. Kirill
me mirÑ, yo asentÌ y nuestra cabina se detuvo.
     Ya habÌan caÌdo  los capullos y era el tiempo  de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma  absoluta. No habÌa apuro. El viento habÌa
cesado y la visibilidad era  buena.  Todo iba como la  seda. Vi  la  fosa en
donde Zalamero habÌa estirado la pata;  dentro habÌa  algo de color, tal vez
sus ropas.  Era una porquerÌa, que en  paz descanse: avaricioso, estÇpido  y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general,  la Zona no
pregunta quiÈn es bueno y quiÈn  es malo. AsÌ que gracias, Zalamero; eres un
idiota  y  nadie  se acuerda de tu verdadero nombre, pero al  menos serviste
para que los vivos supieran por dÑnde no tenÌan que pasar.
     Claro, nuestra mejor salida consistÌa en llegar, al asfalto. El asfalto
es  liso y se puede ver todo lo que hay en Èl; ademÀs esa grieta  la conozco
bien.
corrÌa una  lÌnea recta hacia  el  asfalto. AllÌ estaban, muy pagados de sÌ,
esperando. No, por allÌ  no pasarÌamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja  mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda.  PasarÌamos por sobre el montÌculo izquierdo. Claro que yo
no sabÌa lo que habÌa del otro lado. SegÇn el mapa, nada, pero ¿quiÈn confÌa
en los mapas?
     - Escucha, Red  - susurrÑ  Kirill -,  ¿Por quÈ  no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuÈs  bajamos,  y estaremos junto al  garaje,
¿eh?
     - CÀllate, abriboca - dije -, no me molestes.
     QuerÌa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarÌan
siquiera  nuestros  huesos. O tal  vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y  no dejarÌa ni un pedacito  hÇmedo de  nosotros. Ya estaba
hasta  la coronilla de los arriesgados. èl no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabÌa  ya  perfectamente cÑmo llegar hasta el montÌculo. DespuÈs nos
detendrÌamos  allÌ por un ratito a pensar el movimiento  siguiente.  TomÈ un
pußado de las tuercas y tornillos que tenÌa en el bolsillo y se los mostrÈ a
Kirill sobre la palma.
     -  ¿Recuerdas el cuento  de  Hansel  y Gretel que  te enseßaban  en  la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revÈs.
     ArrojÈ la  primera tuerca; no  muy lejos,  a unos diez  metros, como yo
querÌa. LlegÑ sin problemas.
     - ¿Viste eso?
     - ¿Y quÈ? - preguntÑ Èl.
     - Nada de "y quÈ". Te preguntÈ si lo viste.
     - Lo vi.
     -  Ahora lleva la  cabina,  bien despacio, hasta donde estÀ  la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
     - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
     - Busco lo que  debo buscar. Espera, arrojarÈ otra. Mira bien dÑnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
     La segunda tuerca tambiÈn cayÑ sin inconvenientes junto a la primera.
     - Vamos.
     Hizo  arrancar  la  cabina.  Su  cara  estaba  tranquila  y  despejada.
ComprendÌa bien, por lo visto.  Todos son  iguales, estos  tragalibros; para
ellos lo  mÀs importante es encontrar un nombre  para cada cosa. Mientras no
encontrÑ  el nombre  tenÌa un  aspecto  lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenÌa una  etiqueta, graviconcentrados;  entonces entendÌa todo y
la vida era unas pascuas.
     Pasamos sobre la primera tuerca, sobre  la segunda, sobre una  tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el  peso del cuerpo de uno  a otro pie, bostezaba
de  puros  nervios; se sentÌa  encerrado, pobre tipo.  Pero  le  harÌa bien.
BajarÌa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojÈ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustÑ del todo. No habrÌa podido explicar
quÈ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y  sujetÈ a  Kirill
por la mano.
     - Quieto - dije -. No te muevas ni un centÌmetro.
     TomÈ  otra y la lancÈ mÀs alto y mÀs lejos.
mosquitos! La  tuerca volÑ normalmente; parecÌa  caer sin problemas, pero  a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizÑ quedÑ hundida en la arcilla.
     - ¿Viste eso? - susurrÈ.
     - SÑlo en las pelÌculas - observÑ,  estirÀndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
     Era triste y divertido. ¡Una!
ArrojÈ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para  ser sincero habrÌa  alcanzado con siete, pero lancÈ uno mÀs,
bien  hacia el medio, para que  Èl pudiera disfrutar con su concentrado.  Se
estrellÑ  en la  arcilla  como  si fuera  una  pesa de cinco  kilos y  no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruᥠde gusto.
     - Okey - dije -, ya  nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asÌ que no lo pierdas de vista.
     AsÌ  dejamos a un  lado la roncha de mosquitos y llegamos al montÌculo.
Era tan pequeßo  que  parecÌa un sorete  de gato. Hasta entonces yo no habÌa
reparado en Èl. Quedamos suspendidos  en el  aire por sobre el montÌculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veÌa
cada  brizna  de pasto,  cada grieta, como en  una  instantÀnea. Bueno,  con
arrojar una tuerca podrÌamos seguir.
     No pude arrojar esa tuerca.
     No entendÌa lo que me pasaba, pero no podÌa decidirme a arrojarla.
     - ¿QuÈ pasa? - preguntÑ Kirill -. ¿Por quÈ no seguimos?
     - Espera - dije -. CÀllate.
     HabÌa pensado arrojar  la tuerca  para  que avanzÀramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida,  sin mover  siquiera las briznas de  pasto. En
treinta segundos podÌamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podÌa arrojar la tuerca hacia
allÌ. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era mÀs larga y
habÌa un  montÑn de guijarros poco simpÀtico.  Hacia  allÌ sÌ, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
     ArrojÈ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la  cabina y avanzÑ hacia ella. DespuÈs me mirÑ. Debo  haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartÑ la vista.
     - EstÀ bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
     Y lancÈ la Çltima tuerca hacia el asfalto.
     A partir de ese momento fue mucho mÀs fÀcil. EncontrÈ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me  limitÈ a observarla, con
silencioso regocijo.  Nos  levÑ  hasta  las  puertas  del  garaje mejor  que
cualquier poste, cualquier seßal.
     OrdenÈ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echÈ de panza
al suelo y mirÈ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol  no  me  dejÑ  ver nada.  SÑlo  negrura.  DespuÈs  mis  ojos  se  fueron
acostumbrando.  Vi entonces que nada habÌa cambiado en  el  garaje  desde la
Çltima vez. El camiÑn  de la basura seguÌa aÇn estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin  agujeros  ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso  de cemento, tal vez  porque  en  la fosa  no habÌa  demasiada jalea de
brujas y no habÌa salpicado hacia afuera desde la Çltima vez.
     SÑlo  una cosa no me gustaba. En la parte trasera  del garaje, cerca de
las  latas,  se veÌa  algo plateado. Eso no estaba allÌ  antes. Bueno, habÌa
algo  plateado, y quÈ.
brillo especial; relucÌa un poquito, suave,  tranquilamente. Me  levantÈ, me
cepillÈ la ropa y echÈ una mirada a mi alrededor. AllÌ estaban los camiones,
en  el baldÌo, siempre como nuevos. Hasta parecÌan mÀs nuevos  que la Çltima
vez, Y el camiÑn de  gasolina, pobrecito,  estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse  a pedazos. AllÌ estaba tambiÈn la cubierta, como ellos lo
tenÌan indicado en el mapa.
     No me  gustaba el aspecto de esa cubierta.  La sombra  no estaba  bien;
tenÌamos  el sol  a  la espalda,  pero la sombra  de la cubierta venÌa hacia
nosotros. Bueno,  no importaba,  estaba bastante  lejos.  Todo parecÌa bien;
podÌamos empezar el trabajo.
     Pero  esa cosa plateada que brillaba allÀ atrÀs, ¿quÈ era? ¿ImaginaciÑn
mÌa, no mÀs? SerÌa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quÈ ese resplandor por sobre las  latas,  por quÈ no estaba entre ellas, por
quÈ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habÌa dicho algo sobre las
sombras: que eran  extraßas, pero no  peligrosas;  algo  pasa aquÌ  con  las
sombras.
     Pero  ¿quÈ era  ese brillo  plateado? ParecÌa una telaraßa de  las  que
suele haber en los Àrboles de los bosques. ¿QuÈ clase de araßa podrÌa  haber
tejido su tela allÌ? Nunca habÌa visto bichos en la Zona.
     Lo peor era que mi  vacÌo estaba precisamente allÌ, a dos  pasos de las
latas. TendrÌa que haberlo robado la Çltima vez, y entonces ahora no estarÌa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. DespuÈs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantÈ  sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre  la  espalda, en  cuatro patas, en  la  oscuridad... Si ustedes  nunca
anduvieron con un  vacÌo  a  cuestas,  hagan la prueba: es como llevar  diez
litros de agua sin balde.
     Ya era hora de  ponerse en  marcha. TenÌa  ganas de  un trago. Me volvÌ
hacia Tender.
     - Kirill y yo  vamos a entrar al garaje. QuÈdate aquÌ y  no toques  los
mandos si yo  no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquÌ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
     AsintiÑ seriamente, como quien  dice: "No me voy a acobardar". TenÌa la
nariz  como  una ciruela;  mi trompada  habÌa sido  fuerte  de  veras.  BajÈ
cuidadosamente las sogas de emergencia, observÈ una vez mÀs aquel resplandor
plateado, hice seßas  a  Kirill y comencÈ  a  bajar. Una  vez en el  asfalto
esperÈ a que Èl descendiera por la otra soga.
     - No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
     Nos  detuvimos sobre  el asfalto, con la cabina flotando al  lado y las
cuerdas culebreÀndonos bajo los pies. Tender  asomÑ la cabeza por encima del
riel  y nos mirÑ con  ojos llenos de desesperaciÑn.  Era hora  de ponerse en
marcha.
     - SÌgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
     AvancÈ. Me detuve en  el vano de la puerta para mirar  a mi  alrededor.
¡Es muchÌsimo mÀs fÀcil trabajar a la luz del dÌa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano.  Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como  el  alcohol encendido.  Pero no  iluminaban nada.  Al  contrario, todo
parecÌa mÀs oscuro, malditas sean.
     Ya habÌa acostumbrado  los ojos a aquella luz lÑbrega y podÌa ver hasta
el polvo  en los rincones mÀs  oscuros. En  verdad habÌa  algo plateado  por
allÌ; eran hilos  plateados que iban  desde las  latas hasta  el  techo. SÌ,
parecÌan una tela de araßa; tal vez no fueran mÀs que eso, pero era mejor no
acercarse.
     Fue entonces cuando cometÌ  mi error. TendrÌa que haberme detenido, con
Kirill bien  al  lado, esperar a que Èl tambiÈn  acostumbrara los ojos a  la
penumbra  y  entonces  seßalarle   la  telaraßa.  SeßalÀrsela.  Pero  estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debÌa ver y me olvidÈ de Kirill.
     Di un paso hacia  el interior y  me  dirigÌ en  lÌnea  recta hacia  las
latas. Me inclinÈ sobre el vacÌo. En Èl parecÌa no haber  ninguna  telaraßa.
LevantÈ un extremo y dije a Kirill:
     - Agarra de ahÌ y no lo dejes caer; es pesado.
     LevantÈ  la vista  y sentÌ  que algo me apretaba la garganta.  No  pude
abrir la boca.  QuerÌa  gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habrÌa  tenido tiempo,  pues todo ocurriÑ demasiado
rÀpido. Kirill se acercÑ al vacÌo, de  espaldas a las latas, y apoyÑ toda la
espalda en la telaraßa plateada. CerrÈ los ojos;  quedÈ aturdido; no  oÌ mÀs
que el  ruido  de  la  telaraßa  al desgarrarse. Era un sonido coruscante  y
dÈbil.
     AsÌ estaba todavÌa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablÑ:
     - Bueno, ¿lo llevamos?
     - Vamos.
     Levantamos  el  vacÌo  y  nos dirigimos  hacia  la puerta, caminando de
costado.  Era  terriblemente  pesado,  el  maldito; aun  entre dos resultaba
difÌcil llevarlo. Salimos  al sol  y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirÑ para tomarlo.
     - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
     - No - interrumpÌ -. Esperemos un segundo. Primero dÈjalo en el suelo.
     Lo dejamos.
     - Date vuelta. Quiero verte la espalda.
     Se volviÑ  sin decir palabra.  MirÈ;  no tenÌa nada allÌ. Lo hice girar
para aquÌ  y para allÀ,  pero no tenÌa nada. VolvÌ los ojos hacia las latas;
allÌ tampoco habÌa nada.
     - Oye - dije a Kirill, sin sacar  los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraßa?
     - ¿QuÈ telaraßa? ¿DÑnde?
     - Bueno, tuvimos suerte.
     Sin embargo pensaba: "En realidad todavÌa no se puede saber".
     - De acuerdo. Levantemos esto.
     Metimos el vacÌo en  la cabina  y  lo  ubicamos de modo tal  que no  se
moviera. AllÌ estaba, el minino, brillante y  limpito; el cobre relumbraba a
la luz  del sol.  Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes  de nubes
entre  los dos discos. Comprendimos que no era un vacÌo, sino  algo asÌ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato mÀs antes de trepar a la cabina e iniciar  el  viaje de regreso  sin
mÀs vueltas.
     ¡QuÈ fÀcil era todo para los cientÌficos! Para empezar trabajaban  a la
luz del  dÌa.  AdemÀs,  lo Çnico  bravo era entrar a  la Zona,  porque  para
regresar,  la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursÑgrafo, creo que  se llama,  que  lleva  a la cabina  exactamente por
donde vino.
     Mientras flotÀbamos  en el aire,  en  el  trayecto de  regreso, repitiÑ
todas  las  maniobras, deteniÈndose  por un momento para proseguir  en  cada
cambio de direcciÑn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y  las tuercas;
podrÌa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
     Mis novatos estaban eufÑricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
prÀcticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar  la ruta  hasta
el garaje. Kirill me tironeÑ de la manga  y comenzÑ a explicarme el fenÑmeno
de la  graviconcentraciÑn, es  decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lÌnea,  pero no  a  la fuerza.  Les contÈ,  tranquilamente, de todos  los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
     -  Cierren el  pico - les dije -  y mantengan los ojos  abiertos  si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
     Eso dio  resultado. Ni  siquiera preguntaron  quÈ  habla pasado  con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sÑlo pensaba  en una cosa: cÑmo iba
a  sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraßa me seguÌa brillando ante los ojos.
     Al  fin  salimos  de  la  Zona  y  nos  enviaron  al  despiojador  (los
cientÌficos lo llaman  hangar mÈdico) junto  con  la  cabina. Nos baßaron en
tres   tinas  diferentes  donde  hervÌan  tres  soluciones   alcalinas;  nos
embadurnaron  con  cierta pasta, nos  rociaron  con  no sÈ quÈ  polvo y  nos
volvieron a lavar. DespuÈs nos secaron y dijeron:
     -
     Tender y Kirill llevaban el vacÌo. Eran  tantos los que habÌan venido a
mirar que no se podÌa caminar.
frases de  bienvenida, pero ninguno tenÌa el valor  de tender una mano a los
cansados hÈroes. Bueno,  eso  no  era  cosa  mÌa. Ahora  ya nada era  de  mi
incumbencia.
     Me  quitÈ  el  traje especial  y  lo tirÈ al  suelo (que  los  malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado  en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrÈ  en uno de los
cubÌculos, busquÈ mi petaca, desenrosquÈ la tapa y me prendÌ a ella como una
lamprea.
     DespuÈs me sentÈ en el banco, con las rodillas vacÌas, la cabeza vacÌa,
el alma vacÌa. Tragaba ese lÌquido fuerte como si fuera agua. VivÌa. La Zona
me  habÌa  dejado  salir. Me habÌa dejado  salir,  la  puta. Esa  maldita  y
traicionera puta. Estaba vivo. Los  novatos nunca sabÌan apreciarlo, sÑlo un
merodeador sabÌa lo que era eso. Las  lÀgrimas me corrÌan  por las mejillas,
no sÈ si por los tragos o por quÈ. MamÈ de la petaca hasta dejarla seca.  Yo
estaba mojado;  la petaca, seca. Por  supuesto, no alcanzÑ  para ese  Çltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso  se  podÌa arreglar. Todo  se podÌa  arreglar
ahora. Vivo.
     EncendÌ un  cigarrillo, y mientras fumaba, allÌ sentado, sentÌ que todo
andaba bien.  Entonces  me  acordÈ de  la  bonificaciÑn. èsa  era una de las
grandes ventajas que  tenÌamos en  el Instituto; podÌa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allÌ, a las duchas.
     EmpecÈ  a desvestirme  lentamente. Me  quitÈ  el reloj  y  comprobÈ que
habÌamos  pasado  cinco horas  en  la  Zona.
estremecÌ. Cinco horas,  Dios... Realmente, en la  Zona no  pasa el  tiempo.
Pero pensÀndolo bien, ¿quÈ son cinco horas  para un  merodeador? Un  abrir y
cerrar de  ojos. ¿Y si hablamos de  doce,  de dos dÌas?  Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dÌa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nomÀs, delirando;  no sabe si estÀ muerto o vivo. Al
llegar la  segunda noche  termina con lo suyo  y se arrima  al puesto de  la
patrulla con el botÌn. AllÌ estÀn los  guardias,  con  las ametralladoras. Y
esos  malnacidos, esos  esfuerzos, lo odian  a  uno con toda  el alma.  Pero
arrestar a un merodeador  no  les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la  idea de  que  uno estÈ contaminado. Lo Çnico que quieren  es liquidarlo,
directamente,  y  para  eso  llevan todas las  de ganar:
probar que lo  mataron ilegalmente! AsÌ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y  reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allÌ estÀ el botÌn, al lado, y no sabemos si estÀ allÌ, nomÀs, o si nos estÀ
matando lentamente. TambiÈn  se puede terminar  como Nudillos  Itzak, que se
empantanÑ al  alba entre dos fosas. No podÌa avanzar ni hacia  la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra Èl durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas Èl se fingiÑ muerto. Gracias a Dios, al fin  le
creyeron y lo dejaron  en paz.  Yo  lo vi  despuÈs  de eso; ni  siquiera  lo
reconocÌ. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguÌa siendo humano.
     Me sequÈ  las lÀgrimas y abrÌ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con  agua caliente, despuÈs con frÌa, despuÈs otra vez con caliente.
UsÈ una barra entera de jabÑn. Al final me aburrÌ y cerrÈ la ducha.  Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
     - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
     Plata.  Eso nunca  viene mal.  AbrÌ la  puerta. AllÌ  estaba  Èl, medio
desnudo,  en calzoncillos.  ParecÌa  en Èxtasis; toda  su  melancolÌa  habÌa
desaparecido.
     - Toma -  dijo, entregÀndome  el sobre  -. De  parte  de  la  humanidad
agradecida.
     - Me cago en tu humanidad. ¿CuÀnto hay?
     - Teniendo en cuenta tu  coraje  mÀs  allÀ del  deber y como excepciÑn,
¡dos meses de sueldo!
     - SÌ, ganando dinero asÌ  yo podÌa  vivir  tranquilamente.  Si  pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada  vacÌo habrÌa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
     -  Bueno, ¿estÀs  contento?  - preguntÑ Kirill. Por  su  parte,  estaba
radiante, feliz; sonreÌa de oreja a oreja.
     - No estÀ mal. ¿Y tÇ?
     èl no respondiÑ.  Se  prendiÑ a mi  cuello, me apretÑ  contra  su pecho
sudoroso y en seguida me apartÑ de un empujÑn. DesapareciÑ en la ducha de al
lado.
     -
calzoncillos, supongo.
     - Nada  de eso. Tender estÀ rodeado de periodistas. TendrÌas que verlo.
Se   ha  convertido  en  un  personaje  importantÌsimo.  EstÀ  explicÀndoles
autenticadamente...
     - ¿CÑmo es que les estÀ explicando?
     - Autenticadamente.
     - EstÀ bien, seßor. La prÑxima vez vendrÈ con el diccionario, seßor.
     Y en ese momento sentÌ como un shock elÈctrico.
     - Espera, Kirill. Ven aquÌ.
     - Estoy desnudo.
     - Vamos, ven. No soy una damisela.
     SaliÑ. Lo  tomÈ  por los  hombros y lo puse de espaldas a  mÌ. Nada. Ya
podÌa  haberlo imaginado. TenÌa la  espalda limpia; las gotitas de  sudor se
estaban secando.
     - ¿QuÈ tienes con mi espalda?
     Le di una patada en  el traste desnudo, volvÌ a mi cubÌculo  y cerrÈ la
puerta.
ahora las veÌa aquÌ.
que me  hubiera  gustado era  ganarle a Richard, eso  era  lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a  barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de  la
mesa.
     - Kirill - gritÈ -, ¿irÀs al Borscht esta noche?
     - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". CuÀntas veces tengo que
repetÌrtelo.
     - QuÈ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarÌa ganarle a Richard.
     - Oh, no sÈ, Red.  TÇ, alma  simple, ni siquiera imaginas lo  que hemos
traÌdo.
     - Y tÇ sÌ, supongo.
     - Bueno, yo  tampoco,  eso es verdad.  Pero  ahora,  por  primera  vez,
sabemos para quÈ sirven  los vacÌos; si  mi brillante  idea  funciona, voy a
escribir una monografÌa y te la dedicarÈ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
     - SÌ, y me mandarÀn a la sombra por dos aßos.
     - Pero quedarÀs en  los anales de la ciencia. Le llamarÀn  "la jarra de
Schuhart". ¿QuÈ te parece cÑmo suena?
     Mientras bromeÀbamos me vestÌ  y puse la petaca  vacÌa en el  bolsillo;
despuÈs contÈ mi dinero y me retirÈ.
     - Buena suerte, alma complicada.
     No respondiÑ. El agua hacÌa muchÌsimo ruido.
     En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e  inflado  como un
pavo, rodeado  de compaßeros de trabajo, periodistas y un  par de sargentos,
que  reciÈn acababan  de comer y de  escarbarse  los dientes. Parloteaba sin
parar.
     -  La  tecnologÌa de que  gozamos - decÌa  el  muy charlatÀn  - permite
contar con una garantÌa casi absoluta de seguridad y de Èxito.
     En ese momento, al verme, se sofrenÑ un poquito. SonriÑ y me saludÑ con
pequeßas sacudidas de  mano. "Bueno, serÀ mejor que  desaparezcamos", pensÈ.
SeguÌ en lÌnea recta hacia la puerta, pero ya me habÌan pescado.  En seguida
oÌ pasos tras de mÌ.
     - ¡Seßor Schuhart, seßor Schuhart!
     - No habrÀ declaraciones.
     EchÈ a correr, pero no habÌa forma de escaparse. TenÌa un  tipo con  un
micrÑfono a la derecha y otro con una cÀmara a la izquierda.
     - ¿HabÌa algo extraßo en el garaje?
     -  No habrÀ declaraciones - repetÌ, tratando de poner la  nuca hacia la
cÀmara -. Es un garaje, nada mÀs.
     - Gracias. ¿QuÈ le parecen las turboplataformas?
     - Maravillosas.
     EmpecÈ a correrme hacia el baßo de caballeros.
     - ¿QuÈ Piensa de la VisitaciÑn?
     - Pregunte a los  cientÌficos  - respondÌ, deslizÀndome tras la  puerta
del baßo.
     OÌ que rascaban la puerta y gritÈ:
     -  Les recomiendo efusivamente que  pregunten al  seßor Tender por  quÈ
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura mÀs interesante.
     Salieron a la  disparada  por el  corredor, mÀs veloces que caballos de
carrera. AguardÈ  un  minuto. Silencio,  SaquÈ  la  cabeza.  Nadie. Entonces
proseguÌ  tranquilamente mi camino, silbando una melodÌa. BajÈ el vestÌbulo,
mostrÈ el pase al sargento polaco y vi que me hacÌa la venia. Al parecer, yo
era el hÈroe de la jornada.
     - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
     ExhibiÑ  tantos dientes  como si  le  hubieran  dicho  el  mejor de los
elogios.
     - Bueno, Red, usted es un hÈroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
     - AsÌ que ahora tendrÀ  algo que contar  a las  chicas cuando vuelva  a
Suecia.
     - ¡QuÈ le parece!
     Supongo que tiene razÑn, A decir verdad no me gustan los  tipos altos y
de mejillas rosadas.  Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya  a saber por
quÈ. La estatura no es lo mÀs importante.
     Pensando en estas  cosas iba caminando por las calles, bajo el  sol; no
habÌa nadie  por ahÌ.  De pronto sentÌ ganas de encontrarme con  Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsÌ nomÀs, mirarla y tenerla  de la mano
por un rato.  DespuÈs  de  estar  en la  Zona no se  puede hacer otra  cosa:
tenerse  de  las  manos y basta.  Especialmente si uno piensa  en  lo que se
comenta sobre cÑmo salen los hijos de merodeadores.  ¿Pero  a quiÈn le hacÌa
falta estar  con Guta?
una botella de algo fuerte!
     PasÈ junto a  la  playa de  estacionamiento.  AllÌ  habÌa un puesto  de
control,  con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos,  dotados
de reflectores y  ametralladoras, los  esfuerzos.  Y por supuesto  llenos de
policÌas con cascos azules. Bloqueaban toda  la calle  y no habÌa  forma  de
pasar.  SeguÌ caminando con los ojos bajos, porque no me  convenÌa verlos en
ese momento, a la luz  del dÌa. Entre ellos habÌa  dos o tres personajes que
tenÌa  miedo  de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una  suerte para ellos que Kirill  me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrÌa descubierto a esas vÌboras para
liquidarlas definitivamente.
     Me abrÌ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado  cuando
oÌ que alguien gritaba:
     -
     Bueno,  eso  no tenÌa nada que ver conmigo, asÌ que no me detuve; seguÌ
caminando  mientras  buscaba  un  cigarrillo  en  los bolsillos.  Alguien me
alcanzÑ y me tomÑ por la manga. Me sacudÌ aquella mano; volviÈndome a medias
hacia el hombre, dije cortÈsmente:
     - ¿QuÈ diablos estÀ haciendo, seßor?
     - Un momento, merodeador - dijo Èl -. Dos preguntas, no mÀs.
     Lo mirÈ fijamente.  Era el capitÀn Quarterblad,  un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
     -
     -  No trates de zafarte charlando, merodeador  - replicÑ, enojado,  sin
quitarme  los  ojos  de encima -. SerÀ  mejor  que  me digas por  quÈ no  te
detuviste en seguida cuando te llamÈ.
     DetrÀs de Èl habÌa dos  cascos azules con las manos  en las pistoleras.
No se les veÌan los ojos; sÑlo  las mandÌbulas moviÈndose  bajo  los cascos.
¿De quÈ parte del CanadÀ traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allÀ? Por
lo general, los patrulleros no me  dan miedo a la luz del dÌa, pero aquellos
escuerzos podÌan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
     -  ¿Me llamaba  a mÌ, capitÀn? -  exclamÈ  -. Me pareciÑ  que llamaba a
algÇn merodeador.
     - ¿Y vas a decirme que tÇ no lo eres?
     - Cuando  terminÈ el tiempo que me  dieron gracias a usted, capitÀn, me
enderecÈ. AbandonÈ el merodeo. Gracias a usted abrÌ los ojos, si no  hubiera
sido por usted...
     - ¿QuÈ estabas haciendo en el Àrea de Prezona?
     - ¿CÑmo quÈ estaba haciendo? Trabajo allÌ. Desde hace dos aßos.
     Para terminar de una vez  con aquella desagradable  conversaciÑn mostrÈ
mis papeles al capitÀn  Quarterblad. TomÑ mi  libreta y la revisÑ pÀgina por
pÀgina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviÑ lo hizo con
gran placer. TenÌa color en las mejillas y brillo en los ojos.
     - PerdÑname,  Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste  en saco roto mis consejos.
si me  creerÀs,  pero  hasta  en  aquel  momento  yo  sabÌa que  terminarÌas
enderezÀndote. No podÌa creer que un tipo como tÇ...
     SiguiÑ y siguiÑ, como  si fuera un disco.  Al parecer me  habÌa  echado
encima otro melancÑlico curado. Lo escuchÈ, por supuesto, con los ojos bajos
en seßal de modestia, entre gestos  de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo  tambiÈn restreguÈ tÌmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capitÀn escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y  buscaron  un lugar mÀs interesante. Mientras tanto,
el capitÀn seguÌa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciÑn era
luz;  la ignorancia, oscuridad; el  Seßor ama  y aprecia a  los trabajadores
honestos, etcÈtera, etcÈtera. Las  mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiÑn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podÌa
esperar.
     "Bueno,  me dije,  tendrÀs  que pasar  tambiÈn  por  esto. No  hay  mÀs
remedio, asÌ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya estÀ perdiendo el aliento. QuÈ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezÑ  a hacer  seßales.  El  capitÀn  mirÑ  hacia  allÀ con un  suspiro de
fastidio y me tendiÑ la mano.
     -  Bueno,  me alegro de haberte visto, mi  honrado  seßor Schuhart.  Me
habrÌa  gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiÑ el mÈdico, pero me  habrÌa gustado  tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
     Dios no lo permita. Pero le  estrechÈ  la mano, me  ruboricÈ y  volvÌ a
restregar el  pie, todo como Èl querÌa. Al  fin me  dejÑ ir. SalÌ como  bala
hacia el Borscht.
     A esa hora del dÌa el Borscht estÀ  siempre vacÌo. DetrÀs del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mirÀndolos a trasluz. A propÑsito, es extraßo
que cuando uno entra los barman estÈn siempre secando vasos como  si de ello
dependiera su salvaciÑn. èl se pasa el dÌa asÌ: levantar un vaso, mirarlo de
reojo,  sostenerlo a la luz,  empaßarlo  con el aliento  y  frotar. Frota  y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
     -
     Me mirÑ a travÈs  del  vidrio, murmurÑ algo incomprensible y sin  decir
una palabra me sirviÑ cuatro dedos de vodka. Yo trepÈ a un taburete, tomÈ un
trago, hice una  mueca,  sacudÌ la  cabeza y  tomÈ otro trago.  La  heladera
ronroneaba, la  vitrola  automÀtica  tocaba  algo  suave  y  lento y  Ernest
trabajaba con otro vaso.  Todo era paz. TerminÈ  mi copa y  la dejÈ sobre el
mostrador. Ernest me sirviÑ en seguida otros cuatro dedos.
     - ¿Mejor? - murmurÑ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
     - Sigue frotando, ¿quieres? SabrÀs que un tipo frotÑ hasta que apareciÑ
un genio. TerminÑ forrado en plata.
     - ¿QuiÈn era? - PreguntÑ Ernest, suspicaz.
     - Otro barman de aquÌ. Antes de que vinieras.
     - ¿Y quÈ pasÑ?
     - Nada. Por quÈ  crees que ocurriÑ  esto de la VisitaciÑn, fue de tanto
que frotÑ. ¿QuiÈnes crees que eran los visitantes?
     - Eres un vago - replicÑ Ernie, aprobando.
     Fue a la cocina y volviÑ con un plato de  salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimÑ  el ketchup  y volviÑ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botÌn; sabe tambiÈn quÈ es lo que un merodeador necesita despuÈs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
     TerminÈ las  salchichas,  encendÌ  un cigarrillo y  empecÈ  a  calcular
cuÀnto podÌa sacar Ernie con nosotros. No sÈ muy bien a cuÀnto se venderÀ el
botÌn en  Europa,  pero  dicen que un vacÌo puede llegar  casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da mÀs que cuatrocientos. Las  pilas, allÀ, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con  suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquÌ y otra
por  allÀ... y el jefe de estaciÑn  tambiÈn debe estar en la lista de pagos.
PensÀndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
mÀs. Y si lo pescan son diez aßos de trabajos forzados.
     En   este  punto   un  tipo   muy  cortÈs  interrumpiÑ  mis  honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habÌa  visto entrar. Se anunciÑ bien al lado
mÌo, pidiendo permiso para sentarse.
     - Por favor, no tiene por quÈ.
     Era un tipo  flaquito de nariz afilada, con corbata de moßo. Su cara me
parecÌa conocida, pero no podÌa ubicarlo. SubiÑ al lado y dijo a Ernest:
     -
     En seguida se volviÑ hacia mÌ.
     - Disculpe  - dijo -, ¿no nos  conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
     - SÌ. ¿Y usted?
     SacÑ rÀpidamente su tarjeta de presentaciÑn y me la puso enfrente:
     "Aloysius  Maenaught,   Agente   Plenipotenciario   de  la  Oficina  de
EmigraciÑn" Claro que lo conocÌa. Es  de los que joden  a la gente para  que
salga de  la  ciudad. Si tal  como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciÑn inicial de Harmont,  quÈ  pretenderÀ  este tipo, limpiar la ciudad
por completo. ApartÈ la tarjeta con la ußa.
     - No, gracias. No tengo interÈs. Mi sueßo es morir en mi ciudad natal.
     - Pero ¿por quÈ? - GritÑ Èl en seguida -. Perdone mi indiscreciÑn, pero
¿quÈ lo retiene aquÌ?
     - ¿CÑmo? Lindos recuerdos  de la infancia. El  primer beso en  la plaza
municipal. Mamita  y papito. Mi primera  borrachera, en este  mismo  bar. La
comisarÌa, tan querida para mÌ.
     SaquÈ un paßuelo muy usado y me sequÈ los ojos.
     -
     èl se  echÑ a reÌr, tomÑ un  sorbito del  whisky canadiense y respondiÑ
pensativo.
     - No entiendo  cÑmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad  la
vida es dura.  Hay control  militar,  pocas diversiones. La Zona  estÀ  a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre  un  volcÀn.  PodrÌa estallar  una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quÈ edad tiene  usted? ¿VeintidÑs, veintitrÈs? ¿No se
da cuenta de  que la Oficina es una organizaciÑn de caridad? No ganamos nada
con  esto.  Lo Çnico que  deseamos es que  la gente se vaya de este  agujero
infernal y vuelva a la corriente de la  vida.  Nosotros salimos de  garantÌa
para la  mudanza, le buscamos  trabajo. En  el caso de la gente  joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
     - ¿Es decir que nadie quiere irse?
     -  No  tanto como  nadie.  Algunos se  estÀn yendo,  sobre todo los que
tienen familia. Pero los jÑvenes y los ancianos... ¿QuÈ buscan aquÌ? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
     Entonces le contestÈ como merecÌa.
     -
Nuestra pequeßa ciudad es un  agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a  su podrido  mundo que  lo  cambiaremos  por  completo.  Y  cuando
obtengamos  los conocimientos  haremos  ricos a  todos,  y volaremos  a  las
estrellas, y  viajaremos  adonde nos plazca. Esa es la clase  de agujero que
tenemos aquÌ.
     Me interrumpÌ en ese punto porque vi que Ernest me  miraba  atÑnito. Me
sentÌ incÑmodo;  por lo comÇn no me gusta usar palabras ajenas,  ni siquiera
cuando  estoy de  acuerdo con  ellas. AdemÀs todo eso me  salÌa  medio raro.
Cuando  lo dice Kirill uno  escucha y se olvida de cerrar la  boca. Pero por
mÀs que yo dijera lo mismo no me salÌa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
     Ernie reaccionÑ velozmente  y  se apresurÑ  a  servirme  seis  dedos de
combustible,  como  para  que  recuperara  la  cordura.  El  narigudo  seßor
Maenaught volviÑ a sorber su whisky.
     - Claro, por  supuesto. Las pilas  inagotables,  la panacea  azul. Pero
seßor, ¿de veras cree que todo serÀ como usted dice?
     -  Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mÌ: ¿quÈ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sÈ bien. Se rompen el lomo todo el dÌa y miran televisiÑn toda la noche.
     - No es obligatorio que vaya a Europa.
     - Todo es igual, salvo que en la AntÀrtida hace frÌo.
     Lo  mÀs asombroso es  que  yo creÌa  hasta con la  panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces  mÀs
querida que  todas las Europas y las  àfricas. Y todavÌa no estaba borracho.
Por   un  instante  habÌa   imaginado  cÑmo  tendrÌa  que  volver  a   casa,
arrastrÀndome, con una manga de cretinos como yo; cÑmo  me  empujarÌan  y me
estrujarÌan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
     - ¿Y usted? - preguntÑ el hombre a Ernest.
     - Yo tengo mi negocio -  respondiÑ  Èste, dÀndose importancia -. No soy
ningÇn  pobretÑn. He  invertido  todo  mi dinero en  este negocio. Hasta  el
comandante  de  la  base viene aquÌ de  vez  en  cuando; un general, ¿quÈ le
parece? ¿CÑmo me voy a ir?
     El  seßor  Aloysius Maenaught tratÑ de  ganar  algunos  puntos  citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. TomÈ un buen trago, bien largo saquÈ un
montÑn de  cambio del  bolsillo, me  bajÈ  del taburete y  carguÈ la vitrola
automÀtica.  Hay  una  canciÑn allÌ que se  llama  "No vuelvas  si no  estÀs
seguro". Me causa un buen efecto despuÈs de haber estado en la Zona.
     La vitrola aullaba y arrullaba.  Me llevÈ  el vaso  a un  rincÑn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un  solo brazo, y el tiempo
pasÑ  volando,  como  un  pÀjaro. Cuando  echaba  el  Çltimo centavo  en  el
artefacto entraron  Richard  Noonan y  Gutalin,  para  echarse en los brazos
hospitalarios del  bar. Gutalin estaba  mamado; los ojos  se le daban vuelta
para  todos lados  y buscaba  dÑnde poner el pußo.  Richard Noonan lo  tenÌa
tiernamente por el codo y lo distraÌa con chistes.
un  mono negro y enorme;  las manos le llegan  hasta las  rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
     - ¡Eh! - gritÑ Dick  -. ¡AllÀ estÀ Red! ¡Ven con nosotros!
rugiÑ Gutalin -. En esta ciudad hay sÑlo dos  hombres de verdad:
Los demÀs son todos cerdos o hijos de SatanÀs. TÇ tambiÈn sirves al demonio,
Red, pero todavÌa eres humano.
     Me acerquÈ con mi copa. Gutalin me quitÑ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
     -
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
     - Lloremos - dije -. Bebamos las lÀgrimas del pecado.
     - Porque el dÌa estÀ cerca - anunciÑ Gutalin -. Porque el corcel blanco
estÀ  ensillado y  su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de  los  que se  hayan vendido  a SatanÀs  serÀn  en vano. SÑlo los  que han
resistido a Èl se salvarÀn. Ustedes, hijos del hombre,  que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los  juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de SatanÀs, a ustedes les digo: ¡EstÀn ciegos!
despierten antes de que  sea demasiado  tarde!
diablo!
     Se  interrumpiÑ  como si hubiera  olvidado lo  que  seguÌa.  De  pronto
preguntÑ, en tono distinto.
     -  ¿Puedo tomar un trago aquÌ?  Sabes, Red, me  emborrachÈ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, estÀn cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiÈn".  Pero  ellos  se  rÌen, nada mÀs.  Por  eso le
aplastÈ la nariz al dueßo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quÈ?
     Dick se acercÑ y puso la botella sobre la mesa.
     - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
     Dick me echÑ una mirada de soslayo.
     - EstÀ dentro de la ley  - dije -.  Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciÑn.
     - ¿Fuiste a la Zona? - preguntÑ Dick -. ¿Trajiste algo?
     - Un vacÌo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
     - ¡Un vacÌo! - repitiÑ Gutalin, lleno de  pena  -.
por vaya  a saber  quÈ  vacÌo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CÑmo sabes, Red, cuÀnto de pena y de pecado...?
     - Calla,  Gutalin  -  dije severamente -. Bebe y  festeja que  yo  haya
vuelto con vida. Por el Èxito, amigos mÌos.
     Dio buen  resultado aquel brindis por el Èxito.  Gutalin se vino  abajo
por completo. Sollozaba, las lÀgrimas le brotaban como agua  de una canilla.
Lo conozco bien; es nada mÀs que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una  tentaciÑn  del  diablo.  Que no  deberÌamos sacar  nada  de allÌ  y que
deberÌamos poner  de  nuevo  en  ella  todo  lo que  hemos sacado.  Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me  gusta; me refiero a  Gutalin. Siempre me  gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botÌn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y  de noche lo lleva a  la Zona y  lo entierra.  Estaba esperando,
pero pronto pararÌa.
     - ¿QuÈ es  un vacÌo lleno? - preguntÑ Dick -. SÈ quÈ  son los vacÌos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
     Se lo expliquÈ. èl asintiÑ y se lamiÑ los labios.
     - SÌ, es muy interesante. Una cosa  nueva. ¿Con  quiÈn fuiste,  con  el
ruso?
     - SÌ,  con Kirill  y Tender.  Lo conoces, ¿no? Es nuestro  asistente de
laboratorio.
     - Te habrÀn vuelto loco.
     -  Nada  de  eso,  se portaron  muy bien. Especialmente Kirill.  Es  un
merodeador nato. Necesita un poco mÀs de  experiencia  que le lime el apuro.
Con Èl irÌa a la Zona todos los dÌas.
     - ¿Y todas las noches? - preguntÑ, con una mueca de borracho.
     - TermÌnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
     - Un chiste es un chiste, ya lo sÈ, pero me puede meter en un montÑn de
problemas. Te debo uno.
     - ¿QuiÈn tiene uno? - preguntÑ Gutalin, excitado -. ¿CuÀl es?
     Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su  silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiÑ. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando mÀs y mÀs gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se  habÌan  ocupado. Ernest llamÑ  a  las muchachas, que empezaron  a servir
bebidas a los  clientes:  cerveza, cÑcteles,  vodka. NotÈ  que  habÌa muchas
caras nuevas  en la ciudad, Çltimamente; en su mayorÌa, jÑvenes novatos  con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionÈ
a Dick y Èl asintiÑ.
     - ¿QuÈ quieres?
     -  EstÀn  empezando  un  montÑn de  construcciones. El Instituto  va  a
levantar  tres edificios nuevos.  AdemÀs piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho  viejo. Ya  se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
     -  ¿CuÀndo  fueron buenos los tiempos  para los merodeadores? - observÈ
yo.
     Y pensÈ: "Caramba,  ¿quÈ novedades son  Èstas?  Parece que ya  no voy a
poder hacer un  poco  de plata extra por ese lado.  Tal vez sea para  mejor.
Menos  tentaciones. IrÈ a la Zona de dÌa,  como un ciudadano  decente. No se
gana lo mismo,  por supuesto, pero es mucho mÀs seguro.  La cabina, el traje
especial y todo  eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo  y  emborracharme con  las  bonificaciones". Pero entonces  me  sentÌ
verdaderamente  deprimido.  Otra vez a  juntar  centavitos:  Esto  lo  puedo
comprar,  esto no. TendrÌa  que  ahorrar para comprar a Guta los  trapos mÀs
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dÌas eran grises,  y tambiÈn las tardes, y tambiÈn  las
noches.
     Y mientras yo pensaba asÌ Dick me chillaba en la oreja:
     -  Anoche,  en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabÌa unos tipos  nuevos.  No me  gustÑ nada el aspecto  que tenÌan.  Uno se
acercÑ a mÌ e iniciÑ una  conversaciÑn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocÌa, que sabe lo que hago, dÑnde trabajo, e insinuando que Èl me pagarÌa
muy bien por varios servicios.
     - Un pasador de datos - dije.
     Eso no me interesaba  mucho. Estaba harto de  pasadores de datos  y  de
charlas sobre trabajitos.
     - No, compaßero, no  era  eso. Escucha. Le  seguÌ  la  corriente por un
rato, con  mucho cuidado, por supuesto. Tiene interÈs en ciertos objetos que
hay en  la  Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas,  las gotitas
negras  y  esas tonterÌas  no le  atraen  en absoluto.  Se  limitÑ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
     - ¿QuÈ es?
     - Jalea de brujas, por lo  que  entendÌ - respondiÑ Dick, mirÀndome con
expresiÑn extraßa.
     - Oh,  asÌ que  quiere jalea de brujas, ¿eh? Y  ya que  estamos, ¿no le
gustarÌan algunas lÀmparas de la muerte?
     - Eso mismo le preguntÈ yo.
     - ¿Y?
     - ¿Me creerÀs si te digo que tambiÈn quiere?
     - ¿Ah, sÌ? -  dije -. Bueno, que vaya  a buscarlas, Es  una pavada. Los
sÑtanos estÀn  llenos de  jalea  de brujas. Que  agarre un  balde  y vaya  a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
     Dick  no  respondiÑ; me mirÑ sin  sonreÌr siquiera. ¿QuÈ diablos estaba
pensando? ¿No tendrÌa intenciones  de contratarme a mÌ? Y  en ese momento se
me ocurriÑ.
     - Un momento - dije -. ¿QuiÈn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
     -  EstÀ  bien -  replicÑ Dick, hablando  con  lentitud y  sin  dejar de
observarme -. Es en la investigaciÑn donde estÀ el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiÈn era Èse?
     No, no entendÌa nada.
     - ¿Te refieres a los Visitantes?
     èl riÑ, me palmeÑ la mano y dijo:
     - ¿Por quÈ no tomas un trago?
     - Por mi parte, de acuerdo.
     Pero me sentÌa enojado. AsÌ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
     - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
     Gutalin  estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacÌa sobre  la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaßÌa.
     - Ahora bien - exclamÈ despuÈs -. No sÈ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero  te dirÈ lo que puedes hacer  con ese  tipo. Ya  sabes cÑmo
quiero a la policÌa, pero lo denunciarÌa.
     - Seguro.  Y entonces la policÌa te preguntarÌa por quÈ  ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
     - No importa  -  repuse, sacudiendo la  cabeza -.  TÇ, pedazo de idiota
gordinflÑn, hace sÑlo tres aßos que estÀs en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas mÀs que en el cine. TendrÌas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de  agallas,  que no piden  mÀs que plata y mÀs plata, pero  ni siquiera  el
finado  Zalamero se habrÌa metido en  un  asunto de  esos. Cuervo  Burbridge
tampoco aceptarÌa. No quiero ni  pensar  quÈ clase de tipo puede querer  esa
jalea de brujas y para quÈ.
     - Bueno, tienes razÑn - dijo  Dick -. Pero te dirÈ:  no me gustarÌa que
cualquier dÌa me encontraran en la cama, habiendo cometido  suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona prÀctica,  y me gusta vivir.  Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrÈ.
     - ¡Seßor Noonan! - gritÑ Ernest desde el mostrador -.
     -
de EnvÌos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
     Se levantÑ para atender el telÈfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin  no ayudaba en nada,  ataquÈ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde  vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fÀcil hablar
de la paz eterna y de la armonÌa que  vendrÀ de  la Zona.  Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por  el contrario, es inteligente de veras), pero no  sabe
un  bledo  de  la  vida.  Ni  siquiera  imagina  quÈ clase  de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea  de brujas. Gutalin serÀ un borrachÌn y  un chiflado por  la religiÑn,
pero a lo mejor no estÀ tan desacertado. Tal vez  deberÌamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
     Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupÑ la silla de Dick.
     - ¿El seßor Schuhart?
     - SÌ. ¿QuÈ hay?
     - Me llamo Creonte. Soy de Malta.
     - ¿CÑmo andan las cosas por Malta?
     -  Las cosas  andan muy  bien por  Malta, pero no es de eso  que querÌa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
     "AjÀ", pensÈ. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en Èl. AquÌ estÀ este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavÌa no sabe lo
que es afeitarse o besar a  una mujer. Pero a Ernest  no le importa nada. Lo
Çnico  que  quiere es mandar mÀs gente a la Zona. SÑlo uno de cada tres sale
con botÌn, pero eso para Èl es dinero."
     - ¿CÑmo anda el viejo Ernest? - preguntÈ. èl mirÑ hacia el mostrador.
     - Tiene buen aspecto. Me gustarÌa estar en lugar de Èl.
     - A mÌ no. ¿Quiere una copa?
     - Gracias, no bebo.
     - ¿Un cigarrillo?
     - Perdone, pero tampoco fumo.
     - Maldito seas. ¿Para quÈ  diablos quieres la  plata,  entonces?  èl se
ruborizÑ y dejÑ de sonreÌr.
     - Tal vez eso sea  cosa  mÌa  solamente  - dijo  en voz baja -.  ¿No le
parece, seßor Schuhart?
     - Tienes toda la razÑn del mundo.
     Me servÌ otros cuatro dedos, Ya  me estaba zumbando la cabeza  y sentÌa
una  agradable  pesadez  en  los  miembros. La Zona  me  habÌa liberado  por
completo.
     -  En  este  momento estoy  completamente  borracho - aclarÈ  -.  Estoy
celebrando,  como puedes ver.  EntrÈ en  la Zona,  salÌ  vivo  y ademÀs  con
dinero. Eso no ocurre con  frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavÌa.  AsÌ que preferirÌa  dejar  cualquier asunto  serio  para mÀs
tarde.
     èl se  levantÑ de un salto,  pidiendo disculpas. Entonces  vi que  Dick
habÌa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traÌa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
     - A que tus tanques pierden otra vez el vacÌo.
     - SÌ - dijo -. Otra vez.
     Se  sentÑ, se  sirviÑ un trago y volviÑ a llenar mi vaso. ComprendÌ que
el  problema  no  tenla  ninguna  relaciÑn con mercaderÌas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envÌos:
     -  Bebamos,  Red - dijo, y sin esperarme bajÑ su vaso de un  trago y se
sirviÑ otro -. ¿Sabes que muriÑ Kirill Panov?
     Estaba tan aturdido que no entendÌ bien. Alguien habÌa muerto, y quÈ.
     - Bueno, bebamos por el difunto.
     Me mirÑ abriendo  mucho los  ojos.  SÑlo entonces sentÌ  como si  se me
hubiera roto un  resorte dentro  del cuerpo. Recuerdo  que me levantÈ  y  me
apoyÈ contra la mesa para mirarlo.
     - ¿Kirill?
     TenÌa la telaraßa ante los ojos,  la oÌa crujir al romperse. Y a travÈs
del misterioso ruido  de ese crujir oÌ la voz  de Dick, como  si viniera  de
otra habitaciÑn.
     -  Ataque  al  corazÑn. Lo  encontraron  en  la  ducha,  desnudo. Nadie
entiende   quÈ   le  pasÑ.  Preguntaron   por  ti.  Les  dije   que  estabas
perfectamente.
     - ¿QuÈ quieren entender? Es la Zona.
     - SiÈntate. SiÈntate y toma algo.
     -  La Zona - repetÌ, sin poder dejar  de pronunciar  esa  palabra -. La
Zona, la Zona...
     No veÌa nada  a mi  alrededor,  salvo la telaraßa. Todo  el  bar estaba
preso  en la  telaraßa, y  cuando  la  gente  se  movÌa  la telaraßa  crujÌa
suavemente.  El muchacho  maltÈs  estaba de pie  en  el medio, con  cara  de
sorprendido. No comprendÌa una palabra.
     -  Muchachito  -  le  dije  con  suavidad  -,  ¿cuÀnto  necesitas?  ¿Te
alcanzarÌa con mil? Toma, aquÌ tienes.
     Le arrojÈ el dinero a pußados y empecÈ a gritar:
     -  ¡Ve a decirle a Ernest que  es un hijo de puta,  una porquerÌa!
tengas  miedo,  dÌselo! Porque  ademÀs es cobarde. DÌselo, y  despuÈs te vas
directamente  a  la estaciÑn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sÈ  que  otra cosa gritÈ. Pero sÌ  recuerdo que  terminÈ
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
     - Parece que hoy tienes dinero - dijo.
     - SÌ, tengo un poco.
     -  ¿Por  quÈ  no  me  haces un prÈstamo? Maßana  tengo  que  pagar  los
impuestos.
     En ese momento me  di cuenta de que tenÌa un manojo de  billetes en  la
mano.
     - AsÌ que no acepto - dije, mirando el montÑn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que  veo.  Bueno,  yo no tengo nada que ver con eso.
Todo estÀ en manos del destino.
     - ¿QuÈ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
     - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
     Listo para las duchas.
     - ¿Por quÈ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
     - MuriÑ Kirill - le dije.
     - ¿QuÈ Kirill? ¿El manco?
     MÀs manco serÀs tÇ, hijo de puta. Ni con mil como tÇ se podrÌa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte,  eso  es.  Nos  tienes  a todos comprados  con  tu plata. ¿Te
gustarÌa que te hiciera pedazos el local?
     Justo  cuando  retrocedo para  asestarle uno de los buenos  alguien  me
sujetÑ y me  llevÑ a otro  lado.  Yo  no entendÌa  nada ni  querÌa entender.
GritÈ, luchÈ,  lancÈ puntapiÈs. Cuando recobrÈ el sentido estaba en el baßo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocÌ al mirarme en
el espejo. Se me contraÌa la mejilla, cosa que nunca  me habÌa pasado. Desde
fuera me llegÑ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, mÀs potentes que los de un oso pardo:
     -
simientes del diablo?
     Y el ulular de las sirenas de policÌa.
     En cuanto las oÌ, mi cerebro se aclarÑ  como un  cristal. RecordÈ todo,
supe  todo, comprendÌ todo. En el alma no me quedaba mÀs que un odio helado.
"¡Muy  bien!,  pensÈ,
merodeador, grandÌsimo chupasangre!".
     SaquÈ  un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretÈ
un par de  veces para ponerlo en funcionamiento, abrÌ la puerta  que daba al
bar y lo dejÈ caer silenciosamente en la escupidera. DespuÈs abrÌ la ventana
y  salÌ a la calle. Me habrÌa gustado quedarme por allÌ para ver quÈ pasaba,
pero  tenÌa  que irme  cuanto  antes. Los picapicas me provocan  hemorragias
nasales.
     Mientras  corrÌa por  el patio trasero oÌ que  mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas  antes que los  humanos. En seguida
alguno  de los que  estaban en  el bar chillÑ con  tantas  ganas  que se  me
taparon los  oÌdos, aun a esa distancia. No me costÑ imaginar a esa multitud
que se  enloquecÌa allÌ dentro: algunos caerÌan en  una profunda  depresiÑn,
otras  saldrÌan  volando  y  algunos se  dejarÌan  ganar  por el  pÀnico. El
picapica es algo terrible. PasarÀ mucho tiempo  antes de que Ernest vuelva a
llenar  el  local.  No  le costarÀ  mucho adivinar  que  fue obra  mÌa,  por
supuesto, pero  me importa un rÀbano. Se acabÑ. Red,  el  merodeador, ya  no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseßar  a  otros tontos a
arriesgar  la de ellos. Kirill,  compaßero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razÑn. èse no  es
sitio para seres humanos. La Zona estÀ maldita.
     SaltÈ  por el  cerco y tomÈ rumbo a casa. Me  mordÌa los labios;  tenÌa
ganas de llorar, pero no podÌa. No veÌa mÀs  que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaßerito, mi Çnico amigo, ¿cÑmo pudo ocurrir esto? ¿CÑmo me las arreglarÈ
sin ti? TÇ  me pintabas  imÀgenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorarÀ por ti, pero yo  no puedo.  Y
todo fue culpa mÌa. MÌa,  mÌa solamente,  porque soy  un inÇtil. ¿CÑmo se me
ocurriÑ  meterte en ese garaje sin  dejar  que acostumbraras los  ojos a  la
oscuridad?
     HabÌa  vivido toda  mi existencia como un lobo, sin preocuparme mÀs que
por  mÌ mismo.  Y de pronto habÌa  decidido  convertirme en  un  benefactor,
hacerle un pequeßo regalo. ¿Para quÈ demonios le  mencionÈ  ese vacÌo?  Cada
vez que lo pensaba sentÌa un dolor en la garganta, ganas de aullar.  Tal vez
lo hice,  porque la  gente me evitaba por la  calle. Y de  pronto  las cosas
mejoraron: Guta  venÌa  hacia mÌ.  VenÌa hacia mÌ, mÌ preciosa,  mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceÀndose sobre las
rodillas.  En cada puerta habÌa un par  de  ojos  que la seguÌan, pero  ella
caminaba en lÌnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta  entonces de que me
estaba buscando.
     - Hola - dije -. Guta, ¿adÑnde vas?
     ApreciÑ con una sola mirada mi cara  aporreada,  mi  chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
     - Hola, Red. Iba a verte.
     - Ya lo sÈ. Vamos a mi casa.
     Se volviÑ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello  largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
     - No sÈ, Red. Tal vez no quieras verme mÀs.
     Se me estrujÑ el corazÑn. ¿Y eso? Pero hablÈ tranquilamente:
     - No entiendo adÑnde quieres llegar,  Guta.  Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quÈ crees que no voy a querer verte mÀs?
     La tomÈ de la mano y los dos echamos a andar  lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habÌan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo  en
esa calle desde  que nacÌ  y todos conocen muy  bien a  Red. Y el que no  me
conoce no tardarÀ en hacerlo; es algo que se siente.
     - MamÀ  quiere  que me haga un  aborto -  dijo, de pronto  -. Y  yo  no
quiero.
     Di varios pasos mÀs antes de comprender lo que estaba diciendo.
     -  No quiero abortar.  Quiero tener un hijo tuyo.  Puedes hacer  lo que
quieras, irte al Çltimo rincÑn del mundo. No te voy a retener.
     La  escuchÈ, vi que se iba alterando mÀs y mÀs, mientras  yo me  sentÌa
cada vez mÀs aturdido. Eso no tenÌa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre mÀs.
     - Ella me dice que si tengo un hijo de un  merodeador serÀ un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no  tendremos  familia.  Que hoy
estÀs  libre y  maßana en  la  cÀrcel.  Pero todo eso  no me importa,  estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme  sola y criarlo  hasta  que sea
hombre: sola. Lo tendrÈ sola, lo criarÈ sola y lo educarÈ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiÈn,  pero no vuelvas a buscarme. No te dejarÈ pasar de
la puerta.
     - Guta, querida mÌa - dije -, espera un minuto...
     No pude seguir hablando. Una  risa nerviosa, idiota,  me crecÌa dentro,
surgÌa ya.
     - Pichoncita mÌa, entonces ¿para quÈ me buscas?
     Estaba riendo  como un campesino estÇpido  mientras ella lloraba contra
mi pecho,
     - ¿QuÈ  serÀ de nosotros,  Red? -  preguntÑ entre sus  lÀgrimas -. ¿QuÈ
serÀ de nosotros?

     2. Redrick Schuhart, veintiocho aßos, casado, sin ocupaciÑn permanente.

     Redrick Schuhart, echado tras  una lÀpida, observaba al patrullero  por
entre las  ramas  del fresno, los reflectores del coche se paseaban  por  el
cementerio; de  vez en cuando le daban en los  ojos, haciÈndole parpadear  y
contener el aliento.
     HabÌan pasado dos horas,  pero nada cambiaba en la ruta. El  patrullero
seguÌa estacionado en  el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus  tres  reflectores  las  tumbas  en  decadencia,  las  cruces torcidas y
herrumbradas,  los fresnos demasiado crecidos y  sin podar,  y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allÌ, a la izquierda.
     La patrulla de la costa tenÌa miedo a la Zona. Ni siquiera  bajaban del
coche. Cerca del  cementerio el miedo  era  tan grande que no se  atrevÌan a
disparar. Redrick los  oÌa hablar en voz baja  de tanto  en tanto; a  veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del  coche para  rodar  por la ruta,
resbalando, esparciendo dÈbiles chispas rojas. Todo estaba muy hÇmedo; habÌa
llovido  poco  antes, y aquel  frÌo malsano se  le filtraba por el  mameluco
impermeable.
     Redrick soltÑ la rama  con cuidado, volviÑ la cabeza y prestÑ atenciÑn.
Hacia  la  izquierda (en algÇn sitio  no  demasiado  alejado,  pero  tampoco
demasiado cerca) habÌa otra persona. OyÑ crujir  las hojas una vez mÀs, y la
tierra que cedÌa; al fin se oyÑ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezÑ a arrastrarse  hacia atrÀs, con mucha prudencia y  sin volver
la cabeza, aferrado  al pasto hÇmedo. El rayo luminoso le pasÑ  por sobre la
cabeza. èl permaneciÑ un instante quieto como una estatua, siguiÈndolo en su
silencioso paseo. Entre las  cruces  le pareciÑ ver  a  un hombre de  negro,
sentado  sin  moverse en  una de  las tumbas.  Estaba apoyado sin  disimular
contra un  obelisco de mÀrmol y volvÌa  hacia  Redrick  la cara  blanca, las
cuencas negras y hundidas. No  lo habÌa visto con claridad, pues apenas  fue
un segundo, pero tenÌa todos los detalles archivados en la imaginaciÑn.
     Se arrastrÑ unos  pasos mÀs y buscÑ la petaca que tenÌa en la chaqueta.
La sacÑ; apoyÑ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. DespuÈs,
aÇn aferrado a  la  petaca, siguiÑ reptando.  DejÑ de escuchar  y mirÑ  a su
alrededor.
     En la pared habÌa una abertura.  AllÌ estaba Burbridge,  con un agujero
de bala  en  el impermeable a rayas  de color gris  plomo. TodavÌa seguÌa de
espaldas, tironeando del cuello  de su tricota con las dos manos y  gimiendo
de dolor. Redrick se  sentÑ  junto a Èl y desenroscÑ la  tapa de la  petaca.
LevantÑ con cuidado la cabeza a su compaßero, sintiendo en la palma la calva
caliente,  sudorosa,  pegajosa, y le  llevÑ el  pico  a  los  labios. Estaba
oscuro, pero los dÈbiles  rayos  de los  reflectores le permitieron ver  los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la  oscura  barba de pocos dÌas que
le cubrÌa las mejillas. Burbridge bebiÑ Àvidamente varios tragos; en seguida
tendiÑ una mano nerviosa para palpar el saco donde tenÌa el botÌn.
     -  Volviste... Red... Buen compaßero.  No  eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
     Redrick echÑ la cabeza atrÀs y tomÑ un trago largo.
     - TodavÌa estÀ allÌ, como si estuviera clavado a la ruta.
     - No es casualidad. Alguien pasÑ el dato. Nos estaba esperando.
     Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
     - Puede ser - respondiÑ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
     -  No. Por ahora basta.  No me abandones. Si no me abandonas no morirÈ.
No tendrÀs que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarÀs, Red?
     Redrick  no  respondiÑ. Estaba mirando  hacia  la  carretera, hacia los
destellos de  luz. Desde  allÌ veÌa  el  obelisco de mÀrmol, pero  no  si Èl
estaba sentado allÌ o no.
     - Oye, Red, no estoy diciendo tonterÌas. No te arrepentirÀs. ¿Sabes por
quÈ vive todavÌa el viejo  Burbridge?  ¿Lo  sabes?  Bob  el  Gorila reventÑ.
FaraÑn  el  Banquero  estirÑ la  pata,  y quÈ  merodeador  era, pero  muriÑ.
Zalamero tambiÈn.  Y  Norman el Cuatro-Ojos,  y Culligan,  y  Pedro el Roßa.
Todos. Soy el Çnico que sigue vivo. ¿Y por quÈ? ¿Lo sabes?
     -  Siempre  fuiste una  rata - dijo Red, sin  quitar  los  ojos  de  la
carretera -. Un hijo de puta.
     - Una  rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraÑn,  Zalamero...  Sin  embargo soy el Çnico  que queda. ¿Sabes por
quÈ?
     - SÌ, lo sÈ - dijo Red, para acabar con la charla.
     - Mientes. No lo sabes. ¿Has oÌdo hablar de la Bola Dorada?
     - SÌ.
     - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
     - SerÀ mejor que calles. Ahorra fuerzas.
     -  Estoy  bien. TÇ me  sacarÀs  de  aquÌ.  Hemos  ido  a la Zona tantas
veces...  ¿SerÌas  capaz  de  abandonarme?  Te  conocÌ  cuando...  Eras  tan
chiquito... Tu padre...
     Redrick  no  respondiÑ.  Hubiera  dado  cualquier  cosa  por  fumar  un
cigarrillo.  SacÑ uno, rompiÑ  el  tabaco entre las manos  y lo  olfateÑ. No
sirviÑ de nada.
     - Tienes que sacarme de aquÌ. Me quemÈ por causa tuya. Fuiste tÇ el que
no quiso traer al maltÈs.
     El maltÈs ardÌa  por  ir con ellos. Los habÌa  tentado toda  la  tarde,
ofreciÈndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirÌa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado  junto a Èl, seguÌa guißando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "LlevÈmoslo, no nos irÀ mal".  Tal vez fue por eso que  Red
se negÑ.
     -  Te pasÑ eso por ambicioso - dijo frÌamente  Red -, Yo no  tengo nada
que ver. SerÀ mejor que te quedes quieto.
     Por un rato Burbridge se limitÑ a gemir. VolviÑ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrÀs.
     - Puedes quedarte con todo el botÌn - jadeÑ -. Pero no me abandones.
     Redrick  mirÑ su reloj. No faltaba mucho para el  alba, y el patrullero
no se  iba.  Los reflectores seguÌan  buscando entre  los arbustos,  y ellos
habÌan dejado el jeep  camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarÌan en cualquier momento.
     -  La  Bola Dorada - dijo Burbridge  -. La  hallÈ.  Se contaban  tantas
leyendas  sobre  ella.  Yo  mismo  inventÈ  unas  cuantas.  Que te  concedÌa
cualquier deseo...
aquÌ. EstarÌa dÀndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
     Redrick bajÑ la vista hacia Èl. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecÌa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
     -  Juventud eterna, quÈ  diablos la iba a conseguir. Plata, eso  menos,
quÈ diablos. Pero conseguÌ salud.  Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quÈ lugares he estado, pero todavÌa estoy vivo.
     Se lamiÑ los labios y prosiguiÑ:
     - SÑlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
     - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin  -.  Pareces una  mujer. Si
puedo te sacarÈ de aquÌ. Lo siento por tu Dina. TendrÀ que hacer la calle.
     - Dina - susurrÑ Àsperamente el viejo -. Mi pequeßa. Mi preciosa. EstÀn
malcriados, Red. Nunca  les neguÈ nada. Se verÀn perdidos. Arthur, mi Artie.
TÇ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como Èl?
     - Ya te lo dije: si puedo te salvarÈ.
     - No - replicÑ Burbridge, tercamente  -.  Me  sacarÀs de  aquÌ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dÑnde estÀ?
     - Dale.
     Burbridge gimiÑ y moviÑ el cuerpo.
     - Mis piernas... FÌjate cÑmo estÀn.
     Redrick  alargÑ una mano y la  deslizÑ por  la pierna, por debajo de la
rodilla.
     - Los huesos... - gimiÑ el herido -. ¿TodavÌa hay huesos allÌ?
     - Hay huesos. Deja de meter bulla.
     - EstÀs mintiendo. ¿Para quÈ mentir? ¿Crees que no lo sÈ, que nunca  he
visto nada de esto?
     En realidad no tocaba mÀs que la rÑtula. Por debajo, hasta el  tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podÌan haber hecho nudos con ella.
     - Las rodillas estÀn enteras - dijo Red.
     - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
     - Bueno, estÀ bien. TÇ sÀcame de aquÌ, nada mÀs.  Te darÈ todo. La Bola
Dorada. Te dibujarÈ un mapa. Con todas las trampas. Te contarÈ todo.
     PrometiÑ muchas  otras  cosas, pero  Redrick no le  prestaba  atenciÑn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habÌan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergÌan sobre aquel obelisco. En la
neblina  azul brillante,  Redrick  vio  que  la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre  las cruces; parecÌa moverse a  ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de  ella para continuar
la  marcha, con los brazos extendidos hacia adelante  y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciÑ  como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuÈs reapareciÑ hacia la derecha, algo  mÀs lejos; caminaba con
una  terquedad inhumana  y estrafalaria, como un juguete al  que le hubieran
dado cuerda.
     De pronto  las luces  se  apagaron. ChirriÑ  la transmisiÑn,  rugiÑ  el
motor;  entre las matas aparecieron las luces de seßales, azules y rojas. El
patrullero saliÑ disparado, acelerando salvajemente  rumbo  a  la ciudad,  y
desapareciÑ tras el muro.
     Redrick tragÑ saliva y bajÑ la cremallera de su mameluco.
     - Se han ido - murmurÑ Burbridge, febril -. Red, vÀmonos, pronto.
     GirÑ sobre sÌ, buscando a tientas su bolsa, y tratÑ de levantarse.
     - Vamos, ¿quÈ esperas?
     Redrick seguÌa mirando hacia la ruta. Estaba a  oscuras y ya no se veÌa
nada,  pero Èl  merodeaba todavÌa por  ahÌ,  seguramente, como un  autÑmata,
tropezando, cayendo,  golpeÀndose contra  las  cruces  o enredÀndose  en los
matorrales.
     - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
     LevantÑ a Burbridge, que se le  colgÑ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrÑ en cuatro patas, llevÀndolo
sobre la espalda; asÌ pasÑ por la grieta de la pared, agarrÀndose del  pasto
mojado.
     - Vamos,  vamos - susurrÑ Àsperamente Burbridge  -. No te preocupes: yo
tengo el botÌn y no lo soltarÈ.
     El sendero le era conocido,  pero el  pasto mojado lo hacÌa resbaloso y
las ramas de los  fresnos  le  azotaban  la cara;  aquel  viejo robusto  era
insoportablemente pesado, como un cadÀver; la bolsa  del botÌn hacÌa ruido y
se enganchaba en todas partes; ademÀs Red tenÌa miedo de encontrarse con Èl,
que podÌa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
     Cuando salieron  a  la carretera todavÌa  estaba  oscuro,  pero  ya  se
presentÌa el  alba. En  los bosquecillos,  del otro  lado de  la  ruta,  los
pÀjaros  comenzaban  a piar,  inseguros  y soßolientos, la penumbra nocturna
estaba  tomando  un tono azul  sobre  las  casas  negras  de  los  suburbios
distantes.  Desde  allÌ  venÌa  una brisa  hÇmeda  y  frÌa.  Redrick  dejÑ a
Burbridge en  el recodo de la ruta y cruzÑ el pavimento como una  gran araßa
negra.  No tardÑ en  hallar  el  jeep;  apartÑ  las  ramas que  cubrÌan  los
paragolpes y  la capota,  y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllÌ estaba Burbridge, con  la bolsa en  una mano, tocÀndose las piernas con
la otra.
     - ¡ApÇrate! ApÇrate, las rodillas, todavÌa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
     Redrick lo levantÑ y lo arrojÑ por sobre su costado,  hacia  el asiento
trasero.  Burbridge aterrizÑ allÌ con un grußido, pero  sin soltar la bolsa.
Redrick recogiÑ el impermeable de rayas grises y lo cubriÑ con Èl. Burbridge
logrÑ incluso quitarse el saco.
     Red sacÑ  una linterna y revisÑ el recodo en busca de huellas. No habÌa
muchas.  El  jeep  habÌa  aplastado  algunos  pastos altos  al  salir  a  la
carretera, pero la hierba se volverÌa a erguir en un par de horas. HabÌa una
enorme cantidad  de colillas en torno al sitio que ocupara  un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordÑ que tenÌa ganas de fumar. EncendiÑ un
cigarrillo,  aunque mÀs  aun  deseaba salir de allÌ  lo  antes posible. Pero
todavÌa no podrÌa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
     - ¿QuÈ pasa?  - gimiÑ Burbridge desde el auto -. TodavÌa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca estÀn secos.  ¿QuÈ  espera?
botÌn!
     - ¡CÀllate!
     - ¿QuÈ  suburbios? ¿EstÀs loco?
puta!
     Redrick dio  una  Çltima chupada y guardÑ  la  colilla en  la  caja  de
fÑsforos.
     - No seas idiota, Cuervo. No  podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrÀn por lo menos una vez.
     - ¿Y quÈ?
     - En cuanto te vean los pies se acabÑ la juerga.
     - ¿QuÈ hay con  mis  pies? Estuvimos  pescando. Me lastimÈ las piernas,
eso es todo.
     - ¿Y si te las palpan?
     - Que las palpen. GritarÈ tanto que no volverÀn a palpar, una pierna en
su vida.
     Pero Redrick ya estaba decidido.  LevantÑ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriÑ un compartimiento secreto y dijo:
     - A ver, dame eso.
     El tanque de nafta  que tenÌan  bajo el asiento era falso. Redrick tomÑ
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciÑn a los tintineos que se oÌan en
ella.
     - No quiero correr ningÇn riesgo - murmurÑ -. No tengo derecho.
     VolviÑ  a  poner  la  tapa, la  cubriÑ con basuras  y trapos  y  colocÑ
nuevamente el asiento. Burbridge gemÌa, grußÌa, le  suplicaba que se apurara
y le prometÌa la Bola Dorada. AgitÀndose en el asiento,  miraba ansiosamente
los rayos  de  luz,  cada vez mÀs intensos.  Redrick no le  prestÑ atenciÑn;
abriÑ la bolsa plÀstica llena de agua, que contenÌa un pez, y volcÑ el  agua
sobre  los  aparejos  de pesca;  en  cuanto al agitado  pez, lo  echÑ  en el
canasto. DespuÈs doblÑ  la bolsa de  plÀstico y se la guardÑ en el bolsillo.
Ya  estaba todo en orden: dos pescadores  que volvÌan de una  salida no  muy
provechosa. Se instalÑ al volante y puso el motor en marcha.
     No encendiÑ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendÌa aquel muro de  tres metros  de ancho,  bordeando  la Zona; hacia la
derecha,  de  vez  en  cuando,  alguna cabaßa abandonada,  con  las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veÌa bien en la oscuridad; ademÀs,
de  cualquier modo, ya  no estaba tan oscuro, y por otra parte  Èl sabÌa que
vendrÌa.  AsÌ  que  cuando  vio  aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rÌtmico, ni siquiera aminorÑ la marcha. Se encorvÑ sobre el
volante.  èl caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigÌa hacia la ciudad. Redrick lo dejÑ a la izquierda y acelerÑ.
     -
¿viste eso?
     - SÌ.
     - ¡Dios!
     Y de pronto Burbridge empezÑ a rezar en voz alta.
     -
     La curva  tenÌa que estar  allÌ,  muy cerca. Redrick aminorÑ la marcha,
buscando entre  la  hilera  de casas decadentes  y entre  los  cercos de  la
derecha. La vieja cabaßa del transformador, la pÈrtiga con los soportes,  el
puente  podrido sobre la  alcantarilla. Redrick  hizo girar  el volante.  El
coche virÑ con una sacudida.
     - ¿AdÑnde vas? -  gimiÑ Burbridge -.
hijo de puta!
     Redrick se volviÑ por un  segundo y le asestÑ  una bofetada  en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optÑ  por guardar silencio. El coche se
sacudÌa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
     Redrick encendiÑ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos,  cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbÌa.  Ya no  prometÌa nada mÀs.
Se quejaba  y  amenazaba, pero  en voz muy baja  y  nada  clara;  Redrick no
comprendÌa mÀs que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callÑ.
     La aldea se extendÌa a lo largo del  borde occidental  de la ciudad. En
otros tiempos habÌa allÌ casas  de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeßos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor  y
la contaminaciÑn de la planta nunca llegaban  a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado.  SÑlo una de las  casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veÌa una luz amarilla a travÈs de las cortinas corridas, en
la soga habÌa ropa mojada  por  la  lluvia y  un perro  enorme  se precipitÑ
furiosamente contra  el vehÌculo,  para perseguirlo  a travÈs  del barro que
lanzaban las ruedas.
     Redrick  condujo  con  cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista  la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagÑ
el motor. DespuÈs se bajÑ  para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con  las  manos metidas  en  los bolsillos  hÇmedos del mameluco.  Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguÌa hÇmedo, silencioso y soßoliento. ObservÑ
la  ruta  por  entre  los  arbustos del costado.  Desde  ese  punto  se veÌa
claramente el puesto de policÌa:  una pequeßa casa rodante con tres ventanas
iluminadas.  El patrullero  estaba  estacionado junto a ella, vacÌo. Redrick
siguiÑ observando por un rato. No se veÌa actividad en el puesto de policÌa;
los vigilantes quizÀs habÌan sentido frÌo y cansancio durante la noche y  se
estaban calentando en la casa rodante, soßando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "QuÈ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscÑ
la  manopla  de bronce que  tenÌa en el bolsillo y deslizÑ los  dedos en los
anillos, apretando el metal frÌo en el pußo; acurrucado aÇn  para protegerse
del  aire helado, con  las  manos  en los  bolsillos,  retrocediÑ. El  jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habÌa quedado entre los arbustos; era un
sitio  silencioso  y  oculto. Tal vez nadie  habÌa estado  por  allÌ  en los
Çltimos diez aßos.
     Cuando Redrick llegÑ  hasta  el vehÌculo,  Burbridge se  incorporÑ para
mirarlo, boquiabierto. ParecÌa mÀs viejo.  aÇn, arrugado, calvo, sin afeitar
y  con los dientes carcomidos. Se  miraron  mutuamente en  silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
     - El  mapa... todas las trampas, todas... La hallarÀs:  no  tendrÀs por
quÈ arrepentirte.
     Redrick  lo escuchÑ sin moverse. Al fin aflojÑ  los dedos y dejÑ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
     - Bueno. Te limitarÀs a quedarte allÌ acostado,  como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
     Se instalÑ tras el volante y puso el jeep en marcha.
     Todo  saliÑ  bien. Nadie  saliÑ de  la casa  rodante  para  detenerlos;
pasaron  lentamente,  obedeciendo  todas  las  indicaciones  de  trÀnsito  y
haciendo las seßales debidas. DespuÈs Redrick acelerÑ y puso rumbo al centro
por  la parte sur. Eran las seis de la maßana. Las calles estaban vacÌas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los semÀforos parpadeaban solitarios e
inÇtiles  en las intersecciones. Pasaron  junto a la  panaderÌa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiÑ envuelto en una ola de olor a pan
reciÈn horneado, cÀlido, increÌblemente delicioso.
     - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los mÇsculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
     - ¿QuÈ? - preguntÑ Burbridge, asustado.
     -  Dije   que  estoy  muerto  de  hambre.  ¿AdÑnde  vamos?  ¿A  casa  o
directamente al Matasanos?
     - Al  Matasanos,  y pronto -  vociferÑ  Burbridge,  inclinÀndose  hacia
adelante  y  lanzando su  aliento  caliente  contra  el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de Èl.
mÀs rÀpido o no? Pareces una tortuga.
     Impotente,  enojado,  se  lanzÑ en  una serie  de  insultos,  jadeos  y
protestas, para acabar con un  ataque de tos. Redrick no contestÑ;  no tenÌa
tiempo  ni fuerzas  para  tranquilizar a Cuervo, pues  iba a toda velocidad.
QuerÌa terminar lo  antes posible y dormir  por lo menos una hora  antes  de
acudir a la cita en el Metropole. VirÑ en la calle  17, siguiÑ dos cuadras y
estacionÑ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
     Fue  el mismo  Matasanos quien abriÑ la puerta. Acababa de levantarse e
iba  camino al baßo, vestido con una lujosa bata  de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenÌa el pelo despeinado y grandes cÌrculos
oscuros bajo los ojos.
     -
     - Ponte los dientes y vamos.
     - AjÀ.
     Le seßalÑ la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliÑ corriendo
hacia el baßo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allÌ preguntÑ:
     - ¿QuiÈn fue?
     - Burbridge.
     - ¿QuÈ tiene?
     - Las... piernas.
     Redrick oyÑ  correr el agua; hubo  resoplidos,  chapoteos; algo cayÑ  y
rodÑ por el piso de mosaicos del baßo.  Se dejÑ caer en un sillÑn, exhausto,
y encendiÑ  un  cigarrillo. La  sala de espera  parecÌa  muy  agradable.  El
Matasanos no  escatimaba  en  gastos;  era  un  cirujano  muy  competente  y
promocionado,  con  mucha influencia en los cÌrculos mÈdicos,  tanto  de  la
ciudad  como del  Estado.  Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos  robados
en  la   Zona  que  utilizaba   en  sus   investigaciones.   ObtenÌa  nuevos
conocimientos en el  estudio  de  los  merodeadores accidentales  y  de  las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. AdemÀs ganaba gloria  y fama como  Çnico mÈdico del  planeta
especializado en  afecciones no humanas. Por otra parte no le hacÌa asco  al
dinero, y en grandes cantidades menos todavÌa.
     - ¿QuÈ es lo que  le pasa en las piernas, especÌficamente? -  preguntÑ,
saliendo  del bajo  con un  toallÑn al  cuello, con una esquina del  cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
     - CayÑ en la jalea.
     El Matasanos soltÑ un silbido.
     - Bueno, se acabÑ Burbridge. QuÈ pena; era un merodeador famoso.
     - No importa - observÑ Redrick, recostÀndose en  el  sillÑn -, le harÀs
piernas artificiales y con ellas podrÀ volver a la Zona.
     - De acuerdo.
     El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregÑ:
     - Un momento, voy a vestirme.
     Mientras se vestÌa hizo un llamado, probablemente a su clÌnica para que
prepararan todo a fin  de operar. Entre tanto, Redrick seguÌa inmÑvil en  la
silla, fumando.  SÑlo se moviÑ una vez, para sacar su petaca. BebiÑ pequeßos
sorbos,  porque sÑlo quedaba un poquito en el fondo.  TratÑ de no pensar  en
nada, de esperar, simplemente.
     DespuÈs fueron hasta el coche; Redrick ocupÑ el asiento del conductor y
el Matasanos se sentÑ junto a Èl. Inmediatamente se inclinÑ hacia el asiento
trasero para  palpar  las piernas de Burbridge.  èste, sumiso  e intimidado,
murmurÑ patÈticamente, prometiendo cubrirlo  de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus  hijos, rogÀndole  que le salvara por lo menos
las rodillas.
     Cuando llegaron a la clÌnica el Matasanos estallÑ en maldiciones al ver
que no habÌa enfermeros esperÀndolos a la entrada; saltÑ del coche  antes de
que  Èste se  detuviera  y  corriÑ hacia el interior. Redrick encendiÑ  otro
cigarrillo. Burbridge hablÑ sÇbitamente, con claridad y  calma, en  completa
calma, al fin, segÇn parecÌa:
     - Quisiste matarme. No lo olvidarÈ.
     - Pero no te matÈ - replicÑ Redrick.
     - No, no me mataste.
     Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregÑ:
     - Eso tambiÈn lo recordarÈ.
     -  AjÀ.  Claro,  tÇ  no  habrÌas  tratado de  matarme  -  observÑ  Red,
volviÈndose para  mirarlo -. Me habrÌas abandonado allÌ, sin mÀs. Me habrÌas
dejado en la Zona. Me habrÌas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
     El viejo movÌa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrÌo:
     - Cuatro-Ojos se matÑ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
     - Hijo de puta -  repuso Redrick tranquilamente, dÀndole  la espalda -.
GrandÌsimo hijo de puta.
     Los enfermeros, soßolientos  y arrugados, corrieron  hacia la  entrada,
desplegando  la  camilla por  el trayecto. Redrick se  desperezÑ y  bostezÑ,
mientras ellos extraÌan trabajosamente a Burbridge del asiento  trasero y lo
tendÌan en la camilla.
     El  viejo  se  mantuvo inmÑvil,  con las  manos  unidas sobre el pecho,
mirando al cielo  con  resignaciÑn.  Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraßo. Era el Çltimo
de  los  viejos   merodeadores   que  habÌan   comenzado  a  buscar  tesoros
inmediatamente  despuÈs  de la VisitaciÑn,  cuando  la  Zona  no se  llamaba
todavÌa Zona,  cuando  no  habÌa  institutos,  ni muros,  ni fuerzas de  las
Naciones  Unidas, cuando la ciudad  estaba  petrificada por  el terror  y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periÑdicos.
En  aquella Època Redrick  tenÌa sÑlo diez aßos; Burbridge era aÇn fuerte  y
Àgil;  le  gustaba  beber cuando pagaba otro,  alborotar,  arrinconar a  las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces  era un  lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiÑ pegÀndole hasta que ella muriÑ.
     Redrick  dio la vuelta con el coche  y  volÑ hacia su casa, sin prestar
atenciÑn  a los semÀforos,  virando en  las  esquinas en  Àngulos cerrados y
alertando  con la  bocina  a  los pocos peatones  que  encontraba. EstacionÑ
frente  al garaje. Al  salir vio que el encargado se  acercaba a Èl desde el
parquecito; el  tipo  estaba  medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus  ojos  hinchados, expresaban un profundo disgusto, como  si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiÈrcol lÌquido.
     - Buenos dÌas - dijo cortÈsmente Redrick.
     El encargado  se detuvo a medio metro de Èl,  apuntando el pulgar hacia
atrÀs por sobre el hombro.
     - ¿Eso es obra suya? - PreguntÑ.
     Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dÌa.
     - ¿De quÈ me habla?
     - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgÑ?
     - SÌ.
     - ¿Para quÈ?
     Redrick, sin responder,  fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiÑ.
     - Le preguntÈ por quÈ colgÑ esas hamacas. ¿QuiÈn se lo pidiÑ?
     -  Mi  hija  - respondiÑ Èl,  tranquilamente, mientras hacia correr  la
puerta hacia atrÀs.
     - No le estoy preguntando por su hija - exclamÑ el otro, alzando la voz
-. èsa  es otra cuestiÑn.  Le pregunto  quiÈn le dio  permiso. QuiÈn le dejÑ
adueßarse del parque.
     Redrick se volviÑ hacia  Èl y le mirÑ  fijamente el puente de la nariz,
pÀlido  y surcado de venas  ramificadas. El encargado  dio un  paso  atrÀs y
dijo, mÀs aplacado:
     -  AdemÀs no ha pintado la terraza,  CuÀntas veces  tengo  que  decirle
que...
     - No me moleste. No pienso mudarme.
     VolviÑ a  subir al jeep y puso el motor en marcha. Al  tomar el volante
vio que tenÌa los nudillos  muy blancos. Entonces se asomÑ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
     - Pero si me obligan a mudarme serÀ mejor que rece, miserable.
     MetiÑ el coche en el garaje, encendiÑ la luz y cerrÑ la puerta. DespuÈs
sacÑ el  botÌn del tanque falso, acomodÑ el  vehÌculo,  puso la  bolsa en un
viejo  cesto de mimbre,  puso arriba de  todo  el aparejo de pesca,  todavÌa
hÇmedo y  cubierto  de pasto  y  hojas,  y finalmente agregÑ  el pescado que
Burbridge  habÌa comprado por  la  noche en un  negocio  de  los  suburbios.
Finalmente  volviÑ a  revisar  el  auto.  Por  pura  costumbre. Una  colilla
aplastada se habÌa pegado al paragolpes trasero,  hacia la  derecha. Redrick
la  quitÑ; era  de  cigarrillos suecos.  DespuÈs  de  pensarlo un momento la
guardÑ en la caja de fÑsforos. Ya tenÌa tres colillas allÌ.
     No  encontrÑ  a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero Èsta se abriÑ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves.  EntrÑ
de costado,  sujetando  el pesado cesto  bajo el  brazo, y se sumergiÑ en la
calidez, en  los olores  familiares del  hogar. Guta le  echÑ los brazos  al
cuello  y se  quedÑ inmÑvil,  con la  cara apoyada contra su pecho.  Redrick
sintiÑ  que el corazÑn  de  su  mujer palpitaba locamente, aun a travÈs  del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurÑ; esperÑ, pacientemente, a que
ella  se calmara, aunque  por primera vez se daba cuenta de lo  cansado  que
estaba.
     - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
     Lo soltÑ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
     - En un minuto te prepararÈ el cafÈ - dijo desde adentro.
     - Traje un poco de pescado - replicÑ Èl, fingiendo  un  tono liviano  y
alegre -. ¿Por quÈ no lo frÌes? Estoy muerto de hambre.
     Ella  volviÑ, con  la cara oculta tras  el pelo suelto. Redrick dejÑ el
canasto en el suelo, la ayudÑ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
     - Ve  a lavarte - dijo  Guta -.  Cuando  termines el  pescado ya estarÀ
listo.
     - ¿CÑmo estÀ Monita? - pregunta Èl, quitÀndose las botas.
     -  Se pasÑ  la tarde parloteando. Apenas conseguÌ acostarla. No deja de
preguntar dÑnde estÀ papÀ, dÑnde estÀ papÀ. No puede vivir sin su papÀ.
     Se  movÌa  con  celeridad  y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervÌa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la  manteca chirriaba  ya  en la  cacerola grande; el aire  estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafÈ reciÈn preparado.
     Redrick caminÑ  descalzo hasta  el vestÌbulo y recogiÑ el  canasto para
llevarlo a la despensa.  DespuÈs  mirÑ  hacia  el dormitorio.  Monita dormÌa
pacÌficamente, con  la sÀbana arrugada colgando  hasta el suelo y el camisÑn
enroscado. Era tibia y suave como  un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo  resistir la tentaciÑn de acariciarle la espalda cubierta de
cÀlido  pelaje dorado;  por milÈsima  vez se maravillÑ  ante el espesor y la
suavidad de  aquella piel.  HabrÌa querido  levantarla,  pero tenÌa miedo de
despertarla; ademÀs  estaba asquerosamente sucio,  empapado  de  muerte,  de
Zona. VolviÑ a la cocina y se sentÑ a la mesa.
     - SÌrveme una taza de cafÈ. Me lavarÈ despuÈs.
     Sobre  la mesa  estaba  la  correspondencia de la tarde: "La Gaceta  de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habÌa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas  Extraterrestres",  nÇmero  56.  Redrick tomÑ  la  jarrita  de cafÈ
humeante que le  tendÌa Guta y tomÑ  los Informes.  Marcas  y sÌmbolos,  una
especie de cianotipos  y  fotografÌas  de  objetos  conocidos, tomadas desde
Àngulos raros. Otro artÌculo pÑstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa MagnÈtica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en  letras  muy  pequeßas,  decÌa:  Doctor  Kirill  A. Panov,  URSS,
trÀgicamente  fallecido durante  un  experimento, en abril de  19..  Redrick
arrojÑ el diario a un lado, sorbiÑ un poco de cafÈ,  quemÀndose  la  boca, y
preguntÑ:
     - ¿Vino alguien?
     Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
     - Estuvo Gutalin - respondiÑ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertÈ un poco.
     - ¿Y Monita?
     - No querÌa dejarlo ir, por supuesto. EmpezÑ a gritar. Pero le dije que
el tÌo Gutalin no se sentÌa  muy bien, entonces me  dijo: "Gutalin estÀ otra
vez todo roto".
     Redrick se echÑ a reÌr y tomÑ otro sorbo. DespuÈs preguntÑ otra cosa.
     - ¿Y los vecinos?
     Guta volviÑ a vacilar antes de responder.
     - Como siempre - dijo.
     - Bueno, no me cuentes.
     -
mujer de abajo  me  golpeÑ la puerta, anoche. Tenia  los ojos  desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quÈ por  que serruchamos en  el baßo en medio  de la
noche.
     - Esa vieja  puta peligrosa  -  dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serÌa  mejor que nos mudÀramos? ¿Que comprÀramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaßa vieja, abandonada?
     - ¿Y Monita?
     - Dios mÌo,  ¿no crees que  nosotros  dos  nos bastarÌamos para hacerla
feliz?
     Guta meneÑ la cabeza.
     - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
     - No, no es culpa de ellos.
     - No vale la  pena hablar de eso. Alguien te llamÑ. No dejÑ mensaje. Le
dije que habÌas salido a pescar. - Redrick dejÑ la jarrita y se levantÑ.
     - Okey. Me voy a baßar. Tengo un montÑn de cosas que hacer.
     Se encerrÑ en el baßo, arrojÑ las ropas al balde y colocÑ en el estante
las  manoplas de bronce,  el  resto  de las tuercas  y  los tornillos y  los
cigarrillos.  PasÑ largo rato girando bajo el agua hirviente, frotÀndose  el
cuerpo con una esponja Àspera  hasta  que le  quedÑ rojo brillante.  DespuÈs
cerrÑ la ducha y  se sentÑ en el  borde de la baßera, fumando. Las  caßerÌas
borboteaban; Guta hacÌa ruido de  platos en la cocina. En seguida se  sintiÑ
olor a pescado frito. Guta llamÑ a la puerta; le traÌa ropa interior limpia.
     - ApÇrate - indicÑ -. El pescado se estÀ enfriando.
     Ya  habÌa vuelto a su  estado  normal... y  a sus modales autoritarios.
Redrick  riÑ entre  dientes mientras se vestÌa,  es decir, mientras se ponÌa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
     - Ahora puedo comer - dijo,  sentÀndose a la  mesa.  - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
     - AjÀ - respondiÑ Èl, con la boca llena -. QuÈ pescado rico.
     - ¿Le pusiste agua?
     - Nooo,  lo  siento, seßor; no lo harÈ mÀs, seßor. ¿Quieres  sentarte y
quedarte quieta?
     La tomÑ por la mano y  tratÑ  de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartÑ y tomÑ asiento frente a Èl.
     - EstÀs descuidando a  tu  marido -  observÑ Èl,  otra  vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
     - Lindo  marido tengo en  este  momento. Eres una  bolsa  vacÌa, no  un
marido. Primero hay que llenarte.
     - ¿Y si pudiera? - preguntÑ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
     - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
     Redrick, indeciso, jugueteÑ con el tenedor.
     - No, gracias.
     En seguida mirÑ el reloj y se levantÑ.
     - Me voy. PrepÀrame  el  traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
     Fue a  la despensa,  disfrutando la sensaciÑn del  piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrÑ la puerta; en seguida empezÑ a poner sobre
la  mesa el botÌn que habÌa traÌdo. Dos vacÌos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas.  Tres brazaletes. Una especie de  argolla  parecida a los brazaletes,
pero mÀs liviana  y dos centÌmetros mÀs  ancha,  de  metal blanco. DiecisÈis
gotitas   negras  en  envase  de  polietileno.  Dos  esponjas   maravillosas
conservadas, del tamaßo  de un pußo. Tres  picapicas. Una jarra  de  arcilla
carbonatada. TodavÌa quedaba en la bolsa un recipiente de  porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo  tocÑ. SiguiÑ
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
     DespuÈs abriÑ un cajÑn y sacÑ una hoja de papel, un cabo de lÀpiz y una
calculadora. CorriÑ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiÑ
nÇmero tras nÇmero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumÑ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejÑ la colilla en un
cenicero y abriÑ cuidadosamente la  caja,  para esparcir los alfileres en la
hoja  de papel. èstos,  bajo la luz elÈctrica,  eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con  otros colores:  amarillo, verde y rojo. TomÑ uno  y lo
apretÑ cuidadosamente  entre el pulgar y el  Ìndice, con prudencia, para  no
pincharse. ApagÑ la luz y aguardÑ un momento, mientras  se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciÑ en silencio. Lo dejÑ y tomÑ otro, para
apretarlo tambiÈn. Nada. ApretÑ. un poco mÀs, arriesgÀndose al  pinchazo,  y
el  alfiler hablÑ:  dÈbiles relampagueos rojos corrieron por Èl; sÇbitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes mÀs lentas. Redrick disfrutÑ  por
un  rato de ese extraßo juego de luces. Los Informes decÌan que tal vez esas
luces significaran algo, quizÀ muy importante. Lo dejÑ aparte y tomÑ otro.
     AsÌ probÑ  setenta y tres  alfileres, de  los cuales doce  hablaban. El
resto guardaba silencio. En  realidad tambiÈn Èsos podÌan hablar, pero hacia
falta  una  mÀquina  especial,  del tamaßo  de  una  mesa; con los  dedos no
bastaba. Redrick encendiÑ la luz y agregÑ dos nÇmeros mÀs a su lista. Y sÑlo
entonces decidiÑ hacerlo.
     MetiÑ las  dos manos  en la bolsa y,  conteniendo  el aliento,  sacÑ un
paquete suave  que dejÑ  sobre la  mesa. Lo contemplÑ largo rato, frotÀndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiÑ el lÀpiz,
jugueteÑ con  Èl entre los  dedos torpes,  enfundados en  goma,  y volviÑ  a
dejarlos. TomÑ otro cigarrillo y lo fumÑ  hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
     -
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya estÀ. Basta.
     JuntÑ rÀpidamente  todos los alfileres para guardarlos  en  la  caja  y
volviÑ a levantarse.  Era  hora de salir. Con media hora de sueßo tal vez se
le despejara la mente, pero  por otra parte era tal vez  mucho mejor  llegar
allÀ temprano y ver cÑmo estaba la situaciÑn. Se quitÑ los guantes, colgÑ el
delantal y saliÑ de la despensa sin apagar la luz.
     Su traje ya estaba listo, extendido sobre  la cama.  Redrick se vistiÑ.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiÑ tras Èl; oyÑ
una respiraciÑn pesada e hizo un gesto para no echarse a reÌr.
     -
     Algo le agarrÑ la pierna.
     -
Monita, riendo  y chillando, trepÑ inmediatamente sobre Èl.  Lo pisoteÑ,  le
tirÑ del pelo y lo anegÑ con un interminable chorro de  noticias. Willy,  el
hijo  del  vecino,  le habÌa arrancado una  pierna a  su mußequita. HabÌa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco  y de ojos colorados; tal vez no
habÌa hecho caso a la mamÀ y se habÌa metido en la Zona. HabÌa cenado gachas
de  avena  y jalea. TÌo  Gutalin  estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quÈ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quÈ no
habÌa dormido mamÀ en toda la noche? ¿Por quÈ tenemos cinco dedos y sÑlo dos
manos y nada mÀs  que una nariz?  Redrick abrazÑ  cautelosamente  a  aquella
criatura  cÀlida que trepaba por Èl;  mirÑ  aquellos ojos enormes y oscuros,
sin  parte  blanca, y  frotÑ  la  mejilla  contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
     - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeßa Monita, tÇ.
     El telÈfono sonÑ junto a su oÌdo. LevantÑ el tubo.
     - Escucho.
     Silencio.
     - ¡Hola!
     No hubo  respuesta.  Se  oyÑ  un  chasquido  y  despuÈs  tonos cortos y
repetidos. Redrick  se  levantÑ,  dejÑ  a Monita en  el suelo  y se  puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle  mÀs  atenciÑn. Monita charlaba sin
cesar, pero Èl se limitÑ a sonreÌr  mecÀnicamente, con  gesto  distraÌdo. Al
fin ella anunciÑ que papÀ se habÌa tragado la lengua y lo dejÑ en paz.
     Redrick volviÑ a la despensa,  puso en un portafolios todo lo que habÌa
sobre la  mesa y fue  al baßo  a buscar sus manoplas de  bronce; volviÑ a la
despensa, tomÑ el portafolios  en una mano y el cesto  con la  bolsa  en  la
otra; saliÑ, cerrÑ con llave y llamÑ a Guta.
     - Me voy.
     - ¿CuÀndo vuelves? - preguntÑ Guta, saliendo de la cocina.
     Se habÌa arreglado el pelo y  estaba maquillada. TambiÈn habÌa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
     - Te llamarÈ - respondiÑ Èl, observÀndola.
     Se le acercÑ y la besÑ en el escote.
     - SerÀ mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
     - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiÑ Monita, metiÈndose entre los dos.
     èl tuvo que inclinarse mÀs aÇn. Guta lo miraba fijamente.
     - TonterÌas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarÈ.
     En el rellano, un  piso mÀs  abajo, vio que un gordo en pijama  a rayas
luchaba  con  la  cerradura  de  su  puerta.  De  las  profundidades  de  su
departamento llegaba un olor cÀlido y agrio. Redrick se detuvo.
     - Buen dÌa.
     El gordo lo mirÑ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
     -  Anoche vino  su esposa  -  dijo  Redrick  -. No sÈ quÈ dijo  de  que
serruchÀbamos. Debe haber un malentendido.
     - ¿Y a mÌ quÈ? - dijo el del pijama.
     - Anoche mi  esposa estaba lavando  la ropa  - prosiguiÑ Red  -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
     - Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
     - Bueno, me alegro.
     Redrick saliÑ, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincÑn
y  lo cubriÑ con un asiento  viejo. DespuÈs observÑ su  obra  y  saliÑ a  la
calle.
     No  tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza,  cruzar despuÈs
el  parque  y  caminar  otra cuadra  hasta el  Boulevard Central. Frente  al
Metropole,  como  de costumbre, habÌa una brillante  hilera  de  coches  con
brillo de lava  y  cromados. Los  porteros,  de uniformes  morados, entraban
maletas  al hotel; habÌa tambiÈn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o  tres, fumando y conversando  sobre  los  escalones de mÀrmol. Redrick
decidiÑ no entrar todavÌa. Se puso cÑmodo bajo  el toldo del pequeßo  bar de
enfrente; pidiÑ cafÈ  y encendiÑ un cigarrillo.  A  medio metro de  su  mesa
habÌa dos  agentes secretos de la  fuerza de policÌa internacional; comÌan a
toda prisa salchichas asadas al  estilo Harmont y bebÌan cerveza en  grandes
vasos de vidrio. Del  otro lado,  a  unos tres  metros, un sargento  sombrÌo
devoraba papas fritas, con  el  tenedor apretado en el pußo; habÌa dejado el
casco  azul  junto  a  la  silla, invertido, y  la pistolera  colgada en  el
respaldo del asiento. No habÌa mÀs clientes que Èsos. La camarera, una mujer
de  cierta  edad  a quien  Redrick no conocÌa, bostezaba  tras el mostrador,
cubriÈndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
     Redrick  vio  que  Richard  Noonan salÌa  del  hotel  masticando algo y
acomodÀndose  el sombrero suave. Bajaba enÈrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciÈn baßado y seguro
de que el dÌa  no  le  acarrearÌa disgustos.  Se  despidiÑ de alguien con un
ademÀn, se echÑ  el impermeable sobre el hombro  izquierdo y avanzÑ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiÈn era regordete, bajito,  reciÈn lavado  y
seguro, al parecer, de que el dÌa no le acarrearÌa disgustos.
     Redrick se cubriÑ a cara  con la mano para observar a Noonan, que subiÑ
apresuradamente, se acomodÑ en el asiento delantero y pasÈ algo al de atrÀs;
en  seguida  lo  vio  inclinarse  para  recoger  algo y  ajustar  el  espejo
retrovisor. El Peugeot  expeliÑ una nube  de humo azul, tocÑ la bocina  para
alertar a un africano  que vestÌa su  traje tÌpico y bajÑ garbosamente hacia
la calle.  Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrÌa que virar
alrededor de la fuente y pasar  por el  cafÈ.  Ya  era  demasiado tarde para
marcharse, de modo  que Redrick se cubriÑ completamente la cara y se inclinÑ
sobre la taza.  No sirviÑ de nada.  El Peugeot hizo sonar la  bocina  en  su
mismo oÌdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamÑ:
     - ¡Eh, Schuhart!
     Redrick lanzÑ un juramento en voz baja y levantÑ los ojos. Noonan venÌa
hacia Èl con la mano extendida, sonriente.
     - ¿QuÈ estÀs haciendo aquÌ a estas horas de la madrugada?  - le dijo al
acercarse.
     Y agregÑ, volviÈndose a la camarera:
     - Gracias,  seßora, no voy a  pedir nada. Hace mil  aßos que no te veo,
hombre. ¿DÑnde estabas? ¿En quÈ andas?
     -  En  nada  especial  -  respondiÑ  Redrick,  a desgano  -. Cosas  sin
importancia.
     Noonan se instalÑ en la silla opuesta, apartÑ hacia un lado el vaso con
las  servilletas y hacia otro  el  plato  de sÀndwiches,  y se lanzÑ  en  su
chÀchara.
     -  Te veo  un  poco pÀlido. ¿No duermes  bien?  Te dirÈ que Çltimamente
estoy  muy ocupado con  estos nuevos equipos automÀticos, pero  no  dejo  de
dormir lo necesario, eso sÌ que no. Los automÀticos se pueden ir al cuerno.
     De pronto echÑ una mirada a su alrededor y agregÑ:
     - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
     - No,  no - dijo mansamente Redrick -. TenÌa un poco de tiempo libre  y
se me ocurriÑ tomar un cafÈ, eso es todo.
     - Bueno, no voy a demorarte mucho -  dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red,  ¿por quÈ no dejas esas  cosas sin importancia y  vuelves al Instituto?
Sabes que  te aceptarÌan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro  ruso?
Hay uno nuevo.
     Red meneÑ la cabeza.
     - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. AdemÀs no  tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es  todo automÀtico; tienen robots que van a la
Zona  y son esos robots  los  que  cobran  todas  las bonificaciones, a  los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos.  No me  alcanzarÌa ni
para cigarrillos.
     - Todo eso se puede arreglar.
     - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asÌ.
     - Te has vuelto muy orgulloso - observÑ Noonan, con tono de acusaciÑn.
     - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
     -  Creo  que tienes razÑn - dijo el otro distraÌdo. MirÑ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de  al lado, y frotÑ la plaquita de plata
con letras cirÌlicas impresas.
     -  Tienes razÑn  - reconociÑ -, hace faltar tener plata para  no  estar
preocupÀndose siempre por ella. ¿èste es regalo de Kirill?
     - Lo recibÌ en herencia. ¿CÑmo es que ya no te veo por el Borscht?
     - Eres tÇ el  que  no va - contraatacÑ Noonan  -. Yo almuerzo allÌ casi
todos los dÌas.  En  el  Metropole  cobran un  ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
     De pronto agregÑ:
     - Oye, ¿cÑmo andas de dinero?
     - ¿Quieres un prÈstamo?
     - No, precisamente lo contrario.
     - ¿Quieres prestarme dinero?
     - Tengo trabajo.
     - ¡Oh, Dios! - exclamÑ Redrick -.
     - ¿QuiÈn mÀs? - preguntÑ Noonan.
     - Hay montones de... contratistas.
     Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echÑ a reÌr.
     - No, no se trata de tu especialidad.
     - ¿De quÈ, entonces?
     Noonan volviÑ a mirar el reloj.
     - Hagamos una cosa - dijo, levantÀndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
     - Tal vez no haya terminado a esa hora.
     - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
     - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
     Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludÑ con  la mano y volviÑ a su
Peugeot. Redrick lo siguiÑ con la vista, llamÑ a la camarera, pagÑ la cuenta
y comprÑ un atado de Lucky  Strike;  despuÈs se dirigiÑ lentamente hacia  el
hotel, con su portafolios.
     El sol ya  quemaba;  la  calle  se habÌa  puesto rÀpidamente sofocante.
SintiÑ una  sensaciÑn de quemadura  bajo  los pÀrpados. ParpadeÑ con fuerza;
era una lÀstima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
     Y en ese momento ocurriÑ.
     Nunca  habÌa  experimentado algo  asÌ  fuera de la Zona.  Y  en la Zona
misma,  sÑlo dos  o  tres  veces. TenÌa la  impresiÑn  de estar en  un mundo
distinto. Un millÑn de  olores se  precipitÑ bruscamente sobre  Èl: Àsperos,
dulces,  metÀlicos,  suaves, peligrosos,  rudos como adoquines,  delicados y
complejos como  mecanismos de relojerÌa, enormes como casas y diminutos como
partÌculas  de  polvo.  El  aire  se  tornÑ duro,  echÑ  filos,  esquinas  y
superficie,  mientras  el  espacio  se llenaba  de enormes  globos  rÌgidos,
pirÀmides  resbalosas,  gigantescos cristales  espinosos.  Y  Èl  tenla  que
avanzar a travÈs de todo aquello, abriÈndose camino en sueßos,  como por  un
negocio de  compraventa  lleno  de  muebles viejos  y  feos.  DurÑ  sÑlo  un
instante.
     AbriÑ los ojos y todo habÌa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este  mismo mundo que le  mostraba una  faz  desconocida.  Esa  faz  le  era
revelada por  un segundo  antes de desaparecer,  sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
     Se oyÑ  un bocinazo colÈrico;  Redrick caminÑ mÀs y  mÀs  rÀpido, hasta
echar a correr en  direcciÑn al muro del Metropole. El corazÑn le  palpitaba
enloquecido. DejÑ el portafolios en la  acera y abriÑ, impaciente, el  atado
de  cigarrillos. EncendiÑ  uno, aspirÑ  profundamente  y  descansÑ,  como si
acabara de librar una pelea. Un policÌa se detuvo junto a Èl, preguntando:
     - ¿Necesita ayuda, don?
     - N... no - logrÑ pronunciar  Redrick, y tosiÑ -. Es que  hace un calor
sofocante.
     - ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
     Redrick recogiÑ el portafolios.
     - Todo estÀ bien, muy bien, amigo. Gracias.
     Se dirigiÑ rÀpidamente hacia la entrada, subiÑ los peldaßos y  entrÑ al
vestÌbulo;  era fresco, oscuro  y  resonante. Le  habrÌa gustado sentarse un
rato en una de esas  voluminosas sillas de cuero  hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se  permitiÑ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud  con los ojos entornados. AhÌ estaba Huesos, hojeando irritado  las
revistas del puesto. Redrick  arrojÑ la colilla al cenicero  y  se acercÑ al
ascensor.
     No logrÑ cerrar la  puerta a tiempo; subieron otros amontonÀndose en el
interior:  un hombre gordo que respiraba como si  fuera asmÀtico; una seßora
muy perfumada  con  un  muchachito  grußÑn que comÌa chocolate;  una anciana
corpulenta,  de barbilla mal  afeitada. Redrick quedÑ apretado en un rincÑn.
CerrÑ los  ojos, tratando  de olvidar al nißo, su cara era fresca y  limpia,
sin un  solo vello. Y tratÑ tambiÈn de olvidar  a  la  madre,  que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla;  cuyo seno huesudo estaba  embellecido
por  un  collar  hecho  de grandes gotitas negras engarzadas en plata.  Y el
abultado,  esclerÑtica  blanco de los ojos  del gordo, y  las  desagradables
verrugas de  la  cara  hinchada de la  vieja. El  gordo tratÑ de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciÑ un  ataque contra Èl  que  siguiÑ hasta  el
piso quinto,  donde se bajÑ.  En  cuanto  ella hubo desaparecido,  el  gordo
encendiÑ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echÑ a  toser y a  sacudiese en cuanto  aspirÑ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
     èste se bajÑ en  el  octavo y recorriÑ el pasillo, de gruesa  alfombra,
coquetamente  iluminado  por lÀmparas  ocultas. OlÌa a tabaco  caro, perfume
francÈs,  suave cuero legitimo de  billeteras  abultadas, damiselas  caras y
cigarreras de oro macizo. HedÌa a todo eso, al hongo asqueroso que crecÌa en
la  Zona, bebÌa en  la Zona,  comÌa,  explotaba  y  engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarÌa despuÈs, cuando
estuviera harto  y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a  parar afuera.  Redrick  abriÑ  la puerta del  874 sin
llamar.
     Ronco, sentado en una mesa junto  a  la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito  con un  cigarro. AÇn  seguÌa  en pijama; el  pelo ralo, todavÌa
hÇmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
     - AjÀ - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesÌa de
los reyes.
     TerminÑ  de despuntar el cigarro, lo  tomÑ con ambas manos y se lo pasÑ
por debajo de la nariz.
     - ¿DÑnde estÀ el bueno de Burbridge? -  preguntÑ, levantando al fin  la
vista.
     TenÌa ojos claros, azules, angelicales.
     Redrick  dejÑ el portafolios  sobre  el  sofÀ,  se  sentÑ  y  sacÑ  sus
cigarrillos.
     - Burbridge no vendrÀ.
     - El bueno  de Burbridge -  repitiÑ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para  llevÀrselo  cuidadosamente  a  la  boca  -. Los nervios le estÀn
jugando feo.
     SeguÌa  mirando a Redrick  con  aquellos ojos  de  color  celeste,  sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriÑ ligeramente y entrÑ Huesos.
     - ¿Con quiÈn hablabas? - preguntÑ desde el vano.
     - Ah, hola -  dijo  Redrick, alegremente, sacudiendo las  cenizas en el
suelo.
     Huesos hundiÑ  las manos en los bolsillos y se aproximÑ  un  poco  mÀs,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pÀjaro.
     - Te lo hemos dicho cien veces -  reprochÑ a Redrick, deteniÈndose ante
Èl -: nada de contactos antes de una reuniÑn. ¿Y quÈ haces?
     - Digo hola. ¿Y tÇ?
     Ronco riÑ. Huesos estaba irritable.
     - Hola, hola, hola.
     ApartÑ la mirada incriminatoria de Redrick y se dejÑ caer en el sofÀ, a
su lado.
     - No puedes comportarte asÌ - prosiguiÑ -. ¿Me entiendes?
     - En ese caso encontrÈmonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
     - El muchacho tiene razÑn  -  intervino Ronco -. El  error  es nuestro.
¿QuiÈn era ese hombre?
     -  Richard  Noonan.  Representa  a  algunas compaßÌas  proveedoras  del
Instituto. Vive aquÌ, en el hotel.
     - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
     TomÑ un encendedor colosal, con la forma  de la Estatua de la Libertad,
lo mirÑ dubitativamente y volviÑ a ponerlo en la mesa.
     - ¿DÑnde estÀ Burbridge? - preguntÑ Ronco en tono amistoso.
     - Burbridge sonÑ.
     Los dos hombres intercambiaron una rÀpida mirada.
     - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
     Redrick no respondiÑ de inmediato; primero aspirÑ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuÈs arrojÑ la colilla al suelo.
     - No se preocupen, no hay peligro. EstÀ en el hospital.
     -
     Se levantÑ de un salto y fue hacia la ventana.
     - ¿En quÈ hospital? - preguntÑ.
     - No te preocupes, todo estÀ en orden. Vamos al grano.
     Tengo sueßo.
     -  ¿En  quÈ  hospital,  concretamente?  -  volviÑ a  preguntar  Huesos,
irritado.
     - Ya te lo he dicho  -  replicÑ  Redrick, levantando su portafolios  -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
     - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
     BajÑ de un brinco, sorprendentemente Àgil,  barriÑ todas las revistas y
los periÑdicos  que habla en la  mesa  ratona  y  se  sentÑ frente  a  ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
     - Muestra lo que traes.
     Redrick abriÑ el portafolios, sacÑ la lista de precios y la puso  sobre
la mesa,  ante Ronco. èste le echÑ  una mirada y la apartÑ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras Èl, empezÑ a leerla por sobre su hombro.
     - èsa es la cuenta - explicÑ Redrick.
     - Ya veo. Quiero ver la mercaderÌa - dijo Ronco.
     - La plata.
     -  ¿QuÈ es  esto de argolla? - preguntÑ Huesos, suspicaz,  seßalando un
artÌculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
     Redrick  no  respondiÑ.  SostenÌa  el  portafolios  abierto  sobre  las
rodillas, con la mirada fija en aquellos  ojos azules y angelicales. Al  fin
Ronco riÑ entre dientes.
     - Por quÈ serÀ que te quiero tanto, hijo mÌo - murmurÑ -. DespuÈs dicen
que el amor a primera vista no existe.
     SuspirÑ dramÀticamente y agregÑ:
     - Phil, compaßero, ¿cÑmo dicen los de aquÌ? Saca el rollo y pÀsale unos
cuantos billetes... Y dame un fÑsforo. Ya ves.
     Y agitÑ el cigarro ante Èl.
     Phil, el Huesos,  murmurÑ algo en voz baja, le arrojÑ  una cajetilla de
fÑsforos y pasÑ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyÑ
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decÌa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente  su  cigarro, seguÌa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en  los labios delgados y pÀlidos. El merodeador, con
la  barbilla  apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardÌan  los pÀrpados y le lagrimeaban  los ojos. Huesos
volviÑ  con  tres  fajos;  los  arrojÑ sobrÈ la mesa  y se  sentÑ, ofendido.
Redrick alargÑ perezosamente la mano hacia el dinero,  pero Ronco le indicÑ,
con un gesto, que esperara;  arrancÑ las fajas  de los billetes y las guardÑ
en el bolsillo del pijama.
     -  Veamos ahora. Redrick  tomÑ el dinero  y se lo  metiÑ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentÑ su mercaderÌa.
     Lo  hizo  lentamente,  dejando  que  los  dos  examinaran  el  botÌn  y
verificaran cada artÌculo con la lista. La  habitaciÑn estaba silenciosa  no
se  oÌa mÀs que la pesada  respiraciÑn de Ronco y un  repiqueteo proveniente
del cuarto  contiguo, como  el  de una cuchara que  golpeara la  pared de un
vaso.
     Cuando  Redrick  cerrÑ  el  portafolios, haciendo chasquear  el cierre,
Ronco levantÑ los ojos.
     - ¿Y lo mÀs importante?
     - No es posible.
     MeditÑ un instante y agregÑ:
     - Por ahora.
     -  Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -.  ¿QuÈ dices tÇ,
Phil?
     - Nos estÀs echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quÈ tanto misterio, es lo que quiero saber.
     - Eso  es  inevitable:  negocios  secretos  - respondiÑ  Redrick  -. La
nuestra es una profesiÑn arriesgada.
     - Bueno, bueno - exclamÑ Ronco -. ¿DÑnde estÀ la cÀmara?
     -
le subÌa el color a la cara -. Lo siento, la olvidÈ.
     - ¿AllÀ? - preguntÑ Ronco, haciendo un vago ademÀn con el cigarro.
     - No recuerdo. Probablemente allÀ.
     Redrick cerrÑ los ojos y se recostÑ en el sofÀ. En seguida agregÑ:
     - No. La olvidÈ por completo,
     - QuÈ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
     - No, ni siquiera - respondiÑ Redrick, tristemente -. èse es el asunto.
No  llegamos hasta  los altos hornos. Burbridge cayÑ en la  jalea y tuve que
volver atrÀs en seguida. Puedes estar seguro de que me habrÌa acordado si la
hubiera visto.
     -
     ExtendiÑ  el  Ìndice   derecho.  La  argolla  de  metal  blanco  giraba
velozmente en torno a Èl. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
     -
clavarla en Ronco.
     - ¿CÑmo que no para? - preguntÑ Èste cautelosamente, apartÀndose.
     - Me la puse  en el dedo y le  di  impulso, porque si nomÀs, y lleva un
minuto girando sin parar.
     Huesos se levantÑ de un salto, con el  dedo extendido hacia adelante, y
se precipitÑ  detrÀs de la  cortina. La  argolla  plateada giraba fÀcilmente
frente a Èl, como un trompo.
     - ¿QuÈ diablos has traÌdo? - preguntÑ Ronco.
     -
     Ronco  lo  mirÑ  fijamente.  DespuÈs se levantÑ y pasÑ tambiÈn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyÑ  un parloteo.  Redrick tomÑ una de
las revistas caÌdas y la hojeÑ. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriÑ la habitaciÑn con la mirada, buscando
algo  para  beber.  DespuÈs sacÑ el fajo  del bolsillo interior y contÑ  los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contÑ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviÑ Ronco.
     -  Tienes  suerte,  hijo -  anunciÑ,  sentÀndose una  vez mÀs frente  a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
     - No, nunca estudiÈ eso.
     - Ni falta te hace  - replicÑ Ronco, mientras sacaba otro  fajo -.  AhÌ
tienes  el precio  de  este primer  ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darÈ dos  fajos como  Èse. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno.  Pero con una
condiciÑn: que nadie sepa de esto, salvo tÇ y yo. ¿De acuerdo?
     Redrick se guardÑ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
     - Me voy - dijo, levantÀndose - ¿CuÀndo y dÑnde la prÑxima vez?
     Ronco tambiÈn se levantÑ.
     - Te llamaremos.  Espera nuestra  llamada todos los  viernes  entre las
nueve y las nueve y media de la maßana. Te darÀn saludos de Phil y de Hugh y
concertarÀn una cita contigo.
     Redrick  asintiÑ y se encaminÑ hacia  la puerta. Ronco lo  siguiÑ y  le
puso una mano en el hombro.
     -  Quiero  que  me  entiendas  - agregÑ  -. Todo esto estÀ  muy  lindo,
encantador y lo que quieras,  y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas:  las fotos y el envase  lleno. DevuÈlvenos la cÀmara,
pero  con  la pelÌcula expuesta, y el  envase, pero  no  vacÌo: lleno. Y  no
necesitarÀs volver a la Zona nunca mÀs.
     Redrick  se  sacÑ del hombro  aquella mano,  abriÑ  la puerta y  saliÑ.
CaminÑ sin volverse por  el corredor  alfombrado, consciente  de que aquella
mirada  angelical seguÌa fija  en su  nuca. Ni siquiera esperÑ el  ascensor:
bajÑ por la escalera desde el octavo piso.
     Al salir del Metropole  llamÑ un taxi y fue  hasta la  otra punta de la
ciudad.  El  conductor era nuevo; Redrick no  lo  conocÌa; era un fulano  de
nariz ganchuda, lleno de granos,
     Uno de los cientos que  afluÌan a Harmont en los Çltimos aßos, buscando
aventuras  excitantes, riquezas  desconocidas, fama  internacional  o alguna
religiÑn especial. VenÌan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciÑn  o delincuentes; arruinados,  sedientos, torturados  por  vagos
deseos,  profundamente desilusionados y seguros de haber sido  engaßados una
vez mÀs.  La mitad de ellos,  despuÈs de un mes o  dos, volvÌan a su patria,
maldiciendo, para extender la  desilusiÑn a todos los paÌses del mundo. Unos
pocos, muy  pocos, se convertÌan  en merodeadores  y  perecÌan  rÀpidamente,
antes de aprender las triquißuelas del oficio. Algunos conseguÌan trabajo en
el  Instituto,  pero sÑlo  los mÀs instruidos  e  inteligentes, que al menos
podÌan  trabajar  como  ayudantes  de  laboratorio.  En  cuanto  al   resto,
malgastaban  las  noches  en  los  bares,  armaban  trifulcas  por  pequeßas
diferencias de opiniÑn, por  mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policÌa del municipio, al ejÈrcito y a los guardianes.
     El conductor  granujiento apestaba  a alcohol a mÀs de un  kilÑmetro  y
tenÌa los ojos mÀs  colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContÑ
a Redrick que esa maßana, en  su  cuadra, habÌa aparecido un fiambre  reciÈn
llegado del cementerio.
     - VolviÑ  a su casa, pero la  casa  estaba cerrada  desde  hacia aßos y
todos se habÌan  mudado: la viuda, que ya es una seßora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el  tipo habÌa  muerto  hace
como treinta aßos, es decir, antes de  la  VisitaciÑn. Y allÌ estÀ. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentÑ en el cerco a
esperar.  Vino gente de todo  el  vecindario;  lo miraban y lo miraban, pero
tenÌan miedo de acercarse, claro. Al final no sÈ quiÈn  tuvo una  gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera  entrar. ¿Y  quÈ  cree
que hizo? Se  levantÑ, entrÑ y cerrÑ la  puerta. A mi se me hacÌa tarde para
el trabajo, asÌ que  no  sÈ cÑmo terminaron  las cosas, pero  cuando me  fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevÀrselo.
     - Pare - dijo Redrick -. Es aquÌ mismo.
     HurgÑ en los bolsillos,  pero no tenÌa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. DespuÈs  se detuvo ante la puerta y esperÑ a que
el taxi se alejara.
     La  casita  de Cuervo  no estaba  tan  mal: dos plantas, una galerÌa de
vidrios con una mesa de billar, un jardÌn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca  bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde pÀlido.  Redrick apretÑ varias veces el timbre; el
portÑn  se abriÑ  de par en par con  un crujido.  AvanzÑ  lentamente por  el
sendero  sombreado,  a cuya vera  crecÌan rosales.  Cobayo  apareciÑ  en  el
porche; era  un negro encorvado que  temblaba  siempre  con el deseo  de ser
Çtil.   Se  volviÑ,  impaciente;  bajÑ  una  pierna  insegura  en  busca  de
equilibrio, recuperÑ la  estabilidad y  arrastrÑ el  otro pie  en  busca del
compaßero.  El  brazo  derecho  se le agitaba convulsivamente en direcciÑn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
     -
     Redrick volviÑ  la  cabeza; hombros  desnudos  y  tostados,  boca roja,
brillante, una mano  que  lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademÀn con la cabeza y abandonÑ el sendero;
pasÑ por  entre los rosales  para  dirigirse hacia  la glorieta, cruzando el
cÈsped verde  y suave. HabÌa una gran estera roja  extendida sobre el prado;
allÌ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada,  con un vaso en la mano y un
minÇsculo traje de baßo en el cuerpo. Sobre la estera habÌa tambiÈn un libro
de tapas  brillantes; un  baldecillo  de  hielo, por cuyo  borde asomaba  el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
     -
vaso -. ¿DÑnde estÀ el viejo?
     Redrick se  detuvo junto a ella con el portafolios  a  la  espalda. SI,
Cuervo habÌa logrado imaginar unos hijos  maravillosos al expresar su deseo,
allÀ en la Zona. èsta era  toda seda y satÈn, de firmes  curvas,  impecable,
sin una  sola  arruguita indispensable: sesenta  kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda  con fulgor propio, boca grande y hÇmeda, dientes blancos,
parejos,  y pelo  negro  como  ala  de  cuervo,  que  brillaba  en  el  sol,
descuidadamente  caÌdo  sobre un  hombro. El  sol, acariciÀndola, se volcaba
sobre  ella,  desde  los hombros hasta el vientre,  hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirÑ abiertamente. Ella lo mirÑ a su vez y riÑ, comprendiendo; despuÈs se
llevÑ el vaso a los labios y tomÑ varios sorbos.
     - ¿Quieres? - preguntÑ, pasÀndose la lengua por los labios.
     EsperÑ el  tiempo justo para  que Èl captara la  doble intenciÑn  y  le
tendiÑ el vaso. èl buscÑ a su  alrededor  hasta encontrar  una reposera a la
sombra; allÌ se sentÑ y tendiÑ las piernas.
     - Burbridge estÀ en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
     Ella lo mirÑ  con un  solo ojo, sin dejar  de sonreÌr.  El  otro  quedÑ
cubierto por  la  espesa cabellera  que le  caÌa  sobre  el hombro.  Pero su
sonrisa se habÌa petrificado; era una mueca de azÇcar sobre la cara tostada.
DespuÈs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
     - ¿Las dos?
     - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
     Ella dejÑ el vaso y se apartÑ el pelo hacia atrÀs. Ya no sonreÌa.
     - QuÈ pena - dijo -. Y eso significa que tÇ...
     SÑlo a Dina  Burbridge  habrÌa  podido contarle  en detalle  cÑmo habÌa
pasado todo. Hasta habrÌa podido contarle que se habÌa acercado a Èl con las
manoplas  listas y que Burbridge le habÌa rogado,  no por Èl,  sino  por sus
hijos, por ella y por Artie,  prometiÈndole  la Bola  Dorada. Pero no se  lo
contÑ.
     SacÑ  un fajo  de dinero  del bolsillo superior  y lo  arrojÑ sobre  la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
     Los  billetes  se  abrieron  en un arco  iris.  Dina  recogiÑ  algunos,
distraÌdamente, y los examinÑ como si no los conociera; sin embargo no tenÌa
mucho interÈs.
     - èstas son las Çltimas ganancias, entonces - dijo.
     Redrick se estirÑ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y  mirÑ la  etiqueta.  El  agua  goteaba desde el vidrio  oscuro;  tuvo  que
apartarla para  que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero  en un  momento  como Èse  podÌa hacer el sacrificio de  tomar un
trago.
     Iba a llevarse la botella a la  boca cuando  lo interrumpiÑ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllÌ  estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies  por  el  prado,  sujetando  con las dos manos un vaso lleno de lÌquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Ñrbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiÑ el vaso en un gesto
desesperado, mugiÑ y aullÑ, abriendo inÇtilmente la boca desdentada.
     -  Espero, espero  - dijo  Redrick, y volviÑ  a dejar  la botella en el
balde.
     Cobayo  llegÑ al fin, entregÑ el vaso a Redrick y le palmeÑ tÌmidamente
el hombro con una mano artrÌtica.
     -  Gracias, Dixon - dijo Redrick,  seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre estÀs en todo.
     Y  mientras Cobayo sacudÌa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, Èl  levantÑ el  vaso, lo saludÑ con un gesto de la
cabeza y tragÑ la mitad de una sola vez. En seguida se volviÑ a Dina.
     - ¿Quieres? - preguntÑ, refiriÈndose al vaso.
     Ella  no  respondiÑ,  Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblÑ
otra vez, y otra mÀs.
     - TermÌnala - dijo Èl -. No quedarÀs en la calle. Tu viejo...
     Ella lo interrumpiÑ:
     - AsÌ  que lo  sacaste  a la rastra - dijo, sin  preguntar  como  quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota,  cruzando  toda la Zona. Sacaste a
ese hijo  de  puta  llevÀndolo sobre la espalda,  barro,  pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como Èsa.
     èl  la  mirÑ, olvidado del  vaso. Dina se levantÑ para  acercarse a Èl,
pisando el  dinero esparcido. Se detuvo ante Èl con los pußos clavados en la
suave curva  de las  caderas,  ocultÀndole  todo  el  mundo  con  ese cuerpo
maravilloso, que olÌa a perfume y a sudor dulce.
     - El viejo tiene en el pußo a todos los idiotas como tÇ. Te va  a pisar
los huesos. Ya verÀs, caminarÀ  sobre  tu  crÀneo  con  sus  muletas.
enseßarÀ quÈ es el amor fraternal y la piedad!
     A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
     - Te prometiÑ la  Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es  cierto?  ¡Idiota!
mapa  te  da. Que  Dios  tenga  piedad del  alma  de Redrick Schuhart,  este
pelirrojo estÇpido.
     Redrick se levantÑ sin  apuro y le dio una fuerte  bofetada. Ella cerrÑ
el pico, se dejÑ caer en el pasto y hundiÑ la cara entre las manos.
     - QuÈ tonto... Red - murmurÑ -. Dejar pasar una oportunidad como Èsa.
     Redrick la mirÑ sin  hablar mientras terminaba el vodka. ArrojÑ el vaso
a  Cobayo sin mirarlo siquiera. No  habÌa nada que  decir.  QuÈ lindos hijos
habÌa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
     SaliÑ a la calle y llamÑ un taxi. IndicÑ al conductor que lo llevara al
Borscht. TenÌa que terminar con  sus asuntos, aunque se morÌa de sueßo. Todo
le daba vueltas; al final se  quedÑ dormido  en el  taxi, con todo el cuerpo
doblado   sobre  el  portafolios;   despertÑ   sÑlo   cuando  el  conductor,
sacudiÈndolo, le dijo:
     - Ya llegamos, seßor.
     - ¿AdÑnde  llegamos? - preguntÑ, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
     - Nada de eso, compaßero. Al Borscht, me dijo. èste es el Borscht.
     - Okey - grußÑ Redrick -. Debo haber soßado.
     PagÑ y descendiÑ del coche; apenas podÌa  mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en  el  sol; hacia muchÌsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que  estaba empapado, que tenÌa mal gusto en  la boca  y que le lloraban los
ojos. MirÑ a su alrededor  antes de entrar. La  calle  estaba desierta, como
era  habitual  a esa hora del dÌa.  Los negocios  no habÌan abierto aÇn y el
Borscht  debÌa estar cerrado tambiÈn,  pero Ernest  ya estaba en  su puesto,
secando vasos  y  echando miradas sucias al  trÌo que  chupaba cerveza en la
mesa del rincÑn. TodavÌa  no habÌan retirado las sillas de las  otras mesas.
Un peÑn desconocido,  vestido con chaqueta blanca, limpiaba  los pisos; otro
luchaba detrÀs  de  Ernest  con un cajÑn  de cerveza.  Redrick  se acercÑ al
mostrador, dejÑ allÌ su portafolios y dijo hola. Ernest  murmurÑ algo que no
era exactamente una bienvenida.
     - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
     Ernest plantÑ una jarrita vacÌa en el mostrador, sacÑ una botella de la
heladera,  la abriÑ y la suspendiÑ sobre  la  jarra. Redrick, cubriÈndose la
boca, mirÑ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeÑ  varias
veces al borde  de la jarrita. Redrick le mirÑ entonces la cara. TenÌa bajos
los pÀrpados pesados, torcida  la boca gordinflona y las mejillas caÌdas. El
peÑn  pasÑ el trapo  precisamente  bajo los  pies de Redrick; los del rincÑn
discutÌan  en voz alta  sobre las carreras; el  otro peÑn retrocediÑ con los
cajones,  tropezando con Ernest en forma tan ruda que Èste se  tambaleÑ.  El
hombre murmurÑ una disculpa.
     - ¿Lo trajiste? - preguntÑ Ernest, con voz ahogada.
     - ¿Que si traje quÈ?
     Redrick  mirÑ por  sobre  el  hombro.  Uno  de  los  tipos  se  levantÑ
perezosamente  y  fue hasta la  puerta.  AllÌ se  detuvo  para  encender  un
cigarrillo.
     - Ven, hablemos - dijo Ernest.
     El peÑn que pasaba el trapo tambiÈn estaba en ese momento entre Redrick
y  la salida. Era un negro  grandote,  del tipo de  Gutalin, pero doblemente
corpulento.
     - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
     Ya no  tenla sueßo, ni en  un ojo ni en el  otro.  PasÑ  por detrÀs del
mostrador, esquivando al peÑn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habÌa  pellizcado el dedo,  pues se chupaba  la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasÑ  a  la  trastienda  y Redrick fue tras Èl, porque los tres fulanos  del
rincÑn  ya  estaban  bloqueando la puerta  y el  peÑn  de limpieza se  habÌa
detenido junto a las cortinas que daban al depÑsito.
     Ya  en la  trastienda, Ernest dio  un paso a un lado  y se sentÑ en una
silla, junto  a  la  pared.  Ante  la  mesa  estaba  el capitÀn  Quarterblad
amarillento  y furioso.  A la  izquierda,  quiÈn  sabe  de dÑnde apareciÑ un
enorme soldado de  las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos,  que lo
cacheÑ rÀpidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacÑ las manoplas de bronce. En  seguida  empujÑ a Redrick  en  direcciÑn al
capitÀn. El pelirrojo  se acercÑ  a la mesa y  puso el portafolios frente al
capitÀn Quarterblad.
     - Chupasangre - dijo a Ernest.
     èste  levantÑ  las  cejas y encogiÑ  un solo  hombro. Todo estaba  a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreÌan muy satisfechos. No habÌa
otra salida y la ventana tenÌa barrotes por fuera.
     El capitÀn Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvÌa
el portafolios con las dos manos, sacando  el  botÌn  para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeßos vacÌos; nueve  pilas; gotitas negras de diversos tamaßos,
diecisÈis  piezas en una bolsa  de  polietileno; dos esponjas  perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
     - ¿Tienes algo en los  bolsillos? - preguntÑ el capitÀn,  suavemente -.
VacÌalos.
     - VÌboras - murmurÑ Redrick -, canallas.
     SacÑ  un fajo  dÈ billetes y lo  arrojÑ sobre  la mesa; allÌ  quedaron,
esparcidos.
     -
     -
fajo -. AhÌ tienen. OjalÀ se les atraganto.
     - Muy interesante - dijo el capitÀn, con calma -. Ahora recÑgelo.
     -
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mÌ puede recogerlo usted mismo.
     -  Recoge  ese dinero, merodeador - repitiÑ el  capitÀn Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el pußo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
     Se  miraron mutuamente  por  algunos segundos. Al  fin  el  merodeador,
murmurando maldiciones, se agachÑ para  recoger desganadamente los billetes.
Los  peones se burlaban a  sus espaldas y el soldado de  las Naciones Unidas
resoplÑ con alegrÌa.
     -
     Mientras  se  arrastraba  de rodillas  por  el  suelo,  recogiendo  los
billetes  uno por uno, se iba acercando mÀs y mÀs al anillo de oscuro bronce
que descansaba  pacÌficamente  en  el polvoriento piso de parquet. Se volviÑ
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabÌa y  algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegÑ el momento
adecuado cerrÑ el  pico, tensÑ; agarrÑ el anillo y tirÑ de Èl con todas  sus
fuerzas; antes de que la trampa  abierta hubiera llegado al  suelo  se habÌa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiÑn frÌa y gris de la bodega.
     CayÑ sobre las manos, dio un  salto  mortal y se levantÑ  de  un salto.
EchÑ  a  correr  encorvado,  sin  ver  nada, confiado en su memoria  y en su
suerte,  por  el angosto  pasillo abierto  entre  los  cajones de  botellas,
volteÀndolos a su paso; los oyÑ caer y estrellarse tras Èl. ResbalÑ. SubiÑ a
la carrera algunos escalones invisibles y  lanzÑ todo  el peso  de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsÌ saliÑ al garaje de Ernest.
     Estaba estremecido  y jadeante; ante los  ojos le bailaban  manchas  de
sangre y el corazÑn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la  garganta. Pero no  se detuvo ni por un instante. CorriÑ hasta  el rincÑn
mÀs  alejado y allÌ, despellejÀndose  las manos, revolviÑ  en  la montaßa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizÑ de
panza por ese agujero. Se le desgarrÑ la chaqueta, pero pronto  estuvo en el
angosto  patio.  AllÌ se  agachÑ entre  las latas  de basura,  se  quitÑ  la
chaqueta y la  corbata, se revisÑ apresuradamente, se cepillÑ los pantalones
y, finalmente, se irguiÑ y corriÑ hacia el patio.
     Se  zambullÑ  en  un tÇnel  bajo  y  maloliente  que  llevaba al  fondo
siguiente.  AllÌ prestÑ atenciÑn, esperando  oÌr las  sirenas de la policÌa,
pero  no fue asÌ;  corriÑ  a  mayor  velocidad,  asustando a los chicos  que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar,  arrastrÀndose por los agujeros
de  los cercos  podridos.  TenÌa  que salir de ese vecindario de  inmediato,
antes de que el capitÀn Quarterblad lo hiciera rodear. ConocÌa bien la zona,
pues habÌa jugado en todos aquellos patios y sÑtanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenÌa allÌ muchos conocidos y hasta algunos
amigos;  en otras circunstancias  no  le habrÌa  costado  ocultarse  en  ese
barrio, incluso por una semana. Pero no  era para eso que habÌa escapado tan
audazmente,  bajo  las  mismas  narices  del capitÀn Quarterblad,  aßadiendo
fÀcilmente doce meses a su sentencia.
     Tuvo mucha suerte.  En la calle  Siete algÇn tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente  por la calzada, en  manifestaciÑn;  eran unos  doscientos, tan
desarrapados y  mugrientos  como  Èl. Algunos tenÌan peor  aspecto,  como si
hubieran pasado toda la tarde arrastrÀndose por los agujeros de los cercos y
echÀndose latas de basura encima; tal vez habÌan pasado la noche alborotando
en  alguna carbonera. Redrick saliÑ de  un portal, agachado,  para mezclarse
entre la multitud; la atravesÑ a fuerza de empujones y tirones; pisoteÑ pies
ajenos, recibiÑ  algÇn  pußetazo ocasional y lo devolviÑ, y finalmente saliÑ
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
     Fue  precisamente   entonces   cuando  se  oyÑ  el  gemido  familiar  y
desagradable  de  los  coches  patrulleros;  la  manifestaciÑn   se  detuvo,
ruidosamente, plegÀndose  como  un acordeÑn. Pero  Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capitÀn Quarterblad no tenÌa modo de saber en cuÀl.
     Se  acercÑ a su propio garaje  desde el costado del negocio de radio  y
electrÑnica;  tuvo  que esperar  en tanto los obreros cargaban un camiÑn con
televisores. Se puso cÑmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas,  donde  no  habÌa ventanas,  para  recobrar  el aliento y fumar  un
cigarrillo.  FumÑ  Àvidamente, agachado contra la Àspera  pared  a prueba de
incendios,  tocÀndose  de  tanto  en  tanto la mejilla  para  calmar  el tic
nervioso.  PensÑ, pensÑ, pensÑ. Cuando el camiÑn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echÑ a reÌr, diciendo suavemente:
     - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
     Entonces  empezÑ  a  caminar con  rapidez, pero  sin  demasiada  prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
     EntrÑ al garaje por el pasillo oculto; levantÑ silenciosamente el viejo
asiento, sacÑ el  rollo de papel que habÌa  en la bolsa guardada  dentro del
canasto, con  mucho  cuidado,  y se lo deslizÑ dentro  de la camisa. DespuÈs
tornÑ de una percha una chaqueta de cuero,  vieja  y gastada; encontrÑ en el
rincÑn una  gorra grasienta y se la  encasquetÑ hasta los ojos. Las hendijas
de la  puerta  dejaban  pasar finos rayos  de  luz  que  iluminaban el polvo
danzarÌn  del sombrÌo garaje. Afuera, los  chicos  jugaban  y chillaban.  Al
marcharse oyÑ la voz de su hija; acercÑ un ojo a la mÀs ancha de las ranuras
y contemplÑ a Monita, que corrÌa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas,  sentadas en un banco cercano  con  el tejido sobre el regazo,  la
observaban con labios fruncidos;  las viejas cerdas  estarÌan intercambiando
sucias opiniones.  Los chicos se portaban  bien; jugaban  con  ella  como si
fuera  una  mÀs.  ValÌa  la  pena  el soborno empleado: les  habÌa hecho  un
tobogÀn, una casa de mußecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas.  "Bueno",  se dijo. Se apartÑ de la grieta, volviÑ a inspeccionar el
garaje y entrÑ arrastrÀndose al agujero.
     En  la  parte  sudoeste  de  la  ciudad,  cerca  del  surtidor de nafta
abandonado  al final  de la  calle Miner, habÌa una cabina  telefÑnica. SÑlo
Dios  sabe quiÈn la usaba por entonces, pues  todas las  casas de  alrededor
estaban  cerradas  con tablas;  mÀs  allÀ  se veÌa  tan  sÑlo  aquel  baldÌo
interminable  que fuera el  basurero de la ciudad.  Redrick se  sentÑ  a  la
sombra  de  aquella cabina y metiÑ la mano  en una  hendija  que  habÌa allÌ
debajo. PalpÑ  un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en  Èl; tambiÈn  estaba la  caja de  plomo con  balas  y  la  bolsa  con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitÑ la chaqueta y la gorra; palpÑ dentro de su  camisa.  AllÌ
permaneciÑ  por  un minuto,  o  mÀs,  sopesando  en  la  mano  el envase  de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenÌa. Y el tic nervioso
recomenzÑ.
     -  Schuhart - murmurÑ,  sin oÌr su propia  voz -,  ¿quÈ estÀs haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
     Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviÑ para calmarla.
     -  Hijos  de perra  -  dijo,  pensando en los obreros que cargaban  los
aparatos de televisiÑn -. Se me pusieron en el camino. Yo habrÌa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
     MirÑ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente  reverberaba  sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrÌamente;
por el baldÌo rodaban briznas secas. Estaba solo.
     - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sÑlo Dios cuida
de todos. A mÌ me ha llegado el turno.
     RÀpidamente,  para no cambiar de idea,  puso el envase  en  la gorra  y
envolviÑ   la  gorra  en  la  chaqueta  de   cuero.  DespuÈs  se  arrodillÑ,
recostÀndose  contra la  cabina, que  se  moviÑ.  Aquel  paquete  voluminoso
entraba  bien  en el  fondo del pozo que habÌa debajo  y aÇn  quedaba lugar.
VolviÑ a poner la cabina en su sitio, la  sacudiÑ para ver si estaba firme y
finalmente se levantÑ, limpiÀndose las manos.
     - Listo. Todo arreglado.
     EntrÑ a la cabina caldeada, depositÑ una moneda y marcÑ un numero.
     - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
     OyÑ el suspiro estremecido y se apresurÑ a agregar:
     -  Es un delito  menor,  seis a ocho  meses con derecho a  visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltarÀ dinero. Ellos te enviarÀn.
     Guta seguÌa en silencio.
     -  Maßana por  la maßana  te  llamarÀn al  puesto de  comando. AllÌ nos
veremos. Trae a Monita.
     - ¿HabrÀ alguna inspecciÑn? - preguntÑ ella.
     - Que  la  hagan. En la casa no hay nada.  No te preocupes y  mantÈn el
Ànimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido.  Te  casaste
con un merodeador, asÌ que no te quejes. Maßana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
     ColgÑ abruptamente y permaneciÑ algunos segundos  con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que  le tintinearon los  oÌdos. DespuÈs depositÑ
otra moneda y volviÑ a marcar un nÇmero.
     - Escucho - dijo Ronco.
     - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
     - ¿Schuhart? ¿QuÈ Schuhart? - preguntÑ Ronco, con naturalidad.
     -  Te dije  que  no me interrumpas. Me atraparon  y escapÈ, pero  voy a
entregarme. Me darÀn  entre dos y medio y tres aßos. Mi esposa queda  sin un
centavo.  TÇ  te  encargarÀs de  ella.  Que  no le  falta  nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
     - Sigue - dijo Ronco.
     -  Cerca del sitio donde nos encontramos la primera  vez hay una cabina
telefÑnica.  Es la Çnica, no  hay  forma de  confundirse.  La porcelana estÀ
debajo de ella. Si  la quieres, tÑmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi  esposa. TodavÌa  nos quedan muchos  aßos de  jugar juntos. Si al  volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
     - ComprendÌ  todo  -  dijo  Ronco  -. Gracias. Y  despuÈs de  una pausa
agregÑ: - ¿Quieres un abogado?
     - No -  dijo  Redrick -.  Todo a mi  esposa, hasta  el Çltimo  centavo.
Saludos.
     ColgÑ  y  mirÑ a su  alrededor. DespuÈs, con las manos  hundidas en los
bolsillos del pantalÑn, subiÑ lentamente por la calle  Miner entre las casas
vacÌas y claveteadas.

     3. Richard H.  Noonan,  cincuenta y un  aßos, supervisor de compras  de
equipos electrÑnicos en la divisiÑn  Harmont del instituto  internacional de
culturas extraterrestres.

     Richard H. Noonan  estaba  sentado  ante el escritorio  de  su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaßo legal. SonreÌa tambiÈn, simpÀticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a  su visitante.  No  hacÌa mÀs
que aguardar una llamada telefÑnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo  sermoneaba  perezosamente.  O imaginaba  que  lo  estaba sermoneando.  O
trataba de convencerse a sÌ mismo de que lo estaba sermoneando.
     - Tendremos  en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraßo.
     La  esbelta mano de  Valentine sacudiÑ limpiamente  las  cenizas  de su
cigarrillo en el cenicero.
     -  ¿Y  quÈ es,  exactamente,  lo que  tendrÀn en cuenta? - preguntÑ con
mucha cortesÌa.
     -  Bueno... todo lo  que usted acaba de decir  -  respondiÑ alegremente
Noonan, recostÀndose en su sillÑn -. Hasta la Çltima palabra.
     - ¿Y quÈ es lo que dije?
     - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
     Valentine (el  doctor  Valentine Pilman,  ganador  de un  Premio NÑbel)
estaba  sentado frente  a  Èl, en un mullido sillÑn. Era  menudo, delicado y
limpio. No tenÌa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata  de color liso,  muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pÀlidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
     -  En mi opiniÑn, a usted  se le paga un  sueldo fantÀstico para nada -
dijo -. Y ademÀs, tambiÈn en mi opiniÑn, usted es un saboteador, Dick.
     -
     -  En  realidad -  agregÑ Valentine -, hace mucho tiempo  que lo  vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
     -
es eso de que no  hago nada? ¿Acaso he dejado  de  hacerle  entregar un solo
pedido de repuestos?
     - No  sÈ  -  respondiÑ  Valentine, volviendo a  sacudir  las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con mÀs frecuencia,
pero no sÈ quÈ tiene usted que ver con eso.
     - Bueno, si no fuera  por mÌ, los materiales buenos  serÌan  mucho  mÀs
escasos. AdemÀs,  ustedes  los  cientÌficos  se  la pasan  rompiendo  buenos
equipos  y  pidiendo  repuestos.  ¿Y  quiÈn  les  cubre  las  espaldas?  Por
ejemplo...
     En ese momento sonÑ el  telÈfono. Noonan  se  interrumpiÑ para tomar el
receptor.
     - ¿Seßor Noonan? - preguntÑ la secretaria -. Otra vez el seßor Lemchen.
     - ComunÌqueme.
     Valentine  se levantÑ, se  llevÑ  dos dedos  a la frente  en  seßal  de
despedida y saliÑ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
     - ¿Seßor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
     - SÌ, escucho.
     - No es fÀcil comunicarse con usted en el trabajo, seßor Noonan.
     - Acaba de llegar un nuevo embarque.
     - SÌ, ya lo sÈ, seßor Noonan.  Estoy aquÌ por poco tiempo. Quisiera que
discutiÈramos  personalmente  unas cuantas cosas. Me refiero  a los  Çltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
     - A sus Ñrdenes.
     - En  ese caso,  si  no  tiene inconvenientes, ¿por  quÈ  no  pasa  por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
     - Perfecto. Dentro de media hora.
     Richard Noonan colgÑ y  se levantÑ frotÀndose las manos  regordetas. Se
paseÑ por la oficina y hasta empezÑ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiÑ  en una nota  especialmente  agria, riÈndose jovialmente  de  sÌ
mismo. TomÑ su sombrero, se echÑ el impermeable al  hombro y saliÑ a la zona
de recepciÑn.
     - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. QuÈdate
aquÌ y cÇbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerÈ un regalo.
     Ella  pareciÑ transformarse.  Noonan le arrojÑ un  beso  y saliÑ a  los
corredores del  instituto.  AquÌ y  allÀ  tuvo que enfrentarse  con  algunos
intentos  de  detenerlo, pero  logrÑ  zafarse  de  todas  las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados  que le  cubrieran  las espaldas o que
tuvieran paciencia.  y  finalmente  emergiÑ,  ileso y sin compromisos,  para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
     Sobre la ciudad pendÌan nubes bajas y pesadas.  El dÌa  era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban  ya a esparcirse  por la acera  como
pequeßas  estrellas negras.  Noonan se echÑ el  saco  sobre  la cabeza y los
hombros y corriÑ junto  a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiÑ
de cabeza y arrojÑ la chaqueta al asiento trasero. SacÑ del bolsillo el palo
negro y  redondo del asÌ-asÌ, lo puso en la instalaciÑn del tablero y empujÑ
con  el  pulgar  para meterlo  hasta la  empußadura. Se  meneÑ un poco  para
acomodarse mejor  tras el volante  y  pisÑ  el acelerador. El  Peugeot saliÑ
silenciosamente al medio de la  calle;  un  segundo despuÈs corrÌa  hacia la
salida de la Pre-Zona.
     La lluvia se precipitÑ  de repente, como si alguien hubiera volcado  un
balde en el cielo. La  ruta se tornÑ resbaladiza; el coche  derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorÑ  la marcha.
"AsÌ que recibieron el informe", pensÑ. Ahora estarÀn elogiÀndome. Bueno, me
lo  merezco; me gusta  que me elogien. Especialmente  el  seßor  Lemehen  en
persona. A pesar de si mismo. Extraßo, ¿verdad? ¿Por  quÈ nos gusta  que nos
elogien?  Eso  no  da dinero.  ¿Gloria? ¿QuÈ  clase de gloria  tenemos?  "Es
famoso: ya  lo  conocen  tres personas"  Bueno,  digamos cuatro, contando  a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estÇpido...
¿CÑmo puedo  ser mejor  a  mis  propios ojos? ¿Como si no me  conociera? Ese
gordo  bueno de Richard  H. Noonan,  a propÑsito, ¿quÈ querÌa  decir esa H.?
¡QuÈ  sÈ yo! Y no tengo a quien  preguntarle;  no  es cosa de preguntarlo al
seßor Lemehen. ¡Ah,  ya recuerdo!
estÀ diluviando.
     VirÑ hacia la calle Central y de pronto se  dio cuenta de  lo mucho que
habÌa crecido la ciudad en los Çltimos aßos. Enormes rascacielos. AllÀ estÀn
construyendo  otro.   ¿QuÈ  serÀ?  Oh,  el  Complejo  Luna:  el  mejor  jazz
internacional, un  espectÀculo  de variedades y  varias cosas mÀs. Todo para
nuestras  gloriosas tropas y nuestros valientes  turistas, especialmente los
mÀs ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
estÀn vaciando.
     SÌ, me gustarÌa saber dÑnde va  a terminar todo esto. Bueno, hace  diez
aßos  estaba seguro de saberlo: barreras policiales  impenetrables, zonas de
seguridad  de treinta  kilÑmetros,  cientÌficos  y soldados, y nada mÀs. Una
horrible lastimadura  en la cara  del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el  Çnico que pensaba  asÌ.
ahora uno ni siquiera se acuerda cÑmo fue que la fÈrrea resoluciÑn universal
se fundiÑ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y  por otra no se puede estar  en desacuerdo." Creo que todo
empezÑ cuando  los merodeadores  trajeron los  asÌ-asÌ de  la Zona. Pequeßas
pilas.  SÌ, creo que fue  entonces. Sobre todo cuando  se  descubriÑ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciÑ tal; antes bien, una caja de
tesoros,  la  tentaciÑn  del  demonio,  la  caja de  Pandora  o  el  diablo.
Descubrieron  el  modo  de  darles  uso.  Llevaban  veinte  aßos  bufando  y
rezongando, malgastando  billones, sin haber podido organizar  el robo. Cada
uno  tenÌa su negocito, mientras los  cientÌficos arrugaban significativa  y
portentosamente  el  ceßo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra  no se puede  estar en desacuerdo.  Puesto  que tal y cual  objeto,
fotografiado con  rayos  X  en  un Àngulo  de  18 grados,  emite  electrones
cuasitermales en  un Àngulo de 22  grados...
cualquier modo morirÈ sin ver el final.
     El  coche pasaba  frente a  la  casa que  Cuervo  Burbridge tenÌa en el
centro. Debido a la intensa  lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias  parejas que bailaban en las habitaciones del  segundo piso,
que correspondÌan  a la hermosa Dina. O bien habÌan comenzado muy temprano o
todavÌa la seguÌan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad:  dar fiestas  que  duraban  varios  dÌas.  Sin duda  estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y  tesoneros en  la bÇsqueda de sus
deseos.
     Noonan detuvo el  coche frente a  un edificio feo, cuyo discreto cartel
decÌa: "Oficinas legales de Korsh,  Korsh y  Simak". SacÑ el asÌ-asÌ y se lo
guardÑ  en el bolsillo; volviÑ a ponerse el impermeable,  tomÑ el sombrero y
corriÑ  hacia  la  entrada.  PasÑ corriendo  junto al  portero,  que  estaba
sepultado en un periÑdico, y subiÑ las escaleras  cubiertas por una alfombra
gastada.  Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor  del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes.  Finalmente abriÑ  la  Çltima  puerta  del  pasillo y entrÑ. Ante  el
escritorio  no  estaba  la   secretaria,  sino  un  joven  desconocido,  muy
bronceado, en mangas de camisa,  que escarbaba las tripas de algÇn artefacto
electrÑnico instalado sobre el escritorio, en vez de la mÀquina de escribir.
     Richard Noonan colgÑ su sombrero y  su chaqueta,  alisÑ con ambas manos
el  poco  pelo que le  restaba  y  mirÑ  interrogativamente  al joven.  èste
asintiÑ. Noonan abriÑ entonces la puerta de la  oficina. El seßor Lemehen se
levantÑ pesadamente del gran sillÑn  de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por  cortinajes. Su  angulosa cara  de  general estaba arrugada, ya
fuera  en una sonrisa  de  bienvenida o  en  un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quizÀs fuera tambiÈn un estornudo contenido.
     - Ah, ya llegÑ, pase, pÑngase cÑmodo.
     Noonan buscÑ  algÇn lugar para  ponerse  cÑmodo, pero sÑlo encontrÑ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada  detrÀs del  escritorio. PrefiriÑ
sentarse en el  borde del escritorio. Su  Ànimo jovial  se estaba evaporando
por algÇn  motivo, aunque Èl mismo no sabÌa cuÀl. De pronto se dio cuenta de
que ese dÌa no habrÌa  elogios. Todo lo contrario. "El dÌa de la ira", pensÑ
filosÑficamente, endureciÈndose para enfrentar lo peor.
     - Fume si quiere - dijo el  seßor Lemchen, volviendo a descender  hasta
su sillÑn.
     - No, gracias, no fumo.
     El  seßor Lemehen  asintiÑ,  como  si  aquello  confirmara  sus  peores
sospechas;  juntÑ las puntas de los dedos formando una torre y las contemplÑ
por un rato. Al fin dijo:
     - Creo  que no vamos  a discutir los asuntos  legales de la  Mitsubishi
Denshi Company.
     Eso era un chiste. Richard Noonan sonriÑ de inmediato.
     -
     Estaba endemoniadamente incÑmodo  allÌ sentado;  ademÀs los  pies no le
llegaban al suelo.
     - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiÑn  muy
favorable allÀ arriba.
     - Hum - murmurÑ Noonan, mientras pensaba: "AquÌ viene"
     - Estaban por recomendarlo para una  condecoraciÑn - prosiguiÑ el seßor
Lemehen -.  Sin  embargo los convencÌ  de que esperaran un poco. Y yo  tenÌa
razÑn.
     AbandonÑ con esfuerzo la contemplaciÑn de sus diez dedos y levantÑ  los
ojos hacia Noonan.
     - Usted se preguntarÀ por quÈ me comportÈ con tanta cautela.
     - Probablemente tenÌa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
     -  En efecto. ¿CuÀles son los  resultados de  su  informe, Richard?  La
banda del Metropole  estÀ liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiÈn
suyo,  Quasimodo,  los  MÇsicos  Vagabundos  y  todas  las otras  bandas, no
recuerdo cÑmo se llaman, se desmembraron porque sabÌan que el baile se habÌa
terminado y que cualquier  dÌa los iban a atrapar.  Todo esto  es cierto; lo
hemos verificado por otras  fuentes. El campo  de batalla estÀ despejado. La
victoria  es  suya,  Richard. El enemigo se  retirÑ en desbandada, sufriendo
grandes pÈrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
     - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los Çltimos tres meses ha
cesado la pÈrdida  de materiales de la Zona  a  travÈs de Harmont. Al menos,
segÇn las informaciones que tengo.
     - El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
     - Bueno, si prefiere esa metÀfora, sÌ.
     -
dudas. Al  apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerÌ que esperaran antes de darle una
recompensa.
     "Vete al  diablo, tÇ y tus recompensas", pensÑ  Noonan,  balanceando el
pie y observando ceßudo el zapato brillante, "
telaraßas del  desvÀn!  No  me  falta mÀs que escuchar  tus conferencias. SÈ
perfectamente con quiÈn  trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del  enemigo. Dime,  simplemente cuÀndo, dÑnde y cÑmo me equivoquÈ,
quÈ han robado esos hijos  de puta, dÑnde y cÑmo fallaron la forma de pasar.
Y sin  tantas pavadas, que no soy un novato; tengo mÀs de medio siglo encima
y  no  estoy  aquÌ  sentado para  oÌrte  hablar  de Ñrdenes  y  decoraciones
estÇpidas."
     - ¿QuÈ  sabe usted de  la Bola Dorada?  - preguntÑ sÇbitamente el seßor
Lemehen.
     "Dios, quÈ  tiene que ver  la Bola Dorada con todo esto". pensÑ Noonan,
irritado. "Por quÈ no te irÀs al diablo con tus enfoques indirectos."
     -  La  Bola Dorada  es una leyenda  - informÑ,  en  tono aburrido -. Un
artefacto mÌtico  localizado en  la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
     - ¿Cualquier deseo?
     - SegÇn  la  versiÑn  canÑnica de  la  leyenda,  cualquier  deseo.  Sin
embargo, hay versiones distintas.
     - De acuerdo. ¿QuÈ sabe de las lÀmparas de la muerte?
     -   Hace  ocho  aßos,  un  merodeador  llamado  Stefan   Norman,  alias
Cuatro-ojos, trajo  de la Zona un aparato que, hasta donde  se puede juzgar,
era algÇn  tipo de emisor de rayos  fatales  para los organismos terrÌcolas.
Este  Cuatro-ojos ofreciÑ  el  aparato al Instituto, pero no se  pusieron de
acuerdo  en cuanto al  precio. Cuatro-ojos volviÑ a entrar a la Zona y jamÀs
regresÑ. Se  ignora el paradero actual del aparato.  La  gente del Instituto
sigue tirÀndose de los pelos por  ese  asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por Èl cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
     - ¿Es todo? - preguntÑ el seßor Lemehen.
     - Es todo.
     Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciÑn. Era aburrida;
no habÌa nada para mirar.
     - Muy bien. ¿Y quÈ sabe de los ojos de la langosta?
     - ¿QuÈ clase de ojos?
     -  Ojos de  langosta.  LangpÀtas, ¿entiende? èsas  que tienen pinzas  -
explicÑ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
     - Nunca los oÌ nombrar - respondiÑ Noonan, frunciendo el ceßo.
     - ¿Y de las servilletas castaßeteantes?
     Noonan se bajÑ  del  escritorio para erguirse  frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
     - No sÈ nada de ellas. ¿Y usted?
     - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaßeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
     - ¿En mi Zona?
     - SiÈntese, siÈntese - indicÑ el  seßor  Lemehen,  agitando la  mano -,
ReciÈn empezamos la charla. SiÈntese.
     Noonan dio  la  vuelta  al escritorio y  se sentÑ en  la silla  dura de
respaldo recto.
     "¿AdÑnde  quiere  ir  a parar?", pensÑ, febrilmente. "¿QuÈ es  todo ese
material  nuevo? Tal vez lo  encontraron en  otras Zonas y trata  de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca  me tuvo  aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
     - Prosigamos  con nuestro  pequeßo examen  - anunciÑ  Lemchen, mientras
apartaba  una  esquina  del cortinaje  para  mirar  por la  ventana  -. EstÀ
diluviando. Me gusta.
     SoltÑ  la  cortina, volviÑ a sentarse en el  sillÑn y preguntÑ, mirando
hacia el cielo raso:
     - ¿CÑmo anda el viejo Burbridge?
     - ¿Burbridge? Cuervo Burbridge estÀ bajo vigilancia. EstÀ invÀlido y en
muy buena  posiciÑn. No tiene vinculaciones con  la Zona. Es dueßo de cuatro
bares  y de una  escuela de baile. Organiza  picnics para  los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
     El seßor Lemehen asintiÑ, satisfecho.
     - ¿Y quÈ hace Creonte, el maltÈs?
     -  Es uno de los pocos  merodeadores que siguen activos. Anduvo con  la
banda de  Quasimodo;  ahora  vende su botÌn al Instituto  utilizÀndome  como
intermediario.  Le  doy  rienda  libre:  tarde o  temprano alguien  lo  harÀ
desaparecer. çltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
     - ¿Contactos con Burbridge?
     - Anda detrÀs de Dina. Sin resultados.
     - Muy bien - dijo el seßor Lemehen -. ¿QuÈ sabe de Red Schuhart?
     - SaliÑ de la cÀrcel  el mes pasado. No  tiene dificultades econÑmicas.
TratÑ de emigrar, pero tiene...
     Noonan hizo una pausa. Al fin completÑ:
     - Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
     - ¿Eso es todo?
     - Es todo.
     - No parece mucho. ¿QuÈ pasa con Suertudo Carter?
     - Hace muchos aßos que dejÑ el merodeo.  Vende coches usados y tiene un
taller para  adaptar automÑviles al asÌ-asÌ. Cuatro hijos; la mujer muriÑ el
aßo pasado. Tiene suegra.
     Lemehen asintiÑ.
     - Bueno, ¿a quiÈn he olvidado de los viejos? - preguntÑ amablemente.
     - A Jonathan  Miles, mÀs conocido como Cacto. EstÀ en el hospital; va a
morir de cÀncer. Y olvidÑ a Gutalin.
     - Ah, sÌ, sÌ, ¿quÈ se sabe de Gutalin?
     - Sigue en  lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la  Zona y
pasan  allÌ varios  dÌas  en  cada  oportunidad,  destrozando  todo  lo  que
encuentran. Su antigua organizaciÑn, los àngeles Luchadores, se disolviÑ.
     - ¿Por quÈ?
     - Bueno,  usted recordarÀ que solÌan comprar botÌn; Gutalin  lo llevaba
nuevamente  a la Zona: las  cosas del demonio debÌan estar con  el  demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; ademÀs el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policÌa.
     - Comprendo - dijo el seßor Lemehen -. ¿Y quÈ hay de los jÑvenes?
     -  Bueno,  los  jÑvenes van y  vienen. Hay cinco o seis con un  poco de
experiencia,  pero Çltimamente no tienen quiÈn reduzca el botÌn, de modo que
estÀn perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos estÀn retirados, los
jÑvenes no  saben quÈ hacer y el prestigio de la profesiÑn se  va perdiendo.
La tecnologÌa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robÑticos.
     - SÌ, si, eso he oÌdo decir. Pero las mÀquinas necesitan mucha energÌa.
¿O me equivoco?
     - Es cuestiÑn de tiempo, no mas. Pronto valdrÀ la pena.
     - ¿CuÀndo?
     - En cinco o seis aßos.
     El seßor Lemehen volviÑ a asentir.
     - A propÑsito,  tal  vez  usted no sabe que  el  enemigo  ha empezado a
emplear los merodeadores automÀticos.
     - ¿En mi Zona? - preguntÑ Noonan, poniÈndose en guardia.
     - TambiÈn en la suya. Tienen la base en RexÑpolis; desde allÌ trasladan
el equipo en helicÑptero,  por sobre las montaßas, hasta el CaßÑn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
     - Pero  ese es el perÌmetro  de la  Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
Àrea estÀ vacÌa. ¿QuÈ pueden encontrar allÌ?
     - Muy poco, muy poco, pero algo  encuentran. De cualquier modo  era una
informaciÑn,  nada mÀs; eso no le concierne.  Recapitulemos. En  Harmont  no
quedan  ya,  prÀcticamente, merodeadores profesionales.  Los que aÇn  siguen
aquÌ ya  no  tienen relaciÑn  con  la Zona.  Los jÑvenes  estÀn  perdidos  y
cercados.
     - El enemigo estÀ diseminado y se ha retirado a  algÇn rincÑn a lamerse
las  heridas.  No  hay  botÌn,  y  cuando lo  hay  no  se encuentra a  quiÈn
vendÈrselo. Los robos de materiales  en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
     Noonan  guardÑ  silencio. "Ahora,  pensÑ. Ahora  me la  va a dar.  Pero
¿dÑnde  estuvo  el  error?  Ha de  haber sido uno  realmente grande.
habla, viejo del diablo!
     -  No he  oÌdo su respuesta -  observÑ Lemehen, poniendo  la  mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
     -  Bueno,  jefe - dijo Noonan, sombrÌo -. Basta  ya. Me tiene  frito  y
hervido, ahora pÑngame en el plato.
     El seßor Lemehen carraspeo vagamente.
     -  No tiene  nada  que decir en su  defensa  -  comentÑ, con inesperada
amargura -. Se queda ahÌ, con las orejas bajas ante  la autoridad.  ¿CÑmo le
parece que me sentÌa anteayer?
     Se interrumpiÑ para levantarse y se acercÑ a la caja fuerte.
     -  Para abreviar: en los dos  Çltimos meses, segÇn nuestra informaciÑn,
el  enemigo  ha recibido  mÀs  de  seis  mil  artÌculos  provenientes de las
diversas Zonas.
     Se detuvo ante la  caja  fuerte, palmeÑ  su flanco pintado  y se volviÑ
Àsperamente hacia Noonan.
     - ¡No se consuele  con ilusiones! - gritÑ -.
Burbridge! ¡Las del MaltÈs!
siquiera se  dignÑ mencionar!
entrena usted a sus  jÑvenes?
encima ese asunto de  los  ojos de langosta, los  cascabeles  de perra,  las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
     VolviÑ a interrumpirse, se instalÑ nuevamente en el sillÑn,  formÑ otra
torre con los dedos y preguntÑ cortÈsmente:
     - ¿QuÈ piensa usted de todo esto, Richard?
     Noonan se secÑ la frente con el paßuelo.
     - No sÈ  nada de todo esto - respondiÑ sinceramente  -. perdone,  jefe,
estoy un poco... DÈjeme  recobrar  el aliento,
ya no tiene  nada que ver  con la Zona.
picnics y cÑcteles a la orilla  de los lagos  y gana  muchÌsimo con eso.
necesita  mÀs dinero! Perdone,  creo  que estoy diciendo  tonterÌas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliÑ del hospital.
     - Bueno, no quiero demorarlo mÀs -  dijo el seßor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me  trae alguna idea sobre cÑmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiÑs.
     Noonan se levantÑ, saludÑ al perfil de Lemehen y saliÑ a la  recepciÑn,
aÇn  enjugÀndose el  cuello sudoroso. El  joven bronceado  estaba  fumando y
contemplaba pensativamente las entraßas del mutilado aparato electrÑnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciÑ tan vacÌa como si estuviera
mirando hacia dentro.
     Richard  Noonan se  encasquetÑ  el  sombrero, agarrÑ  su impermeable  y
saliÑ. Nunca le habÌa pasado algo asÌ. Sus  pensamientos, confusos, parecÌan
enmaraßarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigÑn!
Es sÑlo un pequeßo novato, un mocoso. No, aquÌ pasa algo raro.  Ese rengo de
porquerÌa,  Cuervo,  esta vez me  agarrÑ. Me  pescÑ en  pelotas. ¿CÑmo  pudo
ocurrir? Justo como  aquella vez, en  Singapur;  la cara sobre la mesa y  de
golpe aplastado contra la pared...
     SubiÑ al auto. Por un momento buscÑ en el tablero la llave de contacto,
olvidado  de  todo.  La  lluvia le  goteaba  desde  el  sombrero  sobre  los
pantalones. Se lo quitÑ y lo arrojÑ al asiento posterior sin mirar. El  agua
corrÌa a chorros por  el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiÑn de que
eso  le  impedÌa comprender  cuÀl  era el prÑximo  paso a  dar. Se dio  unos
coscorrones y se sintiÑ mejor. Inmediatamente  recordÑ que no habÌa llave ni
podÌa haberla, porque Èl tenÌa el  asÌ-asÌ en el bolsillo.  La  pila eterna;
habÌa que sacarla del bolsillo, maldiciÑn, y  meterla en la instalaciÑn. AsÌ
podrÌa a menos  conducir el coche hasta alguna parte... alguna  parte, lejos
de ese  edificio donde  estaba el viejo hijo de  puta, probablemente mirando
desde una ventana.
     En  el momento en que tendÌa la mano hacia el asÌ-asÌ quedÑ inmÑvil por
un  instante. Ya sÈ  por  quiÈn  empezar. EmpezarÈ con Èl.
empezar con Èl! Nadie habrÀ empezado nunca con nadie como yo con Èl. Y  serÀ
un placer.
     EncendiÑ los limpiaparabrisas y bajÑ por la avenida, sin ver casi  nada
frente a Èl, pero calmÀndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
DespuÈs de todo allÀ las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi  cuerpo, o  algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos  la pista.
¿DÑnde estÀ mi pequeßo negocio? No veo un pito. Ah, allÌ estÀ.
     No  estaba dentro  del  horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiÈndose  como un perro
que  saliera del agua,  entrÑ a aquella clara habitaciÑn, que olÌa a tabaco,
perfume y champaßa rancio. El viejo Benny, aÇn  sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el pußo. Madame lo miraba
comer, con los  enormes  pechos apoyados  en el  mostrador entre  los  vasos
vacÌos.  AÇn no  habÌan limpiado la  suciedad de la  noche  anterior. Cuando
Noonan entrÑ, Madame volviÑ hacia Èl su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiÑn de enojo se disolviÑ en una sonrisa profesional.
     -  ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿Extraßaba a las chicas?
     Benny siguiÑ comiendo; era mÀs sordo que una tapia.
     -
a mÌ a una mujer de veras?
     Benny, finalmente, notÑ su presencia y  contorsionÑ  en una sonrisa  de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpÇreas.
     -
     Noonan sonriÑ como respuesta y agitÑ la mano. No  le gustaba hablar con
Benny; habÌa que gritar constantemente.
     - ¿DÑnde estÀ mi gerente, compaßeros? - preguntÑ.
     -  En  su cuarto -  respondiÑ  Madame  -. Tiene  que  pagar  maßana los
impuestos.
     -
En seguida vuelvo.
     Caminando silenciosamente sobre la  gruesa alfombra sintÈtica, cruzÑ el
salÑn y las  puertas encortinadas de los  cubÌculos;  junto a cada una habÌa
una flor pintada en la pared. EntrÑ en el  silencioso pasillo sin  salida  y
abriÑ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
     Mosul  Kitty estaba sentado al  escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenÌa  en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los  impuestos  al  dÌa  siguiente. En  el  escritorio,  completamente
despejado, no habÌa mÀs que una jarra con ungÝento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro.  Mosul Kitty alzÑ hacia Noonan los ojos irritados y se
levantÑ de un salto, dejando caer el  espejo.  Noonan, sin decir palabra, se
sentÑ en el sillÑn, frente a Èl, y lo observÑ en silencio, oyÈndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. DespuÈs dijo:
     - Por quÈ no cierras la puerta, amigo.
     Mosul corriÑ hasta la puerta cacheteando el  piso  con los pies planos;
hizo  girar la llave y volviÑ al escritorio. InclinÑ sobre Noonan la  cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguÌa mirÀndolo con los ojos
medio cerrados; recordÑ entonces, por alguna razÑn, que el  verdadero nombre
de  Mosul Kitty era  Rafael.  Aquel hombre era famoso por sus grandes  pußos
huesudos, purpÇreos  y desnudos entre el grueso  vello  que  le  cubrÌa  los
brazos  como  una  manga. Se  habla puesto el apodo  de Kitty porque  estaba
convencido de  que era el nombre  tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
     - ¿CÑmo andan las cosas? - preguntÑ gentilmente.
     - Todo en orden, jefe - replicÑ velozmente Rafael Mosul.
     - ¿Arreglaste el problema con la comisarÌa?
     - CostÑ ciento cincuenta. Todo el mundo estÀ contento.
     - SaldrÀ de tu bolsillo. Fue  culpa tuya, amigo. TenÌas  que encargarte
de eso.
     Mosul puso cara patÈtica y extendiÑ las manos en seßal de sumisiÑn.
     - Hay que cambiar el parquet del salÑn - dijo Noonan.
     - Lo haremos.
     Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
     - ¿BotÌn? - preguntÑ, bajando la voz.
     - Hay un poco - respondiÑ Mosul, tambiÈn en voz baja.
     - Veamos.
     Mosul corriÑ a  la caja  fuerte, sacÑ  un paquete y  lo  abriÑ sobre el
escritorio, frente a Noonan. èste  revolviÑ con un dedo el montÑn de gotitas
negras; recogiÑ un brazalete y lo  examinÑ por todos lados a antes de volver
a ponerlo allÌ.
     - ¿Nada mÀs?
     - No traen - explicÑ Mosul, culpable.
     - AsÌ que no traen - repitiÑ Noonan.
     ApuntÑ con  cuidado y clavÑ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla  de Mosul.  Este, grußendo,  se  agachÑ  para agarrarse  el  lugar
dolorido, pero inmediatamente  volviÑ  a  erguirse,  en  posiciÑn de  firme.
Noonan  saltÑ, aferrÑ  a Mosul por  el  cuello y se acercÑ soltando patadas,
haciendo girar  los  ojos, susurrando  obscenidades.  Mosul gemÌa y  grußÌa,
echando la cabeza hacia atrÀs como un caballo  asustado; retrocediÑ  de  ese
modo hasta caer en el sofÀ.
     - AsÌ que trabajas para los dos bandos, ¿eh?  GrandÌsimo hijo de puta -
siseÑ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo  Burbridge estÀ
nadando en botÑn y tÇ me traes cuentitas envueltas en papel.
     Le  dio  una  bofetada  en  pleno  rostro,  tratando  de  golpearle  la
magulladura de la nariz.
     - Te harÈ meter en la cÀrcel.  TendrÀs  que dormir  sobre  estiÈrcol  y
comer pan duro.
     Otro golpe a la nariz lastimada.
     -  ¿De dÑnde saca Burbridge el botÌn? ¿Por quÈ se lo llevan a Èl y no a
ti?  ¿QuiÈn lo  trae?  ¿CÑmo  es  posible que yo no  sepa nada? ¿Para  quiÈn
trabajas, cerdo asqueroso?
     Mosul abriÑ y cerrÑ la boca, mudo. Noonan lo dejÑ ir, volviÑ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
     - ¿Y? - preguntÑ.
     Mosul sorbiÑ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
     - De veras, patrÑn, ¿quÈ pasa? ¿QuÈ botÌn puede  tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
     -
los pies.
     -  No,  no, patrÑn,  de veras  - fue la apresurada  respuesta  -.  ¿Yo,
discutir con usted?
     - Voy a deshacerme de ti -  amenazÑ  Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quÈ  diablos  te quiero, grandÌsimo  tal  por cual?  Tipos como tÇ  hay  por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
     - Espere, patrÑn - replicÑ Mosul razonablemente, untÀndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quÈ me ataca asÌ, tan de pronto? Hablemos un poco.
     Se tocÑ la nariz cautelosamente y agregÑ:
     -  Usted dice que Burbridge tiene botÌn a montones. No sÈ, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dÌas  nadie  tiene botÌn. DespuÈs de  todo,
ahora sÑlo los novatos entran a  la Zona  y  son los Çnicos que  salen.  No,
patrÑn, alguien le ha mentido.
     Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer  Mosul, en verdad, nada
sabÌa. De cualquier modo no le habrÌa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
     - Esos picnics, ¿dejan ganancias?
     - ¿Los  picnics? No creo. No es  como para nadar en plata.  Pero  ya no
queda nada que dÈ ganancias en esta ciudad.
     - ¿DÑnde se hacen esos picnics?
     - ¿DÑnde? Bueno, en  diferentes lugares. Junto a la Montaßa  Blanca, en
las Fuentes TermalcÀ, en el lago Arcoiris...
     - ¿QuiÈnes son los clientes?
     - ¿Los clientes? - Mosul olfateÑ, parpadeÑ y hablÑ en tono confidencial
-. Si  piensa dedicarse  usted  tambiÈn  a ese  negocio, patrÑn,  no  se  lo
aconsejo. No podrÀ competir mucho contra Cuervo.
     - ¿Por quÈ?
     -  Los clientes  de  Cuervo  son  los  cascos  azules,  para empezar  -
respondiÑ el grandote,  contando  los argumentos  con los dedos -.  DespuÈs,
oficiales del  puesto de comando.  DespuÈs, los turistas  del Metropole,  el
Lirio Blanco y el Plaza. AdemÀs hace mucha propaganda. Hasta los de aquÌ van
con Èl. De veras, patrÑn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
     - ¿AsÌ que los de aquÌ tambiÈn van con Èl?
     - La gente joven, en su mayorÌa.
     - Bueno, ¿quÈ pasa en esos picnics?
     - ¿QuÈ pasa?  Vamos en Ñmnibus, ¿entiende? Y cuando  llegamos todo estÀ
listo: mesas, carpas, mÇsica...  Y todos la disfrutan. Los oficiales  suelen
ir con las muchachas.  Los turistas van a  mirar la  Zona; si es  en Fuentes
Termales  la  Zona  estÀ  a  un tiro  de  piedra,  del  otro  lado del CaßÑn
Sulfuroso.  Cuervo ha desparramado unos cuantos  huesos de caballo por ahÌ y
se los muestra con binoculares.
     - ¿Y los de aquÌ?
     - ¿Los de aquÌ? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
     - ¿Y Burbridge?
     - ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
     - ¿Y tÇ?
     -  ¿Yo?  Yo soy  como cualquier  otro. Vigilo  que  nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, mÀs o menos.
     - ¿Y cuÀnto dura todo eso?
     - Depende. A veces tres dÌas, a veces una semana entera.
     -  ¿Y cuÀnto cuesta ese viaje de placer? - preguntÑ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
     Mosul  respondiÑ, pero  Èl  no le  prestÑ atenciÑn. AhÌ  estÀ la  cosa,
pensaba;  varios  dÌas, varias noches; en esas  condiciones  es  simplemente
imposible  vigilar a  Burbridge,  por mucho que se quiera.  Pero  seguÌa sin
entender. Burbridge no  tenÌa piernas, y allÌ estaba el  barranco. No, habÌa
algo mÀs.
     - Entre los de aquÌ, ¿quiÈnes son los clientes habituales?
     - ¿Entre los de aquÌ? Ya se lo dije, los jÑvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy,  Rajba, el  Pollo  Tsapfa,  ese  muchacho,  Zmyg...  El MaltÈs
tambiÈn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela  dominical.
¿Vamos a  la escuela  dominical?, dicen. Se dedican a las seßoras grandes  y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
     - La escuela dominical... - repitiÑ Noonan.
     Se le habÌa ocurrido un pensamiento extraßo. Escuela. Se levantÑ.
     -  Muy bien  -  dijo -.  Al  diablo  con  los picnics. Eso  no es  para
nosotros. Pero entiÈndeme bien: Cuervo tiene botÌn y ese negocio es nuestro,
amigo.  Busca,  Mosul,  busca  o te echarÈ a los perros.  DÑnde lo consigue,
quiÈn se lo da. DescÇbrelo y daremos un veinte por ciento mÀs. ¿Entiendes?
     - Entiendo, patrÑn.
     Mosul  tambiÈn  estaba de  pie, en posiciÑn de firme,  con  la  lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
     - ¡MuÈvete!
     Ya en el  bar tomÑ rÀpidamente su  aperitivo, charlÑ un rato con Madame
sobre la  decadencia  moral, sugiriÑ que  planeaba  agrandar  el negocio  y,
bajando la voz para lograr  mÀs Ènfasis, le pidiÑ consejo sobre lo que podÌa
hacer con Benny; el pobre estaba  viejo, sordo y lento  de reacciones; ya no
se movÌa como antes.
     Ya eran las seis y tenÌa hambre. Un pensamiento le daba  vueltas en  el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habÌan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mÌtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SÑlo quedaba en Èl la desilusiÑn
de no  haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo mÀs importante era eso
que seguÌa flotando en su cabeza sin darle paz.
     Se  despidiÑ de Madame, estrechÑ la mano a Benny y fue directamente  al
Borscht.
     El problema es que no  nos damos cuenta de cÑmo se van los aßos, pensÑ.
Al diablo con los aßos; no nos damos cuenta de que todo cambia.  Sabemos que
todo cambia, nos enseßan desde  chicos que todo cambia y  vemos  cambiar las
cosas con  nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no estÀ. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernÈtica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrÌo, que se arrastraba centÌmetro
a centÌmetro por la  Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botÌn.
El nuevo merodeador es un pisaverde  de corbata fina,  un  ingeniero que  se
sienta a  dos  kilÑmetros de la  Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin  nada que  hacer, salvo vigilar unas  pocas  pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lÑgico. Tan  lÑgico que a nadie  se  le ocurren  las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
     Y de pronto, desde  la nada, surgiÑ una oleada  de desesperaciÑn que lo
tragÑ por completo. Todo  era  inÇtil, sin  sentido. Dios  mÌo,  pensÑ,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean mÀs inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asÌ estÀ el  hombre en  el  mundo.  Si nunca hubiÈramos  tenido una
VisitaciÑn habrÌa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
     El  Borscht estaba encendido y de Èl brotaba un olor delicioso. TambiÈn
el Borscht habÌa cambiado; ya no habÌa baile ni diversiones; Gutalin  no iba
mÀs,  lo habÌan hecho  a un  lado.  Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrÌa marchado haciendo una mueca. Ernest seguÌa en
la jaula; era la  vieja, su mujer, la que finalmente habÌa vuelto a poner en
marcha el local,  con una clientela sÑlida y  estable.  Todo el personal del
instituto almorzaba allÌ, incluyendo a los funcionarios mÀs importantes. Los
reservados eran  bonitos;  la comida,  buena;  los precios,  razonables;  la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
     Noonan  descubriÑ  a Valentine  Pilman  en  uno de  los reservados.  El
laureado cientÌfico tomaba cafÈ y leÌa una revista doblada en dos. Noonan se
acercÑ, preguntando:
     - ¿Puedo sentarme con usted?
     Valentine volviÑ hacia Èl sus anteojos oscuros.
     - Ah, sÌ, por favor.
     - Un segundo. Primero voy a lavarme.
     Acababa de recordar lo de  la  nariz de  Mosul.  AllÌ lo conocÌan bien.
Cuando volviÑ al reservado de Valentine,  le esperaba un plato de  embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frÌa ni caliente, como a Èl le gustaba.
Valentine dejÑ la revista y tomÑ un sorbo de cafÈ.
     - EscÇcheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CÑmo piensa
que terminarÀ todo esto?
     - ¿QuÈ cosa?
     -   La   VisitaciÑn.   Las  Zonas,  los  merodeadores,   los  complejos
militar-industriales... todo. ¿CÑmo puede terminar?
     Valentine lo mirÑ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
     - ¿Para quiÈn? Especifique.
     - Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
     - Eso  depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en  nuestro
sector del  planeta la  VisitaciÑn no dejÑ efectos posteriores, en  su mayor
parte.  Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar  todas
esas  castaßas del fuego  saquemos  algo que  arruine  la  vida, no sÑlo  la
nuestra sino la  de todo el  planeta. Eso serÌa  mala suerte. Pero  admitirÀ
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
     RiÑ entre dientes y prosiguiÑ:
     -  Le  dirÈ:  hace tiempo  he  perdido  el hÀbito  de  hablar  sobre la
humanidad en general. La humanidad,  como un  todo, es un sistema  demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
     - ¿Le parece? Puede ser, quiÈn sabe.
     - Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente  entretenido -. ¿En
quÈ ha cambiado su vida con la VisitaciÑn? Usted  es un hombre de  negocios.
Ahora  sabe que hay  al menos otra criatura  racional en el universo, ademÀs
del hombre.
     - ¿QuÈ puedo decirle?
     Noonan hablaba  en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciÑn;
no habÌa nada de quÈ hablar.
     - ¿QuÈ ha cambiado  para  mÌ? -  prosiguiÑ -. Bueno,  desde hace varios
aßos  me siento intranquilo, inseguro. Bien.  Ellos vinieron y se fueron  en
seguida.  ¿QuÈ pasarÌa si volvieran  y decidieran quedarse? Como  hombre  de
negocios debo tomar esta cuestiÑn en serio: quiÈnes son, cÑmo vinieron y quÈ
necesitan. En  el nivel  mÀs bÀsico, tengo  que  pensar en  cÑmo  cambiar mi
producciÑn.  Debo  estar  preparado.  ¿Y  si  yo  resultara  ser  totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
     Noonan se iba animando.
     - ¿Y si todos somos superfluos? - continuÑ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿QuiÈnes son,
quÈ quieren, y si regresarÀn?
     - Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
     - Y usted, ¿quÈ piensa?
     - A decir verdad nunca me permitÌ el lujo  de pensar seriamente en eso.
Para mÌ  la VisitaciÑn es, fundamentalmente, un acontecimiento Çnico que nos
permite saltar varios  escalones  en el  proceso del conocimiento.  Como  un
viaje al futuro de  la tecnologÌa. Como si un  generador  cuÀntico  fuera  a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
     - Newton no habrÌa entendido nada.
     - Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
     - ¿De  veras?  Bueno,  de cualquier modo,  quiÈn habla de  Newton. ¿QuÈ
piensa de la VisitaciÑn? Puede contestar en broma.
     - De acuerdo, le dirÈ. Pero debo advertirle  que su  pregunta, Richard,
cae bajo  el rÑtulo de la xenologÌa. XenologÌa: mezcla artificial de ciencia
ficciÑn  y lÑgica formal. Se basa en  la  premisa falsa de que la psicologÌa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
     - ¿Falsa por quÈ? - preguntÑ Noonan.
     -  Porque los  biÑlogos ya  se han roto el  seso tratando de aplicar la
psicologÌa humana a los animales. Y eran animales terrÀqueos.
     - PerdÑneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando  de  la
psicologÌa de seres racionales.
     - Si, y todo estarÌa muy bien si supiÈramos al menos quÈ es la razÑn.
     - ¿No lo sabemos? - preguntÑ Noonan, sorprendido.
     -  CrÈase o no, no lo sabemos. Por lo  comÇn se emplea  una  definiciÑn
trivial: la  razÑn es  la parte  de  la  actividad  humana que diferencia al
hombre de  los animales. Es como un intento de distinguir al amo del  perro,
que  comprende  todo pero no  puede  hablar.  En  realidad, esta  definiciÑn
trivial da origen a otra  mÀs ingeniosa, basada en la  amarga observaciÑn de
las  actividades  humanas  ya  mencionadas.  Por  ejemplo:  la  razÑn  es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
     -  Si,  eso  se refiere  a nosotros, a  mÌ y  a los que son  como yo  -
concordÑ Noonan, amargamente.
     - Por desgracia.  O quÈ le parece esta  definiciÑn hipotÈtica: la razÑn
es una  especie de  instinto complejo que aÇn no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de  un millÑn de  aßos nuestro instinto habrÀ madurado y dejaremos de
cometer los errores que  probablemente  debemos  a la  razÑn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo,  todo  -; nos  extinguirÌamos..., precisamente
porque habrÌamos olvidado  cÑmo  cometer errores,  es  decir,  cÑmo intentar
varios enfoques que no han  sido estipulados por un programa  inflexible  de
alternativas permitidas
     - Usted se las arregla para que suene despectivo.
     - De acuerdo, probemos con otra definiciÑn, una muy noble y sublime. La
razÑn es la capacidad de utilizar las  fuerzas  del medio  sin destruir  ese
medio.
     Noonan hizo una mueca y sacudiÑ la cabeza.
     - No, eso no se refiere a nosotros. ¿QuÈ. le parece Èsta?  El hombre, a
diferencia del animal, es una  criatura dotada de una indefinible  necesidad
de conocimiento. Lo leÌ en alguna parte.
     - Yo tambiÈn.  Pero el problema consiste en que el hombre comÇn (ese en
que usted  piensa al hablar de "nosotros" y  "los otros") supera  con  mucha
facilidad  esa  necesidad de  conocimiento. Ni  siquiera creo  que  haya tal
necesidad. La  hay, sÌ, pero de comprender,  y  para  eso no  hace falta  el
conocimiento.  La  hipÑtesis  de  Dios,  por  ejemplo,  nos  proporciona una
oportunidad  incomparablemente  absoluta  de comprenderlo todo  sin  conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenÑmenos  sobre la  base de ese sistema.  Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento  de ninguna  especie.  SÑlo  unas pocas fÑrmulas  aprendidas de
memoria, mÀs lo que la gente llama intuiciÑn y lo que llama sentido comÇn.
     - Un momento - dijo Noonan.
     TerminÑ su  cerveza y depositÑ  ruidosamente la  jarra sobre  la  mesa.
DespuÈs contestÑ:
     - No se salga  del tema. Volvamos  al tema de nuestra  conversaciÑn. El
hombre se  encuentra con una  criatura extraterrestre. ¿CÑmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
     - No tengo la menor idea  - dijo Valentine, con gran placer -.  Todo lo
que  he leÌdo sobre ese tema cae en  un cÌrculo  vicioso. Si son  capaces de
establecer contacto, son  racionales.  Y  viceversa;  si son  racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologÌa humana, es racional. Una cosa asÌ.
     -  ¿Ah, sÌ?
cosa en su casillero!
     -  Los monos  tambiÈn  pueden  poner  cosas  en  casilleros  -  replicÑ
Valentine.
     - No, espere  - exclamÑ Noonan, sintiÈndose defraudado por algÇn motivo
-. Si no saben cosas tan simples como Èsa... Bueno, al diablo  con la razÑn.
Por  lo  visto  es  un  verdadero  pantano.  Okey,  pero  ¿quÈ pasa  con  la
VisitaciÑn? ¿QuÈ piensa usted de la VisitaciÑn?
     - SerÀ un placer. Imagine un picnic.
     Noonan se estremeciÑ.
     - ¿QuÈ dijo?
     - Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se  de Èl baja  un grupo  de  gente joven,  con botellas, cestos  de comida,
radios  a  transistores y  mÀquinas  fotogrÀficas.  Encienden  fuego,  arman
carpas, ponen mÇsica. Por la maßana se marchan. Los animales,  los pÀjaros y
los insectos que  los han  estado  observando  horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quÈ  se encuentran? Nafta y
aceite  derramados  en  el  pasto.  VÀlvulas  y filtros usados,  estropajos,
bombitas  quemadas  y  alguna llave inglesa  que alguien  olvidÑ. Manchas de
aceite en el estanque.  Y tambiÈn,  por supuesto,  las basuras de costumbre:
corazones  de manzana,  envolturas de  caramelos,  restos chamuscados  de la
hoguera, latas, botellas,  un paßuelo,  una navaja,  periÑdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
     - Ya entiendo; un picnic junto al camino.
     -  Precisamente.  Un  picnic junto a algÇn camino del  cosmos.  Y usted
pregunta si van a volver.
     - DÈjeme fumar un  cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
     - EstÀ en su derecho.
     - Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
     - ¿Por quÈ?
     - Bueno al menos que no nos prestaron atenciÑn.
     - En su lugar, yo no me preocuparÌa por eso, ¿sabe?
     Noonan aspirÑ el humo, tosiÑ y arrojÑ el cigarrillo.
     -  No me preocupo  -  dijo, terco -.  No puede ser  asÌ.
todos ustedes, los cientÌficos! ¿De dÑnde sacan  tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quÈ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
     - Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citÑ:
     - "¿Me Pregunta usted en quÈ  consiste la  grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cÑsmicas? ¿En que conquistÑ
el planeta en  poco tiempo y abriÑ una ventana  al universo?
pesar  de  todo   eso,   ha  sobrevivido   y  tiene  intenciones  de  seguir
sobreviviendo en el futuro".
     Hubo un silencio. Noonan pensaba.
     -  No se deprima - le dijo Valentine, con  amabilidad -, Eso del picnic
es  una  teorÌa   mÌa,  nada  mÀs.  Ni  siquiera  una  teorÌa:  imaginaciÑn,
simplemente. Los  xenÑlogos  serios  estÀn trabajando en versiones mucho mÀs
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por  ejemplo, que todavÌa
no se produjo la VisitaciÑn,  sino que estÀ por venir. Una cultura altamente
racional arrojÑ envases con  artefactos de  su civilizaciÑn hacia la Tierra.
Esperan que  estudiemos  esos  artefactos, que  demos  un  gigantesco  salto
tecnolÑgico  y  que enviemos una seßal  de respuesta, indicando  que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta Èsa?
     -  Es mucho mejor. Veo que, despuÈs  de todo, entre los cientÌficos hay
gente decente.
     - AquÌ tiene otra. La VisitaciÑn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni  por  asomo.  Estamos  en contacto  incluso  mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los  visitantes viven en la  Zona y nos observan
cuidadosamente,  mientras  nos  preparan  para las  crueles  maravillas  del
futuro.
     -
hay en las ruinas de la fÀbrica. A propÑsito, su picnic no explica eso.
     - ¿CÑmo que no? Alguna  de las nißas pudo olvidar su osito a  cuerda en
la pradera.
     - ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es  muy  agradable charlar con usted, ¿sabe?  Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa  en el crÀneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quÈ, y lo que pasa, y cÑmo disfrutar de la vida.
     Vino la cerveza. Noonan tomÑ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. èste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
     - ¿No le gusta?
     - Generalmente no bebo - respondiÑ Valentine, no muy seguro.
     - ¿En serio?
     -
cerveza -. Ya que estamos, pÌdame un coßac.
     -
     LlegÑ el coßac.
     - Pero,  en verdad, ustedes no deberÌan seguir asÌ -  dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiÑn de
que esto  es un preludio al contacto, sigue sin gustarme.  Comprendo eso  de
los brazaletes y los vacÌos,  pero ¿quÈ sentido tienen  la jalea  de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
     - PerdÑn - dijo Valentine, tomando  una rodaja de limÑn -. No comprendo
esa terminologÌa. ¿QuÈ roncha?
     Noonan se echÑ a reÌr.
     -  Son tÈrminos  populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en  el  comercio.  Las  ronchas de  mosquitos son  las zonas de  gravitaciÑn
acentuada.
     - Ah, los  graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es  algo de lo que
me  gustarÌa  hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
     - ¿Por quÈ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
     - Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
     - Exactamente.  ¿OyÑ  hablar  de  esa catÀstrofe  en  los  laboratorios
Currigan?
     - Algo me dijeron.
     -  Esos idiotas pusieron  un  envase de porcelana  con esa jalea en  un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado.  Y cuando abrieron  el  envase,  mediante manipuladores,  la  jalea
atravesÑ  el  metal y el  plÀstico y  pasÑ afuera, como agua por un colador.
Todo lo  que tocÑ se convirtiÑ  tambiÈn en jalea. Murieron  treinta y  cinco
personas, hubo mÀs de cien heridos que quedaron lisiados y todo  el edificio
quedÑ destruido.  ¿ConocÌa las instalaciones?
ha filtrado hasta el sÑtano y los pisos  inferiores. Lindo  preludio para un
contacto.
     Valentine hizo una mueca.
     - SI, estaba enterado de todo eso. Pero  estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podÌan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
     - Debieron saberlo - insistiÑ Noonan,
     - Tal  vez ellos responderÌan  que esos complejos hace tiempo  debieron
haber desaparecido.
     -  Seguro.  Y ellos mismos  debieron  encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
     - ¿Sugiere  usted  una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
     -
DejÈmoslo  asÌ. Propongo  que volvamos al  principio de  nuestra  discusiÑn.
¿CÑmo  terminarÀ  todo  esto? Usted,  por  ejemplo;  es  cientÌfico.  ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologÌa, nuestro modo de vida?
     Valentine se encogiÑ de hombros.
     -  Se  equivoca  de puerta,  Richard. No me gusta fantasear  porque sÌ.
Cuando el tema  es  serio  prefiero  volverme  a  un  saludable  y  prudente
escepticismo. BasÀndonos  en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
     -  Muy bien,  probemos  otro  enfoque.  SegÇn  su opiniÑn:  ¿quÈ  hemos
recibido hasta ahora?
     - Le  parecerÀ divertido, pero es  muy poco. Hemos desenterrado  muchos
milagros; en unos  pocos casos descubrimos cÑmo emplear esos  pocos milagros
en  provecho  propio. Un  mono oprime un  botÑn  rojo y obtiene  una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cÑmo obtener bananas y
naranjas sin los botones.  Tampoco  entiende quÈ relaciÑn tienen los botones
con la  fruta.  FÌjese en los asÌ-asÌ, por ejemplo.  Descubrimos el  modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a  la divisiÑn  celular. Pero todavÌa no
hemos  podido hacer un solo asÌ-asÌ. Ni siquiera sabemos cÑmo funcionan, y a
juzgar  por las  evidencias  actuales pasarÀ mucho tiempo antes  de  que  lo
sepamos,
     "Lo dirÈ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes.  Estoy  seguro  de que en la gran mayorÌa de  los  casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos  utilidad a algunas
cosas: los asÌ-asÌ y los brazaletes,  con los  que estimularnos los procesos
vitales. Y  varios  tipos de masas  cuasi biolÑgicas, que han  provocado una
revoluciÑn  en  la  medicina.  Hemos recibido nuevos tranquilizantes  nuevos
tipos de  fertilizantes minerales, que son una  novedad en  la  agricultura.
Pero  para quÈ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que  yo; veo  que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benÈfico. Se puede decir que
han  beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no  debemos  olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
     - ¿Aplicaciones indeseables?
     - Exactamente. Por ejemplo, el  uso  de los  asÌ-asÌ  en  la  industria
bÈlica.  Pero no es de  eso de lo que estoy hablando. Ya se  ha estudiado  y
explicado,  mÀs  o  menos,  el  efecto de  los  objetos  benÈficos.  Nuestra
tecnologÌa   avanza.  Dentro  de  cincuenta  aßos,  o  mÀs,  sabremos   cÑmo
fabricarlos por nuestra  cuenta y podremos roer  huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos  las cosas son mÀs  complicadas,  porque no  les hemos
hallado  aplicaciÑn;  sus  cualidades,  en el marco  de  nuestros  conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles.  Las trampas magnÈticas,
por  ejemplo.  Sabemos que son trampas magnÈticas; Panov  lo probÑ con mucha
inteligencia, Pero no  conocemos la fuente  de ese poderoso campo magnÈtico,
ni  quÈ  causa  su  superestabilidad. En  lo  que a  ellos  se  refiere,  no
entendemos   nada.  SÑlo  podemos  tejer  fantÀsticas   teorÌas  acerca   de
propiedades del  espacio que hasta ahora  no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CÑmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerÌa.
     - Gotitas negras.
     -  Eso  es, las gotitas negras. El  nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce  sus  propiedades.  Si  uno proyecta  un  rayo  de luz en una de esas
cuentas, la transmisiÑn de la luz  se  demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta  y de varios parÀmetros mÀs. Y  la  unidad de  luz que  sale es
siempre menor que la entrada. ¿QuÈ  es esto?  ¿Por quÈ  se  produce? Hay una
descabellada  teorÌa,  segÇn  la  cual  las  gotitas  negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
     Valentine suspirÑ profundamente y concluyÑ:
     -  En pocas  palabras, los  objetos  de  este segundo grupo  no  tienen
aplicaciÑn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientÌfico son de una importancia fundamental. Son  respuestas que
nos han caÌdo del cielo antes de que  pudiÈramos plantearnos las  preguntas.
Tal  vez  Sir Isaac  no  habrÌa podido desentraßar los LÀser,  pero al menos
habrÌa comprendido que  son posibles y eso habrÌa tenido una gran influencia
en su criterio cientÌfico. No quiero  entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnÈticas, el K-23 y el anillo  blanco ha
invalidado   muchas  de  nuestras  teorÌas  recientes,  para  aportar  ideas
completamente nuevas. Y todavÌa hay un tercer grupo.
     - SÌ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderÌas.
     - No,  no. Esos pueden entrar en la  primera o en la segunda categorÌa.
Hablo de  objetos de los que no sabemos nada o tenemos sÑlo conocimientos de
oÌdas.  Esas cosas que  los merodeadores  nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiÈn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla.  Cosas que  se han convertido en leyendas, o casi,  La MÀquina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
     -
menos lo imagino, pero...
     Valentine se echÑ a reÌr.
     -  Ya  ve  que tambiÈn nosotros  tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotÈtico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja  planta. Y  el fantasma alegre es cierta peligrosa  turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
     - Primera vez que los oigo nombrar.
     - ¿Comprende, Richard? Hace veinte aßos que escarbamos en la Zona, pero
todavÌa no sabemos ni la  milÈsima  parte de lo que contiene.  Y  si vamos a
hablar de  los efectos de la Zona sobre el hombre... A propÑsito, al parecer
vamos a  tener que agregar otra categorÌa, un cuarto  grupo. No de  objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que  a mÌ  ataße, hay hechos de sobra para investigar. A  veces,  Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
     - Los zombies - propuso Noonan.
     - ¿QuÈ? Oh,  no, eso es meramente  enigmÀtico.  CÑmo le dirÈ... Es algo
que  al  menos podemos imaginar.  Me  refiero cosas  que  comienzan  a pasar
sÇbitamente, sin motivos; fenÑmenos ni fÌsicos ni biolÑgicos.
     - Ah, se refiere a los emigrantes.
     -  Exactamente. La estadÌstica es una ciencia muy  precisa,  como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. AdemÀs es  una ciencia elocuente
y bella.
     Valentine  parecÌa  estar achispado. Hablaba mÀs alto, se  le subido el
color  a  las  mejillas y  las  cejas  asomaban  por encima de  sus anteojos
ahumados, convirtiÈndole la frente en una tabla de lavar.
     - Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
     -
decirle? Es muy extraßo.
     AlzÑ la copa, bebiÑ la mitad de un solo trago y prosiguiÑ.
     -  No  sabemos quÈ  pasÑ con los pobres Harmonitas en el momento de  la
VisitaciÑn,  pero  ahora  uno de ellos decide emigrar, el mÀs tÌpico de  los
hombres  comunes.  Un peluquero,  hijo y  nieto de  peluqueros.  Se  muda  a
Detroit,  digamos.  Abre una  peluquerÌa. Y  entonces  empieza el baile.  El
noventa  por  ciento  de  sus  clientes  muere  en el curso  de  un  aßo: en
accidentes de trÀnsito, cayÈndose por cualquier ventana, vÌctimas de mafioso
o asaltantes, ahogÀndose en aguas  playas, etcÈtera, etcÈtera.  En Detroit y
sus suburbios  se produce  una  cantidad de desastres naturales:  de  pronto
aparecen  en la  zona  tifones y tornados que no se han  visto desde  el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y  tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se  establece un  emigrante venido de cualquiera  de
las  Zonas. El nÇmero  de catÀstrofes es directamente proporcional al nÇmero
de emigrantes que  se  hayan  instalado  en la ciudad. AdemÀs hay que  hacer
notar  que  esa reacciÑn se produce sÑlo ante la presencia de emigrantes que
vivÌan aquÌ en el momento de la VisitaciÑn. Quienes nacieron despuÈs de ella
no  influyen sobre  las estadÌsticas de accidentes y  desastres. Usted lleva
diez  aßos viviendo aquÌ,  pero se mudÑ  despuÈs de la VisitaciÑn; no habrÌa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CÑmo se explica esto?
¿QuÈ debemos descartar, las estadÌsticas o el sentido comÇn?
     Valentine tomÑ  su vaso y terminÑ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascÑ la cabeza.
     - Humm, sÌ.  Ya habÌa oÌdo hablar de  eso, claro, pero... este... pensÈ
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
     - O,  por ejemplo,  el efecto de  mutaciones que  provoca  la Zona - le
interrumpiÑ Valentine.
     Se quitÑ los anteojos y mirÑ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
     - Cualquiera que  pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotÌpicos y genotÌpicos. Ya sabe  usted  quÈ clase de hijos
pueden  tener los merodeadores, y sabe tambiÈn quÈ les pasa a  ellos mismos.
¿Por quÈ? ¿DÑnde  estÀ el factor de mutaciÑn?  En la Zona no hay  radiaciÑn.
Aunque el aire y el suelo tienen allÌ  una estructura quÌmica particular, no
presentan   ningÇn   peligro   de  mutaciÑn.   ¿QuÈ   debo   hacer  en  esas
circunstancias? ¿Creer en brujerÌas, en el mal de ojo?
     -  Estoy  de acuerdo.  Pero, francamente, me preocupan  mucho  mÀs  los
cadÀveres revividos que  sus  estadÌsticas.  Especialmente  porque  nunca he
visto las estadÌsticas, pero a los zombies sÌ... y los he olido.
     Valentine descartÑ aquella afirmaciÑn con un gesto de la mano.
     - Zombies, bah. TendrÌa que  darle vergÝenza, Richard. DespuÈs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadÀveres. Son moldeados,
reconstrucciones  sobre el esqueleto,  maniquÌes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de  los principios fundamentales, sus  moldeados  no  son mÀs
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asÌ-asÌ violan
la primera ley de la termodinÀmica y los moldeados violan  la segunda. Todos
somos  hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada mÀs Espantoso que un fantasma. Pero la violaciÑn a la ley de casualidad
es mucho mÀs espantosa que  toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
     - Frankenstein.
     -  Ah, sÌ,  Frankenstein. La seßora Shalley. La esposa del poeta.  O la
hija,
     De pronto se echÑ a reÌr, y agregÑ:
     - Nuestros moldeados poseen una extraßa propiedad: posibilidad de  vida
autÑnoma. Por ejemplo, si usted les corta  una  parte del  cuerpo, esa parte
sigue  viviendo. Por  su cuenta.  Sin necesidad  de  nutrirla con soluciones
fisiolÑgicas. Hace poco  trajeron uno de esos  al Instituto. Me lo contÑ  un
ayudante de laboratorio de Boyd.
     Valentine soltÑ una estruendoso carcajada.
     - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntÑ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
     - Vamos.
     Valentine  intentÑ  meter la cara  en  los  anteojos;  al  fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponÈrselos sobre la cara.
     - ¿Tiene coche? - preguntÑ.
     - SI; lo llevo.
     Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta.  Valentine no dejaba
de hacer  venias burlonas  a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad  a aquel fÌsico  de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron  los anteojos por  saludar al sonriente portero;  los  tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
     -  Maßana tengo  que hacer un experimento.  Es  muy  interesante, sabe,
murmurÑ Valentine mientras subÌa al automÑvil.
     PasÑ a describir el experimento. Noonan lo llevÑ hacia  el  complejo de
ciencias.
     Ellos tambiÈn tienen  miedo,  pensaba al volver  al coche. TambiÈn  los
tragalibros estÀn asustados, Y  asÌ  debe ser.  Ellos tendrÌan que estar mÀs
asustados que todos  nosotros untos,  la gente comÇn. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben  descender a  Èl. Se les
estruja el  corazÑn,  pero  tienen  que bajar,  y lo importante  es: ¿podrÀn
volver a subir?  Mientras tanto  nosotros, los meros mortales,  apartamos la
vista, por decirlo asÌ. Bueno, tal vez asÌ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro.  èl tenÌa razÑn: el  acto mÀs heroico de
la humanidad ha  sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asÌ
Èl mandarÌa a los  visitantes al demonio, si pudiera. Por quÈ no hicieron el
picnic  en  otra parte. En la Luna, o en Marte. InÇtiles  sin corazÑn,  como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsÌ que hicieron
un picnic. Un picnic.
     ¿CuÀl es la mejor  manera de tratar  con mis organizadores de picnics?,
pensÑ, mientras conducÌa lentamente  por las calles mojadas y llenas de luz.
¿CuÀl es el modo mÀs inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo,  como en
mecÀnica.  ¿Para quÈ diablos sirve  ese estÇpido  diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
     EstacionÑ el coche frente a la casa donde vivÌa Redrick  Schuhart  y se
quedÑ sentado, planeando el modo de abrir la conversaciÑn. DespuÈs retirÑ el
asÌ-asÌ  y  bajÑ  del  auto.  ReciÈn  entonces  notÑ  que  la  casa  parecÌa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habÌa nadie en el
parque y hasta las luces  exteriores estaban apagadas. Eso le recordÑ lo que
estaba  a punto  de ver, haciendo que  se  estremeciera. Hasta  pensÑ en  la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con Èl en el coche o  en algÇn
bar tranquilo, pero rechazÑ la idea por muchos motivos.  AdemÀs, se dijo, no
es cosa  de comportarse como todos esos personajes que huyen como  las ratas
del barco que se hunde.
     EntrÑ  por  la  puerta  principal  y  subiÑ  lentamente  las  escaleras
polvorientas. Todo  estaba silencioso;  muchas de las puertas  instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas;  los departamentos
olÌan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisÑ el
pelo,  aspirÑ profundamente  y  tocÑ el  timbre. Por un rato  no hubo  ruido
alguno del otro lado;  al cabo crujiÑ el piso, girÑ la cerradura y la puerta
se abriÑ silenciosamente. Noonan no habÌa oÌdo los pasos.
     En  el vano apareciÑ  Monita, la hija de  Schuhart.  Una luz  brillante
emergÌa del vestÌbulo, y al principio Noonan sÑlo pudo ver la silueta oscura
de la nißa. NotÑ  lo mucho que habÌa crecido en los Çltimos  meses, pero  en
seguida ella dio un paso atrÀs, hacia el vestÌbulo, con  lo cual la  cara le
quedÑ a la vista. Noonan sintiÑ la garganta seca por un segundo.
     - Hola,  MarÌa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CÑmo estÀs, Monita?
     Ella  no  respondiÑ.  RetrocediÑ   silenciosamente  hacia  el   living,
mirÀndolo  por  debajo  de  las  cejas,  como si  no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco Èl podÌa reconocerla. Es la Zona, pensÑ. MaldiciÑn.
     - ¿QuiÈn es? - preguntÑ Guta, asomÀndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DÑnde te habÌas metido? ¿Sabes?
     CorriÑ hacia Èl secÀndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro.  TodavÌa era hermosa, enÈrgica, fuerte, pero  se la notaba fatigada;
la cara  le habÌa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? èl le
dio un beso en la mejilla y le entregÑ el sombrero y el impermeable.
     - Disculpa, disculpa, pero no tenÌa tiempo para venir. ¿EstÀ aquÌ?
     -  EstÀ -  replicÑ Guta -. EstÀ con  alguien, pero supongo  que  se irÀ
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
     èl  dio  varios pasos  por el vestÌbulo y se  detuvo  en  la puerta del
living. Ante  la  mesa  habla  un  hombre  sentado.  Un  moldeado.  InmÑvil,
ligeramente inclinado. La  luz  rosada de la lÀmpara le caÌa  sobre  la cara
ancha y oscura,  iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin  brillo. Noonan percibiÑ  inmediatamente  el olor.  SabÌa  que  era sÑlo
imaginaciÑn, que el olor  duraba sÑlo  unos  pocos dÌas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiÑ con la memoria: el olor fÈtido
y denso de la tierra removida.
     - Podemos ir a la cocina - se apresurÑ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsÌ podremos charlar.
     -
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
     Pasaron a la cocina. Guta abriÑ  la heladera mientras Noonan se sentaba
a  la mesa y miraba a su alrededor. Como  de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en  las hornallas habÌa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautomÀtica; eso querÌa decir que en la casa habÌa dinero.
     - Bueno, dime cÑmo estÀ - preguntÑ.
     - Igual. PerdiÑ peso en la cÀrcel, pero ya lo estoy engordando.
     - ¿Sigue pelirrojo?
     -
     - ¿Y de pocas pulgas?
     -
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecÌa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
     - No, estÀ justo.
     Noonan bajÑ  el  contenido del vaso.  Era el  primer  trago  fuerte que
tomaba en todo el dÌa.
     - Ahora me siento mejor - dijo.
     - Y tÇ, ¿andas bien? - preguntÑ Guta  -. ¿Por quÈ  pasaste tanto tiempo
sin venir?
     - Esos malditos negocios.  Todas las semanas querÌa llegarme hasta aquÌ
o por lo menos llamar por  telÈfono,  pero primero tuve  que ir a RexÑpolis;
despuÈs hubo  mucho  trabajo,  y  finalmente me  dijeron que  Redrick  habÌa
vuelto; pensÈ que serÌa mejor dejarlos solos por unos dÌas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me  pregunto  para quÈ diablos corro tanto.  Para
hacer  dinero,  pero para  quÈ quiero  dinero si  no  hago  mÀs  que  correr
haciÈndolo.
     Guta tapÑ  las  ollas con gran estruendo, sacÑ un  atado de cigarrillos
del  estante  y  se sentÑ  a  la  mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscÑ su encendedor y le dio fuego. Y una vez mÀs, por segunda vez en
su vida,  vio que a Guta  le temblaban  las manos;  como aquella vez, cuando
acababan de  sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algÇn dinero. Ella
tuvo muchos problemas  al principio; no disponÌa de un centavo, ni  tenÌa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezÑ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a  juzgar por las evidencias; Noonan  tenÌa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiÑ visitÀndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita,  pasaba tardes enteras  tomando cafÈ  con Guta, planeando
una vida nueva y  feliz para Redrick. DespuÈs de  haberla escuchado iba a la
casa de  los  vecinos  y trataba  de hacerlos  entrar en  razÑn;  explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia,  irrumpÌa en amenazas: "Saben que  Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servÌa de nada.
     - ¿CÑmo estÀ tu novia? - preguntÑ Guta.
     - ¿QuÈ novia?
     - La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
     -
     -  TendrÌas que  casarte,  Dick. ¿No quieres  que  te presente a alguna
muchacha?
     Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca mÀs.
     - Lo que necesito no  es una esposa, sino una  secretaria - protestÑ -.
¿Por  quÈ no abandonas a  ese  infernal  pelirrojo  y  vienes  a hacerme  de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavÌa se acuerda de ti.
     - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
     - ¡No me digas! - exclamÑ Noonan, fingiendo sorpresa -.
     -
enterara.
     Monita entrÑ  silenciosamente y se demorÑ junto a la  puerta. MirÑ  las
cacerolas, mirÑ a Richard  y finalmente se arrimÑ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
     - ¿QuÈ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
     SacÑ del bolsillo superior una  barra de chocolate envuelta en plÀstico
y  la tendiÑ a la nißa. Ella no se moviÑ. Guta tomÑ la barra y la dejÑ sobre
la mesa. TenÌa los labios pÀlidos.
     - Bueno, Guta,  ¿sabe  que  he decidido  mudarme? ProsiguiÑ Èl, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
     - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
     èl se interrumpiÑ,  levantÑ  el  vaso con  ambas  manos y lo hizo girar
distraÌdamente.
     - No has preguntado cÑmo nos va - continuÑ ella -. Y tienes razÑn. Pero
eres un viejo amigo, Dick,  y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
     - ¿La han llevado a un mÈdico? - preguntÑ Èl, sin levantar la vista.
     - SÌ. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
     Guta se  interrumpiÑ. TambiÈn  Èl  guardÑ  silencio. No habÌa nada  que
decir y tampoco querÌa pensar en  eso.  De  pronto  se  le ocurriÑ una  idea
horrible: era una invasiÑn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un  preludio al Contacto,  sino de una invasiÑn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensÑ, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiÑ un escalofrÌo, pero entonces recordÑ que habÌa
leÌdo algo  por el  estilo en  un  libro barato de cubierta chillona,  y  se
sintiÑ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier  cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
     - Uno de ellos dijo que ya no es humana.
     - TonterÌas - replicÑ Noonan con  voz hueca -. TendrÌan que  ver  a  un
buen especialista. ¿Por quÈ no  van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
     - ¿Te refieres  al Matasanos? - PreguntÑ ella, riendo  nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. èl fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
     Cuando Noonan se atreviÑ a  levantar  la  vista,  Monita se habÌa ido y
Guta  permanecÌa inmÑvil, con  la boca entreabierta y los ojos vacÌos; en la
punta de su  cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. èl empujÑ el vaso
hacia ella.
     - PrepÀrame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
     CayÑ la ceniza. Guta buscÑ el cenicero para dejar la colilla; acabÑ por
arrojarla en el tacho de la basura.
     -  Por quÈ, eso es  lo que no  puedo  entender,  en la ciudad hay mucha
gente mÀs mala que nosotros.
     Noonan  creyÑ que  estaba por llorar, pero  no fue  asÌ.  Ella abriÑ la
heladera, sacÑ el vodka y el jugo y tomÑ otro vaso del armario.
     -  No pierdas la  esperanza. Todo se arregla en esta  vida. Y  yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crÈeme. HarÈ todo lo que pueda.
     Lo decÌa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que  tenÌa en diversas ciudades; le parecÌa haber  oÌdo hablar
de  casos  similares  que habÌan terminado  bien. SÑlo  hacÌa falta recordar
dÑnde  era  y de quÈ  mÈdico  se trataba.  Pero  entonces  recordÑ  al seßor
Lemehen, y recordÑ  tambiÈn por quÈ se habÌa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar mÀs en todo eso. BorrÑ  todos sus pensamientos  sobre  conexiones, se
acomodÈ en la silla y se relajÑ para esperar su copa.
     Hubo  un  ruido  de pasos que  se arrastraban  y  un  golpe sordo en el
vestÌbulo. DespuÈs, la voz mÀs que repulsiva de Cuervo Burbridge.
     -
Yo que tÇ no los dejarÌa solos.
     Y la voz de Red:
     - Ten cuidado con tu pierna  ortopÈdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllÌ
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
     -
     - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
     ChasqueÑ  la cerradura  y las voces se oyeron  mÀs apagadas. Al parecer
habÌan  salido al  vestÌbulo.  Burbridge dijo  algo en  voz  baja y  Redrick
replicÑ:
     -
     MÀs grußidos de Burbridge y la Àspera respuesta de Red:
     -
     Un portazo  y pasos en el vestÌbulo, rÀpidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciÑ en la puerta de la  cocina. Noonan se levantÑ para saludarlo con un
cÀlido apretÑn de manos.
     -  Estaba  seguro  de  que  eras  tÇ -  dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a  Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso,  ¿eh?  Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mÌ tambiÈn. Tengo que alcanzarlos.
     - TodavÌa no hemos comenzado. ¿QuiÈn se te puede adelantar?
     Redrick riÑ Àsperamente y palmeÑ a su amigo en el hombro.
     -
haciendo aquÌ, en la cocina? Guta, trae la cena.
     AbriÑ la heladera y volviÑ con una botella de etiqueta brillante.
     -
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no  abandona a sus compaßeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca  sirviÑ de nada.  Es una lÀstima que  Gutalin  no
estÈ aquÌ.
     - ¿Por quÈ no lo llamas? - sugiriÑ Noonan.
     Redrick meneÑ la roja cabeza.
     - Las lÌneas de  telÈfono  todavÌa no llegan adonde Èl estÀ esta noche.
Vamos.
     Fue al living y plantÑ la botella sobre la mesa.
     -  ¡Vamos a  celebrar, papÀ! -  dijo al  anciano inmÑvil  -.
Richard Noonan,  nuestro buen amigo! Dick, te  presento a mi papÀ,  Schuhart
padre.
     Richard Noonan, con  la mente reducida a una bola  impenetrable, sonriÑ
de oreja a oreja, agitÑ la mano y dijo, mirando al moldeado:
     - Encantado de conocerlo, seßor Schuhart. ¿CÑmo le va?
     En seguida  se  dirigiÑ  a Schuhart  hijo, que maniobraba  por  el bar,
diciendo:
     - Sabes,  creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos  una vez,  pero muy
brevemente, claro.
     - SiÈntate - le dijo Redrick, seßalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
     SacÑ vasos, abriÑ rÀpidamente la botella y se volviÑ hacia Noonan.
     -  Sirve  tÇ. Para papÀ un poquito apenas;  cÇbrele el fondo. Noonan se
tomÑ  su tiempo para servir.  El viejo seguÌa en  la misma posiciÑn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionÑ cuando Noonan le arrimÑ el  vaso. èste
ya se  habla adaptado  a la nueva situaciÑn. Era  como  un juego, terrible y
patÈtico. Red era quien lo  jugaba y Èl lo  siguiÑ,  como  habÌa seguido  el
juego  a  tanta  gente  durante toda su  vida; juegos terribles,  patÈticos,
vergonzosos  y  en algunos casos, mucho  mÀs peligrosos  que  aquÈl. Redrick
levantÑ el vaso y dijo:
     - Bueno, ¿empezamos?
     Noonan asintiÑ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los  ojos brillantes, siguiÑ hablando en  aquel  tono excitado y ligeramente
artificioso.
     - ¡AsÌ  es, hermano! La cÀrcel puede olvidarse de  mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata  y he elegido un pequeßo chalet
para mÌ, nuevo, con jardÌn... Tan lindo como el de Cuervo. SabrÀs que querÌa
emigrar; lo  habÌa  decidido cuando estaba en la cÀrcel. QuÈ estaba haciendo
en este pueblucho de  mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mÌ. Pero
cuando volvÌ me esperaba una  sorpresa:
que en los Çltimos dos aßos nos ha atacado la peste?
     Hablaba y hablaba.  Noonan se limitaba a  asentir, sorbÌa su  whisky  e
intercalaba alguna exclamaciÑn  de  simpatÌa o  cualquier pregunta retÑrica.
DespuÈs  empezÑ  a  preguntarle  sobre  su chalet:  de quÈ clase  era, dÑnde
estaba, cuÀnto costaba. Y discutieron. Noonan insistÌa en que era caro y  en
que no estaba bien ubicado. SacÑ la libreta  de direcciones, la hojeÑ  y  le
dio  direcciones  de  chalets  abandonados  que se  vendÌan  por chauchas  y
palitos. Y las reparaciones le saldrÌan casi gratuitas, pues podÌa solicitar
el  permiso  de   emigraciÑn  para  que   se  lo  negaran  y  le  dieran  la
indemnizaciÑn. Con eso pagarÌa los arreglos.
     - Veo que tÇ tambiÈn estÀs en el asunto de la no emigraciÑn.
     - Estoy un poco en todo - replicÑ Noonan, guißado el ojo.
     - Lo sÈ, lo sÈ, nos hemos enterado de tus asuntos.
     El amigo dilatÑ los ojos en ademÀn de sorpresa y se llevÑ un dedo a los
labios, seßalando hacia la cocina con la cabeza.
     - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso  ya lo aprendÌ.  ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterÈ! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
     Se quedÑ callado,  mirando al viejo.  Un  estremecimiento le  cruzÑ  la
cara. Noonan  notÑ,  sorprendido,  la expresiÑn  de ternura,  de autÈntico y
sincero amor en  aquella mÀscara encallecida. Mientras  lo observaba recordÑ
lo que habÌa pasado  cuando los empleados del laboratorio  Boyd fueron  a la
casa  en  busca del  moldeado.  Eran  dos  ayudantes  de  laboratorio, ambos
jÑvenes,  atlÈticos  y  todo,  y un mÈdico  del hospital  municipal con  dos
enfermeros forzudos  y corpulentos, de Èsos a  quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y  dominar a los pacientes histÈricos. Uno de los ayudantes
dijo mÀs tarde que  "ese pelirrojo",  al principio, parecÌa no comprender de
quÈ se trataba,  ya que  los  dejÑ entrar  al departamento para  revisar  al
padre. Tal  vez  habrÌa  permitido que  se  lo  llevaran, porque  al parecer
Redrick creÌa que  lo iban a hospitalizar en observaciÑn. Pero  esos idiotas
de los  enfermeros (que hasta  entonces no  habÌan hecho  sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si  fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciÑ. Entonces el  bobo del
mÈdico  tuvo la mala idea de explicar  de quÈ se trataba. Redrick lo escuchÑ
por uno o dos minutos; sÇbitamente explotÑ sin previo aviso, corno una bomba
de hidrÑgeno. El ayudante que contÑ el caso no recordaba cÑmo  fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajÑ  a los cinco  por la  escalera, sin que
ninguno  pusiera  nada de  su  parte. Salieron del  vestÌbulo como balas  de
caßÑn.  Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguÌa a
los otros  tres  a lo largo de  cuatro cuadras. DespuÈs, al  volver,  rompiÑ
todas las ventanillas del  coche del Instituto; el  conductor habÌa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
     - AprendÌ a preparar  un cÑctel  nuevo - decÌa Redrick, mientras servÌa
mÀs whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". DespuÈs de comer te prepararÈ uno.
No  es algo que se pueda tomar con el estÑmago  vacÌo, hermano; es peligroso
para la salud.  Basta  un trago para que se te adormezcan las  piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso  tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos  tiempos, el Borscht.  El viejo Ernie todavÌa estÀ a
la sombra, ¿sabÌas?
     BebiÑ, se enjugÑ  la boca con  el dorso  de la mano y preguntÑ en  tono
indiferente:
     - ¿QuÈ hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavÌa no han dominado la  jalea
de brujas? Me he quedado un poco atrÀs con la ciencia.
     Noonan  comprendiÑ por  quÈ  sacaba  el  tema  y  alzÑ  las  manos  con
desesperaciÑn.
     - ¿EstÀs  bromeando?  ¿Sabes  lo que pasÑ con esa jalea?  ¿No has  oÌdo
hablar  de   los   Laboratorios   Currigan?  Hay  cierto  pequeßo  proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
     Le hablÑ de la catÀstrofe.  Le contÑ el  misterioso  hecho de que jamÀs
hubieran podido  atar cabos; no  se sabÌa de dÑnde la  habÌa  conseguido  el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraÌdo, haciendo  chasquear la
lengua y meneando la cabeza. DespuÈs  sacudiÑ decididamente la botella sobre
los vasos.
     - Es lo que se merecen, esos chupasangres. OjalÀ se les atraganto.
     Bebieron.   Redrick   contemplÑ   a  su  padre  y  la   cara  volviÑ  a
estremecÈrsele.
     -
a  Noonan:  - Se estÀ rompiendo  toda para  atenderte.  Quiere  preparar  tu
ensalada  favorita,  con langosta.  HabÌa  comprado un  poco por  las  dudas
vinieras.
     - Bueno. CÑmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto  robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
     Noonan  se  dedicÑ  al tema  del Instituto; mientras  hablaba  apareciÑ
Monita silenciosamente y se instalÑ ante la mesa, junto al anciano.  AllÌ se
quedÑ, con  las  zarpas peludas  sobre  la  mesa.  DespuÈs,  como  cualquier
criatura, se recostÑ contra el  moldeado y apoyÑ  la cabeza sobre su hombro.
Noonan  siguiÑ  charlando,  pero  pensaba,  sin  poder  apartar la  vista de
aquellos dos  espantos originados en la Zona:  Dios mÌo,  ¿quÈ mÀs? ¿QuÈ mÀs
tienen que  hacernos para que comprendamos? ¿No basta  con esto?. Pero sabÌa
que no bastaba. SabÌa que millones y millones de  personas no sabÌan nada ni
querÌan saberlo, y aunque  lo descubrieran no harÌan mÀs que decir "
"
DecidiÑ bruscamente  que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge,  al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
     - ¿Por  quÈ los miras tanto? - preguntÑ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, Èl no le harÀ daßo. Dicen incluso que generan buena salud.
     - SÌ, lo sÈ - dijo Noonan.
     Y vaciÑ su  copa. En ese  momento  entrÑ  Guta, ordenÑ  a  Redrick  que
pusiera la  mesa y dejÑ sobre ella una gran  fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
     - Bueno, amigos - anunciÑ Redrick -, ahora nos daremos un festÌn.

     4. Redrick Schuhart, treinta y un aßos.

     El valle  se habÌa refrescado durante la noche; al amanecer hacÌa frÌo.
Caminaban a  lo  largo del terraplÈn, pisando  los durmientes podridos entre
las  vÌas  herrumbradas.  Redrick  contemplaba las gotas de  niebla que,  al
condensarse, brillaban sobre la  chaqueta  de cuero de Arthur Burbridge.  El
muchacho caminaba Àgilmente, con alegrÌa, como si  nada supiera de la  noche
agotadora, de la  tensiÑn nerviosa que todavÌa  le hacÌa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles  que  habÌan pasado en la  cima de  la
colina,  apretados  espalda  contra  espalda  para   darse  calor,  mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
     La niebla se  espesaba a ambos lados  del terraplÈn.  De vez  en cuando
trepaba hasta los rieles  con pesados pies grises; en esos lugares habÌa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores  arremolinados. El aire olÌa
a herrumbre; el basural, a la  derecha del terraplÈn, a putrefacciÑn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabÌa que  estaban en una planicie
ondulada,  con cÇmulos de desperdicios,  y que  habÌa montaßas ocultas en la
penumbra, mÀs allÀ. TambiÈn sabÌa que  al salir el sol, cuando  la niebla se
asentara en  rocÌo, verÌa hacia  la  izquierda el helicÑptero caÌdo  y hacia
adelante,  los  vagones-plataformas para el  transporte  de metal  en bruto.
Entonces comenzarÌa el verdadero trabajo.
     Redrick deslizÑ una mano bajo la mochila y la levantÑ un poco, para que
el borde del  tanque de helio no se  le  clavara en la columna. "Es  pesada,
pensÑ;  ¿cÑmo  voy a  arrastrarme con ella? Un  kilÑmetro y medio en  cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quÈ protestar ahora. Ya sabÌas en quÈ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale  la pena aguantar  un
esfuerzo. Quinientos  mil, no estÀ nada mal.  Que  me  maten  si  la doy por
menos. O  si le doy a  Cuervo mÀs  de  treinta. ¿Y  el novato? El novato  no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
     VolviÑ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los  ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de  espaldas anchas y
cadera  angosta.  El  pelo  renegrido,   como  el  de  la  hermana,  saltaba
rÌtmicamente.  "èl se lo buscÑ", pensÑ Redrick, ceßudo. èl  mismo. ¿Por  quÈ
insistiÑ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciÑn? Temblaba, tenÌa los  ojos
llenos de lÀgrimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligÑ  a descartar  ese  recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezÑ a pensar en la hermana de Arthur. ParecÌa increÌble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura plÀstica, un  maniquÌ. Era como los  botones
que  tenÌa  su  madre   en  la   blusa,   cuando   era   chico;   ambarinos,
semitransparentes y  dorados;  le daban ganas de  metÈrselos en la boca para
chuparlos,  y en  cada  oportunidad  sufrÌa  una  terrible  desilusiÑn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decÌa.
     Volviendo a  Arthur,  pensÑ: Tal vez fue el padre  el que me  lo enviÑ;
mira  lo que  lleva en el bolsillo trasero. No,  no creo.  Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no  bromeo y conoce  mi manera de actuar dentro de la  Zona.
No, todo esto es una estupidez. èste no  es el primero que  me suplica lleno
de lÀgrimas;  otros  han  llegado  a echarse  de  rodillas. En  cuanto a ese
artefacto, todos  traen revÑlveres la primera vez que  entran a la Zona.  La
primera y la Çltima. ¿SerÀ realmente la Çltima? Para ti,  muchachito, lo es.
AsÌ son las cosas, Cuervo: la Çltima para Èl.  SÌ, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purÈ con las muletas.
     De  pronto sintiÑ que habÌa algo hacia  adelante; no muy lejos,  a unos
treinta o cuarenta metros.
     - Alto - dijo a Arthur.
     El muchacho, obediente, quedÑ hecho una estatua. TenÌa buenos reflejos;
se habÌa detenido con un pie  en el aire,  y lo  bajÑ lenta, cuidadosamente.
Redrick  se  detuvo junto  a Èl. AllÌ la  huella  descendÌa  visiblemente  y
desaparecÌa por completo  en  la neblina.  Y en la neblina  habla algo. Algo
grande e inmÑvil. Inocuo. Redrick olfateÑ el aire con cautela. SÌ, inocuo.
     - Adelante - dijo en voz baja.
     AguardÑ a  que Arthur diera el primer paso y lo siguiÑ.  Por el rabillo
del  ojo podÌa observar su  cara: el perfil cincelado,  la piel  clara de la
mejilla y la lÌnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
     La niebla los cubrÌa hasta la cintura. Un momento despuÈs les llegÑ  al
cuello.  A los  pocos  minutos pudieron  ver  el gran  bulto  de los vagones
erguidos hacia adelante.
     -  AllÌ estÀn - dijo Redrick, quitÀndose la mochila  -. SiÈntate  allÌ,
donde estÀs. Pausa para un cigarrillo.
     Arthur le ayudÑ a bajar la mochila y se sentÑ junto a Èl, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonÑ uno de los  bolsillos y  sacÑ un paquete de
sandwiches  y  un  termo  con  cafÈ.  Mientras  el  muchacho  acomodaba  los
sandwiches  sobre  la  mochila,  Èl sacÑ su petaca, la  abriÑ  y tomÑ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
     - ¿Quieres? -  ofreciÑ, limpiando el cuello de la petaca  -. Para darte
coraje.
     Arthur, herido, sacudiÑ la cabeza.
     - Para darme  coraje no  necesito eso, seßor Schuhart. PreferirÌa cafÈ,
sÌ puedo. AquÌ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
     - Hay humedad.
     ApartÑ la petaca y escogiÑ un sandwich.
     - Cuando se levante la  niebla  - dijo, masticando - verÀs  que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
     CerrÑ  el  pico y se sirviÑ un poco de cafÈ. Estaba  caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenÌa olor a hogar. A Guta. Y  no solamente
a Guta, sino a Guta en  salto de cama,  reciÈn levantada, con las arrugas de
la almohada todavÌa marcadas en la mejilla.
     ¿Por quÈ me meto  en estas cosas?, pensÈ. Quinientos mil. ¿Para quÈ los
necesito? ¿Para comprar  un  bar,  o algo por el estilo? Uno  necesita plata
para no pensar en la plata, Èsa  es la verdad. Dick tenÌa razÑn. Tengo casa,
tengo  terreno,  en  Harmont no  me faltarÌa trabajo. Cuervo me  atrapÑ,  me
sedujo como a un inocente.
     -  Seßor Schuhart - dijo  sÇbitamente  Arthur,  apartando  la vista  -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
     -
con la taza cerca de la boca -. ¿CÑmo sabes quÈ es lo que vamos a buscar?
     Arthur sonriÑ,  azorado;  antes de responder  se peinÑ  con los  dedos,
tirÀndose del pelo.
     -
sobre la pista. Para empezar, papÀ se la pasaba hablando  de la Bola Dorada,
pero  Çltimamente no la menciona.  En cambio ha estado  hablando de usted. Y
conozco muy bien a papÀ como para creer  que ustedes  son amigos. AdemÀs, en
los Çltimos tiempos ha estado muy extraßo.
     Arthur echÑ a reÌr y sacudiÑ la cabeza, como si recordara algo.
     - Y en tercer lugar - agregÑ -, lo adivinÈ cuando probÑ con usted aquel
pequeßo dirigible, en el baldÌo.
     Dio una palmada sobre la mochila que contenÌa el globo, bien enrollado,
y prosiguiÑ:
     -  Los seguÌ.  Cuando  vi que levantaban  aquella bolsa de piedras y la
conducÌan por sobre el suelo  me di cuenta de todo. Por  lo que  sÈ, la Bola
dorada es el Çnico objeto pesado que queda en la Zona.
     MordiÑ el sandwich y concluyÑ soßador, con la boca llena:
     - Lo que no entiendo es cÑmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
     Redrick lo  observÑ por sobre el borde de su taza,  pensando en lo poco
que  se parecÌan padre e hijo. No tenÌan  nada, absolutamente nada en comÇn;
ni la cara,  ni la voz, ni  el alma. La  voz de Cuervo  era Àspera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema  lo hacÌa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
     - Red - le habÌa  dicho  entonces, inclinÀndose sobre la mesa  -,  sÑlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿QuiÈn
otro  puede  ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrÈ, ¡yo! ¿CuÀntos de los nuestros cayeron allÀ?
encontrÈ! QuerÌa guardarla para mÌ; no se la darÌa  a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie mÀs que tÇ. LlevÈ a montones de muchachitos
allÀ, toda  una  escuela. Eso es  lo que abrÌ: una  escuela para enseßarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sÈ si les faltan agallas o quÈ. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la  plata. La tendrÀs. Me darÀs lo que te
parezca; sÈ que no  me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitÑ; quizÀ me las devuelva.
     - ¿QuÈ? - preguntÑ Redrick, saliendo de su ensueßo.
     - Le preguntaba si le molesta que fume, seßor Schuhart.
     - No, por supuesto. Fuma. Yo tambiÈn voy a fumar uno.
     TragÑ de golpe  el  resto  del  cafÈ y  sacÑ un cigarrillo. Mientras lo
encendÌa contemplÑ la niebla, que  se iba  levantando. EstÀ chiflado, pensÑ.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
     Pero  toda  aquella charla  habÌa  dejado un residuo, aunque no  estaba
seguro de que clase. Y  no se evaporaba con  el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendÌa de quÈ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino,  por el  contrario... ¿Su  fuerza, tal  vez? No, no  era
fuerza. ¿QuÈ, entonces? Bueno, se dijo, mirÈmoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no  hubiera  llegado hasta aquÌ. Estaba  listo para  Irme,
hasta habÌa empacado, pero pasÑ algo; digamos que me arrestaron, ¿SerÌa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quÈ? ¿Por la pÈrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la  plata. ¿Porque ese tesoro caerÌa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allÌ estamos mÀs cerca. Eso me dolerÌa. Pero quÈ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
     -
los huesos. Seßor Schuhart, ¿me darÌa un trago ahora?
     Redrick le alcanzÑ la petaca en silencio, mientras pensaba:  No  aceptÈ
en seguida. Veinte  veces le dije  a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptÈ. No podÌa resistir mÀs. Nuestra Çltima conversaciÑn resultÑ
breve  y  comercial.  "Hola, Red. Traje  el  mapa. ¿No  querrÌas echarle  un
vistazo,  a  pesar  de  todo?".  Y  lo  mirÈ  a  los  ojos,  que  eran  como
lastimaduras;  amarillos,  con  motas negras; y  le dije: "DÈjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentÌa realmente deprimido. Ah, al  diablo. ¿QuÈ importa? Fui.  Por eso
estoy acÀ. ¿Para quÈ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
     Se estremeciÑ. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantÑ de un salto y Arthur hizo otro tanto.  Pero  todo  estaba nuevamente
silencioso; el  Çnico ruido era el de la  grava  que caÌa  por la pendiente,
bajo los pies.
     - Ha de ser el metal que se estÀ asentando - murmurÑ Arthur, vacilante,
como si apenas  pudiera pronunciar las palabras -.  Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que estÀn aquÌ.
     Redrick mirÑ hacia  adelante sin ver nada. Entonces recordÑ. HabÌa sido
por la  noche;  lo despertÑ el mismo ruido, largo y triste, deteniÈndole  el
corazÑn como  en un  sueßo. Pero no habÌa  sido  un sueßo.  Era  Monita  que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. TambiÈn Guta despertÑ y se aferrÑ
a la mano de Redrick. El sintiÑ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmÑviles, escuchando; cuando Monita dejÑ de  llorar  y volviÑ a dormirse Èl
aguardÑ todavÌa un rato. DespuÈs se  levantÑ  y fue a la cocina,  para bajar
Àvidamente media botella de coßac. Fue aquella noche cuando empezÑ a beber.
     - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiÑn, todo eso.
     Redrick observÑ su cara pÀlida y volviÑ a sentarse. El cigarrillo se le
habÌa evaporado entre los dedos; encendiÑ  otro.  Arthur se demorÑ  un  poco
mÀs, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentÑ tambiÈn.
     -  Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No  visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciÑn los  atrapÑ  aquÌ  y mutaron..., se aclimataron  a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seßor Schuhart?
     - SÌ. Pero no es aquÌ. En las montaßas del noroeste. Algunos pastores.
     Eso es lo que me contagiÑ, pensÑ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
     Lo invadiÑ  un sentimiento  extraßo, completamente nuevo. SabÌa que  en
realidad  no  era nuevo, que  lo llevaba escondido  en sÌ desde hacÌa  mucho
tiempo, pero sÑlo  ahora  cobraba conciencia de Èl;  todo se  ubicaba en  su
sitio.  Y  todo aquello  que hasta  entonces pareciera  tonterÌa, delirantes
divagaciones de un  viejo loco, se convertÌa en su  Çnica esperanza,  en  el
Çnico significado de su vida. Porque al fin comprendÌa;  sÑlo eso le quedaba
en el mundo, sÑlo para eso vivÌa  desde hacÌa meses: por la  esperanza de un
milagro.  Por  tonto  que  fuera seguÌa haciendo a  un  lado  la  esperanza,
pisoteÀndola, burlÀndose de ella, tratando de eliminarla,  porque asÌ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habÌa confiado sino en sÌ mismo.
     Y desde la infancia, la  seguridad en sÌ mismo se medÌa por la cantidad
de  dinero  que  podÌa arrebatar,  asir  o  arrancar  a  mordiscos del  caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habÌa sido asÌ, y asÌ habrÌa continuado,
si no hubiera caÌdo  al pozo del que ninguna suma de dinero podÌa sacarlo, y
en  el cual resultaba  completamente  inÇtil confiar  en  sÌ.  Y  ahora  esa
esperanza..., que ya no era una  esperanza, sino la fe en un milagro...,  lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiÑ  de haber podido  vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiÑ  y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
     - Bueno, merodeador, parece que saldremos de Èsta, ¿eh?
     Arthur lo mirÑ sorprendido y sonriÑ, vacilante. Redrick arrugÑ el papel
encerado  de los sandwiches,  lo arrojÑ bajo el vagÑn de metal y se recostÑ,
apoyando el codo en la mochila.
     - Bueno -  dijo  -.  Supongamos que  en verdad la  Bola Dorada...  ¿QuÈ
pedirÌas?
     - ¿Entonces usted lo cree? - se apresurÑ a preguntar el muchacho.
     - No importa lo que yo crea o no. ContÈstame.
     Le interesaba  sinceramente lo que  podrÌa pedir un muchacho tan joven,
apenas  salido  de  la  escuela.  Se  divirtiÑ  viÈndolo  arrugar  el  ceßo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
     - Bueno, las piernas de papÀ, por supuesto.  Y que todo  anduviera bien
en casa.
     - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatÌa -. No te olvides de esto,
hermanito:  la  Bola Dorada sÑlo puede  concederte los  deseos mÀs Ìntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
     Arthur Burbridge se  ruborizÑ, mirÈ a Redrick  una  vez mÀs y enrojeciÑ
mÀs todavÌa. Los ojos se le llenaron de lÀgrimas. Redrick sonriÑ.
     - Comprendo - dijo,  casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mÌo.
GuÀrdate los secretos.
     De pronto se acordÑ del revÑlver y se dijo que habÌa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciÑn.
     -  ¿QuÈ  es  eso  que  llevas  en  el  bolsillo  trasero?  -  preguntÑ,
indiferente.
     - Un revÑlver.
     - ¿Para quÈ lo quieres?
     -
     - Nada de eso - respondiÑ Redrick con  firmeza, incorporÀndose. DÀmelo.
AquÌ en la Zona no hay nadie a quien matar. DÀmelo.
     Arthur  quiso  decir  algo,  pero guardÑ  silencio;  tomÑ  el Colt  del
ejÈrcito y se lo tendiÑ a Redrick teniÈndolo por el caßo. Redrick recibiÑ el
revÑlver, tomÀndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviÑ a atraparlo.
     - ¿Tienes un paßuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
     TomÑ el paßuelo  de  Arthur,  que estaba muy limpio  y  olÌa a colonia,
envolviÑ con Èl la pistola y la dejÑ sobre el durmiente.
     - Por ahora la dejaremos aquÌ. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo  mejor  tenemos  que  tiroteamos con la  patrulla,  pero  tirotearse  con
ellos...
     Arthur meneÑ decididamente la cabeza.
     - No  era para eso que la querÌa  - dijo, con  tristeza -. Hay sÑlo una
bala. Era por si tenÌa algÇn accidente como el de papÀ.
     - ¿Ah, si?  - Redrick lo  mirÑ fijamente -.  Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asÌ  yo  te  sacarÈ a la rastra. Te lo  prometo.
estÀ aclarando!
     La neblina desaparece  ante ellos. El terraplÈn estaba ya completamente
despejado, y  a  la  distancia los  vapores  se esparcÌan,  descubriendo  al
abrirse los picos redondeados y Àsperos de las colinas.  AquÌ y  allÀ, entre
las ondulaciones, se veÌa la superficie manchada  de los pantanos, cubiertos
por la  espesura  de  los  sauces dispersos;  mÀs allÀ  de las  colinas,  el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirÑ hacia atrÀs
soltÑ una exclamaciÑn de asombro.
     Redrick tambiÈn volviÑ la  cabeza. Hacia el Este, las montaßas parecÌan
negras; sobre  ellas refulgÌa iridiscente, el habitual borrÑn de  color,  la
aurora verde de la Zona.
     Redrick se levantÑ y se sentÑ en el terraplÈn,  tras el vagÑn de metal,
para  contemplar aquel manchÑn verde que se convertÌa rÀpidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol  asomÑ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purpÇreas. Todo adquiriÑ un claro y agudo relieve, permitiÈndole ver
cada detalle  con  tanta nitidez como si lo tuviera  en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicÑptero. Al
parecer habÌa caÌdo en medio de  una roncha de mosquito;  su fuselaje estaba
convertido  en  un  panqueque metÀlico.  La cola  permanecÌa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalÌa en el claro como un  gancho negro. TambiÈn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar  a impulsos de
la  brisa. La  roncha debiÑ  ser  muy  poderosa, pues  ni  siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza AÈrea aÇn era bien visible
en  el metal abollado. Redrick hacÌa aßos que no veÌa ninguna; habÌa llegado
a olvidarlas.
     VolviÑ hasta el sitio donde habÌa dejado su mochila en busca del mapa y
lo  extendiÑ en el montÌculo de metal caliente que  contenÌa el vagÑn. Desde
allÌ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina,  la que tenÌa un
Àrbol quemado en la ladera.  TenÌa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiÑn  que se  abrÌa entre ella  y la colina siguiente,  que
tambiÈn estaba a  la  vista, completamente  desnuda, cubierta su  ladera por
rocas pardas.
     Todos  los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiÑ la
menor  satisfacciÑn.  Su instinto, desarrollado  en muchos aßos de merodeos,
rechazaba la  mera  idea,  irracional y  nada  natural,  de pasar entre  dos
elevaciones prÑximas.
     "Bueno", pensÑ,  "ya veremos cuando lleguemos allÌ". Para llegar  hasta
aquella depresiÑn debÌan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allÌ parecÌa poco peligrosa. Pero al mirar desde mÀs cerca Redrick
reparÑ en una mancha de  color  gris oscuro  entre las dos colinas secas. La
buscÑ en el mapa. Estaba marcada con una  X junto a la cual decÌa, en letras
torpes: LÀtigo. La lÌnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
     El  nombre  le resultaba familiar, pero no lograba recordar  quiÈn  era
LÀtigo, cÑmo era ni quÈ hacia. Por alguna razÑn lo asociaba con el salÑn del
Borscht,  lleno  de humo,  con  grandes  manazas  rojizas que levantaban los
vasos,   carcajadas  estruendosas   y  bocas  abiertas,  mostrando   dientes
amarillentos: una fantÀstica horda de titanes y gigantes  reunidos junto  al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos mÀs vivos
de su  infancia. ¿QuÈ  habla llevado yo aquella  vez?  Un  vacÌo, creo.  Fui
directamente desde  la Zona, mojado, hambriento,  enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrÈ al bar pisando fuerte y plantÈ la bolsa sobre el mostrador;
echÈ  una mirada a  mi  alrededor, escuchando  los  chistes  que se  hacÌan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes.  No, un  momento, en esa Època
no eran  papeles verdes, sino  aquellos billetes reales, cuadrados, con  una
damisela medio  desnuda, de gorra y corona  de laureles.  EsperÈ,  guardÈ el
dinero,  e  inesperadamente, sin que  yo  mismo imaginara  hacerlo,  tomÈ un
pesado  jarro  que estaba  sobre el mostrador y  lo estrellÈ contra  la cara
riente  del que estaba mÀs cerca.  Tal vez Èse era LÀtigo,  se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
     -  ¿No hay problemas en pasar entre las dos  colinas, seßor Schuhart? -
preguntÑ  Arthur en voz baja,  junto a  su oÌdo,  mientras miraba tambiÈn el
mapa.
     - Ya veremos cuando lleguemos allÌ.
     Redrick siguiÑ estudiando el diagrama. HabÌa otras dos X, una en cuesta
de  la colina  del Àrbol y  otra sobre las  rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantÑ la vista hacia Arthur.
     -  Ya  veremos -  repitiÑ,  doblando el  mapa  para  guardÀrselo en  el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
     Se inclinÑ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo mÀs cÑmodo.
     - Ve delante - indicÑ -, asÌ podrÈ tenerte a la vista  en todo momento.
No mires hacia atrÀs y estate atento. Mis Ñrdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos  un buen  trecho.
tenerle miedo a  la tierra! Si  yo te  ordeno te tiras de cara  al barro sin
decir ni mÇ. AbotÑnate la chaqueta. ¿EstÀs listo?
     - Listo.
     Arthur estaba muy nervioso; el  rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
     - Primero iremos por aquÌ - dijo Redrick, seßalando enÈrgicamente hacia
la colina mÀs cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
     Arthur dejÑ escapar un suspiro, subiÑ a los rieles y comenzÑ a bajar el
terraplÈn. El pedregullo caÌa silenciosamente a su paso.
     - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
     EchÑ a andar tras Èl, sin prisa, ajustando automÀticamente los mÇsculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. EstÀ  asustado, pensÑ. Tal vez  lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asÌ ha de ser. Si supieras cÑmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo,  que  esta vez seguÌ tu consejo.  "A
ese lugar, Red, no se puede  ir solo.  Te  guste o no  te guste  tendrÀs que
llevar  a alguien.  Puedo  darte  alguno de  los mÌos,  alguno que no me sea
imprescindible." TÇ me convenciste.  Es la primera vez en la vida que acepto
algo  asÌ. Bueno, tal  vez salga bien, despuÈs de todo; tal vez funcione, de
algÇn  modo.  DespuÈs  de  todo, yo no soy Cuervo Burbridge;  tal vez se  me
ocurra alguna idea.
     -
     El muchacho se detuvo,  hundido  hasta el tobillo en agua  herrumbrosa.
Cuando  Redrick  llegÑ hasta  allÌ  el pantano  lo habÌa tragado  hasta  las
rodillas.
     - ¿Ves  esa roca? - preguntÑ Redrick  -. AllÌ, bajo la colina. Ve hacia
allÀ.
     Arthur reanudÑ la marcha. Redrick lo dejÑ adelantarse diez pasos  antes
de seguirlo.  El barro  chapoteaba bajo los  pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces  estaban secos y podridos. Redrick mirÑ
a  su  alrededor, pero por el  momento todo parecÌa  en orden.  La colina se
acercaba  lentamente, cubriendo el sol, que  aÇn estaba bajo en el cielo; al
fin  acabÑ por cubrir todo el cielo hacia  el  Este. Al llegar a  la roca el
pelirrojo volviÑ a mirar hacia el terraplÈn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre Èl  habÌa  un convoy de diez vagones de metal. Algunos de  los vagones
hablan descarrilado, cayendo  de costado;  el  terraplÈn, por  sobre  ellos,
estaba  cubierto por montones rojos y herrumbrados del  metal en bruto.  MÀs
allÀ,  hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y  ondulaba
sobre  la  huella, estallando en  diminutos  arco  iris que desaparecÌan  de
inmediato. Redrick  observÑ aquella reverberaciÑn, escupiÑ en  el suelo y se
volviÑ.
     - Vamos - dijo, y Arthur volviÑ hacia Èl la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, allÀ?
     - SÌ - dijo Arthur.
     - Bueno,  era un  tipo  que  se llamaba LÀtigo.  Hace mucho  tiempo. No
escuchÑ a los mayores; allÌ quedÑ, para  indicar  el camino a los mÀs vivos.
Ahora mira hacia la derecha de LÀtigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? AllÀ, donde los
sauces son mÀs espesos. èsa es la direcciÑn que tomaremos.
     Avanzaron  en direcciÑn  paralela  al terraplÈn. Cada paso los metÌa en
aguas mÀs playas; pronto pisaron tierra  seca y esponjosa. SegÇn el mapa aÇn
estaban  en pantanos sÑlidos. El mapa es  viejo, pensÑ Redrick;  hace  mucho
tiempo que Burbridge no viene  por aquÌ y el mapa  ha envejecido. Eso no  me
gusta. Claro que  es  mÀs fÀcil caminar sobre  tierra  seca, pero yo  habrÌa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cÑmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
     Arthur parecÌa haber recuperado el Ànimo y andaba a toda velocidad, con
una mano  en el bolsillo  y balanceando la otra  con toda  soltura.  Redrick
revolviÑ en su bolsillo y sacÑ un tornillo que pesarÌa  unos treinta gramos.
ApuntÑ y tirÑ.
     El tornillo golpeÑ a Arthur en la nuca; Èste soltÑ un grito ahogado, se
tomÑ la  cabeza,  se doblÑ  en  dos y cayÑ  sobre el  pasto seco. Redrick se
acercÑ a Èl.
     - AsÌ suceden  aquÌ  las cosas,  Artie - pontificÑ  -. Esto  no  es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
     Arthur se levantÑ lentamente; estaba muy pÀlido.
     - ¿Todo bien? - PreguntÑ Redrick.
     El muchacho tragÑ saliva y asintiÑ.
     -  Me alegro.  La prÑxima  vez te  la  darÈ en la trompa.  Si es que te
encuentro vivo.
     El  muchacho habrÌa sido buen merodeador, despuÈs  de todo.  Tal vez le
habrÌan llamado Artie "el Lindo". En  otros tiempos tenÌamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el Çnico ser humano que  cayÑ en la pica
carne  y saliÑ  vivo.  El idiota  sigue creyendo que fue Burbridge  quien lo
sacÑ.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asÌ,  tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habÌan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo;  antes  le decÌan
Triunfador.
     En ese momento Redrick sintiÑ una corriente de aire apenas  perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritÑ:
     -
     TendiÑ la  mano  hacia  la izquierda. La corriente  era mÀs  fuerte. En
algÇn punto, entre  ellos y el terraplÈn, habÌa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendÌa a  lo largo del mismo terraplÈn;  por alguna razÑn se habÌan
tumbado  los  vagones.  Arthur habÌa quedado inmÑvil,  como plantado  en  el
suelo; ni siquiera habÌa vuelto la cabeza.
     - A la derecha. Vamos.
     SÌ, hubiera podido ser un buen merodeador. QuÈ diablos, ¿ahora le voy a
tener  lÀstima?
sintiÑ  lÀstima por mÌ? Creo que  sÌ;  Kirill  me tenÌa lÀstima. Dick Noonan
tambiÈn me la tiene. Claro que quizÀ lo que siente es interÈs por Guta y  no
lÀstima por mÌ,  pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir lÀstima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
     Acababa de comprender, finalmente, cuÀl era su alternativa al presente:
o  ese muchacho  o  su Monita. En realidad, la  alternativa no  existÌa, eso
estaba claro.  Una voz interior le decÌa: "
posibles!". La acallÑ, espantado.
     Pasaron cerca del montÑn  de harapos grises. Nada  quedaba de LÀtigo. A
cierta  distancia, sobre  el pasto seco, habÌa una vara larga, completamente
herrumbrada: un  dragaminas. En aquellos  dÌas  muchos  merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependÌan
de ellos como  del  mismo Dios. Pero dos  de ellos murieron en  el  curso de
pocos dÌas, a consecuencia de explosiones subterrÀneas. Y  eso  acabÑ con el
asunto. ¿QuiÈn  habrÌa sido ese LÀtigo? ¿HabrÌa venido con Cuervo o  por  su
propia cuenta? ¿Por quÈ iban todos a esa cantera? ¿Por  quÈ no sabÌa Èl nada
sobre ese lugar? MaldiciÑn, pensÑ; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser mÀs tarde.
     Arthur,  que  iba cinco pasos  mÀs  adelante, se  secÑ  el sudor  de la
frente. Redrick entrecerrÑ los ojos para mirar el sol; estaba aÇn bajo. Y de
pronto  notÑ que el pasto seco no  crujÌa  bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho  quemado;  ademÀs ya  no  era  rÌgido y  frÀgil,  sino tierno  y
grumoso; caÌa  bajo  las  suelas como  hojuelas  de hollÌn. Vio  tambiÈn las
claras huellas de Arthur y se arrojÑ al suelo, gritando:
     -
     CayÑ de cara contra  el pasto, que se hizo polvo bajo  su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso  por su mala suerte. AllÌ permaneciÑ, tratando
de no moverse, todavÌa  con la  esperanza  de  que pasara por encima, aunque
sabÌa  bien  que  estaban atrapados.  El  calor  aumentaba;  lo  aplastÑ, le
envolviÑ el cuerpo como si fuera una sÀbana empapada en  agua hirviendo. Con
el sudor chorreÀndole hasta los ojos, recordÑ tardÌamente advertir a Arthur:
     - ¡No te muevas!
     Y se dedicÑ a aguantar tambiÈn,
     Pudo  haberÌo  soportado;   todo  habrÌa  pasado  tranquilamente,   sin
problemas,  sin mÀs que mucho sudor, pero Arthur no pudo  resistirlo. O bien
no oyÑ el  grito de Redrick o el miedo le hizo perder la  cabeza; o  tal vez
sus quemaduras eran mÀs intensas que las de Redrick. El  caso  es que perdiÑ
el dominio de  sÌ y echÑ  a  correr, con un  grito  salvaje, hacia  donde su
instinto le indicaba:  hacia  atrÀs. Precisamente  donde  no debÌa.  Redrick
logrÑ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayÑ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltÑ un chillido extraßo,
pateÑ a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiÑ corno enloquecido.
     Redrick, con  el  cerebro  cargado  por  el  dolor,  se arrastrÑ  hasta
aplastarlo con el cuerpo,  tocando con  la mejilla  quemada  la chaqueta  de
cuero,  tratando  de  apretarlo  contra  el  suelo;  mientras tanto  pateaba
desesperadamente,  con pies y rodillas,  las  piernas y  la  retaguardia del
muchacho. OÌa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
Àsperos "
caÌan toneladas enteras  de carbÑn encendido; tenÌa las ropas en  llamas, el
cuero  de  sus  zapatos y de  su chaqueta se  ampollaba y crujÌa.  La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por  mantenerse contra el
suelo, el crÀneo de aquel maldito muchacho. No  podÌa  soportarlo mÀs. GritÑ
con toda la fuerza de sus pulmones.
     No supo cuÀndo terminÑ todo. SÑlo supo que podÌa respirar otra vez, que
el  aire habÌa  vuelto a ser aire  y no vapor ardiente.  ComprendiÑ que  era
necesario  apresurarse a salir de  allÌ, de aquel calor demonÌaco, antes  de
que se estrellara  nuevamente contra ellos. DejÑ  a  Arthur,  que  se  habÌa
quedado perfectamente inmÑvil. Lo tomÑ de las piernas con un brazo y usÑ  el
otro para  avanzar a  la rastra, sin quitar  los  ojos de  la lÌnea donde el
pasto volvÌa  a crecer. Estaba seco, muerto,  espinoso, pero era autÈntico y
daba la impresiÑn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
     Las  cenizas le crujÌan entre los  dientes, el rostro quemado  despedÌa
calor y  el sudor le  caÌa directamente  en los ojos, tal  vez porque  ya no
tenÌa  cejas ni pestaßas.  Arthur, estirado hacia atrÀs, parecÌa engancharse
la  chaqueta en todos los sitios  posibles. A Redrick le  ardÌan  las  manos
chamuscadas y la mochila  no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la  falta de aire, le hicieron pensar que  estaba demasiado quemado,  que no
llegarÌa. El temor le obligÑ a redoblar el impulso  de codos y rodillas. Hay
que llegar,  un poquito mÀs; vamos,  Red, vamos,  puedes.  AsÌ,  un  poquito
mÀs...
     AllÌ se quedÑ por largo rato, con las manos y la cara en el agua frÌa y
herrumbrosa,  regodeÀndose con  la frescura  maloliente  y  podrida.  HabrÌa
podido quedarse toda la vida, pero se obligÑ a levantarse sobre las rodillas
para  dejar la mochila y  arrastrarse hasta Arthur, que permanecÌa inmÑvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
     Bueno, habÌa  sido  un lindo muchacho.  Ahora estaba convertido en  una
mÀscara  de  color gris  oscuro, hecha de  sangre  cocida y cenizas. Redrick
contemplÑ con  cansado  interÈs  los  surcos y  los senderos abiertos  en la
mÀscara por piedras y palos. En seguida se  levantÑ, tomÑ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrÑ hasta el agua.
     Arthur respiraba  pesadamente, gimiendo  de tanto en tanto.  Redrick lo
arrojÑ de  cara en  el  charco mÀs  profundo  y se  dejÑ  caer  junto a  Èl,
reviviendo el  placer  de aquella  caricia  gÈlida  y  mojada.  El  muchacho
gorgoteÑ,  se  apoyÑ  sobre las manos  y  alzÑ  la  cabeza.  TenÌa los  ojos
desorbitados y  no entendÌa nada, pero aspiraba Àvidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrÑ el sentido y buscÑ a Redrick con la vista.
     -
sucia -. ¿QuÈ era eso, seßor Schuhart?
     - Era la muerte - murmurÑ Redrick.
     TosiÑ. Se palpÑ el rostro. Le dolÌa. TenÌa la nariz hinchada,  pero las
pestaßas y  las cejas  (cosa  extraßa)  estaban en  su lugar. TambiÈn seguÌa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
     Arthur tambiÈn estaba tocÀndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible  mÀscara,  y tambiÈn  contra lo  que  cabÌa esperar,  resultÑ estar
perfectamente. TenÌa unos cuantos araßazos y un chichÑn en la frente, ademÀs
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
     -  Nunca  oÌ hablar de nada parecido -  observÑ Arthur,  mirando  hacia
atrÀs.
     Redrick hizo  lo  mismo.  Habla muchas  huellas sobre  el pasto gris  y
ceniciento;  le sorprendiÑ notar  lo corto  que  habla sido  aquel  trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse,  junto  con su
compaßero, de la fatalidad. HabÌa sÑlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero Èl, cegado por el miedo, habÌa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios  lo habÌa hecho en  la
direcciÑn correcta. De lo contrario habrÌa llegado a la  roncha de  mosquito
de la izquierda; tambiÈn  pudo dar la vuelta completa. No, no  tanto;  Èl no
era novato. Y de no haber sido  por ese tonto nada habrÌa pasado; cuanto mÀs
tendrÌa unas cuantas ampollas en los pies.
     Arthur  se  estaba  lavando y  gemÌa  al tocarse  los puntos doloridos.
Redrick se levantÑ tambiÈn; con una  mueca de  dolor, sintiÑ el roce de  las
ropas  sobre la piel  quemada, en tanto  caminaba hasta  un sitio seco  para
examinar la mochila. La  pobre las habÌa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las  ampollas del  botiquÌn  de primeros  auxilios  habÌan
estallado y habÌa una mancha hÇmeda que olÌa a antisÈptico. Redrick abriÑ la
bolsa y empezÑ a  recoger astillas de vidrio  y plÀstico. En ese momento oyÑ
la voz de Arthur.
     - ¡Gracias, seßor Schuhart!
     Redrick no respondiÑ.
     - Fue culpa mÌa. OÌ que me ordenaba quedarme allÌ, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor  se  volviÑ  tan fuerte... perdÌ la cabeza.  Tengo
mucho miedo al dolor, seßor Schuhart.
     - ¿Por quÈ no te levantas? - dijo Redrick sin  volverse -. Eso fue sÑlo
una muestra.
     VolviÑ  a pasar los  brazos por las correas,  haciendo muecas dolor  al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era  como si  se le
hubiera arrugado  la  piel  en los puntos  afectados. Conque el  chico tenÌa
miedo  al  dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no  se  habÌan  apartado  del camino. Ahora, hacia las
colinas,  donde estaban los cadÀveres. Esas malditas colinas, allÌ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiÑn  en  medio.  OlfateÑ  el  aire.  La   maldita  depresiÑn,  Èsa  es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
     - ¿Ves esa depresiÑn entre las colinas? - preguntÑ.
     - La veo.
     - Derecho hacia allÀ.
     Arthur se  secÑ  la  cara  con  el  dorso de  la mano y  echÑ  a andar,
chapaleando entre los  charcos. Iba rengueando; ya no parecÌa tan  erguido y
bien proporcionado  como antes. Caminaba encorvado, con mucha  cautela.  Uno
mÀs que he  sacado, pensÑ Redrick;  ¿y cuÀntos van? ¿Cinco, seis? Lo  que me
pregunto ahora es por quÈ. No es pariente mÌo. No soy responsable de  lo que
le pase.  A  ver, Red, ¿por quÈ lo salvaste?  Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza mÀs despejada sÈ por quÈ. Hice bien en
salvarlo; no puedo arreglÀrmelas sin Èl: es mÌ rehÈn por Monita.  No salvÈ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
     AllÀ, en el calor, no lo pensÈ  dos veces: lo saquÈ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se  me ocurriÑ abandonarlo  allÌ, a pesar de que
me habÌa olvidado de todo:  de la llave maestra y de Monita.  ¿QuÈ significa
eso? Significa que en el fondo, despuÈs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta  sostiene, lo que Kirill solÌa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y  despuÈs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El  seßor Buen
Tipo. Tengo  que  salvarlo para que lo agarre la pica carne  (lo pensÑ frÌa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
     -
     Ante ellos estaba la depresiÑn; Arthur, parado, esperaba Ñrdenes con la
vista clavada  en Redrick. El  suelo estaba allÌ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De Èl se desprendÌa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez  metros mÀs allÀ no  se  veÌa
nada. Y el hedor era terrible.
     - Esto apesta, pero no te acobardes.
     Arthur  hizo un ruido gutural  y retrocediÑ, mientras  Redrick  entraba
decididamente  en acciÑn; sacÑ del bolsillo un copo  de algodÑn empapado  en
desodorante, se rellenÑ con Èl las losas nasales y ofreciÑ un poco a Arthur.
     - Gracias, seßor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntÑ
el, muchacho con voz dÈbil, Redrick lo tomÑ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar  la cabeza en direcciÑn al montÑn de harapos que se veÌa sobre la
rocosa ladera de la montaßa.
     - èse era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de  la izquierda, aunque
desde aquÌ  no se ve,  estÀ Caniche. En las mismas condiciones.  ¿Entiendes?
Adelante.
     El limo estaba  caliente y pegajoso.  Al principio caminaron  erguidos,
hundiÈndose  hasta  la cintura. Por suerte  el fondo era  rocoso  y bastante
parejo.  Sin embargo Redrick no tardÑ en  percibir un  conocido tronar hacia
ambos  lados. En la colina izquierda no habÌa  nada,  salvo la  intensa  luz
solar, pero en  la  ladera derecha,  a la sombra, parpadeaban luces de color
pÇrpura claro.
     - ¡AgÀchate! - susurrÑ, dando el ejemplo. -
     Arthur se agachÑ, asustado; un batir de truenos quebrÑ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente  una  intrincada danza precisamente  encima  de  ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentÑ, hundiÈndose hasta los
hombros  en el limo. Redrick, con los oÌdos  taponados  por el estruendo, se
volviÑ: una  mancha  de color  rojo  brillante se fundÌa  rÀpidamente  en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
     - ¡Adelante!
     Avanzaron en fila india,  agachados, asomando tan  sÑlo la  cabeza. Con
cada  trueno Redrick veÌa  ponerse de  punta los largos cabellos de Arthur y
sentÌa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
     - ¡Adelante! - seguÌa repitiendo -.
     Ya  no oÌa nada. En  una oportunidad vio a Arthur de perfil y notÑ  que
tenÌa  los ojos  desorbitados por  el terror, la boca pÀlida  y  fuerte,  la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida  los relÀmpagos empezaron a
estallar  a  tan poca  altura que se vieron obligados  a bajar la cabeza. El
limo  verde les llenÑ  la  boca, dificultÀndoles  la  respiraciÑn.  Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancÑ el algodÑn de la nariz y descubriÑ que el
hedor habÌa desaparecido; sÑlo  se percibÌa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor  estaba espesÀndose. O quizÀs era Èl, que se desvanece, pues
ya no podÌa ver ninguna de las  dos colinas; sÑlo  vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
     PasarÈ, pasarÈ, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asÌ: estoy varado en la mugre, con relÀmpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro  modo. ¿De  dÑnde sale toda  esta basura?
lugar,  es como para enloquecer  a cualquiera, Cuervo Burbridge  lo hizo: Èl
pasÑ por aquÌ  y siguiÑ andando; Cuatro-ojos quedÑ a la derecha y  Caniche a
la izquierda, todo  para  que Cuervo  pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerÌa detrÀs.  Y  te lo mereces;  quien  camine detrÀs de Cuervo se
hundirÀ  hasta  el  cuello  en  la  porquerÌa.  ¿No  lo  sabÌas, acaso?  Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un  solo rincÑn
limpio.
     Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red,  bajo  cualquier orden  y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tÇ
no podemos  tener el  Reino de  los Cielos sobre la Tierra". ¿QuÈ sabes  tÇ,
gordo?  ¿DÑnde  has  visto un sistema bueno?  ¿CuÀndo  me  viste a mÌ  en un
sistema bueno?
     En  ese  momento resbalÑ  en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayÑ en el limo, Al resurgir vio ante Èl la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriÑ un escalofrÌo: creyÑ que habÌa perdido el rumbo. Pero
no era asÌ: de inmediato comprendiÑ que debÌan ir hacia allÀ, hacia donde la
cima negra de  la roca asomaba por el limo; lo comprendiÑ  a pesar de que no
habÌa otra cosa visible en la niebla amarilla.
     - ¡Alto! - gritÑ - ¡A la derecha!
     Ni siquiera podÌa oÌr su propia voz. AlcanzÑ a Arthur, lo aferrÑ por el
hombro  y  le seßalÑ:  mantente  a  la derecha  de la roca y no levantes  la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarÀs por esto. Arthur hundiÑ la cabeza
precisamente en el momento en que un  rayo reducÌa la  roca  a  astillas. Ya
pagarÀs por esto, repitiÑ Redrick, mientras volvÌa  a sumergirse  y  agitaba
furiosamente brazos y  piernas.  Hubo  otro trueno.
por todo  esto!  Por un momento  pensÑ: ¿a quiÈn me  refiero? No lo sÈ, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagarÀ. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarÈ lo que quiera.
     Cuando  al fin  lograron salir  a  tierra seca, cubierta de  pedregullo
caliente por el sol, estaban  medios sordos, hechos pedazos  y tambaleantes;
caminaban apoyÀndose uno en el  otro. Redrick vio la pick  up  descascarada,
hundida  hasta  el  eje,  y  recordÑ que podÌan  descansar a la  sombra  del
vehÌculo. Se arrastraron hasta allÌ. Arthur se tendiÑ de espaldas y empezÑ a
desabotonarse  la  chaqueta con dedos  exhaustos;  Redrick apoyÑ  la mochila
contra el costado del  camiÑn, se limpiÑ  las manos contra  los guijarros  y
hurgÑ dentro de su chaqueta.
     - Yo tambiÈn - dijo Arthur -. Yo tambiÈn.
     Redrick se  sorprendiÑ al  oÌrlo  hablar  con voz  tan potente. TomÑ un
sorbo, cerrÑ los ojos y entregÑ la petaca a Arthur. Listo, pensÑ dÈbilmente.
Pasamos. Hasta esto  pasamos.  Y ahora, cuentas  a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidÈ? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por  haberme dejado vivir,  por no ahogarme? VÀyanse al  diablo.  Se
acabÑ, ¿entienden? Se acabÑ todo esto. Desde ahora en adelante serÈ yo quien
tome  las decisiones.  Yo,  Redrick  Schuhart,  en completa  posesiÑn de mis
facultades fÌsicas y mentales,  tomarÈ las decisiones para  todo el mundo. Y
en cuanto a todos  ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seßores  Huesos,
seßores  Quarterblads,  chupasangres,  platudos,  Roncos,  gente  de  saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones  y  oportunidades de  empleo; a sus  pilas eternas y  a sus motores
eternos  y  a  sus  ronchas  de mosquito  y a sus falsas promesas.  Ya tengo
bastante;  hace rato  que me  llevan de las narices. Me  he  pasado la  vida
llevado de las narices, y siempre pensÈ que Èsa era la vida que yo querÌa, y
me  llenaba  la  boca  diciÈndolo,  pedazo  de  tonto, mientras  ustedes  me
alentaban y se guißaban el ojo, arrastrÀndome,  metiÈndome entre  cÀrceles y
rejas.
     SoltÑ las hebillas de la mochila y quitÑ a Arthur la petaca.
     - Nunca  pensÈ... - decÌa en ese  momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo  hubiera imaginado. SabÌa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asÌ... ¿CÑmo vamos a volver?
     Redrick  no lo  escuchaba. Lo  que  Èl dijera ya no  tenÌa significado.
Tampoco  antes  lo tenÌa, pero antes ese muchacho era al menos  una persona.
Ahora  era una clave  parlante,  una llave que  le abrirÌa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nomÀs.
     - Si tuviÈramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
     Redrick  lo  mirÑ,  contemplÑ  aquel pelo  despeinado y  sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo  la costra  de barro  lÌquido. No sentÌa lÀstima,  ni  irritaciÑn, ni
nada.  Una  clave  parlante.  Se  volviÑ.  Ante  Èl  bostezaba  una  temible
extensiÑn, como una construcciÑn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada  de  polvo  blanco  e  iluminada fuertemente  por el sol  cegador,
insoportablemente  blanco, ardoroso, enojado  y muerto. Desde  allÌ se  veÌa
tambiÈn  el  otro extremo  de la cantera, igualmente blanco y  deslumbrante;
desde esa  distancia  parecÌa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
mÀs cercano estaba marcado  por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba  hasta el fondo, donde se erguÌa la cabina  del  excavador,  como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el Çnico  punto de referencia. TenÌan
que dirigirse hacia allÌ, guiÀndose sÑlo por la suerte.
     Arthur se levantÑ con trabajo, metiÑ el brazo bajo el camiÑn y sacÑ una
lata oxidada.
     - Mire, seßor Schuhart - dijo, animÀndose -. Esto lo debe haber  dejado
papÀ. AquÌ abajo hay mÀs.
     Redrick no  respondiÑ. Eso es  un error, pensÑ  frÌamente; es  mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
     Por el contrario, no importa.
     Se levantÑ con una mueca: las ropas se le habÌan pegado al cuerpo, a la
piel ardida;  sintiÑ un tirÑn, como si le arrancaran el vendaje seco  de una
herida. Arthur tambiÈn grußÑ al levantarse y dirigiÑ a Redrick una mirada de
mÀrtir.  Estaba a  la  vista que deseaba quejarse,  pero no  se  atreviÑ. Se
limitÑ a decir, con voz ahogada:
     - ¿Me harÀ mal tomar otro trago, seßor Schuhart?
     Redrick sacÑ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
     - ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
     - SÌ - respondiÑ Arthur, estremeciÈndose.
     - Derecho hacia allÀ. Vamos.
     El muchacho  estirÑ  los brazos, enderezÑ  los hombros con  un gesto de
dolor y mirÑ en su torno.
     - OjalÀ pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
     Redrick aguardÑ en  silencio.  Arthur lo mirÑ desoladamente  y asintiÑ.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo sÇbitamente.
     - La mochila. Se olvida la mochila, seßor Schuhart.
     -
     No querÌa explicar nada,  no querÌa  mentir. Tampoco hacÌa falta. IrÌa,
de cualquier modo. No tenÌa adÑnde  ir, si no.  IrÌa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando  de quitarse el barro seco  de  la
cara;  parecÌa menudo, escuÀlido  y desamparado,  como  un gatito  mojado  y
perdido. Redrick lo siguiÑ. En cuanto saliÑ de la  sombra el sol cayÑ  sobre
Èl, cegÀndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentÀndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
     Cada  paso  levantaba  una nube de polvo blanco; la nube,  al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedÌa; resultaba  imposible  caminar  tras  Èl;  Redrick  demorÑ un  rato en
comprender  que Èl  mismo  llevaba el  olor  encima.  Era desagradable, pero
familiar,  en cierto modo: el mismo que  invadÌa la  ciudad cuando el viento
norte traÌa el humo de la planta. TambiÈn su padre olÌa asÌ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrÌo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick  corrÌa  a  esconderse  en algÇn  rincÑn  apartado  y  lo observaba,
asustado, mientras Èl se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el  fondo  del  ropero, mientras se  arrancaba las  ropas de trabajo para
arrojÀrselas a  la  madre; despuÈs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. AllÀ se quedaba, bajo la ducha,  grußendo y palmeÀndose el cuerpo
durante largo rato,  entre chapaleos  y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la  casa: "
Redrick  tenÌa que esperar hasta que el  padre estuviera lavado  e instalado
ante la mesa,  con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco  de
ketchup.  Cuando  terminaba  de  sorber  la sopa  y  atacaba  el  cerdo  con
habichuelas, reciÈn entonces podÌa  dejarse  ver, trepar  a  sus  rodillas y
preguntarle a cuÀntos ingenieros y a cuÀntos sindicalistas habÌa ahogado  en
vitriolo durante la jornada.
     Todo, a  su alrededor, parecÌa  estar al rojo blanco: se sentÌa mareado
de   tanto  calor  seco,  de  cansancio,  del   insoportable  dolor  en  las
articulaciones, donde la piel  estaba ampollada. Era como si, a travÈs de la
niebla caliente que le envolvÌa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a  gritos  paz, agua, frescura. Los recuerdos,  gastados hasta el  punto  de
resultar  irreconocibles,  se  le   amontonaban  en   el  cerebro  hinchado,
golpeÀndose entre sÌ, mezclados, tropezando, confundiÈndose  con aquel mundo
al rojo  blanco  que  llameaba  ante sus ojos entrecerrados.  Y  todos  eran
amargos, y todos evocaban  odio o piedad por si mismo. TratÑ de  combatir el
caos, de convocar algÇn espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura  o de  alegrÌa. Se exprimiÑ la memoria  hasta sacar de  ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era  aÇn una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciÑ, quedÑ inmediatamente velado por la herrumbre;
despuÈs  se  deformÑ,  se  retorciÑ hasta convertirse en la cara  sombrÌa de
Monita, cubierta de piel castaßa, Àspera. Se esforzÑ por recordar a  Kirill,
aquel hombre  santo: sus movimientos rÀpidos y seguros, su risa, su voz, que
prometÌa tiempos y lugares  nunca vistos. Y Kirill apareciÑ; pero en seguida
explotÑ contra el sol una telaraßa  plateada y Kirill desapareciÑ. En cambio
aparecieron  los ojos  angelicales  y  fijos  de  Ronco,  con un  envase  de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos  que medraban en su
subconsciente  quebraron  la  barrera que  Èl  intentaba crear  a  fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenÌa entre  los recuerdos, como
si nunca hubiese visto mÀs que caras feas y crueles.
     Y durante  todo ese tiempo no dejaba  de ser un  merodeador. Sin  darse
cuenta de  ello, alguna  parte de su sistema nervioso recogÌa la informaciÑn
esencial:  a  la izquierda,  a bastante  distancia habÌa un fantasma  alegre
sobre  un montÑn de  planchas; estaba quieto, agotado, asÌ que al diablo con
Èl; hacia la derecha habÌa una ligera brisa, y pocos pasos mÀs adelante  vio
una roncha de  mosquito, lisa como un  espejo, de varios brazos. ParecÌa una
estrella de mar (estaba lejos, no  habÌa  peligro); bien  en  el  centro, un
pÀjaro  aplastado; cosa extraßa, puesto que los pÀjaros no solÌan sobrevolar
la Zona.  AllÌ,  junto al sendero,  habÌa dos  vacÌos abandonados;  tal  vez
Cuervo los habÌa dejado al volver; el temor es mÀs fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomÑ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartÑ veinte
centÌmetros  del  camino,  Redrick  abriÑ   la  boca  y   lanzÑ  una  Àspera
advertencia, automÀticamente. Una  mÀquina, pensÑ. Me  han convertido en una
mÀquina.  Las rocas partidas que marcaban el borde de  la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
     QuÈ  tonto fuiste, Cuervo, quÈ tonto,  pensÑ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CÑmo se te ocurriÑ confiar en mÌ? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberÌas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor  es que
te  estÀs poniendo viejo. MÀs torpe. Pero quÈ digo, si me he  pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginÑ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur,  su dulce Artie, sir Çnico hijo varÑn, su orgullo y  su alegrÌa,
habÌa ido a la Zona con Red para  buscar las piernas de Cuervo, en  lugar de
algÇn novato  prescindible. ImaginÑ aquella cara  y se  echÑ a  reÌr. Cuando
Arthur volviÑ el rostro asustado para mirarlo, siguiÑ riendo y le indicÑ por
seßas  que  siguiera caminando.  Y  entonces  la  caras le  cruzaron por  la
conciencia  otra vez, como  imÀgenes  en  una  pantalla. HabÌa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos:  habÌa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
     Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendÌa a la cantera
y  se  quedÑ  inmÑvil,  forzando  la  vista  para  mirar hacia abajo, lejos,
estirando  el largo cuello. Redrick se reuniÑ  con  Èl. Pero no miraba en la
misma direcciÑn que Arthur.
     Precisamente bajo  sus  pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aßos antes por las ruedas de los vehÌculos  pesados. Hacia la derecha
habÌa una  pendiente  blanca, escarpada, rajada  por  el  calor;  la  cuesta
siguiente estaba medio  excavada; entre las rocas  y el  escombro  habÌa una
aplanadora; la  pala caÌda golpeaba impotente contra el  costado de la ruta.
Era de  esperar:  no habÌa nada  mÀs sobre la  ruta,  con excepciÑn  de  las
estalactitas negras y retorcidas, que parecÌan velas gruesas colgadas de los
bordes  dentados de la cuesta,  y un  montÑn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
     Era todo lo  que quedaba de ellos;  resultaba imposible siquiera contar
cuÀntos  hablan  sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los  deseos de Cuervo. AquÈl de allÀ era Cuervo, volviendo  sano y salvo del
sÑtano del Complejo Nº 7. AquÈlla, la  mÀs grande,  era Cuervo sacando de la
Zona el imÀn contorsionante  sin que nadie lo  detuviera. Y aquel  carÀmbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur  Burbridge, tambiÈn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrÌa.
     -
Schuhart, despuÈs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
     SoltÑ una carcajada de felicidad, se agachÑ  y golpeÑ la tierra con los
pußos, con  toda su fuerza. El pelo enredado  se le  sacudiÑ  ridÌculamente,
arrojando terrones de barro seco  en todas direcciones. Y sÑlo entonces mirÑ
Redrick hacia la bola. Con  cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube  en donde habÌa  logrado refugiarse, abandonÀndolo
nuevamente en la mugre.
     No  era dorada;  su  color, antes bien,  era el  del  cobre rojizo.  La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cÑmodamente instalada  entre los  montones  de rocas.
Aun desde  allÌ  se  veÌa lo voluminosa y pesada  que  era,  lo  sÑlidamente
plantada que estaba en su lugar.
     Nada en ella podÌa llevar  a la desilusiÑn o a  las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas.  Por  algÇn  motivo, el  primer pensamiento  de
Redrick  fue que  quizÀs  fuera  hueca  y que  debÌa  estar  caliente por su
situaciÑn,  a  pleno  sol. Obviamente  no brillaba con luz  propia  ni podÌa
elevarse  ni  bailar  en  el  aire,  tal  como  afirmaban  muchas  leyendas.
PermanecÌa en el mismo sitio  donde habÌa caÌdo. Tal  vez habÌa rodado desde
algÇn bolsillo  monstruosamente gigantesco; tal vez se habÌa perdido durante
algÇn  juego entre  titanes.  El  caso  es  que  no  parecÌa  cuidadosamente
instalada allÌ, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban  la Zona:
los vacÌos, los brazaletes,  las pilas y la  otra basura  amontonada tras la
VisitaciÑn.
     Pero al  mismo tiempo  tenÌa algo especial. Cuanto  mÀs  la  miraba mÀs
claramente  comprendÌa que era agradable de mirar, que le gustarÌa acercarse
a ella,  palparla... Y sÇbitamente se le ocurriÑ que  serÌa  lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor aÇn, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar,  recordar,   tal  vez   perderse   en  ensoßaciones,  amodorrÀndose,
descansando...
     Arthur se levantÑ de un salto, abriÑ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitÑ y la  arrojÑ a los  pies,  levantando  una  nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacÌa  gestos y agitaba los brazos. Al  fin puso
las manos detrÀs de la espalda y  se lanzÑ  cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habÌa olvidado de Èl, se habÌa  olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus  sueßos  en realidad, los pequeßos deseos secretos
de un  estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veÌa un centavo fuera
de  su asignaciÑn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si  le
sorprendÌan  un dejo  de  alcohol  en el aliento al  volver  a  casa; de  un
muchacho predestinado a ser un abogado  famoso y, en el  futuro, ministro de
gabinete y,  en un  futuro mÀs distante, presidente  de la naciÑn.  Redrick,
entrecerrando  los  ojos hinchados  ante  la luz  cegadora,  lo  observÑ  en
silencio. PermaneciÑ calmo y frÌo. SabÌa lo que iba a ocurrir y sabÌa que no
serÌa capaz de mirar, pero  que tenÌa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin  sentir  nada  en  especial,  salvo  que, muy  dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiÈndole la aguda cabeza en el vientre.
     Y  el  muchacho  seguÌa  caminando  hacia  abajo,  bailando  una  jiga,
arrastrando los  pies segÇn su  propio ritmo. Y el polvo se  alzaba, blanco,
bajo sus talones.  Y gritaba con toda la fuerza  de sus pulmones, con ganas,
con alegrÌa, festivamente, algo  que  podÌa  ser  una canciÑn o  una fÑrmula
mÀgica. Y Redrick  pensÑ  que,  quizÀ por primera vez en  la historia  de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
     Al  principio  no escuchÑ lo que  chillaba  su clave parlante;  al cabo
alguna pieza, en su interior, echÑ a andar. Entonces oyÑ:
     -  ¡Felicidad para  todos!  ¡Gratuita! ¡Toda  la que  uno quiera!
vengan todos!  ¡Hay para todos! ¡Nadie quedarÀ  Insatisfecho!
gratuita!
     Y de pronto quedÑ en silencio, como si un enorme pußo le hubiera pegado
en  el medio de  la boca.  Y  Redrick vio  que la vacuidad transparente,  el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires  y lenta, muy lentamente, lo retorcÌa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caÌa de su
espasmÑdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
     Entonces  le volviÑ la  espalda  y se sentÑ. Su cabeza  estaba vacÌa de
todo pensamiento; de algÇn  modo  habÌa  dejado  de  tener  sensaciones.  El
silencio  se espesaba  en el aire,  especialmente detrÀs de Èl,  allÀ, en la
ruta. Se acordÑ de su petaca, sin mayor alegrÌa; era tan sÑlo una medicina y
habÌa llegado la hora de  tomarla. DesenroscÑ la tapa  y bebiÑ  a tragos muy
medidos. Por primera vez habrÌa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
     PasÑ el tiempo. EmpezÑ a tener pensamientos  mÀs  o  menos  coherentes.
Bueno, ya estÀ, pensÑ, sin querer. La ruta estÀ abierta.
     Ahora  podÌa  bajar. Pero  siempre era mejor,  por supuesto aguardar un
poco. Las pica  carnes suelen  ser traicioneras.  De  cualquier  modo  tenÌa
algunas cosas en quÈ  pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a  hacerlo.  ¿Y  quÈ era  "pensar",  despuÈs de todo?  Pensar  querÌa  decir
encontrar  una  salida,  aclarar un engaßo,  quitar la venda de  los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
     Bien. Monita, su padre...  Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos  malnacidos, que esos hijos  de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asÌ...  Quiero decir, si, lo es, pero  ¿quÈ  significa eso?  ¿QuÈ
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
     Un presentimiento terrible  lo dejÑ  helado. SalteÑ apresuradamente los
muchos argumentos que  aÇn tenÌa por delante y se dijo, enojado: AsÌ son las
cosas, Red, no podrÀs salir de aquÌ mientras no lo hayas comprendido; caerÀs
muerto aquÌ, junto  a la bola, para pudrirte en este  sitio, pero no saldrÀs
de aquÌ.
     Dios,  ¿dÑnde estÀn las palabras, dÑnde estÀn mis pensamientos? (Se dio
una palmada  en la  cabeza)
momento, Kirill solÌa decir algo asÌ.
     ¡Kirill!  EscarbÑ  febrilmente  entre  sus  recuerdos  y  las  palabras
subieron a  la superficie,  palabras  conocidas  o  desconocidas.  Pero nada
servÌa  porque  Kirill no  habÌa dejado  palabras  tras de sÌ.  HabÌa dejado
imÀgenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
     Perversidad y traiciÑn. TambiÈn esta vez  me  abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creÌa antes y tampoco lo creo ahora. Y  no sÈ para quÈ
nace el hombre. Yo nacÌ. Por eso estoy aquÌ. La gente come lo que puede. Que
todos  nosotros  tengamos buena salud y que todos ellos se  vayan al diablo.
¿QuiÈnes somos  nosotros y quiÈnes son  ellos? No entiendo nada.  Si  yo soy
feliz,  Burbridge  no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a Èl le van mal las cosas es
el Çnico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglarÀ.
todo  es  una  larga  pelea!  Me  pasÈ  la  vida  peleando  con  el  capitÀn
Quarterblad, y Èl se pasa  la vida peleando con Ronco, y lo Çnico que quiere
de mi  es que deje de merodear. Pero ¿cÑmo voy a dejar de merodear  si tengo
que  alimentar una familia? ¿Que me consiga  un trabajo?  No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mÌ las cosas son  mÀs
o menos asÌ:  cuando un  hombre trabaja con ustedes estÀ  siempre trabajando
para uno de ustedes y no es mÀs que un esclavo. Y  yo siempre quise depender
de  mÌ mismo,  para  poder escupirles a todos en  la cara, para reÌrme de su
aburrimiento y de su desesperaciÑn.
     AcabÑ hasta las  heces del coßac  y  arrojÑ  la petaca  vacÌa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La  petaca rebotÑ, centelleando bajo el sol, y
saliÑ  rodando.  En  seguida  se olvidÑ  de  ella.  Se quedÑ  allÌ  sentado,
cubriÈndose  los  ojos  con las  dos  manos, mientras intentaba,  ya  que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cÑmo deberÌan ser las cosas. Pero
no veÌa mÀs que las caras; caras, caras y  mÀs  caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en  otros tiempos fueron seres humanos,  columnas de
cifras. SabÌa que era necesario destruir todo eso, y querÌa destruirlo, pero
adivinaba  que cuando  todo  eso desapareciera  no  quedarÌa  sino la tierra
desnuda y seca.  En su frustraciÑn,  en  su  desesperanza, sintiÑ  deseos de
recostarse contra la bola.
     Se  levantÑ,  se  sacudiÑ  automÀticamente los pantalones e  iniciÑ  el
descenso hacia el fondo de la cantera.
     El  sol  ardÌa. Ante  los  ojos le  bailaban  manchas  rojas y  el aire
temblaba en el  fondo  de la  cantera.  En aquella  reverberaciÑn,  la  bola
parecÌa  danzar en su sitio, como  una boya entre las olas. PasÑ junto  a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies,  con cuidado  de no
pisar  las  manchas.  Y  en  seguida,  hundiÈndose entre el  pedregullo,  se
arrastrÑ a travÈs de la cantera hacia la bola danzarina, guißadora.
     Estaba  cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrÌo
le  recorrÌa  el cuerpo.  Temblaba como  si  reciÈn saliera  de  una  fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriÀndole entre los dientes. HabÌa
abandonado  todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una  y otra vez su
letanÌa:
     Soy  un  animal,  ustedes  lo  saben.  No  tengo  palabras, no  me  las
enseßaron.  No sÈ  cÑmo se hace para pensar, porque los hijos de  puta no me
enseßaron a  pensar. Pero  si  ustedes  son  en  verdad...  todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno,  adivÌnenlo!
allÌ encontrarÀn  cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! AverigÝen ustedes quÈ es lo que deseo...
malo!  MaldiciÑn,  no se me ocurre nada,  nada, salvo esas palabras  que  Èl
dijo...




Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT
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